Cuadernos Hispanoamericanos (nº 801, marzo 2017)

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con referencia especial a Goethe», que a fin de cuentas será una carta de presentación inmejorable para el anciano escritor, quien, siempre interesado por los nuevos talentos, le agradece el envío de ese texto. La amable respuesta de Goethe cambia la vida de Eckermann, que emprende a pie el largo camino que de Hannover le conducirá a Weimar. Ya en el primer día, «pasamos mucho rato juntos, en una atmósfera serena y afectuosa. [...] Hablaba despacio y con desenvoltura, tal como podemos imaginar que lo haría un monarca entrado en años. Se advertía en él que vivía en armonía consigo mismo y que estaba por encima de las críticas y de los elogios. A su lado me sentía indescriptiblemente a gusto». Este ambiente sosegado, donde un Goethe paternalista con ademanes de viejo profesor siempre tiene una excusa para meditar sobre cualquier cosa con tal de tener buena compañía, es lo que va a respirar Eckermann hasta la muerte del genio, en 1832, a lo largo de una relación de provecho mutuo, como explica Antoni Marí en su artículo «Jean Paul Eckermann: confesor»: «Goethe podía exponer sus ideas, matizar otras para deshacer los malentendidos que su obra siempre generó, opinar sobre personas e instituciones y exponer lo que le comprometía sin tener que recurrir a la escritura, que imponía una exigencia que a su edad, setenta y cinco años, no estaba dispuesto a cumplir. Eckermann, por su parte, convivía con la persona que le había descubierto el mundo y a sí mismo y junto a su agradecimiento esperaba extender el

CONVERSADOR Y DIBUJANTE

Uno de los criados de Johann Wolfgang Goethe abre la puerta de su gran casa de Weimar, donde el célebre escritor reside desde 1775, un año después de publicar Werther. Nos encontramos en 1823. Por los pasillos hay lienzos, grabados, esculturas. En una de las estancias anoche se celebró un recital de música, esta mañana el archiduque ha visitado al venerable poeta, mañana lo hará un filólogo, un científico, un dramaturgo, seguirán llegando cartas de toda Europa. Goethe permanece sentado, ensimismado en sus pensamientos, y recibe al visitante con cordialidad y firmeza; toman asiento y empieza la charla: la literatura, la naturaleza, los sentimientos, la política, la religión. Como reza el tópico, nada de lo humano es ajeno junto al padre de la literatura alemana, como le definió Walter Scott en una carta, junto al «más genial de todos los hombres», como dijo de él Lev Tolstói. Ese que entra en casa de Goethe y conversa con él se llama Johann Peter Eckermann, un joven muy inquieto desde el punto de vista intelectual –aunque autodidacta y sin apenas recursos– que entablará tan profunda amistad con el escritor que será elegido por éste como el editor de su legado literario. La poesía, el dibujo y el ejército son los compañeros de un Eckermann sensible al arte pero sin futuro alguno, pese a conseguir publicar algún poema en 1815, momento en que descubre la obra de Goethe; la admiración que siente por este «astro infalible» se hará obsesiva, reuniendo sus impresiones en un ensayo titulado «Contribuciones a la poesía 121

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