RETO 200 PALABRAS 15 DÍAS NOVIEMBRE 2021

(noviembre 2021)

Taller Literario FLOTA ENTRE LIBROS IES LA FLOTA

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ÍNDICE…

➢ Relato ganador en categoría Bachillerato: Ana Molina Martínez B2C. ➢ Primer finalista en categoría Bachillerato: Elena Baeza Molina B2D. ➢ Segundo finalista en categoría Bachillerato: Sofía Molina Amores B2C. ➢ Relato ganador en categoría Secundaria: Daniela Marco Bleda E2B.

(fuente de imagen Depositphotos)

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RELATO GANADOR CATEGORÍA BACHILLERATO ANA MOLINA MARTÍNEZ B2C

Cuando tomo el metro esta mañana, todavía es de noche. Ni rastro del sol en el cielo. Mi cita no es hasta las once. Lo recuerdo bien, no podría olvidarme. Mis manos le dieron demasiadas vueltas al papel que enviaron con la fecha y hora. Sí, es a las once, pero todavía queda. Aún puedo retroceder, negarme, como tantas otras veces. No. Tiene que ser hoy. Tiene que ser ya.

No puedo atrasarlo más. Cuando me bajo en la parada, piso mal, doblando mi pie y rompiendo uno de mis tacones. Una risa amarga se me escapa de entre los labios, y casi me sorprende que mi cuerpo pueda producir un sonido así cuando casi no lo noto de lo entumecido que está por los nervios. Incluso así, soy capaz de subir las escaleras que dan a la calle que evito a toda costa desde hace tiempo. Me siento en un banco delante del edificio que evito aún más que esta calle, y lo contemplo durante tres largas horas, dejando que el frío me cale los huesos, me hiele los dedos y me coloree las mejillas. Sin embargo, no miro la puerta. La puerta es lo que me asusta.

Solo cuando mi reloj suena advirtiéndome de que son las once, mis piernas se levantan, cruzan la calle, y entran en el edificio, sin dudar. Curioso, pienso, pues antes no me habían servido para otra cosa que para huir.

No me gusta el olor que hay aquí. Se parece tanto al de los hospitales… Aunque, en cierto modo, esto es un hospital. Dios, podría darme la vuelta y marcharme. Si esto no fuera lo más lejos que he llegado nunca, quizás lo haría. Las paredes están empapeladas con carteles sobre cursos y convivencias; son todo colores cálidos y frases exclamativas. Evitando mirar directamente a los ojos a las personas que me sonríen desde el papel, me acerco a toda prisa a recepción. Cuando doy mi nombre al gordo señor detrás del mostrador, alza levemente la ceja al reconocer quién soy. - Bienvenida- me dice, y no encuentro sarcasmo en sus palabras, solo una sonrisa genuina al decirlo. ¿Todo el mundo sonríe aquí? No espero más de diez minutos a ser llamada. “¿Selene Carrasco?”. Sí. Sí, soy yo. Mis piernas vuelven a andar sin mi permiso, y en esta ocasión se lo agradezco, porque no puedo ni pensar de la confusión que me invade. Pero entro. Hombre, si entro. La psicóloga se sienta frente a mí, y observo cómo me mira. ¿Qué verá? Una mujer de cuarenta y pocos (o y pico), con arrugas bien disimuladas bajo los ojos, cabello rubio platino cuidadosamente planchado que huele a Channel nº 5 y labios carmines. Cuando me dice que comience por el principio, empiezo a relatar el nacimiento de Fiona automáticamente; sin embargo, me frena. No se refiere a eso, sino al mío: el principio. No recuerdo mucho de mi infancia, pero sí hay imágenes, olores y sensaciones que me vienen a la cabeza cuando la psicóloga me pregunta por el principio. Rememoro el aroma a jazmín del jabón que usaba mi hermana para lavarse las manos todos los días, el color azul eléctrico de las flores del delantal de mi madre, el tacto del abrigo de mi padre cuando me llevaba a coscoletas los domingos al salir de la iglesia. Los ladridos del perro de los vecinos, que se comía nuestras sobras y las suyas.

Las cortinas de mi habitación, que era también la de Pancho y Almudena, mis hermanos, que se abrazaban cuando nuestros padres discutían en la de al lado, creyéndonos dormidos. Las cortinas. Siempre las miraba cuando eso pasaba; su movimiento sinuoso me calmaba, la luz del cielo se filtraba las noches de luna llena y me hacía compañía.

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Es de las pocas cosas que recuerdo, y así se lo digo a la psicóloga. Cuando salgo de la sala son las doce y media pasadas, y nada más pisar la acera con el tacón que aún no he roto, lágrimas contenidas durante toda una vida descubren el camino a mis ojos. Llena de rabia, las limpio con el puño y me dirijo de nuevo a la parada del metro. Repito la rutina de subir al metro, sentarme en el banco frente al edificio y mirarlo hasta que es la hora de entrar los días siguientes. Al contrario de lo que cabría esperar, cada día tengo más miedo al entrar por la puerta, porque sé que está cerca el momento en que mi infancia ya no será el tema principal. Terreno peligroso, aunque inevitable. Por eso, un día al entrar, después de unas pocas sesiones, veo a Carla (así se llama la nena de pelo cortito, gafas de pasta y chaqueta de traje combinada con deportivas que me han asignado como psicóloga) con un semblante más duro que los días anteriores y deduzco que la sesión de hoy será más difícil. Sin que me diga nada, me hago una coleta para poder pensar mejor, me miro las uñas bien pintadas para recordar no mordérmelas y tomo aire. Ahora viene el final de mis padres, que llevó a nuestro principio; de Marcos y mío.

Al empezar a hablar, me doy cuenta de que nunca antes había contado esta historia tal cual fue, sin disfrazar nada. Siempre hay una primera vez para todo. Recuerdo perfectamente el día en que mi padre recogió sus cosas y se fue de casa. Su estudio quedó vacío, sus abrigos dejaron de ocupar la mitad del perchero de la entrada y mi madre tiró la espuma de afeitar que usaba todos los domingos. Fue una época difícil: mis hermanos, ajenos a las causas de la separación, preguntaban siempre por él; cuando eso pasaba, los ojos de mamá se llenaban de rabia contenida e indudable tristeza que Pancho y Almudena, aún niños, no reconocían. Yo, por otro lado, acababa de llegar al confuso mundo de la adolescencia. Cuando conocí a Marcos, tenía dieciséis años, una vida familiar ajetreada y ganas de saber qué era besar a alguien. No fue lo que se llama amor a primera vista; al principio, fuimos amigos. Fue la época en que mi madre comenzó a volverse amarga. Recuerdo cómo me preguntaba con quién iba a salir: ¿con mi grupo de amigas? Vale. ¿Con Marcos y los demás compañeros de clase? “Arréglate un poquito, nena.”.

Fue así como empecé a preocuparme más por mi imagen, supongo que en parte para conseguir la aprobación de mi madre, pero sobre todo para no ser despreciada por ningún hombre como, yo sabía bien, le había pasado a ella.

Durante las siguientes sesiones, hablo sobre todo lo que pasó esos años: cómo llegó un punto en que mi madre ya no necesitaba decirme nada, porque yo sola me preocupaba sobre mi apariencia, sobre todo si sabía que se acercaba una salida con mis amigos; cómo pasaba horas frente al espejo antes de salir a la calle y cómo, cada vez, me daba menos cuenta de que hacía todo eso. Pero también cómo la gente comenzó a fijarse un poco más en mí, y cómo yo ansiaba esa atención y la sensación de agradarles. No sé si fue por eso que Marcos se interesó por mí. El caso es que el comienzo de nuestro noviazgo coincidió con esa época de mi vida. ¿Quizás salí con él solo para sentir esa atención? Puede. No lo recuerdo bien. Es curioso cómo nuestra memoria parece fallar a propósito a veces. A lo mejor no quiero acordarme de todo, o a lo mejor mi cabeza borró los recuerdos que creía insignificantes, que por supuesto ahora, desde otra perspectiva, me parecen cruciales cuando la psicóloga asiente con la cabeza mientras frunce el ceño. ¿Me llevaron todas esas acciones, aparentemente inofensivas, a mi situación actual? Peor aún: ¿llevaron todas esas acciones, aparentemente inofensivas, a la situación actual de los que me rodeaban entonces y después? Probablemente la respuesta es que sí. El comienzo de lo mío con Marcos fue, como mínimo, sorprendente. Quizá fue una señal de lo que se avecinaba. El día que me pidió salir los dos solos, llegué a mi casa retorciéndome las manos de lo nerviosa que estaba por pedirle permiso a mi madre. No debería haberlo estado; fue lo más feliz (o menos hastiada) 4

que la había visto en algún tiempo. “Sí, sí, claro. Qué bien que salgas con ese chico.”. No sé explicar por qué esa frase me sentó como una patada en el estómago; pero como tampoco sabía explicar muchas otras cosas, no hice caso a todas las alarmas que se dispararon en mi cabeza. El comienzo de lo mío con Marcos fue paseos por calles inundadas de gente, jugar con su perro los jueves por la tarde, enseñanzas sobre ajedrez cuando yo iba a su casa y comer las tartas que hacía mi madre (solo cuando él venía) cuando íbamos a la mía; fue “te echo una carrera hasta la churrería” y “toma mi abrigo, que hace frío”. Fue tardes de cine y olor a palomitas y besos robados en la puerta de mi casa, mirando antes a ambos lados de mi calle para comprobar que nadie nos veía.

Sin embargo, el comienzo de lo mío con Marcos también fue preguntas incesantes de mi madre, que me aconsejaba que no lo dejara escapar; fue “ten cuidado con esa amiga suya, que en cuanto te des cuenta…” y fue muchos más “arréglate un poquito, nena” de los que puedo contar.

Por supuesto, nuestra vida juntos no fue un cambio brusco. Fueron pequeñitos, poco a poco, y los percibí mucho después; quizá aún no los he visto todos. El caso es que Marcos y yo salimos durante bastante tiempo. Creo que soy sincera si digo que nos queríamos: pasamos por esa fase en la que los dos éramos universitarios; conseguimos trabajos temporales para ir ahorrando y así poder comprar una casa bonita algún día; tuvimos un grupo común de amigos, con el que salíamos a beber cerveza y hablar de lo que queríamos hacer con nuestras vidas. A mi madre nunca le gustó que saliera con ellos. Siempre que venían a recogerme a casa, apartaba la cortina y miraba por la ventana, como si realmente estuvieran delante de nuestro portal un grupo de niños 5 alborotadores. Las que peor le caían eran mis amigas; no perdía nunca la oportunidad de dejar caer un comentario sobre si aquella miraba mucho a Marcos, o esa seguro que se le echa encima si cortáis.

Por supuesto decidí no hacerle caso, y también por supuesto creí que, cuando él y yo teníamos discusiones sobre qué era esa broma que compartía con otra amiga o por qué había tenido que acompañar a la otra a su casa, era yo la que hablaba, y no los miedos que mi madre depositaba en mí cuando aún me miraba al espejo antes de salir, haciendo a mis amigos esperar en el portal.

El caso es que nos casamos. Algunos dijeron que éramos un poco jóvenes para eso, pero lo teníamos bastante claro por aquel entonces. Cuando tuvimos estabilidad económica, decidimos ser padres. Si soy totalmente sincera, la voz de mi madre, por ese entonces ya integrada en mi pensamiento, lo vio también como una oportunidad para que no me pudiera dejar por otra; ahora habría algo que lo vincularía a mí para siempre. Me quedé embarazada al poco tiempo y a los nueve meses nació Fiona; fue una beba rolliza, con piernecitas gordotas y unos grandes mofletes. Sin embargo, yo no me di mucha cuenta; pasé una época de depresión posparto, y cada día me tiraba horas frente al espejo, mirando la barriga colgante que me había dejado el embarazo. Me refugiaba siempre en Fiona, un rayito de luz en la oscuridad de mi mente. Marcos trabajaba bastante y mi paranoia incrementó con la inseguridad que me producía mi propio cuerpo, antaño mi mejor arma. Cientos de escenarios pasaban por mi cabeza cuando él no estaba en casa: ha decidido dejarnos, como hizo mi padre; ya no me quiere, está con otra…

Cuando se cansó de repetirme que no eran más que imaginaciones mías, que no debía preocuparme, dejó de intentar convencerme. Fiona tenía un poco más de tres años y medio cuando su padre y yo nos separamos porque, finalmente, se enamoró de otra persona. Mirando hacia atrás, me doy cuenta de que, en cierta manera, lo empujé a hacerlo: de mí solo quedaba una figura lánguida y apagada, solo centrada en su hija.

Fiona creció muy rápido, como suele pasar con todos los niños: jugaba los sábados al fútbol con su padre, me ayudaba a hacer la compra entresemana, tenía buenos amigos en el colegio, le 5

gustaba dibujar y odiaba las acelgas. Yo no había vuelto a ser la misma desde su nacimiento, pero no tenía tiempo para pensar en eso, porque estaba volcada en ella. Todo mi mundo giraba a su 6 alrededor, como las moscas vuelan alrededor de una manzana podrida, aunque quizá esa no sea la metáfora adecuada. De repente, un día, tenía una hija preadolescente. Fue la época en la que Fiona comenzó a ganar un poco de peso. No conseguía entenderlo, porque ella hacía deporte todas las semanas y comía bien; la llevé a varios médicos y me dijeron que era normal por la edad, su cuerpo estaba cambiando. Sin embargo, decidí alterar algunos de nuestros hábitos: adoptamos una dieta más sana, le enseñé que el negro sería su aliado a la hora de vestir y las rallas horizontales no le harían ningún favor, y la pesaba de vez en cuando, solo por si acaso.

“Entiendo”, dice la psicóloga. “¿No te parece que, a raíz de tus inseguridades con tu cuerpo, hiciste a tu hija más consciente del suyo?” Sinceramente, pienso, no he venido aquí para que me expliquen lo que llevo sabiendo mucho tiempo (aunque quizá no el suficiente).

La primera vez que Fiona dejó su plato de comida sin terminar, no me preocupé mucho, la verdad. Estaría teniendo un mal día, yo qué sabía; era una adolescente, y los adolescentes tienen muchos de esos. ¿Una parte en mi subconsciente (sí, la que tenía la voz de mi madre y estaba ahí desde que tenía diecisiete años) vio bien que comiera menos? Como no estoy convencida de que la respuesta sea un no rotundo, no diré nada. Se trató de un cambio paulatino: se echaba porciones más pequeñas de comida, se miraba más al espejo, hacía más deporte y comenzó a morderse las uñas. Debí de haberlo visto ahí. Me miro ahora las mías, que aprendí a pintarme y llevar perfectas para evitar el impulso de llevármelas a la boca cada vez que estoy incómoda o nerviosa. Lo veo ahora, evidentemente; en ese momento estaba demasiado ocupada diciéndole a Fiona lo guapa que se estaba poniendo, cómo su cuerpo se estaba estilizando, qué bien le quedaba esa falda y cómo debía llevarlos a todos loquitos en el instituto. - Pero entiéndeme- le digo, y la psicóloga levanta la vista de su libretita, en la que residen todos mis secretos, mi historia y mis incontables fallos-, ella era la persona que más quería en el mundo; no quería que sufriera, y tienes que reconocérmelo: las personas guapas y delgadas lo tienen un poco más fácil.

- Eso no significa que sean más felices.

Pues ya; a las pruebas me remito. Recuerdo muy bien, casi a la perfección, la primera vez que Fiona se desmayó. Por lo menos la primera vez que lo hizo estando conmigo. Era hora de cenar y estaba preparando revuelto de brócoli; Fiona estaba en su habitación, pues por aquel entonces parecía rehuir la cocina, sobre todo cuando yo cocinaba nuestras comidas. La llamé a gritos para que me ayudara a poner la mesa, y ella me daba largas para retrasar el momento hasta el máximo. Cabreada, maldije su cabezonería, que también era la mía, pero, como no podía apartarme del fuego, seguí pegando gritos hasta que, esperaba, se cansara de oírme y viniera a la cocina. Debió de desmayarse cuando yo gritaba: eso y el ruido de la sartén tuvieron que embotellarme los oídos. Cuando, cansada de esperar una respuesta y una vez terminado de hacerse el brócoli, me dispuse a entrar como un huracán en su habitación y pegarle tres gritos.

De hecho, cuando abrí su puerta, medio entornada, ya se formaba en mis labios un improperio, pero me paré en seco al verla, bocarriba en el suelo. No supe respirar durante dos segundos.

Cuando los médicos se dirigieron a mí, yo ya sabía qué había causado el desmayo de Fiona; lo había sabido hacía tiempo, ahora que lo pensaba. Mi relación con ella se oxidó a partir de ese punto: ¿había permitido yo que llegáramos a esa situación? ¿Cómo nos había podido hacer eso ella, a mí y a sí misma? Ya no hablábamos como antes y yo controlaba todos sus pasos, pero no podía estar siempre en casa: tenía que trabajar, y ella estaba constantemente enervada, enfadada con todo y todos: una adolescente incomprendida. Fue realmente Marcos el que decidió que debíamos llevarla a la clínica, ya que la situación no mejoraba. A mí se me había 6

ocurrido, pero eso significaba admitir que el problema era real y que tenía una hija anoréxica, lo que no entraba en mis planes. Sin embargo, Marcos la llevó un día, medio engañada, para que la vieran, tras lo que la admitieron en la clínica. El día que ingresó, su padre la recogió de mi casa. No sé cómo la convencieron. A lo mejor huía de mí. La vi montar en el coche llorando, una criatura delgada y frágil, mientras yo miraba por la ventana, levantando la cortina, como había hecho mi madre tantos años atrás, iniciando todo aquello. No me despedí de Fiona y no he vuelto a verla.

Han pasado diez meses desde que todo eso ocurrió. - Para eso estás aquí- dice la psicóloga. Para eso estoy aquí- repito. Después de todas estas sesiones, que me han ido consumiendo y dejándome entender la realidad de mi situación, me siento un poco más preparada que antes para ver, por fin, a Fiona; porque nunca estaré lista del todo. De pronto, me entra el pánico: ¿y si mi presencia hace que recaiga otra vez? ¿Y si no quiere verme? ¿Y si cuando la veo salgo corriendo? ¿Y si no soy capaz de mirarla a los ojos? ¿Y si no puede perdonarme? ¿Y si no puedo perdonarme? Mi cabeza da vueltas sopesando todas las posibilidades. Pensamientos inconexos que no recordaré después me inundan cuando salimos de la salita en la que llevo quitándole capitas a mi alma, como a una cebolla, las últimas semanas. Paso el vestíbulo y la sala de espera en la que nunca espero mucho cuando vengo, y la psicóloga me conduce al ascensor. El segundo piso es el de las habitaciones de los pacientes; pero ella no pulsa ese botón, sino el tres. No sé qué hay en la planta tres. ¿Los peores casos? ¿Pacientes problemáticos? Peor, ¿pacientes ingresados? Me sudan las manos y mis ojos vuelan de un rincón a otro cuando las puertas del ascensor se abren. La luz de las ventanas inunda la sala en la que me encuentro. La sala de las visitas, comprendo.

Chicos de todos los tamaños hablan con sus padres, abuelos, amigos y hermanos. No es una habitación totalmente triste, sino que hay mesas de colores y una música suave suena de fondo, acompañada de risas puntuales. Los edificios próximos a la clínica se ven por las ventanas, y me siento menos sola. Sentada en una silla, mirando por una de ellas, me espera Fiona. Su cara ya no es redondita, como cuando era un bebé. Eso es lo primero que pienso nada más verla. En ese momento, de golpe, me doy cuenta de todo lo que ha pasado en mi vida en los últimos meses, y rompo a llorar como no lo he hecho nunca: no lloré así cuando mis padres peleaban en la habitación de al lado; no lloré así cuando la chaqueta de mi padre desapareció del perchero; tampoco el día de mi boda, ni todas esas veces que temí lo peor cuando Marcos llegaba tarde a casa; no lloré así el día que Fiona nació ni el que su padre me dijo que estaba enamorado de otra persona; tampoco lo hice aquella noche en la que mi hija se desmayó por primera vez ni la mañana que se montó en el coche con su padre y no quise mirarla al irse. No he llorado así nunca. Con las manos en la cara, llena de vergüenza y arrodillada en el suelo porque no puedo sujetar mi propio peso y el de todas las decisiones que no supe tomar: así me abraza Fiona por primera vez en lo que parece una eternidad, y solo puedo pensar en lo humillante que es que una hija tenga que reconfortar a su madre. Y luego deshecho ese pensamiento, porque quizás esta es la reconciliación que ambas necesitábamos. No quizás; decididamente.

En el próximo mes, conozco de nuevo a mi hija, a la que solo le quedan dos o tres semanas en la clínica para volver a casa, conmigo. Descubro que es fuerte, resiliente, mucho más que yo, y eso hace que quiera ofrecerle un hogar mejor al que volver, en el que se sienta siempre segura y nunca juzgada, como hasta ahora. Sigo yendo a ver a Carla la psicóloga (así la llama Fiona) 7

todos los martes por la tarde, aunque visito la clínica todos los días para ver y hablar con mi hija.

Ella también me está conociendo otra vez: ahora me miro menos al espejo, y evito juzgar a la gente por la calle, un ejercicio que me aconsejó Carla. Sigo pintándome las uñas, porque no sé si seré capaz de no mordérmelas si les quito el esmalte, pero algo es algo. Esta historia termina cuando me doy cuenta de que mi hija sabe más que yo, lo que considero un final plenamente feliz. Un martes por la tarde, cuando nuestra sesión ha terminado ya, Carla dice de pasada: - Ya, si fue Fiona la que propuso que retrasáramos vuestro reencuentro. Tú hiciste la terapia y luego fuiste a verla, cuando realmente lo común es hacerlo al revés. Ella estaba preparada para verte, pero sabía que tú no lo estarías hasta que aceptaras tu situación.

- ¿De causante de sus circunstancias?

– Y de víctima de las tuyas propias.

FIN

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PRIMER FINALISTA CATEGORÍA BACHILLERATO ELENA BAEZA MEDINA B2D

Cenizas moradas Vivalda di Angelo El empobrecido campo italiano, la sopa de minestrone que su madre cocinaba y los atardeceres áureos salpicando sobre la superficie del mar que besaba la silueta de Policoro eran algunas de las pocas cosas que Vivalda di Angelo, a sus diecinueve años, había llegado a conocer.

La muchacha llevaba una vida realmente ruda. No obstante, ya fuese por su carácter luchador o por su terquedad, siempre tenía la mente puesta en maneras de construir un camino más brillante hacia el futuro. Un futuro en el que tanto ella como su madre, Alda; y su hermana menor, Chiara, no tuviesen que desvivirse trabajando a cambio de una miseria. La suerte no había sonreído especialmente a estas mujeres: el irrefrenable impulso de la industrialización en la nación italiana a principios del siglo XX y la inesperada muerte del padre de Vivalda y Chiara no habían causado más que congoja en la familia.

Allí donde miraba, la joven encontraba nuevas fábricas y, por encima de todo, cambios gigantescos. La producción exacerbada y toda aquella renovación fueron fatídicas para el sector agrario. Por muchas horas que Vivalda dedicase a cultivar la tierra, no parecían las suficientes como para traer bocado a casa. La frustración ahogaba a la pelinegra cada vez que veía la desesperación reflejada en los ojos de su madre y hermana.

Es por nosotras Las aceleradas pisadas de Vivalda recorriendo los callejones más recónditos de Policoro eran lo único que rasgaba el silencio en el que la villa se encontrada sumida. La joven se deslizaba entre las sombras nocturnas mientras la luna era testigo de cada uno de sus movimientos. Parecía que el corazón de Vivalda estaba a punto de hacer añicos su pecho. Su cabeza se asemejaba a la vorágine que se armaba en el mercado local todos los domingos. Para suerte de la muchacha, sus esbeltas piernas la llevaron de vuelta al calor del hogar antes de lo que había imaginado. Al estar sentada en una de las envejecidas sillas del salón, su respiración comenzó a calmarse. Fue entonces cuando Vivalda se percató de que no había abierto su contraído puño derecho durante los últimos quince minutos. Al abrir la mano se dio unos segundos para analizar el arrugado billete que esta había atesorado férreamente.

De repente, la joven notó la presencia de su madre en la estancia; una expresión melancólica se dibujaba en su rostro. “He conseguido un billete hacia los Estados Unidos” espetó la muchacha con el poco valor que le quedaba en el cuerpo. “Cariño, no tienes por qué hacerlo, encontraremos una solución…aquí”, una lágrima recorrió el moflete de Alda. “La decisión está tomada. Es por nosotras”. El crujir del alma de su madre rompiéndose inundó la silente habitación.

Un transatlántico llamado esperanza Una semana tras la noche en que Vivalda se hizo con el billete que la llevaría a los Estados Unidos, su viaje debía zarpar. Mientras recogía sus escasas pertenencias y las empaquetaba en un baúl de viaje, rumiaba acerca de si había jugado bien sus cartas. Aquel ticket podía tratarse de la panacea para los males de su familia o de una catapulta hacia su perdición. Desgraciadamente, la 9

situación en Italia era tan desesperanzadora que no le quedaba otra que probar suerte al otro lado del Atlántico.

El día del adiós amaneció pálido, como turbulento. Acompañada por su madre y de la mano de Chiara, Vivalda llegó al puerto. La joven sintió que sus articulaciones se acartonaban al contemplar el navío alzándose majestuosamente ante ellas. El tumulto que nacía de los grupos de pasajeros esperando a subir al barco era ensordecedor. Vivalda notó cómo su hermana estrechaba con fuerza su mano. El humo procedente del transatlántico comenzaba a teñir el cielo; la salida no se demoraría mucho. Alda, Vivalda y Chiara fundieron sus figuras en un abrazo. La joven trató de guardar en su interior el olor de su madre, el tacto de la delicada piel de Chiara y tatuar en su retina el paisaje de Policoro. “Enviaré dinero a casa lo antes posible, persistid” fueron las últimas palabras que los labios de Vivalda derramaron antes de subir a la nave que la separaría de las dos personas a las que más amaba en este mundo.

Rumbo al inicio Habían pasado semanas, ¿cuántas exactamente? Eso era difícil de determinar para Vivalda. Sus sentidos estaban ya exhaustos, creía que la simple acción de suspirar le arrebataría todas las fuerzas restantes. Desde el primer momento supo que viajar en tercera clase no sería una experiencia gratificante, mas, fue todo con lo que pudo hacerse tras exprimir sus pocas liras.

Hacinada junto a un incontable número de pasajeros, Vivalda pasaba las horas en uno de los pisos inferiores del navío. La mezcla de exóticos acentos que escuchaba flotando en el ambiente fue una de las experiencias más chocantes que jamás había vivido; la mayoría de los que allí se encontraban procedían de la Europa del Este. Entre golpe y golpe de las furiosas olas contra el costado de la nave, la pelinegra deliraba entre recuerdos que la trasportaban de vuelta a su hogar. Se le hacía la boca agua al tan solo pensar en la comida de su madre, nunca fue abundante, pero comparada con lo que Vivalda había tenido la oportunidad de llevarse a la boca durante la travesía, aquellos menús podrían ser considerados un manjar.

El inusitado movimiento a su alrededor la devolvió bruscamente a la realidad. Observó cómo mujeres de aspecto precario junto a sus famélicos hijos y otros desaliñados pasajeros comenzaban a preparase para salir del transatlántico. Por lo visto, acababan de alcanzar su destino.

La excitación y el miedo recorrieron su espalda.

Nueva York Los últimos días desde la llegada de la joven italiana a Nueva York habían sido tan efímeros como alucinantes. Rondaba el año 1910 y la adelantada ciudad era todo con lo que una mujer de la edad de Vivalda podía soñar. Sus calles palpitaban tal y como lo hace un corazón fervoroso de amor; los transeúntes iban de aquí para acá luciendo algunas de las prendas más lujosas que Vivalda había tenido el placer de admirar. Todo era muy diferente a Italia.

Alda había obligado a la joven a llevar consigo una modesta cantidad de ahorros que guardaba en caso de emergencia; no era nada por lo que presumir, pero le ayudaría a pagarse un cuarto más o menos decente una vez los cambiase por dólares. Durante su búsqueda, Vivalda conoció a Harrold Anderson, el dueño de una pequeña inmobiliaria. La chica no tardó en percatarse de que aquel hombre estaba acostumbrado a tratar con gente de su condición. Harrold le ofreció una anticuada habitación por un precio que no pudo rechazar; contaba con ganar algo más de dinero, además, corría el riesgo de enfermar si seguía durmiendo en la calle.

Unos segundos después de cerrar el trato, el señor Anderson escrutó con una mirada enigmática a Vivalda. “No sé por qué me da que andas buscando un empleo” ella, atónita, alcanzó a asentir confusamente ante las palabras del hombre enfundado en traje. “Sé de un sitio que quizás te interese: la fábrica de camisas Triangle Shirtwaist”.

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Triangle Shirtwaist Allí se encontraba, imponente, poderoso, casi inexpugnable: el edificio que acogía las instalaciones de la empresa de confección de camisas para mujeres Triangle Shirtwaist. En la esquina noreste de Greene Street Vivalda halló el negocio mencionado por el señor Anderson. La construcción inspirada en la arquitectura neorrenacentista rebosaba brillantez; sus muros de piedra terracota alardeaban sin reparo alguno del auge y abundancia de los que el sector textil gozaba en el momento. Nueva York era un coloso manufacturero a nivel internacional y aquel edificio hablaba por sí solo.

Tras ser guiada por un directivo de aire altivo, Vivalda llegó a la oficina del jefe de recursos humanos de la fábrica. La estancia se encontraba en la planta baja del edificio, mientras que las plantas de trabajo estaban localizadas en los pisos octavo, noveno y décimo de la obra.

No fueron muchas las preguntas que la joven tuvo que responder: su edad, procedencia, si padecía alguna enfermedad…De cualquier modo, el entrevistador parecía escucharla de manera desinteresada, como si aquella fuese una situación que ya había vivido innumerables veces. Solo fueron necesarias un par de firmas para que Vivalda pasase a ser oficialmente una trabajadora de Triangle Shirtwaist Co. A pesar de no entender completamente todos los contratos por culpa de su todavía en ciernes inglés, la joven sentía que un tímido y esperanzador haz de luz se hacía paso entre la tempestad. Una sensación de calor envolvió su figura al pensar que aquel era el primer paso hacia una mejor vida para Chiara, Alda y ella misma.

El nacimiento de una “trabajadora” textil El primer día de Vivalda en la fábrica Triangle Shirtwaist resultó apabullante. Al llegar al piso octavo y contemplar las instalaciones laborales, conoció lo que ella suponía que un recién nacido debía sentir al venir al mundo: la entrada abrupta hacia un lugar frío, la sensación de shock ante lo incierto oprimiendo su pecho; unas terribles ganas de llorar acompañadas por el deseo de retornar a la calidez de lo conocido.

Vivalda se halló a sí misma dentro de una sala en la que habría unos doscientos trabajadores, en su inmensa mayoría, mujeres. Las breves explicaciones que recibió podían ser fácilmente resumidas: trabaja, no des problemas; trabaja; produce cuanto puedas; trabaja; obedece en todo momento y, si es posible, trabaja aún más. Con la rapidez de un parpadeo, su aventura en la confección de camisas para mujer dio comienzo. El barullo producido por el resto de trabajadoras turbaba su concentración. Se sentía incapaz, abandonada a su suerte; como una hoja que rueda penosamente sobre el suelo a la merced del viento otoñal.

De un momento a otro, la máquina que se encontraba frente a ella se tornó en un monstruo feroz que rugía de manera amenazante. Cualquier movimiento en falso, como mínimo, le costaría alguno de sus dedos. Inesperadamente, una mano tranquilizadora se posó sobre su hombro “Dorogaya, permíteme que te ayude”. Al dirigir su mirada hacia la dueña de aquellas palabras, Vivalda encontró una mujer de aspecto eslavo que debía rondar los cincuenta años. “Los primeros días siempre son duros” añadió ésta última mientras una sonrisa compasiva se cincelaba en sus labios.

Distintas mujeres, mismo génesis La mujer a la que Vivalda concebía como su ángel de la guarda desde que ésta había acudido en su auxilio, Nikita, la introdujo en su pequeña cuadrilla. Nikita era la más entrada en edad del grupo y procedía de Rusia. Las primeras sacudidas del movimiento comunista en la nación habían alarmado a su difunto marido, por lo que hacía ya dos años que ambos habían marchado a los Estados Unidos en búsqueda de estabilidad.

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El resto de féminas que Vivalda conoció también venían del Este del continente europeo: Janica, una polaca de veintiocho años de expresión gélida que, al igual que Ilian, una mujer de treinta y dos años de origen rumano, había tenido que marchar a la nación norteamericana en búsqueda de un empleo para calmar la carestía que arañaba su hogar. Senka, una bella serbia que apenas sobrepasaba la veintena de años y que había partido con el anhelo de llegar a ser alguien en la industria de la moda. Su mayor preocupación era el hambre que temía, el ser que portaba en su interior padecería cuando le tocase despertar en el cruel ruedo al que llamaban vida. Y, por último, Anastasiya, la más joven del conjunto, una introvertida adolescente hija de inmigrantes búlgaros.

La italiana se sintió arropada desde el primer segundo. A veces, cuando se encontraba postrada en su cama, soportando el leve rugir del hambre y añorando su hogar, cavilaba acerca de las diferencias entre ellas. Siempre llegaba a la conclusión de que, en realidad, la pasta de la que todas ellas estaban hechas no era tan distinta.

Max Blanck e Isaac Harris El trabajo duro siempre ha sido considerado como imprescindible para salir adelante en esta vida, pero los meses en Triangle Shirtwaist habrían sido calificados como un infierno por cualquiera en su sano juicio. La muchacha trabaja un total de cincuenta y dos horas semanales a cambio de ocho dólares. A veces sentía que, en la fábrica, ella y sus compañeras no eran vistas más que como animales a los que explotar. Vivalda enviaba religiosamente la mitad del dinero ganado mensualmente a Italia. Algún kilo de menos u ojeras de más no eran importantes siempre y cuando significasen un plato con comida suficiente para Chiara y Alda.

Un día como cualquier otro, una visita inusual rompió el hastío de la jornada. Sus superiores comunicaron a ella y al resto de trabajadoras de la llegada los dueños de la fábrica.

Fueron alertadas de que no les estaba permitido dirigirse a ellos.

A partir de aquel momento, Vivalda nunca olvidaría sus nombres: Max Blanck e Isaac Harris. Max poseía un rostro hierático y la mirada propia de un depredador. En tanto que Isaac contaba con una expresión más huraña, de nariz aguileña y ojos tristones. Los sujetos se pasearon por la planta sabiendo que allí eran omnipotentes. La tensión era asfixiante. Tras una breve inspección, los propietarios se pararon frente a las trabajadoras, dispuestas casi en orden militar.

La voz de Max Blanck quebró el silencio “Todo va bien, sigan trabajando”.

Vivalda confirmó entonces que su concepción de bien y la de aquellos hombres no debían tener nada en común.

Tiempos de rabia y desespero Los derechos eran algo que escaseaba para las empleadas de Triangle Shirtwais: no tenían descanso para almorzar, tenían prohibido fumar y no podían hablar con sus superiores a menos que estos les dirigiesen la palabra primero. Vivalda percibió su posición de inferioridad desde el primer momento. “¿A dónde crees que vas?” un vigilante se interpuso en su camino cuando esta trató de abandonar la planta. “Si no salgo al aseo ahora mismo voy a desfallecer” contestó la italiana haciendo acopio de fuerzas. Una mirada lasciva se plasmó en el rostro del hombre “En ese caso, lo que me ofrezcas deberá ser más interesante que lo que los jefes me ofrecen a cambio de impedirte pasar”. La joven sintió la ira bullir en su estómago; antes de volver a su puesto, con una mirada desafiante, le espetó “Stupido orango”. Aquel tipo de vejaciones acabaron siendo rutina para las trabajadoras.

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Nikita, Janica, Ilian, Senka, Anastasiya y Vivalda decidieron ser una piña para combatir la situación. Vigilaban mutuamente sus puestos de trabajo y se cubrían las espaldas mientras se turnaban para almorzar o descansar brevemente. Todas sentían un gran espíritu protector sobre Anastasiya, la más joven; esos gestos conmovían a la tímida búlgara. Si no fuese por la red de apoyo, la achacada Nikita y Senka, que se encontraba a no mucho de dar a luz, hubiesen perecido.

Vivalda se sentía inspirada por las mujeres que la rodeaban; junto a ellas, el sudor que derramaba su frente no era en vano.

La gota que colmó el vaso El agua saliendo de la abultada silueta de Senka dio un golpe seco contra el suelo. Vivalda nunca había experimentado un parto de primera mano, apenas tenía vagos recuerdos acerca del nacimiento de su hermana. La naturaleza había decidido que esa criatura ya estaba preparada para salir a conocer la realidad; una decisión que parecía descabellada teniendo en cuenta el lugar donde se encontraba su madre.

La serbia se retorcía, los aspavientos parecían haberse convertido en el titiritero que controlaba los hilos unidos a sus extremidades. Nikita e Ilian se pusieron al frente de la operación.

El resto de la fábrica permaneció impasible ante los alaridos de la mujer: las máquinas marchaban sonoramente, los vigilantes parecían haberse vuelto momentáneamente ciegos, el resto de trabajadoras, presas del miedo a sus superiores, sumergieron la cabeza en sus labores.

Nikita ordenó a Janica y Vivalda que se hiciesen con algunos trozos de tela. Ilian trataba de inspirar calma en la serbia, cada vez más dilatada. Los catorce años de vida de Anastasiya solo le permitían sostener la mano de Senka mientras contraía el rostro y apartaba la mirada; su expresión gritaba a voz en cuello que deseaba salir de allí, pero su lealtad era mayor. Vivalda observaba cómo la rusa y rumana las coordinaban a todas con la maestría de un director de orquesta. Vivalda llevaría para siempre cosidos a su memoria los gritos de Senka unidos al estruendo de la maquinaria. Tras unos minutos de esfuerzo, Senka dio a luz a un niño.

La italiana se cuestionaba cuántos partos como aquel, partos invisibles, habría presenciado el universo. La cólera molía sus huesos.

A pesar de todo, la vida parecía hacerse paso hasta en los momentos más insospechados.

Huelga textil Las condiciones bajo las que se trabajaba en Triangle Shirtwaist eran ínfimas. Al igual que el roce del agua contra la roca acaba deshaciendo a esta última, el maltrato sufrido fue minando la paciencia de las mujeres. Reclamaban una jornada laboral digna, un sueldo equitativo al que recibían los trabajadores de la fábrica, una mejora en las condiciones de las instalaciones y derecho a descansos, entre otros. Aquella situación amordazaba su libertad. Antes que trabajadoras, eran mujeres y antes que mujeres, personas. Había llegado la hora de dar un golpe sobre la mesa: sin ellas todo se paraba.

Una huelga de trabajadoras del sector textil se extendió por toda la nación. El acontecimiento se produjo de manera vehemente en Nueva York. Las calles de la ciudad fueron inundadas por cientos de mujeres luchando por sus derechos. Se podían encontrar féminas dentro de todo el espectro: desde las más jóvenes a las más ancianas, tanto extranjeras como estadounidenses… Todo aquel conglomerado gritaba con la misma voz, se movía a causa de los mismos latidos, seguía en pie gracias a los mismos anhelos. Vivalda y sus compañeras tomaron las calles, negándose a acudir a la fábrica hasta que sus peticiones fuesen aceptadas.

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Sus quejas se convirtieron en la banda sonora de la ciudad durante los siguientes tres meses; su indignación, la fuerza que las apartaba del abandono y, por ende, la que tristemente las desnudaba ante el hambre.

Vuelta al yugo El final del año 1910 se diluyó entre la pena y el dolor. Los tiempos de huelga fueron arduos. Sin trabajo no había salario y aquella revolución no parecía darles de comer. Los días pasaban, la protesta continuaba, mas, la regulación laboral no aparecía. Levantarse de la cama cada mañana era un acto de fortaleza, de tesón: cuando se vive al límite del precipicio nunca se sabe qué golpe te hará caer. Vivalda y sus compañeras, junto a muchas otras trabajadoras textiles de la ciudad, no daban su brazo a torcer; las calles eran incendiadas por su rabia.

Durante aquellos meses, tanto la italiana como el resto, tuvieron que subsistir a base de ahorros tan ligeros como el céfiro. Intentaban engañar al hambre como podían. Senka sufrió especialmente puesto que ya eran las dos bocas que tenía que alimentar y, pronto, el pequeño Igor necesitaría más sustento que el proporcionado por el cuerpo de su madre. Vivalda decidió seguir mandando dinero, aunque en menor cantidad, a Italia; tenía forjado a fuego su cometido. Los tiempos de carencia la obligaron a hacer cosas de las que no estaba orgullosa, pero el robo era a veces esencial para subsistir.

El tiempo y la falta de soluciones se disponían a colgar la soga en la que fallecerían las ilusiones de las huelguistas. La diferencia de clase y la dominancia masculina dieron su golpe de gracia. No quedaba otra que volver a Triangle Shirtwaist.

Consternación Todo volvió al punto de partida: horas y horas de trabajo en las que el bienestar brillaba por su ausencia. El reflejo de su figura en el espejo preocupaba a Vivalda. El moreno se desprendió de su piel tal y como lo hacen las envejecidas mudas de los reptiles, había perdido gran parte de la masa muscular que el trabajo agrario le había proporcionado y sus ojos azabaches parecían haberse tornado en ventanas hacia un vacío infinito.

Desde que llegó a Nueva York los domingos eran días de introspección. El silencio pintaba su habitación mientras un sinfín de preguntas tomaban su mente.

Un domingo de marzo de 1911, Vivalda recibió una carta desde su región natal. Las palabras que Alda había impregnado en el papel destrozaron las entrañas de la joven. La muerte había tocado la puerta de la familia di Angelo una vez más: el sarampión se cobró la vida de Chiara. Su madre trató de explicarle que el suceso no tenía nada que ver con el dinero que Vivalda mandaba; las malas cosechas y la complexión frágil de la pequeña fueron las culpables.

En aquel momento Vivalda supo que acababa de perder trozos de su ser que ya no hallaría nunca. El mundo a su alrededor quedó lívido. ¿Por qué cualquier esfuerzo por sobrevivir era inane? Quizás había llegado la hora de aceptar que la gente como ella había venido al mundo a gastar sus fuerzas tratando de escalar las paredes de un pozo del que nunca saldrían.

Fin del sueño americano Ya no quedaba nada por lo que luchar en los Estados Unidos. Vivalda decidió que era hora de volver a casa, a sus raíces; su madre la necesitaba más que nunca.

Mientras esperaba a que las puertas de la fábrica se abriesen al final de la jornada, Vivalda comunicó a sus compañeras la decisión de marchar. “Esta será mi última semana trabajando aquí mientras encuentro un billete de vuelta a Italia”, la noticia cayó como un jarro de agua fría sobre el grupo. Janica rompió su usual silencio “Es algo que yo también he estado considerando. Creo 14

que haces lo correcto”. Sus afirmaciones dieron paso a una avalancha de emociones; realmente habían hecho de su convivencia una pequeña familia.

Para sorpresa de la italiana, Anastasiya se abrazó a ella con la rapidez con la que el hierro atrae un imán. Ninguna de las palabras que la adolescente pudiese haber pronunciado hubiese transmitido lo mismo que aquel acto. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Vivalda al sentir la estremecedora similitud de su abrazo y los de Chiara. Senka, Ilian y Nikita mostraron de igual manera su afecto y apoyo a la joven con rostros impregnados de impotencia y nostalgia.

La vuelta a casa se produjo como de costumbre, el ambiente se encontraba, no obstante, enrarecido. Las lágrimas que no brotaban de los ojos de Vivalda anegaban su alma. La joven trató de paladear de la manera más dulce posible sus últimos momentos con aquellas mujeres.

Se dijo a sí misma que había veces en las que ni darlo todo era suficiente.

25/3/1911 El veinticinco de marzo de 1911, Vivalda di Angelo entró a la fábrica de Triangle Shirtwaist con la intención de no volver allí jamás y sin saber que, desgraciadamente, ya no saldría de ella.

Pudo ser una colilla mal apagada, tal vez las chispas resultantes de un fallo en la maquinaria, lo que es seguro es que un incendio comenzó a consumir el edificio en el que los quinientos empleados de Triangle Shirtwaist trabajaban. El pánico prendió incluso con más rapidez de la que lo hicieron las llamas.

A causa de los constantes robos en la zona, desde hacía unos meses los jefes habían comenzado a cerrar las puertas de la fábrica durante las jornadas. Acto que muchas de las trabajadoras afirmaban era una manera de impedir que estas volviesen a unirse a movimientos huelguistas.

Las trabajadoras de la octava planta lidiaron con lo peor. Tratar de abrir las puertas era fútil y la endeble escalera de emergencias se había roto por sobrecarga de peso. Vivalda se vio perdida en un huracán caótico. Los gritos reinaban en la sala, ante la desesperación, algunas trabajadoras comenzaron a saltar desde las ventanas con la intención de escapar de las llamas. La muerte les llegó igualmente.

Vivalda notaba como el humo iba acabando con el oxígeno en la planta, se sentía pesada, como si alguien la estuviese apuñalando a la altura de los pulmones. Vio a sus compañeras desfallecer poco a poco. Vivalda se desplomó sobre el suelo. Su cuerpo se enfriaba. Pensó en lo que adoraba a esas mujeres; deseaba tener la oportunidad de encontrarlas junto a Chiara y sus padres en algún otro lugar.

Un último pensamiento la dejó marchar en paz: sabía que, gracias a ellas, sería más difícil que otras mujeres corriesen su misma suerte en el futuro.

FIN

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SEGUNDO FINALISTA CATEGORÍA BACHILLERATO SOFÍA MOLINA AMORES B2C

PARÍS Miró los horarios de la estación de tren, y luego miró los dos billetes arrugados en su mano. Era todo lo que tenía encima, tendría que bastar. Ya buscaría la forma de conseguir dinero una vez en su destino, fuera el que fuese.

Volvió a alzar la vista hacia el panel brillante, todo lo veía con un brillo particular. Ella lo habría comparado con cómo se supone que ven el mundo los niños, como si hubiera desaparecido todo el mal de repente. A él le recordaba al día siguiente de salir, de cualquier noche normal en realidad, en el que la resaca le hacía llevar gafas de sol todo el día para no deslumbrarse.

Sacó su móvil del bolsillo. Llamadas perdidas de su madre, no había ido a cenar como le prometió; notificaciones de su aplicación de fútbol, informándole como iba el partido, su equipo iba perdiendo, le molestó, como siempre, pero esta vez no tenía a nadie con quién desahogarse. Y la fecha, 15 de noviembre, cinco menos cuarto de la madrugada. No se había dado cuenta de que había pasado tanto tiempo, en dos semanas sería su cumpleaños.

Alzó la vista, tiró el móvil a la basura más cercana y compró el billete.

París.

Mientras se subía al tren y encontraba asiento, saboreó la ironía de su destino. Ella siempre había querido ir a París, él siempre se había negado. “Es una ciudad muy cara” decía “está sobrevalorada y tú ya te das suficientes caprichos sin tener que salir de la ciudad, ¡Imagínate lo que harías si fuéramos!”. Las palabras que dijo, y las que no, reverberaban en su cabeza mientras cogía el asiento de la ventanilla, apartando de un golpe a una anciana que iba a sentarse, aunque luego la cerrara porque, a pesar de ser de noche, la ciudad parecía no notarlo y seguía plenamente iluminada.

Empezó a cerrar los ojos, lo que fuera que le había dado su amigo esa tarde estaba terminando de hacer efecto. Al final, se durmió, apoyado en la ventana del tren camino a la ciudad del amor, solo. Durante el camino, en sus sueños, recordó la noche anterior. No lloró, los hombres no lloran, pero recordó. Y se preguntó qué habría pasado si…

Qué habría pasado si la hubiera escuchado, si hubiera oído lo que tenía que decir, lo que tan importante parecía. Porque ella sí había estado llorando.

Supuso que ya nunca lo sabría.

Cuando se despertó hacía mucho calor, maldijo a quien llevara la calefacción en aquel tren. Se levantó y el mundo le dio vueltas. Los colores vibraban demasiado. Fue corriendo al aseo, que por lo menos se habían dignado a señalizar bien, y lo echó todo. Echó la tarde 16

anterior, la poca comida que le quedaba en el estómago. Fue difícil, porque no había bebido prácticamente agua en todo el día, recordó como ella siempre le regañaba por eso, la rabia que le daba que lo hiciera.

Se sentó, aún mareado, y alzó la vista al techo curvo y gris del convoy. Esto no había sido culpa suya, y ahora por lo que ella había hecho él iba a tener que huir.

Huir. No le gustaba esa palabra. Prefería verlo como un tiempo para despejarse, para que a ellos les diera tiempo a entrar en razón. Vendrían a pedirle que volviera, sí, cuando se dieran cuenta de que le habían juzgado mal, de que él no había hecho nada malo.

Se miró al espejo, estaba pálido y sudoroso, hizo una nota mental para hacer pagar a alguien por el problema de calefacción, aunque los malditos franceses con los compartía vagón no parecieran darse cuenta.

Se fue a su asiento y se asomó por la ventana. Con las primeras luces del alba entraron a París.

Le preguntó a alguien la hora de nuevo, las nueve de la mañana, llevaba tres horas vagando por las calles de la metrópolis, bastante sobrevalorada para su gusto. Estaba hambriento, así que buscó una panadería. Pidió como bien pudo el primer dulce que vio en el expositor. Tenía forma de caracola y estaba relleno de daditos de fruta escarchada, el favorito de Amelia. Sintió un sabor poco familiar en la boca, amargo, al pensar en ella.

Volvió a mirar el dulce, sería eso, odiaba la fruta escarchada.

Siguió rondando la ciudad por varias horas, pasó por al lado del Louvre y de la Torre Eiffel, apenas parándose a admirarlos en su camino por las calles parisinas. Por fin, tras muchas explicaciones erróneas de cómo llegar por parte de franceses que le miraban con recelo, llegó a la calle que estaba buscando. 2ºB, le había dicho su amigo antes de partir.

Tenía una tía que vivía en las afueras, pero que estaba unos meses de viaje en algún sitio al oeste de Asia, la cerradura de su casa debería ser fácil de forzar.

Esperó a que algún vecino saliese y, como había imaginado, la cerradura del piso saltó al segundo ataque de sus ganzúas.

Nada más entrar ubicó la nevera y fue corriendo a abrirla. Frunció los labios con disgusto, no había nada interesante ahí, solo unas zanahorias a punto de echarse a perder, lo que parecía un tarro abierto de garbanzos y un cilindro chato blanco y blando en una caja con el rótulo de “quesos”, el cual tenía que estar equivocado.

Muy a su pesar, cogió una zanahoria y empezó a mordisquearla mientras barría el apartamento con la mirada, el cual más bien tendría que considerarse un estudio. A la izquierda de la puerta, donde él se encontraba, había una zona reducida de encimera con una península que la separaba de un mini salón con un sofá verde oliva, que estaba seguro que tenía varios siglos de antigüedad, y una televisión contra un ventanal. Este estaba tapado por una horrible cortina grisácea que se extendía más allá de una estantería a modo de tabique hasta una cama de cuerpo y medio y un pequeño escritorio. Inmediatamente a la derecha de la entrada había un diminuto aseo con una ducha en la que apenas entraba una persona de pie. Ambas puertas se abrían hacia la estancia principal, por lo que no podrían abrirse a la vez.

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Se tumbó en la dura cama y miró hacia el techo con nubes pintadas. El sueño ganó a una sensación de inquietud sobre su futuro que poco a poco empezaba a invadirlo.

La televisión solo emitía canales de noticias franceses, así que pasó los siguientes días leyendo guías de viaje y libros de aventuras de un tal Julio Verne, los cuales no terminaban de disgustarle, y alimentándose a base de pan descongelado y latas de conservas que encontró en un altillo. Al despertarse a la mañana siguiente de llegar había descubierto una caja con un par de cientos de euros, pero la única vez que había tratado de bajar a comprar se había cruzado con unos parisinos entrometidos que parecían estar deseando saber qué hacía un chico desconocido en el piso de su vecina. Afortunadamente, los había despistado con una de sus mentiras.

Cansado de la monotonía de las cuatro paredes del cubículo convertido en su hogar no tan provisional, al final de la primera semana decidió salir en busca de algo de entretenimiento más acorde con un viernes noche que quedarse en casa leyendo. Esta vez, sabiendo cuál sería la reacción francesa a sus pobres intentos de pedir indicaciones en un idioma que no era el suyo, decidió buscar por su cuenta la zona universitaria, donde supuso se harían las mejores fiestas. No fue tan difícil de hallar cómo había creído.

Entró en el primer bar que vio e indicó con malas maneras al camarero que le pusiera una caña, lo que pareció no entender porque le sirvió un botellín de algo que bien podría haber sido agua con cebada. Miró a su alrededor, no había especial buen mercado, pero después de vivir en pareja durante tanto tiempo en un pueblucho donde todos se conocían no se encontraba en posición para ponerse exquisito con las mujeres a las que quería o no dirigir la palabra.

Treinta minutos y dos quintos más tarde, llegó a dos conclusiones: ligar en francés era muy complicado y los franceses lo hacían mucho mejor que él. Tras un último intento fallido, salió a pisotones del bar, decidido a buscar pelea o quemar algún contenedor como había hecho en España con sus amigos después de que la selección perdiera algún partido de fútbol. Sin embargo, decidió meterse en otro local un poco más recóndito y con un olor… particular. Tras unas breves transacciones y un par de caladas, descubrió que allí la gente era más amable y la cerveza más sabrosa. O por lo menos eso le pareció, porque a partir de ahí la noche comenzó a tornarse borrosa.

Miró la hora, doce de la noche. Una. Dos. Estaba tardando más de lo habitual. Aceleró la velocidad con la que golpeaba el suelo con el talón del pie, como si eso fuera a hacer que ella volviera antes. Volvió a llamarla, y el teléfono pasó directamente a buzón de voz, de nuevo. ¿Dónde se creía que vivía, en un hotel? Después de todo lo que él hacía por ella, cuando le fregaba los platos o le clasificaba la ropa en colores los días de lavadora porque ella tenía “mucho que estudiar” o “quería salir con sus amigas”.

Seguro que se había ido con ese pretencioso compañero nuevo de trabajo que había llegado a la oficina dos semanas antes. Siempre hablando de lo bien que se le daba el marketing y las estrategias de lo que fuera que les estuvieran enseñando a publicitar en esas prácticas de pacotilla por las que ni siquiera cobraba.

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Fue a su dormitorio, abrió su parte del armario y empezó a sacar toda la ropa de los cajones, mirando todos los tickets y notas escondidas en los bolsillos, buscando pruebas de su infidelidad.

Cuando el reloj daba las tres, sonaron las llaves en la puerta.

Se despertó sobresaltado y con los ojos llorosos de Amelia aún en la memoria. Esperó unos segundos a que se le acostumbrara la vista a la luz de la habitación. Volvía a ver todo brillante, pero esta sensación ya no le reconfortaba tanto como recordaba. Miró a su alrededor y vio a una mujer con el torso desnudo durmiendo boca abajo a su lado y después se miró a sí mismo por debajo de la sábana blanca. El asco que sintió mezclado con los sabores de Dios sabe cuántos cubatas se había bebido la noche anterior le hicieron ir corriendo al aseo y echar todo lo que llevaba en el estómago, que no era mucho.

Cuando terminó se sentó en el suelo y apoyó la cabeza en el frío respaldo del retrete, esperando a que el mundo cesara de curvarse en formas que estaba seguro incumplían las leyes de la física. Le llegaron pequeños fragmentos de la noche anterior. Había humo, copas y cuerpos bailando unos junto a otros al ritmo de una música demasiado alta. Vio cosas de tanto fuera como dentro de ese dormitorio que hicieron que vomitaran de nuevo.

Los siguientes días no pudo dormir. Se despertaba a mitad de la noche llorando y con pesadillas, extendiendo el brazo izquierdo en la oscuridad hasta dar con una almohada vacía. No lo habría admitido nunca, por supuesto, por eso cuando su amigo llamó al teléfono fijo del apartamento para preguntarle como lo llevaba e informarle de que la selección española se había clasificado para el mundial de fútbol, lo comentó como si hubiera sido su única preocupación durante la semana y media que había estado desaparecido. A pesar de su creciente sensación de presión en el pecho, no preguntó por Amelia ni por su madre, por supuesto no por su padre. La única alusión a su vida anterior fue para comprobar si le iban a pagar el medio mes que estuvo trabajando antes de marcharse. Él le dijo que no, su jefe siempre había sido un capullo.

Tras colgar el teléfono decidió dejar de mirar al pasado, dado que no se podía hacer nada por cambiarlo. Al día siguiente buscaría trabajo y se conseguiría un piso propio, con un poco de práctica hasta podría buscarse una nueva novia para esa navidad, para esas fechas seguro que estaba todo solucionado. A su madre siempre le había caído bien Amelia, pero tendría que acostumbrarse.

Se levantó a la mañana siguiente habiendo dormido como llevaba semana y media sin dormir. Tenía un plan, a partir de ahora todo iría sobre ruedas. Antes de que se diera cuenta estaría en España hinchándose a aperitivos en la cena de noche buena.

Primero fue a comprarse algo más arreglado, hacía unos días había visto un anuncio en una cafetería inglesa de que requerían personal que hablara varios idiomas. Era el trabajo temporal perfecto. Conforme paseaba por la calle, dirigido al centro de la ciudad, se cruzó con varias parejas. Todas iban de la mano, vagando sin rumbo aparente a pesar del frío que empezaba a caer sobre la ciudad. En algún lugar en el fondo de su corazón sintió un pequeño pinchazo de envidia.

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De alguna manera, le recordaban a cuándo ellos empezaron; esa emoción justo antes del primer beso, el deseo de verse a cada momento y las mariposas en el estómago antes de conocer a sus padres. Recordó la primera vez que la vio, con un vestido rojo una noche vieja tres años atrás, bailando como si fuera la última vez que iba a poder hacerlo. No era la más guapa de la discoteca, pero desde luego su brillo eclipsaba al resto de chicas que pudiera haber habido allí. Recordó que pensó que no la merecía, que nunca llegaría a hacerlo. Se preguntó en qué momento cambiaron tanto las cosas.

No dejó que los pensamientos pasados afectaran su buen humor, o por lo menos intentó que no lo hicieran. Últimamente se sentía extraño, seguramente por eso le estaría dando la sensación de que todo el mundo le miraba al pasar. Lo ignoró, al fin y al cabo, su madre siempre le decía que tenía que dejar de creerse el centro de atención, que pasaban cosas más graves en el mundo.

Llegó a una calle con tiendas y se dio cuenta que no sabía lo que quería comprar, así que decidió echar un vistazo por encima a ver si algo le llamaba la atención. Acabó comprándose unos vaqueros y una camiseta blanca en una tienda con personal muy maleducado, la cajera no había parado de echarle miradas de reojo en todo el tiempo en que le había estado cobrando las prendas.

A medio día estaba cambiado y listo para ir a solicitar su entrevista. Si iba a quedarse a vivir en esa ciudad, tendría que comprar un mapa, no iba a poder seguir dependiendo de deambular por las calles hasta encontrar lo que necesitaba por mucho tiempo. Por suerte, se acordaba de la ubicación de la cafetería.

Llegó a la hora del café, por lo que había mucho ajetreo con un obvio número escaso de camareros yendo de una mesa a otra sin apenas mirar a la cara a los clientes; el local estaba prácticamente lleno. Se sentó en una silla acolchada de un color similar al del piso en el que había estado viviendo, parecía ser una moda por allí. Y eso que se decía que los franceses tenían buen gusto.

El resto del establecimiento estaba bastante bien decorado, había banderas inglesas colgadas en todos los sitios imaginables y todo desde los suelos hasta la barra estaban hechos de una madera oscura antigua pero bastante bien conservada.

Ignorando las miradas de reojo de mesas cercanas, decidió coger un periódico abierto por la sección de deportes de una mesita cercana mientras esperaba. El inglés no se le daba maravillosamente bien, pero desde luego lo manejaba mejor que el francés. Empezó a ojearlo y, al llegar a la primera página, por fin descubrió porqué lo habían estado mirando todo el día. En la portada había una foto de Amelia tumbada en el suelo de su apartamento y otra de su cara, todo bajo el titular de “Sigue desaparecido Javier Martínez, acusado del último asesinato por violencia machista en España”.

Se paró a recuperar el aliento tres manzanas más allá, tras haber salido corriendo de la cafetería, atrayendo aún más miradas de las que ya había tenido encima. Ahora que sabía cuál era la razón, notaba a cada segundo el peso de más ojos en su espalda, asustándose cada vez que aparecía una cara nueva por una esquina. Lo curioso de la situación fue que 20

en ningún momento llegó a preocuparse por la policía. Era esa palabra, “asesino”. Esas dos últimas semanas había estado pensando que todo se solucionaría, que no había sido culpa suya, él no había querido matarla.

Cuando llegó, había estado tanto tiempo centrado en la idea de que se había ido con otro, de que pensaba dejarlo, de que por fin se había dado cuenta de que no la merecía, que no se fijó en sus ojos hinchados de tanto llorar. Había estado tan centrado en sí mismo, que no se había acordado de que esa tarde operaban a su madre de un cáncer que le habían detectado unos meses antes. Según el periódico que había arrugado y tirado unas calles antes, se había muerto esa noche, en una operación que se había alargado hasta las dos de la madrugada.

No le había dejado tiempo a hablar, no le había dejado tiempo a decírselo.

Deambuló durante horas, huyendo de las miradas de los curiosos, no queriendo volver a casa, hasta que divisó a lo lejos la Torre Eiffel. Fue hacia allí, reviviendo todos los momentos en los que Amelia le había sugerido ir a París. Decía que era la ciudad de sus sueños, que le encantaría que le pidieran matrimonio allí, con un vestido de gala y una copa de champán en una noche estrellada. Muchas veces era sorprendente lo única que era y lo que le gustaban los clichés. Cuando él se lo decía, ella respondía que si se llamaban así era por algo, eran una apuesta segura. Al principio él había querido seguirlos, le había regalado ramos de rosas rojas y cajas de bombones por San Valentín solo por ver su sonrisa un poco torcida que hacía que se le achinaran los ojos cuando algo le hacía ilusión de verdad. Descubrió que no recordaba cuál fue la última vez que se giró hacia su lado de la cama y la abrazó mientras dormía, respirando el olor a lavanda de su champú favorito.

Habían sido felices, y siempre le había echado la culpa a ella de que eso acabara. Ahora, al recordar, pensó que a lo mejor la culpa la había tenido él.

Mientras subía las escaleras de la famosa torre, pensó en la ironía de que se estuviera dando cuenta de todo justo en ese momento, cuando era demasiado tarde. Qué caprichoso había sido el destino, que había tenido que perderla para darse cuenta de lo que la necesitaba. Porque sabía que el amor no era como en las películas románticas que le hacía ver todos los domingos por la tarde, no la necesitaba para respirar. Podría vivir sin ella, pensó, mirando hacia abajo desde la terraza de la última planta del monumento.

Le preguntó el día a una persona que se estaba haciendo una foto al lado suyo, no había llegado a mirarlo. Uno de diciembre. Sonrió.

Miró hacia abajo y pensó, de nuevo, en la ironía. Se asomó, con los pies cada vez más lejos del suelo y pensó, por última vez, en lo bonito que sería irse en la ciudad de los enamorados, el día que ella había venido al mundo 22 años atrás.

FIN

21

RELATO GANADOR CATEGORÍA SECUNDARIA DANIELA MARCO BLEDA E2B

Venganza “¿Dónde estoy?”. Es lo primero que pienso.

Recorro con la mirada la sala en la que me encuentro.

Hay poca luz, y mis ojos tardan en acostumbrarse.

Parece la habitación de un niño. Una pila de juguetes se amontona en un rincón, al lado de una estantería repleta de cuentos. Hay una cama con dosel al otro lado de la sala, y parece que hay alguien en ella, durmiendo.

Intento acercarme, pero hay algo que me detiene en seco.

No siento nada en ninguna parte del cuerpo, especialmente de cintura para abajo.

Con una sensación de terror creciente, miro hacia abajo.

No tengo piernas.

En su lugar, una especie de cola fantasmal y luminosa las sustituye. No puedo evitarlo, y grito con todas mis fuerzas.

Cuando me recupero de mi sobresalto inicial, reparo en que mi grito puede haber despertado a la persona que hay en la cama.

No parece haberlo oído.

Decido acercarme, aunque no sé si podré moverme.

Para mi sorpresa, floto a unos treinta centímetros del suelo. Avanzo con cuidado, llego al borde de la cama y me fijo en la persona que hay en ella. Es un niño, pero no puedo averiguar más cosas por la falta de luz.

Acerco una mano temblorosa hacia el niño y toco su hombro con suavidad. Entonces, ocurre lo peor.

Mi mano traspasa limpiamente su brazo, y vuelvo a gritar. ¿¡Acaso soy un fantasma!?

Mis terrores se confirman cuando veo que el niño no parece haberme oído.

- ¿Hola? ¿Me oyes? -Preguntó en voz alta. No hay respuesta.

Me retiro a un rincón oscuro con mis alterados pensamientos. Un rato después, se abre la puerta.

Una mujerona con vestido negro y delantal blanco entra en escena, y con pasos decididos, descorre las cortinas, dejando pasar la luz solar. Bizqueo deslumbrado ante la luz, y aprovecho para mirarme en un espejo de tocador. Al igual que el ocupante de la 22

habitación, yo también soy un niño. De unos seis o siete años, más o menos. Llevo puesta una camisa gris, con mangas exageradamente largas. En el cuello, un pañuelo blanco. Mi cabello es también blanco, y el flequillo me cae sobre la mitad derecha de la cara. En la mejilla llevo una especie de tatuaje, un rombo rojo. Mis ojos son grises con una inquietante línea roja rodeando la pupila.

Movido por un presentimiento, aparto mi flequillo del ojo.

No puedo evitar soltar un gemido de angustia.

La mitad derecha de mi cara es horrible y está deformada.

Abro mucho los ojos con terror, pero de mi garganta no sale ningún sonido esta vez.

“Parece el rostro de un demonio” Pienso.

Eres un demonio. No sé cómo he llegado a esa conclusión, pero tengo esa extraña sensación de deja vu. Caigo en la cuenta, y una sucesión de imágenes pasan por mi mente.

Una mujer de rostro amable sosteniendo a dos bebés gemelos. Uno de los cuales, peliblanco, como yo. ¿Será esa mujer…mi madre?

Un hombre cogiendo al bebé mientras la mujer duerme Y el mismo hombre asesinando de manera cruel y rápida al niño. ¿¡A mí!? ¿Acaso aquel hombre me arrebató la vida?

Eso explica el hecho de que soy un fantasma.

De repente, un odio terrible me sacude, acompañado por una ira feroz y una sed de venganza terrible.

Voy a matar a ese hombre. Sea quien sea y cueste lo que cueste.

Lo juro.

Mis pensamientos se ven interrumpidos por la voz de la mujer de negro que había entrado, a la cual había olvidado.

- ¡Hora de levantarse, alteza!

El niño de la cama se mueve, y se incorpora, dejándome ver su rostro.

Es casi igual a mí. ¿Será el otro bebé de mi recuerdo?

El otro niño tiene el cabello negro con el flequillo azul oscuro sobre el ojo derecho, como yo. La línea que rodea su pupila as azul también. Su mirada es bondadosa e ingenua; como la de un ángel. Creo que es mi hermano gemelo, porque se parece mucho a mí.

23

-Buenos días, aya- Dice. Su voz da la sensación de estar flotando. - ¿Cómo te encuentras?

El aya parece cohibida.

-B-bien, príncipe Viktor. Su majestad, vuestro padre, me ha ordenado llevaros al comedor a desayunar, y luego a sus reales lecciones.

Viktor asiente con aire aburrido.

El aya lo ayuda a vestirse, y seguidamente, lo guía al comedor. Yo decido seguirlos, aunque no tengo claro que hago aquí con exactitud. Por los pasillos, de un palacio, estoy seguro, no me escondo de la luz, porque ni Viktor, ni el aya, ni ninguno de los sirvientes parece verme.

Una cascada de luz me deslumbra al llegar al comedor.

Allí, presidiendo la mesa, está el hombre que me mató.

Grito de odio, de rabia y de dolor. ¡Es él! Igualito al de mi recuerdo. Lágrimas envenenadas arrasan mis mejillas, y floto lo más rápido que puedo hasta él. Intento pegarle, pero mis brazos traspasan inútilmente su rostro. Entonces reparo en que la mujer de mi recuerdo, la que nos sostenía a Viktor y a mí, está sentada al lado de ese hombre.

Sus ojos azul marino se abren como platos.

Me ha visto.

Mueve las manos con disimulo, indicándome que pare. La obedezco. Me muevo por instinto y me siento en su regazo- y en sus ojos aparecen un par de lágrimas. – -Akilos…-Murmura en un tono casi inaudible. Ese debe de ser mi nombre. No suena mal, pero es raro. – Te… te juro que yo no quería…- Se le quiebra la voz.

Comprendo al vuelo a lo que se refiere.

-Aria, querida, ¿te ocurre algo? -Pregunta el hombre. Me cuesta reprimir el odio creciente en mí, y crispo los puños.

-No, sólo estoy algo mareada. – Se interrumpe cuando Viktor se acerca a saludarlos.

-Buenos días, padre, madre. ¡El hombre es el rey, y mi padre!

Me da igual. Lo pienso matar igualmente. De alguna manera cruenta y horrible.

Mientras desayunan, la reina no deja de mirarme con nerviosismo.

Viktor se levanta.

-Padre, voy a mis lecciones.

El rey asiente.

24

Estos días son especialmente difíciles para mí. No he hablado con la reina ni tengo intención de hacerlo, porque se ve que piensa que solamente soy un espectro sin voluntad.

Aparta la cabeza cada vez que me ve, y eso me duele. No en mi físico, sino dentro de la parte izquierda de mi pecho. ¿Acaso tengo algo roto?

Yendo a mi aire por el palacio descubro varias cosas interesantes. Una de ellas, que Viktor tiene otro hermano. Se llama Fénix y es la viva imagen de su padre, porque ha heredado una vieja maldición suya.

Pero eso es otra historia.

Ya no considero a ninguno de la familia real mi familia, excepto tal vez a la reina Aria.

Ahora mismo estoy siguiendo a Viktor. Parece que quiere ir a la biblioteca. Desde que cumplió los siete hace poco, ha desarrollado una gran pasión por la lectura.

Se sienta en una butaca y abre un grueso volumen.

“Menudo aburrido” Pienso. “¿No se le pasa por la cabeza hacer alguna trastada?

Decido probar a llamarlo.

-Viktor- Sigue embobado con su libro. - ¡Viktor!

Para mi sorpresa, se estremece, levanta la cabeza y me mira con asombro.

Grita, y tira su libro hacia mí.

Por desgracia, Viktor tiene buena puntería.

El libro traspasa limpiamente mi cabeza. Un terrible mareo me sacude, mientras mi cabeza de vueltas.

-Qué puntería tienes-Le reprocho. - Todavía no me acostumbro a mi cuerpo. ¿Puedes verme? Él asiente.

-No te conozco, ¿quién eres? Te pareces a mí.

-Porque soy tu hermano gemelo, melón- Le digo. A ver si resulta que es corto de entendederas.

Seguidamente paso a explicarle por qué estoy muerto, aunque no menciono el ansia de venganza que me corroe día y noche. Porque tal vez podría intentar detenerme.

- ¿Cómo te llamas? - Me interrumpe Viktor. No esperaba que se interesase por eso.

-Yo…em…no tengo nombre como tal. Pero nuestra madre pensó en llamarme Akilos, así que supongo que puedes llamarme así.

Tengo la sensación de que le doy pena. Y no quiero darle, pero lo necesito.

Porque últimamente siento que me desvanezco del mundo mortal. Y necesito algo o alguien a lo que aferrarme, pero hasta hacía dos minutos no supe a qué.

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- ¿Podrías… ser mi enlace en el mundo mortal?

Me mira largamente y sonríe.

Para mi sorpresa, corre hacia mí y abraza como puede mi cuerpo incorpóreo.

-Claro que sí- Murmura Viktor.

Suspiro, aliviado, y siento que vuelvo a ser nítido. (Al menos, todo lo nítido que puede ser un fantasma) Me parece que Viktor se ha arrepentido de su decisión.

Al ser él mi enlace, estoy atado a él. “Atado” literalmente, porque no puedo alejarme más de doscientos metros de él. Si intento alejarme más, siento un tirón en el estómago y no puedo avanzar más.

El caso es que, para comenzar mi venganza contra el rey, necesito a Viktor como peón.

No paro de decirle que rompa algún objeto de valor, que haga llorar a Fénix o que insulte a algún cortesano, uno de esos petardos rimbombantes que rondan por el palacio, pero él no quiere. Su fastidiosa santidad le impide hacer el mal. Todo eso y más me gustaría hacerlo por mí mismo, pero no he conseguido tocar ningún objeto todavía.

Ya me he hartado.

Hoy es el cumpleaños de Fénix y voy a cumplir mi venganza.

-Viktor, incendia el palacio- Le digo mientras él lee. Él aparta la mirada de sopetón y me mira, ceñudo.

-No- Parece muy irritado- Y deja ya de molestarme, Akilos.

Yo, en un arranque de impaciencia, lo traspaso.

Pero no salgo de su cuerpo esta vez.

¡He poseído a Viktor!

Qué extraña sensación. Ahora siento las manos, a la cara, las piernas y todo el cuerpo.

Intento echar a andar, pero tropiezo estrepitosamente. No consigo acostumbrarme a tener piernas.

Tardo un rato en andar con decencia, y me dirijo a la habitación del rey y la reina. De camino, cojo una antorcha encendida.

Delante de la puerta del dormitorio, sonrío, la abro un segundo, sin fijarme en quien hay dentro y tiro la antorcha.

Me alejo corriendo y vuelvo a la habitación de Viktor. Una vez allí, me libero de su cuerpo y él cae al suelo como un peso muerto.

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Empiezo a volar de un rincón a otro de la habitación mientras una siniestra alegría se apodera de mí. ¡Lo he conseguido!

Ya empieza a olerse a quemado. Viktor se despierta, lo más posible es que por el tufo a humo.

- ¿Qué pasa? – Me pregunta.

Yo río con ganas.

-He cumplido mi venganza y la habitación del rey está en llamas.

Viktor se pone en pie de un salto.

- ¿Qué venganza? ¿Pero lo he hecho yo? – Asiento y Viktor palidece-Te conté que el rey me mató al nacer- Explico- Y ahora se está quemando vivo.

- ¡No te lo perdonaré nunca! – Grita. - ¡Ni a mí tampoco!

Dicho esto, coge una capa de su armario y sale corriendo fuera de palacio.

Siento una fuerza invisible que tira de mí hacia Viktor.

Consigo alcanzarlo al fin.

- ¿A dónde vas? - Le pregunto.

Viktor me mira. Sus ojos están llenos de lágrimas.

-A cualquier lugar fuera de palacio. Déjame en paz.

Sigue corriendo. De repente, siento un escalofrío. ¿Acaso me estoy arrepintiendo de lo que he hecho?

Ni siquiera tengo la certeza de que el rey esté muerto. Lo que sí sé es que le he hecho mucho daño a Viktor, más que a nadie. Porque él me consideraba un hermano de verdad.

Ahora soy realmente un incordio para él.

- ¿Dónde estamos? -Le pregunto.

- ¡Cállate! -Me espeta. Se ha puesto la capa y se ha calado la capucha.

Estamos en una calle oscura, cuya única iluminación es la luz filtrada por las nubes.

Viktor se sienta en el suelo a recuperar el aliento y mira hacia arriba. Se puede ver todavía la humareda del incendio de palacio.

-Qué he hecho…qué has hecho- Viktor se agarra la cabeza con las manos y eso me hace sentir aún peor.

Se oyen ruidos en la calle, y un par de hombretones aparecen.

-Danos todos los objetos de valor que tengas, niñato, y no te daremos una paliza.

Viktor se pega más a la pared.

27

- ¡Meteos con alguien de vuestro tamaño! -Exclama una voz femenina e infantil.

La voz proviene de detrás de los dos hombres.

No parecen verme (como casi todo el mundo), así que me acerco.

Detrás de los matones hay una niña armada con un hacha.

Un hacha gigantesca de doble filo.

La niña grita con fuerza y blande el hacha, que cae sobre el brazo de uno de los dos hombres, abriéndole un tajo. Los dos hombres huyen asustados.

Desde luego, yo también estoy asustado. Qué manejo del hacha.

La niña cuelga su arma su espalda y se acerca a Viktor. Él retrocede y la niña le tiende una mano- ¿Estás bien?

Viktor asiente con lentitud.

- ¿Quién eres?

La niña se lleva una mano al corazón.

-Me llamo Isabela, de las regiones del Norte.

Aprovecho que se ha acercado para verla mejor. Tendrá unos ocho años, como Viktor y yo. Su cabello es rubio y está revuelto. Lo más extraño son sus ojos -bicolores, uno azul y otro amarillo- ¿Cómo te llamas? -Pregunta.

Viktor, que no sabe mentir, responde: -Soy Viktor.

Isabela pone los ojos como platos.

- ¡El príncipe Viktor! Él se lleva el dedo a los labios.

-No digas eso en voz alta.

-Todo el reino sabe que has desaparecido hace unas horas, en el incendio en el que han muerto la reina Aria y el príncipe Fénix- Explica Isabela.

Viktor y yo nos miramos.

-Entonces...- Viktor vuelve a lagrimear. – Mi madre y mi hermano han muerto…

“Eso significa que el rey está vivo” Pienso, volviendo a sentir el odio en mi interior.

Mi venganza no ha terminado todavía.

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Durante el siguiente año, Viktor, Isabela (sí, ha decidido acompañarnos) y yo viajamos por todo el reino. Viktor, presionado por un servidor y con la ayuda de la valentía de Isabela, han estado reclutando hombres y jóvenes para unirse a nuestra causa. ¿Qué causa?

La que me impulsa a poner el reino patas arriba y entonces, dar un golpe de estado y matar al rey. Resulta que Viktor es muy buen ganándose la confianza de la gente, y ha ido diciendo por pueblos y aldeas lo que yo le he ido susurrando al oído. Parece una locura, pero ahora tenemos a unos cuantos cientos de hombres siguiéndonos a nosotros, niños de nueve años, solamente por mi venganza.

Por cierto, Isabela sabe de mi existencia. Viktor le ha contado todo lo relacionado a nosotros. Hemos hablado, con Viktor como intermediario.

Ahora mismo acabamos de hacer un alto en nuestra ruta clandestina por el reino. Estamos en una explanada sin apenas vegetación, en cuyo centro hay una cueva subterránea, rodeada por un lago.

De repente, siento un súbito tirón en el estómago, y mi mirada se dirige hacia la cueva sin pensarlo. Tengo un presentimiento.

-Vamos, ve- Le digo a Viktor. Él se queja un poco, pero me hace caso y cruza el lago a nado, con Isabela a la zaga.

Ambos llegan exhaustos a la otra orilla, pero insisto en que entren a la cueva.

La cueva por dentro está sumida en la penumbra y huele a podrido. Isabela y Viktor entran.

-Mierda, no se ve nada- Susurra Isabela.

Por suerte yo sí veo mejor, tal vez por ser un fantasma.

La cueva está vacía por completo, únicamente hay un pedestal de roca al fondo con un objeto encima.

-Viktor, al fondo hay un pedestal- Le digo. Él se lo dice a Isabela y yo los guio.

Cuando llegan (tardando demasiado para mi gusto), Isabela dice: -Mirad, hay algo encima- Lo coge. Se trata de un frasquito con un líquido negruzco en su interior. Siento un fuerte tirón en el estómago.

“Tengo que beberme eso” Pienso involuntariamente, pero vuelvo a caer en la cuenta de que no puedo beber nada.

Se me ocurre una idea, pero no le va a hacer gracia a Viktor.

-Lo siento- Le digo antes de poseerlo.

- ¿Viktor? - Dice Isabela.

-Sólo necesito poseerlo un momento- Le digo.

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- ¿Eres Akilos? - Pregunta.

Asiento y destapo el frasco. ¿Qué estoy haciendo? No tengo ni idea de lo que es este mejunje, pienso antes de llevármelo a mi boca.

AL beberlo, me entran unas náuseas tremendas, y algo me expulsa violentamente del cuerpo de Viktor, cayendo los dos al suelo.

Pero esta vez sí siento el impacto de la caída.

Me miro las manos y los pies. (¡Sí, los pies!) ¡Soy humano!

Qué extraña sensación. Ahora puedo sentir el olor a humedad de la cueva, oigo el goteo del agua y veo peor en la oscuridad. Ya no llevo la misma ropa que he llevado siempre, sino una túnica gris, de unas tallas más que la mía. ¿Pero qué era esa poción? Creo que nunca lo sabré.

Viktor se incorpora, aturdido y me mira, muy enfadado.

- ¡Me has vuelto a poseer! -Entonces, se levanta y me tiende la mano. La cojo y me levanto con torpeza.

Y para mi sorpresa, cuando estoy en pie, Viktor me da una bofetada y me tira al suelo.

-Esto por todo lo que me has hecho pasar. Y aún es poco.

Yo asiento, poniéndome en pie.

-Me parece justo.

Al salir de la cueva, tres de nuestros hombres nos esperan en una balsa. Se extrañan al verme, pero Isabela les dice que soy su jefe, y ellos me hacen una reverencia. Qué raro.

Durante el trayecto, el viento del lago retira mi flequillo de mi ojo derecho, y los hombres e Isabela se asusten a ver la parte deformada de mi cara, pero Viktor se apresura a explicarles por mí que soy un demonio, a pesar de tener cuerpo humano. Mientras mi hermano habla, me juro a mí mismo que descubriré el porqué de que soy un demonio.

Así, el tiempo va pasando velozmente.

Ocho años después, tras innumerables robos y saqueos por todo el reino, estoy listo para atacar el castillo y cumplir mi venganza de una vez por todas.

La noche antes de asediar el palacio me cuelo en él en secreto.

Todos los recuerdos de los años que pasé allí, siendo la sombra de Viktor, afloran en mi mente. Lo malo es que, en estos años, han cambiado muchas cosas. Por ejemplo, que Aria y Fénix no murieron realmente en el incendio, lo que me alivia en cierto modo. Ahora,

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de los tres amigos inseparables que éramos, solo quedo yo. Isabela decidió luchar por el rey por causas que desconozco, y a Viktor lo tienen secuestrado.

En la penumbra del jardín trasero, distingo una figura femenina. Justo a quien buscada.

-Aria- La llamo. Ella gira la cabeza y me quito la capucha.

-No…- Murmura ella. - No eres real.

Ignorando ese comentario, me siento a su lado y le cojo sus manos.

Ella rompe a llorar.

-Lo siento por todo. Por favor…vuelve con nosotros...

-No he venido por eso- La interrumpo. -Sino para que me cuentes porqué.

- ¿El qué?

-Porqué el rey me mató.

-Ah…- Se remueve, incómoda. - En resumen: yo, por causas que no viene a cuento, os tuve a ti y a Viktor, y nacisteis ángel y demonio. Pero una adivina le dijo a tu padre que uno de sus hijos le mataría, así que él pensó que podrías ser tú, por ser un demonio.

- ¿Sólo por esa tontería? - Ella asintió.

Definitivamente, mis esfuerzos no habían sido en vano. Mañana mataré a mi padre de una vez por todas y saciaré mi ansia de ver su sangre de una vez por todas.

Me despido de Aria a pesar de sus súplicas, y cuando estoy sobre el muro, miro al palacio, ese en el que he sufrido tanto, ese que caerá bajo mis manos mañana.

Si no me matan antes, claro.

FIN

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Editado por Taller Literario FLOTA ENTRE LIBROS IES LA FLOTA MURCIA

diciembre de 2021

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