CASCABEL #29bis

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Cascabel Literaturas

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La Paz, B.C.S. Agosto 2016


Revista Cascabel No. 29 bis La Paz, B.C.S. agosto 2016 Director: Raúl Cota Álvarez Consejo editorial: Julio César Félix Lerma Raúl Antonio Cota Ecatl López Daniel Olimón En este número:

Marcos de Jesús Roldán

Ilustraciones en portada e interiores:

Mar Fatale

Revista Cascabel es una publicación independiente circula trimestralmente en la ciudad de La Paz, B.C.S. y diversos puntos del país. se autoriza el uso del material siempre y cuando se cite la fuente


La Bruja I ¡Ay qué bonito es volar a las dos de la mañana! ¡Ay qué bonito es volar! ¡Ay mamá! Volar y dejarse caer en los brazos de una dama… (Canción popular veracruzana) Antes disfrutaba, con gozo malsano, mover, levantar o voltear las piedras, tabiques o cacharros debajo de los que se ocultaban lombrices, tlaconetes, ciempiés, tijeretas y cochinillas. Las lombrices terminaban en los platillos de la cocina de mi prima, ya como espagueti o rellenando pastelitos de lodo. Los tlaconetes eran bañados con sal gruesa y las risas de los verdugos brotaban mientras los gelatinosos bichos se retorcían en una agónica estela de baba salada. A los ciempieses y a las tijeretas les teníamos más respeto. Pero lo que sentíamos por los animalitos acorazados, con muchas patitas y capaces de hacerse una bola, era mezcla de terror, asco y curiosidad morbosa por descubrir si era cierta la leyenda de su predilección por los húmedos orificios del bajo vientre femenino. Y es que según mi madre, la de ella y no sé cuantas más, si una mujer – niña, muchacha o señora – se quedaba dormida en el pasto o donde hubiera algo de humedad los pequeños armadillos percibirían la calidez y el aroma a mar, hallando el modo para caminar por la entrepierna – sin despertar a la durmiente – y realizar una especie de cópula no autorizada entre artrópodo y homínida.

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Me perdía divagando audaces variaciones de la conseja matriarcal: que si bastaba con estar en cuclillas, que si era más peligroso – estando en traje de baño – sentarse en las jardineras que bordeaban las albercas de los balnearios en la Zaragoza, si sería posible que los animalitos entraran y salieran a voluntad… En la mente daban vueltas y más vueltas las ideas y suposiciones mientras torturábamos insectos, haciéndole justicia al género femenino del ayer y del mañana. Mi infancia transcurría como muchas, entre mitos, tradiciones y leyendas. La Llorona recorriendo el canal de aguas negras que atravesaba la colonia; las lagañas del perro de doña Rita; los fuegos por besar a las primas a escondidas; o los nahuales, las brujas y los aparecidos. Una vida que se pasaba entre festejos profanos y religiosos empezando por la mojada del sábado de Gloria, el pastel del día del niño y luego el banquete para festejar el matriarcado. Puntuales y sofocados llegaban los 70 ociosos días del verano. Después las banderitas y cornetas tricolores que anunciaban mi cumpleaños. Y en vez de Halloween un dadivoso Día de muertos – para chicos y grandes – con sus respectivas ofrendas, el peso para la calaverita y los huesos de pan robados del altar que comía con miedo escondido bajo la mesa. Con el frío se anunciaba la velación de la Virgen, la posada de la vecindad y las cenas de Navidad y Año Nuevo donde el revoltijo y el bacalao eran aderezados con música de la Santanera o Pérez Prado y se bajaban con Brandy San Marcos o Etiqueta Negra, Ron Potosí, Sauza blanco o Victorias y Cartablancas… Maridaje perfecto para poder ofrecerle a la familia postres como el pastel de reclamos, la gelatina de reproches, el helado de afrentas antiguas o el sorbete de lágrimas, mocos y sangre. Así, sin darnos cuenta, despertábamos un Día de Reyes con algo diferente a lo que habíamos pedido en la carta colocada cuidadosamente en nuestros mejores zapatos – los que no tenían agujerada la suela.

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Llegábamos a una Candelaria sin tamales e irremediablemente, sin darnos cuenta, iniciábamos un año más en el Viacrucis y los ritos de la crianza católica. Un año más y nosotros creciendo en esa atmósfera de culpabilidad, ánimas del purgatorio, novelitas de a peso, Chanocs, Payos, Anicetos y Hermelindas. Entre sudores y agua bendita, entre el cielo y el infierno.

II Ay dígame, dígame y dígame usted, ¿Cuántas criaturitas se ha chupado usted?

A la vuelta de la colmena donde vivíamos estaba la casa de Roselena, de quien se criticaba la forma de vestir, andar y hablar. De quien los hombres hablaban bajito para luego soltar risotadas que ponían a sus mujeres a cuchichear también, pero en vez de carcajadas arrojar miradas flamígeras cargadas de odio y envidia que dejaban en el aire una peste a carne y pelos quemados. Roselena era viuda. Se decía que su último esposo, el Francisco, dejó de aparecer junto a ella por los tiempos en que el carnicero lució un par más altivo que el más bravío de los toros que adornaban su local. Algunos dijeron que el astado lo había cogido en plena faena y como el Pancho ya había dado un par de estocadas, no tuvo fuerza en las corvas para poner trancas de por medio. Otros dijeron que habían peleado por cosas de casados y él regresó a la costa del Golfo mientras ella se quedaba al frente de la tiendita y con el negocio de las sobadas para el empacho, composturas de huesos, levantadas de mollera, velaciones, talismanes, amarres y demás remedios.

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Como haya sido, pocos siguieron comprando la maciza, el aguayón, la molida y los bofes en “El Torito de Oro”, no fuera a ser cierto lo que se decía en el mercado. Para ir a los mandados yo prefería comprar en la tienda de Roselena aunque me hubieran ordenado ir a “El Paso” o al vaporcito de la 20, más lejanos pero mejor surtidos. Me gustaba ir a esa casa inundada con el olor a pescado frito; donde los adornos eran conchitas formando vírgenes, santos y cristos; también para escuchar su hablar chistoso, para ver sus pies con las uñas perfectas y pintadas de rojo pero, sobre todo, para contemplar el escote moreno que subía y bajaba como el mar con luna llena que había visto en Barra de Corazones, municipio de Tamiahua. Tal mezcla de estímulos me trastornaba y aunque llevara anotado el encargo y fuera el mejor lector del 6 grado grupo A, no podía reconocer las letras ni las palabras y mucho menos cantidades, así que ella me quitaba la lista y reposaba su pecho en el mostrador – para leer mejor, decía – mientras en su cabeza rizada las olas murmuraban y un trío con guayabera cantaba “Cerca del mar”. Realizada la venta, me despedía con una sonrisa y un “vuelve pronto chiquito”, que lo mismo ruborizaba al joven que yo pretendía ser y engallaba al niño que no dejaba de contestar cuando decían mi nombre. También me gustaba ir para contemplar, mientras ella no estuviera al frente, los animales exhibidos en frascos con alcohol. Tenía lagartijas, alacranes, fetos de perro, gato o humano, escarabajos gigantes, peces planos, lombrices intestinales, cazones, ranas, sapos y salamandras, ajolotes y un par de esos lagartos cornudos que escupen sangre por los ojos. A su colección de frascos había que añadir una asombrosa exhibición de mariposas, palomitas y polillas ensartadas con alfileres de cabeza colorida sobre tablas forradas con papel terciopelo color rojo. Sobre las repisas de las sopas y latas de verdura y de atún se veía un armadillo con ojos de canica y cola levantada, un carey reposando sobre una tabla, un cuervo brilloso y una lechuza. En otro armario un mono araña y un garrobo, un iguano tan negro como escamoso y con un aire muy familiar.

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La tienda de Roselena era un museo, un arca de Noé para momias y cadáveres, una jungla de zombis hasta donde me aventuraba tentando a la suerte para robarle unos segundos a la muerte chiquita. Y no importaban los regaños por llegar con el mandado incompleto. Su mirada y la sonrisa costeña me acompañaban cuando tenía que ir a las tiendas más lejanas pero menos excitantes; su figura me protegía de manazos, chanclas voladoras y jalones de orejas… su olor a coco embriagaba y me mantenía en vilo toda la tarde hasta que, llegando la noche, debía volver a la realidad de estudiante con tareas, mochila y uniforme que preparar. Ya desde aquel tiempo mis noches eran intranquilas. A diferencia de hermanos y primos o compañeros de escuela o vecinos, tardaba bastantes minutos en dormir. Ni las recomendaciones televisivas ni los consejos de mi madre con el “trata de dormir” que dejaban sentir la velada amenaza “o te acuesto calientito”. Y sí, quería dormir calientito pero en el regazo de Roselena, cobijado por sus brazos a la sombra de sus pechos, cerca del vientre para oír el latir de su cuerpo o las olas que debían escucharse en el caracol de su ombligo perfecto.

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III Me agarra la bruja y me lleva a su casa, me vuelve maceta y me da calabaza. Me agarra la bruja y me lleva al cerrito, me sienta en sus piernas y me da de besitos. Un verano más corto que el nórdico anticiparía el ingreso a la secundaria, después de la ceremonia de graduación, los premios y diplomas correspondientes y sin sorpresas, el cambio de escolta, un vals lánguido que agradecí por haberlo bailado con Patricia, la entrega de documentos, el mole con pollo y arroz para celebrar que el mayor de los nietos había concluido la primaria. Pero el festejo y la libertad no duraron mucho. Estudiar para el examen de admisión y el examen mismo ocuparon mis días. Mis noches, las preocupaciones compartidas con las jefas de familia por los útiles, el calzado y demás artículos para enfrentar el primer año de los tres obligatorios. Ese verano, por ser ya “mayorcito”, fui relevado de los mandados y obligado a interrumpir el idilio entre solista y musa. Mi hermano menor, más obediente, si iba hasta donde el tamaño de los comercios garantizaba surtir la lista de una sola vez. Ignoraba si Roselena me extrañaba. Quise creer que sí y procuré ir los sábados a comprar coyoles y mangos verdes, tantos que el estómago resentía el aceitito, la Tamazula y lo inmaduro del fruto haciéndome pagar un aguado tributo en el único baño de la vecindad. De ser cierto el brillo de su mirada no importaba la cola escaldada ni los gritos ni las burlas por la seguidilla de mango verde. Si la sonrisa ilusionada o la blusa nueva eran para mí tendría que seguir saqueando los monederos de las matronas para ir por más excusas verdes. Pero verla un día a la semana impidió notar que el repartidor de la Lulú, el que tenía bigotillo como Javier Solís, se tardaba más de la cuenta en cada entrega.

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No podía imaginar que otro sería el dueño de las miradas, estrenos y colorete y que cada sábado, un par de horas después de las entregas, ella cerraba la tienda y lo atrapaba en el cuarto más alejado – el que sólo se podía adivinar en la penumbra del pasillo, donde se decía recibía a los que necesitaban una sobada. Un poco antes del examen para la secundaria, con la tripa curtida y ganas de verla, pensé en ir por algo para botanear con la película de Pedro Infante que veían las mujeres en la sala, emocionadas. Nunca había ido tan tarde pero el monedero estuvo más inaccesible que de costumbre; la tienda ya estaba cerrada y por la contraluz resaltaban orificios y rendijas entre las tablas y láminas del cuarto de la sobadera. ¡Virgen del Carmen! Lo que vi por el hoyito dejó bien claro que no iba a curarlo del empacho, de la mollera, de bochornos, la muina o del espanto… ¿Espanto? El que sentí al ver al tipejo arrancarle la ropa… ¿Empacho? Por esos malos modos que le provocaban un brillo cristalino en sus ojos y un jadeo de ansiedad como si estuviera muy cansada… ¿Bochornos? Cuando Rosalena correspondió a los manoseos del repartidor… ¿Muina? Al darme cuenta que la tormenta era en mi mar soñado. Ese día no dormí nada. Regresé enojado a la casa y a la pasada le pegué al hermano que se me atravesó, ignoré a mi madre y traté de calmarme escondido entre la granada y el pozo. En el insomnio rencoroso de la madrugada dominical planeé entrar a su casa y romperle los frascos o robar sus colecciones; también pensé en darle celos paseteándo a Alejandra frente a la tiendita. Hablar mal de ella, contar lo que vi confirmaría lo que ya se decía de Roselena y pondría en entredicho mi fama de niño bienportado. Preferí callar y ser su cómplice. Creí que si le daba a entender que sabía lo que sabía iba a ganar un lugar en sus consideraciones. Así que esperé el siguiente sábado, ya no serían necesarios los robos hormigas ni el suplicio de los mangos… simplemente, al anochecer, buscar la esquina más discreta de su terreno y disfrutar la función en primera fila. Y los vi hacer lo de la vez pasada: el despojo de la ropa, las manos enloquecidas y los mismos quejidos, resoplidos y chapaleos.

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Sólo que esta vez al terminar la primer tanda, ella se levantó y otorgándome su desnudez por un momento, la observé buscar entre bolsas y pomos. La adiviné mezclando hojas, polvos y fluidos para después regresar al lecho y comenzar a sobar al refresquero que se hacía muy delgado a medida que ella murmuraba un rezo, sin dejar quietas las manos. ¡Una culebra! Eso es lo que eres – le dijo al espantado animal que se retorcía entre sábana y colchón tratando de escapar. – Mira que engañarme ¡Arrastrado! Pero no regresarás con ella – y así gritando la tomó de la cabeza para meterla al frasco de mayonesa donde terminó por ahogarse en el alcohol de caña que recordaba cortadas, raspones y síncopes. Un síncope era lo que me daría por fisgón pero solo llegó a un grito apagado, botellas y tablas cayendo y su voz llamándome: Ven chiquito, ya sé que eres tú. No pude resistir la invitación y menos los brazos que ya me guiaban hasta el centro de la jungla, al templo escondido donde se guardaba una joya, un tesoro… mi perdición. Me embarró una cremita para que sintiera más rico y me dejé hacer; al frotar nuestros cuerpos sentí que me hacía cachitos, las ganas de abrazarla brotaron como cuatro patitas más y cuando se me iba el alma, arqueé el cuerpo para alcanzar la vida que se me escapaba y así quedé: Hecho bolita… convertido en una esfera con patitas y rayitas en el lomo que rápido se escurrió a donde acababa de salir.

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IV Me chupa la bruja, me lleva al cuartel. Me sienta en sus piernas, me empieza a morder... ¿Qué me salvó? Las historias que contaban mis madres. Me quedé quietecito entre unos pliegues, esperando que dejara de hurgarse y de quererme ahogar con benzal. Esperé y esperé. Asomé medio cuerpo y procurando no hacerle cosquillas corrí tan rápido como mi realidad lo permitió, no parando hasta llegar a la esquina donde inició todo. Y ahí vivo muy a gusto. La sigo observando en el cuartito y cuando está muy cansada permite que la visite. Haciéndose la dormida, me deja recorrerla y explorarla. En su casa no hay niños que puedan torturarme, es difícil sobrevivir a los gatos y lagartijas, pero vale la pena estar cerca de Roselena y ¿saben? Creo que hasta me ha agarrado cariño pues no he terminado en un frasco ni ensartado como mariposa de colección.


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