Cuadernos Hispanoamericanos (nº 801, marzo 2017)

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dose de los que sólo veían agravios en la política del poder central, criticaba los tópicos galleguistas del momento y se explayaba en el carácter europeo de Galicia y en la beneficiosa influencia que el sistema nobiliario había desempeñado en el pasado. Cuando el periodista le pidió que precisase un modelo político y cultural, nuestro hombre no lo dudó ni un momento. Para él los hidalgos, los caballeros nobles, eran la clase social, ya desaparecida, más importante en la historia gallega, pues en ella se condensaban las virtudes gallegas por antonomasia. «Cada pazo era un foco de cultura, y cada mayorazgo, una garantía de perpetuidad de los valores raciales. Los segundones en el mayorazgo escogían la carrera de las armas o eran magistra-

dos o eclesiásticos. Los herederos conseguían fácilmente unas charreteras, corrían tierras y tenían sentimiento del honor y de las obligaciones de la sangre, sentido de fundación, de perpetuarse. Esta clase se ha perdido y no ha venido ninguna otra a sustituirla». Aunque la declaración tuviese un inequívoco tono nostálgico, la suya era la nostalgia del pasadista, que seguía fiel a los códigos antiguos y a su fiel juramento. Y, desde luego, al menos de manera subliminal, su propuesta de futuro era acabar con el caótico sistema de valores vigente a través de una vuelta a los principios caballerescos. Dicho así, de manera tan tajante, puede parecer excesivo, pero el tradicionalismo de nuestro hombre era irreductible.

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