Cuadernos Hispanoamericanos, Octubre 2023 nº 878

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nº 878

5€ Octubre 2023

Segunda vuelta IGNACIO FERRANDO

Entrevista LINA MERUANE

Mesa revuelta MARÍA NEGRONI MERCEDES CEBRIÁN AITOR ROMERO ORTEGA EDUARDO HALFON

Perfil ERNESTO PÉREZ ZÚÑIGA

Correspondencias ESTRELLA DE DIEGO GRACIELA SPERANZA VALERIE MILES

La escritura es una manera de sensibilizar al otro, ponerlo en el lugar de uno desde una sensorialidad y una exploración amplia de lo imaginativo 1


DOSSIER

Edita Ministerio de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo Ministro de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación José Manuel Albares Bueno Secretaria de Estado de Cooperación Internacional Pilar Cancela Rodríguez Director de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo Antón Leis García Director de Relaciones Culturales y Científicas Santiago Herrero Amigo Jefa de Departamento de Cooperación y Promoción Cultural Eloísa Vaello Marco Director Cuadernos Hispanoamericanos Javier Serena Comunicación Mar Álvarez Diseño Lara Lanceta Suscripciones Cuadernos Hispanoamericanos suscripciones@lapanoplia.com Impresión Solana e Hijos, A.G.,S.A.U. San Alfonso, 26 CP28917-La Fortuna, Leganés, Madrid

CUADERNOS HISPANOAMERICANOS es una revista fundada en el año 1948 por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo y editada de manera ininterrumpida desde entonces, con el fin de promover el diálogo cultural entre todos los países de habla hispana, siendo un espacio de encuentro para la creación literaria y el pensamiento en lengua española.

La revista puede consultarse en: Fotografía de portada Magdalena Siedlecki

www.cuadernoshispanoamericanos.com Catálogo General de Publicaciones Oficiales: http://publicacionesoficiales.boe.es

Depósito Legal M.3375/1958 ISSN 0011-250x ISSN digital 2661-1031 Nipo digital 109-19-023-8 Nipo impreso 109-19-022-2 Avda, Reyes Católicos, 4 CP 28040, Madrid T. 915 838 401

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Los índices de la revista pueden consultarse en el HAPI (Hispanic American Periodical Index), en la MLB Bibliography y en el catálogo de la Biblioteca: www.cervantesvirtual.com De venta en librerías: distribuye Maidhisa Distribución internacional: PanopliaDeLibros Precio ejemplar: 5 €


SUMARIO 4

ENTREVISTA

LINA MERUANE

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por Michelle Roche Rodríguez

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MESA REVUELTA

NOTAS SOBRE EL CORAZÓN DEL DAÑO por María Negroni

TRADUCTORES: LOS ILUSTRES VENTRÍLOCUOS DE LA LITERATURA

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por Mercedes Cebrián

EL CHARLATÁN Y EL HIKIKOMORI por Aitor Romero Ortega

TARDE O TEMPRANO (CRÓNICA) por Eduardo Halfon

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FARABEUF, UN VIAJE ALREDEDOR DE LA ZONA OPACA

PERFIL

LUIS MATEO DÍEZ: EL DESVÁN, LA MESA, EL PASEO, EL LIBRO, EL ESPEJO por Ernesto Pérez Zúñiga

por Carlos Fonseca

IMAGO VERITATIS por Valerie Miles

HISTORIA NACIONAL DEL FUEGO por Aniela Rodríguez

RABANUS MAURUS: UNA LECTURA EN DOS TIEMPOS por Felipe Cussen

HAY UN LUGAR EN EL QUE TODO ES SANGRE por Pablo Acosta

ILUMINACIONES, GLOSAS Y ENSAYOS por Marcela Labraña

SEGUNDA VUELTA

por Ignacio Ferrando

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HACER HABLAR AL GESTO MUDO

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BIBLIOTECA

LA VOZ COMO UNA BRISA EN EL HOMBRO. Carmen G. de la Cueva UN BILDUNGSROMAN TRANS. Cristina Sanz DESEAR ARDE . Florencia del Campo EL ÁRBOL VINO Y DE ÉL SURGIÓ LA NUEVA NOVELA DE MUNIR HACHEMI. Daniel Escandell

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UNA PÁGINA

por Rodrigo Fresán

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HERMANA SERPIENTE. Antonio Rivero Taravillo

DOSSIER

APRETAR LOS DIENTES Y SEGUIR. Marta Rojo Cervera

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EL PESO DE LAS PRUEBAS

LA IMAGEN Y EL TEXTO

CORRESPONDENCIAS. VER EL LENGUAJE, ESCUCHAR LA PINTURA por Estrella de Diego, Graciela Speranza y Valerie Miles

LA IMAGEN-SUMIDERO por Miguel Ángel Hernández

MEMORIA DE LAS ENTRAÑAS DE LA TIERRA. Eva Cosculluela

AUTOR MATERIAL. Jesús Cano Reyes UN LIBRO DEAMBULATORIO. Eva Cruz TRATADOS DE ARMONÍA O LA EXPERIENCIA DE UNA ESPIRITUALIDAD CONTEMPORÁNEA. Martín Rodríguez Gaona


ENTREVISTA

Fotografía de Magdalena Siedlecki

LINA MERUANE

«Me siento deudora de todo lo que he leído a lo largo de mi vida» por Michelle Roche Rodríguez

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A los treinta años, una hemorragia en ambos ojos dejó ciega a Lina Meruane. Para entonces estaba acostumbrada a temerle a la ceguera —un tema literario que la apasiona— poque padece una enfermedad crónica degenerativa y los médicos le advirtieron desde la infancia que eso podía pasar. Desde que perdió la vista, y a lo largo de los tratamientos que le permitieron recuperarla, su relación con el cuerpo, con la medicina y hasta con la escritura se redefinió. Entonces preparaba una tesis doctoral para la Escuela de Literatura Hispanoamericana de New York University, donde aborda el corpus literario alrededor del SIDA — investigación que luego saldría publicada con el título Viajes virales (2012)—. Al principio quiso escribir una memoria en donde explorara con detalle el episodio clínico y cómo este afectó sus relaciones con los demás. Durante diez años exploró preguntas como las que se hace en el ensayo Zona ciega (2021): «¿podría la ausencia de un sentido restarle validez —moral, corporal, escritural— a una narradora que firma sus libros (o los firmaba antes de la ceguera) con el nombre de Lina Meruane? ¿Podría su invidencia, contrariando las expectativas, conferirle algunas ventajas sobre los videntes?» El resultado fue Sangre en el ojo (2012), no una memoria, sino la novela con la cual la autora ganó el premio Sor Juana Inés de la Cruz y se dio a conocer internacionalmente. Luego vinieron otros premios, como el Cálamo (España 2016), el reciente Iberoamericano de las Letras José Donoso (Chile 2023) y Metrópolis Azul (Canadá). A través de un estilo fragmentario, Sangre en el ojo examina cómo la experiencia de la ceguera cambia al personaje y reconfigura las relaciones con su novio y su madre. Destacan sus conclusiones sobre el punto de vista (en la vida, en la literatura) logradas a través de un procedimiento narrativo en donde la protagonista ficticia, Lucina, sirve de signo dentro del cual aparece y desaparece una autora que podría ser o no la propia

Lina Meruane. «¿Te olvidaste también de ti misma?», se pregunta Lucina en la novela: «Tú solo puedes ser tú en la proximidad de la palabra escrita». El desenlace acerca la novela al género de terror, o al menos al género de lo inquietante, cuando las reflexiones de la narradora la presentan como un ser vulnerable en la misma medida que atroz, mientras el argumento parece deslizarse del nivel figurado al literal, llevando hasta el paroxismo la idea de que valerse de los lazarillos y los ojos prestados impone «la manipulable mediación de la mirada ajena». Tomada también de Zona ciega, la cita del párrafo anterior señala una preocupación que abarca el resto de la literatura de Meruane, en especial los ensayos «Volverse palestina» (2013), «Volvernos otros» (2014) y «Rostros en mi rostro» (2019), que Random House reunió en el libro titulado Palestina en pedazos (2022). La autora se refiere allí a cómo el poder legitima ciertos discursos y deslegitima otros, a partir de su punto de vista como descendiente de palestinos —Chile tiene la mayor comunidad de esta diáspora fuera del Medio Oriente, alrededor de medio millón—. En este juego de justificaciones, el Estado de Israel controla la opinión pública internacional, así como los flujos migratorios: «Unas palabras parecen provenir de un espacio legítimo y democrático que representa el bien mientras las otras de un espacio fanático o fundamentalista que a partir del suceso de las torres se volvió sinónimo exclusivo de terrorismo musulmán, borrando las expresiones de extremismo político y de fundamentalismo religioso en el judaísmo y potenciando una islamofobia generalizada». La autora conoce de primera mano la islamofobia porque llegó a estudiar en Estados Unidos antes de los atentados del 11 de septiembre de 2001, después de los cuales el presidente George W. Bush declarara la llamada War on Terror, que sirvió de excusa para las invasiones de Afganistán (ese año) e Iraq (en 2003). La denominación «Guerra Contra el Te-

rror» ha sido criticada por intelectuales como Judith Butler, para quien los medios de comunicación y la propaganda estadounidense, al declarar una lucha contra un sentimiento —el miedo—, crearon un binarismo que convertía al total del mundo árabe en el supuesto enemigo de occidente entero, representado en el American way of life. Aunada a su interés en la legitimación de ciertos discursos del poder antes señalada, esta noción de binarismo habría de marcar la escritura de Meruane. De la literatura de los hijos… Ya la autora profesaba la literatura antes de mudarse a Estados Unidos, país donde ha vivido hasta ahora. Desde los veinte años ejerció como periodista cultural; de hecho, la entrevista que hizo a Roberto Bolaño en 1998 para la revista Caras —antes de que Los detectives salvajes ganara el Premio Herralde de Novela que lo catapultó a la fama— era la primera que el autor concedía para un medio chileno desde su salida del país, dos décadas antes. Ese mismo año, ella publicó su primer libro: Las infantas, una recopilación de veintiún relatos en los cuales se sigue o se bordea la historia de dos hermanas presentadas como grotescas metamorfosis de princesas de cuentos de hadas. Luego publicó las novelas Póstuma y Cercada, ambas en el 2000, año que coincidió con el final de la primera década de la postdictadura chilena. En Póstuma se intercalan los discursos de la abuela Amanda y su nieta Renata, quien lee su diario; la otra novela narra en formato de película documental la historia de Lucía, la hija de un torturador que tiene relaciones con dos hermanos, Manuel Merino y Ramón Hernández, sin saber el vínculo entre ellos ni que son hijos de un detenido desaparecido por su padre. Ambas obras reproducen las tensiones entre la generación de la dictadura y la de la transición. En el prólogo a la reedición de Cercada que Editorial Cuneta sacó en 2014, Lorena Amaro la compara con En voz baja (1996) de Ale-

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ENTREVISTA

jandra Costamagna y las novelas Mapocho (2002) y Av. 10 de Julio Huamachuco (2007) de Nona Fernández, las cuales privilegian no la mirada de los que vivieron la dictadura, sino la de sus hijos, a quienes les correspondió crecer entre silencios y negociar con la herencia dejada por esta durante la transición. «Ellas y ellos cargan, explícita o implícitamente, con las culpas, traiciones, silencios y sacrificios de sus padres; su aproximación a los hechos no puede ser sino parcial o sesgada, meditada por los mayores o por sus archivos», escribe Amaro, profesora del Instituto de Estética de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Con sus primeras novelas, Meruane hizo una declaración de intenciones que ha mantenido a lo largo de su carrera literaria: la de escribir para desafiar los discursos dominantes. Si en aquellas obras cuestionaba la memoria de la dictadura formada durante la transición, en las siguientes trascendería las fronteras de Chile para plantar cara al maniqueísmo de la cultura occidental al menos en su concepción del cuerpo humano y las enfermedades. Estas novelas son: Fruta Podrida (2007), la citada Sangre en el ojo y Sis-

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tema nervioso (2018). En las tres, la enfermedad se convierte en un símbolo dotado de múltiples significantes. Si Póstuma y Cercada captaron la sensibilidad post-dictatorial de la transición, Fruta Podrida puede leerse como una manifestación del Chile neoliberal y globalizado de los primeros años del siglo XXI, a través de los personajes de dos hermanas: la mayor, María, que es química pesticida en una empresa frutícola y la menor, Zoila, que para mortificación de la otra se niega a tratarse la diabetes. La enfermedad propone una interesante metáfora con la historia chilena reciente, pues la diabetes da al cuerpo órdenes contradictorias, algunas incluso «suicidas», como indica este pasaje: «El propio cuerpo se rebela contra sí, hace de sí mismo su propio enemigo (…) es como si el sistema hubiera sufrido un lapsus, un trastorno, un golpe de Estado». A ratos, la narración recuerda a novelas como El cuarto mundo o Impuesto a la carne de Diamela Eltit, por su carga alegórica. La obsesión con los discursos clínicos maniqueos sobre la enfermedad de Sangre en el ojo y la tensión entre los lazos familiares de Fruta podrida reaparecen en Sistema nervioso. En esta novela, una estudiante de Astronomía identificada simplemente como «Ella» vive en «el país del presente», mientras hace una tesis sobre los agujeros negros de la galaxia, cuando sufre una extraña alteración del sistema nervioso, que sus padres (la Madre y el Padre), médicos de profesión, acompañan por teléfono desde «el país del pasado». La precariedad del cuerpo de Ella funciona como disparador de las memorias sobre los padecimientos de los demás miembros del clan. «Era una familia cancerosa o lo había sido», escribe en el capítulo que viaja hacia el pasado, «Vía Láctea»: «Muchos ya habían muerto y los demás estaban procurando olvidar por qué». Los padecimientos se convierten en el punto de partida de la memoria, así como también el territorio de la empatía entre los miembros de la familia.

…a la literatura de las madres. Un mito que las obras de Meruane se encargan de desarticular es ese de que toda mujer está biológicamente predispuesta y culturalmente condicionada a la maternidad. Este es el asunto de su diatriba feminista Contra los hijos (2014), donde señala que la maternidad, tal como se plantea en la mayoría de los casos —como contribución cívica femenina necesaria para la conservación de la especie— es una forma de resistencia contra la revolución feminista. Como mujer que ni tiene ni quiere hijos sospecha que su decisión inquieta a las madres porque pone en entredicho la «resignación» de ellas, arduamente construida. Aunque, en realidad, ese libro no carga precisamente contra las madres, más bien carga contra la infancia como dispositivo —para usar un término de Michel Foucault— en el cual se agrupa un conjunto heterogéneo de discursos científicos, filosóficos y morales, así como de prácticas cuyo objeto es la sujeción del género femenino. Meruane aclara que no está contra la niñez, sino contra «el lugar que los hijos han ido ocupando en nuestro imaginario colectivo desde que se retiraron “oficialmente” de sus puestos de trabajo en la ciudad y el campo e inauguraron una infancia del siglo XX vestida de inocencia pero investida de plenos poderes en el espacio doméstico». Su discurso contra el tipo de maternidad que subraya la abnegación femenina, haciendo tiranos de los hijos, entronca con el rescate que ella y otras escritoras de su generación hacen de autoras del pasado, a través del cual pretenden sacar a las mujeres del espacio privado que siempre se les ha impuesto para ponerlas en el público. Sin embargo, más que añadir algunos nombres a la genealogía oculta, Meruane se preocupa de cómo se enseña a leer sus obras. Cuando en 2018, desde la Editorial Lumen le encargaron la selección y prólogo de poemas


de Gabriela Mistral para un libro, la autora se encontró con que la obra lírica de esta era «insurrecta», distinta a como se la habían enseñado en el colegio. Por eso, la antología Las renegadas ofrece una visión por completo nueva de la ganadora del Premio Nobel de Literatura en 1945. Desde ese momento, la preocupación por cómo se lee a las escritoras reaparece cada cierto tiempo en sus artículos y charlas, como se constata en Ensayo general (2022), un buen acompañamiento a su trayectoria literaria. El libro editado por la Universidad Diego Portales (Chile) en su Colección Huellas compila textos escritos entre los años 1998 y 2021. Igual que Ensayo general compendia las preocupaciones intelectuales de Meruane, Avidez, el libro que acaba de reeditar Páginas de Espuma es un microcosmos de sus temas narrativos. Como mordidas en la piel de los lectores, los trece relatos allí contenidos narran padecimientos ignotos y extrañas dinámicas familiares, mientras ponen en primer plano el descubrimiento del cuerpo y del deseo femenino. Mientras tanto, la autora profundiza en sus reflexiones desde el feminismo. En febrero, Random House publicará El coloquio de las quiltras, una ampliación en forma ensayística de la conferencia sobre la situación de la literatura escrita por mujeres que dictó el 14 de diciembre de 2022 en la Universidad Alberto Hurtado. «Quiltra» es el nombre que en Chile se usa para nombrar a la perra callejera. Siguiendo la tradición de la novela El coloquio de los perros de Miguel de Cervantes y del cuento El coloquio de las perras de la autora puertorriqueña Rosario Ferré, Meruane propone una conversación entre una «quiltra» llamada Lina y una «chucha» —que sería su equivalente en España— llamada Luna (por la poeta y narradora Luna Miguel, que también tiene un ensayo titulado El coloquio de las perras). El punto de partida es el tema de la violencia contra las mujeres en la literatura escrita en castella-

Fotografía de Magdalena Siedlecki

no y avanza hacia la discusiones sobre el feminismo y la cuestión trans. Ahora que comienzas una nueva faceta en la que estarás dedicada a escribir y a enseñar escritura creativa en la Universidad del Norte (Colombia) y en la Universidad de Nueva York, ¿sientes que estás en un buen momento para tu carrera? En literatura es difícil saberlo. Uno no controla la recepción de los lectores ni el interés de los editores, no controla nada. Diría que es un buen momento porque tengo más horas para escribir. Vengo con las neuronas quemadas de tratar de sostener una carrera académica demandante al tiempo que

sigo escribiendo. Además, volver a dar clases de escritura me genera algo raro: comienzan los sueños locos, creativos. Con clases académicas, mis sueños son conversacionales, como si estuviera dando charlas; con las otras, mi imaginación se comienza a disparar. Ese estado es feliz para la escritura. ¿Cuál es tu relación con la corriente de «la literatura de los hijos», tan citada últimamente en la literatura chilena, tomando en cuenta que tu obra habla menos de la dictadura que de la diáspora Palestina? Cercada podría considerarse una «novela de los hijos», lo que pasa es que el género lo acuña Alejandro Zambra, que

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ENTREVISTA

«Las memorias y las autobiografías en las cuales se les promete a los lectores que todo es verdad me parecen escrituras bastante secas; los textos se presentan como verídicos, porque en cierta medida hay objetividad. Eso da pocas posibilidades. Nunca habría querido entrar en ninguno de esos géneros. La escritura de Palestina en pedazos, que es mi texto más cercano a lo biográfico, me demostró que podía usar las técnicas narrativas más propias de la ficción; incluso desde la imaginación, como incorporar a la narración lo que el otro piensa y hace» publica sus novelas después del año 2000. Más tarde, Lorena Amaro retoma la categoría en sus trabajos críticos. De hecho, cuando reeditaron Cercada, le pedí a Amaro que hiciera el prólogo. Sentía que mi novela no había circulado porque yo no estaba en Chile para hablar al respecto. Me interesaba ponerla en el grupo de textos de esa experiencia generacional de Alejandra Costamagna y de Nona Fernández. La noción de experiencia generacional que está desde temprano en mis obras aparece de una manera más sutil en algunos fragmentos de Palestina en pedazos. En Zona ciega trabajo el estallido social y la noción de cegar a la ciudadanía, temas anclados con la dictadura.

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El registro en tus obras más conocidas es el de la autoficción: Sangre en el ojo habla de tus problemas con la vista y los ensayos de Palestina en pedazos, de tus antepasados. La autoficción no se somete al pacto de lectura tradicional, complicando las relaciones entre ficción y realidad. ¿Qué posibilidades narrativas te ofrece este género? Las memorias y las autobiografías en las cuales se les promete a los lectores que todo es verdad me parecen escrituras bastante secas; los textos se presentan como verídicos, porque en cierta medida hay objetividad. Eso da pocas posibilidades. Nunca habría querido entrar en ninguno de esos géneros. La escritura de Palestina en pedazos, que es

mi texto más cercano a lo biográfico, me demostró que podía usar las técnicas narrativas más propias de la ficción; incluso desde la imaginación, como incorporar a la narración lo que el otro piensa y hace. Sin alejarme de la verdad, por su puesto. Pero también entendiendo que la verdad está siendo filtrada por un cuerpo y una experiencia. Es imposible que una autobiografía cuente una verdad pura. Esto lo aprendí durante mi doctorado, leyendo las obras de Sylvia Molloy sobre el tema. En ese momento me liberé. Comencé a pensar que no solo era interesante ocupar las técnicas de la ficción o jugar con los recursos literarios. Además pensé que la escritura es una manera de sensibilizar al otro, ponerlo en el lugar de uno desde una sensorialidad y una exploración amplia de lo imaginativo. La abstracción del reportaje periodístico y la exigencia para quienes venimos del periodismo de ser como la mosca en la pared que nadie ve es completamente falsa. En la medida en la que uno está en un lugar, interviene en esa realidad. Por eso me parece que es importante explicitar el lugar desde donde uno escribe, como hago en Palestina en pedazos, libro en el que revelo cuál es mi punto de entrada en el conflicto palestino, desde dónde estoy hablando. Eso permite que el lector o la lectora puedan decidir qué tomar o qué dejar del texto, y decidir si le parece sincera o no esa voz. En los textos apelo a una verdad siempre reconociendo que es una verdad filtrada, que viene con mi punto de vista. ¿Esa revelación de la verdad en el ensayo se aplica a la novela Sangre en el ojo? El momento de liberación al que me refiero estuvo precedido por la escritura de Sangre en el ojo. Allí me interesaba el lugar de enunciación del narrador. No elegí género. Al principio pensé que iba a escribir una memoria, pues en aquella época me interesaban dos libros muy particulares y muy potentes. Uno era Esa visible oscuridad de William Styron, que es un texto sobre una depresión aguda,


corto pero intenso; el otro, La campana de cristal de Sylvia Plath que también trata el tema de la depresión que al final llevó a la autora al suicidio. Pensaba que iba a escribir una memoria sobre el episodio de ceguera que viví. Luego comprendí que la mano se me había ido hacia la ficción y que yo no había vivido el episodio como lo estaba contando, porque las preguntas que me interesaban en la novela ya no eran las de la ceguera, sino las que se habían instalado después del episodio. Cuando entendí eso, eliminé mi nombre del texto, «Lina» pasó a llamarse «Lucina». Sin embargo, cuando terminé la novela pensé en algo que siempre me preguntan: «¿Y todo esto te pasó a ti?». Porque la expectativa ante los libros escritos por mujeres es si tratan sobre su vida. La novela lanza claramente la idea de que puede ser la historia de la autora. Entonces pensé: «¿para qué negárselo al lector?». Y me pregunté: «¿De qué manera potencio el final de la novela si he hecho creer a los lectores que se trata de Lina Meruane?». El final es violento y un poco siniestro; Sangre en el ojo se convierte allí en una novela de terror. El efecto de lectura era otro si el lector o la lectora venían pensando todo el tiempo que se trataba de la Lina Meruane que estaba fuera del libro. Me pareció interesante ese juego dentro y fuera de la novela. Así que después de haber convertido a Lina en Lucina me dije que tenía que volver a traer el nombre de Lina, porque debía volver a generar la duplicidad. Siempre me preguntan si Lina es mi nombre; tienen sospecha de que yo en realidad uso un seudónimo. Quise atar todos esos problemas sobre la identidad, con el nombre y el lugar de enunciación, con las expectativas de la lectura. Cuando empecé a pensar en las posibilidades que me ofrecía el nombre realmente me divertí en el juego. El procedimiento narrativo que describes es similar al que le adjudicas a Roberto Bolaño en «Nunca más volvió a verlo», el prólogo que escribiste en

2018 para la edición de sus Cuentos completos. Allí dices que la «irresistible» trampa que ese autor tendía a los «reseñistas ingenuos» y «futuros biógrafos» era «arrojarles pedazos desnudos de su biografía envueltos en otra ropa» y «cargar cada relato de referencias exactas pero engañosas». ¿Cuánto

de la influencia de Bolaño a través de este procedimiento reconoces en tu propia obra? ¿Fue consciente? He estado atenta, desde muy temprano, a los procedimientos de escritura de los autores que me interesan; además de leerlos, los he «estudiado». Esa es una manía que tengo, detener-

Fotografía de Magdalena Siedlecki

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ENTREVISTA

Fotografía de Magdalena Siedlecki

me en los recursos, en el registro, en la construcción del ritmo, en la materialidad misma de la escritura, y por eso elegí escribir ese prólogo de ese modo [en viñetas y haciendo alusión a la entrevista de 1998]: conocía el procedimiento Bolaño. Pero ese procedimiento no es único, atraviesa la historia de la literatura. Miguel de Cervantes, por ejemplo, lo despliega en la escritura del Quijote, y lo hace muy visiblemente en la segunda parte, la de 1615, cuando llega a una imprenta y se encuentra con el relato apócrifo de su historia que ahí se está imprimiendo... Pero no es el único procedimiento que me interesa; mi obra recoge una multitud de procederes y de hecho, antes de que Bolaño se hiciera conocido se me asociaba a una escritora muy distinta, Diamela Eltit, que también usa el recurso autoficcio-

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nal y su propio nombre en una de sus novelas tempranas. Con esto quiero decir que no me siento especialmente deudora de Bolaño, me siento deudora de todo lo que he leído a lo largo de mi ya larga vida. ¿Crees que Bolaño todavía ejerce influencia en las generaciones más noveles de escritores igual que en aquellos que comenzaron a escribir y publicar a principios del siglo XXI? No es por soslayar su influencia, porque sin duda fue influyente en la escritura de toda una generación, pero habría que matizar y pluralizar, porque, como te decía, hay tantos otros textos en la lista de referencias y preferencias de cada escritor. Me pregunto si este percibir la influencia de Bolaño no sea un efecto de lectura: mientras leíamos a Bolaño veíamos bolañitos en todas

partes, pero ahora, mientras leemos a Emmanuel Carrère o a Annie Ernaux, por ejemplo, empezamos a encontrar carreritas o ernauxitos en todos los y las escritoras jóvenes. ¿Cómo ha surgido hasta ahora el germen de tus novelas, ensayos y cuentos? No siempre lo tengo claro de entrada. Con Sangre en el ojo pensaba que iba a escribir una memoria y la mano se me fue hacia la ficción, así que resultó novela. Luego, Sistema nervioso partió de una conferencia. Hay un tanteo siempre, yo nunca sé al principio exactamente qué es lo que va a ser qué. Eso se decide en las primeras veinte páginas. Lo que para mí es muy claro es que cuando estoy escribiendo una novela, lo que estoy siguiendo es a un personaje o a varios. Cuando escribo ensayos


«Pero no es el único procedimiento que me interesa; mi obra recoge una multitud de procederes y de hecho, antes de que Bolaño se hiciera conocido se me asociaba a una escritora muy distinta, Diamela Eltit, que también usa el recurso autoficcional y su propio nombre en una de sus novelas tempranas. Con esto quiero decir que no me siento especialmente deudora de Bolaño, me siento deudora de todo lo que he leído a lo largo de mi ya larga vida» voy detrás de una idea, un argumento o una reflexión. Y cuando escribo una crónica, voy detrás de mí misma, siguiéndome los pasos: qué es lo que me pasó, qué es lo que experimenté, qué es lo que pensé que pensaban los otros. En la crónica el centro soy yo con mi experiencia; en la novela son los personajes y en los ensayos, los argumentos. Estas consideraciones están dentro de la hibridez de mi obra, me permiten definir qué es lo que estoy haciendo y las estrategias de la propia escritura. Fruta podrida, Sangre en el ojo y Sistema nervioso, a pesar de que tienen temas muy diferentes pueden leerse como posiciones frente a la utopía del cuerpo sano. ¿Piensas que la condición humana es la condición misma del deterioro? Tenemos una cultura estructurada de forma maniquea. Por un lado están el bien, la salud o la masculinidad, y por el otro, lo contrario: el mal, la enfermedad o la feminidad. Creemos que la salud es el estado funddeamental, ligado a la bondad y también ligado al bien moral. Eso significa que la enfermedad queda en el lugar de lo maligno, de lo criminal o el lugar de lo femenino en el sentido negativo, asociado a la vulnerabilidad. Es importante deshacer

ese maniqueísmo para mirar que en realidad hay un continuo entre salud y enfermedad, aunque creamos que estamos sanos, no siempre lo estamos. Siempre estamos en relación con aquello que nos pueda enfermar, de manera voluntaria y de manera involuntaria. Si aceptamos que nuestros cuerpos siempre están negociando con la posibilidad del deterioro, quitaremos el estigma a la enfermedad. Así contradecimos lo que Susan Sontag llamaba «la culpabilización del enfermo», un problema presente en el discurso de la salud y la enfermedad. Lo que ella decía es que se siguen usando metáforas tóxicas y negativas en relación con el enfermo y que esas metáforas se reciclan y se transforman en otras enfermedades pero siguen operando. Debemos dejar de metaforizar negativamente la enfermedad y mirar lo que es desde casos clínicos, algo objetivo, sin intentar moralizarla. De hecho, aunque seamos personas sanas vamos a envejecer, de eso no hay vuelta —salvo que tengamos una muerte muy joven—, todos nos estamos deteriorando. La vida es un proceso de deterioro que nos lleva hacia la muerte. En la medida en la que deconstruimos esos binomios, a lo mejor sufrimos menos en el proceso del deterioro.

Estos días apareció en El País, una nota de Sandra López Letón titulada «Vivir 120 años (y con buena salud), el pelotazo económico que viene», sobre cómo avanza la industria antienvejecimiento, así que es posible que en el futuro se sufra menos con el deterioro. ¿Para qué queremos vivir tanto? O mejor: ¿quiénes van a poder vivir tanto? Nos olvidamos de que si miramos a los lados hay mucha gente que no tiene acceso ni siquiera a la prevención en la salud. Siempre se nos olvida hacer las preguntas fundamentales: «¿quiénes van a poder vivir hasta los 120 años?», «¿en qué condiciones se va a poder vivir hasta los 120 años?». Recordemos que mientras tanto hay un mercado negro del trasplante de órganos. Qué rico poder vivir 120 años en buenas condiciones, pero las preguntas que me interesan son las éticas: el cómo, el quién, el cuánto va a costar… Esto nunca está en las noticias porque preferimos la celebración de que vamos a vivir 120 años. Y ese plural es falso. En los cuentos de Avidez es evidente el interés en el cuerpo que tienes como territorio desde donde desafiar las narrativas hegemónicas, no solo en el tema de la enfermedad, sino también desde el erotismo, una estrategia

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ENTREVISTA

que, por el otro lado, en el pasado han utilizado autoras antes consideradas periféricas. ¿Qué tienen en común el cuerpo enfermo y el cuerpo erotizado? Es una buena pregunta, no había pensado en esto. Tampoco siento que practique el género erótico, más allá de que la erótica aparece en mis textos. Así como trabajo la cuestión de la enfermedad y del deterioro también pienso en el otro lado, el lado del placer y la idea de que le placer tampoco puede enmarcarse en ese binarismo absoluto al que me referí con la enfermedad, como si hubiera buena erótica y mala erótica. Cuando revisé los cuentos de Avidez para la nueva edición, me di cuenta de que contienen las maneras algo estrambóticas en las que se erotizan los cuerpos, sobre todo los cuerpos de las mujeres, pero no desde los lugares convencionales de la erótica o de la pornografía, los cuales están mediados por los discursos masculinos sobre cómo debe ser el placer. Lo hice de una manera no muy calculada de mi parte, porque los cuentos van a lo que van y siempre un poco delante de mí mientras escribo. En el cuento «Lo profundo», por ejemplo, la erótica es muy particular y, de hecho, juega con la cuestión del porno y de la prostitución pero dándole una vuelta distinta al placer y al uso del cuerpo de la protagonista. «Lo profundo» trata sobre una enfermedad física que luego se transforma en algo erótico… Sí. A mí misma me sorprendió la historia: la idea de que una enfermedad pueda generar una oportunidad. Todo lo malo puede generar su contrario. Y Mirta, la protagonista, le da una vuelta a su condición médica, a su operación. Allí hay una serie de cosas conectadas: la idea de que ella pueda encontrar en el procedimiento quirúrgico una oportunidad laboral que está conectada con la erótica y con el placer. La mayoría de los personajes de tus obras son mujeres: ¿Se trata de una

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estrategia feminista para reivindicar el espacio de la experiencia del género en lo público o, más bien, una estrategia de la autoficción? En la escritura de ficción planifico poco. No hay una propuesta feminista; yo me preocupo del cuerpo de las mujeres: las mujeres y las niñas, sobre todo, e incluso tengo en algunos cuentos personajes que son niños. Me interesa la experiencia de las mujeres porque como joven lectora no me encontraba nunca con interrogaciones sobre el cuerpo femenino, el placer de las niñas o el descubrimiento de la erótica en la juventud. Me encontraba con discursos disciplinarios y muchos castigos a las mujeres. Las grandes novelas decimonónicas que hemos leído se tratan de mujeres que han osado explorar su deseo y terminan suicidándose, como Madame Bovary y Ana Karenina. Estas construcciones son disciplinarias. Sentía que quería explorar otras opciones de lo femenino, otros cuerpos y otros deseos; así como explorar el significado de esas formas de disciplinar el cuerpo de una joven. Escribo sobre mujeres porque realmente me interesa su experiencia y, tal vez, de una manera vicaria me pienso a través de esos personajes, no porque hubiera una agenda directamente feminista. Políticamente soy feminista y sí que he pensado en términos políticos la cuestión de la mujer. Pero en la ficción no hay programas, más bien se trata de interés y curiosidad. Tu posicionamiento político como feminista es más evidente en Contra los hijos, una diatriba, que es también tu ensayo con un estilo más dinámico. Quiero decir que en libros como Palestina en Pedazos y Zona ciega las reflexiones las presentas fragmentadas, pero Contra los hijos, aunque es un libro más corto, presenta una sola reflexión a la que vas tratando desde diversos ángulos, con sentido del humor. Tradicionalmente el género de la diatriba ha estado dominado por figuras

fuertes masculinas; las mujeres no lo visitaron mucho. Menos para pensar en temas del feminismo, como si estos asuntos requirieran más solemnidad. Por eso me planteé escribir con soltura desde la diatriba y abordar lo que significa no ser madre por decisión, desde mi propia experiencia. Pensé hacerlo con un poco de humor. Es el libro que más he disfrutado escribiendo porque me hizo reír. Es un tema que me parece muy serio y al que le he dedicado mucho tiempo de investigación, pero en cuanto al estilo quería escribir un libro más provocador. ¿Cuál es tu relación con el feminismo? ¿Te planteas una genealogía con autoras del pasado? ¿Comenzaste a leer ciertas autoras como una manera de circunvalar el canon literario vigente durante tu formación? Cuando era una joven lectora era difícil encontrar textos de autoras en las librerías. Muchos de estos libros los leí en fotocopias o prestados por alguien que los había traído de otro lugar. Encontrar en la dictadura chilena un libro de Agota Kristof era muy difícil, por ejemplo. Incluso fue difícil encontrar Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar, que me marcó muchísimo. O Recuerdos del porvenir de Elena Garro. Estos eran pequeños hallazgos. La educación de mi generación de mujeres se fundamentó en la lectura de autores varones y era difícil que te recomendaran (primero) y encontrar (después) autoras mujeres. Ahora ha habido un rescate programático de las autoras, que en Chile ha llevado a volver sobre las obras de María Luisa Bombal o Marta Brunet, entre otras. Yo emprendí la relectura de Gabriela Mistral por el encargo que me hicieron de hacer una selección personal de su obra; esto me permitió leer de principio a fin toda su poesía y sus ensayos. Entonces me encontré con una escritura más provocadora y mucho más interesante de la que a mí me habían enseñado en el colegio. Enseñar así es enseñar mal. Ese poema de la Mistral que dice «Piececitos de


niño,/ azulosos de frío,/ ¡cómo os ven y no os cubren,/ Dios mío!», en mi época se leía como el poema de una pobre mujer que no había podido tener hijos, en lugar de pensarlo como un poema social, sobre la pobreza, el abandono de la infancia. Hoy día ya no solo se trata del rescate de los textos escritos por mujeres, sino de la posibilidad de releerlos desde otro lugar. No solo marginaron a las autoras del pasado, sino que a las pocas cuyo trabajo contó con el interés de la crítica las leyeron mal o las metieron debajo de estereotipos que hicieron imposible que las generaciones posteriores apreciaran bien sus obras. La crítica acallaba las zonas problemáticas o transgresoras de sus textos. Por eso a veces me cuesta pensar en una genealogía propia en el sentido de una influencia, porque en realidad se ha tratado de un rescate posterior muy fructífero, interesante e importante que nos ha permitido ir incorporando estos textos en las salas de clase y en las recomendaciones de lectura. Me cuesta un poco pensar en la genealogía en el término del vínculo que hay entre mi escritura y la escritura de autoras del pasado, porque yo empecé a leer sus textos a los treinta años, cuando ya había comenzado a escribir. Antes pensábamos que había una sola figura femenina en la literatura de cada país; una única escritora de calidad, como podría ser Clarice Lispector. Eso era un golpe de aire fresco para la lectura de cualquiera: una Virginia Woolf, una Susan Sontag. Ahora hemos descubierto que no se trata de que no hubiera autoras, porque había muchísimas. Incluso las había muchas que en su momento tuvieron impacto. Sin embargo, cuando esas autoras murieron se las barrió debajo de la alfombra, haciéndolas desaparecer. No es que no hubiera mujeres que escribieran. Ni siquiera se trata de que no fueran leídas, se trata de que hubo una operación posterior a ellas y a sus obras que

Fotografía de Magdalena Siedlecki

las desapareció, por eso hay que estar muy atentas. Porque tales operaciones de borramiento pueden volver. Por la relación que mi generación ha tenido con la escritura de las mujeres, para mí es muy difícil hablar de generalogía o de influencias. Me identifico más con la palabra «rescate». ¿De qué manera ha influido en tu desarrollo como escritora el hecho de vivir en Nueva York? La experiencia es importante, pero no puedo evitar ir más atrás en el tiempo. La vinculación entre Chile y Estados Unidos es poderosa, precede al golpe de Estado. La dictadura copió el molde de las políticas económicas neoliberales dictadas desde Estados Unidos a través de los Chicago’s Boys, el grupo de economistas chilenos formados en la Universidad de Chicago con las ideas de Milton Friedman. Como cuento en Palestina en pedazos, llegué

a Estados Unidos en vísperas del 11 de septiembre, cuando cayeron las Torres Gemelas. Ya la relación entre este país y Chile era problemática para mí, pero el eco del 11 de septiembre tuvo un efecto directo en la manera de pensar en la espacialidad en las novelas que tú llamas «del cuerpo» y yo llamo «de la enfermedad»; esas obras transitan entre lugares que a veces aparecen como Chile, otras como Estados Unidos, o son más ambiguos. Tiene un efecto en lo espacial en las novelas, pero también lo tiene en la manera de pensar una serie de problemas dentro de mis ensayos que viene de mi formación académica en Estados Unidos. Una tercera cuestión es la lingüística. Son veinte años viviendo allá y eso se ha filtrado de varias maneras en mi escritura, en una contaminación que para mí es buena: se enamora de los gerundios y marca una manera del fraseo en mis obras.

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NOTAS SOBRE EL CORAZÓN DEL DAÑO por María Negroni

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n el cuento «El gran nadador» de Kafka, el campeón de natación se dirige con estas palabras al público que lo ovaciona en un estadio repleto: ¡Estimados invitados! Admito haber batido un récord mundial, pero si me preguntaran cómo lo conseguí, no podría ofrecerles una respuesta satisfactoria. De hecho, para serles sincero, no sé nadar. Deleuze transportó la paradoja al terreno literario: «El que narra, explicó, no es el que escribe y el que escribe no es el que es». En cuanto a mí, sé que no me propuse narrar un pasado (ni siquiera las ruinas de un pasado) sino más bien una fantasmática. Un conjunto de agujeros psíquicos, donde cupieran la noche sensorial del útero y la biblioteca. La madre como sirena. El deseo impronunciable de la hija. El mal negocio de la creación. El microcosmos de un pequeño príncipe, perdido en el castillo omnipotente de su orfandad. El negativo fotográfico de la prehistoria inventada de una autora. Hay también un holograma del ensayo «Una fábula inconclusa», que abre Una especie de fe. Por eso elegí el fragmento. No para obstaculizar la comunicación sino para que ésta fuera absoluta. (El fragmento no es otra cosa que el reflejo visible de una pasión, una agitación interior. Por eso, rompe el discurso, revela la esencia de la escritura poética, que no consiste en decir sino en manifestar). Todo mi pequeño universo distribuido en migajas. Cada frase, cada respiración, una escisión. Lo importante es que apareciera algo díscolo y disolvente, que el discurso avanzara por pequeñas crisis amorosas, literarias, existenciales. Es en los saltos para completar una imagen, donde se aprende. El fragmento es una idea musical. Al desarrollo le opone el tono, la dicción, el timbre, algo así como una sonoridad pensativa, un canto de ideas-frases donde se forma la lengua misma y se la carga como un arma.

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Un dibujo lapidario, un bordado de ideas para la construcción de un silencio. Se me ocurrió también que el libro podría ser leído (otra vez) como una enciclopedia, un pequeño mundo ilustrado, a la vez biográfico y literario, que registrara toda la realidad aún la más sensual, la más inútil y se opusiera a unificar todo bajo una interpretación. La enciclopedia como antiestructura de la obra. Lo extra verbal, en suma, carece de interés. No es la historia de un yo que presuntamente preexistiría a la escritura lo que importa (Rimbaud y Pessoa lo probaron para siempre: no hay yo fuera de la escritura, ese yo siempre es otro y está exento de cualquier fundamento de verdad), sino la construcción de una suerte de infralenguaje impune, capaz de hundirse en el recuerdo cerrado de una persona, en su secreto, para mostrar que hay siempre un inasible. El arte es el espacio de las preguntas menos su respuesta. ¿Me construí una ficción del origen? ¿Una novela familiar? No lo sé. La lengua materna y la biblioteca son máquinas de inventar ficciones. Piglia escribió: El héroe siempre persigue una ballena blanca, algo que le dé sentido a su vida. El héroe es un anormal que trata de probar que lo anormal es el mundo, no él. Así es. Este libro está hecho de lo que no conozco. En él, me protejo y me ofrezco a la vez, sin ningún sostén salvo unos paños de lenguaje. Podría decirse que el libro vale por lo que falta en él, que la escritura está puesta al servicio de una filosofía de la escritura. Más que una historia, conté un naufragio. Me lancé al yo que es el pronombre de lo imaginario para que los sentimientos aparecieran en estado puro, para oír mejor los calambres de una voz, para jugar –como quería Barthes—con el cuerpo de mi madre. Nunca me interesó traducir ninguna realidad. Nombrar, decía Henry James, es apaciguar pero también destruir. Quería el estallido, la diáspora de la identidad, el sentimiento radical de pérdida, exponer la insuficiencia del lenguaje. (Valéry: La literatura intenta, con las palabras, exponer el estado de insuficiencia de las palabras.) Por eso, el anecdotario es mínimo y está tallado con una dicción cortante donde, paradójicamente abundan los homenajes, los idiolectos, el goce ascético, para nada efusivo, de la escritura. Como en la infancia que siempre ve al mundo como si fuera un manual ilustrado, reemplazando la percepción por la admiración, quería ensoñaciones que me liberaran de mi nombre, de mi historia.

Es cierto que hay un lujo de intimidad, que la intimidad aparece como potencialmente infinita, pero la intimidad está dificultada por una prosodia ríspida, que obliga a una lectura incómoda. También hay revelaciones que son lo contrario de una confesión, porque son oblicuas y están sembradas de ecos, distorsiones, interferencias, en una palabra, de antídotos contra el encasillamiento. Me hubiera gustado escribir un libro en blanco. Una obra-desierto. Que fuera a la vez una aventura literaria y una obra de pensamiento. Que cultivara la heterogeneidad. Debería existir una escritura de lo no escrito, dijo Marguerite Duras. Una escritura breve, hecha de palabras solas. Palabras sin el sostén de la gramática. Extraviadas. Ahí, escritas. Y abandonadas de inmediato. Hace años, escribí en el prólogo de mi libro de ensayos Museo Negro: Hay una belleza triste en el museo biográfico. Hay un secreto (infantil) que siempre se esfuma. Quedan las yuxtaposiciones súbitas, los hilos mágicos, ciertos juguetes malsanos y el espacio-santuario de la gran kermesse imaginaria. Así se atraviesa el desierto. Así se avanza en el cementerio hermoso del poema. El corazón del daño no es el último libro de una serie. En materia de lenguaje, nunca nada termina, nunca hay un sentido último, un texto se superpone a otro que se superpone a otro y así. Hay un movimiento infinito de los discursos, montados unos sobre otros. La escritura es una producción perpetua, ciega, que desciende siempre a su fondo insostenible, a su desierto. El lenguaje es incapaz de cerrar el lenguaje. 15


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Fotografías de Lisbeth Salas. Jordi Doce y María Teresa Gallego.

TRADUCTORES: LOS ILUSTRES VENTRÍLOCUOS DE LA LITERATURA por Mercedes Cebrián

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Cuándo comenzó la traducción de textos literarios al castellano? No es posible dar una respuesta clara y contundente a esta pregunta, pero sí podemos apuntar una fecha aproximada: a mediados del siglo XIII, cuando el rey Alfonso X y los integrantes de su scriptorium vertieron Calila e Dimna del árabe a lo que el monarca sabio llamó «castellano dreto». Han pasado casi ocho siglos desde aquel momento y la traducción literaria al castellano sigue más viva que nunca, tanto en España como en Latinoamérica. Este reportaje pretende ofrecer una (fugaz) visión panorámica de la actualidad de esta profesión y, al mismo tiempo, busca elaborar una pequeña historia sentimental de la traducción que registre los cambios vividos con la llegada de las nuevas tecnologías, sin olvidar asomarse al futuro inmediato de la traducción al castellano. Lo ideal sería que aquí participase un gran orfeón de voces mixtas, pero a cambio tenemos un coro de cámara integrado por trece traductores españoles, latinoamericanos y de otros orígenes, cuyo nexo común radica en tener el castellano como lengua de destino de sus traducciones. Faltan aquí muchos, cientos de ellos cuyo trabajo nos permite

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leer desde este siglo trepidante obras escritas en otras latitudes y épocas muy diversas, pero los que aparecen son excelentes embajadores de su profesión. Algunos como Miguel Sáenz, traductor del alemán, cuentan con una larga trayectoria y han decidido poner fin a esa etapa, que en su caso comenzó con Carta breve para un largo adiós de Peter Handke. Otras como Ana Flecha Marco, la más joven de las entrevistadas, tienen aún una carrera larga por delante. Todos han interrumpido por un momento su incesante tecleo sobre el ordenador para hablarnos de su principal vocación, que es también su profesión: la de verter textos de una lengua a otra. Para rebatir el tan trillado proverbio italiano – traduttore, traditore–, diremos aquí en su defensa que no son en absoluto traidores, sino, por el contrario, cómplices de todos los castellanoleyentes. *** Empezar la casa por sus cimientos nos lleva a uno de los pilares de la traducción al castellano: la Biblioteca clásica Gredos


Fotografías de Lisbeth Salas. Isabel García Adánez y Ana Flecha.

y sus libros de cubierta azul marino. Alfonso X habría quedado muy satisfecho al ver cómo su sueño de verter al castellano el mundo clásico se llevaba finalmente a cabo en el siglo XX. El catedrático y traductor del griego clásico Carlos García Gual estuvo a cargo de ella desde que, en 1977, se publicó el primer tomo en traducción suya: Vida y hazañas de Alejandro Magno, de Pseudo-Calístenes. «Un grupo de editores de Gredos me ofreció la posibilidad de organizar la colección, que llegó a tener 415 volúmenes. La idea era una serie de libros de tapa dura que imitase ciertas ediciones inglesas. Allí, entre otras muchas obras, estaban La Odisea, todo Platón, textos hipocráticos que no se habían traducido hasta el momento y también los veinte tomos de la obra de Plutarco. Se contaba con traductores de distintas edades, de mi generación y más jóvenes, y todos los libros incluían un prólogo que ponía en contexto al lector», rememora García Gual con cariño. A principios de este siglo se publicó el último volumen de la colección, cuyos títulos más célebres siguen vendiéndose en quioscos. *** Por más que llevemos muchas décadas sobre el planeta, ya hemos naturalizado la reciente presencia de internet en nuestras vidas, por eso nos resulta casi milagroso que traducir literatura pudiera llevarse a cabo sin esta herramienta. Recordemos que el ser humano construyó templos y pirámides antes de inventar la electricidad y la máquina de vapor: siguiendo esa misma lógica, muchas de las obras que leemos ahora se tradujeron sin echar mano de foros virtuales o de recursos en línea como el CORDE de la Real Academia, un corpus textual de todas las épocas y lugares en que se habló español, desde

los inicios del idioma, que ayuda a estudiar las palabras y sus significados a través del tiempo. María Teresa Gallego, una de las más importantes traductoras vivas del francés, lo usa cotidianamente, al igual que la base de datos Gallica de la Biblioteca Nacional de Francia, que le evita desplazarse a París para consultar manuscritos y libros. Ya el correo electrónico supuso para muchos como Fabio Morábito, escritor mexicano y traductor del italiano, un soplo de aire fresco: «esto es maravilloso para los traductores, pensé cuando supe que existía. A mí todavía me tocó comunicarme por carta con traductores y autores. Entre pregunta y respuesta pasaban mínimo quince días». Lo mismo podría decir Gallego, que corrigió por vía telefónica su primera traducción junto a su editor Joan Petit, de Seix-Barral: «Me dio a traducir el premio Goncourt de ese año: la novela La pitié de Dieu de Jean Cau. Petit me iba pidiendo capítulo a capítulo, los revisábamos por teléfono y él me hacía comentarios. Después me pedía que los fuera pasando a limpio, y en dos meses acabé la traducción, que finalmente no se publicó en España debido a la censura». Malika Embarek, especialista en escritores marroquíes de expresión francesa como Leila Slimani y Tahar Ben Jelloum, recuerda sin demasiada nostalgia aquellos tiempos: «Además de usar la máquina de escribir y el típex, en esos años teníamos que desplazarnos a las bibliotecas para las consultas, y los diccionarios eran en papel. ¡Cómo pesaban los dos tomos del María Moliner o la edición antigua del DRAE, encuadernada en piel!». Ese mundo quedó atrás y ahora cargar peso ya es historia, aunque las tensiones musculares y la sequedad ocular propios de quienes pasan horas sentados frente a una pantalla sigan siendo gajes de este oficio. *** 17


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Fotografías de Lisbeth Salas. Malika Embarek y Carlos García Gual.

No obstante, la cuestión esencial para los traductores al castellano, en absoluto vinculada a la tecnología, es la de elegir a qué castellano traducen, y para ella hay tantas respuestas como traductores. Javier Calvo, en su ensayo sobre traducción titulado El fantasma en el libro (Seix-Barral, 2016), dedica bastantes páginas a esto. Calvo, que ha traducido a Don Delillo, Joan Didion y David Foster Wallace, entre otros muchos, es rotundo al respecto: «si existiera hipotéticamente un castellano burocrático impersonal, resultado de borrar todas las variaciones geográficas de la lengua, el último lugar donde querría verlo es en la literatura». Es de sentido común que el borrado de las diferencias no sea una opción; al revés, parece claro que la heterogeneidad y la mezcla son lo más deseable, con sus limitaciones y siempre teniendo en cuenta las características de la obra que se está volcando al castellano. Los editores también han de entender esta complejidad, y en ese sentido, Fabio Morábito nos cuenta su experiencia con final feliz al traducir la poesía completa del nobel Eugenio Montale para Galaxia Gutenberg en 2006: «En efecto, temía que quisieran normalizar a la manera ibérica algunas palabras, pero no pasó, no tocaron ni una sola. El director de la colección, Nicanor Vélez, tenía una sensibilidad latinoamericana. De todos modos, el lenguaje de Montale no acepta registros muy locales, así que por ese lado todo fue bien». Selma Ancira, traductora mexicana del griego moderno y del ruso, también tiene buenos recuerdos en ese sentido: «Revisando las pruebas de una novela para Acantilado había un mexicanismo en mi traducción. Pregunté si se quedaba y me dijeron que por supuesto. Es digno de respeto que un editor lo comprenda, lo acepte y lo incorpore. Eso hace ganar a la editorial y a todos, para que se pueda leer mejor el libro en Argentina, Colombia, Perú… pero también en España».

Al plantearle esta cuestión a Miguel Sáez, él sugiere leer un breve ensayo de Marcelo Cohen, traductor y escritor argentino recientemente fallecido, titulado Nuevas batallas por la propiedad de la lengua, incluido en el volumen Música prosaica (Entropia, 2014). En él, Cohen rememora sus años como traductor en Barcelona, sus cuitas y dudas al lidiar con su propio idiolecto y trata además la disyuntiva entre la traducción localista y la traducción hipotéticamente neutra, es decir, «el español de las traducciones», como Javier Calvo llama en su ensayo a esta variante artificial. Quizá haya que aceptar que no contenemos multitudes, como confiesa Pablo Ingberg, traductor y poeta argentino, que ha volcado al español La tierra baldía de T.S. Eliot (Cuenco de plata, 2022) con motivo del centenario de su publicación, así como obras poéticas de Safo, Virgilio y Walt Whitman, entre otros: «Sólo tengo incorporada con naturalidad la variedad en la que me crié y formé. Una traducción a variedades mexicanas o españolas la hará mejor que yo una persona criada y formada en esas variedades. En mis traducciones para otros países sólo soy un poco más vigilante de los vernaculismos evitables que cuando traduzco para Argentina. Pero incluso cuando traduzco para Argentina las elecciones dependen de la obra de que se trate, porque no es lo mismo traducir, por ejemplo, un soneto de Shakespeare que un cuento actual escrito en una lengua más o menos coloquial vernácula». Como vemos, acercarse a una traducción pensándola como un proceso de negociación, tal como la concebía Umberto Eco, es particularmente pertinente ante esta cuestión sobre las variantes del español, que hemos de aceptar con la naturalidad que nos sea posible, al ser lectores de una lengua con casi 500 millones de hablantes nativos. ***

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Fotografías de Lisbeth Salas. Miguel Sáenz y Fabio Morábito.

Estadísticamente se traduce mucho más del inglés y francés que de idiomas como el griego moderno, el ruso o el noruego o el yidis, la lengua de los judíos askenazíes, que cuenta con una literatura abundante. Hay que regocijarse, por tanto, de contar con el dúo de traductores formado por Rhoda Henelde y Jacob Abecasís, que en el año 2000 comenzaron a volcar al castellano los títulos más icónicos de la literatura en esta lengua. El primero fue Sombras sobre el Hudson, de Isaac Bashevis Singer, el único premio Nobel de literatura en yidis. Henelde y Abecasís constituyen un eficaz tándem de traductores, algo que en los últimos años también han formado María Teresa Gallego y su hija Amaya García Gallego. «El trabajo a dúo lo realizamos en tres etapas, siempre con dos ordenadores», comenta Rhoda Henelde: «yo leo la versión en yidis de viva voz. Ambos debatimos la interpretación correcta y ahí Jacob teclea una primera versión en su ordenador. En una lectura conjunta, también de viva voz, corregimos posibles desajustes que se puedan haber producido en la fidelidad a la creación original e introducimos las mejoras finales de estilo que puedan surgir». Que esta profesión es altamente vocacional nos lo deja claro tanto Rhoda Henelde como la mayoría de los entrevistados. Selma Ancira confiesa por qué se hizo traductora «por amor a una autora: Marina Tsvietáieva. La descubrí durante mis estudios de doctorado en Moscú y decidí que la tenía que traducir, quizá un poco con cierta inconsciencia, locura y pasión, algo que ha caracterizado mi caminar por este sendero de la traducción». La pasión también le llevó a traducir del griego moderno una novela de Maria Iordanidu, autora griega, para presentársela a la editorial Acantilado. «Logré enamorar a la editora. Le llevé la novela ya traduci-

da, le encantó y me dijo: “la publicamos”». Hoy son tres las novelas de Iordanidu publicadas en la misma editorial y traducidas por Ancira. *** Se traduce más y mejor al castellano que hace varias décadas, entre otros motivos por la profesionalización de los traductores, tal como puntualiza Gallego: «Antes de los años cincuenta del siglo XX había menos rigor, más fluctuaciones en las traducciones. Ahora los traductores compartimos unos cánones. En el siglo XIX las traducciones eran un lujo que llevaban a cabo los eruditos y escritores, era más una afición». La globalización, a pesar de sus inconvenientes, ha contribuido a unas traducciones menos paternalistas, sin temor a la otredad cultural. Isabel García Adánez, Premio Nacional de Traducción en 2020 por su versión de Siempre la misma nieve y siempre el mismo tío, de Herta Müller, da fe de ello: «No me parece que las traducciones de ahora sean extranjerizantes, sino fieles al texto. Si los personajes están en Finlandia y comen algo típico de Finlandia, no lo españolizamos como se hacía antes, y los elementos culturales se respetan, eso es ser fiel al texto. Es fácil y rápido buscarlo, tanto para el traductor como para el lector, y así se ve cómo es el mundo en otros sitios; para eso sirve la literatura». Recordemos también los tiempos en que los textos del ruso, japonés o yidis se traducían desde el inglés o francés. Para Rhoda Henelde, el fin de esta práctica es un adelanto indudable, fruto de un cambio de actitud ante la traducción. Algunas literaturas se han beneficiado especialmente de estas transformaciones sociales, por ejemplo, las producidas en países árabes, ya se escriban en árabe o en francés,

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Fotografías de Lisbeth Salas. Pablo Ingberg y Javier Calvo.

tal como considera Malika Embarek: «El campo en el que me desenvuelvo –la traducción de la literatura árabe– ha experimentado unos cambios enormes. Antaño se circunscribía al entorno de la Universidad: cuando aparecía en el mercado alguna novela traducida, se encargaban las reseñas a especialistas del mundo árabe, como si esa literatura requiriera la visión de un experto, como si no bastara con ser un buen lector capaz de hacer una reseña de cualquier obra de literatura universal. El premio Goncourt, concedido en 1987 a Tahar Ben Jelloun, fue un hito importante; y el espaldarazo del premio Nobel a Naguib Mahfuz en 1988 modificó la visión del público español sobre la novela de los países árabes. También han cambiado las nuevas generaciones de traductores del árabe, que ya no ponen énfasis en el exotismo. Abordan la literatura contemporánea árabe como otra literatura más». *** Una de las maneras de reconocer la labor de los traductores es poner su nombre en la cubierta de los libros. Esa visibilidad sí se ha logrado en las ediciones en castellano, si bien la deseada puesta en valor de su trabajo no se deja ver tan claramente en las tarifas que cobran. «Los grandes enemigos del traductor (la falta de tiempo y una remuneración ridícula) siguen existiendo», aclara Miguel Sáenz. Algo similar afirma Ana Flecha Marco: «el reconocimiento está muy bien y es muy gratificante, pero si no viene acompañado de unas mejores condiciones de trabajo me interesa bastante poco», de ahí la importante labor de ACE Traductores, la asociación profesional que vela por los profesionales de la traducción en España.

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Del otro lado están los lectores: ¿también ellos se acercan hoy de modo distinto a los textos traducidos? Jordi Doce, poeta y traductor de Yeats, Anne Carson y Auden, por citar algunos, no lo ve del todo claro: «Cada vez que doy charlas públicas o conferencias sobre el tema, me descorazona ver que las mismas dudas y preguntas básicas se mantienen a lo largo del tiempo, como si no hubiéramos aprendido nada en tres décadas. Seguimos con los tópicos de siempre: las “bellas infieles”, el “traduttore traditore”, eso de Robert Frost de que la poesía “es lo que se pierde en la traducción”, etc. Es un poco desesperante. Y, ya en el plano académico, seguimos sin tener en cuenta el impacto de la traducción en la historia y desarrollo de las literaturas nacionales, ese invento decimonónico». Otro aspecto que hace doblemente valiosos a los traductores es su labor como asesores literarios. Flecha Marco, que traduce del noruego, lo ha vivido de cerca: «En mi caso, al traducir principalmente de una lengua a la que los editores con los que trabajo no tienen acceso de primera mano, es más frecuente que soliciten y tengan en cuenta mi opinión». Y ocurre incluso con el inglés, como en el caso de Javier Calvo: «Entre los proyectos que he sacado adelante yo, por ejemplo, están mis tres traducciones de Iain Sinclair, que es un autor al que me ha costado un montón publicar en España, o bien una serie de cinco libros con textos inéditos de H.P. Lovecraft que estoy en proceso de traducir ahora». García Adánez enumera satisfecha los autores de habla alemana cuya traducción al castellano ha recomendado: «van a publicarse ensayos de Hannah Höch y Lu Märten, una crítica alemana de principios del siglo XX super interesante, y también ensayos de Erika y Klaus Mann sobre la guerra civil española».


Fotografías Lisbeth Salas. Selma Ancira y Abecasis Henelde.

Esta potestad para aconsejar convierte a los traductores en agentes influyentes dentro de la industria del libro, y no en meros proveedores de servicios, si bien la queja ante las bajas tarifas que perciben por su trabajo los hace rozar esta otra posición. En relación con ello, la futura implantación de la inteligencia artificial y, por ende, la distópica sustitución de los traductores literarios por máquinas, es algo de lo que se habla a menudo en los círculos profesionales. Quienes traducen poesía no se ven muy amenazados al respecto en su campo. «A un nivel artístico creo que no hay que preocuparse mucho: a la inteligencia artificial siempre le va a faltar esta cosa arbitraria que nos haga alejarnos del original pero que por sonoridad y ritmo case con el texto y lo convierta en más expresivo», dice Fabio Morábito. Aunque especializada en prosa, tampoco a Isabel García Adánez le quita el sueño por ahora: «Con la traducción literaria de textos más o menos exigentes no veo problema, porque eso no hay máquina que lo traduzca bien: prueben con Herta Müller», aunque sí aprovecha para preguntarse lo que pasará con novelas consideradas más de entretenimiento o «de piscina», como ella las llama: «Ahí sí corremos el peligro de que la inteligencia artificial se lleve por delante a traductores y a escritores. Igual peco de arrogante, pero a lo mejor se podría aprovechar la coyuntura para reflexionar un poco sobre la calidad de lo que se publica, se escribe... y se vende. Lo malo es eso, que vende lo que no es de buena calidad ya en el original». Queda mucha tarea por hacer, elaborada por humanos con ayuda de recursos informáticos, cómo no, pero siempre con la rúbrica de un cerebro con sus correspondientes neuronas. Al preguntarles qué libros todavía inéditos en castellano creen que merecen ser traducidos, los entrevis-

tados muestran sus deseos como en una carta a los Reyes Magos: Flecha Marco traduciría con gusto el clásico noruego de literatura infantil Karius og Baktus, escrito e ilustrado por el dramaturgo Thorbjørn Egner: «es la historia de dos trolls que viven en la boca de un niño llamado Jens al que animan a desobedecer a su madre, a no lavarse los dientes y a comer muchas cosas con azúcar». Por su parte, Rhoda Henelde y Jacob Abecasís sueñan con ver en las mesas de novedades las novelas cortas de Chaim Grade, nacido en Vilna cuando la actual Lituania pertenecía al Imperio Ruso, y Embarek suspira por seguir traduciendo la obra de Edmond Amran El Maleh: «es prosa, es poesía, es un caudal de palabras que te arrastra, sin aliento, con quiebra solo aparente de la gramática, una puntuación rompedora, frases transliteradas de su lengua materna, el árabe marroquí, aunque fácilmente entendibles por el contexto o ausencia de connotaciones exóticas. Sí, me gustaría volver a esa prosa, de nuevo». Todos estos y otros muchos libros están diciendo «tradúceme» a gritos, y por suerte para la lengua, hay un orfeón de traductores preparados para ello y deseosos de llevar a cabo su trabajo en buenas condiciones laborales.

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EL CHARLATÁN Y EL HIKIKOMORI por Aitor Romero Ortega

1 Veo y reveo en YouTube una conferencia de Ricardo Piglia sobre literatura y tecnología organizada por el Instituto Tecnológico de Monterrey en el año 2013. Un tema muy sugerente del que extrañamente casi nadie habla. Una de las ideas centrales de la conferencia (muy atractiva, tanto en su audacia como en su formulación, como era habitual en Piglia) es que cuando una determinada tecnología artística se queda obsoleta empieza a ser empleada en funciones para cuyo uso en un principio no fue concebida. Y es ese uso desviado el que permite que sea utilizada artísticamente. De alguna forma, esa tecnología se estetiza. Así, cuando la pintura fue reemplazada por la fotografía, surgió la pintura abstracta. Tras la popularización del cine y la obsolescencia de la novela decimonónica, emergió la narrativa moderna. En el momento del triunfo de la televisión en los hogares eclosionó el cine de autor. Incluso ahora, desde hace unos años, con la consolidación de los nuevos formatos audiovisuales de Internet, las series de televisión parecen haber alcanzado una dimensión artística antes impensada. La intuición de Piglia es que cuando una determinada tecnología artística pierde centralidad y es desplazada de su posición de vértice del inconsciente colectivo, queda liberada de sus funciones de representación de la realidad (la función mimética que los antiguos griegos otorgaban al arte) y es precisamente esa nueva inutilidad, esa caída en desgracia, la que le permite sondear territorios estéticos antes impensados, la que propicia usos desviados que de otra manera hubiese sido imposible indagar.

2 Sobre la grabadora, dice Piglia, no solo permitió registrar historias de vida, también los modos de hablar. El timbre, la sintaxis, el ritmo. Eso propició la entrada en la literatura de voces provenientes de las clases populares que hasta ese momento estaban excluidas. Y a su vez permitió que algunos investigadores sociales empezaran a inventariar esas voces para montarlas después en libros que se estructuraban como novelas corales. Ese fue, concluye Piglia en Monterrey, uno de los avances tecnológicos que produjo un cambio de mayor calado en el modo de escribir.

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Esténcil de Roberto Bolaño en Barcelona en 2012. (Barrio de Sant Antoni)


Pero más allá del puro registro y la posterior transcripción para producir un texto, la eclosión de esas voces contaminó el campo literario y lo modificó. Influyó notablemente en la forma de escribir de autores que fueron acercándose al registro coloquial hasta convertirse en falsos ventrílocuos que logran fabricar una sofisticada poesía con los materiales aparentemente gastados del habla popular. Esa es una de las mayores fortalezas de las literaturas americanas. Desde la poesía norteamericana –que es en sí misma un compendio de voces donde confluyen el canto, el grito, la conversación y hasta el comentario descuidado–, al manejo quirúrgico de los diálogos en el cuento anglosajón, a los grandes novelistas sureños, como el propio Faulkner en cuya narrativa a menudo importa más la propia voz que aquello que cuenta. Y esa misma preocupación estética por extraer un ritmo y un timbre poético del tono de la calle está en el centro de las literaturas latinoamericanas. No es su único afán, naturalmente, ni es el único estilo en un espacio que es rico y contradictorio, pero sí es al menos uno de sus vectores fundamentales, y es tal vez aquello que la ha distinguido de las demás. Aquello, por decirlo así, que la literatura latinoamericana ha hecho mejor que ninguna otra. Desde el Martín Fierro, a Rulfo, al Borges de Hombre de esquina rosada, pasando por Carlos Fuentes, Sara Gallardo o Cabrera Infante (la lista podría prolongarse durante páginas y páginas) las distintas literaturas hispanohablantes del continente han logrado singularizarse impostando poéticamente las voces que encontraban a su alrededor. Incluso hoy en día escritores como Fernanda Melchor, con el español de Veracruz, o Bruno Lloret, con el idioma áspero del desierto de Chile, prolongan esa tradición estilística a la que tantos escritores nacidos en la década de los ochenta y de los noventa siguen llegando para agregar sus propias contribuciones.

3 Pues bien, a ese narrador que cuenta su historia hablando aquí lo vamos a llamar el charlatán. El gran narrador de la literatura latinoamericana del siglo XX, su héroe invisible. Un hijo de Faulkner. Alguien que a veces se pierde en su propio relato, que con frecuencia se desvía, que ocasionalmente encuentra perlas inesperadas en los pliegues de su propia voz y del que sabemos poco, aunque en realidad lo sabemos todo con solo leerlo, más allá de lo que nos cuenta, porque como acertó a decir Borges con claridad programática «descubrir una entonación, una voz, una sintaxis peculiar, es haber descubierto un destino».

4 Una noche en Madrid, en la barra de un bar con mucho ruido, un escritor conocido compartió conmigo una teoría. Según había hablado a su vez con otros críticos o colegas, Roberto Bolaño y Mario Levrero son los dos polos por los que

«Desde la poesía norteamericana – que es en sí misma un compendio de voces donde confluyen el canto, el grito, la conversación y hasta el comentario descuidado –, al manejo quirúrgico de los diálogos en el cuento anglosajón, a los grandes novelistas sureños, como el propio Faulkner en cuya narrativa a menudo importa más la propia voz que aquello que cuenta. Y esa misma preocupación estética por extraer un ritmo y un timbre poético del tono de la calle está en el centro de las literaturas latinoamericanas» transita la literatura latinoamericana del siglo XXI. Pues bien (y aquí ya sí, empieza la teoría que desgranó esa noche ese escritor y que motiva este breve ensayo), la narrativa de Bolaño ha perdido influencia en su capacidad de dialogar con el presente, no por el desgaste de una moda, sino porque su obra tiene el aliento épico de las grandes narraciones; mientras que la de Levrero cada vez dialoga mejor con la sensibilidad contemporánea, porque sus libros son antiépicos y autoparódicos, colocando un mayor peso en la reflexión que en la acción. Luego dijo (o creo que dijo, había mucho ruido a nuestro alrededor y transcribo de memoria, pero, en fin, creo que no traiciono el espíritu de lo que intentó decir) que la de Bolaño era una novela de cierre del Boom y de toda la literatura anterior, una novela que da una última y genial vuelta de tuerca

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a los grandes temas de la Gran Novela Latinoamericana: el romanticismo fracasado, la fantasmagoría y el horror, el tema del latinoamericano en Europa. De esta forma (esto lo infiero yo de lo que me conto ese colega esa noche) la actual crisis de la experiencia ha provocado que el eje se desplace de la acción a la propia construcción del relato. Levrero escribe sobre el hecho de estar escribiendo y sobre su fracaso, mientras la vida le interrumpe y se mete en el texto. Una película, decía Godard, es siempre la historia que cuenta y la narración de su propio rodaje.

5 Esta es en efecto una teoría atractiva, provocadora, incluso irritante. El problema es que sigo sin saber si es cierta o solo suena bien. Ha servido, sin embargo, para sugerirme otra teoría más humilde en cuyo interior me siento más a gusto y que ahora me atreveré a esbozar brevemente.

6 Como decíamos, tenemos al charlatán. Alguien que habla apostado en una cantina. Ese es el lugar de enunciación. Naturalmente, la cosa se complica enseguida. Aparecen nuevas ubicaciones. Además, la propia evolución de la novela va añadiendo complejidad: su discurso se fragmenta, se desordena, se mezcla con otras voces. Pero el principio se mantiene fijo: alguien que habla. En el otro extremo, nos encontramos con una literatura en tono menor, alejada de la exuberancia de la oralidad, que se viene desarrollando desde el principio en el continente. A veces las novelas en forma de diario, después la aparición de La tentación del fracaso, los diarios de Ribeyro, así como sus prosas no narrativas, empiezan a delimitar el espacio ganado por una escritura en que el narrador y el protagonista es alguien que escribe y apenas ocurre nada, o lo que ocurre es la propia escritura del relato y los hechos mínimos que la circundan: la procrastinación, los hallazgos, los desvíos inesperados, los proyectos esbozados que nunca se materializan, la infame cotidianidad como fantasma moderno. La búsqueda de un tono y de un estilo que se va fraguando durante el propio transcurso del relato parece ser su argumento principal. En sus diarios Ribeyro se reprende a menudo por su vida disoluta en París, por todas las distracciones que de forma irresponsable abraza y que le impiden escribir nada que no sea ese propio diario, que en gran parte versa sobre la imposibilidad de hacer otra cosa, y que se edifica aprovechando caóticamente los materiales de todas esas obras que no terminan de escribirse nunca. El lugar de enunciación ya no es la cantina, sino el escritorio. El narrador ya no habla, sino que escribe o trata de hacerlo, y lo que nos cuenta tiene que ver con el mismo hecho de escribir, así como con lo que sucede a su alrededor o en su pasado, pero el centro está ahí, en la mesa, y sobre todo en una determinada posición del cuerpo y en una predisposición del alma que es

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sensiblemente distinta a la que uno tiene cuando relata en voz alta. Uno habla para los demás, pero escribe para sí mismo. Y es en ese cambio de tono, en esa nueva intimidad, donde reside la principal transformación de este narrador que emerge, y que ha renunciado al paisaje para refugiarse en su escritorio como último reducto del Yo. Es el hikikomori, un narrador que toma como modelo a esos adolescentes japoneses que al percibir el mundo exterior como una amenaza deciden encerrarse en el interior de sus habitaciones.

7 También en Los detectives salvajes hay un diario, podría objetarse con razón. Es verdad, el diario del poeta García Madero ocupa la primera y la tercera parte de la novela. Sin embargo, pese a su magnífico arranque, creo que hoy día resulta difícil discutir que Los detectives salvajes es considerada como una obra mayor gracias a su segunda parte, la que comparte título con la novela. ¿Y qué tenemos en esa segunda parte? Todos lo sabemos ya a estas alturas del siglo XXI, pero, en fin, volveré repetirlo una vez más: un concierto de voces, una cacofonía de voces que nos cuentan una historia que es a su vez muchas historias, las de cada personaje que habla. Y la percepción que tenemos en todo momento es que esas voces están conversando con alguien, le están contando sus historias personales a alguien, a un narrador oculto, que las registra en una grabadora y que luego se ocupará de transcribirlas, cortarlas en fragmentos y montarlas con una intencionalidad narrativa y un efecto poético muy particulares para construir el libro que ahora leemos. Es decir, el principal logro de esa segunda parte de la novela es fingir que no está escrita, que es un documento periodístico.

8 Levrero sería en este caso el hikikomori total, la culminación de ese narrador misántropo que se encierra a escribir y es interrumpido constantemente por la vida. Su novela El discurso vacío se inicia con la necesidad de hacer ejercicios de caligrafía para mejorar su letra que se había ido degradando. Para ello Levrero concibe un diario en el que se propone escribir sin contar nada, focalizando todos sus esfuerzos en la pura caligrafía. Pero rápidamente le ocurre que es imposible escribir sin contar nada y ese diario se puebla de hechos comunes (la relación con su mujer, con su hijo, sus recuerdos, las preocupaciones por un traslado), cosa que hace que cuando los pasajes se vuelven más narrativos su caligrafía empeore y él recupere entonces su voluntad de no decir nada, de escribir sin escribir, para así enderezarla. Es decir, la tensión de la novela se sostiene sobre el deseo del narrador de no decir nada y continuar con su ejercicio caligráfico. Sin embargo, los acontecimientos y su pensamiento boicotean esa idea primigenia hasta el punto de que el narrador termina escribiendo una novela contra su propia voluntad.


Mario Levrero Fuente: wikicommons

En su obra póstuma y más célebre, La novela luminosa, el mecanismo es parecido. En este caso el narrador escribe a ordenador. Lo que aquí sucede es conocido: el narrador recibe una Beca Guggenheim para escribir una novela, pero las distracciones, una serie de ejercicios que empieza para ponerse en disposición de escribir y que se alargan indefinidamente, y, en fin, la interminable procrastinación, así como los constantes problemas con la computadora, hacen que en realidad escriba un diario, el diario de la beca, que es lo que debía hacer antes para calentar un poco y que en última instancia coloniza la novela hasta ocupar más de tres cuartas partes del libro. La novela luminosa, al final, es una nouvelle que queda orillada al fondo, casi como un chiste o como una ensoñación. Es decir, otra vez se trata de una novela de alguien que escribe un diario (un misántropo, un hikikomori) sobre la imposibilidad de ponerse a escribir lo que en realidad debería estar escribiendo, mientras los demás (su familia, sus amigos, sus amantes, el mundo en su conjunto) le interrumpen y boicotean su proyecto. Lo que leemos es justamente ese texto en los márgenes, que sería en realidad el rodaje de la película, su comentario y su making-off, y no la historia en sí.

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ben, chateamos sin parar. Jamás la humanidad, dijo Baricco aquel día, había escrito tanto. Reconozco que entonces aquella afirmación me pareció de un tecnoptimismo cándido e insoportable. Hoy, sin embargo, empiezo a pensar que había algo de verdad en esa declaración. Quizás la lenta eclosión del silencioso escribiente frente al charlatán, en una literatura como la latinoamericana, tan apegada a la oralidad, es una prueba definitiva de ello. De este tiempo de comunicaciones calladas en el que el rumor de los chats y el brillo de las pantallas táctiles en la oscuridad mantiene a flote nuestras soledades interconectadas y nos salva del pozo en el que estamos siempre a punto de sucumbir. La narradora de La amante de Wittgenstein, la novela de David Markson, repite sin cesar (escribe más bien, pues ella escribe a máquina y lo que leemos es su relato, el relato final de la humanidad, de la que ella es la última superviviente) una anécdota de Maupassant, quizás apócrifa. Asegura que Maupassant odiaba tanto la Torre Eiffel que cada día comía en el restaurante que estaba en su primera planta, pues ese era el único lugar de todo París desde el que no tenía que soportar su vista. El hikikimori –nuestro narrador, nuestro héroe moral– se encierra a escribir en su guarida porque ese es el único lugar en el que no tiene que actuar como si estuviese contando una historia.

Hace años escuché a Alessandro Baricco decir en el festival Kosmópolis de Barcelona que ahora vivimos inmersos en la época de la escritura. Nos mensajeamos todo el rato, redactamos correos y comentarios de lo que otros escri-

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CRÓNICA

Tarde temprano por Eduardo Halfon

Yo estaba de pie al lado de mi padre, ante el hoyo abierto en la tierra en cuyo fondo reposaba el ataúd de mi abuelo. Había un pequeño y frágil toldo de nailon negro encima del hoyo, tipo carpa, que se hamaqueaba con cada golpe de viento, y que parecía a punto de derrumbarse por el peso del agua estancada en la parte superior. Era un domingo lluvioso y con el cielo gris mate y apenas cabían en el cementerio judío tantas personas vestidas de negro, tantos paraguas negros. Tres señores en traje y corbata miraban la escena desde fuera, a través de las ranuras de un cerco de alambre. Al entrar le había preguntado a mi padre quiénes eran esos tres señores y qué hacían ahí fuera y él me había explicado en susurros, mientras caminábamos hacia el hoyo abierto en la tierra, que los judíos de la tribu de los kohén (descendientes varones directos de Aarón, hermano de Moisés, llamados kohaním) tienen prohibido ingresar a un cementerio judío, acercarse a un cadáver, estar en contacto directo con la muerte, pues la muerte, según señala la ley talmúdica, los volvería impuros. De ahí viene la tradición de dejar piedras sobre una tumba, me susurró mi padre, ahora señalando las pequeñas piedras que otros visitantes habían colocado encima de otras tumbas. Para así, me susurró, advertirles desde lejos a los hombres de la tribu de los kohén que caminaban en el desierto, anunciarles la presencia de la muerte. Mi padre se quedó callado y yo no quise preguntar más. No quería hablar más. No quería estar ahí. El duelo por mi abuelo polaco, pese a todo, lo sentía y llevaba por dentro, no en público, entre tantos conocidos y desconocidos trajeados de negro.

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El rabino, un señor calvo y gordo y con una espesa barba pelirroja y desgreñada, seguía proclamando no sé qué rezo en hebreo. Mi abuela estaba en una silla de ruedas, ausente, dopada, un vendaje color piel amarrado alrededor de su rodilla izquierda. Mi madre, al lado de sus tres hermanos, lloraba a su padre. De pronto el rabino paró de rezar y el hermano mayor de mi madre tomó un paso tímido hacia delante. Tenía él una rasgadura en su camisa blanca a la altura del pecho, sobre el corazón, cumpliendo así la antigua costumbre de luto que se inició con el patriarca Jacob, me había explicado mi padre aún en la funeraria, quien rasgó su vestidura cuando le dijeron (para engañarlo) que un animal salvaje había matado a Rubén, su hijo primogénito; y al igual que hizo el rey David, me continuó explicado, cuando se enteró de que habían fallecido en una batalla su suegro Saúl y su amigo y cuñado Jonatán; y al igual que hizo Job, me terminó de explicar, cuando supo que diez de sus hijos habían muerto soterrados al derrumbarse sobre ellos el techo de su propia casa. Pero no obstante los tres ejemplos bíblicos y perfectamente válidos que me había ofrecido mi padre, yo seguía sin comprender el motivo de ese gesto tan insólito y hasta violento, en el cual un hombre serio va por el mundo con su camisa blanca rota y deshilachada, como con el corazón expuesto. El hermano mayor de mi madre se agachó con dificultad. Agarró un puñado de tierra negra y lo lanzó sobre la tapa de madera del ataúd. Yo jamás había escuchado un tronido así de seco y arcaico. Después los otros dos hermanos de mi madre hicieron lo mismo, de uno en uno, sus camisas blancas igualmente rasgadas. Cada tronido de tierra sobre madera sonaba a un suspiro gutural, doloroso, cuyo eco se quedaba retumbando ahí en el cementerio, entre nosotros. Mi madre casi se cae al agacharse y sus tres hermanos tuvieron que sostenerla y ayudarla a lanzar un puñado de tierra. Sus sollozos aumentaron. Yo cerré los ojos, probablemente para no ver a mi madre llorando, aunque también para que todas las personas creyeran que yo rezaba o sufría en silencio, cuando en realidad ya no quería ver más. Y así, en un instante, con los ojos aún cerrados, me imaginé una vida entera. Mi abuelo de niño en una calle de Łódź, jugando dominó con sus hermanos y amigos. Mi abuelo de adolescente, vestido de prisionero en Auschwitz, en Neuengamme, en Sachsenhausen cerca de Berlín. Mi abuelo de adulto, demacrado y escuálido y con la dentadura podrida tras haber pasado seis años en campos de concentración, viajando primero de Berlín a Saint-Nazaire, luego de Saint-Nazaire a Nueva York, donde compró con sus pocos ahorros un anillo de piedra negra como símbolo de luto por sus padres y hermanos y amigos y demás asesinados en guetos y campos de concentración, y luego, sólo porque ahí había emigrado uno de sus tíos lejanos antes de la guerra, de Nueva York a una Guatemala para él extraña e inhóspita. Mi abuelo de mediana edad en su fábrica de ropa infantil en el Pasaje Savoy, en el centro de la capital guatemalteca, de pie ante una enorme máquina de coser, un alfiler prensado entre los labios, una cinta métrica colgándole del cuello, las mangas de su camisa arremangadas, el número de cinco dígitos en su antebrazo izquierdo ya algo incoloro y desdibujado y hasta casi olvidado, porque con los años se había ido disipando no sólo su tinta sino también su potencia. Mi abuelo ya convertido en abuelo y sentado en el sofá de su sala y tomando sorbos

«Me decía tarde temprano, así, tarde temprano, en vez de tarde o temprano, como si al aprender a hablar español hubiese decidido que esa conjunción era innecesaria, o como si supiera que en la vida todo incidente y todo acto y todo gesto sucede demasiado tarde para alguien y también demasiado temprano para alguien más, o como si el pasado y el futuro para él existiesen no separados, no en lados opuestos de la línea del tiempo y de otra palabra, sino unidos en un mismo y cálido aliento»

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(siempre con una cucharita) de un café instantáneo bastante ralo mientras me decía tarde temprano, así, tarde temprano, en vez de tarde o temprano, como si al aprender a hablar español hubiese decidido que esa conjunción era innecesaria, o como si supiera que en la vida todo incidente y todo acto y todo gesto sucede demasiado tarde para alguien y también demasiado temprano para alguien más, o como si el pasado y el futuro para él existiesen no separados, no en lados opuestos de la línea del tiempo y de otra palabra, sino unidos en un mismo y cálido aliento. Mi abuelo ahora boca arriba en el interior oscuro del ataúd, vestido en una última túnica blanca, finalmente en paz dentro de la mortaja de lino que era esa última túnica blanca, pero pegando un brinco cada vez que la tapa de madera tronaba sobre él. Percibí que mi padre se movió un poco. Abrí los ojos y lo vi medio agachado y arrojando un puñado de tierra en el hoyo. Después volvió a pararse a mi lado y se inclinó hacia mí y en un susurro me ordenó que hiciera lo mismo. Me tocaba. Yo era el nieto mayor de mi abuelo. Era mi deber. Era mi turno de participar y ayudar a enterrarlo, literalmente. Pero me quedé quieto, como estancado, hasta que logré balbucearle a mi padre que no lo haría. Él alzó la mirada. Todos ahí también alzaron la mirada. No puedo.

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Apenas me escuché a mí mismo decirlo. ¿Cómo que no puede? No puedo, repetí. El pecho me ardía. La boca me ardía. Un murmullo empezó a crecer entre la gente, entre tantos familiares y amigos y desconocidos y socios y empleados de mi abuelo que me miraban ahora con una combinación de perversidad y fastidio. No conseguían entender mi impulso de rechazo a ser partícipe de aquella tradición, de aquel espectáculo. Aunque quién sabe. Tal vez lo entendían mucho mejor que yo. Mi padre se giró hacia mí. Su frente estaba perlada de gotitas de sudor o quizás eran de lluvia. Y despacio, discreto, me dijo algo en un soplo de voz que nadie más pudo escuchar ni comprender. No por su tono tan bajo y casi inaudible, sino porque lo había dicho en un lenguaje que sólo hablábamos él y yo. Un lenguaje privado, secreto, de padre e hijo. Entonces tomé un par de pasos hacia delante y me agaché y metí mis dedos en el montículo de tierra negra y húmeda y dejé caer una bola de lodo sobre mi abuelo.

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SEGUNDA VUELTA

SEGUNDA VUELTA

Farabeuf, un viaje alrededor de la zona opaca por Ignacio Ferrando

A finales de julio de 1921, el compositor vienés Arnold Schönberg le contó a su amigo y asistente Josef Rufer que acaba de descubrir un sistema de composición atonal que aseguraba la supremacía de la música alemana durante los siguientes cien años1. Se refería al dodecafonismo, una técnica que, en efecto, cambió de modo radical el paradigma que hasta ese momento se tenía sobre la composición musical armónica. Una suerte de epifanía similar experimenta el lector que se adentra por primera vez en Farabeuf o la crónica del instante, del escritor mexicano Salvador Elizondo. No solo porque dinamita los cimientos de la llamada narrativa lineal, sino porque el texto es en sí mismo una indagación sobre el sentido y las posibilidades del lenguaje. En palabras de Eduardo Becerra2, la literatura de Elizondo se agota en la búsqueda de su propio significado y merodea alrededor de una zona opaca creando un discurso envolvente y, no pocas veces, inestable. En Farabeuf o la crónica de un instante no hay planteamiento, ni desarrollo, ni desenlace al uso, la novela describe una y otra vez el mismo instante de tiempo, un instante de quizá dos o tres minutos —

nunca llega a especificarse— que, a través de distintos testimonios y puntos de vista, crea un discurso orgánico, circundante, que implica y urge al lector en una apremiante búsqueda de respuestas. Si se imagina un sistema solar, el instante que refiere el título ocuparía el lugar del astro rey y los planetas que orbitarían alrededor serían los testimonios de los personajes. Bien. Ahora elimínese el Sol y sustitúyase por una zona opaca, no del todo dibujada por su autor, vista como a través de un cristal esmerilado. Esa es la dinámica con la que Elizondo construye su novela. El objetivo es simple y complejo: atrapar un efímero segundo de tiempo. Si en un instante ocurren múltiples asuntos simultáneos, y si sobre los mismos hechos los distintos personajes pueden tener percepciones diferentes, Farabeuf es una imposible tentativa de agotar ese lapso a través del lenguaje. En la novela se asegura que «la fotografía es una forma estática de la inmortalidad» porque es capaz de atrapar el mundo físico durante un diferencial de tiempo, el que tarda el diafragma en abrirse y cerrarse y dejar la imagen impresa en la placa de haluro. Así Farabeuf trata de ir un paso más allá y atrapar, no solo la fisicidad del

1. «Ich habe eine Entdeckung gemacht, durch welche die Vorherrschaft der deutschen Musik für die nächsten hundert Jahre gesichert ist.» Carta Josef Rufer, 1921. Arnold Schönberg Center, Correspondencia https://archive.schoenberg.at/letters/letters.php 2. ELIZONDO, Salvador. Farabeuf o la crónica de un instante. (Ed. Eduardo Becerra). Madrid. Cátedra, 2000

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«Si contamos los mismos hechos desde perspectivas diferentes, si repetimos incluso literalmente algunos de estos hechos, parece inevitable que esa repetición minuciosa del presente detenga la acción dramática y la novela naufrague en su propia ausencia de movimiento. De ahí la importancia de que cada nuevo ciclo emprendido resignifique el anterior en un ejercicio acumulativo» Fuente: https://commons.wikimedia.org/wiki/File:SALVADOR_ELIZONDO_(13451700704).jpg

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instante, sino en su textura emotiva, dramática, el deslumbramiento que la prosa de Elizondo convoca. No en balde, la novela comienza y termina con el interrogante «¿recuerdas?», como si ese instante fútil que el narrador trata de aprehender a través de aproximaciones, fuera el verdadero botín de la novela. El texto no solo trata de elucubrar lo que ocurrió, sino también lo que ocurrirá y, sobre todo, lo que podría haber ocurrido, aproximándose, si se quiere, a una suerte de narrativa conjetural de naturaleza cuántica. La estructura de Farabeuf, unas veces comparada con una estrella de mar, otras con una hélice —el propio Elizondo la equipara a un clatro, un hongo nauseabundo de estructura reticular— convierte el lenguaje en un mecanismo para investigar esa zona opaca o, como definió Octavio Paz la novela, en una «apoteosis del presente»3. ¿Es esto posible? ¿cuántas novelas se han escrito y editado de tamaña ambición? Si la narrativa convencional aboga por una estructura lineal tripartita y un esquema de causalidades horizontal (esto provoca esto), Farabeuf plantea un discurso iterativo de naturaleza vertical, que, en vez de avanzar, profundiza, y en vez de «causar», abisma. La estructura de los enigmas, válida en cualquier narración clásica, se convierte en Farabeuf en un galimatías de especulaciones inconducentes y el lenguaje abandona su función representativa de «ponerle nombre a la realidad» para convertirse en la realidad misma. Una literatura que no busca «lo que quiere decir» sino que es sentido en sí misma. Entonces tenemos un minuto de acción en el centro y el testimonio de cuatro personajes —y varios narradores, incluso del propio autor— girando alrededor de ese instante. Vale. ¿Y qué describe ese minuto? Básicamente un encuentro entre el doctor H.L. Farabeuf4 y una mujer que le espera en una casa de París —en el 3 de la rue l’Odéon— haciendo un misterioso dibujo en el vaho que cubre la ventana. Llueve, sabemos también que Farabeuf es cirujano y trabaja en la Escuela de Medicina de la Sorbona, sabemos que conduce un deportivo, lleva calzado ortopédico y un maletín de piel negra en el que lleva su instrumental. También sabemos que la

mujer está acompañada por un hombre. Al principio sabemos poco más. ¿Qué espera la mujer?, ¿qué ha ido hacer allí?, ¿qué pretende el cirujano? ¿a qué viene esa actitud expectativa de los otros dos testigos implicados en la escena? ¿Quién es esa enfermera, unas veces llamada Paula del Santo Espíritu y otras Mélanie Dessaigne, que permanece sentada en una mesilla al fondo jugando al I Ching? Una y otra vez asistimos a la misma escena: siempre suena el mismo disco, Farabeuf sube los mismos peldaños de la escalera —un ascenso proceloso e irrevocable marcado por la cadencia de la lluvia— y, una y otra vez, el cirujano entra en la casa, la mujer abandona la ventana, golpea la misma pata de la mesa, roza la mano del hombre que la acompaña y es conducida por el médico al que se llama el «cuarto secreto», cuyo umbral, como lectores, nunca traspasaremos. Si representamos esquemáticamente la estructura de la novela simplificando los planos narrativos y el número de ciclos, podríamos decir que sería algo así:

El problema insoslayable que provoca esta estructura es el estatismo que conlleva. Si contamos los mismos hechos desde perspectivas diferentes, si repetimos incluso literalmente algunos de estos hechos, parece inevitable que esa repetición minuciosa del presente detenga la acción dramática y la novela naufrague en su propia ausencia de movimiento. De ahí la importancia de que cada nuevo ci-

3. PAZ, Octavio. «El signo y el garabato», El signo y el garabato. México. Joaquín Mortiz, 1986 4. El protagonista está basado en el cirujano francés Louis Hubert Farabeuf que, en la novela, aparece con las iniciales intercambiadas. Louis Hubert Farabeuf es autor de un manual de técnica quirúrgica titulado Précis de Manuel Opératoire del que se utilizan extractos en la novela.

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clo emprendido resignifique el anterior (los anteriores, en realidad) en un ejercicio acumulativo. Cada nueva vuelta aporta, contradice, matiza… Haciendo el mismo ejercicio de simplificación, si pudiéramos obtener una «fotografía dramática» de cada ciclo y estas fueran A, A’, A’’… podríamos decir que A’-A nunca puede ser vacío. Porque la mera repetición, más allá de la presunción estética, detendría la acción dramática. Esto lo logra la novela a través de dos estrategias. La primera —emparentada con la narrativa clásica de suspense— tiene que ver con la dosificación de informaciones relevantes para la interpretación del texto. Así, en el primer ciclo, apenas vemos la llegada del doctor y la mujer en la ventana; mientras que, en el siguiente, se narran esos mismos hechos (ahora elípticamente) pero centrados en los siguientes segundos focalizados a través de la mirada del hombre que acompaña a la mujer de la ventana. Y así vamos avanzando, de modo progresivo. Solo en el último ciclo tendremos la «crónica del instante» completa, desde la llegada del doctor hasta la entrada de los personajes en el «cuarto secreto». La segunda estrategia tiene que ver con la focalización y el punto de vista, es decir, con la percepción que tiene cada uno de los cuatro personajes (y el propio autor) sobre lo que está sucediendo. Cada uno tienen intereses propios y su posicionamiento dentro de la trama condiciona la mirada hacia lo que están observando. No pocas veces, estas informaciones son contradictorias, lo que convierte al lector en el responsable de ir adquiriendo sobre los hechos una mirada interpelativa, a convertirse en el único deus omnipraesens. Así, en el primer ciclo, veremos a la mujer dibujando en la ventana. En otro posterior sabremos que se trata de un ideograma chino que representa el carácter Liu del alfabeto mandarín y que representa el seis, que visualmente es la imagen de una figura humana crucificada. En el siguiente ciclo ese dibujo representará la estrella de mar que la mujer, en una escena del pasado, encontró en una playa donde tuvo el primer contacto indirecto con Farabeuf. Y finalmente el símbolo recordará a la posición de los verdugos que torturaron a Fu Tchu Ki, asesino del príncipe Ao Jan Wan. Ese símbolo, impreso en negro sobre entelado rojo en la primera edición de la novela publicada por Joaquín Mortiz en 1965, evoluciona creando en cada ciclo referencias de carácter especular.

«Aunque la estructura espiralada de Farabeuf pueda parecer un capricho experimental, otros escritores contemporáneos la han usado con resultados brillantes. Corrección , por ejemplo, del escritor austriaco Thomas Bernhard, es un juego de autocorrección iterativa, la novela se corrige a sí misma contradiciéndose muchas veces y rebajándose hasta crear círculos cada vez más estrechos y sintéticos, adquiriendo el discurso la forma de un cono, metáfora tan presente en la novela» 33


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Y contradiciéndose. La contradicción se convierte en manos de Elizondo en un poderoso mecanismo para generar significado. Los personajes se desdicen hasta desnaturalizar la narración y que esta adquiera un carácter meramente conceptual, distanciada de los hechos. Terciada la novela, por ejemplo, nos encontramos con un pasaje que supone el paroxismo de esta técnica de la indefinición. Refiriéndose a los cuatro personajes intervinientes y el narrador les interpela: «Podríais ser, por ejemplo, los personajes de un relato literario del género fantástico que de pronto han cobrado vida autónoma. Podríamos, por otra parte, ser la conjunción de sueños que están siendo soñados por seres diversos en diferentes lugares del mundo. Somos el sueño de otro. ¿Por qué no? O una mentira. O somos la concreción, en términos humanos, de una partida de ajedrez cerrada en tablas. Somos una película cinematográfica, una película cinematográfica que dura apenas un instante. O la imagen de otros, que no somos nosotros, en un espejo. Somos el pensamiento de un demente.

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Alguno de nosotros es real y los demás somos su alucinación. Esto también es posible. Somos una errata que ha pasado inadvertida y que hace confuso un texto por lo demás muy claro; el trastocamiento de las líneas de un texto que nos hace cobrar vida de esta manera prodigiosa; o un texto que por estar reflejado en un espejo cobra un sentido totalmente diferente del que en realidad tiene. Somos una premonición; la imagen que se forma en la mente de alguien mucho antes de que los acontecimientos mediante los cuales nosotros participamos en su vida tengan lugar; un hecho fortuito que aún no se realiza, que apenas se está gestando en los resquicios del tiempo; un hecho futuro que aún no acontece. Somos un signo incomprensible trazado sobre un vidrio empañado en una tarde de lluvia. Somos el recuerdo, casi perdido, de un hecho remoto. Somos seres y cosas invocados mediante una fórmula de nigromancia. Somos algo que ha sido olvidado. Somos una acumulación de palabras; un hecho consignado mediante una escritura ilegible; un testimonio que nadie escucha. Somos parte de un espectáculo de magia recreativa. Una cuenta errada. Somos la imagen fugaz e involuntaria que cruza la mente de los amantes cuando se encuentran, en el instante en que se gozan, en el momento en que mueren. Somos un pensamiento secreto…» Se dice que Elizondo era un personaje insolente y políglota, cultísimo, que entre otros extravagantes hábitos tenía el de coleccionar tumbas vacías para regalárselas a las viudas de sus amigos o que, en un arrebato, había quemado su inmensa biblioteca. El joven de 31 años que escribió Farabeuf era un escritor ambicioso. Había regresado a México después de formarse en Europa y Estados Unidos y estéticamente estaba muy influenciado por el experimentalismo de James Joyce, los simbolistas franceses y los cantos del poeta Erza Pound. Pero, sobre todo, tal y como manifestaría en sus diarios de 1950, Elizondo admiraba al cineasta Serguéi Eisenstein, quién, en 1925, había rodado El acorazado Potemkin. A través del cine del soviético, Elizondo profundiza en algo que, hasta el momento, la narrativa había tangenciado o considerado impropio: el montaje fílmico. El director de cine estaba fascinado con el poder que tenía la edición, no


solo para generar significado, sino para provocar emociones. Elizondo incorpora en Farabeuf una peculiar técnica de montaje donde la proximidad de unas escenas contamina el significado de las anexas, algo que, décadas después, teorizaría el premio Nobel peruano Mario Vargas Llosa en su conocida teoría de los vasos comunicantes5. Como se ha dicho, en Farabeuf, la fotografía es un símbolo importante. Y en particular una fotografía icónica y escalofriante que también obsesionó a Julio Cortázar y Severo Sarduy: la tortura del leng-tch’é o de los cien pedazos. Aunque aparece en una amplia bibliografía, Elizondo debió verla por primera vez, con toda probabilidad, en el libro de Bataille Las lágrimas de Eros6. La fotografía muestra el despedazamiento de Fu Tchu Ki, asesino del príncipe Ao Jan Wan, el 10 de abril de 1905. Como su nombre indica, el leng-tch’é es una técnica de tortura milenaria que data de la época del gobierno de la Dinastía Manchú y que consiste en un despedazamiento de la víctima sin afectar a los órganos vitales al objeto de mantenerla con vida el mayor tiempo posible. El supliciado es atado a una cruz y, a pesar de la atrocidad, hay en su mirada un halo de serenidad que roza lo místico —de ahí que Bataille viera en ese ser despedazado una representación de la pulsión entre Eros y Tánatos—. Esta imagen central en la novela se convierte así en paradigma del desmontaje. El cirujano Farabeuf —su profesión no es casual en absoluto— irá desmembrando ese instante para convertirnos en espectadores de la atrocidad que, solo en los últimos compases, se dibujará en nuestros ojos con crudeza, cuando todas las piezas empiecen a girar en la dirección correcta, o en la que creemos dirección correcta. Aunque la estructura espiralada de Farabeuf pueda parecer un capricho experimental, otros escritores contemporáneos la han usado con resultados brillantes. Corrección7, por ejemplo, del es-

critor austriaco Thomas Bernhard, es un juego de autocorrección iterativa, la novela se corrige a sí misma contradiciéndose muchas veces y rebajándose hasta crear círculos cada vez más estrechos y sintéticos, adquiriendo el discurso la forma de un cono, metáfora tan presente en la novela. También logra resultados brillantes Jonathan Littell en su deslumbrante novela Una vieja historia 8, donde el protagonista revive siete escenas de su día (mañana, tarde, etc.) a lo largo de siete círculos que componen la novela. Lo novedoso de la propuesta de Littell es que, en cada círculo, el protagonista tiene una identidad sexual diferente (travesti, hombre, mujer…) de tal modo que el lector asiste a esas siete escenas, siempre las mismas, desde una percepción condicionada por la identidad sexual. Solo son algunos ejemplos de cómo orbitar alrededor de la zona opaca no es solo otro modo de contar, sino el nuevo modo de contar.

5. «(…) Dos o más episodios (…) unidos en totalidad narrativa por decisión del narrador a fin de que esta vecindad o mezcla los modifique recíprocamente, añadiendo a cada uno de ellos una significación, atmósfera, simbolismo, etcétera, distinto del que tendrían narrados por separado. La mera yuxtaposición no es suficiente, claro está, para que el procedimiento funcione. Lo decisivo es que haya “comunicación” entre los episodios acercados o fundidos por el narrador en el texto narrativo. En algunos casos, la comunicación puede ser mínima, pero si ella no existe no se puede hablar de vasos comunicantes, pues (…) esta técnica narrativa (...) hace que el episodio así constituido sea siempre algo más que la mera suma de sus partes» Cartas a un joven novelista, Mario Vargas Llosa, 1997. 6. Como bien señala Eduardo Becerra en su estudio preliminar a la edición de Cátedra, antes que en la obra de Bataille, la fotografía aparece en el trabajo de Louis Carpeux Pékin puis’en va (1913) y en la segunda edición del Traite de psychologie (1932) 7. BERNHARD, Thomas. Corrección. Madrid Alianza, 1975. 8. LITTEL, Jonathan. «Una vieja historia». Barcelona. Galaxia Gutenberg, 2018. .

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PERFIL

LUIS MATEO DÍEZ

El desván, la mesa, el paseo, el libro, el espejo 1. El desván Detrás de las líneas del desván estaba el hombre que las había escrito: la sutileza centelleaba en las frases como el polvo que ilumina un rayo de sol en una habitación secreta. «Es de los nuestros», me dijo Rosa Roucco, editora de mi primer libro de narrativa, que me iba a presentar con enorme generosidad el propio Luis Mateo Díez poco después, hace ya más de veinte años. «Ser de los nuestros» significaba que yo quería ser de los suyos: alguien para quien la literatura era tan valiosa como los tesoros que guarda Hades en el abismo. Alguien que quería convertirlos -abismos y tesorosen palabras sin renuncia alguna, con la libertad entera de la imaginación y la devoción ancestral por las historias donde aguarda un lenguaje encendido. Lo visitaba entonces en la Plaza Mayor, donde Luis Mateo Díez trabajaba en la biblioteca técnica del Ayuntamiento. Preguntar por él en la primera planta del número 27 se

Fotografía de Miguel Lizana 36

convertía ya en una experiencia peculiar, casi mágica, pues, a mi demanda, enseguida saltaba alrededor un estallido de cariño y de admiración por el maestro, algo insólito en los pasillos funcionariales. El maestro, así lo llamaban en su despacho, así lo llaman en cualquier parte donde va. Él no pide el nombre, le sonríe quitándole importancia. No la tiene. Es un hombre que ríe con los ojos, sobre la nariz aguileña y la barba modernamente cervantina. Muchas veces, he pensado que es el escritor más parecido al maestro de maestros. Más allá del aspecto: la palabra natural, la invención libérrima, el habla firme y jocunda, la calma cordial, el andar de quien sabe y ha visto mucho, la amistad con un vuelo paterno y un aterrizaje horizontal en el corazón. Así lo recuerdo aquellos días. Íbamos a un café de la Plaza Mayor, donde los camareros no sabían de franquicias. Cuídate de la literatura de franquicia, me venía a decir él. Cuida la obra, me dijo. Cuida lo que escribes y lo que publicas. Que sea siempre lo mejor que


puedas dar, sin concesiones huecas. Tú, de pie, en la niebla de la palabra. Como le estaba viendo yo a él, de pie, dentro del tesoro del desván. 2. La mesa Cuántas veces mis sueños sagitarios de mudarme a la estepa de Mongolia o a un palacio de Palermo se han detenido ante la posibilidad de perderme un nuevo encuentro con Luis Mateo Díez en cualquiera de los restaurantes madrileños donde quedamos con otros amigos imprescindibles. Junto al plato de Luis Mateo, una copa de vino blanco. Estamos empezando a conversar. Ha venido un fantasma de la memoria a visitarnos. Luis Mateo supo todo de él. Era un escritor que frecuentaba la vida y las revistas quizá hace treinta años, y que ha dejado unos pasos leves sobre la nieve. Luis Mateo lo rescata. El escritor, como Gulliver en el país de los gigantes, vacila entre las copas y los platos que se van vaciando. El pequeño fantasma se sienta entre las migas y escucha la conversación que vendrá: el último temblor en la sísmica política española, la novedad de un libro extraordinario, otro rescatado de una librería de viejo, un clásico del siglo XX que casi nadie ha vuelto a leer salvo Manuel Longares; películas, porque Luis Mateo Díez sabe de cine como nadie y ha visto lo que solo conocen las más selectas filmotecas de América, Asia y Europa, boquiabierto yo -porque Adolfo García Ortega se las sabe todas- y el pequeño fantasma que aún escucha entre las migas. El vino tinto ha sustituido al blanco en las copas. José María Merino ha traído para todos una concha nacarada extraída a pulmón de la primera isla del antropoceno; Ángeles Encinar, un libro donde ha vuelto a reunir a escritores y escritoras que escriben en su Ávalon particular. Somos un archipiélago vivo. Con suerte, acabamos en una de las Highlands tomando un whisky de turba.

o de Sender, olvidándolos, hablando no ya de literatura ni de cine, sino de las cosas más íntimas, como si lo más importante estuviera sucediendo en el paseo, más breve que el resto de la velada pero más intenso. Las palabras, proyectadas hacia el ruido del tráfico, hacia la gente que pasa absorta en sus asuntos, parecen el alimento de la ciudad. La ciudad se bebe las almas en la canícula estival; también son el aguardiente de su invierno. Somos nosotros. Nuestras vidas. Mientras camino junto a Luis Mateo Díez, siento el privilegio de compartirla con él. De que él comparta la suya conmigo. Unas breves, intensas confidencias. Antes de que el taxi, el autobús, el cruce de caminos estén llegando. 4. El libro Abro cualquiera de Luis Mateo Díez. Aquí ya no está la ciudad, al menos la gran metrópolis. Sí las Ciudades de Sombra. Pequeñas, intensas, inauditas. Los orfanatos. Desangelados colegios. Conventos con viruela. Trigales con fantoches en busca de su nombre. Páramos donde es difícil marcar un paso. Luis Mateo lo hace con peculiar maestría. Traza esa huella con una imaginación única, probablemente con la mayor audacia de inventiva de nuestra literatura actual. Los aparecidos en la mesa han encontrado cuerpo de fabulación. Muchas imágenes, muchos aconteceres son de vanguardia. Sin embargo, la fuerza narrativa viene de la profundidad de nuestros ancestros. Los muertos y los vivos se reúnen en personajes quebrados por el rayo de un sentido que no acaban de encontrar. Y el lenguaje de Luis Mateo Díez conjura nuestra mejor tradición literaria enhebrando, a partir de él, una propuesta por entero novedosa, tan singular y la vez tan universal como un rostro desconocido pero familiar en el espejo. Fascinante, incómodo. Revelador.

3. El paseo

5. El espejo

Podría suceder después de la comida. O quizá tras escucharle en una mesa redonda, donde Luis Mateo había hablado con radiante libertad en este tiempo pacato donde el discurso suele enredarse en las zarandajas del qué dirán y en lo políticamente correcto. No habla Luis Mateo Díez con suficiencia sino con valentía; sin solemnidad pero con sentido del humor; con indulgencia al tropezón en el laberinto de la aventura humana; y, a la vez, con una rotunda decisión de ser veraz y de aportar, a través de la palabra, la dignidad de ser voz del tiempo, voz de la vida, voz de la literatura. Así le acompaño, por ejemplo, un jueves por la tarde de camino a la Academia, adonde lleva vocablos como piedras singulares y exactas del páramo; paseamos calle abajo de Alcalá hasta Cibeles, reactivando los pasos seculares de Valle-Inclán

Ese rostro -que no soy yo- me contiene. Me detengo en los ojos. La sabiduría y, al mismo tiempo, compañeras imprescindibles una de otra, la pregunta. Un dolor inevitable que, sin llevarse la victoria, ha labrado el acantilado interior de la mirada. En cada pliegue, centelleantes como la mica, la bondad y el buen humor. En la empalizada del iris, la dignidad honorable de la luz y de la tierra. Y, allí, encaramadas a los riscos de las pupilas, asomando como águilas, las palabras misteriosas y certeras a punto de volar hacia la página.

por Ernesto Pérez Zúñiga

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UNA PÁGINA

El peso de las pruebas por Rodrigo Fresán

La terminología legal —a menudo, al igual que la científica, tan inspiradora en lo que hace a lo literario— define a aquello de el peso de la prueba como la obligación de probar un determinado hecho ante los tribunales y todo eso. El fundamento de lo conocido como onus probandi (gracias, Wikipedia) radica en un viejo aforismo del tantas veces retorcido Derecho que expone que «lo normal se entiende que está probado, lo anormal debe probarse». Por lo tanto, aquel que, con mayor o menor ligereza, invoca algo que rompe o interrumpe un cierto «estado de normalidad» debe presentar evidencia más o menos incontestable. Affirmanti icumbit probatio y, sí, la responsabilidad y obligación de presentar justificación es aquel quien, de un modo u otro, rompe lo hasta entonces establecido o, al menos, aceptado como normal. ¿Y habrá algo más disruptor que la escritura y publicación de un nuevo libro: ese objeto que, de algún modo, viene —o aspira— a alterar o modificar el paisaje tal como se lo conocía hasta entonces? En su momento, Proust o Joyce o Kafka pidieron la palabra (las palabras) y presentaron argumentos irrefutables de que venían a alterar para siempre el curso del proceso. Yo ahora —tanto más humilde que ellos, y a lo largo del pasado agosto angosto en el que todo eso del «calentamiento global» fue corregido por un «ebullición global»— me enfrento al peso no de la prueba sino de las pruebas: las pesadas pruebas (unas 700 páginas) de mi próximo libro. Adiós a la pantalla y de regreso al papel. Mejor así. Llega un momento en que uno ya no ve nada en esa brillante superficie vertical y luminosa y resulta recomendable recuperar la percepción (al menos un poco) regresando a la opacidad de aquello que alguna vez fue árbol. Y, sí, ya se sabe: plantar un árbol (varios, durante mi servicio militar obliga-

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torio en Argentina); tener un hijo (Daniel, una vez más, por quinta ocasión, diseñador de la portada de mi libro); y escribir un libro (este que estoy escribiendo/corrigiendo es mi número trece: familia más que numerosa, ya asesino en serie de árboles). Y las pruebas de imprenta (ahora tatuadas con abundante marginalia por las indicaciones del corrector, en mi caso el nunca del todo bien ponderado José Serra, funcionando como partero del asunto junto a Lourdes González como enfermera jefe) vienen a ser algo así como la ecografía de la criatura cada vez más cerca de ser dada a luz con todas sus sombras. Y, claro, a uno le da más o menos igual el sexo (masculinos cuentos o femenina novela; esta vez lo último, pero ya con tantas ganas de volver a tener esos chicos que hace tanto que no tengo), pero sí desea que venga con todos los dedos en su sitio y la menor cantidad de erratas posibles. En cualquier caso, ahí está el monstruo sobre el escritorio. Como corazón delator, como my precious anillo de poder, como pata de mono, como infinity stone, como esa legendaria canción que supuestamente lleva al suicidio y que se titula (gracias de nuevo, Wikipedia) «Gloomy Sunday» pero que ahora se silba y tararea todos los días. Me he cambiado de habitación (lo he llevado a la mesa en la habitación de mi hijo ahora lejos, de vacaciones) y ahí están: mirándome mirarlas. Tan pesadas. Ya he pasado por la faena de leerlas una vez y de aceptar (en un 99%) las sugerencias del corrector. Pero falta aún mucho para alcanzar veredicto. Va a ser un mes lento y caliente. Y me he comprometido a entregar las pruebas a principios de septiembre. Y —calculo— unas tres o cuatro semanas más tarde despacharé en un día y sin siquiera sacarlas de la editorial un segundo juego de pruebas y fin de condena y libertad más o menos provisional y siempre bajo palabras y fianza nunca del todo digna de confianza. Y entonces ser el más culpable de los inocentes o viceversa. Pero falta tanto para eso... (y nunca dejó de maravillarme a la vez que producirme una cierta tristeza —a veces los envidio, pero son más aquellas las veces en las que los compadezco o que no me los creo—


todos esos escritores que afirman no sentarse a escribir hasta que tienen todo el libro perfectamente claro en sus cabezas y que, después de más transcribirlo que otra cosa, alcanzan la seguridad plena de que este ha llegado a su fin y que no les quedó nada por quitar ni tanto por añadir). Ahora, claro, es el momento de los inserts (que tanto inquietan a mis editores) y de cambiar una palabra por otras y de advertir repeticiones y asonancias que no se puede entender cómo se pasaron por alto o bajo durante la escritura. Ahora es la repetición —como de marmota y de perjurio de nieve y de bebé que no deja de llorar— de ese despertarse a las tres de la más insomne de las madrugadas. Así, en la más que oscura noche del alma, el súbito convencimiento de que se ha vislumbrado algo que cambiará por completo el sentido del libro; de que ese nombre a la altura de la nota de los agradecimientos no tiene la altura para figurar allí (o de ese otro nombre al que se había pasado completamente por alto y, por suerte, de golpe es nombrado en las sombras para ser añadido entre tantos otros nombres de los sospechosos de siempre). Así, caminar descalzo hacia el escritorio y volver a empuñar marcador (en mi caso tinta verde) y hacer justicia o injusticia o algo así. Así, en más de una ocasión, descubrir que eso nuevo a injertar (una vez que se ubica el sitio exacto en el que mejor quedaría) ya estaba allí, desde hace meses, ya había ocurrido, ya se nos había ocurrido. Entonces, sonreír y querer convencerse y necesitar creer en que esto no puede sino significar que falta menos para la resolución de la causa y que se espera no perder el juicio tan cerca ya del dictamen del visto y leído para sentencia. Creer en que esta es la manera que tiene nuestro libro de ordenarnos que lo dejemos en paz y comunicarnos que la guerra terminó; aunque sepamos que este es un oficio que no da tregua ni ha lugar en la audiencia del campo de batalla en el que se lucha contra uno mismo. Y que por lo tanto — protesta y objeción y desorden en la sala y por siempre juzgados cortejando al jurado lector— se seguirá pidiendo la palabra y las palabras con todo el peso de las pruebas.

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DOSSIER

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DOSSIER

La imagen y el texto Ver el lenguaje, escuchar la pintura (Correspondencias)

por Estrella de Diego, Graciela Speranza y Valerie Miles

La imagen-sumidero por Miguel Ángel Hernández

Hacer hablar al gesto mudo por Carlos Fonseca

Imago veritatis por Valerie Miles

Historia nacional del fuego por Aniela Rodríguez

Rabanus Maurus: una lectura en dos tiempos por Felipe Cussen

Hay un lugar en el que todo es sangre por Pablo Acosta

Iluminaciones, glosas y ensayos por Marcela Labraña

Dossier coordinado por Valerie Miles 41


DOSSIER | CORRESPONDENCIAS

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Fotografía de Nina Subin

Fotografía de Jesús Miguel de la Fuente

Fotografía de Alejandra López

Valerie Miles

Estrella de Diego

Graciela Speranza

Nacida en Estados Unidos y radicada en Barcelona, Valerie Miles es escritora, editora, y traductora. Dirige Granta en español desde 2003 y fundó la colección de clásicos contemporáneos en español de The New York Review of Books durante su periodo como subdirectora de Alfaguara. Es colaboradora de The New Yorker, The New York Times, El País, The Paris Review, y Fellow del Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos, por su traducción de Crematorio de Rafael Chirbes. Fue comisaria de la exposición Archivo Bolaño, 1977-2003, con el equipo del CCCB de Barcelona, fruto de una larga investigación en los archivos privados del escritor. Su primer libro, Mil bosques en una bellota, fue publicado con el título A Thousand Forests in One Acorn en inglés.

es ensayista y catedrática de Arte Contemporáneo de la Universidad Complutense de Madrid, profesora invitada o visitante en numerosas instituciones, entre ellas la New York University, y académica de número de la Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid. Ha comisariado exposiciones como la representación española en la 22.ª Bienal de São Paulo (1994) y en la 49.ª Bienal de Venecia (2001); Warhol sobre Warhol (La Casa Encendida, 2007) o Gala Salvador Dalí. Una habitación propia en Púbol (MNAC, 2018). Es columnista habitual del diario El País, y autora, entre otros, de los libros La mujer y la pintura en la España del siglo XIX, El andrógino sexuado, Querida Gala, Travesías por la incertidumbre, Remedios Varo, Maruja Mallo, No soy yo, El Prado inadvertido y El proyeto Picasso. Ha sido galardonada con el XI Premio Periodístico sobre la Lectura de la Fundación Sánchez Ruipérez y ha recibido la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes. Forma parte del Patronato del Museo del Prado.

(Buenos Aires, 1957) es crítica, narradora y guionista de cine. Enseñó Literatura Argentina en la Universidad de Buenos Aires, fue profesora visitante en la Universidad de Columbia y en la Universidad de Cornell, y enseña Arte Contemporáneo en la Universidad Torcuato Di Tella. Entre otros libros ha publicado Guillermo Kuitca. Obras 1982-1998,Manuel Puig. Después del fin de la literatura y, en Anagrama, Fuera de campo. Literatura y arte argentinos después de Duchamp, Atlas portátil de América Latina. Arte y ficciones errantes, finalista del Premio Anagrama de Ensayo, y Cronografías. Arte y ficciones de un tiempo sin tiempo. También es autora de dos novelas, Oficios ingleses y En el aire. Ha colaborado en los suplementos culturales de los diarios Página/12, Clarín y La Nación y dirige junto con Marcelo Cohen la revista de letras y artes Otra Parte. Su ensayo más reciente es Lo que no vemos, lo que el arte ve.


CORRESPONDENCIAS

Estrella de Diego y Graciela Speranza: «VER EL LENGUAJE, ESCUCHAR LA PINTURA» Coordinado por Valerie Miles

VALERIE MILES Es consabida la larga tradición que existe entre imagen y texto, pero parece que hoy en día renace un interés especial por explorar las posibilidades poéticas y también narrativas que hay en esta confluencia. Pienso en la residencia recién inaugurada, «Escribir el Prado», con el Nobel de literatura John Coetzee. O el en MALBA, con un departamento dedicado a la literatura, y también con una residencia para escritores. Publican libros y patrocinan encuentros literarios dentro del espacio de la pinacoteca. La filosofía del siglo XX se concentró en parte en el estudio del lenguaje y la semiótica –Frege, Wittgenstein, Benjamin, Russell, Sapir-Whorf, Chomsky, Derridá etc.– pero parece que actualmente la mirada filosófica se ha desplazado. ¿Estamos entrando en una nueva época en el que la indagación (enquiry) filosófica, se centra en la imagen, con la obra de teóricos tan centrales como Aby Warburg o Georges Didi-Huberman?

GRACIELA SPERANZA Las tensiones dialécticas entre la imagen y el texto tienen una larga historia y son quizás constitutivas de la trama de signos que tejen toda cultura. Su hermandad se remonta al ut pictura poesis de Horacio («como la pintura así es la poesía») y su enemistad al Laoconte de Gotthold Lessing. Pero esa tensión arriba a un capítulo central en el arte y el pensamiento modernos con la obra de Duchamp. Con su abandono de la pintura, el arte puramente retiniano y su Gran

vidrio –una obra conceptual compuesta de un vidrio y cientos de notas–, la interacción se materializa y se vuelve constitutiva de la representación. Cierto que la innegable omnipresencia de la imagen en la cultura de las últimas décadas ha llevado a la expansión de los estudios visuales, la iconología, y a una atención creciente en el pensamiento filosófico, pero creo que el campo más rico de pensamiento sigue siendo el «entre dos». No me canso de citar a Deleuze, a propósito de la obra

señera de Foucault (Gilles Deleuze, Gilles, Foucault, Barcelona, Paidós, 1987, pp. 151-152) en esa dirección. Nadie lo ha expresado mejor: «Según el saber como problema, pensar es ver y es hablar, pero pensar se hace en el ‘entre dos’, en el intersticio o la disyunción del ver y del hablar. Pensar es inventar cada vez el entrelazamiento, lanzar cada vez una flecha desde uno mismo al blanco que es el otro, hacer que brille un rayo de luz en las palabras, hacer que se oiga un grito en las cosas visibles».

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DOSSIER | CORRESPONDENCIAS

«Toda imagen invoca un texto y todo texto invoca una imagen, tal vez porque ambos comparten cierto territorio maligno de dependencias, el que negocian sin tregua las palabras y las cosas, por seguir citando a Foucault, del que habla Graciela» No sorprende que la obra de Aby Warburg, y sobre todo su Atlas Mnemosyne, haya cobrado centralidad en la reflexión sobre las imágenes, en sintonía con el pensamiento por constelaciones de Walter Benjamin. Georges Didi-Huberman lo ha señalado con claridad: el “principio atlas” busca otra forma del saber, explosiva y generosa, que no se funda en la tradición platónica de la idea purificada de las imágenes, sino que «hace saltar los marcos», apuesta por una heterogeneidad esencial, busca correspondencias y analogías. Ese «entre dos» entre imagen y texto, esa forma del conocimiento por montaje, inspira mi trabajo desde hace mucho tiempo.

ESTRELLA DE DIEGO Toda imagen invoca un texto y todo texto invoca una imagen, tal vez porque ambos comparten cierto territorio maligno de dependencias, el que negocian sin tregua las palabras y las cosas, por seguir citando a Foucault, del que habla Graciela. Esa negociación entre lo que quiere decir y lo que se quiere decir, lo que se visualiza y lo que se verbaliza, incluso en su fragmento y su vacío, en su borde, es –o hasta cierto punto– la esencia del acercamiento lacaniano al lenguaje y sus vericuetos, otro personaje esencial en la enquiry. Al fin y al cabo, el lenguaje del inconsciente funciona a partir de la colisión de los dos principios – imagen y texto– y su posterior hilvanado.

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Ocurre con la imagen poderosísima del Primer Manifiesto del Surrealismo de Breton: en el sueño, un hombre es cortado a la mitad por una ventana, pero sigue andando con medio cuerpo cercenado. He aquí una imagen cualquiera de Magritte que a su vez exige a nuestros textos, a nuestras palabras, entrar en cierta nueva lógica de la imagen, que sin embargo ha partido de un relato y, por tanto, está inscrita en la lógica de la traducción. De eso sabía mucho el ahora tan citado Warburg. En la sala oval de su Instituto en Londres, se han ido recopilando imágenes, haciendo acopio de una nueva forma de archivo, en el que, igual que sucede en la biblioteca, uno nunca busca el libro que cree buscar sino el que está a su lado en las estanterías. En ese programa de trastocamientos, la imagen ha jugado una parte esencial, de manera que lo único que en realidad ha variado en estos últimos años es la abundancia de imágenes y la facilidad para obtenerlas. Pensemos en la mano de Wittgenstein con la cual abre el que para mí es uno de sus libros más brillantes, Sobre la certeza: «Si sabes que aquí hay una mano, te concederemos todo lo demás». Wittgenstein está apelando a G. E. Moore y las pruebas del mundo exterior, pero la mano se visualiza poderosa frente a mí sin que pueda evitarlo y se convierte en mi propia mano. Me la acerco a la cara. «Esta posibilidad de asegurarse pertenece al

juego del lenguaje –prosigue Wittgenstein–. Es uno de sus rasgos esenciales». La visualidad es lenguaje también en busca de esa misma posibilidad de asegurarse. Siempre lo ha sido.

VALERIE MILES Indagamos un poco más en estos dos principios que habéis mencionado. Graciela, en tu libro, Atlas portátil de América Latina, reflexionas sobre la lectura constelar –la transposición de imágenes (espacial) o de las imágenes en una lectura (secuencial) a una asociación poética– y su capacidad de encontrar verdades quizás menos evidentes por no decir secretas o escondidas. Como ejemplo, citas la obra de Roberto Bolaño, específicamente 2666 y las muertas «fotografiadas con palabras». Estrella, en tu libro El Prado inadvertido propones que la memoria es siempre cambiante y, digamos, traicionera. Un cuadro nunca es un relato definitivo porque existe una arqueología de las miradas que hemos efectuado a lo largo del tiempo. Capas de contemplación memoriosa. Por ejemplo, cada vez que vuelves a ver Las meninas de Velázquez, dices, las figuras se han movido un poco, tan poco que sólo tú lo puedes percibir, y así está en permanente transformación. Pero las exposiciones comisariadas desde un ojo específico o una temática


crean un cambio de orden espacial, una nueva formación constelar. Y las lecturas nuevas son siempre mediadas por otras lecturas, o volvemos a una lectura anterior y, con Heráclito, la experiencia nunca es la misma. Proponiendo posibles metáforas imagen-texto, pues, ¿se puede decir que una sala de un museo de cuadros vistos o por ver es como una biblioteca de libros leídos o por leer?

GRACIELA SPERANZA Por ese giro conceptual del arte del que hablaba y porque el lenguaje, para volver a Wittgenstein que oportunamente trae Estrella, es condición del pensamiento, al menos para mí, la estantería de libros leídos se mezcla a menudo con todo lo visto en un museo o una galería. Lo visible y lo enunciable. Aunque esa relación está desde siempre en el título de la obra, mucho arte de hoy invita a reunir lo visual y lo verbal, y mucha literatura incluye imágenes en el texto y promueve el ejercicio de componerlos en la lectura: Sebald, Olga Tokarczuk, Mario Bellatin, por dar solo unos ejemplos. Ese encuentro está ya, como comentaba Estrella, en la frondosa biblioteca de Warburg de donde surgen las imágenes de los paneles del Atlas Mnemosyne. Y es que el «principio atlas» como forma de conocimiento tiene una larga tradición en siglo XX, central en la obra de Warburg pero también en el pensamiento por constelaciones de Benjamin y Bataille, y en las vanguardias históricas: el montaje dispone las diferencias y las correlaciones, descompone y recompone el mundo para que podamos volver a mirarlo, distanciado y extrañado. Mi Atlas portátil de América Latina, de hecho, partió del encuentro enigmáti-

co de la imagen de un mapa de México en un libro de Mario Bellatin, Perros héroes, que contradecía el mapa de América Latina del que hablaba el texto. El dispositivo atlas me permitía además reunir la reflexión crítica sobre artes visuales y literatura según mi propia experiencia de espectadora y lectora que, sin hacer distinciones, trama relaciones en la marcha, y también invita al lector a colarse en los intervalos y ampliar las series. Un estímulo, por otra parte, para leer el arte con las herramientas con que leemos la literatura y viceversa. Aunque se ha escrito mucho sobre el artista belga-mexicano Francis Alÿs, para dar un ejemplo, descubrí que sus «acciones-ficciones» se podían leer como realizaciones perfectas de figuras retóricas –la sinécdoque, la paradoja, la hipérbole, el oxímoron– y eso dejaba caracterizar y ver de otro modo la variedad y la potencia de las obras que, por otra parte, se proponen como relatos. En la dirección contraria, las 109 muertas de Santa Teresa, seriadas escrupulosamente por Bolaño en 2666, pueden leerse como un ready-made macabro. En mis primeros ensayos incluí muchas imágenes porque se imponía la necesidad de hacer visibles las relaciones del «entre dos» que iba tramando, y en algunos partí de la confrontación de dos imágenes que disparan el argumento, pero ya en el último, Lo que no vemos, lo que el arte ve, aunque también parto de una obra visual, ya no hay imágenes en el libro salvo la de la tapa, una restricción que acaba siendo un desafío literario, un feliz ejercicio de écfrasis.

ESTRELLA DE DIEGO Qué maravillosa metáfora a la hora de hablar de esta casi «querelle» entre texto e imagen, Valerie, la comparación de los libros leídos en una estantería y los cuadros vistos en un museo… Para mí, desde mi formación de historiadora del arte, es una metáfora muy precisa, pues igual que en los regresos un libro no es jamás el mismo libro, cada vez que nos situamos frente a una obra, observamos fascinados cómo esa obra se ha transformado, seguramente porque la narración ha cambiado y nosotros con ella. Una obra visual –como un texto– es el lugar donde se anudan y se hilvanan los significados, el atlas de Graciela que tiene el poder infinito de lo que nunca permanece fijo. Pese a todo, la trampa de la falsa transparencia de la obra visual nos persigue. Es el juego de las imágenes cuando se camuflan y dan a entender que, contrariamente al libro, a la secuencialidad de la lectura, ofrecen un núcleo instantáneo y hasta unitario. Las cosas no son así –de ahí la trampa. Sobre la obra visual, sobre sus capas de significados en los textos que se acumulan y se cancelan, se va construyendo algo muy parecido a las páginas de un libro. Por esa razón no estaría tan de acuerdo sobre la imposibilidad de describir un cuadro en palabras. Es más. En ese reto de traducción se basa nuestro expertise en tanto historiadores del arte. Nosotros hablamos de «leer» un cuadro. Cada obra despierta una historia jamás fijada, un relato necesario. Ante La primavera de Botticelli, Warburg se hace una pregunta fundamental para su posterior interpretación del cuadro: ¿quién es la ninfa que entra por la derecha? Quizás esa pregunta, que conforma su brillante lectura posterior, era re-

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DOSSIER | CORRESPONDENCIAS

dundante para los contemporáneos de Botticelli que tenían acceso a ver este cuadro complejísimo.

«parecen anidar precisamente en lo que no vemos». Al dejar un intersticio, el espectador puede «entrar».

Mucho antes de la llegada de Duchamp, las obras han sido textos precisos e implacables, sobre todo cambiantes. Y quizás por esa razón algunas personas sienten que es imposible describir un cuadro con palabras. Es una frase con algo de retórico, me parece, aunque tal vez no se trata de describir, sino de descubrir. Baudelaire capta la esencia inestable de la visualidad y se lanza a narrar, siendo consciente de que será una historia diferente cada vez, igual que la de los libros en la vieja estantería.

Pero a modo de provocación: está claro que a partir de Duchamp, o Barthes y la muerte del autor, nos damos el lujo, nos arrogamos la capacidad de entrar en el juego de la interpretación de forma directa, de indagar en los signos y significados y crear un atlas propio, una arqueología de la contemplación o lectura desde la extrañeza. ¿Es lícito, entonces, mirar o leer de esta manera posduchampiana los cuadros y libros de escritores anteriores que solíamos considerar «cerrados» por el autor?

VALERIE MILES

GRACIELA SPERANZA

Estrella, tu libro sobre el Prado es como una carta de amor al museo. Celebra las experiencias estéticas y vitales que has gozado en este espacio. Y llega el momento cuando miras que todo lo demás deja de existir; «mirar equivale a entrar» al cuadro. Paralelamente con un libro, el objeto yace muerto hasta que alguien lo abre y entra y se prenda de la fenomenología compartida autor-lector que describe Georges Poulet en su ensayo. Si ponemos a dos escritores frente a un mismo cuadro, probablemente se producirían dos narraciones totalmente diferentes. Y si pedimos a dos artistas que pinten la historia que leen, también.

Hablábamos de la écfrasis, la posibilidad de describir un cuadro o una obra visual en palabras que comenta Estrella, y no habría que olvidar que se trata de una figura de tradición clásica. Basta recordar la célebre descripción homérica del escudo de Aquiles en la Ilíada. Y tampoco habría que olvidar la larga tradición de estudios literarios que fueron complejizando la atribución de sentido en la lectura. Pero es cierto que la obra moderna incluyó de otro modo al lector y al espectador, y el arte conceptual lo implicó activamente. Simplificando un poco años de reflexión teórica, desde mediados del siglo XX hablamos de la «obra abierta» con Umberto Eco, del lector implícito y horizonte de expectativas del lector con la teoría de la recepción, de los múltiples códigos tramados en un texto con el S/Z de Barthes, y de reflexiones análogas en la recepción de la imagen y las artes visuales.

Graciela, describes el proceso de composición de tu libro: «releí las piezas que llevaba escritas como quien mira las fotos de un viaje...» Y comentas un cuadro de Goya: Perro semihundido. Lo habías visto varias veces, pero en esa visita que narras al Prado, te diste cuenta que lo habías visto sin verlo. La fuerza y la belleza de la obra

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Pero también es cierto que, en ese sentido, todo el arte es contemporáneo. El arte de ayer dice otras co-

sas hoy, como bien lo demostró Borges en su «Pierre Menard, autor del Quijote»: las tres mismas líneas del Quijote, escritas por Menard tres siglos más tarde, hacen ver que el contexto modifica la lectura, y que las mismas obras, aunque parezcan idénticas, son diversas según las circunstancias de la enunciación y la lectura. Lo mismo podría decirse de la Mona Lisa afeitada (L.H.O.O.Q. Rasée) de Duchamp. Tratando de pensar con el arte las amenazas que se ciernen hoy sobre el hombre y el planeta –la perspectiva de una catástrofe ambiental y la inmersión cada vez más absoluta en una doble digital del mundo–, vi y leí de otro modo el Perro semihundido de Goya, por ejemplo, y me pareció que la fuerza, el sentido e incluso la belleza de la obra parecían anidar ahora en lo que no vemos en el cuadro, una suerte de invisibilidad visible. Pero el ejemplo más revelador que conozco es The Sight of Death. An Experiment in Art Writing. En un extraordinario experimento de crítica, el historiador del arte T. J Clark lleva un diario de sus visitas casi diarias a solo dos obras de Poussin durante cuatro meses a comienzos de 2000. El ejercicio es producto del azar y la disponibilidad de las dos obras en un museo vecino, pero Clark descubre muy pronto que el diario puede funcionar como registro del recorrido cambiante de la mirada a través del tiempo y acompañar el proceso revelador de ver una obra una y otra vez. Escribe el libro en medio de la «batalla de imágenes» tras el 11 de setiembre de 2001, cuyos ecos están solo entre líneas. Desafiando el vértigo visual de la sociedad del espectáculo, el ex situacionista Clark demuestra que las imágenes nunca hablan de una vez y para siempre, sino que solo empiezan a abrirse después de la primera apropiación idiota de la vista, y que hay


«Sobre la obra visual, sobre sus capas de significados en los textos que se acumulan y se cancelan, se va construyendo algo muy parecido a las páginas de un libro. Por esa razón no estaría tan de acuerdo sobre la imposibilidad de describir un cuadro en palabras. Es más. En ese reto de traducción se basa nuestro expertise en tanto historiadores del arte. Nosotros hablamos de “leer” un cuadro. Cada obra despierta una historia jamás fijada, un relato necesario» que ir más allá de ese despliegue mudo ante la retina para que consigan decir algo medianamente interesante.

ESTRELLA DE DIEGO Me encanta esa definición del libro sobre el Prado como una carta de amor extendida al museo, Valerie. Yo diría que es una carta de amor a mis fantasmas, los que pasearon conmigo en el mundo visible –mis padres, mi profesor de dibujo, mis mentores y amigos…– y los que me acompañaron desde el Invisible y que nunca he conocido– Borges y Foucault, por seguir con nuestras citas a tres. Volviendo a lo que apuntaba Graciela, en efecto la posibilidad de «contar» una imagen ha estado siempre ahí, recordándonos que ningún discurso está –ni ha estado– jamás cerrado. Los contextos, seguía diciendo acertadamente, modifican los discursos y yo añadiría, los discursos modifican a su vez los textos, escritos y visuales. En nuestra conversación nos acompaña –nos sitia– ese cuadro extraordinario

en su aparente silencio e invisibilidad, El perro semihundido –la obra favorita de Hélène Cixous. Aquí mirar equivale a entrar –antes recordabas esta frase, Valerie–. Y mirar equivale a entrar, porque implica un compromiso, un aceptar ese estar sitiado por algo que trata de abrirse camino en lo por decir. Mirar implica echar a relatar. Este cuadro es un muy buen ejemplo a propósito de la falsa transparencia en la pintura figurativa: recuerda la negociación con la arqueología, entendida como capas, páginas de un libro, he comentado antes. También ocurre con las mejores obras literarias: nunca develan su secreto originario. Lo recuerda Chéjov en un cuento maravilloso: los secretos contados nunca son tan excitantes como los recordábamos cuando se callaban. En ese intervalo privilegiado, en la escotomización–-lo que la oftalmología denomina visión parcial, distorsionada o periférica, puntos ciegos–, radica la pregunta necesaria, de ahí al protagonismo del espectador/lector ahora y a lo largo de los siglos. Es más. El discurso teórico establecido lo subraya desde Duchamp porque le conviene, igual que

ese mismo discurso, cambiante en el tiempo y que va difundiendo sus consignas, hablaba en la tradición de obras «cerradas». Ahora prefiere apostar por la bulimia de imágenes sin jerarquías, apariencia de libertad en las lecturas. Pero estas maniobras de control poco o nada tienen que ver con lo que los textos –visuales o escritos– esperan de nosotros. Sigue recordando Graciela a propósito de T.J. Clark, «las imágenes nunca hablan de una vez y para siempre», igual que los textos escritos. En este punto radica la garantía de que permanecerán abiertos. Frágiles. Os propongo extender la reflexión hacia una autora cubana de un libro esencial para la modernidad, El monte, de 1954. Hablo de Lydia Cabrera cuando escribe ese texto que parece antropología y literatura a un tiempo. Un texto visual en tanto lleno de metáforas, discurso que se desgarra al abrirse cuando la autora habla por tantas voces que no son la suya. La voz desmembrada se llena de escotomas –entendidos como zonas abiertas al desvelamiento– y volvemos a la Cuba de la «negritud» que Cabrera ha descubierto en París y ha buscado

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DOSSIER | CORRESPONDENCIAS

de vuelta en la isla, persiguiendo su propio escotoma –es una mujer blanca que pertenece a una clase social alejada de esa realidad que, estando allí, no había visto siquiera–. Quizás estos textos al margen encarnan la garantía de ser Menard cada vez.

VALERIE MILES Me gustaría volver al surrealismo un momento, porque allí abrimos otras posibilidades y me remito a La visión abierta de Victoria Cirlot, donde explora el fenómeno visionario medieval, comparándolo con el surrealismo. La Edad Media, dice la experta en Hildegaard von Bingen, sigue una estética fundamentada en el valor de las imágenes. Y encuentra un contrapunto para su hermenéutica en la escritura y obra de Max Ernst, entre otros. En la Edad Media, dice Cirlot, lo oculto y lo invisible son los objetos de la facultad imaginativa: lo visionario. Cirlot ofrece un cuadro de André Masson, André Bresson, de 1941, para ilustrar la función entre los ojos corporales y los ojos interiores y el vuelo mágico del autor-artista. Pero también para el texto que abre la retrospectiva de Remedios Varo en el MALBA, Cirlot cita a Octavio Paz, quien, dice, con la precisión del poeta que entró en misterio de la pintura de Remedios Varo para iluminarla: «Las apariencias son las sombras de los arquetipos: Remedios no inventa, recuerda». Y Cirlot sigue: «Existe una íntima convicción, de origen platónico según la cual ya lo hemos visto todo con anterioridad». Y Paz alude a la idea de que «crear es combinar».

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ESTRELLA DE DIEGO Hablas de Remedios Varo, Valerie, y parece que con ella se abra de pronto, junto a Lydia Cabrera, una especie de genealogía inesperada donde nos vemos obligados a revisar, una vez más, las relaciones entre la imagen y el texto. En el caso de la cubana, es cuando sus textos etnográficos toman cierto cuerpo visual paralelo a través de las fotografías de Josefina Tarafa. En el de Varo, es cuando la pintora escribe en las cartas a su familia cada una de las narraciones que corresponden a los cuadros que va pitando –algo inusual en la mayoría de artistas. También la visualidad convoca no solo a ese ojo interior que mencionas, sino al oído cuando las historias se van narrando. Y no solo ocurre con esas formas alternativas de mirar que se asocian, por ejemplo, al Surrealismo – al Primer manifiesto de Breton y la imagen de un hombre que sigue andando partido por una ventana que mencioné antes–; a las visiones que fascinan a Breton y que exige a los miembros del grupo –cuando dejan de tenerlas los expulsa y algunos las fingen–. Esas visiones que se relacionan con la escritura automática tienen mucho de visual, además, en tanto relacionadas con el inconsciente que se expresa a través de imágenes que a cada rato esperan convertirse en palabras. Por eso Varo, fascinada desde niña por las visiones –las que cultiva en el doble formato visual y textual Von Bingen que la inspira–, acude con frecuencia a las reuniones de Breton en sus años parisinos, siendo la pareja de uno de los grandes poetas del grupo, Benjamin Pèret. Llega hasta allí maravillada por las reflexiones a propósito de la escritura automática, consciente de que, a su modo, es una apuesta por las visiones. El resto de temas de discusión, por ejemplo, el papel de

las mujeres como representantes del inconsciente, no le interesa nada, recuerda ella misma. Sea como fuere, queda claro que las visiones igual que el inconsciente, exigen tiempo de los «lectores», tal y como ocurre con los cuadros de Varo. O con Las Meninas, ya he dicho que no veo ese corte radical entre periodos. Nunca se ve de una vez –lo hemos repetido a lo largo de esta conversación–, como no se descifra el inconsciente de una vez. Ver en tanto entrar exige tiempo, el mismo tiempo extendido que la lectura, aunque la imagen se camufle y, crédulos, creamos que necesita de nosotros menos atención que el texto. Es puro camuflaje, aunque tal vez la imagen prima en el mundo digital porque todo allí se reduce a la apariencia, al microrrelato, a lo que necesita consumirse rápido para subsistir, porque subsistir implica sobre todo consumirse rápido. En una maravillosa entrevista del poeta José Miguel Ullán a Roland Barthes para el programa la Edad de Oro –y publicada en Cuadernos para el Diálogo el 31 de enero de 1979, pocos meses antes de la muerte de Barthes– Ullán le dice: «Habla RB de una curiosa enfermedad que le es propia: ver el lenguaje. Ante la pintura, ¿cómo reacciona ese imaginativo enfermo? ¿La ve o la escucha?» A lo que Barthes, después de una larga disquisición sobre el modo en el cual se relaciona con el lenguaje comenta: «¿Puede decirse: escuchar la pintura? Claro que se puede, porque alguien lo ha dicho ya. (Paul) Claudel escribió un libro llamado El ojo oye y que es un libro sobre la pintura». Creo que nadie ha planteado de una forma tan lúcida lo escurridizo del tema que nos ocupa, pienso mientras oigo el Perro semihundido de Goya a través de los ojos de Cixous.


GRACIELA SPERANZA Qué bueno que las dos hayan traído a esta conversación el surrealismo, que ha conseguido probar su resistencia en obstinados retornos, como si, a pesar de los muchos esfuerzos por encauzarlo en la historia del arte del siglo XX, dejara siempre un resto irracional y visionario, que escapa a sus sucesivos intérpretes. «Cada época tiene sus surrealistas», dijo alguna vez Man Ray, y se trata sin duda de una fuerza creadora ineludible en la genealogía de la impureza de los medios, en la ida y vuelta entre la imagen y el texto (basta recordar Nadja de Breton), en la indagación de las relaciones del arte y la literatura con el deseo, el azar y el misterio. Y también, como señalaba Estrella, de un pasaje a la visión íntima que anida en el observador, y por lo tanto un antídoto contra la inmersión en las pantallas, su «economía de la atención» y sus eficientes sistemas de rastreo ocular para «captar la mirada». Porque si la errancia ilimitada del ojo humano que compone nuestra visión del mundo se desalienta en la vida digital y se reduce a menudo a la «visión única» que describió William Blake –mera actividad mecánica, aislada del juego con la imaginación, el lenguaje y los sentidos–, la visión íntima que alentó el surrealismo se abre al flujo de la memoria, el sueño y la pesadilla, tanto en el arte como en la literatura. Quiere ver más allá. La obra de Remedios Varo, en efecto, expande la herencia del surrealismo y la escritura automática con un sello absolutamente propio. Y pienso también en Liliana Porter, una artista muy dispar marcada también por el surrealismo, que en sus «situaciones» sigue confiando en la elocuencia de los encuentros insólitos. A la serie de encuentros fortuitos célebres que abrió

Lautréamont y poblaron los surrealistas, puede agregar el de un pingüino de plástico y un salero, un soldado nazi y un bulldog de porcelana. Gran teatro de la hospitalidad incondicional, la obra de Porter transgrede umbrales y fronteras, hasta crear un «sin lugar» utópico, una geografía posible de la intimidad que no solo reúne lo que la historia, los Estados y las ideologías separan, sino también reconcilia al hombre con otras especies en un intercambio de dones silencioso en que el lenguaje momentáneamente se acalla y sin embargo habla. La ironía o el humor se juegan también en los títulos que acompañan las obras, y sobre todo en los entre-títulos de los videos hechos en colaboración con Ana Tiscornia. Y en la literatura podríamos, en efecto, pensar en Roberto Bolaño y sus infrarrealistas, muy marcado en esa dirección por la obra Julio Cortázar. Recomponiendo las redes de un surrealismo clandestino, multiplicando hasta el vértigo las historias de vidas errantes, documentando el azar de los encuentros y desencuentros, interpolando las peripecias diurnas con el relato de los sueños, intenta alcanzar ese punto supremo en que el arte se funde con la experiencia vivida y las fronteras se diluyen.

VALERIE MILES ¿En qué estáis trabajando ahora? Seguro que seguís con tareas relacionadas con el texto y la imagen, de la que tanto hemos hablado en esta conversación.

GRACIELA SPERANZA La urgencia por volver visibles las amenazas que nublan la imaginación del futuro que me llevó a Lo que no vemos, lo que el arte ve sigue firme y me alienta a seguir pensando cómo el arte y la literatura pueden ayudarnos a recalibrar nuestro lugar en el planeta, abrir el diálogo con otros saberes y otras formas de vida en un mundo más que humano, y convertirse en caja de resonancia. (Pero también voy escribiendo de a ratos una serie de textos breves y muy variados, reescritura y montaje de noticias, notas de la prensa o la web con textos e imágenes que colecciono desde hace años, y ya antes de la reescritura sorprenden por la trama, la síntesis o la capacidad metafórica como si fueran ficciones. Reunidos quieren componer una especie de gran constelación de nuestra época. El archivo tiene un título ridículamente ambicioso, «El espíritu de los tiempos».)

ESTRELLA DE DIEGO Estamos al comienzo del año académico, de modo que en este momento del otoño mis aspiraciones son muy modestas: pensar en los contenidos de los programas para el curso, en las lecturas de discusión con la clase. Debo convencerles de que despeguen la mirada de los móviles y miren una obra por el placer de mirarla; que lean un libro de algún clásico. Este año voy a proponer la lectura de Orlando. Qué paradoja. Pocos en una generación como la de las personas de mi clase, tan atentas al concepto de lo queer, han leído este texto de Virginia Woolf. Y luego veremos Freak Orlando de Ulrike Ottinger. Y el texto y la imagen se volverán a alinear contra la redes, un ratiro al menos. O al menos eso espero.

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DOSSIER

LA IMAGEN-SUMIDERO por Miguel Ángel Hernández

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o único nítido de la fotografía son los dos ataúdes y los rostros apretados de los hombres que los cargan. La madera cobriza y los gestos de dolor. El fotógrafo ha reducido la profundidad de campo para otorgarles el verdadero protagonismo de la escena. Todo lo demás permanece ligeramente desenfocado: el cortejo fúnebre, la multitud que atesta la carretera, los limoneros verdes, las casas lejanas y el mar de cables y farolas. También el primer plano, con los más jóvenes del cortejo, unos metros por delante de los ataúdes, portando un ramo de flores entre sus manos y con la mirada clavada en el suelo. Entre ellos, justo en el centro de la fotografía, vestido con pantalones vaqueros y chaqueta oscura de cuero, una figura grande camina. Esa figura soy yo. Tengo dieciocho años y aprieto los labios para contener el llanto. Eso es lo que sé que sucede en la imagen. Sin embargo, nada de lo que veo me hace revivir el momento. Hay imágenes que nos atraviesan porque abren el tiempo y dejan entrar el pasado, imágenes sobre las que proyectamos la emoción y la memoria. Esta debería ser una de ellas. Pero, por alguna razón que aún no logro entender, la miro y no consigo reconocerla. *

En 2018 publiqué mi tercera novela, El dolor de los demás, un libro de «no-ficción» que narraba una historia trágica de mi adolescencia. La Nochebuena de 1995 mi mejor amigo asesinó a su hermana y después se quitó la vida saltando por un barranco. Veinte años después regresé a la huerta de Murcia para escribir sobre lo que ocurrió aquella noche, pero especialmente sobre los modos en que el crimen afectó a quienes nos quedamos y continuamos viviendo. Para anclar la narración a la realidad, decidí introducir en el libro varias imágenes documentales. Algunas (una foto del barranco desde el que saltó mi amigo y una foto del exterior de su casa) las había escaneado directamente las fotocopias del diario La Verdad y las había insertado en el borrador de la novela. Pero al iniciar el proceso de maquetación, el equipo de edición de Anagrama me aconsejó buscar las fotografías originales. Encontrarlas no fue una tarea fácil. En el periódico me informaron de que el fotógrafo había fallecido pocos años antes y

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que la familia había donado todos los negativos al Archivo Regional. Tras varios días de llamadas y gestiones, logré una cita en el Archivo y solicité las imágenes que se habían publicado en el periódico. Junto a ellas, guardaban todas las que el fotógrafo había tomado ese día, más de cincuenta. El funcionario me preguntó si también quería esas. Por supuesto, contesté. Antes de una semana, llegó un e-mail con un enlace web para descargar. Envié rápidamente a la editorial las fotografías que iban a aparecer en la novela y comencé a examinar el resto de las imágenes. Aquello fue como atravesar el tiempo. Un viaje al pasado que me hizo revivir en color esas escenas que en mi cabeza se habían almacenado en blanco y negro. Fue después de varios minutos cuando apareció la foto del cortejo fúnebre y me encontré con mi figura caminando delante de los ataúdes. Algo se removió dentro de mí. No por lo que veía en la imagen. Sino por lo que no encontraba el modo de ver. * La novela pone en juego dos tiempos: el proceso de escritura situado en el presente y una serie de recuerdos visuales del día fatídico en que sucedió todo. Uno de esos fragmentos del pasado, situado hacia el final del libro, es precisamente el que relata el funeral de los dos hermanos. Según mi memoria, aquella tarde yo cumplí con mi tarea de monaguillo: llegué temprano a la ermita, abrí la puerta, preparé el templo y, después de tocar las campanas, esperé en la puerta a que llegara el cortejo fúnebre. Ese recuerdo estaba grabado a fuego en mi memoria. Era, de hecho, uno de los más vívidos de esos días. Pero cuando llegó la fotografía todo saltó por los aires. Durante un instante no supe lo que estaba viendo. No había nada falso en aquella imagen. Sin embargo no se correspondía con lo que yo había relatado. Por más que la miraba, no lograba recordarla. Y, por supuesto, no lograba ponerla en funcionamiento. No tenía la menor idea de cómo había llegado yo allí, quién me había dado los ramos de flores o en qué lugar los había dejado. No sabía dónde estaban el antes y el después. Lo que había narrado, ahora lo tenía claro, no se correspondía con la realidad. Esa fotografía marcaba una grieta oscura en mi memoria.


* No soy especialista en psicología, ni sé cómo funciona la mente, pero sí he leído algunos textos que, ya desde el siglo XIX, hablan de la fragilidad y alteraciones de los recuerdos: desde los fallos de perspectiva (el no saber cuándo se produjo algo que recordamos) hasta las alucinaciones de la memoria (los recuerdos creados a través de la imaginación o incluso de los sueños), pasando por lo que parecía sucederme a mí: la deformación del recuerdo. Con toda probabilidad, el trauma había afectado a mi memoria. Tal vez imaginar que yo llegaba solo a la ermita se debiera a la urgencia de escapar de la multitud y refugiarme en la soledad del templo. O quizá con la necesidad volver a habitar ese espacio que mi amigo y yo habíamos compartido durante nuestros años de monaguillos. No lo sé. Ya lo escribió Julian Barnes: «lo que acabas recordando no es siempre lo mismo que lo que has presenciado». * Durante varios días estuve en crisis. La novela estaba terminada. Pero había llegado la constatación de que mi recuerdo estaba equivocado. ¿Qué debería hacer? ¿Reescribir esa escena? ¿Hacerlo según la foto? Me lo planteé. ¿Cuál de los dos recuerdos era más cierto? La fotografía era la prueba irrefutable de la realidad. Sin embargo, si me conectasen a un polígrafo y yo narrase lo sucedido según la foto, con toda seguridad la máquina diría que miento. Y si contase la experiencia según mi recuerdo, diría que estoy en lo cierto. La ficción tenía más consistencia que la realidad. Así que, tras varios días de deliberaciones, decidí dejar la escena tal y como la había relatado. Al fin y al cabo, aquellos fragmentos eran destellos de mi memoria, de lo que yo había sentido y experimentado, y no tanto de lo que había sucediCedida por el autor do realmente. Yo escribía

una novela, no un libro de historia o una crónica periodística. Y tuve claro que la verdad de la literatura no es la verdad de los hechos sino la verdad de lo sentido, de la emoción, la evidencia de lo que punza y atraviesa. * Hoy, tiempo después –han pasado cinco años del libro y más de veinticinco de aquel fatídico momento–, sigo sin reconocerme ahí. Estoy, a la vez, dentro y fuera de la imagen. Y a la hora de compartir y publicar la fotografía me asaltan las dudas. Hay en ella demasiadas personas que no han pedido ser expuestas, demasiados rostros atravesados por el dolor. Por eso he decidido eliminar de la escena a quienes no pueden relatar su versión de aquel instante amargo y manipular la fotografía como ya hice con la cubierta de El dolor de los demás. Aunque aquí la tachadura funciona en un sentido inverso. La figura que puede verse en la imagen es la que está anulada en mi recuerdo. Mi presencia ahí es un agujero, un sumidero por el que se escapan todas las certezas. Una constatación de las grietas de la memoria. Y también una muestra de la potencia de las ficciones que a veces nos creemos y sobre las que edificamos nuestras vidas.

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HACER HABLAR AL GESTO MUDO por Carlos Fonseca

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ecientemente, en una mesa redonda en Madrid, Cristina Morales comentaba que en sus talleres de escritura ella suele comenzar las secciones proponiendo una pregunta sencilla en torno al texto a discutirse: ¿Qué le duele al texto? ¿De dónde viene su pulsión vital? Esa misma interrogante, pienso ahora, podríamos hacérsela a las imágenes: ¿De dónde viene su dolor y hacia dónde va? Y es precisamente esa la pregunta que me hice la tarde en la que recibí, del artista chileno Ignacio Acosta, este collage de imágenes en donde los rostros se confunden con las formaciones geológicas. Fueron entonces los ojos de Ludwig Wittgenstein, el filósofo austriaco, lo primero en increparme. Sus ojos, atentos a pesar del cansancio, enfocados en la cámara a pesar de su excentricidad, me hicieron pensar en lo que decía Morales y en el dolor que parece subyacer a toda imagen. En el collage el rostro del austriaco aparece superpuesto sobre una formación geológica. Como si su boca se hubiese vuelto piedra y la expresión misma se hubiese petrificado. Como si hubiese enmudecido. Recordé entonces cómo fue el propio Wittgenstein el que propuso todo una teoría del lenguaje que tomaba como ancla lo que le sucedía al lenguaje cuando se topaba con su abismo. La boca petrificada me hizo recordar cómo, en sus intentos por pensar la posibilidad de un idioma privado, un idioma que solo una persona en el mundo pudiese entender, Wittgenstein fue llevado a pensar sobre el dolor. El dolor, sugirió, era una expresión que parecía evadir cualquier comunicación. ¿Cómo expresar con palabras exactas lo que nos duele sin parecer un loco? ¿Cómo apuntar hacia nuestra pena sin perderse en gestos exagerados? El dolor dispara el deseo de expresión pero también arriesga en convertimos en monstruos incomprensibles, perdidos en la soledad de nuestros idiomas privados. “Otra persona no puede tener mis dolores,” escribió en sus Investigaciones Filosóficas, en palabras que subrayaban el dilema que afrontaba al lenguaje cuando se topaba con su límite. El collage de Acosta, con la boca convertida en piedra,

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con los ojos desesperados en su soledad, me hizo pensar aquella tarde que esa paradoja era el dilema inherente a toda imagen: toda imagen intenta comunicarnos sus penas, sus dolores, por más que por momentos se encierre dentro de su cascarón mudo. Toda imagen cuenta callando. Ese doble gesto es su ética: su intento de ir hacia el otro desde el aislamiento, su manera de formar una comunidad desde la soledad. Como los ojos de Wittgenstein, mirando esa cámara sin saber si ella lo entendería, toda imagen es simultáneamente entrega y retraimiento, desnudez y velo. Así nos seducen las imágenes, como me sedujo a mí esta composición en la que creí vislumbrar un dolor pero también una supervivencia. Siempre leemos las imágenes desde el punto que duele, desde el punto palpitante. Leemos imágenes como leemos cuerpos: desde sus gestos. Para mí fueron los ojos del austriaco. Ese punto luego contagia al resto, o por lo menos entra en tensión con el resto de la imagen y establece ahí su diálogo. En este caso fueron las formaciones geológicas las que me llamaron la atención, esos cortes transversales detrás de los cuales parecía esconderse todo un mundo. La arquitectura de ese secreto que Wittgenstein no pudo decirnos. Esas piedras, con sus estratos coloridos, con sus capas sedimentadas, me hicieron pensar que si toda imagen guarda un dolor o por lo menos un secreto, lo hace mientras apunta no solo a sí misma sino a todo un archivo. Tal y como las piedras son un archivo de toda una historia que queda retratada en su interior, las imágenes son un archivo de supervivencias. De legados que han logrado llegar a nosotros muy a pesar de que la historia se empeñe en proponer catástrofes y fines por todas partes. Cuando miramos una imagen, sabemos que esa imagen nos sobrevivirá. Ahí recae la melancolía detrás de toda fotografía pero también su júbilo. Pensando en tales cosas andaba cuando me concentré, finalmente, en la fotografía del hombre que yace sentado sobre la roca. Parecía mirar a lo lejos y por su estilo, que en mucho me recuerda al de Elvis, imaginé que la imagen habría sido tomada en los años cincuenta. Wittgenstein


Collage de Ignacio Acosta

murió a principios de la década, pensé, mientras notaba cuán distintos parecían esos dos hombres y sin embargo cuán cercanos estaban. Y, de repente, en las horas que siguieron, empecé a notar que el punto palpitante de la imagen había mudado. No eran ya los ojos de Wittgenstein los que me perseguían, sino la mirada perdida de esa persona de la que no sabía nada. Le escribí un email a Ignacio para preguntarle por el hombre, pero me contó que él tampoco sabía mucho. Había encontrado la imagen en un mercado de pulgas en Santiago de Chile, junto a un centenar de imágenes que parecían documentar la vida de una familia de clase media chilena. Ahora, muchos años después, la imagen caía en sus manos y luego en este collage. Lejos de parecerme una calle sin salida, su respuesta me pareció exacta: toda fotografía siempre nos devuelve a un pasado ancestral pero abre a su vez múltiples futuros. Toda fotografía nos fuerza a contarnos historias, tal vez falsas, tal vez verdaderas, de eso que la ima-

gen calla y de eso que la imagen esconde. Toda fotografía dispara ese impulso de ficción que llevamos por adentro y abre así el pasado a un futuro que la espera. Como me pasó a mí esa tarde en la que, seducido por el enigma de la imagen, me puse a escribir historias que la enmarcasen y le dieran sentido. Historias que hicieran hablar a la imagen muda, contándonos sus dolores y sus secretos, convirtiendo lo que apenas era un gesto en expresión.

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IMAGO VERITATIS por Valerie Miles

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l Prado es más de lo que el ojo ve. Un laberinto de pasadizos y puertas misteriosas se extiende hacia fuera y hacia abajo, como un monasterio antiguo con celdas secretas. Allí se afanan científicos y eruditos; técnicos, conservadores, químicos, investigadores. Pasan horas examinando en silencio, explorando y restaurando los testamentos de la imaginación humana a lo largo de los siglos. En el corazón del laberinto hay un santuario: una cámara acorazada donde se radiografían y digitalizan obras de arte mediante la alta energía de radiación electromagnética. La energía atraviesa los objetos para revelar lo que ocurre bajo la superficie, deja al descubierto una historia de primeras desviaciones; trazas de figuras desvaídas, una mano, una cabeza, un árbol, un príncipe capturado primero de niño, luego de adulto. ¿Qué hay debajo, detrás, dentro? Acaso composiciones enteras bajo el palimpsesto de un lienzo reciclado. Cambios en el tiempo, pasado el tiempo, por el tiempo en el espacio de los pigmentos de un sueño. Nada es estático, las imágenes espectrales susurran; incluso en reposo. Siempre hay fuerzas en movimiento. Una vez reveladas, las hojas en blanco y negro se cuelgan evanescentes a lo largo de un gran muro de luz, aquí o allá, arriba, abajo, a un lado y a otro, lo que produce un siniestro collage etéreo que tiembla a contraluz. Capas y capas de historia se desplazan y abren paso, y como en un panel perdido del Atlas Mnemosyne, aquí los poderes del intelecto y la sensibilidad se concentran en lo revelado, en el secreto irradiante. Diversos períodos, países, mentes, escuelas, ¿Qué hilos del destino las han urdido para que compartan este mismo espacio enredado? Días, meses, años, décadas, siglos caen como cuentas. Un relato, me digo. El pie ligero te oye y el brillo comienza / a dar pasos de dios en los márgenes del pensamiento. Algo vibra y vacila dentro; ¿un recuerdo acaso? Un rastro en la cera del wunderblock. Una polilla agita sus alas contra el cristal, ta-ta-ta-ta / ta-ta-ta-ta, buscando la rendija de una ventana abierta. Un escalofrío. Los ojos comienzan a recorrer el panel, deslizándose sobre las superficies, sumergiéndose en los intersticios de las radiografías espectrales, los músculos extraoculares mueven los pequeños orbes de arriba abajo y de un lado a otro, los músculos intraoculares ajustan la pupila, la dilatan hasta el detalle, la ciñen con la luz,

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los protractores y retractores entrecierran y parpadean. Primero aquí, ahora allí; allí no, allá; el corazón da un vuelco y pienso: esto no es un paisaje. La luz está a su servicio. Existen en las tinieblas. Espera. Detente... Detente La mirada se posa en la inquietante imagen de un hombre con colmillos y unas pequeñas gafas redondas. Parece que vomita, o quizás es una lengua. Su cráneo, su cara, sus hombros están tachonados de agujas y clavos. Un marco ardiente espira como el humo. La anomalía. Un fallo en el panel. ¿Una imagen tan moderna entre las clásicas, medievales, renacentistas, barrocas? Un paso adelante aprensivo, un dedo ajusta las lentes: ¿hay una calaverita en la parte superior, el cráneo de un pájaro? El esqueleto de un pájaro con una corona de plumas abraza un segundo marco con alas esqueléticas. ¿El monstruo interior? Derrida decía que aprehendemos el mundo en retrospectiva, que nuestra noción de lo que está más allá de nosotros mismos es producto de los recuerdos. La escritura complementa la percepción antes incluso de que la percepción se manifieste a sí misma. Eres una pesadilla. Creo que te reconozco. No tienes orejas. Repaso en mi mente las fotografías de Joel-Peter Witkin, ¿recuerdas a ese personaje, Pinhead? Un escalofrío a pesar de mí, un paso más cerca, sí, sí. Me inclino para inspeccionar la lengua, esos dientes, me siento un poco mareada, mis lentes se hacen gruesas y pesadas, como lupas. Las ajusto para aliviar el puente de la nariz y oigo un sonido. Giro la cabeza un instante y, cuando me vuelvo a verlo, ¡me está mirando fijamente! Rechinido. Alguien abre la pesada puerta de acero y una mujer entra en la cámara. Es Laura. Estás pálida, me dice. Qué diablos, digo yo. Esa noche sueño con un hombre seccionado en dos cerca de una ventana en llamas. Sus piernas fuera, frente a ella, se mueven como tijeras: dos pasos adelante, dos pasos atrás, adelante, atrás; un metrónomo. El tronco está atrapado en un mundo raro detrás del cristal. Su rostro, en una mueca de dolor, se derrite. Al día siguiente vuelvo al Prado, decidida a ver la imagen real. Ando hasta la Sala 23, cuento mis pasos... ciento trece, ciento catorce, y me encuentro frente a frente con el Busto masculino en una urna de Filippo Scandellari, circa 1750. ¿La anomalía? No, una efigie de cera policromada ataviada de joyas verdaderas y tejidos auténticos en una urna de


cristal rodeada de un ornamentado marco dorado. ¡Cera! Qué medio tan extraño: su textura, su dúctil capacidad de ser moldeada hasta el parecido exacto. Con la cualidad hiperreal perfecta para los modelos anatómicos y estudios frenológicos de criminales y santos. El rostro del busto expresa una aflicción, una agonía, es la representación de una máscara clásica de la tragedia. Hay otra urna de cristal con otro busto ceroplástica, que ríe, la máscara de la comedia. Imitatio vitae. Son tan reales que me parece una indiscreción y me invade la vergüenza. ¿Es la piel del monstruo que brilla con luz tenue en el corazón del laberinto? La hoja de celofán se despega de la cera, la traza permanece, un destello de luz se refleja en el cristal. Platón compara el modelado de la cera con el demiurgo que modela la arcilla. Al ver el busto de cera de la condesa de Borgoña, el embajador Hadji Mustapha Aga advirtió a Benoist, su creador, que la efigie acabaría por exigirle un alma el día del juicio, y Alá lo condenaría a los infiernos por haberse acercado tanto a la obra divina sin poder dotarlo de ánima. A la presencia demoníaca le brota un alma. Lo que yo creí gafas son pequeñas Radiografía de Busto masculino en una urna. Filippo Scandellari, Boloña, circa 1750. Museo Naesferas de cristal que hacen de ojos. El cional del Prado abrigo, el sombrero, la camisa son de la época y el lugar; fijados, cerrados, muertos. Los dientes son de hueso (¿de quién? ¿de qué?), En las oscuridades místicas de una iglesia, a la luz titilanel cabello, humano (¿de quién?). Polvo de las edades. Piel te de las velas, las imágenes extrañas parecen existir en inquietante que no envejece (sino que se transforma en un tiempo y espacios reales y desconciertan a los especuna imagen espectral, vide infra). Si te obligaran a llevar tadores. «El arte verdadero —escribió Jentsch—, con saeste sombrero áspero para siempre, ¿cómo te sentirías? bia moderación, elude la imitación absoluta y cabal de la ¿Si te clavaran en las encías de cera pequeñas astillas de naturaleza y de los seres vivos, pues sabe que semejante hueso, y mechones de pelo perforaran tu cráneo, y agujas y imitación puede producir fácilmente desasosiego». La clavos te tachonaran para sujetar la camisa de lana áspera percepción visual e intelectual son presa un instante de la hasta el fin de los tiempos? ¡Quítamelas! gritaría. Saca de duda, de lo siniestro, antes de comprender que la efigie es mi boca estos huesos de otro animal. Larga y lenta agonía. un objeto inanimado. Cuando murió Juliano de Médici en Santa María del FioEl alma tentativa tiembla debajo, esperando a ser llare, cuenta Vasari, su hermano Lorenzo se libró del fatal mada. Algún día estas criaturas descarriadas se vengarán destino. Los familiares quisieron darle las gracias a Dios de sus creadores. Cautivas ahora, aún suspendidas, son por librarle de la muerte y crearon unos exvotos de cera incapaces de avanzar más allá de tu mirada al interceptar tan bien labrados que parecían auténticas personas vivas. la imagen.

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HISTORIA NACIONAL DEL FUEGO por Aniela Rodríguez

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roclama mi alma la grandeza del Señor, rezaba el cuarto de millón de personas que iniciaron su desplazamiento desde San Juanico hasta donde pudieran. Lo habían perdido todo: casas, hermanxs, álbumes de fotografías, el vestido con el que recuerdan haberse sentido libres por primera vez. Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava, y así una y otra y otra vez hasta que encontraran un lugar para pasar la noche, según lo cuenta Carlos Monsiváis en la crónica de ese día. * No es posible hablar de una historia mexicana del fuego sin San Juan Ixhuatepec. * San Juan Ixhuatepec se había conformado apenas hacía unas dos décadas, casi en su mayoría por personas que buscaban mejores oportunidades laborales en la capital. En 1984, el censo de población reportó que el número de habitantes fijos se acercaba a los 45,000, mientras que la población flotante ascendía hasta las 25,000 personas. No obstante a lo que se cree, la planta de distribución de Petróleos Mexicanos fue construida después de que San Juanico ya fuera considerado un municipio. * El incendio de San Juan Ixhuatepec puede categorizarse como un incendio por ignición de gases o flashfire, que se produce cuando un combustible altamente difuso o sus vapores entran en contacto con el aire, con lo que se vuelve muy difícil de dispersar. Un incendio de tipo flashfire es violento: ocurre cuando nadie lo espera, y basta un pequeño movimiento en sus variables para mandarlo todo al caño en un tristrás. Un pequeño cortocircuito, la llama inocente de un encendedor. La estática del pelo de A versus la estática del pelo de B, la ausencia completa de la estática, qué más da.

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* Chispa en la noche, crepitar de una vida, deja caer el poeta Hugo Mujica al micrófono. Siento como si algo de esto ya lo hubiéramos vivido todos quienes sabemos de incendios, porque la química y la física casi nunca están de nuestro lado. Nada se quema en vano. Miro el escenario de Bellas Artes: ahí está Mujica, vaya, leyendo con ganas de perderse en el espacio que hay entre su hoja y el vaso de agua. «Una explosión nunca viene sola, está destinada a hacer ruido y el ruido se hizo para alarmarnos, volvernos locos, repetirnos que no estamos aquí: al fin y al cabo somos inflamables e innecesarios», y las manos de Mujica chocan en la madera de la mesa: lo vemos todos, pero decidimos ignorarlo, aunque para cuando nos demos cuenta, la escena nos parezca repentinamente extraña: la forma en la que enfocamos para ver más a profundidad: del escenario, de las luces que parpadean en tonos discordantes mientras recordamos juntos que no: que antes de los incendios siempre está un «no» que todo lo abrasa, y cierras los ojos al mismo tiempo que Mujica se aclara la voz: todo lo que arde muere iluminando. * Un incendio puede relatarse de muchas formas; una de ellas es a través de la fase evolutiva de sus explosiones. En San Juanico se registraron al menos ocho de ellas, replicadas una tras otra desde las 5:48 hasta las 7:01 de la mañana. La primera explosión fue meramente burocrática, como un modesto recordatorio de las siguientes siete que vendrían luego. Por eso los incendios acojonan tanto: no es la dificultad de apagarlos lo que nos paraliza, sino la rapidez con la que crecen. La segunda explosión, esa que comúnmente es la definitiva en todos los incendios, llegó 69 segundos después de la primera. No vino la tercera y ya lo sabíamos. Contaríamos su historia para poder dinamitarla. Cualquier historia que tuviera que ver con los incendios, también sería la nuestra. *


WT Galliher, Fuego, 1920, Negativos de vidrio. Colección de la Compañía Nacional de Fotografía (Biblioteca del Congreso)

Repetir, en un mantra incansable, ese poema de Jean Cocteau, como si fuera sólo media voz la que te hubiera quedado en ese cuerpo: desnuda casi de la palabra, que apenas es lo único que te salva. Mi casa se estaba quemando y sólo podía salvar una cosa. Decidí salvar el fuego. Toda explosión termina en silencio. Un cortocircuito a gran escala. Primero, el estruendo de algo parecido a la madera cuando está pudriéndose; luego, la raja de luz que se hace más y más grande hasta cubrirlo todo con su carajo manto. Al final, no hay nada: silencio que espera por el siguiente impacto. Un día escuché cómo explotaba una casa. Lo supimos al escuchar temblar la tierra, porque ningún temblor se parece a otro: este era distinto a los de antes: imaginamos que alguien había puesto una bomba y que sería la última vez que nos veríamos, madre y yo, yo y madre. De eso sólo recuerdo correr como en un trance, ver el esqueleto de concreto y los escombros y, en medio de todo, la gran flama ondeando triunfante: una clase de luz a la que podemos temer, pero termina fascinándonos, porque detrás de todo lo puro hay algo macabro que esconde los dientes esperando devorar lo que viene a su paso, y mientras corríamos por los bomberos con las piernas hechas un nudo, entendimos que a los incendios hay que aprender a domesticarlos. Oramos:

No tengo dónde vivir pero el fuego vive en mí. Y me defiende discretamente de todo lo impuro. * Tras la tragedia de San Juanico, el gobierno contabilizó 500 muertos, una cifra que, hasta ahora, se considera ridícula por la magnitud de la catástrofe. El saldo fue, como siempre, ventajoso en las pantallas de tevé y en los titulares de los periódicos; ventajoso, por supuesto, para los altos mandos del gobierno. La falsa trampa del progreso: sólo cosas buenas pueden nacer de las cenizas. De los 296 cuerpos que llegaron a la fosa, únicamente 16 de ellos fueron identificados. * A veces, si uno está distraído y cierra bien los ojos, el incendio vuelve. No siempre es en forma de San Juan Ixhuatepec; también se llama Ayotzinapa, Pasta de Conchos, New’s Divine. Otras tantas, prefiere tomar nombres como Lagos de Moreno, Tlatelolco o Ciudad Juárez. Hay momentos que sólo es el vestigio de la lumbre pegada a la carne, eso que pela el pellejo y lo escama. Otros, es grito, luz. Y luego, la nada.

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RABANUS MAURUS: UNA LECTURA EN DOS TIEMPOS por Felipe Cussen

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unca me he considerado medievalista, sino apenas «un poco medievalista», al igual que «un poco» muchas otras cosas más. Mi medievalismo amateur nació cuando era apenas un adolescente y aprendí a tocar la flauta dulce con el repertorio de esa época, y se profundizó cuando aprendí más de afinaciones, organología e iconografía. Más adelante, en mis estudios de doctorado, me interesé por la lírica trovadoresca, la teología negativa y la mística de los siglos XII al XIV. A pesar de mi persistente dispersión de intereses, esa fascinación no se ha agotado jamás. El año pasado, en el Magister en Arte, Pensamiento y Cultura Latinoamericanos donde enseño, propuse un curso titulado «Problemas medievales contemporáneos» que, en rigor, no tenía nada que ver con el marco del programa. Mi intención, sin embargo, era que los estudiantes establecieran relaciones entre algunos fenómenos característicos de la literatura, arte y música medievales y producciones artísticas actuales. En la primera sesión, de hecho, escuchamos «Otra era», donde Javiera Mena canta enigmáticamente: «Estás en la Edad Media». La cantante chilena, afincada en Madrid, ha confesado en varias ocasiones su atracción por este período: «Estamos muy conectados con la Edad Media, que tiene un lado terrible, oscuro, pero a la vez hubo una conexión muy espiritual y genuina de las personas, con Dios o lo que no sabes que es. (…) Ahí se inventó el concepto del amor cortés, que está muy presente en mi música, que lo abordo desde el siglo 21, que claramente uno está desarmándolo». A lo largo del semestre revisamos muchas relaciones posibles entre estos contextos culturales tan diversos. A veces había puntos de contacto directo: una sutil alusión a Guillermo de Aquitania por parte de Jorge Teillier en su poema «La pureza de la nada», la reescritura de Margarita Porete por parte de Anne Carson, la influencia de la combinatoria de Ramon Llull para la estructura de la película Combate de amor en sueños de Raúl Ruiz, la musicalización de Pascal Dusapin del «Granum sinapsis» atribuido al Maestro Eckhart y hasta una breve nota de Roberto Bo-

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A la memoria de Gastón Recart laño sobre los trovadores: «No sé qué nos dicen, hoy, los trovadores. Parecen lejanos allá en su siglo XII y parecen ingenuos. Pero yo no me fiaría demasiado. Sé que inventaron el amor, y también inventaron o reinventaron el orgullo de ser escritor, siempre y cuando uno sepa meter la cabeza en el pozo». En otros casos, las propuestas de comparación no se basaban en referencias explícitas, sino en aspectos formales o procedimientos similares. Me interesó mucho pensar las composiciones con sintetizador modular de Caterina Barbieri no sólo a partir de las ideas que ella ha desarrollado en torno a la música hindú y el minimalismo, sino también desde las nociones pitagóricas tan influyentes en la música medieval. También analizamos los poemas de Néstor Perlongher y las pinturas de Pablo Amaringo creadas a partir del consumo ritual de la ayahuasca junto a algunos textos místicos de Matilde de Magdeburgo y Hildegard von Bingen. Esta comparación se inspiraba, ciertamente, en los vínculos propuestos por Victoria Cirlot entre las visiones de Hildegard y el surrealismo. Esta línea de trabajo, que ella ha profundizado y ampliado en múltiples direcciones, había sido, evidentemente, un impulso fundamental para este curso. Fue también Victoria quien me había sugerido, un año antes, el libro de Alexander Nagel, Medieval Modern. Art out of Time. Su autor lo define como un libro «plagado de anacronismos», que busca demostrar cómo el arte contemporáneo actualiza una serie de operaciones previas a la Ilustración, referentes a la generación y diseminación de las imágenes, el fetichismo y la iconoclasia, o la autoría. En la mayoría de los casos no se trata de influencias directas; lo relevante, sin embargo, es que estos diálogos entre tantos siglos de distancia permiten que «el arte medieval deje su tiempo para hablar al presente» y que, al mismo tiempo, las obras modernas puedan ser leídas «fuera de la mera secuencia histórica». Un encuentro reciente que refleja muy bien el espíritu de estos empeños que he mencionado fue la exposición Make it New. Conversations avec l’art médiéval. Carte blan-


«Acerquémonos un poco más a De laudibus sanctae crucis. Está formado por treinta “carmina cancellata” (poemas cancelados), un tipo de poema visual en el que algunas líneas coloridas o figuras permiten extraer y resaltar algunas letras de las que surge el “intextus” o texto “entretejido”, como explica Dick Higgins en su magnífico estudio Pattern Poetry. Este tipo de poema visual fue inventado por Publius Optatianus Porfirius, un poeta latino del siglo IV (a quien Rabanus cita en el prólogo), y practicado también por Venantius Fortunatus y San Bonifacio» che à Jan Dibbets. Su título remite a la célebre consigna de Ezra Pound, que en este caso se transformó en una invitación al artista holandés Jan Dibbets por parte de Charlotte Denoël, conservadora de manuscritos medievales de la Bibliothèque nationale de France. Dibbets confiesa el «amor a primera vista» que sintió frente a De laudibus sanctae crucis, escrito a mediados del siglo IX por el monje Rabanus Maurus (c. 780-865), que le parecía una obra totalmente distinta a todo lo que había visto: «tan moderna, tan original y minimalista, radicalmente contemporánea (…) como si una persona del siglo XXI la hubiera hecho hace 1200 años». Su respuesta a esta provocación consistió en exhibir de manera conjunta los poemas visuales de Rabanus Maurus con algunas de sus propias obras y de otros pintores minimalistas como Franz Erhard Walther, Richard Long, Donald Judd, Sol LeWitt o Carl Andre. Al revisar las páginas del catálogo, resulta llamativa la cercanía entre todas estas estructuras geométricas tan rigurosas, mecánicas, contenidas. Al mismo tiempo, saltan a la vista algunas diferencias obvias: mientras los textos y algunas figuras de Rabanus dan cuenta del imaginario cristiano, en las piezas contemporáneos no se percibe la intención de comunicar un contenido explícito. Denoël establece el punto de contacto en una cierta intención compartida: «Al hacer de su obra la expresión de un mundo ideal, el enfoque de Rabanus Maurus presenta afinidades con el de artistas conceptuales como los minimalistas que

resaltan la idea abstracta –el concepto–, que separan de su ejecución dentro del mundo sensorial». El objetivo del monje, entonces, no se limita al plano emocional y simbólico, sino que también busca «suscitar la meditación». Acerquémonos un poco más a De laudibus sanctae crucis. Está formado por treinta «carmina cancellata» (poemas cancelados), un tipo de poema visual en el que algunas líneas coloridas o figuras permiten extraer y resaltar algunas letras de las que surge el «intextus» o texto «entretejido», como explica Dick Higgins en su magnífico estudio Pattern Poetry. Este tipo de poema visual fue inventado por Publius Optatianus Porfirius, un poeta latino del siglo IV (a quien Rabanus cita en el prólogo), y practicado también por Venantius Fortunatus y San Bonifacio. A la dimensión geométrica se suma, además, una serie de cálculos numéricos en la cantidad de líneas y letras. Para Jeffrey Hamburguer, desde una mirada contemporánea podríamos definirlo como una mezcla de crucigrama y sudoku, pero desde una perspectiva medieval, esta «densa red de significados expresaba por todos los medios posibles -verbal, visual y numérico- la medida y armonía del cosmos». Frente a los poemas, ubicados en la página izquierda, se acompaña una explicación escrita en prosa. Me parece interesante esta dualidad, muy recurrente en otras formas de escritura mística: a partir de una experiencia concentrada (como las impresionantes descripciones de las visiones de Hildegard o los intensos poemas de San Juan de la Cruz)

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«No se trata aquí de una lectura repetida, como la que realizamos cuando volvemos a abrir un libro para entender mejor algo que no alcanzamos a captar o recordar aquello que nos había agradado. Se trata de un aprendizaje que sólo ocurre cuando asumimos tanto la complementariedad de lo que transmiten ambas dimensiones, como la importancia de respetar e incluso disfrutar el espacio que se abre cuando estos “carmina cancellata” de Rabanus Maurus nos obligan a detenernos. Allí es posible, entonces, la meditación» luego se desarrolla, de manera más racional y organizada, un discurso teológico. Rabanus había nacido en Mainz, posteriormente fue a Tours para estudiar con Alcuino, y se convirtió en maestro y abad en Fulda. Su práctica no responde únicamente a un afán formalista, sino que nace de una necesidad pedagógica propia de su contexto religioso. Rafael de Cózar anali-

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za, desde esa perspectiva, el rol alegórico de la pintura y la literatura: «Las imágenes son, como los caracteres escritos, signos vivibles que ayudan a significar la realidad ausente. A través de estos signos imitativos, representativos (la pintura) o abstractos (la literatura), el “lector” accede a la comprensión de esa realidad. En este sentido la pintura es algo ‘legible’ y, de hecho, hasta el Renacimiento, podríamos considerar a la pintura como algo más literario que plástico, debe leerse, interpretar los símbolos que ofrece, decodificar la narración que en ella se encuentra». Dentro de la estética carolingia, sin embargo, había una clara primacía de la escritura por sobre las imágenes, pues el conocimiento adquirido por los sentidos se consideraba inferior a aquel que provenía, en última instancia, de la Biblia. En uno de los Libri Carolini (c. 1106) se marca esta oposición: «¡Oh, adorador de imágenes…! Recorre tú con la vista las pinturas y sus luces, frecuentemos nosotros la Divina Escritura. Venera tú los colores artificiales, veneremos nosotros y entendamos los sentidos secretos. Deléitate tú con los cuadros pintados, deleitémonos nosotros con las palabras divinas». Otros, sin embargo, reivindican el poder simbólico de la pintura, en especial para apelar a quienes no podían leer. El propio Rabanus Maurus marca su preferencia por la letra: «aunque la pintura te parezca el arte más agradable, no desdeñes ingratamente, por favor, el trabajo de la escritura, el esfuerzo del canto, el afán y la preocupación por la lectura, pues una letra vale más que la forma vacía de una imagen, es mejor para la belleza del alma que una falsa pintura de colores, que muestra las figuras de las cosas indebidamente. En efecto, la Sagrada Escritura es la norma perfecta para la virtud, tiene mayor valor y es más útil en todo, más evidente para el gusto literario, más perfecta para el espíritu y los sentidos humanos y más perdurable que el arte». ¿Por qué, entonces, opta por el artificio, por la complicación adicional de disponer su mensaje oculto entre colores y figuras? Es aquí, creo, donde surge un elemento fundamental que nos permite comprender una dimensión más compleja de esta obra, en la que el acto de la mirada y la lectura no se limita a una mera adquisición de formas y significados, sino que incorpora una serie de pasos que tienen un sentido en propio. Giovanni Pozzi lo describe inmejorablemente en La parola dipinta: «el mensaje lingüístico pide ser recorrido progresivamente según las direcciones convencionales de izquierda a derecha y de arriba abajo; pero la línea del dibujo, para captar lo que designa, no debe ser atravesada, sino abarcada como un todo. Los dos aprendizajes se consumen en un lapso diferente de tiempo. El acto de conocer el dibujo termina antes de que pueda concluirse la lectura del texto lingüístico; la mente es informada en


consecuencia con una desconcertante falta de sincronicidad. El hecho de que ordinariamente un poema cancelado o un caligrama se lea y mire en dos tiempos depende de la dificultad de sincronizar las dos percepciones». No se trata aquí de una lectura repetida, como la que realizamos cuando volvemos a abrir un libro para entender mejor algo que no alcanzamos a captar o recordar aquello que nos había agradado. Se trata de un aprendizaje que sólo ocurre cuando asumimos tanto la complementariedad de lo que transmiten ambas dimensiones, como la importancia de respetar e incluso disfrutar el espacio que se abre cuando estos «carmina cancellata» de Rabanus Maurus nos obligan a detenernos. Allí es posible, entonces, la meditación. Denoël sostiene que, «al utilizar diagramas abstractos como soporte para la escritura, Rabanus multiplica los niveles de lectura del texto para guiar al lector hacia una comprensión profunda del mundo invisible». Y es ahí donde, a su juicio, se reúne con artistas contemporáneos como Walther, cuya intención es «llegar lo más cerca posible del mundo de las ideas, un mundo abstracto, a través del lenguaje y su forma escrita». Durante estos últimos días me ha aparecido en mi teléfono una propaganda muy desagradable, en la que se ofrece un software que lee en voz alta (y robotizada) los artículos académicos que uno necesita estudiar, mientras realiza otras actividades. Hace un tiempo, ya, que existen también programas que resumen textos, y quizás algunos recuerden el auge de los programas de lectura veloz que prometían aumentar radicalmente la eficiencia de nues-

Imágenes de De laudibus sanctae crucis

tro tiempo dedicado al aprendizaje. Estos poemas tan antiguos me parecen un antídoto perfecto a ese aceleramiento, pues obligan a aguzar la vista y concentrarnos de un modo comparable al de un niño que recién comienza a descifrar las letras y, gracias a la sorpresa, las disfruta de una manera irrepetible.

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HAY UN LUGAR EN EL QUE TODO ES SANGRE por Pablo Acosta

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abrá dos imágenes enterradas en este texto como fósiles llenos de fango: una son tres ríos, la otra un inmenso castillo de sangre. También habrá tres implícitos: el primero, que somos seres habitados por las imágenes; el segundo, que las imágenes están vivas (al menos algunas de ellas); el tercero, que siempre quieren algo de nosotros, como decía William J. T. Mitchell, las imágenes. Un corolario posible sería que quien trabaja con ellas terminará conviviendo, lo desee o no, con especímenes que no entiende muy bien por qué lo afectan. No recuerdo la primera imagen sobre la que escribiré, la de los tres ríos, tan solo me la encuentro escrita de tanto en tanto. La otra, la del castillo de sangre, a pesar de provenir de la misma fuente, palpita en mi memoria, irremediable. La leí un día, perdí su ubicación poco después, pero, una vez dentro de mí, ha ido reapareciendo intermitente al pensar sobre el Libro del conorte, por ejemplo, sobre los sermones visionarios allí contenidos. Uno de ellos describe un paisaje paradisiaco en cuyos prados se extienden tres ríos de materias preciosas; otro, un castillo calado de sangre, tras el que se esconde (sospecho) también la carne de un cuerpo. Estas imágenes, transcritas en dos manuscritos hendidos de lagunas, fueron pronunciadas originalmente por una mujer, Juana Vázquez Gutiérrez, que con el hábito de terciaria franciscana tomó también el nombre de Juana de la Cruz. A inicios del siglo XVI, Juana comenzó a predicar en éxtasis en una casa religiosa cercana a Toledo, mientras describía el cielo que se abría ante ella. Lo hacía con la voz ronca de Cristo, que la invadía para que pudiera enseñar en público. Sus sermones atraían abultadas audiencias y fueron recogidos por sus hermanas como un tesoro, que poco a poco fue conformando una colección en cuyos manuscritos trabajo desde hace años. ¿Por qué el castillo sanguíneo ha sido la imagen que ha quedado resonando en las cámaras de mi cerebro y no otra? En el Conorte se celebran torneos celestes entre monturas voladoras, la Virgen baila con los breves pechos descubiertos, hay incursiones en el Infierno, procesiones de penitentes y de condenados, un Cristo-unicornio, extensos campos que no agotan el Reino. Pero en mí solo pervive el castillo sanguíneo. En el séptimo sermón del Conorte los ángeles conminan a un grupo de peregrinos a acercarse a unos espléndidos ríos. Abre-

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viadamente, la imagen que describen es la que sigue (cerramos los ojos como si simplemente lo oyéramos, intentamos imaginar el prado): «Y andando ellos así, al cabo de muchas leguas, vieron a deshora cómo de uno de aquellos preciosos ríos manaba muchedumbre de oro. El cual oro significaba la caridad muy profunda del Padre de las misericordias... Y el otro río manaba piedras preciosas, muy hermosas y pintadas. Las cuales piedras preciosas significaban al Hijo y los méritos de su sagrada pasión... Y el otro río manaba aljófar y perlas muy finas y lindas de mirar. Los cuales granos de aljófar y perlas significaban el Espíritu Santo...». La predicación es un espejo que posee dos lados: en uno de ellos se encuentra Juana, que habla en rapto. Su habla fluye con el lenguaje propio de la visión (que crea constelaciones que trenzan un sentido propio) pero, en ocasiones como esta, su discurso frena para construir una imagen. Tres ríos de aguas brillantes que representan a cada una de las tres personas trinitarias. Al otro lado del espejo, debemos imaginar a la audiencia que veneraba a Juana, que consideraba sus palabras santas y que estaba dispuesta a retener su alargado comentario sobre las sagradas escrituras. Entre relatos evangélicos y banquetes en el cielo, la predicadora introduce imágenes que permiten al público recordar su doctrina organizada espacialmente. A un lado, pues, Juana ha creado un paisaje memorizable: tres ríos, tres personas; al otro, su audiencia capta este esquema, lo imprime en su memoria (por usar una formulación clásica), fija allí su forma, la hace suya, también su doctrina. La imagen así formulada posee, diría, dos aspectos esenciales: el primero, está relacionado con la reproductibilidad, pues la imagen se multiplica en la mente de los auditores. Es así, por ejemplo, cómo la comunidad de Juana las puso por escrito en aquel libro que terminaría siendo el Conorte: memorizaron las imágenes y las recrearon después transcribiéndolas. Lo que fuera solo voz, imagen pronunciada, se transmuta en texto escrito. Una vez así materializada, la imagen puede ser adquirida por otras personas; quizá sea leída en voz alta a un nuevo grupo o comunicada de uno a otro individuo. Sea como sea la imagen se multiplica y así se extienden los tres


ríos, ramificándose insistentes como una plaga. El segundo aspecto es la sensorialidad a la que tiende el texto: los ríos son de oro, de piedras preciosas, de perlas y aljófar, al ser percibidos ellos fulgen dentro de nosotros, nos pulsan no solo a recordarlos, sino también a experimentarlos a través de los sentidos espirituales, base de tantas cosas, también de los modos de meditación y mnemotecnia cristianos. Si cerramos los ojos con la imagen ya dentro, esta percepción es más fácilmente identificable: la vista, el tacto, el gusto, el olfato y el oído interiores son capaces de vivificar la imagen, de reactivarla de manera que se pueda indagar en ella, llegando a poder ser manipulada en nuestro interior. La imagen se revela

así como una suerte de máquina mental que no solo puede, sino que también desea causar una experiencia. Sé explicar los tres ríos: su génesis, sus mecanismos, y su sentido me son familiares. Además, como ya han sido transcritos, puedo permitirme olvidarlos y volver a buscarlos en los folios del manuscrito cuando lo necesite. Este abandono no me es posible con el castillo sanguíneo (cerramos los ojos como si simplemente lo oyéramos, intentamos imaginar la sangre): «El cual castillo, tan grande y resplandeciente y maravilloso... se llama el castillo sanguíneo, por cuanto cada vez que [Cristo] recienta sus sacratísimas llagas para demandar

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«Hay dos imágenes enterradas en este texto como fósiles llenos de fango: una son tres ríos, la otra un inmenso castillo de sangre. También hay tres implícitos: el primero, que somos seres habitados por las imágenes; el segundo, que las imágenes están vivas (al menos algunas de ellas); el tercero, que siempre quieren algo de nosotros, aunque quizá nunca sepamos qué, las imágenes» misericordia para los pecadores de la tierra y para las ánimas del Purgatorio le sale alguna gloriosísima sangre de ellas, la cogen los santos ángeles en unos como pañecitos más delgados que de sirgo y más resplandecientes que de oro, y los ponen en cálices y platos y vasos de plata y piedras preciosas, y lo llevan con grandes cánticos y reverencias a aquel alcázar tan maravilloso, y tienden los preciosos pañuelos encima de los adarves y almenas y ventanas y árboles... [A]quel maravilloso castillo nunca se abre jamás, sino que, cuando los ángeles van a llevar algunos pañizuelos por encima de los capiteles y ventanas, entran. Y por cuanto su gloriosísima sangre es puesta en él, por la ordenación y mandamiento divino, está todo en el mismo alcázar, aunque es mayor que todo el mundo, teñido como colorado. Hasta las piedras preciosas y esmaltes están todos de color sangre muy fina, más que rubíes ni corales; y todos los árboles, así los troncos como las ramas y hojas y frutas, están de color sangre... Nunca las puertas de él se han de abrir hasta el día del juicio final».

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Lo primero que me extraña de esta imagen es que no necesita de mi esfuerzo para que viva dentro de mí. No solo la recuerdo, sino que si fijo, aunque sea brevemente, mi atención sobre ella siento que está latiendo. Más allá de ello, como ha demostrado Jeffrey F. Hamburger, las visiones y sus imágenes expresan discursos teológicos concretos: en este caso la reiteración del acto salvífico de la redención. La mención del Purgatorio en el texto no es gratuita: Juana predica en un tiempo en el que aún se cierne sobre los fieles la sombra de esta montaña. Existe aún la creencia de que las almas deben pagar por sus pecados antes de ascender al Paraíso y de que ciertos actos piadosos realizados en la tierra (misas, peregrinaciones, compra de bulas) pueden acortar su estancia. Estos actos terrenales son reflejados en el cielo a través del sacrificio reiterado de Cristo que nos muestra el texto. El hijo de Dios se reabre cíclicamente las llagas de su pasión en el cielo. Y los ángeles vuelan constantes entre su sangre fluyente y esa especie de reliquiario descomunal, casi impensable, a la que llevan los paños empapados. Puesta en estos términos la imagen se calma para mí: al desarrollarla en términos históricos la pierdo como motivo de desasosiego. De alguna forma dejo de sentirla mientras la disecciono. Sin embargo, hay algo más acá de este discurso que me desarma ante ella y es que, en cierta manera, trasciende la tradición que yo conozco e implica un elemento que me cuesta identificar. Las imágenes de Cristo como templo o como tabernáculo son bíblicas. En la iconografía medieval existen castillos alegóricos por doquier que se constituyen en imágenes no solo del alma, sino también del cuerpo que la contiene. He visto representadas casas como un gran corazón (de Cristo, por supuesto) donde, como una casa de muñecas, el alma cohabita con las personas de la Trinidad: ha entrado a ella por una escalera de pocos peldaños que la lleva a la puerta abierta por la lanza de Longinos. Pero no es la casa, el castillo, la construcción lo que me afecta, es la sangre. Bajo la voz «sangre» el Diccionario de símbolos de J. Eduardo Cirlot nos aclara que «en conexiones tan estrechas como la de la sangre y el color rojo, es evidente que ambos elementos se expresan mutuamente; las cualidades pasionales del rojo infunden su significado simbólico a la sangre; el carácter vital de esta se trasvasa al matiz». En efecto, hay una identidad sensible entre ambos elementos por la que el color rojo adquiere la vitalidad del fluido corporal. Y la energía que este conlleva no es un mero constructo: puede sentirse, casi tocarse, contemplando la saturación roja del castillo sanguíneo. Un castillo que va empapándose incesantemente de sangre de forma que sus jardines, cada uno de sus árboles, con sus ramas y sus frutos, son rojos. Este rojo es también una llamada a activar, como en el caso de los ríos, los sentidos espirituales. Sin embargo, la indagación interior se encuentra con una extrañeza mayor que ante los tres ríos: ¿cómo huelen esos árboles impregnados de sangre? ¿Cómo visualizar esa colmena de ángeles que es «ma-


yor que todo el mundo»? ¿No implica la sangre, acaso, la carne? El castillo se alza un altar sacrificial sobre el que la sangre de Cristo se renueva. La sangre que transportan los ángeles, sin embargo, no es la que Cristo derramó el día de la crucifixión, sino el fluido celeste que se reaviva a través de los ritos terrestres: de nuevo, misas, peregrinación, compra de bulas. Esta, a pesar de poseer su prototipo en la sangre derramada en la pasión no tiene una existencia material: puede ser percibida por ojos visionarios, pero no gustada por bocas sedientas. Resuena en esa sangre que no puede ser tocada por manos humanas el análisis que hace Victoria Cirlot en Visión en rojo de una miniatura ejecutada por una monja del siglo XIV en tierras germanas. En ella el cisterciense Bernardo de Clairvaux y una religiosa anónima se abrazan a una crucifixión en la que Cristo se desangra a borbotones, a chorros, convirtiéndose en una fuente enrojecida. Al ver las manos blancas, inmaculadas, de ambos posarse sobre el cuerpo empapado y la cruz, se pregunta Cirlot si Cristo no estará desangrándose en una realidad diversa. Es probable que así sea y que el castillo sanguíneo se encuentre también en ese reino, pues su exceso de sangre puede ponerse al lado de las revelaciones de la mística inglesa Julian of Norwich, que la estudiosa analiza a continuación de esta miniatura. En la versión larga de una de sus visiones, leemos (utilizo la traducción castellana de María Tabuyo):

sangre carga continuamente de ese «carácter vital» del que daba cuenta el Diccionario de símbolos. Es un cuerpo sangrado el castillo sanguíneo y este cuerpo recóndito me afecta, me hace pervivir la imagen, me impide olvidarla. Frente al paisaje artificial que organiza el dogma trinitario a través de tres ríos preciosos, el castillo sanguíneo aparece como una imagen cargada de presencia. La sangre que lo cubre lo revitaliza como un órgano latiente, como un altar sobre el que perpetuamente se vierte la sangre de Cristo. A su vez, el alcázar es el cuerpo del redentor, cuyo sacrificio se renovará hasta el fin de los tiempos. El castillo es un cuerpo llagado que se revela, es la herida, la flagelación y la corona de espinas; es la mano clavada en la madera de la cruz, sus astillas enterrándose en ella, la ignominia absoluta convocada en el hijo hombre. Hay dos imágenes enterradas en este texto como fósiles llenos de fango: una son tres ríos, la otra un inmenso castillo de sangre. También hay tres implícitos: el primero, que somos seres habitados por las imágenes; el segundo, que las imágenes están vivas (al menos algunas de ellas); el tercero, que siempre quieren algo de nosotros, aunque quizá nunca sepamos qué, las imágenes.

«Después de esto, cuando miré, vi el cuerpo [de Cristo] sangrando copiosamente a consecuencia de la flagelación, y era así. La hermosa piel estaba profundamente lacerada en la carne tierna por los atroces golpes asestados por todo el cuerpo. La sangre caliente corría tan abundantemente que ni la piel ni las heridas podían verse, pues todo parecía sangre. Y cuando descendía hasta donde debía haber caído, desaparecía. Sin embargo, la sangre siguió derramándose por un tiempo, como para que fuera observada atentamente. Yo la veía tan abundante que me pareció que, si realmente y en substancia aquello hubiera sucedido allí, la cama y todo lo que estaba alrededor habría quedado empapado de sangre». Según la interpretación de Cirlot, la sobreabundancia de sangre ha convertido a la visión en una imagen abstracta. En sus propias palabras: «Todo es sangre y ya no puede verse nada más que sangre». Así, el elemento sacrificial impera en ambas imágenes: en el sermón de Juana la exuberancia de sangre vivifica los muros y jardines del castillo, que sentimos como un objeto uniforme a través del rojo que lo tiñe todo. A pesar de ello, a diferencia de la visión de Julian, el castillo del Conorte no tiene la calidad de una imagen abstracta: los contornos de sus jardines y sus frutos se perciben siembre bajo la espesa capa sangrante. Y ello tiene una razón de ser: no se describen meramente los contornos de una ciudadela, sino que es el mismo cuerpo de Cristo el que subyace al castillo. Un cuerpo que la

Imagen de manuscrito de la Madre Juana Inés de la Cruz. Fuente: Patrimonio Nacional.

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ILUMINACIONES, GLOSAS Y ENSAYOS por Marcela Labraña

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olo he estado en Lucca, Italia, una vez en la vida. Fue una estadía breve, de un par de horas, en invierno de 2018, pocos días antes de Navidad. Viajé a Lucca a ver un libro. Meses antes escribí a la biblioteca que lo alberga para preguntar si era posible visitarlo. Amablemente la directora de la Biblioteca Statale di Lucca, Dottssa. Monica Maria Angelique, me respondió que la obra estaba digitalizada por completo, que no era posible de consultar por motivos de conservación, pero que habría opción de verlo de manera excepcional, y previa reserva, bajo su supervisión. Reviso mi móvil y la primera foto que le hice al manuscrito de comienzos del siglo XIII da luces sobre la fecha y hora del encuentro: 21 de diciembre a las 13:17 hrs. Hice varias fotos, cerca de treinta. Algunas de ellas permiten calibrar el tamaño del códice y de la puesta en página tanto de los textos, a dos columnas, como de las miniaturas; otras, permiten ver detalles de las maravillosas y luminosas imágenes. Lo que no deja de sorprenderme es, que aun siendo fotos de móvil, con todo lo que eso implica en términos de baja resolución, este libro, sus colores, la forma de sus letras, e incluso el soporte reverberan calidez, nitidez y luz, sobre todo luz. Resulta inevitable pensar en Benjamin y sus reflexiones en torno a las obras de arte auráticas y post auráticas. La verdad es que no solemos considerar los libros siquiera obras de arte. No obstante, el Liber Divinorum Operum de Hildegard von Bingen que habita en la Biblioteca Statale di Lucca, manifiesta en plenitud su calidad de obra de arte aurática. Buena parte de esta aura reverberante proviene sin duda de sus ilustraciones o iluminaciones. En la Edad Media la iluminación fue mucho más que simple ilustración de textos: las imágenes que aparecen en los pergaminos manuscritos juegan un papel activo en la historia de la literatura escrita, en la de la pintura y en la del mundo medieval. A estos manuscritos se les llama libros iluminados porque era habitual que los ilustradores medievales emplearan pan de oro en la confección de letras mayúsculas iniciales de un párrafo o capítulo, es decir, letras capitulares o historiadas, decoraciones marginales en los bordes de las páginas, tan propias de los Libros de Horas,

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e imágenes de gran tamaño que dan cuenta de un relato y protagonizan la página, conocidas como viñeta historiada. Y es que, precisamente, una de las principales convicciones medievales respecto de lo bello es el concepto de claritas. Así, en el medioevo, la belleza no reside solamente en la proporción o armonía entre las partes ya que hasta en los objetos corpóreos se ve determinada por la forma en que el alma o la esencia resplandece en los cuerpos. Tomás de Aquino en su Suma Teológica explica, de hecho, que Dios es bello y «causa del esplendor y de la armonía de todas las cosas». Bajo esta convicción estética, ningún libro medieval, ni siquiera el más humilde libro de horas, estaba completo sin algo de iluminación. Recordemos que los manuscritos iluminados, como su nombre claramente lo indica, son libros elaborados a mano generalmente en pergamino o vitela, un pergamino de calidad superior obtenido de la piel de terneros muy jóvenes o nonatos. Su principal cualidad, explican los entendidos, consiste en que no absorbe la tinta ni los colores con los siglos, lo que posibilita que los manuscritos conserven su aspecto original durante muchísimo tiempo. El Liber Divinorum Operum, en particular, dispone el texto en una sencilla estructura: a dos columnas. Está escrito a dos tintas, negra y roja, y posee diez viñetas historiadas en las que el pan de oro al fondo parece soportar, cobijar las formas y los colores: azul, rojo y verde, en menor cantidad. Así, la excepcional calidad del soporte y la relampagueante interacción de los colores con el fondo en pan de oro de las páginas del Liber Divinorum Operum de la Biblioteca Statale di Lucca, me llevaron a experimentar ese día de diciembre de 2018 lo que Ewan Clayton en La historia de la escritura define como «ardor», como onda expansiva de significado, casi una «quemadura interior» que no tiene nada que ver con la «satisfacción adquisitiva de haber cubierto un cierto terreno o reunido cierta información». Las iluminaciones no son los únicos elementos visuales que resaltan en un manuscrito medieval. En muchos casos nos enfrentamos a páginas abigarradas, con múltiples columnas y franjas con distintos tamaños y estilos caligráficos. Esto responde a una forma de concebir el arte de la copia


en la Edad Media. Recordemos que a diferencia de los escribas mesopotámico o egipcios, los monjes amanuenses de la Edad Media no eran creadores de nada ni tenían ningún poder: copiaban, pero no inventaban nada. Esto, no obstante empezará a cambiar, según Clayton, poco antes de 1100, época en la que se desarrolló un nuevo tipo de objeto escrito: el libro «glosado». Glossa es una palabra griega y se traduce como lengua, porque de alguna manera expresa el significado de la palabra a la que se refiere, sostiene Hugo de San Víctor en el Didascalicon. Una glosa es una nota escrita en los márgenes o entre las líneas de un libro, en la cual se aclara el significado de un texto, en su idioma original o en otro idioma. Este tipo de libro manuscrito contenía un texto principal –como un salmo– y a su alrededor, en columnas aparte en letra pequeña, se disponía una selección de comentarios sobre el texto central, que provenían de las obras de los padres de la Iglesia. También había espacio para citas y comentarios interlineales. El resultado de lo anterior: cuatro o cinco obras de distintos autores distribuidas en una sola página. Alrededor de 1135, continúa explicando Clayton, los distintos libros que conforman la Biblia tenía comentarios, y a mediados del siglo XIII lo mismo se podía decir de los libros de filosofía, derecho y medicina. Además, estos libros se diseñaban con columnas pautadas en los márgenes para permitir que sucesivos lectores añadieran sus propios comentarios.

«En la Edad Media la iluminación fue mucho más que simple ilustración de textos: las imágenes que aparecen en los pergaminos manuscritos juegan un papel activo en la historia de la literatura escrita, en la de la pintura y en la del mundo medieval. A estos manuscritos se les llama libros iluminados porque era habitual que los ilustradores medievales emplearan pan de oro en la confección de letras mayúsculas iniciales de un párrafo o capítulo, es decir, letras capitulares o historiadas, decoraciones marginales en los bordes de las páginas, tan propias de los Libros de Horas, e imágenes de gran tamaño que dan cuenta de un relato y protagonizan la página, conocidas como viñeta historiada» 67


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La llegada de la imprenta a fines de la Edad Media modificó significativamente el diálogo milenario entre textos e imágenes al interior de los libros. Esta suerte de nuevo trato se debe en gran medida a que el texto impreso –ilustrado o no– multiplica fielmente el mismo texto, la misma copia. Así, en términos de puesta en página, el carácter más caótico, con puntos de atención múltiples, y que convoca a diferentes autores (algunos anónimos, otros no), dio paso a una estructura mucho más simplificada y jerarquizada, con un esquema de textos y paratextos claramente diferenciado (el cuerpo del texto y las notas al pie, por ejemplo). Podríamos decir, entonces, que el fuerte impacto visual que produce un libro glosado se disuelve en el libro impreso moderno, y favorece la concentración exclusiva en el texto. Pero, a pesar de su aparente desaparición, es posible que la glosa, o al menos algo de su esencia, haya encontrado, al igual que la ninfa de Warburg, un modo de sobrevivir. Para dar con estos vestigios daré un gran salto y recurriré al ensayista chileno Martín Cerda. Se trata de un escritor que publicó muy poco en vida: La palabra quebrada: ensayo sobre el ensayo en 1982 y Escritorio en 1987. El primero de

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ellos es una reflexión, como su título lo indica, sobre la naturaleza fragmentaria del ensayo. Un año después, en 1983, obtuvo el Premio Academia Chilena de la Lengua. En su discurso de agradecimiento sostuvo que el ensayista es ante todo un lector, «pero un lector que no se contiene frente a cada texto leído, sino que, por un impulso radical, siempre lo sopesa, lo interroga y lo prolonga. El ensayista no es, pues, sólo un hombre que lee, sino, además, que se observa leer y, encima, que escribe cada una de sus observaciones». En este discurso, Cerda también conjetura sobre el origen remoto del ensayo. Lo vislumbra en la Edad Media, puntualmente en la glosa, a la que identifica como «primera señal de esa incontinencia del ensayista frente al texto leído». La glosa, expone Cerda en su discurso, fue uno de los «recursos hermenéuticos de los monjes de la Edad Media para aclarar un punto oscuro, despejar una duda o salvar una contradicción». Por otra parte, Cerda es plenamente consciente del carácter marginal de las glosas o comentarios. Para él, esta posición «amarraba» cada glosa al punto textual que la había requerido, pero, «con alguna frecuencia, lo sobrepasaba. A medida, en efecto, que el cuerpo de la glosa fue creciendo,


concluir este ensayo. La memoria ha puesto ante mí la imagen de las páginas subrayadas y con comentarios en rojo de 62 modelo para armar de Julio Cortázar. El autor de esa letra manuscrita es inconfundible, es mi padre, gran lector y escritor de maravillosas cartas y postales. Es altamente probable que se trate de la primera edición de este libro. Mi papá era muy joven en ese entonces, tenía poco más de veinte años y yo aún no había nacido. Siento que, sin saberlo, leyó, glosó e interpretó ese libro para mí.

Salterio de Eadwine, libro iluminado y glosado Gran Bretaña, siglo XII

comenzó a adquirir una relativa autonomía del texto que la ocasionó». Es esa creciente autonomía relativa la que le permite declarar: «No sería abusivo señalar la glosa marginal de los monjes de la Edad Media como uno de los pasos iniciales de esto que hoy llamamos el ensayo. La glosa sería, pues, un ensayo en estado embrionario». Así, leer, glosar e interpretar serían «tres momentos de esta ocupación –de esta faena, hubiese dicho el maestro Ortega– que Montaigne elevó a forma mayor hace cuatro siglos, y que, desde entonces, llamamos ensayo». Estoy muy de acuerdo con esta idea, aunque tengo la impresión de que en mi propio modo de enfrentar la «faena» estos momentos se dan en un orden diferente al planteado por Cerda: primero leo, luego interpreto para, finalmente, glosar o comentar al escribir un ensayo como éste, por ejemplo. Pero pienso un poco más en este asunto, hurgo en mi experiencia como lectora y como escritora, y descubro que hay casos en que este orden sí responde al planteado por el ensayista chileno. Recuerdo la lectura de un libro en particular, sobre el que nunca he escrito nada y sobre el que quizá no escribiré nada más que esta mención al pasar para

«En este discurso, Cerda también conjetura sobre el origen remoto del ensayo. Lo vislumbra en la Edad Media, puntualmente en la glosa, a la que identifica como “primera señal de esa incontinencia del ensayista frente al texto leído”. La glosa, expone Cerda en su discurso, fue uno de los “recursos hermenéuticos de los monjes de la Edad Media para aclarar un punto oscuro, despejar una duda o salvar una contradicción”»

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La voz como una brisa en el hombro Irene Solà

Te di mis ojos y miraste las tinieblas Anagrama 176 páginas

Hay un verso que me recuerda irremediablemente a Te di mis ojos y miraste las tinieblas (Anagrama, 2023), el título de la última novela de Irene Solà (Malla, 1990): «Vendrá la muerte y tendrá tus ojos» de Cesare Pavese. El poema continúa con la cadencia sutil del italiano: «—esta muerte que nos acompaña / de la mañana a la noche, insomne, / sorda, como un viejo remordimiento / o un vicio absurdo—. Tus ojos / serán una vana palabra, / un grito acallado, un silencio». Hay ojos, varias de decenas de ojos, que miran hacia las tinieblas y también hacia el pasado. Los ojos de las mujeres que Solà coloca en el centro del relato: Bernadeta, Margarida, Joana, Elisabet, Blanca, Àngela, Dolça, Marta y Alexandra. El poema de Pavese acaba así: «Mudos, descenderemos en el remolino». Y me parece toda una revelación que un poema que me sé de memoria desde hace dos décadas, versos que se me clavaron como astillas en el dedo, manifiesten así una respuesta a las preguntas que parece hacerse Solà: ¿Quién escribe la historia? ¿Quién decide qué es lo importante? ¿Por qué las historias de las mujeres nunca protagonizan la

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Historia oficial? Una de las vocaciones que comparte Te di mis ojos y miraste las tinieblas con sus anteriores novelas —Los diques, Canto yo y la montaña baila— es la de dar voz a quien no la tiene. Todos los libros de Irene Solà parten del mismo centro: la importancia de las pequeñas historias, de las narraciones que nos explican el mundo y quiénes somos. Hay ecos, muchos ecos en este libro de algunos escritores que manejaban la lírica con la misma desenvoltura que la narración, Gabriel García Márquez o Mercè Rodoreda. Hay también parte de ese universo mágico y fantástico, demonios, rituales satánicos, deseo, placer y violencia. Cuando García Márquez dice al principio de Cien años de soledad que el mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo, me recuerda a la manera en que las muertas de Solà nombran el espejito en el que se mira Marta, la nieta de Bernadeta, un espejito donde hay músicos que cantan y bailan. Un espejito que no es más que un móvil que esas mujeres viejas y muertas desde hace décadas no tienen por qué conocer. Las capas

de vida y de tiempo se superponen en Te di mis ojos… porque conviven en ella varias generaciones de mujeres, todas de la misma familia o emparentadas por la vida, mujeres en los márgenes de la historia que mezclan en su relato la memoria individual y la colectiva. Cuando Rodoreda describe el viento de la Maraldina en La muerte y la primavera dándole cualidades humanas—«No es como el otro viento. No era un viento que iba y venía, era un viento de siempre, un viento cansado y furioso por tener que correr sin parar de arriba abajo por las matas de brezo»— está hablando, de alguna manera, de la voz narrativa de Te di mis ojos…, una voz que es un fantasma que recorre todas esas capas de vida y memoria para ofrecer un relato fragmentario. Porque las historias familiares están llenas de huecos y pequeños vacíos, versiones subjetivas y contradictorias. Mujeres sentadas en torno a un pequeño fuego que narran poética y fragmentariamente su propia historia. Leí en una entrevista que la autora quiso construir una voz narrativa que fuera como una presencia fantasmagórica más. Una voz que fuera «un vien-


to, una brisa de aire» que se pasea por la casa y va entrando y saliendo de las habitaciones, se va acercando a todas las mujeres y se les posa sobre el hombro. Me pareció una hermosa idea la de hacer que la voz narrativa viajara a través del tiempo y del espacio visitando y narrando todo lo que ocurre en estas capas de historia en un solo día, como ese viento de la Maraldina que, a veces, estaba cansado y furioso por tener que recorrer tantas habitaciones y posarse en tantos hombros. Así, la voz del viento cuenta detalles sobre la vida de todas ellas: Bernadeta duerme «como una fruta podrida caída del árbol» ante la impaciencia de Margarida que espera a que exhale el último aliento de vida; Margarida se muere con las manos juntas y las uñas rosadas primero y blancas después y el día último, cuando cerró los ojos y vio el otro mundo, no había «ni querubines, ni trompetas, ni estallido luminoso, ni espasmo de gloria, ni gozo definitivo, ni éxtasis asfixiante. Solo un corro de mujeres sucias y desabridas». Ese corro de mujeres que es el protagonista absoluto de esta historia son todas esas mujeres muertas, viejas, feas, endemoniadas, que cocinan higadillos de cabrito en un perol con el aceite bien caliente y celebran una fiesta cuando Bernadeta ronca por última vez y un rayo terrible alumbra la habitación para dejarla un segundo más tarde en la más oscura de las penumbras. La voz que es una brisa viaja hasta los verales de Les Guilleries para contarnos que Joana, la matriarca de esta familia, hizo un pacto con el diablo para conseguir marido. Joana le había pedido a Dios, primero, y después a la Virgen y a San Antonio un marido, pero nadie le hacía caso. Y entonces, la Garreta, una vecina desdentada y arrugada como una pasa, le dio la idea: tenía que ir sola de madrugada al bosque, matar un gato mediano, meterle un haba en cada ojo, un haba en la boca y un haba por el agujero del culo y, luego, enterrarlo y dibujar una cruz en el montoncito de tierra y mear sobre la crucecita. Y así podría pedirle

lo que quisiera al Diablo. Ese pacto con el ser del mal que era un toro negro como la noche le salió a medias: «Quiero un hombre entero que sea heredero y tenga un trozo de tierra y un trozo de techo». Y al día siguiente, Bernadí Clavell — El Bernadí, que tenía un pie peludo con cuatro dedos porque un lobo le había arrancado el quinto— pidió su mano y ese pacto selló su vínculo con el demonio y con la masía del Mas Clavell para la eternidad. Los hombres que son cazadores de lobos y bandoleros, maquis, fascistas, trabajadores de una presa, hombres de la sierra y de los montes del Montseny, están todos fuera o están todos muertos, no son importantes en esta historia, sus voces no están en el centro, son una mecha que enciende, que arrasa, pero después del fuego, no queda nada de ellos. Viven aventuras y nunca vuelven. Tienen ese privilegio. En cambio, ellas, todas ellas están atadas por hilos invisibles —la genealogía, la herencia, el cuerpo, los cuidados— a la masía y a un parentesco tan destructivo como redentor. En esta novela, todas las cosas tienen vida propia. La casa está viva y es vieja porque ha sido recompuesta tantas veces que cruje como si le chascaran los huesos. La casa tiene cuerpo y tiene el cuerpo el paisaje, todo el libro es un cuerpo vivo y doliente. Si lees una a una las frases con calma, con toda la lentitud posible, el libro huele, las palabras tienen gusto y textura, y están llenas de sangre y meados y vísceras y lágrimas. La prosa lírica y barroca de Solà llega en esta novela a otro nivel, parece estar viva y cambiar en cada línea como si, a medida que el lector avanza en la página, la página misma cambiara su apariencia: «Las mujeres desagradecidas, pelmazas, frívolas, pérfidas, hurgadoras de llagas y holgazanas de esa casa (…) Marta, que era zafia, bruta, pollina, un cardo borriquero, una cabeza hueca (…) —y Alexandra— la bastarda era desapegada, escurridiza, renegada y despreocupada (…) Marta, que era más corta

que el rabo de las cabras, atormentadora, desconocedora de todo y desmemoriada, ¡que por no saber ni siquiera sabía quién era Margarida!, se paseaba por la casa como si fuera suya, encendiendo y apagando luces y meándose en los rincones con esa cabeza completamente hueca y olvidadiza, que sonaba como clin-clin, clan-clan, clon-clon». La intuición y la fantasía, el mito y el folclore catalán, son algunos de los andamios de esta novela que también se sostiene con toneladas de bibliografía —en este libro de Solà más que en ningún otro se ve el exhaustivo trabajo de documentación e investigación que forma parte de su proceso creativo—. Irene Solà construye en Te di mis ojos y miraste las tinieblas una novela que es puro juego y experimentación con la forma, con el imaginario colectivo, una escritura de goce. Ya no hay espacio para la mudez. Solà ha sacado a Bernadeta, Margarita, Joana, Elisabet, Blanca, Àngela y Dolça del remolino y las ha arrastrado con un torrente de voz hacia una fiesta. El lector cierra las páginas con cierta inquietud y ellas siguen ahí, bailando y celebrando, colocando un mantel limpio sobre la mesa y encendiendo las velas, con los platos y cubiertos dispuestos en círculo y un suculento festín de buñuelos y sosenga y morteruelo y asaduras en el centro, las copas de pie azul están rellenas de vino hasta el borde y todas ellas bailan cogidas de la mano.

por Carmen G. de la Cueva

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Un bildungsroman trans Alana S. Portero

La mala costumbre Seix Barral 252 páginas

«Escribo la palabra ave, leo la palabra Eva». Una palabra que contiene otra, un cuerpo que contiene otro. En este sencillo anagrama el poeta y artista multidisciplinar Ángelo Néstore condensa con delicadeza el anhelo de libertad de quien nace fuera de la normatividad sexual y de género. De esas alas a las que el otro cuerpo no puede renunciar habla La mala costumbre, primera novela de Alana S. Portero (Madrid, 1978). Editada por Seix Barral y con más de una decena de traducciones concertadas, esta opera prima se promociona como un fenómeno editorial antes de haber siquiera alcanzado los estantes de las librerías. Aunque siempre haya dosis grandes de misterio y azar en las dinámicas del mercado literario, este éxito previo al dictamen de los lectores se explica, creo, por una temática aún poco manida, novedosa incluso a pesar de la existencia de modelos previos. Además, la apuesta del sello barcelonés ve la luz en un contexto social —y político— favorable y bien podría llegar a inaugurar un subgénero propio dentro de la novela de formación: el bildungsroman trans. Porque aquellos que hemos nacido con sincronía entre cuerpo y mente (y que no militamos en ninguna caverna de

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la intransigencia) necesitamos estos relatos para ubicarnos ante una realidad que resulta compleja de entender y se siente, en general, ajena, por más que repitamos aquello de humani nihil a me alienum puto. Si la novela de formación constituye uno de los modelos narrativos de La mala costumbre, su estructura se conforma a partir del clásico viaje del héroe o, como reza la glosa de la contraportada, una «versión bastarda» de este. La protagonista cuenta su historia en primera persona desde el embarazo de su madre hasta pasada la treintena, sin saltarse, aunque sea de manera sui generis, ninguna de las paradas de rigor de este itinerario: los orígenes, la profecía, el mentor (mentoras, en este caso), los obstáculos vencidos, la gran derrota, el descenso a los infiernos, la vuelta a casa y, por fin, la victoria. La evocación de la epopeya se apuntala a lo largo del texto a través de las analogías que la narradora trenza entre personas reales y personajes de fábula. Ella, que vive escindida entre dos mundos, el real —masculino, opresor, diurno— y el de la fantasía —femenino, libre, nocturno—, interpreta a cada persona que se cruza en su camino en clave de personaje mítico. Así desfilan por la novela

alusiones variopintas que beben de distintas fuentes, desde la mitología grecolatina —Áyax o Medusa— a los cuentos de hadas —Barbazul—, pasando por el folklore anglosajón —Lady Godiva— o la historia medieval —Juana de Arco—. Sin embargo, estos guiños reiterados a la esfera de lo mítico no van más allá de la referencialidad. Lejos de encontrarnos ante una ambientación fantasiosa, La mala costumbre es, en esencia, una novela realista y castiza. De hecho, Portero dedica buena parte del libro no a la peripecia de la heroína sino al retrato del barrio madrileño de San Blas, incluidas las dinámicas sociales de sus habitantes, así como las transformaciones que sufre desde unos años ochenta marcados por la plaga de la droga hasta la reconversión residencial de la zona en las últimas décadas. Pero el costumbrismo de La mala costumbre no se limita a la descripción colorista de ambientes y se trenza con una reivindicación proletaria donde los condicionantes de género y clase convergen. Tanto su defensa de las redes vecinales como su denuncia de la precariedad y de los efectos que sufren los cuerpos en el capitalismo alienante insertan esta obra en la tradición de una na-


rrativa social que ha resurgido en nuestro país con inusitado vigor a partir de la crisis económica de 2008. Más aún, la novela entronca con una corriente de la literatura española última que pone el foco en los márgenes sociales —el lumpenproletariado, en términos marxistas— como vemos en las ficciones de, entre otros, Andrea Abreu en Panza de burro, Óscar García Sierra con Facendera, Juarma y su Al final siempre ganan los monstruos o, bastante más conocida, Lectura fácil de Cristina Morales. Conviene señalar una diferencia significativa con estos autores, aparte de que todos ellos han nacido ya en los ochenta y noventa. Mientras que en esta generación más joven encontramos un marcado deleite por lo truculento y tremendista (flota en muchas de estas obras un curioso aire de narración de posguerra) que deriva hacia posturas bien existencialistas en unos casos, bien nihilistas o deterministas en otros, Portero rehúye los tintes sórdidos y, aunque narra una existencia desoladora, compone para el lector una visión hermoseada del mundo que, por desgracia, a ratos cae en el sentimentalismo fácil. Ahí se halla el punto más flaco de la novela, la cual se vería beneficiada de un trazo menos idealizado, sobre todo en lo que se refiere a la construcción de personajes, pintados buenos o malos sin que medien en ellos zonas de grises. La luz de la benevolencia se posa sobre los padres y el hermano de la protagonista, nobles y sinceros, capaces de apoyarla desde el amor y a pesar de la incomprensión; sobre Margarita, la sacrificada travesti de sonrisa amable que cuida con mimo a su madre enferma; sobre Jay, el primer novio, quien acoge con cariño y complicidad la confesión de la narradora; o sobre Antonio, el generoso y encantador dueño de un bar de Chueca que, sin conocer de nada a la pareja de tortolillos adolescentes, les ofrece su casa como nido de amor. De manera similar, el maniqueísmo afecta a los antagonistas del relato, seres que carecen de claroscuros y parecen guiados por una maldad sin explicación, tosca, casi atávica. Pese a ello, el testimonio de esta historia de inspiración autobiográfica impacta

por el dolor desgarrado que transmite y eso comporta un valor que no conviene desestimar. La narración de Portero posee una fuerza llamativa, poco común en un panorama literario donde el problema de muchos narradores estriba en que quieren escribir pero no tienen nada que contar. La literatura sigue funcionando como soporte para asomarnos a vidas que tal vez ni siquiera somos capaces de imaginar y nos presta, disculpen que acuda al tópico, zapatos ajenos con los que caminar los pasos de otros. Esta novela nos coloca sobre los tacones de una mujer trans que avanza las empinadas sendas del Gólgota. No es la primera vez que una ficción nos propone asomarnos a la realidad de las personas transexuales, claro. En los últimos años la literatura de temática trans ha salido del ostracismo y ya no se ve condenada a encontrar cobijo en librerías especializadas. Pensemos en el trabajo del citado Ángelo Néstore, cuyos versos queer han ganado algunos de los premios de poesía joven más reconocidos de nuestro país —merecen en especial la pena sus poemarios Deseo de ser árbol (Espasa, 2022), Actos Impuros (Hiperión, 2017) o Adán o nada (Bandaàparte, 2017)—. En 2020, el Teatro María Guerrero, integrado en el Centro Dramático Nacional, subió a escena la obra Transformación, escrita por la dramaturga Paloma Pedrero a raíz de haber asistido al proceso de transición de su hijo. Y en narrativa no podemos olvidar que hace tan solo cuatro años la argentina Camila Sosa Villada publicó con gran éxito Las malas (Tusquets, 2019), libro imprescindible sobre un grupo de prostitutas travestis, cuya crudeza, tan descarnada como efectiva, baila al son de un realismo mágico embaucador. También hemos conocido la problemática de la disforia de género a través de series comerciales de alcance internacional (sin ánimo de exhaustividad, se me vienen a la cabeza unas cuantas: Euphoria, Orange is the new black, Sense8 o Sex education) y, dentro de la producción nacional, conviene destacar la aplaudida serie Veneno de HBO, un exitoso biopic sobre Cristina Ortiz Rodríguez dirigido por la popular pareja artística los Javis.

La variedad de ejemplos indica que nuestra sociedad avanza en una dirección positiva de respeto y apertura hacia la alteridad, aunque sigan dando coletazos escenas como la sucedida este mismo año en el debate electoral cuando un candidato lanzó a sus oponentes la cuestión «¿Qué es una mujer para ustedes?» cual dardo envenenado. La pregunta, no exenta de crueldad, viene a recordar que seguimos necesitando relatos como este, útiles porque nos apartan, con suerte para siempre, de la intolerancia y la indiferencia. ¿Acaso podría alguien, tras leer a Alana S. Portero, arrogarse la potestad de opinar sobre la identidad de otro ser humano? El periplo del héroe —de la heroína— en La mala costumbre no persigue una aventura que la encumbre ni una victoria legitimadora. Su epopeya suena poco ambiciosa, una Ulises que aspira, tan solo, a poder ser quien es. Arribar a Ítaca, conquistar el derecho a existir. Como si eso fuese poca cosa. La gesta de esta novela de (trans)formación canta —¡oh, musas!— la más digna de todas las hazañas. El esfuerzo titánico, spinoziano, divino, de perseverar en el ser.

por Cristina Sanz Ruiz

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Desear arde Ariana Harwicz

Trilogía de la pasión Anagrama 312 páginas

Una a una, como quien tiene tres tiros por ronda, Ariana Harwicz disparó las novelas de lo que luego, diez años después de la primera, del primer dardazo, conformaría un solo libro titulado Trilogía de la pasión. Pero entonces, todavía, se sucedían una a la otra como lanzas a muerte con solo dos años de distancia entre la primera y la segunda, y tan solo uno entre la segunda y la tercera. Una ronda de cuatro años en total para redondear lo que acabaría siendo una trilogía, un triángulo pasional, y dar en el blanco de la escritura. Primero fue Matate, amor. Año 2012. Es una mujer con un cuchillo. Luego habrá otros elementos, otras armas, que corten y maten. Pero empezamos por el cuchillo. Me pregunto por cuál acabamos. ¿Es la última arma la palabra, o acaso el silencio? Le siguió La débil mental. Año 2014. Es una mujer con su clítoris. Flechazos y escopetazos. Madre e hija. Y llegó Precoz. Año 2015. Es una mujer con el hijo y con el fuego. Arde, una mujer que arde. Desea, enciende y arde. Yo las leo en sus ediciones individuales e independientes. Las dos primeras

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en Mardulce, la tercera en Rata. Todavía vinculo cada una con la imagen de portada de esas ediciones, que me quedó prendida al recuerdo. Anagrama las termina juntando bajo el título Trilogía de la pasión. Más allá de las cuestiones editoriales y comerciales, de si prefiero cada edición suelta o me gusta ese libro compilador, me aferro como una loca, una mujer loca, a la palabra «pasión». ¿Están apasionadas estas mujeres? ¿Qué les apasiona? Hipótesis: les apasiona desear. No hay mujeres más vivas y deseantes que estas que están matando y muriendo por algo. Nos apasiona desear. Desear es que el bebé muera o al menos no llore; desear es la mirada de un ciervo, desear la mirada, ser mirada, cómo no; desear al vecino, desear al marido (Matate, amor). Desear que la hija deje de desear; desear que la madre me deje desear, me deje el teléfono en la mano para decirle que deseo, y que deseo seguir deseándolo; desearle la muerte a la esposa del hombre, o desearle al hombre el cuerpo y la muerte (La débil mental). Desear abarcar al hijo con los brazos y que el hijo se exceda de tamaño y que la madre

se exceda de retraso hacia la edad mental de las preguntas; desear los excesos, punto, juntos; desear burlarse del orden y desordenar también los roles familiares; desear al hijo y que no sea incesto, que sea incendio (Precoz). Las tres novelas tuvieron sus adaptaciones teatrales y será porque todas ellas son relatos llenos de escenas vívidas, de imágenes visuales y sonoras. La narradora de Matate, amor está con su bebé, con su marido, con sus preguntas, con su hartazgo, con la mirada del ciervo, con el vecino, y con su extranjería. La novela inserta la condición de extranjera de esta mujer que dice «matate, amor» o que dice «date por muerto» sin explicaciones de geografías, pero soltando esa condición de forastera que la coloca más fuera de lugar que la propia condición de mujer al borde del cuchillo. No hace falta decir que es una hispanohablante viviendo en un campo europeo; hace falta ver cómo la extranjeridad y la extrañeza se toman de la mano para acabar ella también mirando de la misma manera que mira el ciervo: desde un lugar animal, donde el resto de los mortales son absurdos, ridículos,


desagradables, y otro tipo de bestias. Este fuera-de-lugar, que también es un fuera-de-sí («estar sacada» decimos en argentino para referirnos a un estado de alteración) no es tanto una característica de la biografía del personaje, sino una posición política de ese mismo personaje, y de la narrativa de Harwicz toda: es la manera de denunciar un problema con la lengua, porque la literatura en sí misma (dentro de sí, en su lugar, en el mejor lugar que le podamos inventar o imaginar) es un problema con la lengua. La literatura en Harwicz es una batalla a cuchillazos con la lengua. Que encima la narradora hable el idioma extranjero, o no lo hable, o lo hable mal, o lo hable para comunicarse, pero solo acabe comunicando su extranjería universal es, quizá, lo de menos. En La débil mental, la hija es la amante de un hombre casado, y ese asunto, que se juega en mensajes que llegan y que no llegan al móvil, es también un asunto de la madre, porque en esta novela madre e hija se empastan, se estragan, se estrangulan, se tragan. Entre el cuerpo de una y el cuerpo de la otra parece no haber un corte que pueda salvarlas; al contrario: ese corte las desangra. Es a muerte esta batalla que podría pensarse que es con el tercero en disputa (el hombre), pero que es entre ellas. Batalla madre-hija. Si en esta novela hay un triángulo amoroso, no es entre los dos amantes y la esposa del hombre, sino entre madre e hija, y un hombre que aparece para desaparecer. El hombre. Con esto entro en Precoz. Aparece el sujeto masculino, el varón, en la posición del hijo; y las mismas posiciones simbólicas que se combinaban en La débil mental se reproducen ahora en esta novela. También ese otro hombre, el maldito hombre que no sabe enviar los mensajes que se desean, que nunca llegan. Pero el deseo y el cuerpo es el de las mujeres. Vuelven las mismas preguntas: ¿dónde termina el cuerpo del hijo (o de la hija) y dónde comienza el de la madre (¿o la pregunta tiene que ser necesariamente al revés?)

¿Qué tecla de qué órgano toca el deseo de tocarse entre madre e hijo (¿o hija?) ¿Qué es lo que traga la madre estragante, la madre cocodrilo, cuando logró la presa en la boca, y la cierra? Tanto La débil mental como Precoz representan a la familia en una partida de dos jugadores donde uno de ellos es necesariamente rehén del otro, y donde el deseo que siente (o padece) el deseante por alguien externo a la familia es propiedad o asunto del núcleo (dúo) familiar y no del cuerpo individual como si tal cosa fuera posible. En ambas novelas desea hasta quien no desea porque, como mínimo, desea que la deseante deje de desear así son dos los que no desean, o así puede convertirse él o ella misma en el objeto de deseo. En cualquier caso, nadie, nada, destruye al vínculo. Aunque entre en escena un tercero a triangular, la dupla no tiene salvación. Hay palabras que son importantes porque hay que preguntarse qué son: incesto, amor, masculinidad, locura, deseo, pasión. En las tres obras esto desborda. Desborda desde el lenguaje, no solamente desde las peripecias por las que los personajes pasan. Todo en esta trilogía es un tema de la lengua. La prosa de Ariana Harwicz es ese cuchillo de la primera escena de Matate, amor, es ese clítoris de la primera escena de La débil mental, es ese fuego de la primera escena de Precoz. Fuego que también está en la primera escena de las otras dos. Caliente. Calientes. ¿Están todos calientes en estas novelas? En argentino decimos «estoy recaliente» para una calentura sexual, y también para manifestar enojo, enfado. Querer coger, follar, e incluso hacer el amor, ¿es similar a querer matar, aniquilar? ¿El sexo y el espanto? ¿Masturbarse mucho más que invocando una imagen cachonda, pensando en quien se detesta o en aquello que nos daña realmente? ¿Arde el cuerpo porque se enciende cuál pasión? Harwicz escribe con una lengua que rompe, daña y acuchilla o escopetea a la lengua normativa. Harwicz revienta, hace explotar por los aires, cualquier

tipo de norma en su literatura porque la pregunta formal en su obra es qué es lo normal, y la apuesta política es por degenerar lo que estaba generado como ley. Si en la primera novela tenemos al marido y al bebé como aquellos seres que se suponen dignos de cariño, amor, deseo y cuidado, ya desde el título mandará eso a la hoguera. Si en la segunda tenemos el vínculo madre-hija como aquel que supone los mismos principios que se aplican a cualquier cosa en un mundo hipócrita, la novela lo vuelca en una caída libre al abismo, al vacío (no es spoiler, es el fin). Si Precoz es un tema de tiempo, de anticipación o retardo, esta novela hace detonar ya mismo, con urgencia, los cuerpos –desadaptados, degenerados– en una lucha animal donde se pierde la cabeza. Como si fuera la cabeza de un ciervo que cuelga en un restaurante, donde las familias, felices, comen debajo de eso y se relamen de placer.

por Florencia del Campo

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El árbol vino y de él surgió la nueva novela de Munir Hachemi Munir Hachemi

El árbol viene Periférica 176 páginas

Munir Hachemi nos presenta El árbol viene, una nueva apuesta por la narrativa del autor que llega de mano de Periférica después de su último éxito en el terreno de la poesía, cuando ganó en 2022 el XXXIII premio El Ojo Crítico de Poesía que otorga RNE. En esta ocasión, Hachemi apuesta por sumergirse en el mundo de la ciencia ficción. En este sentido, aunque la premisa de la historia que nos presenta se situaría dentro de los límites de la ciencia ficción dura, su desarrollo está más cerca de la etiqueta de la ficción especulativa, pues no nos encontramos con ese peso de lo tecnológico para sustentar su mundo. Tras Cosas vivas, que apareció en 2018, el nuevo proyecto narrativo de Munir Hachemi cuenta de nuevo con el potencial de construir a su alrededor una interesante conversación: como esa primera novela comercial, de la que se han hecho múltiples lecturas gracias a la riqueza de la prosa y el mundo de matices que plasma el autor página a página, nos encontramos, en definitiva, con un libro enormemente diferente, pero dotado de esa misma capacidad para enriquecer la

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lectura más allá de la superficie. Es ahí donde reside la fuerza de Hachemi en los géneros que explora, un rasgo fundamental que es incluso más relevante en esta novela para seguir potenciando la legitimación de las voces en lengua española dentro del terreno complejo (a veces resbaladizo, a veces lleno de autodesprecio) de la ficción especulativa en este idioma. Así pues, El árbol viene es un acercamiento a una civilización que nos resulta extraña y que nace de lo que solo puede categorizarse como un accidente. A través del punto de vista de un personaje, que se denomina arqueólogo, con sus notas, informes y diario, nos enfrentamos a la fascinación antropológica que genera su contacto y convivencia con el pueblo mulai. El peso de la responsabilidad de saberse parte del colectivo responsable de haber creado esa civilización se entremezcla con la observación extrañada de quien intenta comprender aquello que no puede asir, pese a ser, en cierto modo, eje fundamental de ese microcosmos. El texto se ha concebido, así, como la versión intervenida por unos editores

sobre los documentos de campo de ese observador, cuyo nombre real es Nahum Cordovero. Aunque es cierto que esto permite que el libro se inscriba en una notoria tradición de «documentos encontrados» para construir su punto de vista, y eso hace que el punto de partida de la estructura y la narración no nos sea ajeno, consideramos que es más importante la vinculación filial que se establece con la tradición de los impactos de unas sociedades en otras. El árbol viene nace de lo que hemos observado en nuestro mundo (real e inmediato): las consecuencias de que una civilización influya en otra y las ondas de ese impacto cuanta mayor es la distancia entre ellas. No es tampoco algo ajeno al campo de la ciencia ficción dura, y su tradición de explorar lo más próximo a nosotros en su mirada hacia la profundidad de las estrellas. En este caso, la mirada distante del observador permite al autor transmitir reflexiones sobre un amplio espectro de elementos que nos atañen directamente, como la construcción de identidades culturales o sexuales, o la instrumentalización de la lengua en su


función como herramienta básica de tecnología social. Ese punto de vista arqueológico, interpretador de un pasado que ya no es realmente el propio, supone una inflexión clave para construir el punto de vista que permite construir ante el lector el mundo de la novela. En este sentido, debemos tener también presente que no se persigue el tópico del científico que genera todo un mundo en un accidente de laboratorio o similar, sino que se trata de toda una escisión, lo que permite una visión que puede resultar más próxima a nuestra propia realidad. Rescindir el alcance de la novela de Hachemi a ese redescubrimiento del otro sería, en todo caso, reduccionista. El texto explora discursos múltiples que resultan enormemente coherentes con el espíritu de nuestra época, incluyendo el cataclismo climático. El título de la obra ya adelanta el papel (potencialmente) redentor de una naturaleza que es salvadora, pero solo leyenda de tiempos muy pretéritos. En un mundo que apenas da tregua a sus habitantes, la supervivencia no se sustenta en un discurso anarcoprimitivista, sino en la construcción de lazos sociales que permiten al grupo salir adelante. El mundo que nos presenta el autor no se esconde tras un velo de utopía que señala con el dedo nuestros defectos como especie y fracaso indiscutible como sociedad, pues evita los reduccionismos que el género y sus antecedentes ya explotaron en la configuración inicial del relato del viajero que recorre mundos ajenos. Como veremos, este aspecto resulta muy relevante en la lectura de la obra. Hachemi consigue en El árbol viene el difícil equilibrio de respetar la idea base de presentarnos el informe del arqueólogo con sus hallazgos sobre los mulai, pero huir en buena medida de la pretensión de imitar el frío discurso de la emulación de las palabras academicistas y burocratizadas. El recurso del diario permite al autor fluctuar en el discurso doble, pues si algo es meritorio en la cuestión más estrictamente formal, es que consigue ese equilibrio entre lo per-

sonal, la observación y la anotación de quien está preparando un texto personal que sabe que ha de servirle como notas y guion para su posterior informe. Eso hace que haya observaciones erradas y otras dudas que permiten ver cómo el arqueólogo profundiza en su conocimiento y comprensión de esta cultura, corrigiendo y matizando anotaciones iniciales. Las observaciones del arqueólogo, en su conjunto, consiguen también que el lector pueda tener una posición ambivalente ante su propia lectura de los mulai como pueblo: ¿es una sociedad utópica o distópica? Que se pueda plantear esta lectura nos muestra que el autor ha esquivado el discurso maniqueo que a veces se impone en el género. Al observar la cultura de los otros existe idealización e interpretaciones quizá demasiado generosas de resultados que son fruto de contextos forzosos; pero también existe la demonización de aquello que no comprendemos porque no es ajeno y diferente a nuestros propios valores. El compromiso con las notas del arqueólogo como referente textual para construir toda la novela nos condiciona, pues al fin y al cabo estamos viendo el mundo mulai a través de esos ojos, pero es la visión de un observador experto y eso contribuye a la gestación y explotación definitiva de los matices. Al fin y al cabo, si se percibe como iguales a entes robóticos y animales, esto abre el debate sobre si se trata de una comunión entre lo tecnológico y lo natural o la pérdida de la noción del valor de la vida biológica por encima de herramientas maquinales. Es nuestra visión de su sociedad la que condiciona en última instancia esa valoración, y el arqueólogo realiza una elogiosa labor a la hora de buscar una posición analítica sosegada: de este modo, el texto respeta también la agencia del lector para descodificar la valoración moral de este mundo. Todo esto hace de El árbol viene una novela singular, en la medida en que decidamos catalogarla como tal dando continuidad a ese término como cajón amplio e indefinido en el que entran to-

das las formas de ficción de narrativa. Y es que, siguiendo el estilo de Hachemi, resultado complicado adherir este libro a las concepciones generalizadas de la novela en su sentido tradicional. Esto en sí mismo no resulta sorprendente, en la medida en que, en efecto, la exploración continuada de dónde está la frontera entre lo que es novela y no lleva ya mucho tiempo siendo un espacio de interés relevante para los autores más interesantes de varias generaciones. Pero sigue siendo fresco cuando se logra con éxito. El texto de Hachemi se sitúa, en todo caso, en una tradición poco definida, aunque con interesantes nombres, en la órbita de la ficción especulativa en nuestra lengua, una nómina que incluye textos como Plop, de Rafael Pinedo, cuya huella podrá encontrar el lector aficionado al género en esta nueva propuesta del madrileño. Aquel lector que quizá no ha apostado habitualmente por el campo de la ficción especulativa, por su parte, podrá disfrutar de la abundancia de matices del mundo concebido por Hachemi, un mundo con el que podrá descubrir toda la fuerza y el poder que se esconden en su escritura: joven, sí, pero consolidada, rica y con la confianza en su verbo necesaria para seguir mostrándonos que todo lo que vieron en Granta (pues destacaron su figura en la selección de jóvenes autores en lengua española de menos de 35 años en publicada en 2021) era solo el principio de su consagración.

por Daniel Escandell Montiel

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Memoria de las entrañas de la tierra Vanessa Londoño

El asedio animal Almadía. Madrid 103 páginas

¿Qué diría la tierra si pudiera hablar? ¿Qué contaría un territorio que ha normalizado el horror a fuerza de vivirlo, que ha sido testigo a lo largo de los siglos de las atrocidades más espantosas? Vanessa Londoño (Bogotá, 1985) responde a estas preguntas en cuatro historias conectadas entre sí que transcurren en Hukuméiji, un territorio literario que parece el Caribe colombiano pero que podría ser cualquier rincón de Latinoamérica, en un tiempo in-

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determinado, con personajes que se cruzan en una sociedad separada en el eterno arriba y abajo, los ricos y los pobres, los caciques y los siervos. Es este Hukuméiji el poderoso protagonista de estas historias, que emerge por encima de sus habitantes, mineral, árido, telúrico, condiciona su vida y marca su destino. La otra gran protagonista de este libro es la violencia en su vertiente más cruda, más feroz. Igual que las voces de los personajes, es una y son muchas: por un lado, la violencia física que castiga con saña a quien transgrede las normas. Por otro, la violencia que provoca la pobreza extrema, como la de la madre que tiene que vender a su hija para que el cacique se desahogue sexualmente si quiere sacar adelante a su familia. Por último, la violencia sistémica de un Estado que roba la tierra de sus ciudadanos a cambio de unos pagarés sin validez, que permite que sus ciudadanos mueran en laderas arrasadas por la lluvia, que los propietarios de las tierras traten a sus trabajadores como esclavos, que sean estos caciques y no la ley quienes impongan su justicia; una violencia endémica en Latinoamérica a lo largo del siglo XX. Las mujeres que transitan estas historias sufren una violencia particularmente cruel. Muchas son mutiladas —la campesina a la que cortan las piernas por no andar descalza, como están obligadas las mujeres; la joven a la que el cacique corta la lengua para que no pueda contar que es la única chica del pueblo a la que no ha desvirgado; la tendera a la que cortan las manos por una falsa acusación de robo…— y los miembros amputados siguen dialogando con ellas en una atmósfera fantasmagórica que impregna todo el libro. Los cuerpos transgresores y cercenados son también cuerpos deseantes que guardan la memoria de lo que fueron: la suavidad del tacto ahora hurtado, la dulzura de la voz antigua, tan distinta de los alaridos mudos de una boca vacía. La mutilación elimina las simetrías del cuerpo y de esa misma forma asimétrica las historias de este libro crecen y se expanden de un modo muy orgánico. Hay partes que parecen imantadas y se pegan

unas a otras, mientras que otras se alejan hacia lugares dispersos. Para que todo encaje, y lo haga tan bien, se percibe un trabajo muy intenso de la autora, que modela una escritura afilada tan seca y sofocante como lo que cuenta, que acelera o detiene el ritmo de la narración a su antojo para dejar al lector sin aliento. Las voces de los personajes se funden y se mezclan, deliberadamente ambiguas, porque son una sola voz: la de los desposeídos, la de los que no tienen nada, la de la tierra que es testigo y cronista de lo que les sucede. El asedio animal es un texto exigente, no se puede entrar en él de cualquier modo. Requiere atención plena, entrega y cierto ejercicio de pasar por encima de algunos huecos no entendidos del todo hasta que más adelante encajan las piezas y todo se coloca en su sitio, particularmente en el capítulo final, donde la autora ordena y recapitula, repasa lo contado —quizá no hubiera sido necesario subrayarlo tanto— y vemos, como un ave que se eleva y observa el pueblo desde lo alto, el devenir de los personajes y los vínculos que los unen. Inevitablemente, El asedio animal remite a Rulfo, pero también a otros autores como al Evelio Rosero de Los ejércitos y al Horacio Castellanos Moya de Insensatez, entre otros. Pero, a la vez, Londoño demuestra en esta narración tener una voz muy poderosa y personal que no busca parecerse a nadie. Sabe lo que quiere contar y el modo justo de hacerlo. No es fácil convertir el espanto en poesía y Vanessa Londoño lo logra con una emocionante brillantez.

por Eva Cosculluela


Hermana serpiente Álvaro Bisama

Mala lengua. Un retrato de Pablo de Rokha Alfaguara 272 páginas

Entre los nombres de las últimas hornadas de escritores chilenos destaca el de Álvaro Bisama (Valparaíso, 1975), novelista, ensayista, cuentista y director de la Escuela de Literatura Creativa de la Universidad Diego Portales. Fue uno de los autores menores de 39 años elegidos para el escaparate internacional Bogotá39. En sus primeras novelas ya había personajes fuera de lo común: directores de cine o dibujantes de cómics, en la órbita de la cultura pop o abiertamente freak.

En Mala lengua, Bisama narra la vida de su compatriota el poeta Pablo de Rokha (1894-1968). La palabra «narra» está aquí deliberadamente escogida porque de eso se trata, de una narración literaria, con valor autónomo como obra artística. No es una biografía según los cánones, con su trabajo de investigación en archivos, hemerotecas, cartas polvorientas. Bisama parte de fuentes primarias para contar quién fue el autor de Los gemidos, y con ese material construye un libro sin notas, sin las pleitesías habituales a los estudiosos precedentes, sin las poses de haber hallado datos que los contradigan. En todo caso, al final de su excelente resultado proporciona una bibliografía mediante la cual saber más de De Rokha, no todo agradable. Entre estas obras auxiliares se cuenta la autobiografía de De Rokha, El amigo Piedra, que vio la luz póstumamente en 1990. Bisama tiene al acierto de enhebrar con la aguja de su pluma (valga decir el ordenador) el devenir vital del poeta en el tejido de su país, de modo que los lectores asisten a un recorrido por décadas decisivas de la historia y la literatura chilenas. Y consigue hacerlo de modo atractivo, con capacidad de reconstruir atmósferas y meterse en el interior de los protagonistas. Con Mala lengua se ha ganado ya un puesto de honor en este género de biografías noveladas o crónicas que tienen el cultivo continuado de Elena Poniatowska en México y, más audazmente, Juan Bonilla en España (curiosamente, el español se ha fijado en sus dos obras de este tipo hasta la fecha no en personajes españoles, sino en un ruso y en una mexicana). Escribir de Pablo de Rokha, gran poeta rabioso (impresiona su Canto del macho anciano), es difícil, porque fue un ser excesivo, más caracterizado por sus fobias que por sus filias, y eclipsado por los otros dos grandes poetas chilenos de su época: Vicente Huidobro y Pablo Neruda (Gabriela Mistral, aunque obtuviera el Nobel, parece de otro mundo, y Nicanor Parra, también a tener muy en cuenta, empezó a adquirir verdadera

proyección pública tras la muerte de los anteriores). El título Mala lengua se justifica en la lengua venenosa de De Rokha, antagonista de muchos y, no siendo nada devoto de Huidobro, el gran enemigo de Neruda, que curiosamente adoptó un seudónimo o nombre de pluma, como hizo De Rokha (y con él, su esposa e hijos), y, además, para ser mayor la coincidencia dentro de la divergencia máxima, el espurio nombre de pila Pablo. Generalmente narrado en presente continuo, en capítulos breves que de pertenecer a una novela de acción y cultivar el lugar común cabría calificar de trepidantes, el libro es un catálogo de las naves de las diatribas rokhianas, de sus rupturas, de sus ideales de justicia y de sus connivencias con los regímenes de Stalin y Mao (De Rokha vivió una temporada en la China, como lo hiciera Blas de Otero, y ambos escribieron versos, más panfletos que poemas, sobre sus experiencias). No obstante, también se acercó en su juventud al anarquismo y dirigió la revista Numen, que como recuerda Bisama editó varios de sus números con esta leyenda bajo el título: «Semanario casi oficial, se publica bajo la inmediata vigilancia de los jueces». Neruda, que cayó en los mismos errores que De Rokha, les añadió según este el vicio de la doblez y la mentira. Que ambos fueran miembros del mismo partido, el comunista, solo agravó las cosas, pues es sabido cómo esa familia política se las gasta, incluso con los suyos. En cuanto a la familia de sangre, Neruda cortejó a una hermana de De Rokha, y aquí se cuenta cómo esta pudo estar tras uno de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, más otros episodios de un amargo anecdotario.

por Antonio Rivero Taravillo

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Apretar los dientes y seguir Dolores Gil

Parte de la felicidad Montacerdos 84 páginas

«Si no escribo este libro, no puedo seguir viviendo. Me duele en el cuerpo: hace tres días me senté a terminarlo y el dolor me raja la cintura, los hombros». Durante años, Dolores Gil intentó borrar de su mente la imagen de su hermana de seis años muerta tras clavarse un cristal roto en el pecho en un accidente doméstico, pero Manuela se ha convertido en un fantasma cuyo recuerdo atenaza su propio cuerpo y el de su hijo recién nacido.

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Parte de la felicidad (Montacerdos, 2022) es, pues, un exorcismo, un ritual de duelo contra el silencio, el pánico y la culpa. También es el primer libro de la autora argentina, un ejemplo de ese escurridizo subgénero de autoficción o narrativa autobiográfica pero, sobre todo, un desgarrador ejercicio terapéutico que deja en el lector la sensación asfixiante y a la vez esperanzada de quien comparte un proceso de recuperación. En 1992, la infancia de Dolores se cubrió de silencio y Manuela se convirtió en lo innombrable. «De a poco, su nombre dejó de sonar en la casa. No fue a propósito: el desconcierto fue tan grande que no encontramos la manera de que siguiera viviendo en el lenguaje». Por eso, ante la falta de palabras, la narración recurre a las imágenes. La de una madre que no dice nada, pero llora en el coche cuando cree que nadie la ve - «la veía por el espejo retrovisor, la cara tapada por los lentes oscuros, las lágrimas que brotaban de un momento al otro»-, pero también la del punto exacto del accidente - «tengo una foto mental: mi madre parada en el mismo punto del comedor, donde murió su hija, con su hija en la panza». Para la autora, «ser niña era apretar los dientes y seguir». Miente cuando le preguntan cuántas hermanas tiene. Acepta el silencio impuesto por los demás para seguir adelante, pero no sin culpa. En sueños, se le aparece la niña adorable de pelo rizado. Despierta, la incomprensión y el silencio la llevan a repartir culpas, tan terribles que solo se manifiestan en el texto en forma de preguntas. ¿Cómo no la retuvieron lejos del peligro?, se pregunta sobre sus padres. La culpa también alcanza a la propia muerta: ¿Por qué desobedeció y se abalanzó sobre el cristal? Pero, sobre todo, Dolores Gil se interpela a sí misma, es su culpa de superviviente la que tiene una voz propia: «¿Cómo sé que se fue suavemente hacia la noche, sin sufrir? Es imposible. Solo soy una que se quedó de este lado». Un día, de pronto, hay un bebé sobre su cama, y ese bebé es su propio hijo y puede pasarle cualquier cosa. El recuerdo de

Manuela se transforma en el dolor físico que nace del pánico. «La tensión avanzó de manera ascendente», desde la cicatriz de la cesárea hasta los hombros y la cara, que no deja de observar, de mantener al niño en el campo de visión, de controlar su respiración. «¿Acaso no era mi ojo supervisor el que le insuflaba vida a Félix?». La mortalidad de su propio hijo se vuelve pesadilla: la autora comprende que «los hijos no pueden permanecer intocados por la vida». Las imágenes textuales del pánico son físicas, corporales: «una carnicería artesanal, lenta y agotadora», «embrión, corazón, saco, célula, sangre, polvo, nada». También, la letanía de la fatalidad: «Que no se caiga. Que no se me caiga. Que no se ahogue con su propio vómito. Que no se atragante con una mandarina». Es la explosión del pánico por el propio hijo la que rompe el silencio y el aletargamiento, la que lleva a Dolores Gil a escribir, pero también a llorar y a gritar. «No sabía que tenía tanto grito metido adentro del cuerpo», piensa ante la tumba de su hermana. Por eso, Parte de la felicidad es una explicación para un largo silencio, una petición de perdón, un reconocimiento del daño que conmueve por su desnudez y por su brutalidad. También una carta a la hermana muerta, ante la que se disculpa: «Que si la olvidé un poco fue porque necesitaba seguir viviendo, que si no la recordé en voz alta fue porque no pude: que tuve que despegarme esa costra que me adhería a su muerte». Tras el viaje terapéutico, el lector de Dolores Gil comprende que apretar los dientes y seguir no fue la mejor estrategia, ni la más sana, ni la más justa, pero sí la única que encontró para afianzarse «en el corazón de la vida».

por Marta Rojo Cervera


Autor material Matías Celedón

Autor material Banda Propia editoras 120 páginas

El proyecto narrativo de Matías Celedón (Santiago de Chile, 1981) parte de la idea de que la literatura debe establecer un compromiso con la exploración y con el riesgo. Un buen ejemplo para entender la importancia de la experimentación formal en su obra es un artefacto como La filial (2012), donde lo críptico de la trama –unos trabajadores atrapados en una oficina durante un prolongado corte de luz– no era tan importante como la idea: cada página estaba construida con unas pocas palabras estampadas mediante un sello de caucho, de modo que la narración se asimilaba al

trabajo burocrático de sus personajes y el lector compartía con ellos su alienación y su incertidumbre. Del mismo modo, en El clan Braniff (2018) se contaba una historia de espionaje en la dictadura de Pinochet a partir del hallazgo de quince diapositivas que ponían en marcha el procedimiento de fabulación. Se podría decir que en Autor material (2023), la novela más reciente de Celedón, confluyen lo artesanal, lo documental y lo político como vertientes que provenían de sus libros anteriores. Publicada a cincuenta años del golpe de estado en Chile, el planteamiento de la obra es impresionante: Carlos Herrera Jiménez, exagente de la Central Nacional de Informaciones, cumple pena de prisión por su papel en los homicidios del dirigente sindical Tucapel Jiménez y del carpintero Juan Alegría; ya en la cárcel, a finales de los noventa, Herrera Jiménez se dedicó a grabar un variado abanico de audiolibros (como la novela Doña Bárbara, del escritor venezolano Rómulo Gallegos, o Ha llegado el águila, del británico Jack Higgins) y su voz quedó registrada en decenas de casetes que fueron a parar a la Biblioteca Central para Ciegos. Buceando en el archivo, Celedón ha recortado y ordenado fragmentos de esos libros para contar una historia con las palabras de los otros y con la voz del asesino. La apropiación, el montaje y la recontextualización son, ya lo sabemos, procedimientos tan creativos como la inventiva y aquí evidencian su potencial. Por otra parte, si hasta la fecha resultaba nuclear la dimensión visual en la obra de Celedón (sus piezas requerían ser miradas, además de leídas), en Autor material es el sentido auditivo el que cobra un papel determinante, pues en la novela se incluye un código QR que remite a la grabación y permite al lector que sea el criminal quien le dicte en voz alta el libro de Celedón. Además, las fotografías de textos en braille al comienzo y al final del libro, que son ilegibles porque carecen de relieve, ponen en tensión el concepto de lectura, como ya hiciera la escritora mexicana Verónica Gerber en Tercera persona (2015). Por último, las distintas capas de polisemia en torno al concepto de «autor

material» en el libro relacionan íntimamente al asesino con el propio escritor. La historia que se cuenta es elusiva, aunque el paisaje de cementerios, torturas y pesadillas resulta al mismo tiempo un elocuente correlato de la dictadura y del papel de Carlos Herrera en esos años infames. Es posible que en algunas partes la diégesis del relato fluya con alguna dificultad y se perciban las marcas de la ensambladura, pero que el libro sea más interesante conceptual que narrativamente no es un demérito, sino todo lo contrario, una declaración de intenciones en torno a la necesidad de pensar la escritura con audacia. El artista británico Brion Gysin dijo en torno a 1960 que la literatura llevaba cincuenta años de retraso respecto a la pintura y sesenta años más tarde podemos seguir pensando algo parecido: a diferencia de lo que ocurre en las artes plásticas, donde las búsquedas más arriesgadas ocupan el centro de la discusión, la literatura de afán vanguardista parece seguir arrinconada en un reducto marginal, el lugar de las excentricidades, de las rarezas para raros. Por suerte, actualmente existen en la literatura latinoamericana voces como la de Matías Celedón que desafían las inercias de la industria y recorren caminos fuera de los mapas. Que la literatura sea también y todavía el lugar de los experimentos, y no el hábito gastado de una comunidad crepuscular, es en todo caso una magnífica noticia.

por Jesús Cano Reyes

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BIBLIOTECA

Un libro deambulatorio Manuel Calderón

Descampados Tusquets 288 páginas

En Nueva York en los años 70 surgieron unas guerrillas ecologistas que preparaban bombas de semillas y las lanzaban en los descampados de la ciudad, para que, llegada la primavera, arraigasen plantas diversas y sorprendentes, sin un criterio jardinero sino por el capricho de la fortaleza vital. En este libro, Descampados, también brotan recuerdos y asociaciones sin un orden fácilmente identificable. Un jardín es placentero, y viviríamos en él descansadamente. Pero lo ajardinado puede resultar algo cursi. Y todo en la prosa y en

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la estética literaria de Manuel Calderón clama contra lo cursi. Erial, ruina, decrepitud, devastación, tierra baldía. Esas son las palabras que Calderón asocia a «descampados». Lo que siembre ahí, según él, serán palabras errantes, «los restos que no pueden juntarse», un «refugio para las palabras que no encuentran una historia en la que existir». Y en efecto, la ausencia de una historia se hace sentir, los mimbres narrativos convencionales de trama y personajes hacen descansar la cabeza, dejamos que el otro conduzca confiados en que conoce la ruta y el destino. Aquí no: no sabemos a dónde vamos, el libro es vigorosamente deambulatorio. Se describen larguísimos paseos, y se vagabundea por libros, por biografías, por anécdotas vividas o leídas. Pasolini, W.G. Sebald, Paul Auster, Vittorio de Sica, Wim Wenders. Pero en esas bombas de semillas que se esparcen por el descampado algunas plantas florecen con especial verdor. El árbol en el que se refugia de niño, la escuela de mecanografía, la amistad y la muerte de Carlos, el viaje por la antigua Yugoslavia o el relato del combate de boxeo entre Foreman y Cassius Clay en Kinsasa, que el autor solía ver con su padre. La gran narración de ese combate es de Norman Mailer, pero Calderón lo vincula a la muerte de su padre, en Madrid, donde acudió de visita, vio, una vez más, el combate con su hijo (formas de estar juntos) y al día siguiente falleció atropellado por una camioneta de reparto. Porque «hizo lo imprevisible y cruzó la calle». Salir a caminar y seguir andando hasta dar con la muerte. El punto de partida y el de llegada coinciden: llegar a Barcelona, por primera vez, de niño, como inmigrante andaluz, y llegar a Barcelona por última vez, como hijo, a visitar a su madre ya anciana. Pero, sobre todo, volver a Barcelona a escribir crónicas de las jornadas de exaltación nacionalista que se empezaron a dar en esa tierra en la segunda década del siglo XXI. Aquí es donde cae el peso del libro de Calderón, arrebata-

do por una ira desolada («la ciudad ya no me habla, yo tampoco le pregunto»). Cita muy atinadamente (Calderón posee un dominio extraordinario del arte de la cita) a Milan Kundera, a Elias Canetti o a Josep Pla para explicar la «saturación sentimental», el «empalago patriótico», «la alianza entre cursilería y totalitarismo» que vivió Barcelona. Los tiempos le arrancan del paisaje. En un periódico de Barcelona el 1 de septiembre en 2012 lee la expresión white trash, y glosa: «nuestra basura blanca son los hijos de los “inmigrantes de los sesenta”, que se quedaron aislados, sin prosperar, perdidos. Los poligoneros. Los de la periferia. Esa gente que buscaba trabajo en el mismo periódico fielmente cada lunes, como yo hice tan feliz, con mi café, como un señor de Barcelona». Esta tercera parte, «Memoria, no hables», en la que además de la crisis nacionalista catalana se recuerda un viaje por la antigua Yugoslavia (las ligazones entre los distintos episodios no siempre son claras; aquí tal vez sí), se abre con un párrafo del gran neurocientífico Oliver Sacks, experto en memoria, que reza: «no hay ningún mecanismo en la mente o el cerebro capaz de garantizar la verdad, o al menos el carácter verídico, de nuestros recuerdos… nuestra única verdad es la verdad narrativa, las historias que nos contamos unos a otros». Puede invocarse la autoridad de Sacks para hablar de la ficción del relato nacionalista, pero el comentario de Sacks se derrama también sobre nuestro propio relato. Sin una verdad a la que anclarnos, la honestidad es indemostrable, pero la sensación de honestidad se fabrica con palabras. Y aquí, de esa bomba de semillas arrojada sobre el descampado, ha florecido algo que desprende un aroma honesto.

por Eva Cruz


Tratados de armonía o la experiencia de una espiritualidad contemporánea Antonio Colinas

Tratados de armonía Siruela, 2022 440 páginas

En Tratados de armonía, Antonio Colinas recoge tres décadas de notas para un viaje hacia la espiritualidad laica. A lo largo de sus páginas presenciamos la construcción, el crecimiento y la consolidación de una sensibilidad privilegiada, aquella que a su vez apunta a una de las tradiciones más al-

tas de la poesía (y que es hoy la menos frecuente): la de la búsqueda de equilibrio con lo creado, la del anhelo de la ecuanimidad o la beatitud. La novedad radica en que recoge un cuarto tratado, compuesto por cinco secciones: «Una lectura de Pasternak», «Del otoño avanzado de la vida», «Del cuaderno de Jerusalén», «En la montaña Kumgang» y «Sobre el respirar». Temáticamente resaltan numerosas recurrencias: la observación de la naturaleza, las lecturas y los viajes a lugares sagrados. La aproximación general es similar a los anteriores: los fragmentos interrelacionan distintos géneros (memoria, aforismos, reflexiones filosóficas o literarias), unidos por una sola sensibilidad dirigida a la sabiduría y a lo trascendente. Un proceso que nunca es lineal, ni exento de dudas, cansancio o sufrimiento. Colinas emplea un estilo sobrio, próximo a la parquedad y que resulta adecuado para el asedio de determinados conceptos. Casi de modo inevitable, aparece también la poesía. En su crítica a los excesos de la racionalidad y la subjetividad moderna, el poeta se inspira en el cumplimiento de las tres etapas de la mística: la vía purgativa, la vía iluminativa y la vía unitiva. Este proceso se apoya también en tres prácticas: la contemplación, la empatía y la tolerancia (mansedumbre). Tales actividades lo conducen a una disposición receptiva, la que brinda la ecuanimidad, la gracia y la inspiración. Así, los Tratados de armonía ilustran la cotidianidad de un hombre contemporáneo en pos de la ecuanimidad, propósito subyacente en su registro de paseos, lecturas y viajes. Contemplamos la forma en que un individuo siente y procesa escogidos estímulos, hasta convertirlos en símbolos que aspiran a la sacralidad. En consecuencia, incluso abriendo este libro al azar, nos asalta indefectiblemente un poderoso anhelo, psíquico y físico, de homeostasis (equilibrio o armonía). De allí las desprejuiciadas incursiones en la metafísica pagana y en la compasión cristiana, la constante contemplación trascendente de la naturaleza (en la que confluyen la tradición romántica y el orientalismo) y su particular búsqueda de espiritualidad en otras culturas; intentando incidir en su complementariedad (la reciprocidad entre Oriente y Occidente). En este largo e ine-

vitablemente incompleto periplo, Colinas nos muestra una curiosidad intelectual siempre respetuosa. Cabe mencionar el aprendizaje espiritual a través de la obra y el ejemplo de artistas y escritores (en una personal versión del culturalismo): Teresa de Jesús, San Juan, Bach, Jung, Zambrano y Pasternak son algunos de los nombres más frecuentados. Son también complementarias la reflexión literaria, la contemplación en las bellas artes y la escucha musical. Tal aproximación no le impide tomar el pulso a la contemporaneidad, por lo que asimismo son parte de su temática las guerras y el desastre ecológico. De este modo, las prosas de Tratados de armonía supondrían el registro de un entendimiento sin soberbia, en esa constancia en el trabajo de la vía iluminativa. En dicho camino, menguados los estímulos de la vida cotidiana, la poesía sería el relato de lo esencial trascendente, un verbo al borde de lo inefable, cerca de la vía unitiva (su poema «Noche más allá de la noche»). Es decir, sólo mediante un prolongado esfuerzo se accedería ocasionalmente a otro estado de conciencia, que permite reconocer nuestra naturaleza falible y la propensión a lo absoluto o inefable. Por consiguiente, para Colinas, el poema sería concebido como ofrenda: un fruto maduro (en oposición a los productos editoriales). No sorprende, entonces, que estas páginas sean preferidas por todo tipo de lectores, pues su trazo es claro en la búsqueda de la verdad y la belleza: pasos hacia el desarrollo de lo interior, de la intimidad con uno mismo. El libro concluye recordando la importancia de la respiración para el viaje hacia la plenitud consciente (de la contemplación a la práctica, como en la centralidad del Pranayama). Así Colinas lega su anhelo de un humanismo nuevo, sincrético y más espiritual; menos eurocéntrico, más iluminado que ilustrado. Tratados de armonía nos propone una lectura acogedora y amable, para frecuentar como un breviario. Una invitación a la espiritualidad, humilde y a la vez grandiosa, como la que ejercitaran los místicos castellanos y el monje-poeta coreano Manhae.

por Martín Rodríguez-Gaona

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DOSSIER

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