Cuadernos Hispanoamericanos, Septiembre 2023 nº 877

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5€ Septiembre 2023

nº 877

Entrevista GONÇALO M. TAVARES

Dossier

Dossier ECOS Y DISTANCIAS: LA LITERATURA VECINA DE BRASIL Y PORTUGAL SERGIO COLINA MARTÍN LUIS MARINA ANTONIO SÁEZ DELGADO JAVIER MONTES JUAN PABLO VILLALOBOS JOSÉ RUI TEIXEIRA MARTÍN LÓPEZ-VEGA

150 AÑOS DE LA REAL ACADEMIA DE ESPAÑA EN ROMA ANDRÉS BARBA ALMUDENA RAMÍREZPANTANELLA LARA DOPAZO RUIBAL JUAN GÓMEZ BÁRCENA CARLOS PARDO ANDREA VALDÉS CRISTINA MORALES

Mi placer es parecido al del escultor 1


DOSSIER

Edita Ministerio de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo Ministro de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación José Manuel Albares Bueno Secretaria de Estado de Cooperación Internacional Pilar Cancela Rodríguez Director de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo Antón Leis García Director de Relaciones Culturales y Científicas Santiago Herrero Amigo Jefa de Departamento de Cooperación y Promoción Cultural Eloísa Vaello Marco Director Cuadernos Hispanoamericanos Javier Serena Coordina Andreu Navarra Comunicación Mar Álvarez Diseño Lara Lanceta Suscripciones Cuadernos Hispanoamericanos suscripciones@lapanoplia.com Impresión Solana e Hijos, A.G.,S.A.U. San Alfonso, 26 CP28917-La Fortuna, Leganés, Madrid

CUADERNOS HISPANOAMERICANOS es una revista fundada en el año 1948 por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo y editada de manera ininterrumpida desde entonces, con el fin de promover el diálogo cultural entre todos los países de habla hispana, siendo un espacio de encuentro para la creación literaria y el pensamiento en lengua española.

La revista puede consultarse en: Fotografía de portada Lisbeth Salas

www.cuadernoshispanoamericanos.com Catálogo General de Publicaciones Oficiales: http://publicacionesoficiales.boe.es

Depósito Legal M.3375/1958 ISSN 0011-250x ISSN digital 2661-1031 Nipo digital 109-19-023-8 Nipo impreso 109-19-022-2 Avda, Reyes Católicos, 4 CP 28040, Madrid T. 915 838 401

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Los índices de la revista pueden consultarse en el HAPI (Hispanic American Periodical Index), en la MLB Bibliography y en el catálogo de la Biblioteca: www.cervantesvirtual.com De venta en librerías: distribuye Maidhisa Distribución internacional: PanopliaDeLibros Precio ejemplar: 5 €


SUMARIO 4

DOSSIER

ECOS Y DISTANCIAS: LA LITERATURA VECINA DE BRASIL Y PORTUGAL

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HISTORIAS EN COMÚN

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por Antonio Sáez Delgado

UN VIAJE HACIA O INTERIOR por Javier Montes

LA VIDA INTERIOR DE LOS HOMBRES DE INTERIOR por Juan Pablo Villalobos

UN ESPACIO IBÉRICO: CUATRO CARTAS por José Rui Teixeira y Martín López-Vega

28 EL VAMPIRO DE LA COLONIA SEGUNDA VUELTA

ROMA DE LUIS ZAPATA por Rubén Gallo

32 CLAUDIA ULLOA DONOSO: PERFIL

UNA LUZ COMO LA OSCURIDAD por Luis Chaves

34 ERRATA INHUMANUM EST UNA PÁGINA

por Rodrigo Fresán

36 DANIEL SAMOILOVICH

150 AÑOS DE LA REAL ACADEMIA DE ESPAÑA EN ROMA

LA ACADEMIA DE ESPAÑA EN ROMA COMO ESTADO MENTAL

por Sergio Colina Martín y Luis Marina

ENTREVISTA GONÇALO M. TAVARES

DOSSIER

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por Andrés Barba

TRASVASE POR VERTIDO LIBRE por Almudena Ramírez-Pantanella

ALGUNOS APUNTES SOBRE ROMA por Lara Dopazo Ruibal

VIVIR Y MORIR EN ROMA por Juan Gómez Bárcena

LOS ALIMENTOS TERRENALES por Carlos Pardo

AD GALLINAS ALBAS* por Andrea Valdés

PROGRAMA DE MANO por Cristina Morales

BIBLIOTECA

LAS PREGUNTAS A DESTIEMPO. David Aliaga HASTA LA LIBERTAD, SIEMPRE. Paco Cerdà MARIO BELLATIN Y EL JAPÓN COMO SIMULACRO FLOTANTE . Cristian Crusat LA EDUCACIÓN FÍSICA. Nadal Suau UNA MÚSICA. Andrés Barba

CORRESPONDENCIAS

LAS VARIACIONES GIRALT TORRENTE. Lucas Martín Jurado

Y EDGARDO DOBRY: «EL HUMOR Y LA POESÍA: RESISTENCIA AL AZÚCAR RÁPIDO DEL SIGNIFICADO»

GOZO, LA VAGANCIA DE LA MIRADA. Anna María Iglesia

por Valerie Miles

42 LOS AGUJEROS DE UNO MISMO MESA REVUELTA

por Rodrigo Hasbún

LA ENFERMEDAD DEL ODIO. Santos Sanz Villanueva CUANDO MAÑANA FUE AYER. Juan Carlos Méndez Guedez DYSPHORIA MUNDI. Begoña Méndez LUCES Y SOMBRAS DE UN POETA LEGENDARIO. José Ángel Barrueco EL CORAZÓN DE LA LUZ. Agus Morales


DOSSIER

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DOSSIER

Ecos y distancias: la literatura vecina de Brasil y Portugal Historias en común por Sergio Colina Martín y Luis Marina

Entrevista Gonçalo M. Tavares por Antonio Sáez Delgado

Un viaje hacia o interior por Javier Montes

La vida interior de los hombres de interior por Juan Pablo Villalobos

Un espacio ibérico: cuatro cartas por José Rui Teixeira y Martín López-Vega

Dossier coordinado por Sergio Colina Martín y Luis Marina 5


DOSSIER

HISTORIAS EN COMÚN por Sergio Colina Martín y Luis Marina Bravo

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rezado leitor, querida lectora:

Es este un dosier doble armado desde una doble querencia y curiosidad personal: la de dos diplomáticos apasionados por las literaturas de Brasil y Portugal; la de dos escritores empeñados en desmentir la actualidad de la cita que Ángel Crespo colocó al frente de su seminal antología de poesía portuguesa publicada por la editorial Adonais en 1961: Iberia semper incuriosa suorum? Sobra decir que ni las relaciones internacionales ni el reino de las letras son realidades fijas, objetos de estudio estático, sino flujos de intercambio, en movimiento constante, en transformación; de regalo y de préstamo, de toma y daca, de viajes e itinerarios que transitan por los países como los lectores deambulan por las vidas ajenas. Y que a veces, como en este caso, acaban por cruzarse. Escribe el diplomático y escritor brasileño Alberto da Costa e Silva: «una de las funciones más fecundas del diplomático, y sin embargo de las menos reconocidas y estudiadas, es la de traer a su país lo que de nuevo se piensa, ensaya y practica en otras partes del mundo». Es este un dosier doble (Portugal / Brasil) que pretende ser un puente entre dos continentes, pero también entre lugares de un mismo continente tan cercanos y, a veces, extrañamente tan poco próximos. O quizás más bien un túnel entre dos espacios idiomáticos que no son compartimentos estancos, aunque a veces lo parezcan. Porque, pese a las apariencias, propiciar estas conexiones resulta si cabe más necesario cuando se trata de países con tanta(s) historia(s) en común como los representados en este dosier, con unas relaciones literarias de larga data que escritores, traductores y editores de uno y otro lado se han empeñado en mantener a lo largo de los siglos, no pocas veces contra la fuerza de los elementos (y especialmente la de un mercado editorial no siempre propicio para los intercambios entre las dos lenguas). Este dosier querría por tanto ser un espejo doble que trata de capturar algo de la imagen que tienen de las letras en español los escritores en lengua portuguesa, y viceversa, a la vez que desmenuza los diferentes caminos que llevan de España a Brasil y de Brasil a España, de México a Brasil, de Brasil a Argentina, de Portugal a España…

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Y que trata de hacerlo no desde la teoría, sino desde los caminos recorridos por personas concretas que, desde su generosidad, trabajan en una lengua sin dejar de tener la vista y el oído, y a menudo el corazón, en otra: José Rui Teixeira, Javier Montes, Juan Pablo Villalobos, Martín López-Vega… Quizás uno de los hilos conductores principales de este dosier, que en realidad son dos dosieres en uno, sea la pregunta que le lanza López-Vega a Teixeira en el intercambio epistolar entre ambos: ¿existe algo así como un espacio literario ibérico compartido? ¿Fluyen las lecturas entre nuestros idiomas con mayor dinamismo y facilidad que entre otros ámbitos lingüísticos? Por más que hayan pasado cinco décadas desde que Crespo lanzara su interrogante, y por más que creamos que se ha andado mucho por este camino, pensarlo sigue siendo pertinente. Casi todos los escritores aquí representados han hecho mucho para colmar esa supuesta (¿o real?) incuria. Javier Montes (Madrid, 1976) ha escrito profusamente sobre Brasil (Varados en Rio, Luz del Fuego) y sobre escritores en español que allí vivieron (Manuel Puig, Rosa Chacel). Martín López-Vega (1975, Poo de Llanes) escribe prosa y poesía en asturiano y en castellano, y ha traducido del portugués a autores como Almeida Garrett, Eça de Queirós, Fernando Pessoa, Eugénio de Andrade, Lêdo Ivo, Valter Hugo Mãe, Lídia Jorge o Jorge de Sena. José Rui Teixeira (Oporto, 1974) es poeta, y desde 2000 ha publicado más de una decena de poemarios. Los textos de todos ellos van precedidos, en esta ocasión, por una entrevista de excepción: Antonio Sáez Delgado, profesor de Literatura Española y de Literaturas Ibéricas en la Universidad de Évora y uno de nuestros más reputados lusistas, entrevista a Gonçalo M. Tavares (Luanda, 1970), probablemente el autor portugués contemporáneo (vivo) más traducido, y cuya impronta entre nosotros no tiene poco que ver con el hecho de que su obra haya conseguido proyectarse no solo a los lectores españoles, sino también a los de la mayoría de los países de habla española. Ejemplo, quizás, de que, como en muchos otros ámbitos de nuestra realidad, si Iberia es la pregunta, Iberoamérica debe ser, al menos, parte de la respuesta.


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DOSSIER | ENTREVISTA ENTREVISTA

Fotografía de Lisbeth Salas

GONÇALO M. TAVARES

«No quiero ponerme espiritual, pero hay algo que no domino, no sé muy bien cómo sucede, escribo y escribo como un loco, sin parar, a veces con las letras desordenadas» por Antonio Sáez Delgado

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Gonçalo M. Tavares (Luanda, 1970) es el autor portugués de la actualidad más traducido y divulgado fuera de sus fronteras. Su trayectoria, en ese sentido, es francamente impresionante. Tras haber decidido no empezar a publicar hasta después de cumplir los treinta años, Tavares ha dado a la imprenta casi medio centenar de títulos en dos décadas, convirtiéndose en el referente inmediato de la literatura portuguesa de nuestros días. Y, por si fuera poco, todo esto lo ha hecho sin concesiones comerciales o de género literario, ya que tan solo ha publicado un puñado de novelas y la inmensa mayoría de su obra está constituida por libros raros, inclasificables, minoritarios, muchas veces sin género definido. Libros que, sin embargo, enganchan al público en los más de cuarenta países donde está traducido, configurando un paradigma de lector exigente y entregado a la personal visión del mundo del escritor, tan obsesivo en sus planteamientos como riguroso en el registro formal de su escritura. (Esta conversación se realiza a distancia, a través de una plataforma de vídeo-llamada. No es la primera vez que charlamos de esta forma. En una habitación pequeña y casi desnuda, tan solo rodeada por algunas estanterías con libros, Tavares va desgranando sus respuestas al otro lado de la pantalla saltando en ocasiones de un tema a otro, con un discurso a veces torrencial y a veces dubitativo, que no duda en detenerse a pensar, a coger aliento, cuando lo considera necesario, como si el pensamiento marcase su propio territorio ante el avance desmesurado del lenguaje.)

Estamos, sin duda, ante un autor prolífico, que publica varios libros al año. Un autor con una obra tan voluminosa como plural, construida con un método de escritura profundamente personal, al que sigues fiel tras dos décadas de trabajo. Podríamos decir que el «misterio Tavares», que rodea al fenómeno que constituye tu obra en el panorama literario portugués, empieza, de alguna forma, en tu particular sistema de trabajo, en tu singular manera de entregarse al arte de la narración. Soy totalmente contrario a cualquier lógica comercial. Escribo y, cuando acabo los libros, los voy publicando, la lógica comercial no me ha interesado nunca y eso me hace sentirme orgulloso. A veces, a los 18 años somos unos salvajes y después nos domesticamos, pero yo no me siento domesticado. Escribo cuando siento la necesidad y, después, corrijo y corrijo infinitamente. Casi diría que publico para desocupar espacio mental. Empecé a publicar con 30 años, tomé esa decisión, aunque desde el principio

tenía una especie de cajones, de almacén de libros que aún hoy existe. Allí iba acumulando los libros que escribía. Sigo teniendo muchas cosas hechas, unas ya terminadas, otras a medio hacer, todavía sin publicar. Así que mi método continúa siendo el mismo: divido la escritura en dos momentos claramente diferentes. Un primer momento casi demoníaco, animalesco, que no domino, que es cuando escribo como un loco, como un animal, a veces durante horas. Hay días de veinte páginas, otros de quince, después puedo estar unos días sin escribir, porque los días no son iguales, no se pueden controlar. No quiero ponerme espiritual, pero hay algo que no domino, no sé muy bien cómo sucede, escribo y escribo como un loco, sin parar, a veces con las letras desordenadas. Esto es esencial para mí, me hace sentir que aparecen en mi cabeza cosas que desconocía, es algo extraño. Esta es la primera parte, que me proporciona un gran placer. La segunda parte, por el contrario, es totalmente racional, es todo lo

contrario a la anterior, muy técnica. Lo primero es poner todas las letras en su sitio, después hay que empezar a mirar y cortar. Tardo prácticamente diez veces más tiempo en esta fase que en la anterior. Pero esta segunda fase nunca la aplico al libro que estoy escribiendo. Jamás. Solo a las crónicas que publico en el semanario Expresso y cuando hice el Diario de la peste, que escribía a diario y en el mismo día lo corregía. Con el resto de mi obra no ha sido así. Esta segunda parte no me proporciona ningún placer, me cuesta mucho, y si sigo escribiendo no es por ella, sino por el placer inicial. Por ejemplo, un libro que acabo de publicar en Portugal, O Diabo (El diablo), ha salido con 190 páginas y en la primera paginación del editor tenía 400 páginas. Los editores se vuelven un poco locos conmigo, reduzco mucho los libros en las fases finales, voy eliminando capas y tengo que hacerlo al final del proceso. El placer aquí es parecido al del escultor, encontrar la forma fuerte que se oculta en el fondo del trayecto de la escritura.

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ENTREVISTA

Ese escultor que va dando forma a la materia, sin olvidar nunca la fuente que la alimenta, está también presente, al mismo tiempo, en la construcción orgánica de tu propia obra. Pocos autores como tú muestran una preocupación tan profunda por la estructura (otro sistema) de tu obra, por el carácter orgánico y, a la vez, dinámico de aquello que escribes. Porque avanzas en la construcción de tus libros, título a título, con un plan que parece perfectamente delineado, a través de varias «series» que alimentas en paralelo. Cada una de esas series constituye un mundo propio, con su lógica interna, y todas ellas en conjunto son la arquitectura exacta de la obra del autor. Series bien conocidas por el lector español, como «El Reino» (constituido por algunas de sus más afamadas novelas, como Jerusalén o Aprender a

Fotografía de Lisbeth Salas

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rezar en la era de la técnica), «Enciclopedia» (integrada por un conjunto de libros de reflexiones titulados «Breves notas») o «El Barrio» (un maravilloso proyecto en el que salen a relucir, bajo la forma de vecinos de un barrio de ficción, algunos de sus referentes literarios, como Valéry, Brecht, Calvino o Eliot, entre otros) se entreveran en su producción con otras, como «Investigaciones», «Mitologías» o «Estudios clásicos» que esperemos muy pronto vean la luz en España. Todo este plan parece responder a una necesidad de ordenar, de sistematizar una producción torrencial en la que también ocupan su espacio la poesía, el teatro o la epopeya. A pesar de tener fama de cerebral, las cosas muchas veces son instintivas, una mezcla entre pensamiento e instinto. Todo ha ido pasando de forma

natural. Escribí El señor Valéry y después escribí otros «señores» y apareció «El Barrio». Lo que siento es que, por ejemplo, Jerusalén o Aprender a rezar en la era de la técnica son libros que ya sé hacer, y no quiero hacerlos de nuevo. Cuando entro en un camino me gusta trazar variantes, me interesa mucho encontrar la mano izquierda, hacer cosas diferentes. Desde ese punto de vista, las series son como un mapa que voy haciendo. Puedo encarar un mundo concreto y hacer tres o cuatro libros en esa línea. Por ejemplo «Mitologías», pues he estado muy obsesionado y escribiendo mucho para esa serie. Otras series son más espaciadas o concentradas en el tiempo. Me gusta “bombardear” algunas áreas con libros, después siento que ya han sido bombardeadas y cambio de área. Bombardear benignamente, claro, como un


«Así que mi método continúa siendo el mismo: divido la escritura en dos momentos claramente diferentes. Un primer momento casi demoníaco, animalesco, que no domino, que es cuando escribo como un loco, como un animal, a veces durante horas. Hay días de veinte páginas, otros de quince, después puedo estar unos días sin escribir, porque los días no son iguales, no se pueden controlar» estímulo. «Enciclopedia» tiene que ver con la idea de tocar un tema y ver cómo ese tema me conduce al ámbito de la «Enciclopedia», con Breves notas sobre el miedo o Breves notas sobre ciencia. Por un lado, es la idea de caminos, donde cada camino tiene varias posibilidades. Sucede en autores que admiro mucho, como Philip Roth; hay variaciones, claro, pero escribe siempre el mismo libro. Diría que algunas de mis series tienen que ver con ese núcleo duro, me interesa el imaginario que asociamos a Borges o Calvino, pero también la realidad al estilo Thomas Mann, en «El Reino», o la mitología asociada a relatos populares alejados del mundo erudito. «Mitologías» tiene mucho que ver con los relatos tradicionales, orales, que sentía que aún no había desarrollado. Si pensamos en «El Barrio», es un mundo diferente, «Mitologías» es más popular, me gusta descubrir que hay mundos en los que no he entrado, me estimula mucho. Si hay algo que destaca sobremanera en tu obra literaria es tu nivel de exigencia con la escritura, que se desprende siempre de formas fáciles, y su reflejo natural en el lector. Se va forjando, así, con el paso del tiempo, un «lector de Tavares», acostumbrado a tu mundo y a tu escritura, ajeno a la lógica de la literatura comercial y, con frecuencia, de los propios gé-

neros literarios. Eres, en este sentido, un autor contracorriente, preocupado por el pensamiento y por intentar formular correctamente las grandes preguntas de nuestro tiempo. Nada en tu obra es trivial, fortuito o frívolo. De ahí que exista una tipología de lector concreto para tu obra, un lector al que le gusta cuestionar los principios fundamentales del pensamiento y avanzar de tu mano como autor en la oscuridad del momento presente. Con esa permanente voluntad de indagación y reflexión, asentada en una constante vocación de reminiscencias filosóficas, tu obra ha sido calificada en muchas ocasiones como rara avis en el contexto de la literatura portuguesa contemporánea, incluso como un autor que, por tus preocupaciones y referencias, estaría más cercano a un contexto centroeuropeo que a la propia tradición portuguesa. Sin embargo, esta fotografía no corresponde exactamente a la realidad. Si la vieja Europa central aparece en una parte de tu obra, si tu mundo ficcional es a veces oscuro y tenebroso, también es verdad que la tradición literaria y cultural de tu país está bien presente en sus libros, y establece en su conjunto un entramado de relaciones posibles que configuran una marca de la casa. He publicado casi cincuenta libros. Si imaginamos una habitación con casi cincuenta paredes, pero solo miramos

dos o tres, creemos que todo es como esas dos o tres paredes. No me gusta la falsa modestia. Siempre he tenido confianza en mi trabajo, me parece que es fuerte. Pero no puede dejar de sorprenderme la cantidad de traducciones, por todos lados. No hago best sellers, e incluso solo tengo seis novelas desde el punto de vista formal, lo cual representa poco más del diez por ciento de mi obra. La mayor parte de mis libros son raros, inclasificables, pero todos están traducidos, todos… Entre ellos, los que son de ese mundo son los de «El Reino», que son cinco. Hay cinco libros que he situado en la Europa central, pero también está la cuestión portuguesa, por ejemplo en Viaje a la India, que es un libro sobre Los Lusiadas, de Camões, la gran referencia de la tradición portuguesa. La estructura sigue exactamente la de Los Lusiadas, solo esto creo que sería suficiente para matizar la opinión de que me distancio de la tradición portuguesa. Además, tengo también un conjunto importante de prefacios, que un día reuniré, de clásicos portugueses, antiguos y modernos. En «Breves notas» dediqué un libro a Gabriela Llansol, escritora portuguesa, aún viva cuando escribí el libro, y a Maria Filomena Molder. Escribí un libro que las lleva en el título, dedicado a su obra. Es decir, desde Los Lusiadas hasta la contemporaneidad, la cultura portuguesa está presente en mi obra, lo cual,

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ENTREVISTA

«A veces no nos damos cuenta de estas cosas. En los tiempos que corren, especialmente en Portugal, hablamos del “ciclo de la pobreza”, y tengo claro que la educación es la que rompe ese ciclo. Los profesores de mi abuelo rompieron ese ciclo, alteraron la vida de mi padre y también la mía, que nací en otro ambiente diferente. De no haber sido así, no habría nacido rodeado de libros, sino de cerdos para la matanza»

dicho sea de paso, no es nada habitual en nuestra tradición literaria, no me viene a la cabeza un caso semejante. A mí me obsesiona casi todo. Nunca he tenido otro objetivo, como lector, que leerlo todo. Ahora estoy con Agustina Bessa-Luís, tuve otra época con Saramago. Me obsesiono y quiero leerlo todo. Pero, como lector, el patriotismo no me parece un criterio de lectura. Leer autores portugueses significa leer autores que escriben en su lengua. La cuestión sonora es importante, pero no voy a dejar de leer a Dostoyevsky por no leer ruso, ni voy a dejar de leer a los autores chinos por no leer chino. A veces circula una obsesión por las lenguas occidentales, se ve mucho en la literatura anglosajona, donde aparecen escritores que solo leen en inglés, o

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puede pasar en francés o en español… Es una pérdida. Como lector, intento acercarme a todo, con mucha frecuencia a través de traducciones españolas, sobre todo de ensayos sobre Filosofía. Ahora estoy leyendo La verdad del mundo técnico, de Friedrich Kittler, en español, estoy rodeado de libros españoles, precisamente porque muchos de ellos no están editados en portugués. Mi apetito de lectura no es patriótico, no me gusta probar solo una gastronomía. Si pensamos en filósofos, hay grandes pensadores franceses, españoles, y los alemanes son de hecho impresionantes, ¿cómo me los voy a perder? Gonçalo, naciste en Luanda, Angola, y formas parte de un conjunto de autores portugueses relacionados

biográficamente con la experiencia colonial portuguesa, y en cuya obra se refleja, de una forma u otra, vuestra vivencia del mundo postcolonial. Si Isabela Figueiredo o Dulce Maria Cardoso se han acercado a esa realidad desde un punto de vista en cierto modo autobiográfico, tú saldas esas cuentas con el pasado de una forma radicalmente diferente, y que tampoco se acerca a la experiencia de otros grandes autores de generaciones anteriores (como Lídia Jorge, António Lobo Antunes, João de Melo o Teolinda Gersão), en los que la experiencia africana ha marcado de forma definitiva su producción. En tu caso, Angola aparece con frecuencia bajo la máscara de una metáfora, África es una forma de conjugar el pasado, un pasado con una dimensión histórica, claro, pero también con una fuerte esfera ética, que se superpone, incluso, a la social. Hay autores que escriben para explicar y para explicarse el pasado, y en tu caso es el pasado, en cierto modo, el que explica al autor. Me siento orgulloso de haber nacido en África. «El Reino» sucede en Centroeuropa, es verdad, aparecen guerras, y esa es, probablemente, mi forma de hablar de Angola. Hay algo en esos libros de intentar comprender el pasado. Jerusalén o Aprender a rezar en la era de la técnica son una aproximación al hecho de entender el pasado, pero no solo el histórico o social, también el biográfico, mi propia biografía. Mi relación con el pasado se adentra también en una clave biográfica, por ejemplo en la serie «Estudios clásicos», que parece remitir a asuntos académicos, pero no tiene nada que ver con eso. Como a todos los escritores, a mí también me han preguntado muchas veces por qué empecé a escribir. Y yo respondía esas cosas de «empecé a leer, después a escribir», etc. Pero


el otro día, en Francia, me hicieron de nuevo esa pregunta y respondí de forma clara algo diferente, que tiene que ver con mi biografía, con mi pasado. Mi padre era muy buen alumno y a los 16 años fue elegido como representante de Portugal para hacer una visita a Naciones Unidas, a donde fue con más representantes de otros países. Pues bien, hace poco tiempo, un familiar descubrió en la RTP (Radio Televisión Portuguesa) una entrevista que le hicieron a finales de los años cincuenta a mi padre, al volver de Nueva York, de esa visita. Así que he podido ver esa entrevista con mi padre, él con 16 años, hablando un portugués maravilloso, entrevistado por la RTP. Hay que decir que mi madre nació en una familia de clase media, pero mi padre lo hizo en una pobre. Cuando tenía diez años, mi abuelo dudaba de si mi padre debía empezar a trabajar la tierra o seguir estudiando. Hablamos de una pobreza impresionante, de un tiempo que creó la expresión «tener que repartir una sardina». La duda, él tenía diez años, al acabar la educación primaria, era si se ponía ya a trabajar o si empezaba a estudiar algo técnico, preparatorio para el trabajo, nunca para entrar después en la universidad. Y sucedió algo inesperado: un batallón de profesores visitó a mi abuelo para convencerlo de que mi padre debía seguir estudiando, porque tenía un gran potencial. Pero mi abuelo, que era muy cabezota, dijo que no, que necesitaba ayuda en el campo y que no había más que hablar. Desgraciadamente, mi abuela murió joven y no pudo participar en ese debate, y aunque mi abuelo no estaba de acuerdo, los profesores de mi padre siguieron y siguieron insistiendo. Y así fue como se forjó el inicio de la carrera de mi padre. Yo nací, podríamos decir, en la biblioteca de mi padre, con quince años ya estaba allí, leyendo y leyendo los clásicos de mi pa-

dre. Así que puedo decir con claridad que escribo gracias a los profesores de mi padre, nací en aquel ambiente gracias a ellos, si no hubiesen insistido no habría sido así. A veces no nos damos cuenta de estas cosas. En los tiempos que corren, especialmente en Portugal, hablamos del «ciclo de la pobreza», y tengo claro que la educación es la que rompe ese ciclo. Los profesores de mi abuelo rompieron ese ciclo, alteraron la vida de mi padre y también la mía, que nací en otro ambiente diferente. De no haber sido así, no habría nacido rodeado de libros, sino de cerdos para la matanza. Y esto ha provocado que mis hijos también nazcan en otro ambiente, con lo que los profesores de mi abuelo han cambiado la vida de tres generaciones de mi familia. Solo ahora, hace muy poco tiempo, cuando he tenido acceso a esta información, he podido responderme a mí mismo esa pregunta que ya había respondido tantas veces en voz alta: quién soy, por qué escribo. Es importante darse cuenta de esto: si no hubiera sido así, yo sería otro, no sé si éticamente mejor o peor, pero sería otro y seguramente no escribiría. La posibilidad de ser otro, en el pasado, en el presente y en el futuro. El que fuimos y el que somos. El que soñamos ser y el que pretendemos no llegar a ser nunca. Gonçalo, tú sueles reflexionar también sobre tu parecido actual con respecto a aquel que querías ser de adulto cuando tenías 18 años, el mundo estaba por estrenar y tú no era más que un proyecto de escritor camuflado bajo el disfraz de un lector voraz. Y así te adentras en una meditación sobre la libertad y el poder, dos de los temas que atraviesan tu obra literaria. Creo que, en lo esencial, me mantengo con la independencia que tenía entonces, y eso es algo de lo que me siento orgulloso, porque es muy difí-

cil. A los 18 años es fácil, sin hijos, decir que no nos vamos a rendir al dinero o al poder, es facilísimo. Empieza a ser más difícil después. El poder, el dinero, son algo que no me atrae, por naturaleza. Si se me acerca alguien poderoso, mi cuerpo no tiembla, no emite señales. Sin embargo, si llega Herberto Helder o el pintor Julião Sarmento… ahí es diferente. Admiro mucho a las personas creativas. Hay muchas personas inteligentes, afortunadamente el mundo está lleno de gente inteligente, pero es necesario ver qué hacen con la inteligencia. Hay algunos que la usan para tener poder, otros para acumular dinero… Lo digo sin ánimo de crítica. Yo siempre he intentado hacer algo creativo. Libros, en mi caso. Cuando era niño, me daba impresión el hecho de hablar, porque no quedaba nada. De adolescente no solía hablar con los amigos en el bar, sentía que hablar era lo mismo que no hablar, las palabras se esfumaban, no quedaba nada material. Creo que he conseguido mantener la libertad, aunque esos diablos, el poder y el dinero, aparecen cuando menos se los espera. A veces me han invitado a cosas increíbles… Un día tendré que publicar mi curriculum de noes, de rechazos. Puedo afirmar con rotundidad que he publicado muchos libros porque mi curriculum de noes es francamente impresionante. A invitaciones políticas, foros económicos… muchísimas cosas. Y, en esos casos, como si tuviese 18 años, me niego. Lo agradezco, pero no acepto, yo lo que quiero es escribir. No se trata de un caso raro, supongo que todos los escritores quieren escribir durante toda su vida, y es eso lo que admiro, aquellos que llegan a los ochenta queriendo hacer cosas nuevas. Los mecanismos del poder y del dinero y las diferentes máscaras que ofrece el universo de la tentación se convierten en herramienta de

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ENTREVISTA

«Lo intento, no sé si lo consigo, pero me empeño mucho en depurar mi escritura, porque hay textos de envejecen rápidamente. Esto sucede especialmente con los adjetivos, por eso intento limpiar mucho el lenguaje de esas partículas que envejecen siempre. No pienso directamente en la posteridad, pero reconozco que quiero hacer un edificio sólido, los libros que hice hace 20 años aún siento que forman parte de una arquitectura consistente» 14

los populismos, ante los que las democracias occidentales se sitúan en una especie de abismo. Tu obra es en ese sentido también una radiografía ética de nuestro tiempo, que sitúa al lector ante el espejo de una humanidad atónita. Los cambios operados recientemente en la esfera política de varios países atrapan a la sociedad en la cárcel de sus propias contradicciones, con los conceptos de «verdad» y «mentira» en primera línea de pensamiento. Ante esta realidad, tú afianzas tu posición en el territorio poco complaciente de la filosofía, pregonas la necesidad de una sociedad más implicada en su formación y con un espíritu crítico que le permita lograr una lucidez que parece hoy demasiadas veces inalcanzable. Hay cuestiones que tienen que ver con la autenticidad y el lenguaje. Algunos políticos, pese a su aparente moderación, son poco auténticos, son falsos. Hablan retóricamente, transmiten falsedad. Y hay políticos, y debe decirse claramente para que no haya equívocos, diferentes. Por ejemplo, hay otros políticos que, pese a su radicalismo, y pese a manifestarse como bestias auténticas, como trogloditas, son genuinos, sin máscaras. Piensan de forma horrible, y aunque uno no comparta nada con ellos, es así. Me parece que de aquí surge un asunto fundamental para la democracia en nuestros días. ¿Por qué algunos políticos moderados transmiten con frecuencia la sensación de no estar diciendo lo que verdaderamente piensan? Tenemos que asumir que la autenticidad gana muchos votos, aunque sea de una bestia que no ha leído un libro en su vida y sea racista, etc. Dicho esto, y subrayando que yo estoy al otro lado de la barricada de este radicalismo, hay que reconocerlo: la falta de inteligencia o de cultura a veces permite ser auténticos. Una vez, un político

me dijo que nunca usaba la ironía o el humor, porque no sería entendido en sus discursos e intervenciones públicas. Hay una obstinación por lo políticamente correcto que hace que los políticos más moderados estén continuamente vigilándose a sí mismos, y el resultado es que llegan a producir discursos mecánicos, de robot, frente a los cuales un discurso más auténtico, horrible pero genuino, consigue muchos votos. Piaget estudió el razonamiento abstracto, que es aquel que explotan estos políticos, y lo sitúa en los niños de entre 4 y 6 años. Lo que es grave es pensar que millones y millones de personas votan a políticos con argumentos de esta naturaleza, que un niño de 7 años ya no aceptaría, si estuviese bien formado. Las personas, en plena democracia, creen argumentos infantiles, eso es lo verdaderamente grave. Se produce una infantilización de la sociedad. Esto demuestra que hay algo en la educación, en la enseñanza, que está fallando. Si a los adultos los convencen argumentos de niños de 4 años, es porque algo falla. Las personas no dominan el lenguaje, el sobreentendido, la ironía. Y hay que tener en cuenta que las democracias de hoy día se defienden con el lenguaje, no tanto con la violencia física. Nuestras artes marciales son el lenguaje, mi judo es el lenguaje, leo una noticia y tengo que saber de dónde viene y quién la ha escrito. Asumo que el lenguaje es una especie de nube que puede ocultar la realidad. Gran parte de los ciudadanos están mal preparados, en este sentido. Una cosa es que nos guste lo auténtico, y otra muy diferente es creer estos argumentos. Argumentos tipo bola de nieve, partir de un ejemplo concreto para sacar de él una conclusión general. Esto lo explica la filosofía, hay una clasificación base de la filosofía para estos argumentos: argumentos falaces. Bastaría tener una clase de


Fotografía de Lisbeth Salas

filosofía para desenmascarar estas realidades, pero la gente está mal preparada, en este sentido. Se hace necesario, por consiguiente, pensar la relación de la literatura, del arte, con esas realidades, discernir el papel que deben desempeñar en el mundo actual. Escribir para el presente, para el futuro o para la eternidad, sabiendo que cada uno de ellos establecerá una relación diferente con el texto. Tal vez no sea una

mala idea para finalizar esta conversación. La literatura y el arte deben intentar hacer algo atemporal. Siempre hacemos, de una forma u otra, una intervención directa en el momento, pero el arte, los textos, los cuadros, las películas deben resistir al paso del tiempo. En mi obra lo más inmediato ha sido El diario de la peste, pero intenté escribirlo en el mundo de la literatura, que es un mundo en el que al día siguiente habrá una lec-

tura diferente. Lo intento, no sé si lo consigo, pero me empeño mucho en depurar mi escritura, porque hay textos que envejecen rápidamente. Esto sucede especialmente con los adjetivos, por eso intento limpiar mucho el lenguaje de esas partículas que envejecen siempre. No pienso directamente en la posteridad, pero reconozco que quiero hacer un edificio sólido, los libros que hice hace 20 años aún siento que forman parte de una arquitectura consistente.

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UN VIAJE HACIA O INTERIOR por Javier Montes

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ntre 2008 y 2012 viví largas temporadas en Río de Janeiro. Me conquistó a la primera y durante mucho tiempo me bastaron y sobraron sus bellezas más evidentes: las playas, ensenadas, morros, cascadas y florestas entreveradas con los barrios de su Zona Sul, sus optimistas rascacielos art déco y su arquitectura moderna llena de invención y gracia. En fin, la cara más sonriente y la fachada más visible de una ciudad y de un país entero muy complejo y en absoluto idílico, pero para los que sirve de tarjeta de visita y último recuerdo (sobre todo si se tiene la suerte de despegar desde el pequeño y hermoso aeropuerto Santos Dumont, la obra maestra de Afonso Reiddy, que roba sus pistas al mar frente a los muelles del centro de la ciudad y que permite que los aviones, antes de internarse en el Atlántico, sobrevuelen la ciudad y su bellísimo perfil costero, como una última y delicada cortesía para el visitante). Tardé un tiempo en romper el hechizo e ir más allá, en internarme en la Zona Norte y los inmensos suburbios de una ciudad de siete millones de habitantes y en aventurarme en eso que en Río se conoce como O Interior, el resto de su estado y de otros limítrofes como Minas Gerais (que es tan grande él solo como Francia). A muy pocos cariocas y a menos extranjeros aún se les ocurre desaprovechar días de sol viajando al interior del Estado. Sólo después de llevar ya tiempo en Río convencí a mi chico para viajar en coche hasta allá algún fin de semana. No fue muy a menudo: las carreteras eran agotadoras, las distancias razonables sobre el mapa se volvían temibles tras horas y horas de curvas y baches, y las promesas de los folletos no acababan compensando: las ciudades cafeteras eran relativamente agradables, con su aire municipal y soñoliento, con sus iglesias discretas y sus parques con quiosco, pero aquello sabía a poco después de cuatro o cinco horas de carreteras endiabladas y antes de los atascos de la vuelta a Río. Mi superstición tan europea de la excursión de fin de semana en el campo no funcionaba bien en un país gigantesco como Brasil. Campo no había por ningún lado: lo que había como mucho eran extensiones infinitas de colinas idénticas llenas de mosquitos bajo un sol abrasador: a

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nadie se le ocurriría parar el coche y echarse a pasear en mitad de la nada. La selva húmeda y fabulosa de los murallones de Tijuca, los Dois Irmaos y la Pedra da Gávea siguió pareciéndome un telón muy hermoso para las playas y los rascacielos de Río, pero resultaba un poco más opresiva cuando se sabía que del otro lado esperaban miles de kilómetros de tierra erosionada, con árboles ralos, plantaciones de eucaliptos y caminitos por los que sólo camina el ganado que lleva pastándolo cien años. Una de aquellas excursiones, sin embargo, la recuerdo como uno de los viajes más reveladores de mi vida: fuimos un día entero conduciendo hasta Cataguases, una pequeña ciudad del interior de Minas, en la raya con el estado de Río. La familia Peixoto, ricos industriales textiles que tienen incluso un barrio a su nombre en Copacabana, habían hecho allí su fortuna, y a partir de los años cuarenta se empeñaron en dotar a su pueblo de un conjunto deslumbrante de obras de la plana mayor de la arquitectura, el arte y el diseño del siglo XX brasileño, que produjo una de las modernidades autóctonas más ricas y originales de lo que ahora llamamos Sur Global y aun del globo terrestre, a secas. Los Peixoto desencadenaron así un pequeño círculo virtuoso, porque pronto la clase media y los políticos locales asumieron y continuaron como propio aquel programa moderno, que ahora es orgullo e identidad de Cataguases. El viaje fue duro, de casi doce horas conduciendo, pero esa vez valió muchísimo la pena. En Cataguases hay decenas de casas privadas, colegios, hospitales, plazas, iglesias, cines y galerías comerciales firmadas por Niemeyer, Reiddy o los hermanos Roberto, parques de Burle Marx, murales y paneles de azulejos de Djanira y Portinari, y hasta un maravilloso, adormilado, decadente y barato Hotel Nacional con trazas de Niemeyer, con jardín de Burle-Marx y muebles originales de los Tenreiro (que valdrían decenas de miles de dólares en casas de subastas americanas o europeas pero allí podía usar y admirar cualquier parroquiano del pueblo o huésped improbable). Aquella riqueza deslumbrante del conjunto, su armonía, el espíritu optimista y confiado en un futuro mejor


Fotografía de Elizabeth Bishop

que transmitía, me hizo pensar en las ciudades-estado toscanas o umbrias, en pequeños prodigios como Urbino o Pienza, donde unos Piccolomini o Montefeltro y una burguesía moderna y renovadora hacían aparecer de la nada lugares en los que todo, urbanismo, edificios, artes visuales, se amalgamaba en un conjunto increíblemente expresivo y capaz de evocar con fuerza una atmósfera civil y cultural ya desaparecida. (Estoy seguro de que si no nos cargamos la vida en el planeta en las próximas décadas, Cataguases será para los terrícolas del siglo XXV lo que Ferrara o Mantua para los del XXI). Pero a lo que voy: con el tiempo, me he dado cuenta de que aquel tardío y trabajoso pero deslumbrante descubrimiento de Cataguases se ha convertido también para mí en un emblema privado de la literatura brasileña y de mi relación con ella como lector: con su riqueza de voces y nombres, con su originalidad y su modernidad propias, y también, ay, con su relativo desconocimiento por parte del hispanohablante que la tiene a la vez muy cerca y muy lejos, en sentido real y figurado, porque tiene que vencer la barrera de la lengua e ir más allá de la imagen más superficial y popular del Brasil para llegar hasta ella. Parafraseando esos anuncios que publicitaban la Costa del Sol con un «venga por la playa, quédese por la alegría de sus gentes» y trivialidades de ese estilo, yo podría decir que me interesó el Brasil y fui al Brasil llevado por una

«Este tono dominante, o muy presente, es muy distinto de la voluntariosidad, el adanismo, la suficiencia, la falta de curiosidad ante el vasto mundo inabarcable, la solemnidad inconsciente (o conscientísima), la vehemencia fatigosa, el piñón fijo y el poco humor de tanta literatura moderna española, un país donde a los escritores se les piden sobre todo certezas y convicciones, donde el tono adusto se hace pasar por rigor intelectual y donde los escritores-erizo siempre son preferidos a los escritores-zorro»

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Fotografía de Joaquim Maria Machado de Assis

fascinación por la lengua portuguesa en su variante brasileña que escuchaba y trataba de descifrar de adolescente en las canciones y las letras y voces de Gal Costa, Cartola, Caymmi, Ary, Batatinha, Caetano, Elis, dona Yvone Lara e infinitos otros. Y que fue luego en Brasil, cuando fui leyendo a sus escritores en su tierra y en su idioma, que decidí quedarme por su literatura. Contrariamente a lo que podría esperarse de un país con fama de exuberante y tropical, me sedujo su literatura por el carácter flemático, reticente, casi precavido, analítico, irónico, elegante en su intento por continuar creando y escribiendo a pesar de la conciencia clara del sinsentido último de la existencia. Este tono dominante, o muy presente, es muy distinto de la voluntariosidad, el adanismo, la suficiencia, la falta de curiosidad ante el vasto mundo inabarcable, la solemnidad inconsciente (o conscientísima), la vehemencia fatigosa, el piñón fijo y el poco humor de tanta literatura moderna española, un país donde a los escritores se les piden sobre todo certezas y convicciones, donde el tono adusto se hace pasar por rigor intelectual y donde los escritores-erizo siempre son preferidos a los escritores-zorro. Nunca fui mucho de Jorge Amado y su resultona y repetitiva recreación de su heimat literario, una Bahía folklórica

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y desbordante que envejece mal. Lo comparan con García Márquez: y está bien la comparación. Pero el implacable, inteligentísimo y a la vez ardiente y gélido retrato de la vida urbana mediocre del Rio de finales del XIX de Machado de Assis (que visto por sus ojos se volvía sinécdoque de la humanidad entera) me maravilló. Empecé leyéndolo y esperando un Eça de Queiroz brasileño (de nuevo eurocentrismo mío, aunque ya es mucho decir porque para mí Eça es tan grande como Flaubert, Chejov o Trollope), y pronto entendí que es ya uno de los primeros escritores que dejan atrás la literatura decimonónica para probar y usar los resortes distintos de la modernidad. Eça precede y prefigura a Proust, a Joyce, a Kafka, a Musil. ¡En el centro de sus Memorias póstumas de Brás Cubas tiene un capítulo entero hecho de puntos de interrogación, de exclamación y suspensivos! Se titula «El viejo diálogo de Adán y Eva». Y tiene con ese vacío cósmico en el corazón de su ¿novela? a la vez la notable elegancia de ahorrarnos un enésimo diálogo de amor decimonónico de sus protagonistas (porque todo diálogo de amor es trivial, pero solo son triviales quienes nunca hayan entablado uno, por parafrasear a Pessoa) y de evocar sin decir (como tiene que ser) la inefabilidad última de lo real por medio del lenguaje (de una forma también elegantísima). Encontré esa reticencia, esa mirada inflexible y a la vez infinitamente humana y compasiva, en los maravillosos cuentos-acertijos de esfinge de Clarice Lispector, particularmente en los de Felicidad clandestina, donde Uma esperança deja tan abierto el final que lo diluye en el presente del lector que lo lee y acerca lo escrito a lo indecible más que nada que yo haya podido leer antes o después en ningún otro idioma. Tan abierto deja ese final que el relato siempre ya está siendo leído por nosotros, como diría Blanchot. Clarice observa un pequeño insecto sobre el dorso de su mano, y termina así su viñeta: «Yo no movía el brazo y pensé: ¿Y ahora? ¿Qué hago? Y la verdad es que no hice nada. Me quedé extremadamente quieta como si una flor hubiese brotado en mí. Después ya no me acuerdo de lo que pasó. Y creo que no pasó nada». Cuando en Varados en Río escribí sobre Elizabeth Bishop, que pasó quince años en Brasil y que por su capacidad para elevar la reticencia y lo tácito y sobreentendido a estrategias poéticas intuyó mejor que ningún otro escritor extranjero ese rasgo secreto de la literatura brasileña, leí una carta suya en la que decía que los cuentos de Clarice eran magníficos pero que no le gustaban sus novelas. Y me sentí reconfortado, porque a mí me pasa lo mismo. Sus novelas las encuentro delicuescentes, voluntariosamente vagas, fatigosas y aburridas. En ese género de introspección obsesiva que poco a poco derrapa y cae en el deliro, me gusta más su compatriota Hilda Hilst y su obra maestra, La obscena señora D. También reconozco que tengo debilidad por las escritoras así, inmensas y esquivas, los elefantes en la habitación de


«Eso me dio pena y también fue muy revelador: de repente resaltó como con una fluorescencia la barrera invisible, injusta, que separa a los lectores y las literaturas lusas e hispanas, esa raya que delimita territorios limítrofes y que es preciso a animarse a cruzar (es un viaje que requiere cierto esfuerzo, pero tampoco tanto, y que compensa con creces, como la excursión a Cataguases) para descubrir las vastas extensiones y tesoros que más allá de la costa, tan fotogénica, guarda O Interior de la literatura brasileña»

las respectivas literaturas en sus idiomas, a las que muchos deben mucho y mencionan poco. Pienso en Hebe Uhart, en Penelope Fitzgerald, en Ingeborg Bachmann, en Silvina Ocampo. Mi poeta brasileño favorito, Carlos Drummond de Andrade, es un poco así también, como Bishop, como Patrizia Cavalli, como Szymborska, como Sophia de Mello Breyner: demasiado lúcido como para abandonarse al desespero ante el sinsentido del mundo, empeñado en proponer en el lenguaje cotidiano a la vez un medio y un mensaje que den una estrategia aceptable, digna, humana, de mirarlo a los ojos y no caer por eso en la abulia y la amargura. Cuando escribí sobre él en mi libro Luz del Fuego me di cuenta de que no podía citarlo sin más, que necesitaba escribir una o dos líneas de presentación y contexto que explicaran su obra y su figura a unos lectores españoles cultos que no necesitarían esa introducción si citase a Octavio Paz, a César Vallejo, a Cernuda. Eso me dio pena y también fue muy revelador: de repente resaltó como con una fluorescencia la barrera invisible, injusta, que separa a los lectores y las literaturas lusas e hispanas, esa raya que delimita territorios limítrofes y que es preciso animarse a cruzar (es un viaje que requiere cierto esfuerzo, pero tampoco tanto, y que compensa con creces, como la excursión a Cataguases) para descubrir las vastas extensiones y tesoros que más allá de la costa, tan fotogénica, guarda O Interior de la literatura brasileña.

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LA VIDA INTERIOR DE LOS HOMBRES DE INTERIOR por Juan Pablo Villalobos

viajamos lado a lado como numa edição bilíngue

viajamos lado a lado como en una edición bilingüe Ana Martins Marques

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ue yo sepa, hasta donde yo sé, hasta donde pude investigar, ni mi suegro Ívan, ni su suegro José –el bisabuelo de mis hijos–, leían poesía. Ívan era informático, trabajó durante casi toda su vida para la IBM, y durante una época había sido un lector pertinaz de ciencia ficción. José, militar y profesor, en cambio, prefería leer historia: la Grecia antigua, el Imperio Romano, las monarquías, las grandes campañas militares, la Segunda Guerra Mundial y, por supuesto, el nacimiento y desarrollo de Brasil. Fueron lectores predecibles. Sus lecturas, quiero decir, se correspondían con su personalidad, con su actividad profesional, no había nada misterioso o incoherente en ellas.

da que se prolongaría hasta que yo me diera cuenta de que a ese delantero, ahora viejo, yo lo había visto jugar en España, o hasta que descubriera que ese chiquillo en el medio campo, imberbe, adolescente, era sensacional, y le pidiera a mi suegro referencias para recordarlo años más tarde, cuando me lo reencontrara en una noche de Champions League. Mi suegro, como mi padre, era un hombre de poquísimas palabras; ambos eran hombres un tanto hoscos, insondables, misteriosos, reactivos, en los que pareciera anidarse un sentimiento silenciado desde la infancia, como escribiera Hilda Hilst: Ni supe defenderme de las palabras. Ni supe hablar de las aflicciones, de la herida De no saber hablar de cosas amorosas.

* Lo que vivía en mí, siempre callaba. Cuando conocí a mi suegro, en 2006, la primera vez que fui a Brasil, yo había cometido el error de haberlo convertido en abuelo. Por si fuera poco, yo apenas hablaba portugués y él no hablaba español; nos dedicamos, entonces, a fingir que nos entendíamos, a disimular los malentendidos, a sonreír y asentir como muestra de buena voluntad. Nos bastó con un vocabulario pobre y, de hecho, a pesar de que con el paso de los años yo adquirí fluencia en portugués, nos siguió bastando hasta el final, en parte por su personalidad y en parte porque teníamos muy poco en común, nuestros temas de conversación eran muy limitados: futbol, cachaça, cerveza, las noticias del día en la Folha de São Paulo, cuyas páginas se iban acumulando, desperdigadas, día tras día, en el cuarto de la televisión. Nos sentábamos frente a la pantalla a ver un partido del Brasileirão y yo me esforzaba en identificar a algún jugador que nos ayudara a salir del silencio, de esa atmósfera incómo-

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¿Qué pasaba en el interior de mi suegro y de mi padre? ¿Qué era aquello que se quedaba siempre sin nombrar? Por cierto, tanto mi suegro como Hilda Hilst, que nació en un pueblo del interior de São Paulo, fallecieron en el mismo lugar, en otra ciudad del interior paulista, en Campinas, la ciudad de la familia de Andreia, mi esposa. * Ya perdí la cuenta de las veces que fui de visita a Campinas e incluso viví ahí entre 2011 y 2014, un intermedio en los veinte años que llevo viviendo fuera de México, en Barcelona. Una de las cosas extrañas de mi vida en Brasil fue volver a tener a la familia cerca, en este caso, a mi familia política: suegra y suegro, un cuñado, abuela y abuelo, una tía, un tío y un primo. Contrario a mi familia en México, mi


familia campineira es pequeña, pero aun así mantenía sus rituales ineludibles: churrascos de cumpleaños, macarronada dominguera –herencia italiana–, vacaciones en el litoral paulista, visita semanal a la casa –oscura– de los abuelos. ¿Por qué Walder y José no abrían las cortinas gruesas, pesadas, de su casa? ¿Por qué la luz estaba siempre clausurada? ¿Por qué vivían en la penumbra? ¿Acaso no era demasiado transparente la metáfora sobre el ocaso de la vida? Atrás, en el patio, mis hijos, a quienes con certeza la oscuridad intimidaba, lanzaban la pelota a un aro de basquetbol. En el interior, José iba hilvanando una frase atrás de otra sobre los temas que le fascinaban, componiendo un monólogo bienhumorado que tenía algo de infantil, de niño pedante: ¿Sabes la historia del emperador Constantino?, me preguntaba, o Aquí en Brasil hubo un presidente, Juscelino Kubitschek, que fue el único presidente gitano del mundo, decía, o Cuando inventaron los tanques cambió la guerra para siempre, ahora podían avanzar sobre las trincheras. De pronto, José salía de su ensimismamiento y, movido por la curiosidad o quizá nomás por cortesía, me pedía que le explicara algo sobre los aztecas o los mayas, que le confirmara algún detalle relacionado con la Corona de Aragón. Yo no conseguía decir gran cosa. Pensaba en mi abuelo paterno en Lagos de Moreno, una ciudad del interior de Jalisco, en sus obsesiones –la huerta, el box, los toros, sus recuerdos de la infancia durante la Revolución–, en las anécdotas que, al final de su vida, nos repetía una y otra vez, entre risas de asombro: «Vino un chiquillo a avisarnos que en la esquina había un muerto. Fuimos corriendo a verlo. Le habían dado un balazo en la cabeza, tenía los ojos ciegos, como las golondrinas». Mi abuelo hablaba como Juan Rulfo. El de Andreia, como Machado de Assis.

Avanzaba la tarde en la casa de los abuelos, nadie abría las cortinas, alguien encendía las lámparas, pero eran de luz mate, amarillenta, que, en lugar de alumbrar, le daban a la penumbra una apariencia vieja, anacrónica, de petróleo y quinqués; la atmósfera se volvía cada vez más opresiva. Yo me volvía a sentir niño. Un niño triste, miedoso: yo no fui un niño feliz. Tenía que escapar de ahí, huir de la memoria

«Mi suegro, como mi padre, era un hombre de poquísimas palabras; ambos eran hombres un tanto hoscos, insondables, misteriosos, reactivos, en los que pareciera anidarse un sentimiento silenciado desde la infancia, como escribiera Hilda Hilst»

Terminal de buses urbanos en el centro de Campinas

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de los abuelos, recitar, dentro de mi cabeza, un poema de Paulo Leminski que funcionaba como conjuro para salir: Hallar la puerta que se olvidaron de cerrar. El callejón con salida. La puerta sin llave. La vida. * Aire. Luz. Calor. La vida exterior. Diciembre de 2021. Durante cinco días damos la vuelta a Ilha Grande haciendo senderismo. Bueno, en realidad en ese tiempo solo alcanzamos a recorrer la mitad de la isla, la parte localizada frente a la costa de Rio de Janeiro. Viajamos desde Barcelona a Brasil para pasar la Navidad y el Año Nuevo, nos quedaremos en total un mes, el bebé, y su hermana, nacida después, son ahora adolescentes, mis suegros se han separado, Andreia y yo seguimos juntos, mi familia política ha crecido un poco: ahora tengo una concuñada, una sobrinita y a Georges, el novio de mi suegra. Esta es la última vez que veré a mi suegro y al bisabuelo de mis hijos; meses más tarde –José primero, Ívan después–, los

dos habrán de fallecer. Pero yo no lo sé todavía, estoy persiguiendo a nuestro guía por senderos pedregosos con una mochila a cuestas en la que solo hay un libro, el más reciente de Angélica Freitas, me he propuesto que en este mes leeré únicamente poesía brasileña, me preparé recorriendo los sebos de Campinas y las poquísimas librerías que sobrevivieron a la pandemia, caminamos y caminamos durante horas –cansados, sudorosos, medio insolados, felices– y yo anhelo el momento de nuestra siguiente parada: una playa virgen, siempre hermosa, el mar que trae la recompensa de lo salvaje e impredecible. Si hay suerte, una cerveza; con mucha suerte, una caipirinha; con muchísima más suerte, la sombra de un árbol. Sentarse mojado a leer, gotear agua salada sobre las páginas, imaginar que un café en Rosario podría perfectamente ser, claro que sí, esa mismísima playa, sentir lo mismo que la poeta: qué bien no querer nada quedarse sentada en el café y no querer otro café ni siquiera agua y de repente no querer escribir ni leer nada, nada y sobre todo no querer salir a la calle ni volver a casa y mucho menos avisarle a alguien mi paradero Qué bien, sigo yo, que aun existan las promesas cumplidas, los paraísos que no estaban perdidos, la alegría estereotipada de unas vacaciones en un lugar hermoso, la compañía de la gente que amas. A diferencia de mi padre, a diferencia de mi suegro, yo sí puedo hablar de las cosas que suceden en mi interior, nombrarlas, así que, en cuanto lleguemos a esa playa, me aproximaré a mi esposa y a mis hijos, los abrazaré, y le diré a nuestro guía, exultante: Você poderia tirar uma foto da gente? * Porém. Sin embargo. somos cada vez más jóvenes en las fotografías (Ana Martins Marques) *

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De verdad no entiendo qué estamos haciendo aquí, dice Mateo, mi hijo adolescente. Estamos rodeados de gente que bebe cerveza y conversa a gritos, paquerando –verbo insuperable para describir el acto de coquetear inocentemente–, pero el alcohol le roba la inocencia al verbo y lo tiñe de agresividad; el ambiente parece más próximo al abuso que a la seducción. Estamos en el exterior, es de noche, huele mal, a agua insalubre, al mar podrido de Rio de Janeiro. Un grupo de policías militares vigila la escena. Portan armas largas que aquí, en la mureta de la Urca, son mera estrategia de disuasión, mientras que allá arriba, en las favelas de los cerros que circundan la ciudad, cumplen cotidianamente su función real: herir y matar. Mi hijo tiene miedo, está asustado después de caminar cuarenta minutos, en el atardecer cada vez más lúgubre, por calles cada vez más solitarias, desde la playa de Botafogo; todavía no comprende que los mecanismos de la desigualdad nos protegen, que estamos del lado privilegiado de ese muro invisible que separa y discrimina a la gente a todo lo largo de las ciudades de Brasil. ¿Qué estamos haciendo aquí, en serio? Yo solo quería revivir dos momentos felices, uno de 2013 y otro de 2014, dos tardes perfectas que pasé acodado a la mureta bebiendo cerveza y comiendo bolinhos de bacalao mientras el sol se ponía en el horizonte carioca. Yo solo quería escenificar de nuevo el ritual. Porém. Sin embargo, esta vez se nos hizo tarde. Me lo advirtió Andreia una y otra vez: Se está haciendo tarde. Pero yo insistí, vamos, falta poco. Seguimos caminando, entonces, hacia un lugar al que no íbamos a llegar jamás. (El lugar no estaba adelante, estaba atrás. Nos escapamos de ahí en taxi.) * escribo como quien construye un túnel transparente para el viento como quien modela el viento como quien desea ayudar al viento a pasar (Fabricio Corsaletti) Reviso en mi teléfono las fotos que tomé durante ese mes en Brasil. La gran mayoría son de árboles. De árboles y de poemas. El guayabo de la nueva casa de mi suegro, la casa a la que se mudó al separarse de mi suegra. Los frágiles helechos del jardín botánico de Rio de Janeiro. Los majestuosos oitis que dan sombra a las calles de Copacabana. Los arbus-

tos de café y los olivos de la chácara de Georges en el interior de Minas Gerais. El papayo en el patio trasero de la casa de Walder y José. Poemas de Ferreira Gullar, de Hilda Hilst, de Paulo Leminski, de Vinicius de Moraes, de Ana Cristina Cesar… Poemas que fotografié para recuperarlos después, quién sabe como pretexto para escribir un relato de este viaje, un túnel del tiempo, un túnel de viento. No tengo fotos de Ívan ni de José. * La última vez que lloré sin control, sin consuelo, fue cuando mi primo Mario falleció. Tenía un año menos que yo y habíamos crecido juntos en Lagos de Moreno. Fue una muerte cruel, tristísima; por ser prematura –Mario tenía cuarenta y cinco años–, porque dejó tres niños, porque estaba peleado con su papá. Mi tío Mario, hermano de mi padre, mi padrino, otro hombre de pocas, poquísimas palabras. El cáncer se los llevó a los dos. Mi primo Mario había elegido a mi padre como confidente en sus últimos años, mientras yo vivía lejos, en el exterior. El aviso de su muerte me llegó al teléfono, en un mensaje de WhatsApp, igual que el de la muerte de José, primero, y de Ívan, después. Mensajes escritos con tiento, con cariño, procurando no lastimar, como si eso fuera posible. Eufemismos. Ya descansó.

Já descansou.

Dos palabras que se meten dentro, anidan, se anudan, me hacen enmudecer. * Al final de todo, tal vez esta sea una carta de despedida. Más que una crónica de viaje, es un relato de amor a la familia. Y a la poesía brasileña. Sí. Todos los poemas son de amor. Por la rima, por el ritmo, por el brillo o por alguien, o algo que pasaba a la hora en que la vida se volvía palabra. (Alice Ruiz) Até mais, José. Boa viagem, Ívan.

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UN ESPACIO IBÉRICO: CUATRO CARTAS por José Rui Teixeira y Martín López-Vega

Querido José Rui, ¿cómo estás? No sé si esta carta te encontrará en Oporto, en Roma, o en algún tramo nuevo o conocido de tu querido camino de Santiago. Un amigo me lanza una pregunta y no veo mejor manera de responderla que compartirla contigo, que tanto y tan bien conoces la poesía de este otro lado de la frontera. ¿Tú crees que existe algo así como un espacio literario ibérico compartido, es decir, que las lecturas fluyen entre nuestros idiomas con mayor fluidez que entre otros ámbitos lingüísticos? Es un tópico decir que vosotros, los portugueses, conocéis mejor el español de lo que nosotros entendemos el portugués. Y sin embargo, es cierto; no solo ya porque a su manera el español haya sido también lengua literaria de Portugal (hay poemas maravillosos de Sá de Miranda o de Camões, aunque este también use el castellano en sus libros para reírse de los personajes que lo hablan), sino porque, viniendo a tiempos más recientes, siempre me ha parecido que mis amigos de ese lado conocían mejor la poesía nuestra de lo que los de mi generación conocíamos la vuestra, sin necesidad, muchas veces, de traducciones. Quizás sea solo que elijo a mis amigos entre los curiosos. Es una pena; para mí, la poesía portuguesa ha sido fuente continua de descubrimiento y de enseñanza. Hay una broma que me han hecho mucho, diciéndome que en realidad soy un poeta portugués. Ojalá. Pero vuestro siglo XX me parece inigualable. Claro: arranca con Fernando Pessoa. Vosotros tuvisteis un Modernismo de verdad, revolucionario, no como el nuestro, que fue decorativo y liróforo. Y luego esa generación maravillosa de los Sena, Sophia, Eugénio, Cinatti, Knopfli, Cesariny… Todos tan distintos, todos tan hondos. A mí me parece que nosotros no hemos tenido eso. Estudiamos que la Generación del 27 es nuestra segunda edad de oro, pero nunca he conseguido creérmelo. Admiro mucho a Cernuda y algunas cosas de Alberti; no soporto a Salinas, vale a algunas cosas

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de Dámaso, insoportable el Nobel Aleixandre. Y Lorca… Mucho talento, sí; pero desperdiciado casi siempre sin asunto (otra cosa es su teatro). La generación del 50 nos pone en hora con el mundo, pero al lado de esos nombres vuestros que decía antes… yo qué sé. Si hubiéramos tenido un modernismo en condiciones, Cernuda primero, y luego el 50, se hubieran encontrado con lo más importante del trabajo hecho. Y sin embargo, no os hemos leído mucho. A excepción de Pessoa, claro. Yo sé que a ti te extraña nuestra pasión por Eugénio de Andrade, que no sé si sigue siendo tanta; veremos en este año del centenario. Sena, que para mí es el gran poeta de esa generación, apenas ha llegado por antologías espaciadas y siempre demasiado breves, incluida la que yo preparé. Mi impresión es que el primer problema es el anglocentrismo imperante. En España se traduce mucha poesía, pero casi siempre a poetas muertos o que ya han escrito lo fundamental de su obra. La única excepción, generalizando, es la poesía estadounidense; de ellos se traduce casi todo lo bueno, algo de lo regular, y buena parte de lo malo. Lo que de alguna manera debe de afectar al tono de nuestros propios poetas. Leí en alguna parte que poetas portugueses se quejaban del efecto (negativo) que habían tenido los poetas españoles de la experiencia traducidos en su momento por Joaquim Manuel Magalhães. ¿Hubo tal? A veces lee uno libros de poemas que piensa: qué pena que se le haya pasado al autor ese consejo tan bueno que da Horacio justo al comienzo de su Arte poética. Y luego lee una reseña de ese libro y lo que a uno le había parecido un disparate resulta que el crítico se lo elogia y además se lo achaca a la influencia de Ashbery. Será de un Ashbery que yo no conozco, piensa uno entonces, José Luis Ashbery o María Antonia Ashbery, porque al que uno ha leído, un poeta enorme, no se le debería poder echar la


culpa de cualquier tontería. Así que acaba uno volviendo a su Horacio o a su Ashbery (John, el bueno; no José Luis ni María Antonia, tan leídos sin embargo) como quien se echa encima el abrigo en días fríos; y sigue a lo suyo. Querido amigo, es escribirte y las cosas que me rondan la cabeza surgen un poco a borbotones. Pero vuelvo a mi pregunta inicial: ¿crees tú que exista un espacio ibérico? Yo creo que merece la pena defenderlo y así ayudar a crearlo, pero no tengo tan claro que exista ya. Dime qué opinas.

Seja como for, a generalidade dos intelectuais portugueses dos últimos duzentos anos conhecia melhor outras literaturas europeias do que a espanhola. Para muitos, Espanha era apenas uma travessia ferroviária ou um obstáculo a contornar por via marítima, rumo a Paris. Naturalmente, essa realidade foi mudando e o interesse e o conhecimento mútuos foram aumentando. Creio que, hoje, os portugueses que conhecem bem a sua literatura, conhecem razoavelmente a literatura espanhola e muitos conseguem lê-la sem dificuldades, sem necessidade de traduções. O mesmo não acontece, evidentemente, com a generalidade dos leitores.

Que seas feliz, y que nos veamos pronto, Martín

Caríssimo Martín Estou bem, obrigado. Regressei por estes dias de mais um Caminho de Santiago, onde oficio, há quase trinta anos, a condição de peregrino (que sinto indissociável da minha condição de poeta). Não estou certo de que possamos falar de um espaço ibérico – linguístico e literário – verdadeiramente partilhado. Em teoria sim, mas a história nem sempre permitiu que as literaturas ibéricas gerassem lugares de encontro. É também verdade que esse espaço partilhado foi-se desdobrando circunstancialmente em amizades nos meios literários e académicos. Queridísimo Martín: Estoy bien, gracias. He vuelto en estos días de otro Camino de Santiago, donde oficio, desde hace ya casi treinta años, la condición de peregrino (que siento indisociable de mi condición de poeta). No estoy seguro de que podamos hablar de un espacio ibérico -lingüístico y literario- verdaderamente compartido. En teoría sí, pero la historia no siempre ha permitido que las literaturas ibéricas generen lugares de encuentro. También es verdad que ese espacio compartido se ha ido desdoblando circunstancialmente en amistades en los medios literarios y académicos. Como quiera que sea, la generalidad de los intelectuales portugueses de los últimos doscientos años conocía otras literaturas europeas mejor que la española. Para muchos, España era solo un trayecto en ferrocarril o un obstáculo que había que rodear por vía marítima, con rumbo a París. Naturalmente, esa realidad ha ido cambiando y el interés y el conocimiento mutuo han ido aumentando. Creo que, hoy, los portugueses que conocen bien su literatura, conocen razonablemente la literatura española y muchos pueden leerla sin dificultades, sin necesidad de traducciones. No sucede lo mismo, evidentemente, con la generalidad de los lectores. Sí, tu relación con la literatura portuguesa es, por muchos motivos, especial; más intensa que la mía con la literatura española, que se dispersa por las literaturas hispanoamericanas. A veces, esa y otras dispersiones me ligan a autores de referencia o con los que encuentro una intensa empatía. Siento que solo soy capaz de acoger la poesía española contemporánea que me llega por la generosa insistencia de los amigos, condicionados ellos mismos muchas veces por cuestiones regionales o lingüísticas.

Sim, a tua relação com a literatura portuguesa é, por muitos motivos, especial; mais intensa do que a minha com a literatura espanhola, que se dispersa pelas literaturas hispanoamericanas. Por vezes, essa e outras dispersões prendem-me a autores referenciais ou com os quais estabeleço uma intensa empatia. Sinto que só consigo acolher a poesia espanhola contemporânea que me chega pela generosa insistência dos amigos, muitas vezes eles próprios condicionados por questões regionais ou linguísticas. Em Portugal são poucas as traduções de poesia. Não creio que tenhamos especial interesse ou afeição por nacionalidades concretas. Revelamos, sim, alguma obstinação por poetas canónicos, sendo residual a tradução de poetas contemporâneos. Sinceramente, não creio que as traduções de Joaquim Manuel Magalhães – ou outras – tenham tido um efeito negativo... ou positivo. Algum efeito residual terão tido, mas não mais do que isso num meio acanhado, em que as questões tendem a ser questiúnculas e em que sobram fundamentalEn Portugal se traduce poca poesía. No creo que tengamos especial interés o afición por nacionalidades concretas. Se revela, sí, cierta obstinación por poetas canónicos, mientras que la traducción de poetas contemporáneos es residual. Sinceramente, no creo que las traducciones de Joaquim Manuel Magalhães -u otras- hayan tenido efecto negativo… ni positivo. Algún efecto residual habrán tenido, pero no más que eso en un medio retraído, en el que los asuntos tienden a ser asuntillos y en el que sobran fundamentalmente las vicisitudes del caciquismo reinante, de una crítica irrelevante y nepotista, con muchas cesiones y algunas carencias, pequeñas tiradas, pocos lectores y ventas insignificantes. En fin, algo ha cambiado, pero más como resultado de la coyuntura sociocultural que propiamente de una necesidad de encuentro o de un interés intrínseco. Es verdad que las palabras tienen su propio rumbo y encuentran válvulas de escape. Sí, ese espacio ibérico compartido existe, aunque solo sea como el deseo de que exista, pero hay un largo camino por recorrer en el conocimiento mutuo, en el intercambio que supere la dimensión circunstancial de los encuentros, que establezca diálogos permanentes, de igual a igual. Y, a pesar de las estancias institucionales, de los proyectos financiados y de los programas de apoyo, creo que el gran desafío pasa por despertar en los poetas -y en las pequeñas editoriales que se arriesgan a publicarlos- un cierto sentido de comunidad, ¿no crees? ¿Por dónde andas, Martín? ¿En medio de qué viajes y lecturas? Un fuerte abrazo. José Rui

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DOSSIER

mente as vicissitudes do caciquismo reinante, de uma crítica irrelevante e nepotista, de muitas cedências e algumas falências, de pequenas tiragens, poucos leitores e vendas insignificantes. Enfim, alguma coisa mudou, mas mais em função da conjuntura sóciocultural do que propriamente de uma necessidade de encontro ou de um interesse instrínseco. É verdade que as palavras levam os seus rumos e trazem os seus desabafos. Sim, esse espaço ibérico partilhado existe, nem que seja no desejo de que exista, mas há um longo caminho a percorrer no conhecimento mútuo, na partilha que supere a dimensão circunstancial dos encontros, que estabeleça diálogos permanentes, de igual para igual. E apesar das estâncias institucionais, dos projetos financiados e dos programas de apoio, creio que o grande desafio passará por despertar entre os poetas – e entre as pequenas editoras que ainda arriscam publicá-los – um certo sentido de comunidade, não te parece? Por onde andas, Martín? Entre que viagens e leituras? Abraço muito amigo. José Rui

Querido José Rui, Todo bien por aquí, muchas gracias. Qué envidia esas caminatas tuyas. Leo tu carta, los reparos que haces a algunas de mis observaciones, y no puedo más que darte la razón y pensar en cómo el mero uso del microscopio altera aquello que intentamos observar a su luz. Y sin embargo, cuando hablamos de poesía, ¿no es todo microscópico? Conste que no lo digo como queja. El otro día, en una entrevista, me preguntaban qué creía yo que debía ocurrir para que los poetas tuvieran más prestigio. Y la verdad es que no creo que sea un asunto importante, ni que nos convenga remover. Si pensamos en la tirada de los libros de poesía, en las ventas, no queda más remedio que concluir que el prestigio de la poesía, por pequeño que sea, es superior al interés real que despierta en el común de los lectores. Pero puestos a imaginar: ¿cómo sería ese espacio ibérico deseado, que aún no existe más que en ese deseo? ¿Cuál crees que debería ser el papel de la traducción en ese espacio? Ahora se habla mucho de la intercomprensión entre el español y el portugués y las oportunidades que eso representa; y es cierto que con un mínimo esfuerzo de nuestros

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sistemas educativos, todos los ibéricos hablaríamos sin gran esfuerzo las dos grandes lenguas de nuestra península. Siempre he pensado, de hecho, que el gran fracaso (lingüístico) de nuestra transición, que dio al catalán, gallego y euskera un reconocimiento y protección inéditos para otras lenguas europeas, es que esa protección se basó en dejarles el gallego a los gallegos, el catalán a los catalanes... en vez de hacer por que fuesen lenguas de todos. No sé si haría falta mucho más que un par de semestres bien planificados para que cualquier español pudiera tener un entendimiento cabal del portugués, el gallego o el catalán. Obviamente el euskera es harina de otro costal, pero al menos una iniciación... Para mí eso sería trabajar en un espacio ibérico. Estudiar español o catalán para un portugués, o portugués o gallego para un español, no es ni de lejos comparable al esfuerzo que suponen otras lenguas. ¿No debería la educación proporcionar esa herramienta? Eso haría que circulase con más flluidez el cine, la música, la literatura, sin grandes esfuerzos de traducción. Pienso incluso en iniciativas como las “Casas” aquí en España. Tenemos una Casa de América, una Casa Asia, una Casa Árabe. ¿Cómo puede ser que no haya una Casa Ibérica, que fomente el diálogo y la convivencia en nuestro espacio, tan angosto a veces que los nuestros decidieron darse la espalda para respirar mejor? Como todas las cosas que se dejan al azar, quedan a la buena voluntad de unos pocos. Y ese espacio ibérico, me parece, requeriría de una voluntad política real. Lo cierto es que sigue pendiente la tarea de construir una España que disfrute plenamente de su diversidad, una España en la que todos sintamos como nuestras todas sus lenguas. Así que más allá de eso, pensar en una Iberia así parece muy lejano. Y sin embargo, un esfuerzo tan pequeño tendría una recompensa tan grande que lleva a la melancolía pensar en las razones por las que no se emprende. Visto desde esta perspectiva es cierto que ese espacio ibérico parece realmente lejano, sobre todo con una extrema derecha que con tanto empeño estimula el miedo a la diferencia. ¿Y desde ahí? ¿Se pasó al menos aquello de “De Espanha, nem bom vento nem bom casamento”? Tú haces Iberia y haces Europa con tus caminos de Santiago, querido amigo. Espero que hayas vuelto con unos cuantos poemas en la mochila. Al final es lo único que importa. Un gran abrazo, Martín


Querido Martín Sim, tens razão. É tudo microscópico e não tem de ser um queixume... Também é verdade que há poetas que se levam muito a sério. Um deles propunha-se, recentemente, que se organizasse um colóquio sobre a sua poesia e condição de poeta, sendo que – apesar do seu valor – não vendeu em Portugal mais de trinta exemplares do seu último livro em dois anos. Curiosamente, os portugueses prezam mais a condição de poeta do que lêem poesia. Creio que apoios institucionais no âmbito de políticas linguísticas e culturais não resolveriam tudo, mas permitiriam certamente que esse espaço ibérico fosse mais partilhado. Para isso seria muito importante um apoio sistemático à tradução de literatura ibérica, particularmente a editoras que apresentassem planos de tradução e edição criteriosos e fundamentados. É curioso que, em Portugal, são as pequenas editoras que ainda investem na tradução e edição de poetas espanhóis contemporâneos. A proposta da integração do português nos programas educativos de Espanha e o espanhol nos de Portugal, seria uma medida político-educativa relativamente simples, embora implicasse um enorme investimento a médio prazo e, se fosse sustentável economicamente, demoraria mais de uma década a implementar. Seja como for, seria certamente a grande medida no sentido de possibilitar esse desejado espaço ibérico partilhado. Se na década de 80, no contexto da pré-adesão e da adesão dos dois países à CEE, tivéssemos dado esse passo, hoje poderíamos ter uma comunidade linguística e cultural ibérica que permitiria, como referes, uma maior circulação de agentes e bens culturais.

mos não dependeriam – como dependem quase exclusivamente – da boa-vontade e de redes informais de relações, em projetos e encontros subfinanciados. E mesmo assim, tendo em consideração o contexto português, a literatura – e especificamente a poesia – teria um apoio residual. Creio que, felizmente, a relação dos portugueses com Espanha e com os espanhóis é hoje muito diferente. Pelo menos já não desconfiamos dos ventos... nem dos casamentos. Deste último Caminho que percorri, não trouxe poemas meus na mochila, mas trouxe a tradução de uns quantos poemas do teu Y el todo que nos queda. Como vês, pode não haver um espaço ibérico partilhado em lato sensu, mas há muitos pequenos e férteis lugares coabitados. Um abraço muito amigo.

E é como dizes: se houvesse uma política cultural e educativa concertada e consequente, as iniciativas que já partilhaQuerido Martín: Sí, tienes razón. Es todo microscópico, y no, no es solo una queja… También es verdad que hay poetas que se toman demasiado en serio a sí mismos. Uno de ellos propuso recientemente que se organizase un coloquio sobre su poesía y su condición de poeta, cuando de su último libro no se habían vendido en Portugal más de treinta ejemplares en dos años -a pesar de su precio-. Curiosamente, los portugueses valoran la condición de poeta más que leer poesía. Creo que apoyos institucionales en el ámbito de las políticas lingüísticas y culturales no lo resolverían todo, pero permitirían sin duda que ese espacio ibérico fuese más compartido. Para eso sería muy importante un apoyo sistemático a la traducción de literatura ibérica, particularmente a editores que presentasen planes de traducción y edición razonables y fundamentados. Es curioso que, en Portugal, son las pequeñas editoriales las que aún invierten en la traducción y edición de poetas españoles contemporáneos. La propuesta de integración del portugués en los programas educativos de España y del español en los de Portugal, sería una medida político-educativa relativamente simple, aunque implicase una enorme inversión a medio plazo y, si fuese económicamente sostenible, llevaría más de una década ponerla en ejecución. En todo caso, sería ciertamen-

José Rui

te la gran medida para hacer posible ese deseado espacio ibérico compartido. Si en la década de los 80, en el contexto de la preadhesión y de la adhesión de los dos países a la CEE, hubiésemos dado ese paso, hoy podríamos tener una comunidad lingüística y cultural ibérica que permitiría, como señalas, una mayor circulación de agentes y bienes culturales. Y es como dices: si hubiese una política cultural y educativa concertada y consecuente, las iniciativas que ya compartimos no dependerían -como dependen casi exclusivamente- de la buena voluntad y de redes informales de relaciones, en proyectos y encuentros mal dotados financieramente. Y aun así, teniendo en consideración el contexto portugués, la literatura -y específicamente la poesía– seguiría teniendo un apoyo residual. Creo que, afortunadamente, la relación de los portugueses con España y los españoles es hoy muy diferente. Por lo menos ya no desconfiamos de los vientos… ni de los casamientos. De este último Camino no traigo poemas míos en la mochila, pero sí la traducción de unos cuantos poemas de tu Y el todo que nos queda. Como ves, puede que no haya un espacio ibérico compartido lato sensu, pero sí muchos lugares cohabitados, pequeños y fértiles. Un abrazo muy fuerte. José Rui.

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SEGUNDA VUELTA

SEGUNDA VUELTA

El vampiro de la colonia Roma de Luis Zapata por Rubén Gallo

«¡puta madre! ¿contarte mi vida? Y ¿para qué? ¿a quién le puede interesar? además yo tengo muy mala memoria estoy seguro de que se me olvidarían un chingo de detalles importantes o bueno no importantes porque en realidad no creo que me haya pasado nunca algo deveras importante como a todas las gentes que les pasan cosas que se repente cambian sus vidas que se sacan la lotería o se casan o les llega una herencia o desde niños tocan el piano y de grandes van a ser grandes pianistas», El vampiro de la colonia Roma de Luis Zapata

Así arranca El vampiro de la Colonia Roma, la novela de culto, publicada en 1979, en que Luis Zapata narra las aventuras y desventuras de Adonis García, un muchacho de clase trabajadora que llega a vivir a la Ciudad de México a los diecisiete años y termina viviendo del «talón», como se le llamaba en ese entonces, en el argot defeño, a la prostitución masculina: es vampiro porque vive de noche y también porque necesita seducir a otros hombres para poder ganarse la vida. El texto está escrito en un estilo curioso, sin mayúsculas, con puntuación mínima, y con sendos espacios entre frases y palabras que marcan una pausa en el relato, que intenta reproducir fielmente el ritmo y los giros lingüísticos del habla popular. 28

Adonis es un gran narrador y sabe reírse de sus aventuras y desventuras, que cuenta en ese lenguaje maravilloso que fue el de las calles de la Ciudad de México en los años setenta. En las páginas de la novela aparece otro mundo, lleno de colores y de chispa, anterior al Internet, a las computadoras, a los teléfonos y a las redes sociales. Un mundo en donde la gente salía a la calle a ligar, se miraba a los ojos, y usaba el lenguaje para seducir. Y también anterior al surgimiento de la cultura gay. Hoy en día la Ciudad de México es una meca para las minorías sexuales del país y de Latinoamérica: hay cientos de bares, cafés y restaurantes LGBTI+ y el matrimonio igualitario se aprobó, hace más de una década, en 2009.


«Hoy en día la Ciudad de México es una meca para las minorías sexuales del país y de Latinoamérica. En los setenta, no había un solo bar “de ambiente” y los gays vivían en perpetuo temor de la policía, que detenía indiscriminadamente a los muchachos por la calle para golpearlos, extorsionarlos o simplemente humillarlos» Fotografía del escritor mexicano Luis Zapata (1951-2020). 29


SEGUNDA VUELTA

En los setenta, no había un solo bar «de ambiente» y los gays vivían en perpetuo temor de la policía, que detenía indiscriminadamente a los muchachos por la calle para golpearlos, extorsionarlos o simplemente humillarlos. En aquella época, ni siquiera existía el concepto de «gay». Los hombres que aparecen en El vampiro son descritos como bugas, putos, locas, gayos o simplemente «de ambiente». Además de su importancia literaria, el libro tiene un gran valor sociológico y lingüístico porque rescata un habla —y una manera de percibir y ordenar el mundo— que desapareció hace muchos años. En aquel lenguaje callejero «talonear» significa prostituirse. «Tostonear», cobrar cincuenta pesos (un tostón era una moneda de cincuenta centavos). Los hombres que se prostituyen son «chichifos». Resulta curiosos que mientas las mujeres que se prostituyen son llamadas universalmente simplemente «putas», los hombres reciben un apelativo completamente distinto en cada país: chichifos en México, prepagos en Colombia, chaperos en España, pingueros en Cuba y — quizá el término más representativo de cómo funciona la profesión— taxiboys en Argentina. A pesar de vivir en un medio hostil, Adonis vive intensamente: pasa sus días y sus noches en la calle, taloneando o ligando por placer, recorriendo la geografía del deseo de la ciudad: la Zona Rosa, el Sanborns de Insurgentes, los alrededores del Ángel de la Independencia. Al relatar sus aventuras, pinta un mundo alegre, estrafalario y maravillosamente humano. En aquel mundo anterior a los bares gay, el ligue se hacía al aire libre con la mirada y con el lenguaje. Adonis cuenta, como dando instrucciones, cómo funcionaba aquella semiología del deseo: «ya te platiqué cómo te ligan los cuates de coche se te quedan viendo dan una vuelta te vuelven a ver y si les das jalón te hacen una seña desde el coche para que te acerques … te llevan a su departamento o a su casa y en el camino te van más o menos cachondeando o haciéndote preguntas pendejas». Aquella ciudad — tan distinta de la CDMX globalizada de nuestros días — era oscura y violenta, pero generó un lenguaje lleno de vida y de imaginación, cargado de picardía y de humor negro. El vampiro de la colonia Roma es, entre otras cosas, el registro de un argot que surgió de las calles y que desapareció sin 30

dejar rastro. Y de ese humor defeño, marcado por el albur y el doble sentido: «hay que ser como santo tomás», dice Adonis, «hasta no ver no coger». Y en otro momento, narra con lujo de detalle las posiciones que ensayó con un cliente en la cama, usando imágenes desbordantes (y que no podían ser más distintas de las categorías grises y burocráticas que usamos hoy en día): «[lo hicimos] que de a gatasque de a pasito de ángel que de cabrito al precipicio y que ora de pollito rostizado y me seguía picando para un lado y para el otro total que me dio la cogida de mi vida» En sus relatos, Adonis retrata uno de los aspectos más sorprendentes del ligue setentero: la calle era un espacio democrático y allí se cruzaban hombres de todas las profesiones y clases sociales. Adonis no tiene un peso — durante gran parte de la novela no tiene siquiera un cuarto en donde dormir — pero en la calle liga hombres con coche, políticos, diplomáticos de carrera y hasta policías. En los setenta las clases sociales eran cerradas como castas, pero Adonis y los muchachos como él tienen el privilegio de circular entre mundos muy distintos, como ocurre cuando conoce a un millonario que lo lleva a vivir a su casa: «¿ya te dije que zabaleta vivía en una casa de tres mil pisos con elevadores y satélites giratorios por allá por las lomas?… ¿te dije cómo era la casa? ¿qué después de la reja había un bulevar como de diez kilómetros para llegar a la entrada principal? ¿y que ahí había como noventaiocho columnas y pisos de mármol y estatuas griegas estatuas griegas de a deveras? ¿y que por dentro estaba llena de porcelanas y tapetes persas y candiles? Y que eso sí no te lo conté ¿verdad? tenía como trescientos cuartos cado uno adornado de manera diferente …[había uno] supermoderno en el que apretaba botones y brotaban así brotaban cosas del suelo y de las paredes y del techo televisiones música olores proyecciones de vistas camas giratorias albercas y canchas de tenis dentro del mismo cuarto ¿verdad?» El mundo de Adonis es hiperbólico, tanto en el lenguaje como en sexualidad. Haciendo el balance de su vida sexual, concluye: «figúrate yo creo que he cogido dentro del talón sin contar las veces que lo he hecho por placer


¿verdad? como unas tres mil quinientas veces así es que ya si no me daba gonorrea es porque yo soy san martín de porres ¿no?» La hipérbole, la calle, el humor hacen de El vampiro una novela picaresca, pero muy del siglo veinte: los siete capítulos llevan como título «Cinta primera», «Cinta segunda» y así hasta el final, presentando la narración de Adonis como una conversación grabada en un bar. Al final de la «Cinta séptima», el muchacho le dice a su interlocutor — a quien el lector nunca escucha hablar — «ora si ya apágale, ¿no?» y con esas palabras concluye la novela. A Adonis le pasan cosas buenas —millonarios que lo invitan a comer, a vivir en su casa, gente que le regala cientos de pesos, chavos jóvenes que se lo ligan por placer— pero también cosas malas. O cosas malas que terminan siendo buenas. Y a todo sabe darle la vuela y relatarlo en clave alegre. Cuenta, por ejemplo, cómo una noche, mientras iba por una avenida en un coche lleno de muchachos de ambiente, se aparece una patrulla con dos policías que los hacen bajar. Adonis se imagina lo peor —golpes, detenciones— pero lo que sucede es otra cosa: «nomás te dio que los cuates esos se portaron a la altura mamaron vergas prestaron nalgas y picaron como nunca en su vida habían picado y fíjate todavía nos dejaron lana cuando se enteraron que éramos del talón y así fue como cogimos muy rico por cierto con dos dignos representantes de la ley». Hay otra anécdota que parece tomada de El Lazarillo de Tormes: un día, a bordo de un autobús, un limosnero ciego empieza a toquetear a René, un muchacho «con nalgas de pera». Adonis queda maravillado y le dice a su amigo: «chin mano deveras que México es un país superalivianado hasta los ciegos son putos y se atreven a cachondear en los camiones nos sentíamos llenos de fervor patriótico contentísimos hasta que el ciego quién sabe cómo empezó a testerear la parte delantera de rené … y empezó a gritar no vayas a creer que orgasmeado sino al contrario alarmadísimo y encabronado como si le hubieran metido la verga más dura del ejido y sin ponerle saliva gritando “¡es hombre! ¡es puto! ¡tiene voz de mujer pero es puto!”».

Así transcurren los días y las noches de Adonis, ligando sin parar por las calles de la Ciudad. Hay una esquina que llama «mágica» —la de Insurgentes y Baja California, hoy ocupada por una tienda de accesorios para teléfonos celulares— porque «cualquiera que se pare ahí liga»: «ya si no ligas es porque estás muy feo o porque de a tiro eres muy pendejo o las dos cosas pero por lo general siempre ligas». El vampiro es una novela única: no hay nada parecido en la literatura mexicana de los últimos cien años. Y es también una obra singular en la bibliografía de Luis Zapata, que ha publicado más de diez libros desde entonces — entre ellos La hermana secreta de Angélica María (1989) y Autobiografía póstuma (2013) —, pero que nunca más ha logrado un relato tan lleno de vida, de verdad y de humor como ese monólogo de Adonis García. Una curiosidad: el libro está dedicado a Olivier Debroise, el crítico de arte francés que llegó a México en los años setenta, fue pareja de Luis Zapata, y pasó a ser una figura importante del mundo del arte de la Ciudad de México en las décadas de los ochenta y noventa. Publicado en 1979, El vampiro es uno de los primeros libros en el canon de la literatura gay que surgió en las últimas décadas del siglo XX y que incluye, entre otras obras, Cobra (1972) de Severo Sarduy, El beso de la mujer araña (1976) de Manuel Puig, Antes que anochezca (1992) de Reinaldo Arenas, La virgen de los sicarios (1994) de Fernando Vallejo y Tengo miedo torero (2001) de Pedro Lemebel. De entre todas estas novelas, El vampiro es la más callejera y la más pícara. Y la que mejor retrata un submundo y un instante de una gran ciudad. Releer El vampiro en 2023 es un ejercicio necesario. Nuestra época, tan marcada por los discursos identitarios, y por la obsesión de definir, clasificar, distinguir y categorizar géneros y sexualidades, necesita recordar que existe otra manera de vivir en nuestros cuerpos, más allá de las etiquetas, en donde lo que importa es el deseo. Y el humor. ¡Qué apagado resulta nuestro lenguaje y qué aburrido nuestro mundo cuando lo comparamos con la ciudad deslumbrante que habita Adonis García, el vampiro de la Colonia Roma!

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PERFIL

CLAUDIA ULLOA DONOSO

Una luz como la oscuridad Entre agosto del 2005 y enero del 2010, Randall el Chiqui Brenes, hoy retirado, jugó para varios equipos de la liga de fútbol de Noruega. Brenes fue goleador y figura emblemática del Club Sport Cartaginés, el equipo activo más antiguo de Centroamérica. Menos talentoso que tenaz y aplicado, el Chiqui se ganó un lugar en la modesta historia del fútbol costarricense. Algo en sus movimientos, o tal vez en el semblante marcado por unas cejas descendentes, inclinadas hacia abajo en los extremos exteriores, daban la impresión de un atleta conflictuado. Como si además de correr o dar entrevistas estándar después de los partidos algo no lo dejara relajarse. Con esa misma expresión lo imagino debajo de luces fluorescentes en un salón de clase climatizado, tenso en su pupitre pero atento y comprometido en el aprendizaje de una lengua germánica septentrional. El Chiqui escucha y anota, también repite primero palabras, semanas después oraciones completas que, con paciencia franciscana, le enseña la profesora Claudia Ulloa Donoso.

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Después de cursar y obtener la maestría en Lengua Española en la Universidad de Tromsø, la escritora peruana supo que se había instalado ya en Noruega. Al tiempo que aprendía el idioma, hacía lo mismo con el clima. Dos cuerpos conceptuales y materiales que, no cabe duda, moldean no solo la forma de ver el mundo sino la disposición anímica de quien los vive. «Le di clases a un costarricense en Bodø», dijo a pocos minutos de habernos conocido. Esto sucedió en Gràcia, en el estudio del generoso Juan Pablo Villalobos, escritor y amigo mexicano radicado en Barcelona que esa misma noche iba a presentar la novela de Ulloa. Estamos de pie cuando me cuenta eso y seguimos de pie cuando le pregunto: «¿Al Chiqui Brenes?» Ignoro por qué estábamos de pie todavía, tal vez no fue así. Tal vez estábamos en los sillones del taller de Juan Pablo, pero con el paso del tiempo la recreación mental de la escena fue apareciendo así: de pie, al lado de


los sillones, las manos buscando cómo desaparecer. Es decir, la memoria nos levantó de la comodidad de los cojines para colocarnos bajo la luz de la incomodidad. Pero todo mejoró. Caminamos del estudio de Juan Pablo al restaurante donde almorzamos también con Guillermo Quijas, fundador del heroico sello Almadía y editor de Ulloa, y ya para el momento del postre, cómodo, le digo Claudia esto y Claudia lo otro, como si nos uniera una amistad de décadas. Ella no sabe que leí Pajarito (la edición chilena de Laurel), aquella colección de cuentos singulares que no se parecían a nada, relatos en voz baja que pasaban de lo ordinario a lo insólito sin aviso, con toda naturalidad. Menos un libro que un universo propio sostenido por, si fuera posible, una delicadeza escalofriante. Ignora también que, meses atrás, en el taller que coordino en San José, leímos el cuento que le da nombre a esa colección y que una de las talleristas adoptó para el suyo el nombre del gato de «pelo negrísimo» que da inicio al relato: Kokorito. En la sobremesa, Claudia –ya puedo permitirme aquí la confianza– sonríe con los ojos y desliza sin apuro el peruano, en mi opinión el más musical de los acentos latinoamericanos (después del carioca, obvio). No habla de literatura ni de libros y desvía rápidamente cualquier pregunta sobre sus libros o su, digamos, experiencia de escritura. Como se espera en un evento así, en la presentación de Yo maté un perro en Rumanía esa noche, Villalobos elogió, con la misma precisión de su texto en la contratapa del libro, la primera novela de Ulloa. Luego, aquí también, ella se encargó de desviar o diluir rápidamente todo comentario o pregunta del público que buscara depositar en ella algún tipo de excepcionalidad. Sin ninguno –estuve ahí y lo atestiguo– de los deslices de la falsa modestia que es moneda común entre escritores. Todavía no había leído la novela. Eso pasó después y de forma paralela al intercambio de mensajes de WhatsApp que se extendió por un par de meses. Pasaron dos cosas en ese lapso: 1) comprobé como verdad todas las palabras de Juan Pablo Villalobos sobre Yo maté un perro en Rumanía y 2) fui conociendo a Claudia al mismo tiempo que a la protagonista de la novela: una latinoamericana trasplantada a los rigores climáticos y culturales nórdicos, profesora de noruego para extranjeros que, tocando fondo en su vida, se aventura en un viaje a Rumanía con un exalumno. No es este el lugar para reseñar la novela que, de todos modos, ha sido alabada por la crítica a ambos lados del Atlántico. Sí quiero compartir el pasaje descomunal (no encuentro otra

palabra), por su carácter vulnerable y anárquico, de uno de los primeros capítulos de la novela: «La primera foto que tomé en Rumanía fue una foto de la oscuridad. La corazonada se dio en mis pupilas. Eso que no podía ver era lo que tenía que recordar». Una frase que se conecta con aquella de Anne Carson que, traducida al vuelo, dice: «Cuando se nos niega una historia, se apaga una luz. Te pido que estudies la oscuridad». Esa frase de la narradora y el viaje que se iba desplegando en la novela estaban detrás o al lado o encima de las conversaciones con Claudia; y si bien estaba consciente de que Ulloa Donoso había escrito una obra de ficción, la fui encontrando en los ecos de la protagonista. Y poco a poco, de forma más clara, en sus diferencias. Yo recibía y enviaba desde Palamós (estaba en una residencia literaria) textos, fotos y audios. Sin orden ni horario ni causalidad contábamos cosas. Por ejemplo, supe que su abuela le enseñó a escribir, también vi escenas de una familia de mujeres que atravesaba fronteras hasta llegar, en su similitud y mestizaje, a la mía. El idioma latinoamericano, diría. Quedan un par de cosas nada más. Buscando apoyo para este texto encontré una entrevista televisiva que le hicieron a Randall el Chiqui Brenes después de un partido en Noruega y la soltura y admirable confianza con que responde aquel cartaginés (ya sea bien o mal, eso lo ignoro) le borra las líneas faciales de preocupación. La otra es esta: después de la presentación del libro fuimos a cenar y, no recuerdo bien cómo, terminamos después en un bar en territorio de la juventud, el Heliogàbal. No hablaré por Claudia ni Guillermo ni Juan Pablo, pero, de no haber sido por lo mestizo, yo habría dado la impresión de ser un policía encubierto. Ahí entre la aglomeración en un espacio pequeño, la iluminación sincopada, la música estridente e inexplicablemente conocida (temas de mi época pero en clave oldies-but-goldies), la que ahora considero una de las mejores narradoras contemporáneas, una escritora de primer orden que llega a la médula de la literatura por el mejor camino, bailaba en una oscuridad que se parecía mucho a la luz. Y yo no lo sabía en el momento, pero era justo eso lo que iba a recordar.

por Luis Chaves

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UNA PÁGINA

Errata inhumanum est por Rodrigo Fresán

Corregir un libro propio es un poco como una de esas escenas de película del Hollywood dorado pero en blanco y negro en el que el/la protagonista corre a lo largo del andén de una estación mientras el tren se pone en marcha y acelera. Ahí dentro, viaja y se aleja el amor de la vida (uno de tantos/tantas, otro libro) y quien corre despidiéndolo a los gritos y lágrimas es su autor. Y uno y otro se gritan cosas, se prometen eternidades, se arrojan plegarias y oraciones encendidas que sonaban tan bien y sinceras y que, de pronto, ya no parecen tan verdaderas. Y muchas de las palabras en esas apasionadas frases, por supuesto, contienen erratas que -uno podría jurarlo- no estaban allí en la revisión anterior. Pero están. Y, por suerte, todavía se retoca y enmienda en archivo, en .doc, en copia en la que aún hay tiempo para creerse que todo defecto podrá ser subsanado. Pero, claro, no fue ni es ni será así. Nunca. Como en y con el amor. Ahora mismo -es junio, mi nueva novela estará en librerías el próximo enero- abro ese archivo al azar, desplazo mi índice sobre el cursor que acelera el paso de páginas virtuales, y me detengo en cualquier parte. Es como jugar a la ruleta (rusa) sabiendo que uno, caiga donde caiga, ganará/perderá algo. Y la errata del día de hoy es una de esas a quemarropa. Una errata de las graves, de las que duelen, de las que se pensaba imposibles pero... No es una de esas erratas casi domésticas que se conforman con ser una letra faltante, un error de ortografía, un doble espacio donde debería haber solo uno, una construcción de frase que requiere de una coma o (mi favorito) de un punto y coma. No, esta es una errata

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feroz y salvaje y carnívora: es un Jeah Rhys en lugar de un Jean Rhys. Primero, claro, el gran alivio de haberlo detectado antes de que sea demasiado tarde (aunque el manuscrito aún no haya pasado por una doble lectura profesional de parte de los correctores de mi editorial); pero, enseguida, el terror casi sacro de pensar que este archivo ya fue leído por varias personas (cinco, algunas de ellas escritores, una me consta como fan de Jean Rhys) y que a todas se les pasó por completo. Entonces, claro, el misterio de qué pasó, de cómo se les pasó, de cómo se les pudo haber pasado (y habérseme pasado a mí) semejante aberración. Esta supuesta imposibilidad súbitamente posible no puede sino provocar pensamientos mágicos del tipo negro: las erratas son pequeños demonios que se pasean por las pantallas y por las páginas. Y que se reproducen y expanden -invisibles hasta que se las ve demasiado tarde- como insectos y virus y aliens y colas de lagartija que vuelven a crecer aunque se las corte. Y entonces allí va uno, como el shakespeareano Henry V, sable corrector desenfundado y en alto, exclamando aquello de «Once more unto the breach, dear friends, once more». Pero, a diferencia del joven monarca, sabiendo de antemano que la batalla está perdida, que más de una sobrevivirá al asedio final. Y que falta cada vez menos para cruzarnos con algún cretino que, de aquí a unos meses, nos dirá primero «Leí tu nuevo libro... Me gustó” y que, de inmediato, congelará nuestra sonrisa en mueca al añadir: “Marqué unas cuantas erratas... ¿Quieres que te las pase?». Lo que no quita que, también, no haya momentos de absoluta felicidad y de hasta orgullo en este momento de la vida del libro que es una doble vida del mismo modo en que alguna vez hubo una doble noche. Leí en una novela que no tenía ninguna errata que yo recuerde que -desde el Medioevo y hasta el siglo XIX- muchas personas acostumbraban irse a la cama temprano, despertarse a la medianoche, vestirse y tener un nuevo día nocturno (y estas eran las mejores horas del día/noche para fiesta loca o creación artística o reflexión intelec-


tual) para luego regresar bajo las sábanas a eso de las cuatro o cinco de la madrugada y dormir hasta las ocho o nueve de la mañana. La rutina de los últimos momentos del libro (su relectura y corrección) son un poco como, luego de tanto desvelo, esa segunda noche antes del amanecer del trabajo terminado y ya de camino a librerías. Es, claro, un momento feliz: la sensación de que lo más duro y hasta desprolijo ha pasado, y que ahora sólo queda la diversión perfeccionista. De nuevo: pero no. Porque entonces no sólo florecen las erratas a podar sino, también, la súbita consciencia de un «¿de verdad yo escribí eso así?». Vladimir Nabokov (acaso el escritor que más y mejor me acompaña de un tiempo a esta parte y, ah, la sorpresa e incluso el perverso consuelo de descubrir sus para mí hasta entonces impensables errores de ortografía en su inglés tan revolucionario como perfecto en las fichas publicadas póstumamente de The Original of Laura) insistía una y otra vez en aquello de que «no se puede leer un libro: sólo se puede releer. Un buen lector, un gran lector, un lector activo y creativo es un relector» y que «aunque leemos con la mente, el asiento del deleite artístico está entre los omóplatos. Ese pequeño escalofrío detrás es sin duda la forma más alta de emoción que la humanidad ha alcanzado al desarrollar el arte puro y la ciencia pura. Adoremos la columna vertebral y su hormigueo». Nabokov claro, se refería a las obras maestras ajenas (y, seguro, también a sus propias obras maestras). A mí -aquí y ahora, inequívocamente, casi seguro de que el título en latín de esta página contiene errata- me duele la espalda. Mucho.

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ESPECIAL JAVIER MARÍAS. CORRESPONDENCIAS CORRESPONDENCIAS

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Fotografía de Nina Subin

Fotografía de Diana Chanquía

Fotografía de David Ruano

Valerie Miles

Daniel Samoilovich

Edgardo Dobry

Nacida en Estados Unidos y radicada en Barcelona, Valerie Miles es escritora, editora, y traductora. Dirige Granta en español desde 2003 y fundó la colección de clásicos contemporáneos en español de The New York Review of Books durante su periodo como subdirectora de Alfaguara. Es colaboradora de The New Yorker, The New York Times, El País, The Paris Review, y Fellow del Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos, por su traducción de Crematorio de Rafael Chirbes. Fue comisaria de la exposición Archivo Bolaño, 1977-2003, con el equipo del CCCB de Barcelona, fruto de una larga investigación en los archivos privados del escritor. Su primer libro, Mil bosques en una bellota, fue publicado con el título A Thousand Forests in One Acorn en inglés.

(Buenos Aires,1949) ha publicado once libros de poemas; entre ellos, Las Encantadas, (Tusquets, Barcelona, 2003), El carrito de Eneas (Bajo la luna, Buenos Aires, 2003) y Molestando a los demonios (Pre-textos, Madrid-Valencia, 2009). Entre las traducciones de su obra se cuentan la antología Driven by the wind and drenched to the bone (Shoestring, Londres, 2007), la versión sueca de Molestando a los demonios (Att trakassera demoner, Ellerstrom, Estocolmo, 2017) y la traducción de Las Encantadas al italiano (Fili d’Aquilone, Roma, 2019). Este año la editorial británica Shearsman publicará The Enchanted Isles, traducción de Las Encantadas al inglés por Terence Dooley y el año próximo el Fondo de Cultura Económica editará una selección de sus ensayos.

Nació en Rosario, Argentina. Es profesor de literatura hispanoamericana y teoría de la literatura en la Facultad de Filología de la Universidad de Barcelona; también enseña en el Máster en Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra. Entre sus libros de poesía se cuentan Cinética (Buenos Aires, Tierra Firme, 1999), El lago de los botes (Barcelona, Lumen, 2005), Cosas (Barcelona, Lumen, 2008), Contratiempo (Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2013, contó con una beca de la J.S. Guggenheim Foundation) y El parasimpático (Barcelona, El Club Editor, 2021, premio Ciutat de Barcelona). Además ha publicado los libros de ensayos Orfeo en el quiosco de diarios; ensayos sobre poesía (Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2007), Una profecía del pasado: Lugones y la invención del “linaje de Hércules” (Buenos Aires, FCE, 2010), Historia universal de Don Juan; creación y vigencia de un mito moderno (Barcelona, Arpa, 2017) y Celebración, a través de la poesía americana (Barcelona, Trampa-Intervenciones, 2022).


CORRESPONDENCIAS

Daniel Samoilovich y Edgardo Dobry: «EL HUMOR Y LA POESÍA: RESISTENCIA AL AZÚCAR RÁPIDO DEL SIGNIFICADO» Coordinado por Valerie Miles

VALERIE MILES Daniel Samoilovich es una institución de las letras argentinas como fundador en Buenos Aires del Diario de poesía, que influyó en varias generaciones de poetas trasplatinos y junto con Edgardo Dobry, ha continuado fortaleciendo el puente esencial entre la poesía argentina y la brasileña. Daniel, pones en cuestión y en tensión los límites de la lengua y urdes un tejido verbal en el que la conciencia histórica, la melancolía y el humor corren parejas. Y es el humor de Edgardo que prima también en los cambios de paralaje de su poesía. Uno de tus últimos libros, Edgardo, también tiende otro puente, que es el de la poesía hispanoamericana con algunas vanguardias históricas de Estados Unidos. La tradición poética española y alguna latinoamericana tiene mucho que aprender, otra vez, de estas vinculaciones. Exploramos eso en la poesía y también en el ensayo, porque la poesía es pensamiento (y viceversa).

EDGARDO DOBRY Cadaqués Querido Daniel, ¿cómo va todo en Buenos Aires? Desde que estuviste en Barcelona en mayo último, cuando presentamos tu antología chilena, se me hace presente tu voz, recitando tus poemas (¿no te pasa que, si escuchaste leer unas cuantas veces a un poeta después, cuando lo leés en silencio, se te reproduce mentalmente

su voz?), y sobre todo cuando aparece el humor en lo que estoy leyendo. Me pasó hace unos días con un haiku de Shiki: «Maldita mosca./ Cuando quiero matarla/ ya no se acerca». Y me volvió a pasar esta semana, al toparme con una fabulita del Midrash sobre la astucia del zorro frente a la ferocidad del león (el judío frente al poder). No es casualidad porque, aunque con tonos distintos, vos y yo trabajamos don frecuencia sobre los registros del humor en nuestros poemas. En tus

libros, aunque desde el principio hay un elemento humorístico, lo cómico aparece como tesitura predominante a partir, si no me equivoco, de El despertar de Samoilo; y reaparece en El carrito de Eneas y en Molestando a los demonios. En mi caso creo que sucede algo parecido: en El lago de los botes ya hay humor, pero en mi último, El parasimpático, es donde aparece con mayor evidencia. Creo que hay una cierta relación porque pienso que en El despertar el humor está, en buena

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medida, en el lenguaje, en el modo de poner en evidencia la cantidad de rémoras petrificadas que encierra la lengua cotidiana. En el «18 Brumario» Marx se refiere al «lenguaje honesto, hipócritamente moderado, virtuosamente lleno de lugares comunes de la burguesía». Eso fue escrito en París en la misma década de la primera edición de Les Fleurs du mal. Difícil no pensar en Baudelaire (y en Heine) como una campaña contra los «lugares comunes» de la lengua. Pero en Molestando... el humor ya no está en las palabras sino en los conceptos, y lo mismo sucede, creo, en el reciente El libro de las fábulas. Si pienso en los míos, creo que El lago también tiene esa risa neobarroca de la lengua, en cambio en El parasimpático el humor está más bien en el ángulo desde el que se mira la escena. No sé si te preguntaron o te preguntaste alguna vez por la genealogía de los poetas humorísticos. Para mí, la revelación fue Heine: me enseñó que en el poema se puede reír y llorar a la vez, y que la amargura no tiene cauce más eficaz que el giro cómico. A partir de ahí, Catulo siempre me resulta más vivo que Propercio, con toda su parafernalia mitológica. El Catulo que se ríe de sí mismo, que se dice a sí mismo «quedate tranquilo y no hagas boludeces, si lo que perdiste no volverá de todas formas». Y acto seguido te muestra que no hay tranquilidad ni posibilidad de dejar de hacer boludeces. Quizás d’Ors diría aquí que el humor es barroco porque es dionisíaco. No sé, en todo caso parece evidente que el humor es un «llegar después», porque no hay Aristófanes sin Esquilo o Sófocles. ¿Qué pensás? Te dejo un abrazo grande y me voy a dar un báquico chapuzón.

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DANIEL SAMOILOVICH Buenos Aires Querido Edgardo, disculpá la demora en responder, tu carta desató tal remolino en mi cabeza que el polvo ha tardado un par de días en asentarse. Lo cómico en nuestros libros: no sé si estoy de acuerdo en que el humor sea más evidente en El parasimpático que en tus libros anteriores. Hay aquel que abre El lago de los botes donde comparás la caminata a través del fondo barroso del laguito del Parque Independencia recién desecado con el Éxodo bíblico. O el de «Pizza Margarita» incluido en un libro más temprano. Al contrario: el humor en El parasimpático es, a mi entender, menos evidente, empujado por las articulaciones barrocas, las elipsis, lo no dicho... un humor más abierto al sueño, y, por qué no decirlo, a la melancolía, el mélan kolikós, el humor negro en sentido etimológico. Quizás algo parecido, pienso, pasa en mi poesía. Releo El mago, un libro escrito cuarenta años atrás, seguramente con una voluntad seria de entrada en las cosas y el paisaje, y me doy cuenta de que no pude evitar la hipérbole, la duda, la ironía sobre el que escribe: los millones de mosquitos de la selva amazónica son alados samuráis que cuidan el descanso de la sombra, el durmiente que acaba de despertar tontea sin remedio sopesando parsimoniosamente las supuestas pruebas de su existencia (a saber, el empapelado mal hecho del cuarto de hotel en que se encuentra; no deja de ser una broma). En Las Encantadas, en El despertar se desata más la lengua, pero el impulso es el mismo, el lugar asignado al azar, a la duda, la risa sobre las enormes pretensiones del poeta («Las pretensiones son

enormes, los resultados deformes», Leónidas Lamborghini famosamente dixit...) En cuanto a la genealogía de la literatura humorística: el primer libro que me reveló esa dimensión fue La Celestina, leída por indicación de la profesora de primer año del secundario; venía dándonos la lata con cosas supuestamente más aptas para jóvenes como Zalacaín el aventurero o el meloso, indigno de Juan Ramón, Platero y yo, y de sopetón nos descerrajó La Celestina: el desparpajo, el variado talento para la injuria (nota al margen: ¿estás de acuerdo en que una de las cosas más características del idish es lo florido —por llamarlo de algún modo— de sus maldiciones, más feroces que las de cualquier otro idioma?), los refranes con doble intención –«Mal está el huso cuando la varva no está de suso»– todo aquello me voló la cabeza. Ese lenguaje loco, extraterrestre y trascartón; por supuesto vino El Quijote y en las clases de latín, Catulo... Montaigne dice que le gusta Catulo y no Marcial y me parece entender por qué: Catulo se ríe de todos y también de sí mismo, Marcial solo de los demás. También prefiere el Señor de la Montaña a Terencio por sobre Plauto; tampoco lo explica, también me parece entenderlo. Como decís, «la amargura no tiene cauce más eficaz que el giro cómico», pero además lo cómico —especialmente ese cómico que vamos delimitando, con su costado melancólico— conlleva una entrada radical, indeclinable, en lo sublime. Desconfiamos siempre de lo sublime satisfecho de sí, de la poesía instalada en lo poético, de lo serio instalado en la solemnidad... y otra vez, de las pretensiones no cuestionadas. Sí que es barroco el humor, por lo que tiene de juego, de artificio, de irregularidad


y descentramiento. Es, como decís, tal cual, «llegar después», un después que no es sino el subrayado de lo que ya estaba antes. ¿Te acordás del ensayo que Burucúa leyó en Rosario en el seminario que organizó María Teresa Gramuglio para los veinte años de Diario de Poesía? Es increíble cómo te hace ver en las escenas de la Ilíada pintadas por los barrocos un subrayado de la vis comica presente nada menos que en Homero. Por ejemplo, en la representación del juicio de Paris por Rubens o Luca Giordano, Burucúa ve perplejidad e ironía; imaginate: las tres diosas de lo más alto del Olimpo sometiéndose, con toda la mercadería a la vista, por vanidad pura, al escrutinio de un simple mortal. Bueno, me he ido yendo por las ramas, si sigo así en cualquier momento terminamos en «Las Meninas», con quienes no hay forma de terminar. Te avisé al principio que tu carta había levantado un vendaval: en voici.

EDGARDO DOBRY Barcelona Querido Daniel, el verano se puso serio por estos barrios así que te escribo mientras el ventilador me mira con su cara de «hago lo que puedo». La comparación de la travesía por el laguito artificial del Parque Independencia de Rosario con el Éxodo bíblico (en El lago de los botes) fue resultado a la vez de la Torá y de Cecil B. DeMille, quien hizo de la persecución de los judíos por los soldados del Faraón un episodio de thriller trepidante. Pero en la Torá ya hay pasajes en que el humor está dentro de lo solemne, como en el Libro de Ester, cuando Asuero quiere homenajear al judío Mardoqueo por haberle salvado la

«En cuanto a la genealogía de la literatura humorística: el primer libro que me reveló esa dimensión fue La Celestina, leída por indicación de la profesora de primer año del secundario; venía dándonos la lata con cosas supuestamente más aptas para jóvenes como Zalacaín el aventurero o el meloso, indigno de Juan Ramón, Platero y yo, y de sopetón nos descerrajó La Celestina» vida de una conspiración en su contra y le pregunta a su protegido, Amán, cómo debe hacerlo. Amán, que es un vanidoso y que ha logrado convencer a Asuero de que debe exterminar a los judíos, cree que el homenajeado será él, y le da grandiosas ideas, con las que, por fin, quedará humillado y caído en desgracia. Me impresiona mucho esa lectura tuya de La Celestina. Entiendo ahora tu atracción por el espesor de la lengua, los arcaísmos, las formas ligeras y significativamente desviadas del uso normativo. Ahí está la productiva lectura del poeta argentino, que capta en La Celestina lo propio y lo raro, la lengua que es a la vez suya y extraña, la parte de ese idioma todavía maleable, en estado de formación. Después está el humor como una variante del ejercicio lírico por excelencia, l– analogía. En muchos

de tus poemas, no se trata de una comparación sino de una revelación: lo visible en un texto solo entrega su sentido cuando la mirada encuentra la clave del desciframiento. Creo que bastante de eso hay, también, en Molestando a los demonios y en El libro de las fábulas. En el inicio de los Veinte poemas para ser leídos en el tranvía –otro gran ejemplo del humor como analogía: los pescados «mercurizan» el muelle; alguien, al abrir una ventana de par en par, parece «crucificarse»; el sifón, «irascible» es un «extracto de mar». Girondo puso la divisa «Ningún prejuicio más ridículo que el prejuicio de lo SUBLIME». ¿Y cuál es ese prejuicio? Está por todas partes, todo el mundo quiere ser sublime. La última vez que nos vimos me contaste que vas a sacar dentro de

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«Después está el humor como una variante del ejercicio lírico por excelencia, l– analogía. En muchos de tus poemas, no se trata de una comparación sino de una revelación: lo visible en un texto solo entrega su sentido cuando la mirada encuentra la clave del desciframiento»

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poco un libro de ensayos; entiendo que, sobre todo, en torno de la poesía, aunque quizás también sobre arte, porque sé que el arte, la pintura en particular, siempre ha sido importante para vos, como se ve en muchos de tus poemas, y también en tu amistad y trabajo conjunto con artistas. En todo caso, el libro de ensayos es algo nuevo para vos, porque si bien escribiste numerosos artículos y columnas, la reflexión o de exploración crítica o teórica no fue una constante en tu producción. ¿Por qué decidiste ahora reunir esos materiales y con qué criterios lo hacés? Contame algo sobre eso.

DANIEL SAMOILOVICH Curioso, interesante, volver a escribir cartas, pensarlas de día y escribirlas de noche y en los días siguientes abrir el correo para ver si hay respuestas como se abrían antes las cajitas-buzón llaveadas en la planta baja de los edificios. (Vi en tu casa de Barcelona, y en la de Nora, que aún existen allí, pero ahora, imagino, repletas de propaganda y malhadadas facturas de luz). No tenía presente el pasaje del Libro de Ester que mencionas y la ironía de la situación me encantó; me hizo acordar de otra bien tremenda, la de Edipo explayándose sobre cómo ha de ser castigado el asesino de Layo, sin saber que está dictando sentencia contra sí mismo. Son bien distintas las implicancias de los dos pasajes; el bíblico subraya que los enemigos de Israel serán vencidos, el griego tiene un trasfondo menos claro. Fijate que en Edipo no se castiga la hybris, la impiedad o el orgullo. ¿Qué, entonces? Kerenyi piensa que Edipo vive la tragedia de saber lo suficiente como para resolver el enigma

de la Esfinge, pero no tanto como para saber de quién es hijo, a quien ha matado y con quién se ha casado: quién es, en suma. Más allá de las diferencias, subsiste la crueldad y el ingenio desplegados, ya por Yahvé, ya por el Destino, para hacer a los hombres bromas pesadas. A consecuencia de lo cual uno no sabe si reír o llorar o maldecir... quizás la cosa da para todo eso. O para decir, con Robert Frost: «Perdóname Dios, las pequeñas malas pasadas que te jugué, y yo te perdonaré esa enorme que Tú me jugaste a mí». Me preguntás por mi libro de ensayos: hace mucho tiempo tenía ganas de hacer una selección de las decenas de artículos que fui publicando en revistas; a los que, si sumaba otra cantidad de prólogos, textos para presentaciones, catálogos de muestras, etc. etc.... se armaba un etc. tan grande que su heterogeneidad de tono, extensión y temas me desalentaba de antemano. También estaba el problema de las repeticiones: tenía la impresión de que ciertas cosas reaparecían en trabajos de épocas y temas diferentes... De pronto, como suele pasar, de la suma de problemas surgió una solución. Empecé a entrever que las repeticiones no eran producto de la peligrosa tentación del copy-paste sino de algunos núcleos de ideas que reaparecían: una, pertinaz, la del poder del azar y el error en nuestras vidas y en lo que escribimos. Había sido la idea rectora de Las Encantadas, y lo era, a poco pensar en ellos, de la mayoría de los ensayos. Así han nacido todos mis libros: un día ves el hilo rojo que une un grupo de poemas, o un solo poema y otros que aún no existen y que es necesario escribir, o intentar escribir... y otro día aparece un título, que es simplemente el nombre de ese hilo y que ya no abandonará ese libro en ciernes. Cuál es, en este caso, ese título, me lo reservo:


para no spoilear el efecto, queda en secreto y algún día del año que viene lo verás en casa o lo recibirás por correo. Me pregunto cómo habrán nacido otros libros de ensayos: en un extremo están los libros «monográficos» como tu Historia Universal de Don Juan o el Nabokov y su Lolita de Nina Berberova; en el otro, recopilaciones de textos solo unidos por haber sido escritos por una misma pluma, como Hombres y libros de Rufino Blanco-Fombona. Pero otras veces la cosa no es tan obvia. ¿Dónde pondrías libros como Cuestión de énfasis de Susan Sontag o Lezioni americane de Italo Calvino? El primero parece presidido por la unidad de lo diverso, el segundo por la diversidad de lo uno, el despliegue en seis escuadrones de un solo plan de guerra. El asunto me intriga: desde que Montaigne puso entre tapas de libro sus lecturas y pensamientos, nos ha dejado, además de un millar de páginas espléndidas, un género que es también un enigma y un desafío, ¿verdad? Con él te dejo, y con un abrazo grande.

EDGARDO DOBRY Querido Daniel, los viejos buzones de latón se llenaron, en estos días peninsulares, de propaganda electoral. Lo cual permite al ciudadano la modesta pero no desdeñable venganza de romper ruidosamente las cartas (carnalidad no consentida por el correo electrónico) de los partidos políticos que lo insultan diariamente y una vez cada cuatro años pretenden tener su voto. Esto me hace acordar de que, hace unos años, alquilé un departamento en el centro de Buenos Aires por un par de semanas. Una mañana, de pronto, sonó el teléfono fijo (hasta entonces no había adverti-

do de que había uno en la casa) y una voz grabada, de no sé de qué político, me pedía el voto para una elección próxima. Cada país tiene sus estilos de seducción.

siempre de una pregunta, y escribiendo formula las posibles respuestas. En cambio, en esos ensayos/manifiestos parte de una convicción y todo lo demás es una larga glosa de lo mismo.

Hablemos un poco del ensayo: es mi segunda casa literaria, o quizás la primera, porque, por número de páginas, escribí bastante más ensayo que poesía. Es verdad lo que decís, en cuanto a las dos maneras de practicarlo: por iluminaciones compiladas o por proyecto monográfico, como en el caso –para citar un libro que ambos queremos– de Auerbach sobre Dante y el mundo terrenal.

Tengo la impresión de que, en los dos géneros, poesía y ensayo, nuestro trabajo es una forma de resistencia a la explicitud, el azúcar rápido del significado de casi todo lo que se escribe, que es una de las marcas de nuestra contemporaneidad. Por eso la poesía y el ensayo literario tienen lugares marginales. No lo digo como lamento: los márgenes tienen grandes proporciones de libertad si el poeta sabe resistir la ansiedad predominante, no ya del reconocimiento, sino del figurar, del aparecer aquí y allá. «Resistencia», por otra parte, no es del todo la palabra adecuada, porque reclama el prestigio de un heroísmo, y yo huyo de los poetas lamentosos como del aceite hirviendo. Tiene algo del orden del apartamiento, quizás. No se trata, creo, de «encriptar» ningún mensaje sino de una conciencia del espesor de las palabras, de la forma del poema y (para el ensayo) de las posibilidades de la interpretación. ¿Qué relación hay entre la forma, que implica ajustarse a un cierto rigor, y el verso libre, que es casi siempre intuitivo? Me temo que esta discusión tendrá que quedar para otro intercambio.

Creo que la verdad es lo que insiste: cuando uno se pregunta insistentemente sobre algo hay que responder, escribiendo. Eugenio d’Ors, en su libro sobre el barroco, se define como «un hombre lentamente enamorado de una Categoría». En la modernidad, los poetas han sido con frecuencia los grandes críticos de poesía, y no es azaroso, porque la especificidad del poema, y del arte en general, va haciéndose menos nítida, de modo que el poeta busca definir o recortar el ámbito de su propia práctica. Eliot es para mí más importante como crítico que como poeta. El modo en que lee su tradición para dirimir lo que sigue vivo del peso muerto es imponente, incluso en los momentos discutibles. Son casi todos artículos breves, publicados en revistas, luego compilados; en cambio, cuando intentó escribir ensayos monográficos, como su Idea de una sociedad cristiana, compuesto en 1939, a las puertas de la catástrofe, el argumento es débil y arrastrado por lo que Karl Shapiro denominó años más tarde «el profundo racismo de Eliot». Antisemitismo, en particular; del que, por otra parte, nunca se desdijo. Quizás la diferencia consiste en que cuando escribe sobre poesía parte

Estoy leyendo el Lexikón de Sergio Raimondi, sobre el que quiero escribir una reseña con cierto grado de razonamiento. Te la mandaré para saber tus observaciones antes de publicarla. Por ahora va un gran abrazo, Edgardo.

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MESA REVUELTA

LOS AGUJEROS DE UNO MISMO por Rodrigo Hasbún

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ue hace días, a fines de septiembre de este segundo año malo de pandemia. Mientras escribía me sentí de pronto en una de esas corredoras estáticas, incapaz de llegar a ninguna parte. Tengo asumido que los ritmos de la escritura son impredecibles y que los hallazgos más perdurables demoran en llegar, pero aun así la sensación me inquietó. Para aterrizarla decidí constatar cuánto había escrito digamos desde que empezó a hablarse de un virus que andaba suelto por ahí. Supe entonces que en esos cerca de dos años, dedicados casi exclusivamente a la escritura, solo había terminado siete textos breves, lo que equivalía a uno cada tres meses. La cifra en sí misma me preocupó menos que el hecho de que todos ellos hubieran sido escritos a pedido, la mayoría con honorarios de por medio, y de que giraran en torno a la ficción pero no la ofrecieran. Han sido años difíciles, me consoló R cuando la puse al tanto por la noche, y mencionó no solo la pandemia sino también mi divorcio y la ausencia de un lugar propio, el inicio de nuestra relación y la incertidumbre laboral, la muerte de su papá. Todo eso junto, dijo, sin duda me había pasado una factura. Me recordó además la novela y el guion en los que venía trabajando. A la novela había renunciado poco antes tras un año y medio de abordajes sucesivos, el guion lo estaba haciendo a cuatro manos junto a M y llevábamos acumulados cientos de horas de conversación pero ni una sola línea. ¿Esos esfuerzos eran menos inútiles y más necesarios de lo que parecían, como venía creyendo? ¿O así justificaba nada más un silencio demasiado cómodo, un silencio que destruían a la fuerza quienes se tomaban más en serio el asunto? Ante la pregunta de cuánto demoraron en terminar tal guion o tal libro, oí varias veces los dos últimos años... más los cincuenta que vinieron antes o siete meses... y treintaiún años. Ricardo Piglia cifra el asunto recordando esta historia que a su vez narraba Ítalo Calvino: «Entre sus muchas virtudes, Chuang Tzu tenía la de ser diestro en el dibujo. El rey le pidió que

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dibujara un cangrejo. Chuang Tzu respondió que necesitaba cinco años y una casa con doce servidores. Pasaron cinco años y el dibujo aún no estaba empezado. “Necesito otros cinco años”, dijo Chuang Tzu. El rey se los concedió. Trascurrieron diez años, Chuang Tzu tomó el pincel y en un instante, con un solo gesto, dibujó un cangrejo, el cangrejo más perfecto que jamás se hubiera visto». Son varias las preocupaciones que evidencia la parábola: ¿dibujar ese cangrejo le tomó a Chuang Tzu un instante o la década que lo precedió? Y si se hubiera forzado desde el primer día, si hubiera dibujado mil cangrejos, ¿alguno habría sido aún más perfecto? Por otra parte, sin el sustento del rey, en condiciones materiales más reales y desafiantes, ¿habría estado menos o más urgido por terminar el dibujo? ¿Y hubiera llegado a uno idéntico en otras circunstancias, o fueron las circunstancias las que lo determinaron? Sigue Piglia: «el relato se pregunta si la espera (que dura años) forma o no parte de la obra. Como el relato trata sobre un artista, su núcleo básico es el tiempo y las condiciones materiales de trabajo: en este sentido el cuento es un tratado sobre la economía del arte». Lo que hace más difícil de discernir el funcionamiento de esa economía es que las variables no sean medibles. Los mil dibujos que hubiera podido hacer Chuang Tzu a lo largo de la década de espera no necesariamente habrían garantizado un resultado superior, ¿o sí lo hubieran hecho? Desmenuzar los dibujos de otros, observar la vida con sensibilidad y rigor, atestiguar a los demás y caminar sin tregua, usar la espera en tareas diferentes, distraerse nada más, ¿al fin son tan importantes como hacer un esbozo tras otro? ¿O, de nuevo, solo son la excusa de los que hacen bastante menos de lo que podrían? Dos posicionamientos posibles se desprenden de esta encrucijada en torno a la productividad, uno orientado hacia los resultados (y en esa vertiente estarían quienes se obligan a escribir mil o dos mil palabras diarias, quienes se obligan a publicar un nuevo libro cada par de años) y otro orientado hacia el proceso mismo (y en esa vertiente estarían quienes consideran que lo importante es encontrar la manera de invertir al menos unas horas al día en la escritura o su espera o su indagación, aunque salgan de ahí sin un solo párrafo hecho). Me pregunto si en principio pertenecemos siempre al segundo grupo y si eso que llaman la profesionalización del oficio consiste en dar un salto al primer grupo, pero entiendo que es una suposición problemática que le restaría seriedad a los que no pueden o no quieren dar ese salto. En última instancia es posible que el asunto ni siquiera tenga que ver con la convicción o la testarudez o el talento, ni con las horas

de vuelo acumuladas. Más allá de esas coordenadas, quizá simplemente unos necesitan que eso que escriben crezca en silencio durante meses o años antes de lograr verlo bien, mientras a otros los instigue la urgencia de lo inmediato. Pero ninguna delimitación definiría el valor de los textos que proliferan en esos jardines aledaños. Visto así, por supuesto, al fin no debería importar lo que sucedió tras bambalinas ni cuánto demoró Chuang Tzu en dibujar ese bello cangrejo. Diez años o un instante, después de mil versiones o tras una sola: lo crucial es que el dibujo sea parte de este mundo. Si más o menos siempre lo pensé en esos términos, ¿de dónde salió la inquietud de hace días? A estas alturas del texto, en la dirección opuesta, termino asumiéndome más bien, con alivio y orgullo incluso, como ese corredor estático que no se desespera por no llegar a ningún lugar. En la premura de estos tiempos, en los que quienes escribimos padecemos más que nunca las miserias del mercado y las exigencias de visibilidad que giran a su alrededor, es fácil olvidar que en el meollo de todo debe seguir estando la necesidad y que parte del aprendizaje de la escritura es entender la respiración propia, los agujeros de uno mismo. También es fácil olvidar que el tartamudeo y la mudez pueden enseñarnos a mirar las palabras más atentamente y que hay temporadas en las que la vida se agita y se vuelve bulliciosa y que al final la literatura no solo se enfrenta al tiempo sino que está hecha de él. Septiembre no se acaba todavía. Termino de escribir esto sin ningún pedido de por medio, sin recibir un solo peso a cambio. Hay un ventanal enfrente (más allá los árboles se mecen contra el viento) y sorbo de a poco el té de menta que preparé hace un rato. Es un momento extraño y feliz.

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150 años

de la Real Academia de España en Roma (1873-2023)

Nacida en 1973, con el fin de «fomentar el genio nacional», La Real Academia de España en Roma cumple 150 años de trayectoria en los que ha ofrecido desde entonces la posibilidad de disfrutar de un entorno idóneo a más de un millar de investigadores y creadores de distintas disciplinas. Cuadernos Hispanoamericanos ha invitado a algunos escritores y escritoras de las últimas promociones a compartir su experiencia en estas páginas.

La Academia de España en Roma como estado mental por Andrés Barba

Trasvase por vertido libre

por Almudena Ramírez-Pantanella

Algunos apuntes sobre Roma por Lara Dopazo Ruibal

Vivir y morir en Roma por Juan Gómez Bárcena

Los alimentos terrenales por Carlos Pardo

AD Gallinas Albas por Andrea Valdés

Programa de mano por Cristina Morales

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LA ACADEMIA DE ESPAÑA EN ROMA COMO ESTADO MENTAL por Andrés Barba

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a Rochefocauld avisaba de que nunca somos ni tan felices ni tan desdichados como nos hacen creer nuestros recuerdos, pero en mi memoria la Academia de España pesa mucho la alegría. Pesa como el sol. Yo creo que fui feliz en Roma. Creo que fui feliz porque cuando me concedieron la beca no tenía donde caerme muerto, porque deseaba furiosamente escribir y no podía creer que me regalaran un año a mesa puesta, porque Madrid era un asco y Roma es Roma, porque sí. La felicidad es, al fin y al cabo, una cuestión de temperamento. Un compromiso también. Y no siempre es fácil estar a la altura de la felicidad cuando sucede. Tal vez por eso, pocos meses después, descubrí que en la Academia de España solo había dos modos del ser: la dicha total o la desdicha absoluta. Quien encontraba su lugar -bien o mal- en la ciudad, entre los becarios, quien tenía la sabiduría de crear sus propias costumbres y aprendía suficiente italiano como para dejar de parecer un turista, era inquietantemente dichoso: levantarse era comprobar el milagro renovado de vivir en aquel palacio del Gianicolo, con Roma a los pies. Quien no encontraba su lugar se atrincheraba en su estudio como un animal herido, apenas salía a la ciudad y cumplía con los compromisos más básicos de la beca mientras contaba mentalmente los días para marcharse. Y ambas sensaciones eran resbaladizas, fructíferas y letales por igual. Con no poca frecuencia la felicidad se convertía a una especie de peligrosa revisitación de la adolescencia: bruscos cambios de ánimo, tórridas historias de amor que mutaban en odios, peleas de gallitos, una euforia por la belleza de la ciudad que a ratos coincidía con la ansiedad de estar perdiéndose algo permanentemente, de no haber viajado a tal o cual lugar o no haber visto tal o cual museo. Pero no todo era tan sencillo, porque también quien se atrincheraba en su estudio a veces cruzaba periodos misteriosamente fértiles, extraños estados de la conciencia, y salía tras varios días sin ver la luz, como un Moisés desgreñado, con los ojos brillantes

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de la iluminación y el mejor poema de su vida garabateado en un cuaderno. La misma morfología de los becarios era tan diversa que generaba mundos paralelos: los historiadores vivían en la órbita del funcionariado, tan absortos en sus investigaciones que eran como esos padres de familia que regresan a casa al anochecer y a quienes bastan los titulares de la obra: murió la tía Margarita, se casó el primo Antonio. Para quienes trabajábamos en la academia, sin embargo, la pulsión de lo doméstico estaba a medio camino entre el psicodrama de colegio mayor y el Gran Hermano para artistas. Seguíamos de cerca las relaciones, los pactos, los romances y las amenazas con la pasión de quien asiste a una tragedia griega en la que los personajes adquieren una dolorosa conciencia del destino que les ha impuesto los dioses desde antes de la creación del mundo. Nunca he vivido ni antes ni después en un lugar en que trabajo y delirio se solapen de una manera tan convencida, sin que uno niegue nunca la posibilidad del otro. Un espacio en el que se crucen todas las edades del hombre en una sola jornada y alguien pueda ser adulto a la mañana, niño al atardecer y adolescente durante la noche. Donde se pueda ser sabio y estúpido casi simultáneamente. Del año en la Academia recuerdo momentos de una felicidad estática: mañanas enteras tirado en la cama, leyendo a Pavese y a Moravia y a Montale y a Ginzburg. El brillo de la luz en el jardín, desde el estudio. La sombra de un magnolio que quería tumbar cierto director terrateniente. Recuerdo bajar a cenar al Trastevere, casi a diario. Las fiestas del resto de las academias. Las comatosas resacas de grapa. La primavera en Campo dei Fiori. La tumba de Keats. El Caravaggio de San Luigi dei Francesi. La via apia. Los templos de Largo di Torre Argentina. El mercado de Porta Portese. El recuerdo -o el invento de un recuerdo- de estar solo, completamente solo en el Panteon. Una novia japonesa que se llamaba


Vista Academia terraza Fotografía de Giorgio Benni

Yumiko a la que escondí una semana en mi estudio. La maravilla de entrar una y otra vez en Sant´Ivo alla Sapienza de Borromini. Los mosaicos de Santa Maria in Trastevere. Los paseos con Alberto Pina, Tomás Muñoz, Raquel Rivera, Celia Díez. He vivido en demasiados países y he armado de cero demasiadas casas como para no ser muy consciente del milagro que es que dos personas se hagan amigas en la edad adulta. La academia de España es una especie de portal inusitado, la última ocasión de la vida en que la amistad puede brotar de una manera genuina y despreocupada, con la certeza y rotundidad con la que solo se crean las amistades en la infancia. O mejor, con la que uno cree que algo perfectamente aleatorio, como coincidir durante unos meses en el mismo lugar, es señal de que se ha trazado para siempre un vínculo con ciertas personas.

Y luego Roma. Roma. Esa gran masa amorfa y fascinante. La ciudad más parecida a una persona que pueda imaginarse: prodigiosa, detestable, sucia, luminosa, única, chapucera, inabarcable, el paraíso del carterista y del flaneur, la Roma de Pasolini, la de Scola, la de Ginzburg, la de Marco Aurelio, la de Pontormo, la de Augusto, la de Goethe, la de Miguel Ángel, la de Shelley… Durante años la he sentido en la memoria como una sucesión de capas superpuestas, como si no pudiera pasar de una a otra sin atravesar de numerosas capas inesperadas. No hay gestos banales en Roma. Uno siempre repite sin saber el gesto de otro. No hay sentimientos casuales, uno siempre está asediado por fantasmas. Sí, no me lo invento, fui feliz en Roma. Repetí la felicidad de otro. O me inventé la de alguien que pasea ahora por el Trastevere.

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TRASVASE POR VERTIDO LIBRE por Almudena Ramírez-Pantanella

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sí como durante mucho tiempo, y por razones obvias probablemente, la palabra contagio se puso de moda, hay otras palabras que toca poner de moda. Porque si no, un alguien etéreo parece ser el encargado exclusivo de abrir el camino secretamente y dictaminar cuáles han de ser las palabras-tendencia. Franco Bifo Berardi señalaba cómo había que persistir en la búsqueda de otros horizontes que no fueran los marcados por el lenguaje de la tecnología y de las finanzas, lenguajes que nos interpelan constantemente y a los que nosotros respondemos. Y se refería, utilizándola como ejemplo ilustrativo, entre otras, a la palabra interesante –tan en boca de todos nosotros, ocasionalmente huérfanos de vocabulario, y tan subrayada en el mundo artístico–, señalaba como la habíamos adoptado en el sentido que le da la esfera de lo económico: interesante de interest. Interest is the price you pay to borrow money or the cost you charge to lend money. Es decir, tiene que ver con un intercambio interesado (valga la redundancia), con un intercambio aprovechado, contrario a aquel intercambio desprendido o fascinado. De tanto que había maltratado yo la palabra interesante, se me había olvidado que interés remite también al estado de desear saber algo sobre alguien o algo. Las colaboraciones entre artistas en la Real Academia de España en Roma surgen de este deseo, de un deseo de conocer a ese otro que ves a diario y con el que compartes una intimidad casi familiar. O al menos esto fue lo que ocurrió durante mi promoción. Es preciso mencionar que las colaboraciones e influencias que se dan entre artistas de distintas disciplinas en la Academia tienen la raíz de la convivencia, surgen espontáneamente fruto del afecto. Y esto las llena de una energía difícilmente equiparable de haber nacido de otra situación. En una ocasión cuando me preguntaron por mi paso por la Academia, hablé de lo gratificante que había sido el contacto con otros artistas pues es inevitable en una

experiencia así no contagiarse del talento del de al lado. Sin embargo, hoy cambiaría las palabras contagio y talento, y optaría –quizás intentaría incluso ponerla de moda– por la palabra trasvase o por la expresión trasvase por vertido libre. En el trasvase no hay contagio, no hay enfermedad, hay solamente circulación, es un caudal que fluye en un determinado lugar por unidad de tiempo. Implica un movimiento fluido pero impetuoso; supone un cambio radical de un recipiente a otro. Por cierto, caudal en ciencias sociales expresa que una persona tiene aprecio y en buena estima a otra. Nuestro trabajo artístico es nuestra profesión y a veces es necesario reclamar que así sea, que se limite a ese ámbito laboral. Sin embargo, hay otras ocasiones en las que creo necesario apostar por un espíritu diferente, quizás soñador –combativo, contra lo establecido, contra el provecho, contra el mérito, espíritu anticapitalista, de lo común, de la comunidad– a raíz del cual cualquier encuentro artístico no pueda más que surgir espontáneamente, y derivar en juego vital. Jugar implica transformar y transformarse, crear y crearse. Para Nietzsche el juego es la forma más suprema de la relación del hombre con el mundo, el juego remite al «lugar de la dislocación del yo, el espacio entre el cual, el sujeto –jugándose– consigue la propia ambigua apariencia metamorfoseada, aquella potencia que se realiza en el quererse siempre como contradicción, crisis, discontinuidad, devenir»1. En gran medida la Academia facilita que esta dislocación del yo irrumpa, la experiencia de intercambio fascinado entre artistas que conviven posibilita la transformación. Desconfío del afán de especialización que impera hoy, y soy de la opinión, quizás imprudente, de que un artista puede en cualquier momento cambiar de disciplina sin mayor problema, que el oficio y la técnica se adquieren, y que por lo tanto lo único realmente valioso en estos casos es la positiva amenaza de cambio y de transformación que se da en el trasvase de energía de un artista a otro. Un intercambio

1 Luis Enrique de Santiago Guervós, artículo La dimensión estética del juego en la filosofía de Friedrich Nietzsche.

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que nace tanto en las conversaciones intelectuales como en aquellas más banales. La oportunidad de alentar la contradicción, de evitar la coherencia artística personal, de promover la crisis es posiblemente uno de los aspectos más vigorosos que ofrece la convivencia durante la residencia de Roma, ciudad que por otro lado se conjuga y solo se entiende de acuerdo a elementos incoherentes. Al contrario de lo que nos impone el lenguaje económico –asociado a la rapidez y a la meta, al tiempo cronológico de la productividad, pero también al tiempo de la muerte y no del instante eterno– nuestro quehacer artístico no tiene que ver con una carrera ni de fondo, ni

tampoco de obstáculos, se trata simplemente de un juego vital, de dilucidar en común la posición del hombre y del artista con relación a la vida y al mundo. Quizás el arte no es aquello que hable de la vida sino aquello que pueda enseñar a vivirla. Por eso la experiencia en la Academia y el contacto entre artistas fueron ciertamente sanadores: uno se reconcilia jugando. Pero también es cierto que solo es posible ver cuán inabarcable es el tablero de juego y cuán estúpido es pensar en términos de disciplina artística o simple profesión, si uno tiene la suerte de unos buenos compañeros de viaje.

Vista Academia jardín. Fotografia de la Academia de España en Roma

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ALGUNOS APUNTES SOBRE ROMA por Lara Dopazo Ruibal

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o que más recuerdo de Roma es la luz. Mi idea abstracta de Roma, mi memoria primera, es la luz. Y con ella un torrente de recuerdos difíciles de clasificar y de contener. Quiero decir, lo primero que se me viene a la cabeza es la luz dorara bajando al atardecer sobre los muros de los edificios y sus tejados. La luz cayendo sobre ese gigante palimpsesto, sobre los monumentos a diferentes alturas, las colinas, las copas de los pinos ondeando al compás del viento. La luz de Roma no es un elemento más en un escenario. Se extiende y lo ocupa todo, como quien se adueña por sorpresa del protagonismo de un libro, de una película, de una conversación. * No sé si Roma es el mejor lugar para escribir. Pero estoy segura de que es uno de los mejores lugares sobre los que escribir, desde donde escribir. Una ciudad que obliga a detenerse. Al menos así lo fue para mí, desde el privilegio de vivir en la Piazza de San Pietro, en lo más alto del Trastevere. Roma es estimulante hasta el exceso; hay demasiado que hacer, que ver, que caminar. Es inagotable y agotadora. Es difícil que no te devore, que no caiga sobre ti la monumentalidad, el peso de su historia, de la historia de este lado

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del mundo. Y sin embargo sigue viva, y reclama ser vivida. Su belleza es hipnótica, sobrecogedora y también terrible. * El modo que tenemos de configurar los lugares, y nuestra memoria sobre ellos, es complejo. No depende solo de los lugares en sí, sino de cuándo, cómo, por qué y con quién los transitamos. Roma es una ciudad de la que es difícil escribir porque parece que ya se ha dicho todo sobre ella. Y sin embargo seguimos escribiéndola una y otra vez. Había estado allí antes, pero mi memoria de esta ciudad está cosida a la Real Academia de España en Roma y a quienes la habitamos en el año 2019. Mi memoria de Roma, y todo lo que escribí sobre ella, es luminosa y dorada como su luz en primavera, y durante todo el año. * Mi mirada sobre Roma fue una mirada coral. No se trata de lo que yo fui capaz de apreciar, sino de lo que aprendí a apreciar a través de los ojos de los demás. Compartí mis meses en Roma con una veintena de artistas e investigadoras. Aprendí a ver Roma no sólo a través de sus ojos, sino también a través de sus intereses, de sus deseos, de sus proyec-


tos y sus expectativas. Recordar Roma es recordar ese crisol, la explosión de creatividad, curiosidad y conocimiento que me rodeaban en la Academia. La Roma de esa multitud me habitó y me habita. Todas esas Romas se me fueron superponiendo, mezclándose, contagiándose unas a otras. Eran muchas ciudades y al mismo tiempo la misma ciudad. A mis ojos de poeta se le unieron la mirada arquitectónica, historiadora, diseñadora, fotográfica o plástica. Aprendí a caminar y representar la ciudad desde otras perspectivas, a cambiar mi punto de vista, a poner el foco en otros lugares, a ver aquello que por mí misma nunca hubiese visto. La Roma que habité es una suma de las vivencias de los otros, superpuestas a la mía propia. * Hubo muchos elementos que contribuyeron a esta expansión y que dotaron de luminosidad aquellos meses de 2019 en la Academia. Había diversidad de edades, de disciplinas, de procedencias, de formas de habitar el mundo. En aquellos meses fue necesario dejarse atravesar por la ciudad, pero también dejarse atravesar por las personas que me rodeaban, con quién recorrí las calles y los barrios, con quienes creé una pequeña comunidad, con quienes hice crecer mi proyecto mientras observaba cómo se nutrían y expandían los proyectos de los demás. Fue necesario dirigir la mirada a lugares no previstos, dejarse llevar por ellos sin juicios ni expectativas. Dejarse sorprender, estar dispuesta a aprender, abrir los ojos y los oídos. Escuchar más que hablar, observar y leer, más que escribir. Estar atenta no solo a lo grande y llamativo; también a lo más pequeño, a lo mínimo, a lo apenas visible. * Repaso mis notas y mis fotos de los meses en Roma. Las preguntas fueron parte fundamental de mi proceso de

escritura allí. Aprendí a detenerme y entonces me preguntaba: ¿Detenerse, para qué? Me fascinaba la mitología, me fascinaba la historia imperial, me fascinaba el siglo XX, pero entonces me cuestionaba: ¿Qué observar y para qué? ¿Qué pensar? ¿Desde dónde pensarlo? Me pesaba la historia tan palpable en cada lugar de la ciudad. Se me hacía evidente mi propia pequeñez, mi propia intrascendencia, la fugacidad de la vida ante la longevidad de la historia, de la propia Roma. Y al mismo tiempo me aliviaba esa insignificancia. Se me acumulaban lecturas, lugares pendientes. No recuerdo conversaciones más fascinantes que las que mantuve en aquellos meses con mis compañeros y compañeras. En la cocina y el comedor de la Academia crecí y me expandí casi sin darme cuenta. Mi memoria de Roma es también la memoria de ese crecimiento. * Hay una gran lucidez en la idea de juntar artistas de diferentes disciplinas y edades en el mismo lugar. Personas que están enfocadas en un proyecto, que tienen el tiempo y las condiciones de posibilidad para dedicarse nada más que a su obra. Algunas de las personas con quienes la viví siguen y seguirán siendo piezas fundamentales en mi vida personal y artística. La situación privilegiada de vivir en la Academia –y la consciencia de que el tiempo pasa con rapidez– empuja a ser más ambiciosa, a aprovechar el tiempo al máximo. La ciudad invita a detenerse y leer, conocer, pensar con calma, con profundidad. Dejarse arrastrar por la fascinación de Roma, por el entorno nutritivo, y hacer de todo ello materia prima para la escritura, la creación y la investigación. Roma da la posibilidad de convertirse en una artista mejor, en una escritora mejor. Lo que se aprende y experimenta en ella se queda dentro. Y sus frutos continuan brotando y creciendo con el paso de los años.

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VIVIR Y MORIR EN ROMA por Juan Gómez Bárcena

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ste año la Real Academia de España en Roma celebra su ciento cincuenta cumpleaños. Hablemos, pues, de eso: de historia. De números. 1873. En efecto, ciento cincuenta años. Dos repúblicas, cuatro reyes, un dictador, una guerra civil, y en ese tiempo más de un millar de becarios. Cuarenta y cinco escritores. Entre ellos, estoy yo. En 2016 tuve el privilegio de habitar las cuatro paredes de la habitación 20 -he aquí más números-. Pero para contar lo que vi o sentí en la Academia es mejor no hablar de esa epidermis de la realidad que son los años y las fechas, que poco o nada nos dicen de la experiencia. Los escritores tendemos a creer que la realidad está hecha de otra cosa: no de cifras, sino de historias Hablemos, pues, de historias. Estoy pensando en una en particular, que escuché en la Academia muchas veces, contada de muchas formas distintas. Supongo que eso significa que la historia es falsa, o mejor aún, que es verdadera del modo oblicuo en que pueden ser verdaderas las leyendas. Ni siquiera estoy seguro de cuándo ocurrió. Pongamos que a principios de siglo XX. Había entonces, cuenta la leyenda, un becario -un pensionado, como los llamaban por aquella época- que se resistía a marcharse aunque hacía mucho tiempo que había expirado su plazo de beca. El director de la Academia le tuvo paciencia y le dejó quedarse todavía otro año más, pero el año pasó y el tipo -digamos que era pintor-, el pintor, no se marchaba. Al fin hubo que echarle por la fuerza, y ponerle con sus cuadros y sus pinceles en un tren rumbo a España. Y cuenta la leyenda que el pintor, viendo quedar atrás los muros de la que había sido su casa, prefirió arrojarse del tren en marcha. Murió, claro -los trenes no circulaban muy rápido entonces, pero supongo que para las intenciones del suicida era una velocidad más que suficiente-. La moraleja de la historia que los becarios nos contábamos unos a otros era precisamente ésta: aquí se está tan bien que es preferible morir a volver a casa. ¿Exagerábamos? Exagerábamos, claro. A todos mis compañeros, a los veintiséis residentes de la promoción de 2016-2017, nos tocaría abandonar Roma antes o después, y hasta donde sé todos seguimos felizmente vivos. Pero precisamente porque hemos disfrutado de la misma experiencia podemos valorar la magnitud del regalo

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que la Academia hace cada año, y también sabemos lo traumático que puede ser regresar a nuestra vida donde la dejamos. Para un creador es algo parecido a un sueño habitar un lugar en el que no tienes que preocuparte de nada que no sea tu arte; un tiempo que no está gobernado por la rutina o por la logística y que por tanto te pertenece por completo. Durante un año los becarios pasamos a formar parte de una familia provisional de fotógrafos, de pintores, de músicos, de investigadores, de cineastas; profesiones en cierto modo extrañas pero al mismo tiempo secretamente emparentadas. Es imposible vivir un año en un entorno semejante y que esa influencia no te penetre de algún modo; que tu obra no se contagie de ese virus benéfico que es la obra y la mirada de los otros. Pero todo eso acaba en algún momento. Un día esa familia que has construido, con sus pequeñas manías, con sus intimidades y su memoria compartida, tiene que disolverse para dejar espacio a otra generación de becarios. Conozco, conocemos bien esa sensación: el vacío que queda después de descolgar la última percha, cerrar la maleta y escuchar el rumor de sus ruedines sobre las baldosas del claustro. Por eso estoy seguro de que no soy el único que años después todavía recuerda la historia del becario que no quería marcharse, y al recordarla no puede evitar pensar en su propia experiencia romana. ¿Qué puedo contar sobre eso, sobre mi experiencia romana? Lo más sincero que puedo decir es esto: por lo que a mí respecta, no fue un buen año. Y conste que eso no fue culpa de la Academia. A veces las becas no nos llegan en el momento adecuado. A veces conseguimos las mejores condiciones para escribir precisamente el año en que no sabemos qué escribir; o por las razones más estúpidas y más humanas cometemos el sacrilegio de ser infelices en un lugar que estaba hecho para nosotros. Ése fue mi caso. Y sin embargo ahora, seis años más tarde, mi año romano se convierte en una pieza fundamental y luminosa de los progresos que vendrían después. Apenas escribí nada que mereciera la pena, pero fue paseando por el claustro y por los jardines de la Academia cuando me visitaron por primera vez las ideas de las que serían mis siguientes novelas, Ni siquiera los muertos y Lo demás es aire. Todo lo que escribiría en los años siguientes, todo lo que he llegado a saber sobre el mundo, se fraguó de alguna manera ahí, en lo alto del


Vista Academia claustro. Fotografia de Laura Dopazo

Gianicolo. No me recuerdo sociable, y sin embargo quedan los buenos amigos, y con ellos los proyectos comunes de los que estoy tan orgulloso, como el libro de artista La Natividad que escribí con el pintor Santiago Ydáñez o el libro de fotografía Tiempo cero, con el fotógrafo David Jiménez. No fui feliz, decía, y sin embargo cuántos recuerdos de felicidad y plenitud: días bebiendo aperol spritz o contemplando las pinturas de mis compañeros en sus estudios o visitando el Panteón o tomando el sol en la playa de Ostia; noches leyendo en la biblioteca de la Academia y más tarde fumándome un último cigarrillo desde la altura contemplativa de la azotea.

A veces cometemos el error de juzgar las residencias artísticas por sus resultados inmediatos: por ese libro o esa película que llevará el logotipo de la institución. Pero el valor de una beca no está ahí, me parece, o al menos no sólo ahí. Una beca es ante todo un generador de experiencias; un parteluz que aspira a transformar la vida y la obra del artista para siempre. Eso hizo la Academia de España conmigo, y por eso sólo tengo palabras de gratitud. Puede que no fuera el mejor año de mi vida, pero en Roma se pusieron los cimientos para que lo fueran los siguientes.

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LOS ALIMENTOS TERRENALES por Carlos Pardo

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os años después puntualmente sigo revisando las fotos, más de cuatromil. Si empieza a venirme la melancolía, por cualquier circunstancia, digo: ¿qué hacía yo en Roma, qué me pasaba entonces allí? Y repaso una serie de fotos que abarca, sobre todo, una obsesión que era como una huida: ir hacia aquello que no fuera escritura, que no exigiera soledad ni concentración. Algo que no se alumbrara como una luz interior (en una habitación a oscuras). Es decir, huía de la proverbial ceguera para lo exterior de la que nacen la escritura y el nombre de las cosas. Los ha habido que han viajado a Roma para lidiar con su enfado o con sus vanidades, quienes alcanzaban un éxito, por fin en lo suyo, y hubo también becarios que se divertían dibujando las cruces de las farmacias, superada ya esa necesidad de una profesión meritoria. Yo, por mi parte, llevaba varios años bien metido hacia adentro. Perdí el trabajo en la pandemia, así que me fui a Roma sin trabajo. Mis padres habían muerto unos años antes y mi familia continuaba en su lento proceso de desmoronamiento, así que me fui a Roma sin familia. Y, después de casi dos décadas juntos, me estaba separando de mi mujer, así que fui sin pareja. Aquel año en Roma, segundo de pandemia, fue para mí una «lenta victoria del presente», y con estas palabras lo escribí en mi diario. Me quedaba, como quien dice, sin temas personales. Y en alguien con tendencia a la escritura memorialística eso supone una liberación. Esta victoria se tradujo a los ojos, al hambre de los ojos. Más de cuatromil fotos en el móvil lo atestiguan. Y pensé en comprarme una cámara, pero los amigos de la Academia de España, los becarios de fotografía, me convencieron de que en mi caso un teléfono móvil iba a ser más que suficiente, una forma elegante de señalarle a uno su pretensión, y que se adentra en un jardín extranjero. El apetito de los ojos también fue un hambre literal de comida. Es casi idiota hablar de Roma y repetir el cliché de la pasta y la pizza. De la bebida: la grappa y el prosecco, el blanco del Alto Adige. Pero sería todavía más imbécil hacer el original elogio de la frugalidad, de la muerte en la vida, y ayunar en Roma. Y yo, después de caminar por las

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calles y de ver los museos vacíos de la pandemia (en una ciudad que se dispersa como una inmemorial modernidad inacabada, un basurero de deseos, soberbias y seducciones), después de los museos y de las calles y de los paseos me di a una actividad frenética: la celebración. Una pasión por aquello que, bíblicamente hablando, decimos alimentos terrenales. Segundo año de pandemia y la Academia, más Fritzcarraldo que Balsa de la Medusa, con veintiún becarios en perpetua ansia de celebración, durante cada noche y en cada cumpleaños. O en la simple visita afortunada de un extraño que termina en una cocina reconvertida en discoteca, la discocina: los celebrantes en un quicio del tiempo, en mitad del camino de lo suyo, después de un año y medio de muertes y rupturas, de usura y paro, becarios sin trabajo, afortunados residentes de la joya cultural que se yergue, moderna y ajada como un símbolo de Europa, sobre la ciudad escenario: la Academia de España en Roma. Sin Ítaca que aguarde ni Penélope, en la cima de un éxito vital en tanto que in extremis. Alimentándome con la inocencia de un estudiante universitario: pues no he aprendido nunca tanto sobre la vida que huyendo de las clases de primero, si no es precisamente hace dos años, en Roma. Si miro la foto correspondiente a la fecha de hoy, un ministro, más displicente que didáctico, nos intenta convencer de las virtudes de un programa político que no termina de entender. Uno que pocos meses atrás había considerado la cultura un bien secundario, por detrás de la salud y, probablemente, de los deportes, porque aquel era un ministro de cultura y deportes. No es quizá el más brillante momento de nuestra estancia romana. Dos días después, una foto con la artista Irene de Andrés, la pintora Nati Bermejo y la programadora Maral Kekejian, caminando los cuatro por Appia Antica y por autovías y suburbios: junto a una carretera un puercoespín atropellado, inmenso, con algo de palmera arrancada. En las foto ellas están radiantes y yo mantengo una cara hinchada y roja como con un atisbo de alcoholismo que sólo disminuyen las colinas romanas. Una semana después, aquel hombre dejó de ser ministro. Eso fue aquellos días, por lo demás olvidados.


Volvamos al apetito. Puede decirse que la literatura es la hermana menor de las artes de la Academia, la más reciente en su incorporación y también la que ocupa más modestos rincones: mi habitación pequeña y con el baño fuera como en una pensión zaragozana. Por eso mi apetito era ante todo estético: nutrirme de los artistas, gente educada en el cuerpo, los oídos, los ojos. Escribía a primera hora de la mañana, recién levantado a las siete menos diez, cuando sonaba la primera campanada romana desde lo alto del Giannicolo, la nuestra, replicada después en toda la ciudad, y todavía recuerdo el incomprensible patrón rítmico de nuestra campana. Después, salía a caminar. Ya podía vivir. Iluminado con mi suerte y el regalo vital, este presente. Y nunca he escrito con menos voluntad de ser escritor, casi como si segregara una resina, como un desbordamiento de los ojos. Y nunca, por cierto, he escrito más ni con esa intensidad, unas quinientas páginas de notas, arrepentimientos y enredos libertinos. Nunca más ni con menos propósito. Al final de mi estancia bajaba a cocinar con música en un altavoz. A las 12. Dos minutos después, Rogelio López Cuenca; treinta minutos, Elo Vega. Aquel era nuestro lugar de cita, los tres solos. Un cocinar crudívoro en su caso. Unas cervezas compartidas mientras analizamos el humor de toda manifestación homínida. Y luego llegarían los becarios casi al completo. La cocina tendría un aire de ballet posmoderno: hermosos gestos fallidos. Y para entonces ya estaríamos borrachos o achispados Elo, Roge y yo, y se nos habría unido Muriel Romero, la bailarina, y juntos comeríamos los cuatro. Para quien se consideraba escritor, de esa especie de los memorialistas (si bien en horas bajas), aquellos veintiuno o más con sus acompañantes eran la encarnación de una novela. La lección principal de aquel presente. Y ya estarían siempre ahí aguardando, alimentándose de la sombra y la latencia, elaborando adentro, larvadamente, el ciclo de la transmutación en escritura, que llegaría cuando todo empezara a ganar un sentido más ambigüo, cuando la luz de afuera dejara de ser, de nuevo, suficiente.

Vista Academia claustro. Fotografia de Laura Dopazo

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AD GALLINAS ALBAS por Andrea Valdés

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iría que lo que más cambia en Roma, del invierno al verano, son los pájaros. ¡Qué fue de los estorninos y sus hipnóticas coreografías dibujándose en el cielo y deshaciéndose en perfecta sincronía frente al show de las gaviotas! Acaban de anidar y su graznido de espantasuegras me pone alerta. Igual es porque se me acaba el tiempo que me identifico con su lucha por hacerse un hueco, aquí, en la academia, ya sea en un tramo de jardín o en una de las cubiertas que da la lavandería. Mi dormitorio queda justo debajo y es donde ahora escribo estas líneas sobre lo que aprendí de convivir con creadores de otras disciplinas. No estoy segura de poder responder a esto si no es de manera oblicua o accidental, así que voy a fijar mi atención en otra parte… ¡y a ver si hay suerte! Porque esta

Residentes en la Academia. Fotografia de Sergio Arribas

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clase de cosas se enuncian mejor así, explicando otras, como hicieron Julia y Pablo, que con un simple gesto, transformaron tres cáscaras de mejillón en un baile de mariposas. ¡Clac, clac, clac…! Su aleteo recuerda a unas castañuelas y eso también forma parte del juego. En algún momento, definieron su práctica como una conversación de sobremesa, donde lo escultórico viene de levantar historias con lo que queda sobre el mantel y, en el acto de contarlas, hacer que todo se desvanezca. Esa es su mecánica, la que anima a cada una de sus piezas. Me entusiasma que la expliquen con ese desparpajo que en realidad está en ellos, en el modo de acompañar lo que dicen con las manos, involucrando a las palabras en el espacio y creando un área de entendimiento que queda no mucho más allá de sus brazos o la sombra de un sombrero. Ambos se


mueven en esta clase de proximidad, a la que les autoriza la dimensión de su taller donde es difícil no rozarse con alguna tela o el canto de una mesa. Quizás una manera de reflejar lo que aprendí de los demás, es pensar justo en eso, en cómo fueron ocupando sus espacios. En el de Raquel, el suelo es de moqueta y está impregnado de aquellos elementos que quedaron incrustados al cocinar los consejos de Ovidio sobre cosmética femenina y dar una consistencia material a sus versos para, a continuación, hacer algunas prendas con bulbos de narciso, cáscaras de huevo y miel. Lo curioso es que, en ocasiones, ella descartó el poema y se quedó con sus restos. Sé que en esta mudanza hacia el terreno de lo perecedero intervino su cansancio con la arquitectura y el deseo de aprender de nuestras pieles para construir otra relación más sensible a las transformaciones del entorno, lo que hace que su osadía adquiriese un nuevo porte. Del taller de Itziar, en cambio, ya tengo que hablar en pasado pues su estancia fue algo más breve, pero destaco la frase en celo azul que puso en la pared de un comentario de Deleuze: “Habría que hablar en potencial, como las niñas pequeñas (‘nos habríamos encontrado, habría sucedido tal cosa…’)”. Un día, nos pidió que nos girásemos para escribir en nuestra espalda las primeras palabras del

cuento con el que aprendió a leer y, al superponer todas sus letras, recuperamos la dificultad de reconocerlas y revivimos esa curiosidad de los primeros años, cuando el mundo estaba por hacer… De entre los rotuladores que me dio a elegir, yo escogí el de color morado, como las uvas que pinté sobre el mantel de Amelie, siempre según las instrucciones de Mabi, quien otras veces me chivó como alegrar un guiso y, sobre todo, me indicó a dónde ir. Me prestó su entusiasmo por Roma ¡y nos enamoramos de la misma jaula! Es la que hoy puede verse en la segunda planta del Palazzo Massimo y de la que habla Ángel Gonzalez, a raíz de un paseo que le dedicó a los residentes de otra generación y que le sirvió para ilustrar el trágico destino del arte. En su opinión, éste se echó a perder a medida que se iba cayendo de las paredes para acabar acumulándose en los rincones, como objetos o curiosidades: se «bibelotizó». En su argumento, él reconoce el esplendor de nuestra cultura en los jardines de Livia en Prima Porta, por eso es donde empieza su recorrido. Frente a esos pájaros que revolotean sobre los árboles (salvo uno, que está en su jaula) y que identifica con la pintura misma, por su asombrosa capacidad de aunar elementos dispares para hacerlos eclosionar en un sólo espacio y cancelar el tiempo. Quizás esté forzando su interpretación pero pensé que, al describir aquel jardín, en realidad estaba hablando de nosotros. En breve cerraremos nuestra estancia con una muestra y aunque crea que cada obra tiene derecho a una existencia propia, lo que expongamos para mí solo serán retales de algo mucho más grande, que son las horas que pasamos juntos y lo que tejimos entre todos, tan ilusorio, de gastar suela, jugar con las palabras, transformar la cocina en sala de baile, traer viejas inseguridades y compartirlas (como hizo Juanpe con la mojama de su madre), intercambiar lecturas, rescatar cócteles de otros siglos, ir a un sitio y verlo dos veces: con nuestros ojos y los de Abel, besarse, deberse dinero, escucharse diciendo lo mismo pero con otras palabras, hacer un fanzine en una tarde y sin saberlo perderse el evento más importante, reenviar presupuestos, asombrarse de que en la Domus Aura ya hubiera un falso techo, ir al Ivo y volver al Ivo y quejarse de ir siempre al Ivo, querer ser como Ana Laura, improvisar un delantal con las bolsas de tela de la escuela de idiomas, hacer bordado con las horas muertas, descuidar las puertas o escuchar a Bach fugándose de todas las maneras: con sujeto retrógrado, invertido o en espejo. Hugo, ¡vuélvenoslo a explicar! Emprendido el vuelo, creo que será esto es lo que me lleve de este palacio, nido compartido con verdaderos pájaros, que fue nuestra casa: un tapiz de impresiones que no es visible a los ojos, pero que está en nosotros y nos mejora. ¿Acaso es posible aspirar a más? Que sean los siguientes quienes recojan el testimonio y me digan, si pueden, qué es lo que aprendieron. La trampa está en creer que hay un modo de responder exactamente a esto como quien responde al formulario de una beca. No existe, no se puede.

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DOSSIER

PROGRAMA DE MANO por Cristina Morales

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urante mi estancia en la Academia de España en Roma, la coreógrafa y bailarina La Ribot (Madrid, 1962) se estableció durante un par de semanas en la casa para elaborar in situ tres de sus Piezas distinguidas. En esos días nos conocimos y me mostró una grabación de la fascinante Happy Island (estrenada en 2018), firmada por ella misma con la asistencia de los portugueses Dançando com a Diferença. Tras su visionado, repasé por internet el recorrido que había tenido la pieza y encontré sorprendentes descripciones de la misma. Las intenciones de los programas de mano deberían ser dos: servir como introducción a la compañía y servir como introducción a la obra. Pero parece, dado las artificiosas, presuntuosas y pleonásticas referencias psico-socio-político-culturales que se suelen leer en dichas sinopsis, que mucho me equivoco. Agradecería que se esculpiera en piedra que Happy Island es un espectáculo sensual y cabrón que aconsejaría a amigas y a enemigas, a chicos y a grandes, a fachas de izquierdas y a fachas de derechas. Sin embargo, la comunicación institucional desplegada desde los teatros que han acogido la pieza no invita sino a vomitar. Desvergonzadamente ponen el énfasis sobre la discapacidad (tratándola como un hecho natural) de los intérpretes en escena, apelando a la compasión desde antes de que se apague la luz de sala. El tono capacitista campa a sus anchas de Berlín a Barcelona, de Ginebra a París, de Madrid a Lisboa. Ombliguistas y megalómanos como sólo pueden llegar a ser los programadores culturales, no se les ocurre pensar que esa compasión que nadie les ha implorado se la pasan los bailarines de Happy Island por el coño y por los huevos. De esos coños, de esos huevos y de ese márquetin cultural capacitista vengo a hablar en este artículo.

Vista exterior de la Academia. Fotografia de la Academia de España en Roma 58


PROGRAMA DE MANO No les hagan ustedes ni puto caso a los programas de mano de Happy Island, pieza de La Ribot y de Dançando com a Diferença estrenada en 2018 en Festival de la Bâtie, Suiza, quienes además de acoger la premier fueron productores del espectáculo y ya, la primera, en la frente: «En el origen de Happy Island está el encuentro entre La Ribot y la compañía portuguesa de danza inclusiva Dançando com a Diferença. En la isla de Madeira, donde tienen su sede, Henrique Amoedo y sus bailarines viven con las puertas abiertas: aquí, cualquiera puede venir cuando quiera, el ambiente es alegre y sencillo». Sencillo una mierda, y alegre… ¡pues, hombre, unos días más y unos días menos! Pero con lo que se les fue la olla amelística a los suizos fue con lo de que viven «a puertas abiertas», porque si a los intérpretes de Happy Island les dejas la puerta abierta muy probablemente harán lo mejor que se puede hacer en esos casos: coger e irse. Por no mencionar la guarrería de nomenclátor ese de «danza inclusiva». Por no mencionar el paternalista «Henrique Amoedo y sus bailarines». Hasta el mismísimo Amoedo sabe que los bailarines son de sí mismos y de nadie más, y, lo que es todavía mejor, sabe muy bien que cuando bailan y se olvidan de todo menos de bailar, ya ni a ellos mismos se pertenecen porque están alegremente (ahora sí) colocados. Una semana después del estreno actuaron en La Casa Encendida, Madrid. Por supuesto, una capital imperial no iba a quedarse corta en su programica de mano. Después de repetir la retórica teletúbica suiza, añaden: «Cinco bailarines profesionales con discapacidad física e intelectual, se entregan en escena con total libertad en esta oda a la imaginación, al alborozo y a la existencia en sus formas más variadas». ¡Qué revolucionarias e igualitaristas se creerán las habitantes de esta encendida casita (la casa que más ilumina es la que arde) por decir que se puede tener discapacidad, profesionalidad y saber dancístico al mismo tiempo! ¡Anda ya, chavalas, que lo único que os sale por la boca son eufemismos, progresía y gestión cultural, que os habéis creído (porque, de hecho, la habéis creado) que la discapacidad es un fenómeno natural, cuando en realidad es un invento del MercaEstado! «Total libertad», escriben, como si de venta de crecepelo se tratara (y es que, de hecho, se trata), como si los creadores e intérpretes de Happy Island no padecieran (y provocaran) conflictos. Saltamos unos cuantos bolos y llegamos al Festival de Otoño de París, donde se representó en 2019. «La pieza, que es un testimonio vibrante de la vida y un homenaje puro a la alegría de la danza, ofrece una mirada de celebración a la belleza inédita de estos cuerpos emancipados cuya fuerza impulsora proviene de su indisciplina». Jauja prosopopéyica total: vida, alegría, celebración, ¡belleza inédita!, ¡cuerpos emancipados! ¿Qué quiere decir la élite dancística europea cuando habla de «cuerpos emancipados» y de «indisciplina»? ¿No nos estará revelando ese secreto a voces que asimila danza con obediencia, danza con «cuerpos cautivos»? ¿No estará dando por hecho que los bailarines de Happy Island, por no proceder de las enseñanzas escénicas institucionales o institucionalizadas, carecen de ese

saber dancístico (imprescindible para hacer carrera) llamado obediencia? ¿No estarán los franceses exotizando a los intérpretes de esta pieza, tratándolos, robinsoncrusianamente, de buenos salvajes? Y ahora, señores y señores, niñes y niñes, la traca final. Los días 24 y 25 de abril de 2021 Happy Island estuvieron en el Mercat de les Flors, Barcelona, y los catalanes lo han anunciado así: «(…) una pieza comprometida y humanista que desafía las ideas preconcebidas de las personas con discapacidad física y mental. Un grito a la vida desde la diferencia, reforzando la autonomía y la capacidad de desear de las personas con discapacidad». ¡Vamos que nos vamos! ¡Vayan a ver la pieza no porque sea un piezón sino porque así ayudan a eso que el poder capacitista llama «personas con discapacidad», que, por supuesto, son distintas a usted! ¡En usted, espectadora, no hay diferencia, es un ser homologado (¡cuidado, que quizás lo es: enhorabuena!)! ¡Vayan no a ver una obra cargada de tensión sexual, de sexo alegremente consumado y de desolación cuando no se consuma, vayan no a ver una obra de la que saldrán con ganas de besarse con todo el mundo, no vayan a eso sino a «reforzar la capacidad de desear» de los intérpretes! A ver los violeteros del mercaíllo las flores: ¿se puede tener tan poca vergüenza como para decir que es el público el que va al teatro a servir a los artistas? ¿Se puede gastar tanta conmiseración como para destacar de una pieza que su principal valor es que prepararla, girarla, ponerla en escena y recibir la mirada del público (oh, esa siempre limpia y siempre informada mirada del público) «refuerza» a los bailarines? ¿Soy yo o el programa de mano está diciendo «vayan al teatro a hacer una labor social»? ¡Ni Bárbara Matos, ni Joana Caetano, ni Maria João Pereira, ni Sofia Marote, ni Pedro Alexandre Silva, ni María Ribot necesitan al público para nada! Es más, ¡es que el público hasta les estorba, porque si el público no estuviera delante, si no existiera la exigencia temporal y económica de que los espectáculos duraran una hora, si las producciones de danza contemporánea no nadaran en la miseria y pudieran tener elencos de veinte bailarines, si la moral que nos gobierna nos permitiera autodeterminarnos sexualmente, Happy Island no sería una pieza que ustedes podrían ver en el Mercat! Sería una orgiástica aventura intelectual en Madeira. Sería una intelectual aventura orgiástica en los neblinosos bosques atlánticos que Raquel Freire utiliza para la película que en Happy Island se proyecta, unos paisajes que a mí me recuerdan a las campiñas inglesas de Barry Lyndon, no tanto por la forma (tan distinta), sino por el drama que presagian. No hagan caso, por favor, a los programas de mano que en sus manos caigan, potencial querido público. Háganse el favor de no intoxicarse (más) con la palabrería que despliegan los centros del poder cultural para tapar su incompetencia y su esnobismo. Los programadores, los gestores culturales, no son sino fingidores profesionales: su trabajo consiste en aparentar que siempre tienen el control. Happy Island es un claro ejemplo de cómo hacerles perder los papeles y cómo hacerles decir las tonterías que siempre callan pero que verdaderamente piensan. 59


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Las preguntas a destiempo Juan Villoro

La figura del mundo Literatura Random House 272 páginas

A menudo sucede que escogemos no formular una pregunta en el tiempo en que podría ser respondida. Esto es, cuando la boca que contiene la respuesta conserva la capacidad de pronunciarla. Los hijos y los nietos nos privamos así de conocer una parte de esas otras vidas que condujeron a la nuestra y que, hasta cierto punto, la determinan. Asumimos puntos ciegos en la historia del padre, de la abuela, por evitar la confrontación con quien difícilmente se llega a establecer una relación horizontal, por no lastimar a quienes con sus cuerpos protegieron los nuestros cuando eran más frágiles o incluso por protegernos a nosotros mismos de lo que ya intuimos y tememos y así preferimos mantener en el territorio de lo que no ha sido verbalizado, para que pueda espantarse solo con sacudir la cabeza cuando la idea nos sobrevenga, decirnos que no puede ser, que andamos equivocados. Aunque también pienso que hay interrogantes que no llegamos a pronunciar porque durante años vivimos sin atender a la posibilidad de que aquellos en cuyo relato se haya parte del nuestro vayan a callar para siempre. Pero mue-

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re el abuelo, muere la madre, y al entrar por primera vez en el salón en el que ya no los encontraremos leyendo el periódico, viendo la televisión, cobramos consciencia de que hay conversaciones que querríamos haber mantenido con los difuntos y, en cambio, nos esforzamos por no propiciarlas. Concluida esa vida, emergen con una urgencia que no conocíamos la curiosidad por comprenderla y la necesidad de armarnos un relato que nos la explique. «Me pregunto si la figura paterna me interesaría tanto en caso de haber tenido un padre más abierto y sociable, alguien que no tuviera que ser indagado», escribe Juan Villoro a propósito del impulso que originó la escritura de La figura del mundo —a veces, claro, también sucede que son esas otra bocas las que eligen ser esquivas, discretas, cuando podrían decir—. Y es que el nuevo libro del autor mexicano es una biografía heterodoxa de su progenitor, el filósofo Luis Villoro, en la que no trata tanto de componer el relato factual de una vida como de comprenderla hilvanando impresiones, testimonios, documentos… una década después del fallecimiento.

Ese otro libro posible, la biografía pura, tendría igualmente interés en tanto que ese hombre cuya conducta reservada lo hace tener que ser averiguado fue una figura relevante de la vida política e intelectual durante la segunda mitad del siglo XX y de principios del siglo XXI. Profesor que se jugó la vida en el mayo del 68 mexicano, filósofo utopista cuyas opiniones fueron tenidas en consideración por el zapatismo, simpatizante del movimiento indígena insurgente… participó de la historia, de las luchas sociales, y amplió el campo de batalla intelectual en conversación con otros pensadores como Adolfo Castañón, José Gaos o Alejandro Rossi. Sin embargo, Juan Villoro opta por plantearse esta obra como un collage de géneros —biografía, sí, pero también relato, crónica, ensayo—, un esfuerzo en el que el lector puede apreciar la labor del digno hijo del filósofo valiéndose de la multitud de recursos textuales a su disposición para armar este esbozo de comprensión del padre finado. Para entender: los ensayos de Kierkegaard y las paradas de la Tota Carbajal en el Mundial de 1962, el estadio de fútbol,


los cerros de Chiapas, el salón de un apartamento en la esquina entre Unión y Vidrio, la hacienda familiar donde se producía mezcal, las aulas de esta y aquella universidad. Un esfuerzo que el lector puede apreciar como extenuante —en lo literario y en lo emocional— en cuanto el texto empieza a desarrollarse, de hecho, ya en su prólogo sobre «la dificultad de ser hijo» de una de esas personas que «sin obsesión y sin ciertas dosis de egoísmo» no habrían firmado «obra perdurable». Del mismo modo, temprano en la lectura se constata que dicha labor nace del impulso de conocer, de esa urgencia por hallar respuestas, y que está antes al servicio del «valor moral de la memoria» que de honrar al biografiado. El escritor huye de la tentación filial de lo celebratorio lo mismo que busca ponderar la presencia intelectual de Luis Villoro. Una honestidad que va lacerando al pasar hojas, cuando quien lee comprende que esa exigencia confiere a la voz del narrador un leve temblor, el de la tensión de quien alberga por su protagonista emociones contradictorias: las fascinación por la talla intelectual del progenitor y el dolor infantil como reacción al divorcio de los padres, los recuerdos dulces de las gradas del estadio del Necaxa con la desazón de tener que recurrir a otros para comprender a quien debería haber resultado más cercano. Un compromiso con la memoria como imperativo ético que el autor se impone en lo que le resulta más íntimo para proyectarlo a los relatos que compartimos como sociedad. Platón, Kierkegaard, Benjamin, Wiesel…, no solo son invocados en estas casi trescientas páginas como tutores que nos han de permitir comprender cómo se está construyendo esa memoria específica sobre el padre, sino como invitación a la reflexión en torno a la manera en que armamos los discursos colectivos. Quién cuenta. Por qué cuenta. Desde dónde cuenta. Así nos sugiere inaugurar la lectura —la escucha— de cualquier historia, con pa-

sajes como ese de infancia en el que el pequeño Villoro, en la escuela, escuchaba relatar la masacre de Tlatelolco de acuerdo a los argumentos justificativos de Elena Garro —escritora que instó a Borges y Bioy, entre otros, a firmar un texto que felicitaba al entonces presidente Gustavo Díaz Ordaz por la violencia ejercida contra los estudiantes de izquierdas— que contrastaban con la vivencia de su padre. Esa presencia del yo, que no se inhibe del texto, que se involucra en los sucesos e incluso —muy elegantemente— se expone, es otro argumento contra la catalogación de este como una biografía al uso. No hay aquí una falsa apariencia de neutralidad, sino que como sucede con el narrador de esas Vidas minúsculas que escribió Pierre Michon, el autor es consciente de que se escribe a sí mismo al observar a ese otro del que proviene, con el que anda en disputa, y convierte La figura del mundo en una interesante adición para que a quienes fascinó con «Coyote» —obra maestra del cuento— o «Mariachi», a quienes nos hipnotiza cuando habla sobre Rulfo, podamos continuar descendiendo en la comprensión de su bibliografía. Más cuando la representación del padre viene a completar un hueco que quedaba pendiente en su producción literaria. Si en la reciente La tierra de la gran promesa (Random House, 2021) — novela sobre la que en otro momento contaré que casi me costó acabar detenido en el aeropuerto de Guadalajara— o en algunos relatos de Los culpables (Almadía, 2007), Juan Villoro reflexionaba sobre la cuestión mexicana, o en Palmeras de la brisa rápida (Alianza, 1989) recorría la península del Yucatán para comprender mejor la herencia materna, La figura del mundo recoge algunos cabos que se lanzaban en estas para avanzar en el relato de la identidad del hijo mexicano en que el autor parece embarcado desde hace décadas, como si desde la arena literaria hubiese aceptado la herencia del papá filósofo que, nacido en Barcelona, quiso compren-

der en que consistía la mexicanidad que abrazó. «Ahora hablo para sobreponerme al silencio que guardé en los años más importantes de mi vida», reflexiona Villoro sobre la génesis de su vocación. Pero apenas ha arrancado ya advierte al lector que La figura del mundo quedará inconcluso, que es un libro en curso y vivido a destiempo, que afronta las preguntas cuando las respuestas solo pueden ser obtenidas a medias, de forma parcial, cuando las reparaciones, si tuviese que haberlas, no pueden darse del todo, porque «diga lo que diga, nunca compensaré lo que no dije entonces».

por David Aliaga

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Hasta la libertad, siempre Carlos Manuel Álvarez

Los intrusos Anagrama 272 páginas

I. En un lugar de La Habana, de cuyo nombre no podía olvidarse, se estaba armando una revolución. El cronista estaba en Nueva York, medio exiliado, y sintió la necesidad de sentirse vivo. De no pertenecer al reino de los muertos. De los que callan y temen. De quienes permanecen quietos. Así fue como Carlos Manuel Álvarez cogió la mochila, la cargó con tres libros inspiradores –el Quijote, sonetos de Quevedo y los diarios de juventud de Lezama Lima– y aterrizó en Cuba. Aterrizó él, el pequeño pionero comunista que con diez años conoció al hombre de las metamorfosis: «el guerrillero romántico, el nacionalista revolucionario, el campeón del pueblo, el líder carismático y mesiánico, el estadista audaz, el marxista convencido, el caudillo latinoamericano de fusta y espuela, el estalinista feroz, el dictador megalómano» y, finalmente, «el anciano consumido y encorvado, con los ojos hundidos, la mirada vidriosa y el peso insoportable de sus cadáveres encima». El hombre que no necesitaba apellido: Fidel. El hombre cuyo apellido había modelado un país, una sociedad, un mito extranjero: el castrismo. Ahora, muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento ideológico en que había deriva64

do aquel régimen encanecido, apolillado y anacrónico, Carlos Manuel Álvarez asumía un papel distinto. Otro rol en la función. Ya no era el niño soriente abrazado por Fidel, el orgullo de su familia comunista, de padre médico y madre médica, que veía aquella caricia paternal del Líder a su hijo por la televisión cubana. Ahora el niño –ya cronista, ya mayor– se unía a la resistencia anticastrista en Damas 955, un barrio pobre de negros, estibadores y obreros, de putas, fritanga y pregón. Lo que quedaba de aquel niño se unía al Movimiento San Isidro: un grupo de doscientos artistas, intelectuales y activistas cubanos que en el otoño de 2020 se encerraron en una disidencia pacífica y revolucionaria entre huelgas de sed, vómitos por no comer, sábanas sobre cemento, paredes reventadas, tuberías herrumbrosas. Y mucho idealismo. Como el del Quijote. Solo que los molinos de viento eran gigantes. Y había que luchar. Había que contar. Lanza y adarga, y de fondo el Malecón. II. Nunca antes había leído a Carlos Manuel Álvarez. Ya tengo ganas de volverlo a hacer. Los intrusos lo sitúa, sin duda, en el dream team de los cronistas actuales. Na-

cido en Cuba en 1989, es periodista y ha publicado dos novelas (Los caídos, 2018; y Falsa guerra, 2021) y una colección de crónicas periodísticas (La tribu. Retratos de Cuba, 2021). Ahora ha ganado el Premio Anagrama de Crónica con Los intrusos, un libro que prestigia este joven galardón creado en 2019 y cuyo jurado cuenta con Juan Villoro, Silvia Sesé, Leila Guerriero o Martín Caparrós. Precisamente es Caparrós quien subraya en la contraportada la doble virtud del libro de Álvarez, su carácter híbrido. «Si la crónica es contar la realidad con las armas de la literatura, esto es crónica pura y dura, de la mejor. Y si el ensayo es tratar de entender por qué pasan las cosas, esto es un ensayo en toda regla». Y así es. Este libro honra y prestigia a la crónica, un género total, la novela del siglo XXI. Estas páginas encierran un gran trabajo. Álvarez emerge aquí como un gran escuchador, un perspicaz observador, un cronista que afila el estilo, un intelectual comprometido y honesto sin miedo a tomar partido. Un cronista que piensa, que narra, que escucha. Un cronista que explica, desvela, se expone. Un innovador que abre zanjas nuevas en el periodismo. Que lo quiere vivo e inteligente, con la rebeldía necesaria para adentrarse por los márgenes para llegar al corazón –no los datos, sí la ver-


dad— de esta historia de rebeldes cubanos cuyo activismo evidencia el fin de un régimen zombi: en pie pero ya muerto. Eso es lo que cuenta el libro: el fin de un régimen. Eso es lo que también cuenta: una Cuba de negros, pobres, desplazados del sistema, la Cuba real rodeada de lujosos hoteles para turistas blancos que van, ven y vencen con su mojito amaleconado y una caja de cohibas comprada en el aeropuerto entre quincalla revolucionaria hasta la victoria siempre. Y en medio ellos: los intrusos. III. ¿Quiénes son los intrusos? Ese es uno de los atractivos de esta obra: perfila las teselas mínimas de un mosaico humano. Una legión de disconformes que recuerdan a Albert Camus y su conocida primera frase: «¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no. Pero si niega, no renuncia: es también un hombre que dice sí, desde su primer movimiento». Eso hacen los intrusos de Álvarez. Decir no, decir sí. Luis Manuel Otero, con su iniciativa del Museo de la Disidencia, sus noches en el calabozo y sus frases como tiros: «Para mí es más compleja la vida que la muerte». Abu Duyanah, el musulmán que vigila la puerta donde se ha encerrado el grupo del Movimiento San Isidro para cuestionar al régimen por la última gota de un vaso ya mil veces derramado: el encarcelamiento del rapero Denis Solís. Los intrusos son Yasser Castellanos, con sus grafitis críticos en los muros. O Esteban Rodríguez, que convierte su vida en un reality de denuncia sobre el día a día de la isla mientras la policía política le pisa los talones. Los intrusos son Omara Ruiz, Adrián Rubio, Anyell Valdés. A todos ellos –a sus vidas en los márgenes del sistema, a sus voces firmes pero ensordinadas, a sus proyectos excluidos y ahora intrusos– se acerca y escucha la mirada del cronista. El intruso, sin embargo, también es él: Carlos Manuel Álvarez. Porque el libro alterna dos carriles. Hay capítulos para los intrusos, esas «vidas breves» como de santos laicos y rebeldes que desafían la dictadura. Que dicen no a Castro, que dicen sí a la libertad. Emparedados por esos capítulos que miran afuera, que miran a

otros, hay otros capítulos. Entradas más intimistas, reflexivas, personales. Piezas cortas, de unas diez páginas, que narran las memorias y las vivencias de Carlos Manuel en varios planos. Su vida pasada en Cuba, su mirada actual sobre Cuba, sus vivencias desde que aterriza en Cuba. Su experiencia en esa comuna quijotesca que desafía, desde una vivienda destartalada, a un régimen zombi pero con una policía política bien viva. Esa mirada es fértil. Y es ahí donde crece el vuelo ensayístico de la crónica, su apéndice más intelectual, con referencias a Walter Benjamin, Ulises, Antígona, Orwell, Calasso, Tucídides, Brecht, Fanon, Achille Mbembe, Faulkner, Lyotard o Flaubert. Es en esos capítulos, también, donde crece una mirada comprometida, militante; desencorsetada. La que cuestiona el sopor de la obediencia, la máquina de tedio del Estado totalitario. La que retrata a reos que se creen vigilantes. La que analiza, como entomólogo social, al individuo que va adquiriendo anticuerpos frente al Gran Hermano para, al fin, desligarse de esa especie humana creada en un herrumbroso laboratorio caribeño: el Homo Cubanicus. «Un Hombre Nuevo, en esencia un hombre mudo». Hay, de hecho, algo que recuerdo al gran libro de la periodista bielorrusa Svetlana Aleksiévich y su disección del Homo Sovieticus. Cuando Carlos Manuel Álvarez desenmascara la neolengua orwelliana: lo revolucionario, lo contrarrevolucionario, todas esas narrativas desgastadas. Cuando aborda el poder de la solidaridad que aterra al sistema. Cuando refleja la normalización, como algo connatural a la vida, de un terror cotidiano de baja intensidad, un miedo político que paraliza, que se mete bien adentro, que se olvida dentro de uno hasta acabar sin saber qué se teme ni por qué. Cuando resume el espíritu de la disidencia en tres palabras: «Proceso de desaprender». Esa es la crónica que piensa. Que hace pensar.

–«Esa zona en penumbra, al sur de La Habana Vieja, buscando la cara interior de la bahía, tenía la consistencia del vacío. Las paredes desconchadas, el polvo en las columnas y los quicios mugrientos, los anchos portales melancólicos y desiertos con olor a heces y a orina, las manchas desfiguradas por otras manchas, las ventanas entreabiertas, la procesión de techos dormidos en permanente avance hacia un horizonte difuso o ausente y las emisoras de radio que transmitían telegramas para audiencias que habían emigrado o que ya, de plano, no existían. El balance de la escena sugería, sin pudor, que todo había sido siempre así y que siempre lo sería, además». –«Cuando decía algo, las palabras, como babeadas, se le amontonaban en el bozal de tela. Morían indistinguibles, un montón de sonidos apachurrados que ni yo ni su jefe lográbamos desamarrar. Extraer alguna idea de su balbuceo era como ponerse a escoger Arroz». –«El país estaba lleno de personajes así, sujetos tristes de sesenta, setenta, que se prepararon para una guerra o una invasión que nunca tuvo lugar y que ahora se encontraban distribuidos por todas partes, custodiando plazas que ya nadie iba a destruir ni a tomar por las armas, pues era como apuñalar a un muerto». V. Página 122 de Los intrusos. «Ningún sueño utópico vale más que un cuerpo preso». Capítulo LVIII del Quijote: «El cautiverio es el mayor mal que puede venir a los Hombres». La libertad, querido Sancho.

IV. Y luego está la escritura. El estilo. La literatura. Esas frases que obligan a ensuciar las páginas con el subrayador. Mejor mostrarlas en crudo.

por Paco Cerdà 65


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Mario Bellatin y el Japón como simulacro flotante Mario Bellatin

Archipiélago Firmamento 235 páginas

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Entre las desazones románticas heredadas por el movimiento modernista hispanoamericano, la expresión de una elegante actitud escapista no fue sin duda la menor. Sin embargo, más allá de ese orientalismo decimonónico fraguado en las escrituras de Chateaubriand, Nerval, Renan, Flaubert o Edward William Lane –un tipo de discurso que, embebido de prejuicios, vehiculó la experiencia francesa y británica en relación con el islam y los árabes de Oriente Próximo, a quienes se representaba como crueles, irracionales, vengativos o libidinosos (por simplificar las tesis del rompedor y archiconocido estudio de Edward Said)–, se alzó desde las literaturas hispanoamericanas otro espacio que, aún más lejano que Egipto o Arabia, significaba un nuevo estadio civilizatorio, acaso superior al industrialismo occidental: el Japón, cuna de los mundos flotantes. Si el orientalismo hunde sus raíces en el siglo XVIII, la corriente de admiración japonista se enmarca claramente en el siglo XIX, entre los intersticios del realismo, el simbolismo y el decadentismo. Su influjo fue tan poderoso que ni Julián del Casal ni Rubén Darío necesitaron viajar hasta allá para constatar que en ese lejano país «como rosadas flechas de aljabas de oro / vuelan de los bambúes finos flamencos». En cambio, José Juan Tablada y Enrique Gómez Carrillo, en las postrimerías del Modernismo, sí

viajaron a Japón, a pesar de lo cual no dejaron de representar algunos aspectos de su realidad desde un prisma inevitablemente literario, nutrido de imágenes construidas y heredadas. Como se verá, este particular vaivén de representaciones e ideas a costa de la cultura japonesa no podía por menos de seducir a Mario Bellatin (Ciudad de México, 1960), cuya obra opera a menudo por montaje y ensamblaje de enigmáticos rastros e indicios narrativos. Por supuesto, además de los precursores japonistas del Modernismo hispanoamericano, también hubo europeos que contribuyeron al encumbramiento de la cultura japonesa desde mediados del XIX; de hecho, los hermanos Goncourt anhelaron briosamente ser considerados precursores de esta tendencia, tal y como recordó Tablada en En el país del sol (1919). Leamos uno de los paseos de los Goncourt. En él, Jules le refiere a Edmond, con evidente ánimo reivindicatorio, un salón amueblado con japonerías en uno de sus textos, de 1851: «¡Que me señalen los japonistas de entonces!». Sin duda, los famosos hermanos se veían a sí mismos como los genuinos propagadores de una revolución estética que habría de alcanzar, solamente entre los pintores, a Pisarro, Caillebotte, Toulouse-Lautrec o Van Gogh. París y el Japón sellaron entonces una alianza literaria escapista y nonchalante, ca-

paz de amalgamar abandono, sensualidad y aislamiento aristocrático: «En invernales horas, mirad a Carolina», reza el primer verso de «De invierno», un soneto en alejandrinos de Rubén Darío. Y la miramos, en efecto: descansa en un sillón, frente a las llamas del fuego, envuelta en su abrigo de marta cibelina, «no lejos de las jarras de porcelana china / que medio oculta un biombo de seda del Japón». Afuera, cómo no, «cae la nieve del cielo de París». Nos asomamos así a un mundo que ya sólo podemos intuir cuando contemplamos un afiche de cigarrillos de 1901, en el mejor de los casos. Paradójicamente, el gran impulsor del japonesismo en la lírica modernista, el cubano Julián del Casal, nunca llegó a traspasar las puertas de París, abatido por su propia melancolía. Al tiempo que los poemas de estos modernistas se llenaban de búcaros japoneses y de referencias al sourimono, en el verdadero Japón había dado comienzo la era Meiji, entre cuyas medidas modernizadoras figuró la promoción de la migración de parte de la población japonesa al extranjero, singularmente a países latinoamericanos. En 1873 Japón firmó un acuerdo con Perú; en 1891, estableció consulado en México. Se sucedieron varias oleadas migratorias de campesinos procedentes del Japón, atraídos en particular por las haciendas azucareras peruanas y los cafeta-


les brasileños. En el campo literario, al cisne de engañoso plumaje se le fue torciendo el cuello. El progresivo cansancio de los esplendores del Modernismo correrá paralelo en Perú, en las primeras décadas del siglo XX, a la fundación de escuelas japonesas o al incremento del flujo migratorio desde Kanagawa u Osaka, aunque las relaciones se tensaron durante la Segunda Guerra Mundial, cuando se implantaron medidas antijaponesas. Poco a poco, Japón dejará de ser un espacio remoto y ajeno para las sociedades peruana, mexicana o brasileña. Como ha señalado Macarena Areco, la literatura hispanoamericana de la segunda mitad del siglo XX alumbra en consecuencia «un Japón cercano, ya no como espacio exterior ideal, sino como un ámbito interior degradado, incluso contaminado». Surgen entonces personajes como el leproso Fushía de La casa verde (1966) de Mario Vargas Llosa, instalados en los complejos márgenes de los imaginarios nacionales. La traslación de identidades aquí esbozada desde la época modernista ha tenido continuidad en la literatura hispanoamericana del siglo presente. Bajo la forma de reescrituras, homenajes o alusiones significativas, Japón ha seguido infiltrándose en libros como Memorias de mis putas tristes (2004) de Gabriel García Márquez o Bonsái (2007) de Alejandro Zambra, si bien cabe ya destacar a este respecto la configuración de una suerte de prefectura autónoma dentro del territorio literario de Mario Bellatin. A estos efectos, la ya imprescindible editorial Firmamento ha decidido presentar cuatro ficciones de ambientación japonesa de este autor bajo el título de Archipiélago, compuesto por «El jardín de la señora Murakami», «Shiki Nagaoka: una nariz de ficción», «Bola negra» y «El pasante de notario Murasaki Shikibu». Así pues, en un mundo de por sí roturado de simulacros, representar nuevamente el Japón, tal y como ha hecho Bellatin, significa enfatizar desde Latinoamérica el carácter movedizo, inestable, caprichoso y voluble de nuestra realidad, así como la fatuidad de todo proyecto que aspire a evocar una identidad sólida o estable. Un texto de Bellatin que podría ser considerado un obvio precedente del archipiélago narrativo que nos ocupa orientará nuestra lectura: se trata de Salón de belleza (1994), cuyo diálogo con La casa de las bellas

durmientes de Yasunari Kawabata (1961) se vuelve angustiosamente espeso por la concurrencia asfixiante de la enfermedad y la muerte. En verdad, siempre hay algo que parece no encajar en las ficciones de Bellatin, cuyos narradores y personajes se integran en una sucesión de vistas, de acciones; no obstante, se trata de una sucesión que el relato no termina de organizar en –por así decirlo– la unidad dinámica de una entidad unívoca. Una suerte de vórtice desordenador succiona las tramas de Bellatin, volviéndolas plenamente reconocibles por mor de su característica inestabilidad. Así, todo en Archipiélago parece contingente, incluso el carácter japonista de estas narraciones, que conservan el delicado y confuso encanto de un simulacro identitario, es decir, de todo aquello que ya no podremos recuperar. La primera historia, «El jardín de la señora Murakami», establece algunas claves fundamentales. En lo esencial, se trata del relato de una venganza; también, de una sucesión de peripecias donde priman la desconfianza y la traición, en diferentes niveles. La venganza corre a cargo del señor Murakami, quien parece haberlo dispuesto todo para que la viudez de la señora Murakami no sea precisamente apacible. Mientras tanto, conocemos el modo en el que la joven Izu se ha convertido en la señora Murakami: galanteadores preteridos, sucias maniobras universitarias, chantajes de su futuro marido, infidelidades matrimoniales. El lector asiste a una narración que se sucede con mansa inevitabilidad: algunos aspectos humillantes o crueles se refieren como si nada, dispersos en la consabida tramoya de una vida vulgar (¿de una vida vulgar japonesa?). Pero sucede que las lectoras y los lectores también se cuestionan si esos hechos son aceptables. En cualquier caso, poco a poco se amontonan los elementos que socavan la «japonesidad» de la historia: las notas a pie de página resultan en ocasiones demasiado obvias o innecesarias, y algunos antropónimos semejan paródicos (Kenzo, Mitsubishi). Al final, incluso, se sugiere que aquello no tuvo lugar en realidad en Japón… Y, a mayor abundamiento, el texto concluye con la palabra otsomuru, referida a un final que es en realidad un comienzo (¿dónde estamos?). La adenda subraya el carácter hipotético de los personajes, de la escenografía japo-

nesa y de la propia literatura de Bellatin. No existen mapas para el desconcierto. De una cosa sí estamos seguros: la referida inestabilidad diegética y el desarreglo que emana de los elementos de la fábula (acontecimientos, actores, tiempo y lugar) constituyen el perno sobre el que se sustenta la literatura dislocada de Bellatin, en estrecho diálogo con los proyectos artísticos de César Moro, Duchamp o Beuys. De hecho, Graciela Speranza ha calificado el proyecto de «Los cien mil libros de Bellatin» como «su versión siglo XXI de la Boîte-en-valise». Los trampantojos narrativos se acentúan en «Shiki Nagaoka: una nariz de ficción», que responde a esa entropía de historias y acechanzas biográficas típicas de Bellatin: de algún modo, si contempláramos el microgénero de las «biografías de autor imaginario» a la luz de la teoría de los conjuntos, la vida en palabras e imágenes de Shiki Nagaoka ocuparía la extravagante intersección que podría darse entre los infames héroes borgianos, el desaforado Torres Campalans de Max Aub, los recuentos brico-biográficos de W. G. Sebald o algunos aspectos de la obra artística de Christian Boltanski. «Lo posible», afirmó Gaston Bachelard, «es una tentación que la realidad termina siempre por aceptar». Probablemente la descomunal nariz de Nagaoka nos esté diciendo algo sobre nuestra forma de relacionarnos con el otro; también, con nuestras propias ilusiones (incluidas las literarias). Y el lector se inclina por aceptar que ha viajado por Japón de la mano desestabilizadora de Bellatin. ¿Pero acaso hemos visitado un Japón falso, un Japón configurado desde alguna quimera hispanoamericana?, ¿qué Perú, qué México, qué España se refleja desde el mundo flotante propuesto por el autor? Lejos quedan el cisne modernista y el búho de Pedro Salinas. En el paradigma Bellatin, sería llegada la hora de los perros héroes. A continuación, la lectura de «Bola negra» y «El pasante de notario Murasaki Shikibu» confirman la turbia referencialidad de nuestro universo, de cuyos espejismos Bellatin todavía es capaz de extraer sus más gentiles contornos.

por Cristian Crusat

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La educación física Rosario Villajos

La educación física Seix Barral 304 páginas

Una tarde de 1993, a las afueras de una ciudad española de tamaño medio, una adolescente de dieciséis años busca el modo de regresar a casa sin incumplir el límite horario que le han impuesto sus padres. Está desorientada porque hace apenas unos minutos tuvo que improvisar una huida: el papá de su mejor amiga acaba de hacerle algo. De ahí que La educación física nos presente a su protagonista perdida y sola en algún punto de la periferia. A lo largo de las cuatro horas siguientes, los lectores acompañaremos a Catalina mientras hace autostop, sube a un autobús, camina, interactúa con otras personas… Y descubriremos que sentirá miedo en todo momento. Y nos contagiaremos de ese miedo, por mucho que el suspense de las situaciones sea ambiguo (y qué bien lo maneja la autora), por mucho que allá afuera las amenazas se disfracen de costumbres legítimas o de comprensibles réplicas biológicas, loshombres-ya-se-sabe, ante la única culpa verdadera, la que carga ella, Catalina, que a fin de cuentas es una chica, es decir, una provocación encarnada e inaugural. Pero, pese a la perturbación y el temor que asedian a Catalina, su mente no se detiene en las circunstancias inmedia-

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tas, ávida de encontrar respuestas. Inquisitivo, dotado de ese tipo de lucidez incipiente que arraiga en las inseguridades de algunas adolescencias, su pensamiento recrea sin cesar los hitos biográficos que configuraron las dudas que hoy la acechan, el enfrentamiento que vive con su propio cuerpo, con su sexualidad y los mandatos de género. Para entender lo ocurrido (la agresión ajena, pero sobre todo el colapso que ha experimentado al sufrirla), Catalina hace recuento de las innumerables lecciones magistrales que desde niña le han ido enseñando que el terror, la represión y el silencio son el hábitat natural de las criaturas femeninas, los únicos mecanismos de defensa válidos. A veces esas enseñanzas las impartieron el Hogar o el Colegio; pero también asomaron en cuanto Catalina quiso forjar amistades, complicidades o noviazgos. La estructura de La educación física alterna el relato de esas horas escasas (contadas en presente) con múltiples puntos de fuga narrativa (conjugados en pasado) que indagan en el tema central de la novela: los mecanismos represivos que apuntalan el control social sistemá-

tico sobre los cuerpos de las mujeres. Rosario Villajos resuelve el ir y venir entre distintos planos temporales con una agilidad sin apenas fisuras, en parte gracias a su talento destiladamente narrativo, y en parte porque las correspondencias que establece entre acontecimientos siempre iluminan algún matiz. Con eso tan pomposo de «talento narrativo destilado» me quería referir a lo siguiente: como lector, siento que las novelas de Villajos piensan a fondo nuestra época, que la capturan de un modo abstracto, que sintetizan ideas de amplio espectro. Ahora bien, lo hacen sin echar mano de derivas teóricas o simbolismos explícitos, sólo a través del ritmo, los personajes y los vínculos que establecen entre sí, las situaciones, los objetos, los espacios... En definitiva, sus novelas (en especial, La muela y La educación física) son relatos puros, tangibles, concretísimos, al servicio plástico de intuiciones universales, un poco como los mitos clásicos que tanto fascinan a Catalina. En el caso que nos ocupa, el gran acierto literario de Villajos es la voz narradora que ha escogido. A pesar de no abandonar jamás el uso de la tercera persona,


esta voz se las apaña para combinar sutilmente una moderada omnisciencia con numerosos pasajes en los que se confunde claramente (¡permítanme la paradoja fácil!) con el flujo de conciencia de la protagonista. El encuadre se abre o cierra según las necesidades, acercándonos a la tonalidad individual de Catalina sin renunciar al privilegio de ampliar la perspectiva cuando conviene. Lo curioso es que estamos ante una autora que también se lo pasa bomba arrastrando lo pulcramente «literario» al territorio de la denuncia explícita, con los brazos en jarras y cierta negritud humorística, desafiante y señaladora. La educación física sabe perfectamente cómo «editorializar» (dicho entre enormes comillas) a través del detalle compositivo, sí, pero aquí y allá se da el gusto de enfadarse, mostrarse corrosiva, subrayar a las bravas dónde está el mal y quién es el culpable, entonar una política. Villajos ha venido a producir un efecto en nosotros, no a decorarse. Por eso, si la presión de la mirada masculina sobre el cuerpo femenino es obvia y omnipresente, la señalará en crudo, sin descanso, obvia y omnipresentemente. Por cierto, en relación indirecta con esto, me chifla su querencia por la mierda y el cagar, acordes escatológicos que puntúan el conjunto de su obra encadenándola a la realidad más material y subrayando su vocación desmitificadora. Todos estos ingredientes conviven y fluctúan sin problema en un texto fluidísimo. Si me obligaran a asignarle un solo tema o «moraleja» a La educación física, sería que a las mujeres se las educa para sentirse doblemente culpables, por su deseo y por el deseo de los hombres. De ahí que resulte tan acertada la ambientación en la España de los primeros noventa. El gesto responderá en parte a la memoria autobiográfica y generacional, quién lo duda, pero también al amago contrarreformista contra la liberación femenina que tuvo lugar en aquellos años. En este sentido, la novela bebe de Microfísica sexista del poder, de Nerea Barjola (Virus Editorial, 2018; la propia Villajos lo ha citado como referencia en más de una entrevista), brillan-

te ensayo foucaultiano que interpreta el tratamiento mediático del caso Alcásser como un mecanismo de represión sexual y de advertencia colectiva a las jóvenes de entonces: «Saliros de la norma os saldrá caro, hijas nuestras». En efecto, Alcásser y la crónica negra feminicida conforman el paisaje de fondo que condiciona a Catalina, inoculándole dosis masivas de pavor y culpa (¿Estaré provocando, tomándome demasiadas libertades, buscándomelo…?), una culpa que constituye el mayor éxito del sistema patriarcal: convertir a la víctima en responsable, obligándola a auto-vigilarse y auto-castigarse. Por lo demás, el descenso a 1993 permite contrastar el machismo de entonces con el de ahora: el libro aguanta perfectamente una lectura sociológica de este tipo (no en vano, desde su debut con Ramona, Villajos destaca por su capacidad para capar los procesos colectivos, en un barrio o en un continente). Finalmente, urge desactivar el potencial prejuicio de que La educación física apela sólo a las mujeres, que según esa lógica serían las únicas lectoras capaces de identificarse con lo que cuenta. Los tres primeros argumentos en contra de semejante ingenuidad son muy socorridos: 1, leer novela no consiste necesariamente en «identificarse»; 2, la buena escritura tiene un valor intrínseco universal; 3, la realidad que enfoca este libro nos concierne a todos. Sin embargo, hay un cuarto argumento fundamental. La narradora utiliza en una ocasión el término «disforias», una palabra que puede significar «tristeza» o «ansiedad» pero que en los últimos tiempos asociamos al divorcio radical que algunas personas sienten entre su sexo biológico y el género con el que se identifican. Villajos lo sabe y juega con ello, a pesar de que las incomodidades de identidad que padece su personaje no apuntan a un caso de disforia de género (sólo se insinúa su posible bisexualidad). La introducción del término me parece estimulante precisamente porque la necesidad de reventar los arquetipos culturales binarios no apela solo a la comunidad transexual, sino a cualquiera que no encaje ni quiera encajar en los moldes que

determinan coercitivamente qué es «ser hombre» o «ser mujer», qué cuerpos son atractivos y cuáles no, etc. Por cierto, La educación física se adentra a ratos en el género de la novela teenager con resultados realmente incómodos, llenos de chicos en manada sobreactuando su masculinidad, chicas en competición fratricida de popularidad, homofobia heredada, etc. «Disforias», pues… No resulta extraño que aparezca un concepto como ese, no en vano Villajos pertenece a una estirpe de autoras contemporáneas que han encontrado en el cuerpo su principal campo de batalla sobre el que desplegar estéticas y discursos. La educación física se detiene con frecuencia a registrar los fenómenos del cuerpo femenino, con páginas desacomplejadas acerca de la primera regla, el silencio ambiental que le sigue (la naturaleza como tabú), el deseo, la sensibilidad de un pezón bajo la ducha, el rechazo al contacto físico no solicitado, los complejos estéticos… En conjunto, un catálogo de experiencias físicas y psicológicas que captura en toda su crudeza la peripecia de una generación de mujeres, o de cualquier generación de mujeres. Por último, observemos que la familia queda retratada como un Leviatán espinoso, áspero; las amistades son inestables; el sistema educativo, corrupto; el lenguaje, un recurso comunicativo cercenado por la hipocresía de la sociedad… Casi hasta su final (abierto, levemente esperanzado), La educación física es el estudio de un personaje sometido a una soledad radical. Por eso, es muy inteligente que Villajos desarrolle la novela (como si fuera un cuento folclórico) en el recorrido que lleva a Catalina de una violencia externa a la opresión del hogar, atravesando un paisaje anodino, sin arraigo, en tránsito. Al lector le queda el deseo de saber más de la protagonista, de seguirla en sus pasos futuros, de comprobar si, como ella misma anuncia de pasada, algún día se convertirá en escritora.

por Nadal Suau

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Una música Hernán Ronsino

Una música Sexto Piso 184 páginas

¿En qué consiste escribir contra el sistema? Hernán Ronsino es una buena respuesta a esa pregunta. Escribir contra el sistema es, sin duda, sacar del centro la casi siempre tediosa e inconcluyente pregunta «¿Quién soy?» que impone la literatura autoficcional, para sustituirla por otra más grave, más periférica o más política: «¿Quién era él o ella», «¿Qué es esto?», «¿Qué significa este paisaje, esta música que existían antes de que yo los encontrara y que seguirán existiendo cuando yo me aleje de ellos?». Las preguntas y la escritura de Ronsino son también antisistema porque hacen exactamente lo contrario de las redes: dar por descontado la insignificancia de

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quien escribe para centrarse en lo que le concierne. Son antisistema porque atacan la concepción del tiempo en la que respiramos, comemos, dormimos y, sobre todo, comerciamos con nuestra imagen y nuestra biografía y nos impone un tiempo en el que lo humano deja de ser el centro y es ocupado por el paisaje y por lo político. La trama central de Una música es bastante clásica en términos de psicologismo realista: Juan Sebastián Lebonté, un pianista célebre, recibe en mitad de una gira la noticia de la muerte de su padre, y cuando regresa a su país (Argentina), la noticia de la herencia de un pequeño terreno en Paso del Rey, en el conurbano bonaerense. Lo que encuentra al llegar es un paraje que lleva décadas ocupado por otra gente. Un campo pobre, cubierto de matojos, cruzado por una vía de tren que llega de la ciudad. A partir de ese punto el viaje identitario de Lebonté se divide en dos caminos: los gestos que tiene que hacer para sobrevivir en esa comunidad que le acoge (Lebonté tiene que cambiar su nombre, aprender a ser albañil, carpintero, entrar en otro sistema. «No sé por qué lo hago», dice, «pero persisto con voluntad») y la exploración interna y de la memoria que hace de la figura del padre recientemente fallecido y su obsesión patológica con un músico (Bill Turner) y un disco en particular (Hudson), una obsesión que se sitúa en la base de la presión que ejerció sobre su hijo para convertirse en pianista. Lebonté, al fin, es como muchas personas, un hueco conformado entre dos presiones, una social que hace de él lo que necesita, y un padre que lo modela para satisfacer una obsesión privada. Pero la marca de la casa de Ronsino no es solo ese pesimismo más o menos determinista en el que se componen casi todas las identidades humanas, sino la forma en la que esa «tristeza» queda suavizada por un paisaje que nos restaura, una naturaleza que es más grande que nosotros y cuya belleza es fácil que pase desapercibida. En los libros de Ronsino hay siempre dos placas tectonicas que colisionan, y se mueven

a velocidades distintas: lo humano y lo natural. Hudson, el disco de Bill Turner, es precisamente la manifestación de esa gracia restauradora, de ese poder chamánico de la música y Paso del Rey esa orilla de lo industrial contaminada, fabril, como un resto desacoplado entre la gran urbe y el comienzo inminente del campo, un paisaje en tránsito, igual que su protagonista. Están los pájaros, está el paisaje, hay un lago, un bote, hay incluso un renacer, solo que atravesado por la falta de trabajo, por el eco de la violencia de los años setenta, por unos sindicatos que no defienden ya a nadie; una bucólica industrial. La escritura de Ronsino es también antisistema por un último elemento clave: su velocidad. En contraposición a un modelo de literatura espídica que trata de imitar un lenguaje audiovisual que siempre le ganará la mano, Ronsino opta por ralentizar todavía un poco más lo literario, por redoblar la apuesta. El resultado es una literatura ambiental, Faulkneriana, que le ha llevado a situarse en lo mejor de su estilo y a ganar recientemente el premio al mejor libro del año para la crítica en la Feria del Libro de Buenos Aires. Un gran autor, en definitiva, en plenitud de sus capacidades.

por Andrés Barba


Las variaciones Giralt Torrente Marcos Giralt Torrente

Algún día seré recuerdo Anagrama 208 páginas

En los manuales de ese magisterio difuso al que se ha venido a llamar escritura creativa debería figurar, junto a la máxima de Hipócrates, ya se sabe, el arte es largo (de aprender) y la vida corta, una advertencia que, de cumplirse a rajatabla, nos habría librado de algunos de los peores humores de la literatura de este inicio de

milenio: la tendencia, asociada, aunque no siempre, al diletantismo, de aspirar a escribir ‘Guerra y Paz’ a las primeras de cambio. O lo que es lo mismo, a partir de pecado del exceso, como si sólo se pudiera alcanzar la gloria artística, signifique esto lo que signifique, a través de una obra que contuviera de principio a fin todas las técnicas y recursos narrativos y pretendiera modificar nada menos que al mundo o a uno mismo. Una circunstancia que, por recurrente, ha hecho que su antítesis, la brevedad, la prosa de dietario, lo fragmentario, irrumpa con una fuerza depuradora parecida a la que transmite un poema cristalino frente a las fantasmagorías del artificio. Y que, además, cuenta con el aval de una tradición secular que ha dado algunos de los títulos más imaginativos y paradójicamente experimentales de los últimos siglos. Marcos Giralt Torrente (Madrid, 1968) es dueño de un estilo que se alinea de manera natural en el terreno opuesto a la grandilocuencia. Tal vez por eso sus libros resultan tan reconfortantes y singulares entre la a menudo ciclópea producción literaria en español, en la que imparte tomo a tomo una lección del uso del idioma especialmente provechosa para los que se acercan a la escritura bajo el vapor pseudodivino de una presunta sobredotación. Giralt Torrente escribe con una fluidez que se va expandiendo desde la precisión y la sencillez hasta abarcar una compleja gama de tonalidades, sometiendo la forma a los mandatos de una misión autoimpuesta que hace que la estética se imbrique en una ética del relato que reluce por su honestidad. Casi siempre valiéndose de motivos engañosamente pequeños y cotidianos, que son, por otra parte, los que han acabado por desencadenar algunas de las páginas más brillantes de la literatura; esas historias en las que la anécdota doméstica va cociendo a fuego lento el diamante de lo extraordinario, cuando no filtrando un discurso que acaba por conectar con incertidumbres atemporales y de incumbencia universal. Un compromiso-que no una fórmula- ya ensayado en propuestas como Tiempo de vida (Premio Nacional de Narrativa) y que ahora exhibe a cara descu-

bierta su engranaje con Algún día seré recuerdo (Anagrama), libro de misceláneas en el que se mezclan conferencias, artículos de opinión, crónicas, semblanzas familiares -Marcos Giralt es nieto de Torrente Ballester e hijo del pintor Juan Giralt- y otros textos inclasificables. Y que afluye con una vasta cantidad de vasos comunicantes, destacando por su coherencia y por un sentido de la unidad que lo hace asemejarse a una novela concebida con un espíritu reposadamente perecquiano y parecido al ensamblaje de un rompecabezas. Con una galería de personajes que va de Joe Strummer a Kurt Schwitters o Bergamín, Marcos Giralt Torrente da una vuelta de tuerca en este conjunto de piezas a los límites entre la realidad y la ficción, deslizando reflexiones sobre la construcción del propio relato y de la palabra escrita. Y abundando, de paso, con perspicacia y sentido del humor en asuntos tan inagotables como la muerte, la paternidad, las relaciones familiares, la memoria o la creación. Todo ello hilvanándose constantemente en un juego caleidoscópico que el propio autor define como una suerte de autorretrato al trasluz. Quizás también en una clase de cátedra sobre la reivindicación de los llamados géneros fugaces (la prensa, la anotación, el cuaderno) y su maestría en el encaje y el brillo literario de la concreción. Marcos Giralt Torrente, con esta nueva entrega, reconcilia con la magnitud de la literatura supuestamente menor, componiendo, desde la interconexión desmadejada de los textos, un libro al que no le faltan ninguna de las emociones que generalmente conviven detrás de ese biombo- no se olvide, ya de por sí mutante- que es la novela: la franqueza de la confesión, la anécdota, el pensamiento ensayístico e, incluso, por momentos, el arrebato lírico. Mucho más que una simple suma.

por Lucas Martín Jurado

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Gozo, la vagancia de la mirada Azahara Alonso

Gozo Siruela 208 páginas

«Hay una clase de conocimiento frío y árido en las cimas de la ciencia formal y laboriosa, pero es simplemente mirando a tu alrededor como aprenderás los hechos cálidos y palpitantes de la vida. Mientras que otros abarrotan su memoria cargándola de palabras inservibles, la mitad de las cuales se les habrán olvidado antes de que acabe la semana, el que no asiste a clase puede aprender algún arte verdaderamente útil: tocar el violín, apreciar un buen cigarro puro o

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hablar con naturalidad y acierto a toda clase de personas», escribía Stevenson en su Defensa de los ociosos. Sus palabras suenan hoy algo ingenuas cuando abarrotar la memoria de conocimiento y erudición sigue siendo tan inútilmente útil como era entonces apreciar un buen cigarro. Porque hoy la utilidad reconocida es aquella que va asociada a la producción de capital, porque hoy, parafraseando a Nuccio Ordine, tiene más valor un martillo que se pueda vender que la más sublime de las sinfonías. La ética del capital se impone hasta el punto que, como señala Franco Berardi, los trabajadores no son más que las horas de trabajo productivo. De ahí la reivindicación de la ociosidad. No es algo nuevo, ya en De inmenso Giordano Bruno alertaba de los peligros de convertir el lucro en la vara de medir de casi todo. Azahara Alonso se inscribe en la tradición de Bruno, que es también la de Séneca, la de Stevenson, la de Bertrand Russell y la de Paul Lafargue. En Gozo, un libro que transita por los distintos géneros –del relato de viaje al texto autobiográfico; del ensayo poético a la escritura de fragmentos; del diario íntimo al manifiesto político-, la poeta explora la idea del gozo, indagando en las distintas connotaciones que tiene dicho concepto, que se materializa en la isla griega de mismo nombre en la que la autora recala a lo largo de un año. Esta estancia en la isla es el punto de partida de este libro que, a través del fragmento y la cita, se vuelve una forma de vagancia: «Me doy cuenta de que pasear es una manera contradictoria e impecable de no hacer nada. Por eso quiero saber a dónde puede llevarme un paseo, porque sabré con ello hasta dónde se extiende el albedrío que depende solo de mi cuerpo». La isla, espacio reducido y delimitado, pero que «contiene el horizonte por completo», es sinónimo de opulencia, de falta de límites. La estancia allí es un intento de recuperar una vida solo accesible en vacaciones, de ahí la voluntad contestaría de la autora: romper con la ética del trabajo, con la autoexplotación de la que no so-

mos conscientes y que nos hace creer que ser productivo es nuestra razón de ser. Pero, no es así: nos lleva a la condición alienante del no ser, sin ni tan siquiera salvarnos de la precariedad, realidad sobre la que Alonso hace hincapié de la misma manera que hace hincapié en toda esa productividad que no es merecedora de salario y que tiene que ver con el ámbito doméstico. «¿Y qué haremos con el trabajo doméstico?». La respuesta la hallamos en Paul Lafargue: «Es preciso que [el proletario] retorne a sus instintos naturales; que proclame los “Derechos de la pereza”, un millón de veces más nobles y sagrados que los tísicos “Derechos del hombre”». No hay ingenuidad en estos postulados. Alonso es consciente de que el libro de Lafargue tiene algo de utópico. Por ello, el elemento material está presente en todas las páginas de Gozo, cuyo carácter subversivo radica en convertir la pereza y la vagancia en una mirada distante capaz de sustraerse de los imperativos, en una mirada lúcida de reconocimiento de las lógicas de acumulación, de ese «afán insaciable de lucro que a todos nos infecta (…) y nos esclaviza», como diría el pseudo-Longino. Gozo es el relato de la construcción de una poética, de ahí que en las últimas páginas del libro la reflexión sobre la escritura adquiera particular importancia. Escribir es, entre otras muchas cosas, saber decir, a la manera de Bartleby, «preferiría no hacerlo»; escribir, como lo hace Alonso, es mirar sustrayéndonos de las dinámicas impuestas por la infraestructura circundante, es observar más allá de lo previsible, es indagar en el lenguaje y explorarlo en su interminable potencia. Escribir es suspender el tiempo, a avanzar a tientas y sin «miedo a que detrás pudiera no venir el verano», como le dijo Rilke al joven poeta.

por Anna María Iglesia


La enfermedad del odio Juan Iturralde

Días de llamas Malastierras 546 páginas

De muy poca presencia literaria pública anterior, Juan Iturralde, pseudónimo no secreto del abogado del Estado salmantino José María Pérez Prat, llamó poderosamente la atención a finales de 1979 con la novela Días de llamas. Nacido en 1917, pertenece a la primera generación literaria de posguerra, la de aquellos escritores que participaron activamente en la lucha y se sintieron urgidos a dar cuenta narrativa de esa traumatizante y decisiva experiencia. Iturralde se sumó, con notorio retraso, a las novelaciones de aquel episodio personal y colectivo que hicieron sus coetáneos Arturo Barea, Manuel Andújar, Max Aub,

Ramón Sender, Cela o Luis Romero desde distintas ópticas ideológicas y con tratamientos formales también muy diversos. Ampliaba, pues, Días de llamas el inabarcable repertorio de la prosa de ficción sobre la guerra civil, pero lo hacía con signos distintivos muy acentuados. Respecto del fondo, aportaba un punto de vista personal, los dilemas de un republicano liberal de clase media que contrasta su fidelidad al orden legítimo y la oleada revolucionaria. Aquella primera edición se encabezaba —además de con la frase de Víctor Hugo que da título al libro— con una cita del Viaje al fondo de la noche de L. F. Celine, desaparecida de las ediciones siguientes, que subraya el mensaje fundamental del libro, una absoluta desolación. En la forma, se lanzaba Iturralde a un monólogo oceánico de medio millar de tupidas páginas que era el estilo oportuno para mostrar las graves desavenencias espirituales que atormentan al protagonista. No estará de más señalar, por su curiosidad histórica, que la primera edición de una obra de enjundia política apareció en una colección, La Gaya Ciencia, regentada por Rosa Regás, que abanderaba la prosa de la vanguardia formalista y novísima. Días de llamas es una novela de la guerra civil por la notación minutísima de sucesos de los primeros días y meses de la militarada franquista. Queda constancia del miedo de los ciudadanos, de las patrullas milicianas incontroladas, de la resistencia de los fascistas rebeldes, del febril ajetreo gubernamental, de los bombardeos y tiroteos… Su ámbito temático supera, sin embargo, esa concreta circunstancia y se amplía hasta un diagnóstico englobador de la República. De modo que es, más que de la guerra, un fresco de las irresueltas tensiones republicanas. Para ello, Iturralde acota muy bien el espacio y lo ciñe a pocos lugares. El principal, puesto que funciona como espoleta que genera toda la trama, es una checa en Madrid, donde el protagonista y narrador, el juez de primera instancia Tomás Labayen, sufre por el incierto destino que le aguarda, espera que en cualquier momento figure en la lista de las “sacas” y le apliquen una clandestina ejecución. En ese terrible tiempo muerto escribe sus

vivencias y relata las reacciones y comportamientos de los sucesivos compañeros de prisión. El presente propicia un lúcido ejercicio rememorativo que, a su vez, tiene unos pocos escenarios. Algunos pertenecen a la conveniencia ambiental del relato: los militares sublevados en el Cuartel de la Montaña, la situación en la Cárcel Modelo, reuniones en cafés, dificultades cotidianas… Otro se emplaza en Toledo, adonde Labayen ha sido destinado para evitar los desafueros de la justicia popular y coincide con escenas de la resistencia del Alcázar a las fuerzas gubernamentales. Uno más se localiza en el domicilio familiar del juez. Esta casa es como un crisol de las tensiones específicas de entonces, además de añadir una plástica materia humana sobre actitudes, pulsiones y conductas. Un calculado conjunto aúna desde lo privado, lo profesional o lo sentimental hasta lo ideológico. Estos rasgos los encarnan el padre, coronel retirado; la madre, epítome de la clase media religiosa y conservadora; el hermano, capitán de artillería que se adhiere por un falso compañerismo a los sublevados; la hermana, casada con un exmilitar corrupto y una criada, heredera de las grandes figuras de sirvientas galdosianas. Tratándose, pues, de una novela de acendrado intimismo, se eleva hasta un retablo coral. Pero en él no es definitoria su aportación histórico documental sino la raíz ética que inspira la escritura. Más allá de los enfrentamientos de clase, mostrados con toda contundencia y en un diálogo dialéctico, Iturralde, ajeno a cualquier simplificación maniquea o propagandística, derrocha una admirable prosa atormentada para zambullirse en la quizás más grave enfermedad del alma, el odio. Ni una pizca de valor hay que regatearle al interés testimonial —crónica de un proceso revolucionario— de Días de llamas, pero leída hoy la novela reclama subrayar su dimensión antropológica. En cualquier caso, su rescate actual supone un debido clarinazo de atención sobre una de las grandes novelas españolas de posguerra.

por Santos Sanz Villanueva

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BIBLIOTECA

Cuando mañana fue ayer Michel Nieva

La infancia del mundo Anagrama 168 páginas

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Con inmensa lucidez, Mónica Ojeda comentó en el Encuentro Iberoamericano de escritores en Madrid que las etiquetas literarias eran útiles para el periodismo y el mundo de la investigación, pero que la escritura ficcional debía traspasarlas. Pese a todo, dentro de ese mundo de etiquetas resulta posible destacar este momento del siglo XXI como el tiempo cuando la ciencia ficción comienza a obtener un rango de preminencia del que tal vez había carecido hasta ahora en nuestro idioma. Brillantes títulos actuales como Mugre rosa de Fernanda Trías, Kentukis de Samantha

Schweblin, Las visiones de Edmundo Paz Soldán, Gente que ríe de Laura Chivite, La mucama de Omicunlé de Rita Indiana, perfectamente pueden encajar dentro de las singularidades de la ficción especulativa. Una realidad que enlaza con notables novelas del pasado como La invención de Morel de Bioy Casares o Percusión de José Balza, leídas y celebradas en aquellos momentos con otro tipo de recepciones críticas. Esta coincidencia estética de varios títulos notables podría significar una ampliación del universo de lecturas ficcionales en nuestro idioma, mundo que desde hace décadas también incorporó a sus preferencias a la hasta entonces subvalorada novela negra. Es dentro de ese paisaje donde podemos ubicar un título como La infancia del mundo, de Michel Nieva (Argentina, 1988) y actualmente residente en EE.UU. Hablamos de un producto verbal perfecto para este momento del mercado: destrucción climática del planeta, especulación financiera, pandemias que generan pingues negocios a crueles empresarios. Ubicada en el 2197, esta historia habla de un mundo en el que se derriten los hielos antárticos y un insólito mundo caribeño irrumpe como consecuencia del capitalismo salvaje que ha azotado al planeta (pareciera quedar fuera de esta historia lo que pudo suceder con modelos alternativos vigentes en el siglo XXI como los de China, Corea del Norte, Cuba, Nicaragua o Venezuela). Hablamos de una propuesta destinada al feliz asentimiento de los lectores, quienes encontrarán en esta pieza narrativa la confirmación de buena parte de los discursos de la intelectualidad de este momento. Es en ese sentido un libro amable, esperado, una confirmación ficcional de las preocupaciones que inundan las redes sociales; de allí que despierte desde sus inicios una indudable simpatía. El propio autor (investigador y docente de la Universidad de Nueva York) muestra una nítida claridad de las etiquetas dentro de las que se mueve su proyecto de escritura: «Quería hablar del cambio climático como un fenómeno político que es producto de la depredación capitalista del ambiente, especialmente del sur global del mundo… Eso lleva a pensar el cambio climático como una historia colonial y capi-

talista que depredó el mundo». Esta tarea implica un rechazo del realismo en tanto discurso que no puede dar cuenta del presente, y la elección de una ciencia ficción desprovista de tradición y respetabilidad canónica, pero orientada hacia tareas pedagógicas: «…una de las misiones perentorias de la ciencia ficción …disputar estos imaginarios capitalistas de la Naturaleza y del espacio exterior… la ciencia ficción debe responder con una politización de su arte». Discurso que palabras más, palabras menos, recuerda añejos tiempos del siglo pasado en los que autores como Oscar Collazos o Roberto Fernández Retamar se deleitaban en las exigencias de una literatura orientada hacia la redención política. ¿Pero qué muestran estas 159 páginas de ficción? Como ya han acotado algunos de sus lectores: una atractiva mezcla de Kafka y Philip. K. Dick. Del mismo modo, también encontraremos en ellas consolas, juguetes sexuales futuristas, piedras mágicas, videojuegos, jefes de altas corporaciones, insectos humanoides. El autor se muestra muy hábil en la construcción de un atractivo universo del futuro que logra entrañables atmósferas de cine B (aunque sin la fuerza devastadora de un título notable de estos años como es Que comience la fiesta, del italiano Niccoló Ammaniti). La historia se despliega con agilidad, mutando con nuevas y nuevas situaciones que a cada momento confirman con facilidad extrema las expectativas del lector, en una atmósfera folletinesca de millonarios malvados enfrentados a personajes que intentan la venganza por la injusticia de los agravios recibidos. Destacan dentro de este conjunto algunas páginas en las que se despliegan dobles planos con acciones que oscilan entre la vida de un personaje y su proyección en un feroz videojuego, o pequeños momentos humorísticos que escapan de la mano firme con que el autor nos conduce a la confirmación de su tesis creadora. Un libro que despierta interés por el hecho de formar parte de un conjunto de novedades cada vez más atractivo en el que tal vez se estén escenificando algunas de las posibilidades más sólidas de la nueva narrativa en español.

por Juan Carlos Méndez Guédez


Dysphoria mundi Paul B. Preciado

Dysphoria mundi Anagrama 560 páginas

Dysphoria mundi es una moratoria a todas las violencias sobre los cuerpos vivos que el hombre blanco comete desde el siglo XVI en nombre del Humanismo. Y un tratado filosófico para el siglo XXII. Y una enciclopedia que ensaya qué significa vivir en el siglo XXI y transformar el presente. Es una obra que transita géneros literarios, que no entiende de fronteras, que hace de la desmesura su estilo mutante y entiende la poesía como agenciamiento político. La autobiografía es aquí un modo legítimo de filosofía documental: Preciado escribe desde su cuerpo diagnosticado como disfórico para contaminar al lector con su prosa disidente. Paul B. Preciado escribe desde su

cuerpo aquejado de covid para contagiar al lector una pasión por el bien que es casi extraterrestre. Para dar cuenta de un mundo-cuerpo vulnerable, como lo es el suyo. Porque en 2020, afirma Preciado, con la pandemia covid, las vidas precarizadas se generalizaron y todos fuimos sometidos a un estricto sistema de vigilancia afectivo, social y farmacológico. Las prácticas de exclusión se extendieron a la población mundial. Convertido «en el nuevo sida de los normales, los blanquitos heterosexuales», la crisis covid contribuyó a comprender que el malestar de los cuerpos es político y sistémico. Y esa es la disforia mundi que defiende el autor y que yo comparto: no una patología, sino una inadecuación de los cuerpos sometidos al poder capitalista, que gestiona nuestras vidas y nuestras muertes. La tesis de Preciado es que la pandemia hizo explícita la brecha entre dos sistemas de conocimiento: de un lado, el régimen capitalista patriarcal y colonial; del otro, el régimen disfórico de los cuerpos repudiados por el sistema. Porque la lógica que produce la diferencia sexual y de género es la misma técnica que justifica la exclusión del contagiado, la actividad extractiva, la destrucción ecológica o la violencia racial. Así, las categorías binarias marginan y deslegitiman los cuerpos marcados como molestos (putas, homosexuales, trans, discapacitados, migrantes o enfermos) y la explotación de los cuerpos considerados no-importantes (mujeres con útero, cerdos de macrogranjas, ecosistemas). La disforia del mundo indica una inadecuación respecto del capitalismo petrosexorracial, es decir, respecto de un régimen de conocimiento del mundo, dominado por la virilidad y el carbón, por la destrucción de la vida del planeta, por la violencia sexual y racial, por el consumo de energías fósiles y el carnivorismo industrial; en suma, por técnicas predadoras de muerte y de violencia. El desacomodo disfórico, afirma Preciado, lleva dentro de sí la simiente de una potencia emancipadora; así, la disforia anuncia la posibilidad de un agenciamiento político de los cuerpos históricamente silenciados, más allá de las políticas identitarias que jerarquizan el mundo y nuestros cuerpos. Frente a las identidades fijadas

por el poder (trans=enfermo, mujer=útero-gestante, ecosistema= objeto-explotable, animal=producto-cárnico), Preciado propone superar las políticas identitarias porque no hacen sino lanzar vidas a la cuneta. La lógica de la identidad, advierte, es la misma que levanta las fronteras de los Estados-Nación o la que sustenta los feminismos TERF. A las luchas identitarias, el autor opone la invención de prácticas de libertad desde la disforia, ahí donde los cuerpos encuentran su potencia emancipadora en el deseo de romper el silencio histórico, de vincularse con otros cuerpos políticos y apasionados. El neoliberalismo contemporáneo ya no usa la opresión para ejercer el poder, sino que, como anunciara Borroughs, se despliega a través de dispositivos de adicción y de contagio. Internet, alerta Preciado, es nuestra heroína electrónica; perpetuamente hiperconectados, la comunicación en red se transmite en bucle y nos entra como un flujo contaminante. Pero la idea de lenguaje como virus contagioso le permite a Preciado pensar la escritura como una práctica que permite a los cuerpos desautorizados armarse como sujetos políticos capaces de contagiar la disforia mundi, de inocular el deseo de emancipación en otros cuerpos marginados y vivos. Hay que inventar nuevas gramáticas para habitar el mundo y las subjetividades que pongan en cuestión el sistema de antinomias que jerarquizan la realidad. Günther Anders, que comprendió que Hiroshima no solo era parte del Holocausto, sino que designaba el estado del mundo, defendió que la tarea del filósofo era detener la máquina de la violencia. Del mismo modo Preciado, tras la crisis covid, sabe que debemos concentrarnos «en inventar nuevas prácticas y nuevas formas de relación». Es preciso mirar sin miedo las ruinas de Notre Dame, dejarla tal como está y entender que es el emblema de un mundo que está ardiendo en el fuego de la disforia.

por Begoña Méndez 75


BIBLIOTECA

Luces y sombras de un poeta legendario J. Benito Fernández

El contorno del abismo Vida y leyenda de Leopoldo María Panero Anagrama 584 páginas

En 1999 apareció en Tusquets la primera versión de esta monumental biografía, de título admirable (El contorno del abismo) y subtítulo preciso (Vida y leyenda de Leopoldo María Panero), posteriormente reeditada en su colección de bolsillo. Un libro mítico y agotadísimo que por 76

fin se publica de nuevo: en Anagrama, en edición revisada y extendida con tres capítulos más, que abarcan casi 20 años, los últimos del poeta hasta su muerte en marzo de 2014. Un caramelo de volumen. Las grandes biografías (que conjugan ritmo, estilo, estructura y agotadoras pesquisas), y ésta sin duda lo es, consiguen que nos enganchemos a sus páginas como si estuviésemos atendiendo a una novela, plena de situaciones que en una ficción podríamos considerar inverosímiles. Panero protagonizó tantos momentos surrealistas que parece un buscavidas surgido de un filme de los 70. Para quien no lo sepa, y me refiero a los lectores más jóvenes, Leopoldo María (junio de 1948, Madrid) nació en una familia de escritores, de poetas: el padre, Leopoldo; la madre, Felicidad Blanc; el hermano mayor, Juan Luis; el hermano pequeño, Michi; el tío, Juan; el primo, José Luis. Todos fueron destacando en las letras, pero quien ingresó en la leyenda fue el autor de Así se fundó Carnaby Street y Escribir como escupir. Por diversas razones. Por su condición primigenia de artista maldito que pronto dejaría de serlo porque alguien tan leído, impreso y venerado no encaja ya en los patrones del malditismo, y de «loco» que quizá no estaba tan loco y tal vez exageraba el personaje; por la abundancia de su producción, que incluye poemas, cuentos, ensayos, traducciones, experimentos…; por la variedad de su obra, casi siempre sorprendente y digna de estudio; por sus salidas y entradas en manicomios y hospitales; por sus alteraciones del orden en recitales, bares, restaurantes, salas de conferencias e incluso a bordo de aviones; por sus detenciones policiales y estancias breves en prisión durante el franquismo; por el caudal de imágenes que han ido poblando la red en los últimos años y en los que le vemos con el gesto torcido, la mirada de sabio excéntrico, la sonrisa sin dientes, el humo envolviendo sus facciones… incluso esa otra, tristemente famosa, en la que está en pleno desarrollo de una micción callejera. Pero su autor, J. Benito Fernández (Tomiño, Pontevedra, 1956), es en realidad el héroe de este libro. Tras entrevistarse

con numerosas personas, rastrear bibliografía, sumergirse en la lectura de libros y artículos, en la revisión de películas y documentales, en agotar los cauces de comunicación con quienes le conocieron y trataron (diálogos cara a cara, cartas, correos electrónicos, llamadas telefónicas, redes sociales), alumbró un retrato que se sale de la página, por así decirlo. El rosario de anécdotas que despliega, jugosísimas y contrastadas, logran que la persona esté viva, que palpite en cada párrafo, que sintamos el olor de los miles de pitillos que fumaba, de las vomitonas, de los regueros dulzones de Coca-Cola, pero también el perfume de esos folios perjudicados por la tinta y las salpicaduras de café. Podemos sentir el agobio de quienes le acompañan y sufren sus salidas de tono, sus fugas continuas al baño en mitad de conferencias y presentaciones literarias, sus tropiezos y desatinos. Hay, también, un poso dolorosísimo en el retrato explícito del tiempo y de los estragos que causan las enfermedades mentales, los excesos etílicos y el abuso de las drogas: se alcanza primero mediante la imagen, cuando observamos el rostro joven de Panero convertido pronto en un mazacote de arrugas y visajes (a los 50 parecía un anciano, incluso antes), o las facciones entusiastas y delirantes que muestra en El desencanto y que desaparecerían rápido, como borradas: imposible reconocerlo ya en el siglo XXI; pero ese retrato también se desprende de las situaciones que va narrando el autor, donde asistimos a un desmoronamiento, al declive físico y mental, que no artístico, de un hombre que, anhelando ser Peter Pan, ingresó más aprisa de lo esperado en el mundo de los adultos envejecidos prematuramente. J. Benito Fernández compone aquí su biografía definitiva, donde se articulan la estética del perdedor y la gloria del encumbrado, la risa y la pena, la fiebre y la locura. Se recomienda acompañar con su Poesía completa en edición de Túa Blesa.

por José Ángel Barrueco


El corazón de la luz Xavier Aldekoa

Quijote en el Congo Península, 2023. 352 páginas

«Después de tantos años de soñar con aquel momento, de sortear obstáculos, contrariedades y decepciones, lo había conseguido. ¡Había navegado el Congo desde sus fuentes hasta el mar! Por un instante fui plenamente consciente de ser feliz». No importa destripar el libro en esta reseña, porque su arco narrativo es el de las grandes historias: aquellas cuyo final ya conocemos. La pasión de Xavier Aldekoa desborda cada una de las páginas de su último libro, Quijote en el Congo. Como siempre. Pero Aldekoa no lo ha vuelto a

hacer. No ha escrito otro libro sobre África, a caballo entre la crónica periodística y el ensayo. Esta vez se ha metido de lleno —y de forma absolutamente deliberada— en el periodismo de viajes. Siempre sobraron argumentos para mirar con recelo y a la vez amar este género: el viaje no parece que sea periodismo, solo un método para hacerlo que nos cautiva. Pero Aldekoa le da una nueva vida con este viaje de infinitos protagonistas: capitanes de barco, artistas, intelectuales, doctores y buenas y malas gentes golpeadas por la vida. Todo ello trufado con referencias históricas, una bofetada al colonialismo europeo y pinceladas de la historia reciente de la República Democrática del Congo (antigua Zaire). Este es el recorrido por el río Congo, de principio a fin. Autor de otros libros sobre África que sedujeron al público, como Océano África (2014), Hijos del Nilo (2017) e Indestructibles (2019), Aldekoa no ha querido acomodarse en una fórmula, y nos presenta ahora su libro más ambicioso. Es el más extenso, el más narrativo y el más autobiográfico. El flamante ganador del premio Ortega y Gasset 2023 en la categoría multimedia —con un trabajo en La Vanguardia precisamente sobre el río Congo— se ha devanado los sesos para crecer. Muchos periodistas que miran al mundo se olvidan de los lectores; escriben, a veces, para otros periodistas. Aldekoa jamás cometió ese error, y ahora aspira a ensanchar su ya nutrida base de lectores y lectoras con esta odisea africana. Hablando de eso. El libro es fantástico, pero tiene mucho más de La Odisea que de Don Quijote. (Odiseas es, por cierto, el nombre de la colección de Península, la editorial que publica este libro). En las primeras páginas leemos que, durante la travesía, los pasajeros descubren a Aldekoa leyendo el Quijote. Asombrados por la corpulencia del libro más celebrado de la literatura española, empiezan a sospechar que el reportero es un brujo. Al principio a Aldekoa le hace gracia —igual que a nosotros—, pero tiene que ponerse

manos a la obra para deshacer el entuerto. El manoseado ejemplar tiene varios cameos a lo largo de la narración, pero poco más. El título se justifica en la actitud ante el viaje: no tanto la de Alonso Quijano, nos advierte el autor, sino más bien la de Sancho Panza. Quizá ni uno ni otro: cuando llegamos al final del río, nos damos cuenta de que hemos asistido a la construcción de un antihéroe moderno que entronca con la picaresca. ¿Lazarillo en el Congo? Tampoco acaba de convencer. En todo caso, los pins del Barça que el autor-narrador regala en los puestos de control para poder abrirse paso en su aventura son un símbolo definitivo de este libro, lleno de ardides y peripecias. Que no se nos olvide que el celebrado reportero polaco Ryszard Kapuściński publicó Viajes con Heródoto, libro en el que otro libro funciona como hilo conductor. Un delicioso dispositivo narrativo que también puede verse, desde el mismo título, en Quijote en el Congo. Los ecos de Ébano también se dejan oír en el primer libro de Aldekoa, Océano África. Nada es casual. El autor sabe hacia dónde camina. Sabe cómo hacerlo. Y quiere que mucha gente lo acompañe. De momento lo ha conseguido: no solo es uno de los corresponsales más leídos, sino que ya es uno de los grandes divulgadores sobre África en lengua española. Y qué suerte tenemos de que esa exploración no beba de los clichés catastrofistas o del neocolonialismo extractor, sino de una pasión genuina. Donde otros vieron la oscuridad, él vio la luz.

por Agus Morales

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