Nuestra fe y su dimensión social

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Nuestra fe y su dimensión social Nuestra Palabra | 05 Febrero 2014 Cuando los líderes de las diversas iglesias bendicen con demasiado afán y débiles o genéricos cuestionamientos a funcionarios públicos con un pasado y un presente de muy dudosa ética administrativa, o cuando bendicen con fervor el comienzo de una administración pública, están dando una señal a la sociedad de que la religión y el Estado deben estar en contubernio. Esto en muy poco contribuye a la construcción de un Estado que garantice el respeto a la diversidad de pensamiento y de creencias. Cuando el Estado y las religiones están en contubernio –o cuando las señales públicas así lo hacen parecer--, puede correrse el riesgo de que los líderes religiosos promuevan que el Estado beneficie únicamente a su confesión religiosa, e incluso se aprovechen esas relaciones para querer convertir su confesión en religión oficial ante la sociedad, en detrimento de la función del Estado de garantizar la libertad de creencias y de pensamiento. Si llega a suceder este extremo, la Iglesia se arriesga a perder la identidad de su misión evangelizadora de ser conciencia crítica de la sociedad e iluminar, desde su fe en Jesucristo, el compromiso social que todas las personas con responsabilidades públicas y privadas han de tener con los sectores empobrecidos e indefensos de la sociedad. Cuando las iglesias y religiones se pegan mucho al Estado, el peligro de la manipulación de la fe es mayor, y por la vía del poder y del dinero se puede caer con mayor facilidad en la corrupción. No es extraño que en nombre de un compromiso religioso, dirigentes o animadores de la fe rompan con la mística y la ética del Evangelio y acaben –muchas veces sin siquiera darse cuenta—como legitimadores de corruptos y dinámicas de corrupción e impunidad. La fe ha sido y sigue siendo una fuerza esencial para animar las transformaciones humanas y sociales. En este sentido, la Iglesia tiene una alta responsabilidad para que la fe siga siendo fuente de inspiración y fuerza para comunidades y luchadores sociales. Y como contrapartida, cuanto más se aferran los dirigentes religiosos a sus estructuras, y cuando se quedan viendo excesivamente hacia adentro de ellas, o están muy cerca de grupos políticos y de cúpulas, más se corre el peligro, ya no solo de que más gente cuestione e incluso abandone la Iglesia, sino que menos presente esté la fe como fuerza iluminadora en las encrucijadas de las luchas sociales. ¿Qué ha de significar en estos tiempos la opción preferencial por los pobres?: que en cualquier circunstancia de la vida, la Iglesia haga sentir su presencia a favor de las poblaciones indefensas y discriminadas, mediando en los conflictos sociales, pero desde el lugar de los sectores más indefensos y marginalizados. Como parte de la dimensión social de la fe, la Iglesia ha de acompañar aquellos esfuerzos de los pobres por organizarse para crecer en identidad y para hacer sentir con fuerza sus demandas y sus derechos. La Iglesia ha de acompañar a las organizaciones sociales y comunitarias desde su amor preferencial por los pobres, de manera que en cualquier circunstancia lo que ha de importar es que la organización sea expresión de los ideales y sueños de los pobres. En circunstancias en que haya conflicto entre la organización y la vida de los pobres, la Iglesia siempre ha de tener su lugar en la realidad más impactante de los pobres, y si sus líderes han de acercarse a gente con poder de decisión ha de ser para defender ante ella los derechos y sueños de los pobres, y para promover la conversión de los pudientes hacia la causa de las víctimas. No sea que como Iglesia acabemos creyendo que hemos convertido a Constantino porque lo escuchamos decir que se hizo católico, cuando lo que de verdad ha ocurrido es que Constantino, sin dejar de ser emperador, nos logró convertir con sus encantos a su imperio de poder, corrupción e impunidad.


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