Quimera Revista de literatura | Número 443 | Noviembre 2020

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Nuestros pueblos serán pobres, incultos, frustrados, desamparados. Pero quieren ser libres. Es una ley sin excepciones. Cada período de auge científico ha estado manchado por el desarrollo de la tecnología bélica y experimentado guerras en las que la carnicería «progresaba» también en número de víctimas y en el salvajismo de la destrucción. Del cráneo hendido por un garrotazo del antropoide primitivo del aniquilamiento de Hiroshima y Nagasaki, hay una larga historia en la que la superación científica se muestra incapaz de provocar un progreso equivalente en el comportamiento moral. La civilización aparece como un animal bicéfalo. Una de las cabezas se estira hacia lo alto, idealista, generosa, la mirada puesta en metas pacíficas de vida más sana, solidaria y feliz. La otra, rastrera, sigue rumiando sus antiquísimos proyectos de poderío a cualquier precio, incluido el de la más atroz destrucción. En la era nuclear este proceso de bienestar, la ciencia ha atestado el planeta de artefactos capaces de regresar al globo terrestre a su primigenia condición de astro muerto girando cacofónicamente en las tinieblas siderales. Toda noción de progreso es relativa y discutible en la literatura. La Divina Comedia de Dante puede ser mejor o peor que La Odisea y el Ulises de Joyce gustar a un lector más o menos que el Quijote de Cervantes. Pero ninguna gran obra literaria anula ni empobrece la que surgió uno o diez siglos atrás, que es lo que ocurre en el campo de la ciencia, en el que la aparición de la Química mata a la Alquimia (o, más bien, la vuelve literatura). Sería sumamente inexacto creer que el espíritu de destrucción, inherente, por lo visto, a la capacidad creativa del ser humano, está ausente de la literatura. Por el contrario, la violencia, física y moral, es uno de los temas permanentes de la poesía, el drama y la novela de todas las culturas y de todas las épocas. Tal vez los cadáveres de los martirizados en la historia de la literatura, la sangre que ha corrido en ella, sean tan abundantes como los que resultarían en la vida real del apocalipsis nuclear si los SS 20 y los Pershing II que se miran todavía hoy en el corazón de Europa entraran en actividad.

Mario Vargas Llosa (2016). Fotografía: Fronteiras do Pensamento

Hay una diferencia obvia, claro está. Si los SS 20 y los Pershing II son accionados, el juego se acaba, la aventura humana llega a su fin. Todas las devastaciones y orgías sangrientas de los libros, en cambio, no han producido en la realidad más que algunos escalofríos, emociones y bostezos y unos cuantos orgasmos de lectores. Yo solía leer, cuando estaba abatido, el envenenamiento de Emma Bovary, y esa agonía, por una misteriosa razón, a mí me levantaba el ánimo. ¿A qué conclusión estoy tratando de llegar? A ésta. Puesto que no hay manera de erradicar el espíritu de destrucción en el hombre —ya que parece ser el precio por la facultad de invención de que está dotado— conviene orientarlo cada vez más hacia el dominio de la literatura, que puede aplacarlo con riesgos mínimos, y desarraigarlo lo más rápido posible del de la ciencia. Convendría revisar de raíz aquel impulso que hizo de la ciencia la herramienta del progreso y relegó la poesía, el cuento, el drama, la ficción, al rango secundario de entretenimiento. Las invenciones de la literatura son también eso, desde luego: un bello hechizo que ilusoriamente nos provee de algunos de esos alimentos que nuestros deseos reclaman en vano (porque es atributo trágico de la condición humana desear siempre más de lo que puede alcanzar). Pero la literatura es algo más: una realidad en la que el hombre puede volcar saludablemente aquellos bajos fondos instintivos que lo habitan, dar libre curso a sus peores apetitos, sueños y locuras, esos demonios que coexisten con los ángeles en su ser, y que si llegaran a materializarse harían imposible la vida. En el campo ambiguo de la literatura el espíritu de destrucción puede operar con libertad e impunidad, permitirse todos los excesos, concretarse en la impalpable realidad de las palabras y, al mismo tiempo, ser inocuo y hasta benigno, por el efecto catártico que tiene para un lector el espectáculo de sus monstruos secretos. A diferencia de lo ocurrido en la civilización científica, que nos ha hecho más frágiles de lo que fue nuestro antepasado antes de descubrir el fuego y saber defenderse del tigre, una civilización literaria volvería a los hombres más imprácticos, pasivos y soñadores. Pero ciertamente menos peligrosos para el prójimo de lo que nos ha vuelto nuestro voto a favor del artefacto y en contra del libro. Tengámoslo en cuenta si hay todavía una oportunidad de elegir. Artículo publicado en el número 100 de Quimera, de diciembre de 1990.

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