Cuadernos Hispanoamericanos (Julio y agosto de 2016)

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mundo; que no ha tenido muy claro un sentido único de su relato. De ahí se derivan algunas insuficiencias o contradicciones de La tierra que pisamos. La línea expositiva presenta un caso de rectificación moral –el camino de perfección emprendido por Eva a instancias de la perturbación causada por el hombre misterioso– que exige detallados análisis psicológicos, pero los personajes son bastante planos, un tanto arquetípicos. La furia homicida de la mujer contra su marido es un estereotipo que se sostiene solo en afirmaciones suyas genéricas, no en hechos que demuestren la maldad de Iosif y su impacto en la mujer. Confiesa Eva al final que debería abandonarlo a su suerte, pero no puede. ¿Por qué? La indagación psicológica que ha emprendido tendría que justificarlo, y no lo hace. Tampoco se explica que dicho examen recoja en uno de los últimos fragmentos la voz del mendigo para exponer su angustia por el destino de su hija, a la que rastrea entre un amasijo de muertos: «Yo, al que llaman Leva, hijo de esta tierra, debo buscar. Saber si están aquí». ¿Cómo se justifica que aparezca esa declaración en las páginas de un cuaderno autoconfesional? Otros pormenores más apuntan a la concepción poco clara del relato. El mendigo vuelve del Norte tenebroso porque conviene al argumento, y se lo fuerza para que así ocurra, sin que se den razones convincentes de cómo subió a la barbarie. En el fondo, tal itinerario responde a una idea previa del autor sin suficiente materia narrativa para sostenerlo. La abstracción prevalece sobre la historia real del sujeto. En fin, los apuntes de la vesania nazi reiteran sin mayor novedad los consabidos horrores presentados en películas y narraciones sobre los campos de con-

creto, en el solar familiar y comunitario, en la geografía donde se ha nacido. Ahí está la mayor causa del sentimiento de culpa de la narradora: haber levantado su casa sobre la sangre de Leva y los suyos, haberse envuelto «en la bandera de la tradición, el Imperio y la religión para participar en este expolio». A esa conclusión condenatoria llega después de haber apreciado en el hombre del huerto «sentimientos de otra calidad», de constatar que existen «vínculos que enlazan a las personas con la tierra en la que han nacido». Esa es la razón –mucho espacio velada en el relato– por la que ha aparecido en la casa de la protagonista el hombre mudo y loco, quien ha vuelto a la tierra donde nació y donde las fuerzas del mal masacraron a su familia. Ha regresado a la tierra y a los orígenes y una plástica imagen reivindica el valor del retorno a lo seminal: el hombre desastrado encuentra refugio a la sombra de una encina bajo la cual cultiva alimentos primordiales. El enraizamiento en la tierra propia tiene la dimensión de tesis de la novela, que abre paso a la visión panteista del mundo que significativamente cierra el libro y el cuaderno de Eva: «Hombres, mujeres, ancianos, niños, familiares, amigos, desconocidos, reunidos. Juntos los cuerpos en una aleación indestructible, Quizá, como dicen, en algún momento fuimos uno. No un solo cuerpo, sino un solo ser. Nosotros, los árboles, las rocas, el aire, el agua, los utensilios. La tierra» (cursiva mía). Pero resulta un motivo un tanto pegadizo de la trama argumental. Da la impresión de que Carrasco se ha estado moviendo indeciso entre dos novelas distintas, la del sojuzgamiento humano por la mentalidad totalitaria y la de encontrar un asidero firme en el CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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