Cantos del Infierno de la Divina Comedia

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CANTO I

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En medio del camino de nuestra vida me encontré por una selva oscura, porque la recta vía era perdida.

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¡Ay, que decir lo que era es cosa dura esta selva salvaje, áspera y fuerte, cuyo recuerdo renueva la pavura! Tanto es amarga, que poco lo es más la muerte: pero por tratar del bien que allí encontré, diré de las otras cosas que allí he visto.

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No sé bien redecir como allí entré; tan somnoliento estaba en aquel punto, cuando el veraz camino abandoné.

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Pero así como llegué junto al pie de un monte, allá donde aquel valle cesaba, que de pavor me había acongojado el corazón, miré en alto, y vi sus espaldas vestidas ya de rayos del planeta, que a todos lleva por toda senda recta.

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Entonces se aquietó un poco el espanto, que en el hueco de mi corazón había durado la noche entera, que pasé con tanto afán.

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Y como aquel que con angustiado resuello salido fuera del piélago a la orilla se vuelve al agua peligrosa y la mira; así mi alma, que aún huía, volvióse atrás a remirar el cruce, que jamás dejó a nadie con vida.

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Una vez reposado el fatigado cuerpo, retomé el camino por la desierta playa, tal que el pie firme era siempre el más bajo; y al comenzar la cuesta, apareció una muy ágil y veloz pantera, que de manchada piel se cubría.

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Y no se apartaba de ante mi rostro; y así tanto me impedía el paso, que me volví muchas veces para volverme.

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Era la hora del principiar de la mañana, y el Sol allá arriba subía con aquellas estrellas que junto a él estaban, cuando el amor divino movió por vez primera aquellas cosas bellas;


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bien que un buen presagio me auguraban de aquella fiera la abigarrada piel, la ocasión del momento, y la dulce estación: pero no tanto, que de pavor no me llenara la vista de un león que apareció. Venir en contra mía parecía erguida la cabeza y con rabiosa hambruna, que hasta el aire como aterrado estaba: y una loba que por su flacura cargada estaba de todas las hambres, y ya de mucha gente entristecido había la vida. Tanta fue la congoja que me infundió el espanto que de sus ojos salía, que perdí la esperanza de la altura. Y como aquel que goza en atesorar, y llegado el tiempo en que perder le toca, su pensamiento entero llora y se contrista; así obró en mi la bestia sin paz, que, viniéndome de frente, poco a poco, me repelía a donde calla el Sol. Mientras retrocedía yo a lugar bajo, ante mis ojos se ofreció quien por el largo silencio parecía mudo. Cuando a éste vi en el gran desierto Ten piedad de mí, le grité, quienquiera seas, sombra u hombre cierto. Respondióme: No hombre, hombre ya fui, y lombardos fueron mis padres, y ambos por patria Mantuanos. Nací sub Julio, aunque algo tarde, y viví en Roma bajo el buen Augusto, en tiempos de los dioses falsos y embusteros. Poeta fui, y canté a aquel justo hijo de Anquises, que vino de Troya, después del incendio de la soberbia Ilion. Pero tú, ¿Porqué a tanta angustia te vuelves? ¿Porqué no trepas el deleitoso monte, que es principio y razón de toda alegría? ¡Oh! ¿Eres tú aquel Virgilio, aquella fuente que expande de elocuencia tan largo río? le respondí, avergonzada la frente. ¡Oh! De los demás poetas honor y luz, válgame el largo estudio y el gran amor, que me han hecho ir en pos de tu libro. Tú eres mi maestro y mi autor:


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tú sólo eres aquel de quien tomé el bello estilo, que me ha dado honor. Mira la bestia por la que me he vuelto: socórreme de ella, famoso sabio, porque hace temblar las venas y los pulsos. Otro es el camino que te conviene, respondió al ver mis lágrimas, si quieres huir de este lugar salvaje; porque esta bestia, por la que gritas, no deja a nadie pasar por el suyo, sino que tanto impide, que mata: su naturaleza es tan malvada y cruel, que nunca satisface su hambrienta voluntad, y tras comer tiene más hambre que antes.

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Muchos son los animales con que se marida y muchos más habrá todavía, hasta que venga el Lebrel, que le dará dolorosa muerte. No se alimentará de tierra ni de peltre, mas de sabiduría, de amor y de virtud y su patria estará entre fieltro y fieltro. Será la salud de aquella humilde Italia, por quien murió la virgen Camila, Euriale, y Turno y Niso, de sus heridas:

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De ciudad en ciudad perseguirá a la loba, hasta que la vuelva a lo profundo del infierno, de donde la envidia la hizo salir primero.

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Ahora por tu bien pienso y entiendo, que mejor me sigas, y yo seré tu conductor, y te llevaré de aquí a un lugar eterno, donde oirás desesperados aullidos, verás a los antiguos espíritus dolientes, cada uno clamando la segunda muerte; después verás los otros, que en el fuego están contentos, porque unirse esperan, cuando sea, a las felices gentes; a las cuales, después, si quisieras subir, un alma habrá más digna que yo para tu ascenso; te dejaré con ella, cuando de ti me parta: que aquel emperador, que allá arriba reina, porque rebelde fui a su ley, no quiere que a su ciudad por mi se llegue.

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Impera en todas partes, y allá reina, allá está su ciudad y allá su alta sede: ¡Feliz aquel a quién para su reino escoge!

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Y yo a él: Poeta, te intimo por aquel Dios que no conociste, de éste y de peor mal que yo me salve, que allá me lleves donde tú dijiste, así que vea la puerta de san Pedro, y a aquellos tan tristes que tú dices. Entonces se movió, y yo me pegué detrás. CANTO II

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Íbase el día, y el aire oscuro, a los animales de la tierra, libraba de las fatigas; y por mi parte solo yo me preparaba a sostener la guerra tan del camino y tan de la piedad, que ha de referir la mente que no yerra. ¡Oh Musas! ¡Oh alto ingenio!, ayudadme ahora; ¡Oh mente que escribiste lo que vi! Aquí se mostrará tu nobleza.

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Comencé entonces: Poeta que me guías, considera si es fuerte mi virtud, antes que al alto paso me confíes.

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Tu dices que el padre de Silvio, aun corruptible, al inmortal siglo pasó, y fue sensiblemente. Pero si el adversario de todo mal le fue gentil, pensando en el alto bien, que salir de él debía, y qué gentes, y cuál imperio, no parecerá indigno a un hombre de intelecto: porque del alma Roma y de su imperio fue elegido padre en el empíreo Cielo: A decir verdad la una y el otro fueron establecidos lugar santo donde está la sede del sucesor del mayor Pedro. En este viaje, por el que lo exaltas tanto, oyó cosas que fueron la causa de su victoria y del papal manto. Viajó también el Vaso de elección, para dar firmeza a aquella fe que es principio en el camino de la salvación. Pero yo ¿Porqué he de ir? o ¿Quién lo concede? No soy Eneas, Pablo no soy: que sea digno, ni yo ni nadie lo cree, porque si a tal ir me abandono temo que el viaje sea locura:


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Sé sabio, y óyeme que yo ya no razono. Y como aquel que desquiere lo que quería y por nueva idea el propósito descambia, y así de lo comenzado se aparta entero; así me cambié yo en aquella cuesta obscura: así, pensado, se consumió la empresa cuyo comenzar fue con tanta fuerza.

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Si he bien oído tus palabras, repuso de aquel magnánimo la sombra, tu alma está herida de bajeza: la cual muchas veces estorba al hombre tanto, que de empeñada empresa lo retorna, como bestia espantada de una sombra.

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A fin de que de este temor te libres te diré, porqué yo vine y lo que oí en aquel punto primero cuando me dolí de ti.

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Estaba yo entre aquellos en suspenso y una mujer me llamó, bendita y bella, tanto de que me mandara yo la requerí. Lucían sus ojos más que la estrella: y comenzó a decirme suave y humilde, con angélica voz, en su lenguaje: ¡Oh gentil alma Mantuana! cuya en el mundo aún la fama dura y durará cuanto el movimiento dure, lejana: mi amigo, que no lo es de la ventura, de la desierta playa está tan impedido en el camino, que vuelto se ha de miedo: y temo que no esté ya tan perdido que tarde me haya levantado a socorrerlo, de acuerdo a lo que de él en el Cielo he oído. Ahora muévete, y con tu palabra ornada y con lo necesario para que él sobreviva, ayúdalo pues, para que yo quede consolada. Yo soy Beatriz, la que te manda vayas. Vengo del lugar de a donde volver deseo: Amor me movió, el que me hace hablar. Cuando esté ante mi Señor, hablaré bien de ti con frecuencia. Calló pues, y comencé yo entonces: Oh mujer de virtud única por la que la humana especie excede todo lo que hay en aquel Cielo, cuyos menores son los círculos;


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Tanto me agrada tu mandato, que en obedecerlo, si ya lo hubiera, sería tardo; nada ganarías con más ampliarme tu deseo. Pero dime la razón que no te cuidas de bajar aquí abajo a este centro desde aquel amplio lugar, al que volver ardes. Lo que saber tan profundamente deseas te diré brevemente, me repuso, porqué no temo venir aquí adentro. Solo aquellas cosas se han de temer que detentan poder de daño a otro; de las otras no, que no son temibles. Estoy hecha así por Dios, por su merced, que vuestra miseria no me alcanza, ni la llama de este incendio no me asalta. Mujer hay gentil en el Cielo, que se apiada por este entrabamiento al que te mando, y tanto, que el duro juicio de allá quebranta. Es ella la que llamó a Lucía en su demanda y dijo: Tiene necesidad tu fiel de ti, y yo a ti lo recomiendo. Lucia, enemiga de todo cruel movióse, y vino al lugar donde yo estaba, sentada con la antigua Raquel. Dijo: Beatriz, alabanza de Dios verdadera, ¿Que no socorres a aquel que te amó tanto que por ti salió de la vulgar tropa? ¿La compasión no escuchas de su llanto, no ves la muerte que combate en tumultuoso río más que la mar violento? No hubo en el mundo más veloz nadie en pro de su bien y en contra de su daño, que yo, después de recibidas las palabras; aquí abajo vine desde mi bendito escalón, confiando en tu parlar honesto, que a ti te honra y a quienes lo han oído.

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Después de haberme razonado de esa forma volvióme los lucientes ojos lagrimando, por más presto a venir forzarme: y así que vine a ti, como ella quiso, te levanté de ante de aquella fiera que del bello monte el breve paso te cerraba.

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¿Entonces qué? ¿Porqué te quedas todavía? ¿Porque en el corazón encierras tanta bajeza? ¿Porqué el ardor te falta y la grandeza?

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¿Acaso no tienes tres mujeres benditas que de ti curan en la corte del Cielo, y mi palabra que tanto bien te promete? Como la florcillas bajo el nocturno hielo doblegadas y oclusas, así que el Sol las ilumina, se yerguen abiertas en sus tallos; tal fui yo, desde mi ánimo abatido y a tan buen ardor el corazón me enardeció que comencé a decir como persona decidida: ¡Oh piadosa aquella que ha venido en mi socorro, y tú que veloz gentil obedeciste a las veraces palabras a ti dirigidas! Me has colmado el corazón con tal deseo al viaje, con tus palabras, que retornado he a mi primer propósito. Ve adelante que ambos somos de un sólo querer, tú Conductor, tú Señor y tú Maestro: Así le dije; y puesto luego él en marcha, entré por el camino duro y salvaje.


CANTO III

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«Por mi se va a la ciudad doliente, por mi se ingresa en el dolor eterno, por mi se va con la perdida gente. La justicia movió a mi alto hacedor: Hízome la divina potestad, la suma sabiduría y el primer amor. Antes de mí ninguna cosa fue creada sólo las eternas, y yo eternamente duro: ¡Perded toda esperanza los que entráis!»

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Estas palabras de oscuro tono vi escritas en el dintel de una puerta: Y dije: Maestro, me es duro el sentido. Y él a mí, como persona atenta: Es necesario aquí dejar todo recelo; toda cobardía es necesario que aquí muera. Hemos venido al lugar donde te dije habías de ver la gente adolorida, las que han perdido el bien del intelecto.

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Después su mano en la mía puso con rostro sonriente me reanimó, y me introdujo adentro a las secretas cosas.

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Allí suspiros, llantos y grandes males resonaban en el aire sin estrellas, que me hicieron llorar no bien entré. Lenguas diversas, horribles lenguarajos, palabras de dolor, acentos de ira, altivas y roncas voces, con puñadas, tumultuaban todas rondando siempre en aquel astuto aire sin tiempo, como la arena que el torbellino aspira.

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Y yo con el horror ciñéndome la frente dije: Maestro, ¿Qué es lo que oigo? ¿Y cuál es esta gente tan por el dolor vencida? Y él a mí: Esta suerte miserable es de las tristes almas de aquellos que vivieron sin infamia y sin honor. Mezcladas están con aquel malvado coro de los Angeles que ni rebeldes fueron a Dios, ni fieles, sino sólo para sí fueron.

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Los echa el Cielo por no ser menos hermoso: y el profundo infierno no los recibe porque sus reos alguna gloria lograrían de ellos.

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Y yo: Maestro, ¿Qué les es tan pesado qué los hace lamentar tan fuertemente? Repuso: Te lo diré brevemente: Estos no esperan morir, y es tan villana su ciega vida que envidiosos están de cualquier otra suerte. De ellos no queda fama en el mundo, misericordia y justicia los desdeñan: no tratemos ya de ellos, mas mira y pasa. Y observando vi una insignia que sin descanso rondaba velozmente incapaz al parecer de detenerse: y detrás la seguía una multitud de gentes de la que nunca yo creyera que tantas hubiera deshecho la muerte. Después de haber reconocido a algunos me fijé más y conocí la sombra de aquel que miserable hizo la gran renuncia. De pronto comprendí y certeza tuve de que esta era la turba de los cautivos que desagradan a Dios y a sus enemigos. Los desgraciados, que nunca fueron vivos, estaban desnudos y molestados mucho por moscones y avispas que allí había. Sangre les regaba el rostro matizada de lágrimas, que a sus pies fastidiosas lombrices recogían. Y después que me di a mirar más lejos, vi gente en la ribera de un gran río: Por lo que dije: Concédeme ahora, Maestro, que sepa quienes son, y porqué ley están forzados a transbordar tan presto, a lo que en la turbia luz puedo ver. Y él a mí: Las cosas te serán contadas al detener nuestros pasos en la triste ribera del Aqueronte. Entonces bajé avergonzados los ojos, temiendo a mi charla por gravosa, y hasta llegado al río hablar no quise. Y entonces fue cuando a nosotros vi venir en barco un blanco viejo por antiguo pelo gritando: ¡Ay de vosotras, almas perversas! ¡No esperéis ya más de ver el Cielo! Aquí vengo a llevaros a la otra orilla a las tinieblas eternas, al calor y al hielo. Y tú que estás allí, ánima viva,


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aléjate de estos que están muertos. Mas luego que vio que yo no me partía dijo: Por otros puertos, por otra vía llegarás a la playa para el paso, no por aquí: Conviene que más leve leño te lleve. Y el Conductor a él: Carón, no te atormentes, quiérese así allá, donde se puede todo lo que se quiere, y no preguntes más. Entonces las velludas mejillas se aquietaron del barquero del lívido pantano de circundados ojos de círculos de fuego.

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Mas aquellas infelices almas desnudas cambiaron de color y rompieron a crujir los dientes al punto de escuchar las palabras rudas. Blasfemaban de Dios y de sus padres, de la humana especie, del donde y el cuando y de la semilla de su simiente y de su nacimiento.

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Después todas cuantas eran se retiraron juntas fuertemente llorando, hacia la malvada orilla que aguarda a todo aquel que a Dios no teme.

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Carón, demonio, con ojos de ascuas a ellos señalando a todos recoge; asestando con el remo a quien se atarda.

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Como arrastra el otoño las hojas una tras otra, hasta que la rama devuelve a la tierra todos sus despojos, de igual forma el simiente malo de Adán: arrójanse de aquel borde una por una a la señal, como acude el pájaro al reclamo. Aléjanse entonces por las obscuras ondas y antes que hayan descendido allá ya se apretujan aquí nuevas legiones.

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Hijo mío, dijo el gentil Maestro, los que mueren en la ira de Dios de todo país todos aquí vienen.

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Y ansían cruzar el río porque tanto los acucia la justicia divina que se les torna el temor deseo.

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Por aquí no pasa nunca un alma buena; y por eso, si de ti Carón se queja, bien comprenderás lo que su decir quiere.

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En ese entonces, el oscuro campo tembló tan fuertemente, que del espanto el recuerdo de sudor me baña todavía. La tierra lacrimosa lanzó un viento que centelló en relámpagos bermejos, derrotando todos mis sentidos, y caí como aquel que cae dormido.


CANTO IV

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Quebró el hondo sueño en la cabeza un feroz tono, tanto que abrí los ojos como quien por fuerza está despierto. Reposada la mirada entorno recorrí, erguido, levantado, y atento mirando por reconocer el lugar donde me hallaba. Verdad es que al borde me encontré del valle, abismo doloroso, que acoge el tronar de llantos infinitos. Oscuro, profundo y nebuloso, tanto, que aun fijando la vista al fondo no discernía cosa alguna. Descendamos ahora al ciego mundo, comenzó palidísimo el Poeta; yo iré primero, y tú segundo. Y yo que advertí el color de su rostro le dije: ¿Cómo iré si tú te espantas, que sueles ser tú quien mi dudar conforta? Y él a mí: La angustia de la gente de allá abajo, tiñe mi rostro de piedad, que de temor tú piensas. Vamos que nos apremia la larga vía: allí empezó a moverse y me hizo entrar en el primer círculo que al abismo ciñe.

Aquí, según lo que escuchar podía no había llanto, mas suspiros tantos que el aire eterno estremecer hacían; provenía de un dolor sin tormento que la multitud tenía, que era de muchos e inmensa, de infantes, hembras y varones. El buen Maestro a mi: ¿Y no preguntas qué espíritus son los que estás viendo? Quiero que sepas, antes que más andes, que estos no pecaron, y que si mérito tuvieron no bastó, pues les faltó el bautismo, que es parte de la fe en la que crees; y si antes del Cristianismo vivieron no adoraron a Dios como debieron y entre estos tales estoy yo mismo. Por tal defecto y no por otro mal perdidos somos, y heridos sólo en esto: que vivamos sin esperanza y con deseo.


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Gran dolor entró en mi corazón al oírlo pues gente de mucho valor he conocido, que flotaban en aquel limbo. Dime Maestro mío, dime señor, comencé yo, por querer estar cierto de aquella fe que vence todo error: ¿De aquí alguno acaso ha salido, por su mérito o por el de otro, que llegara a ser bendito? Y él que entendió mi habla encubierta, respondió: Era yo nuevo en este estado, cuando vi venir un Poderoso de signo de victoria coronado. Sacó de aquí la sombra del primer padre, de Abel su hijo, y aquella de Noé, la de Moisés, legislador y obediente; Abraham patriarca, y David rey, Israel y el padre, y sus nacidos, y con Raquel por quien tanto hizo, y a otros muchos; y beatos los hizo: y quiero que sepas que antes de ellos no hubo espíritus humanos que salvados fueran. No dejábamos de andar mientra hablaba pero íbamos siempre por entre la selva, la selva, digo, de apiñados espíritus. No estaba lejos nuestra senda todavía de aquí a la cima, cuando vi un fuego que al hemisferio de tinieblas vencía. Lejos estábamos todavía un poco, pero no tanto, que en parte yo no viera cuán honorable gente ocupaba aquel lugar. ¡Oh tú que honras ciencia y arte! ¿Quiénes son estos cuyo honor es tan grande que así de las demás gentes se parte? Y él a mí: la honrada nombradía, que de ellos resuena allá en tu vida, gracia logra en el Cielo que así los adelanta. Entonces oí una voz que decía: ¡Honrad al altísimo poeta, retorna su sombra, que partida era! Luego que la voz callada se detuvo. Viniendo vi a nosotros cuatro sombras, el rostro tenían ni triste ni alegre.


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El buen Maestro comenzó a decir: mira aquel de espada en mano, que precede a los otros tres, como señor. Ese tal es Homero, poeta soberano, el otro que viene es Horacio satírico, Ovidio el tercero, y el último Lucano. Como a cada uno conmigo corresponde el nombre que exclamó la voz unísona, con él me honran, y hacen bien. Así vi reunirse la bella escuela de aquel señor del altísimo canto que como águila sobre los otros vuela. Después de entretenerse un poco juntos, volviéronse a mí con saludable ceño; y mi Maestro sonrióse un tanto: y aún más honor me confirieron al incluirme con ellos en su escuadra, y entonces fui el sexto en tan gran consejo. Y así anduvimos hasta la luz, hablando cosas que callar es bello, como bello era el hablar allá donde yo estaba. Llegamos al pie de un noble castillo, siete veces cercado de altos muros, defendido en torno por un bello riachuelo. Lo atravesamos, como por firme tierra: Por siete puertas entré con estos sabios; y llegamos a un prado de verdura fresca. Había allí gentes de mirada reposada y grave, de grande autoridad en sus semblantes: hablaban poco y con voz suave. Nos retiramos entonces a un costado a un lugar abierto luminoso y alto, de donde a todos se podía ver. Desde allí, sobre el verde prado, me fueron mostrados los espíritus magnos que verlos regocijó a mi alma. Vi a Electra con muchos compañeros, entre los cuales advertí a Héctor y a Eneas, César en armas, de ojos rapaces. Vi a Camila y a la Pentesilea al otro lado, y vi al rey Latino, junto a su hija Lavinia sentado. Vi a aquel Bruto que arrojó fuera a Tarquino, Lucrecia, Julia, Marcia y Cornelia, y a parte solitario vi a Saladino. Y alzando un poco más las cejas


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vi al Maestro de aquellos que saben, sentado en medio de la filosófica familia. Todos lo admiran, todos le honran, allí vi a Sócrates y a Platón, que más cerca suyo que los otros están. Demócrito que el mundo del acaso pone, Diógenes, Anaxágoras y Tales, Empédocles, Heráclito y Zenón, Y vi al buen apreciador de cualidades digo a Dioscórides: y vi a Orfeo, Tulio y Lino y Séneca moral: Euclides geómetra y Tolomeo, Hipócrates, Avicena y Galeno, Averroes, que el gran comentario hizo. Mas aquí tratar de todos no puedo; que a tanto me obliga el largo tema, que a relatar los hechos no basten las palabras. La compañía de seis en dos se amengua, el sabio Conductor por otra senda me lleva, lejos del aura tranquila hacia la que tiembla; y voy a una parte donde nada brilla.


CANTO V

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Así pues bajé del círculo primero abajo al segundo, que menor espacio ciñe, pero más dolor, más punzantes lamentos. Horrible estaba Minos, rechinando dientes: Examina las culpas en la entrada, juzga y ordena, conforme se ciñe. Digo que cuando el alma mal nacida viene delante, toda se confiesa; y aquel conocedor de pecados ve cuál es su lugar en el Infierno: Cíñese con la cola tantas veces, cuantos grados abajo quiere sea puesta. Siempre delante de él hay muchas almas que van y vienen, cada cual al juicio, dicen y oyen y después abajo son devueltas. ¡Oh tú que vienes al doloroso albergue me dijo Minos al verme, dejando su obrar de tan grande oficio, guárdate de como entres y de quien te fíes: ¡Que no te engañe la amplitud de la puerta! Y mi jefe a él: ¿Porqué gritas entonces? No impidas su fatal camino: Quiérese así allá donde se puede lo que se quiere, y no más inquieras.

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Ahora comienzan las dolientes notas a dejárseme oír: he llegado ahora a donde tantos lamentos me hieren. Vine a un lugar de toda luz mudo, que ruge como tempestad en la mar cuando contrarios vientos la combaten. La tromba infernal, que nunca calma, arrastra en torbellino a los espíritus, volviéndose, y golpeando los molesta. Cuando llegan ante su propia ruina, allí son los gritos, el llanto y los lamentos, aquí blasfeman de la virtud divina.

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Supe que a un tal tormento sentenciados eran los pecadores carnales que la razón al deseo sometieron.

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Y como las alas llevan a los estorninos en tiempo frío, en larga y compacta hilera, así aquel soplo a los espíritus malignos de aquí, de allá, de abajo a arriba, así los lleva; nunca ninguna esperanza los conforta


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de algún reposo, o de disminuida pena. Y como van las grullas entonando sus lamentos componiéndose en el aire en larga fila; así vi venir, exhalando gemidos, sombras llevadas por la dicha tromba: Por lo que dije: Maestro, ¿quienes son aquellas gentes, a quienes el negro aire así castiga? La primera de aquellos de los que noticia quieres, me dijo entonces, fue emperatriz de muchas lenguas. Al vicio de la lujuria estaba tan entregada, que en su reino fue ley la lascivia por no caer ella misma en el escarnio en el que estaba. Es Semíramis, de la que se lee, que sucedió a Nino y fue su esposa, tuvo la tierra que Soldán tiene ahora. La otra es aquella que se mató amorosa y quebró la fe de las cenizas de Siqueo; tras ella viene Cleopatra lujuriosa. Vi a Helena por quien tiempo hubo tan malvado, y vi al gran Aquiles, que al final combatió con amor. Vi a Paris, a Tristán; y a más de mil sombras mostróme y señalóme con el dedo, que de esta vida por amor partieron. Luego que hube a mi Doctor oído nombrar las mujeres antiguas y los caballeros, la piedad me venció, y quedé como aturdido. Y comencé: Poeta, a aquellos que juntos tan gustosamente van, yo hablaría, que parecen bajo el viento tan ligeros. Y él a mí: Verás, cuando más cerca estuvieren: y tú por el amor que así los lleva los llamarás entonces; y ellos vendrán. Tan pronto como el viento a nos los trajo les di la voz: ¡Oh dolorosas almas venid a hablarnos, si no hay otro que lo impida! Como palomas por el deseo llamadas, abiertas y firmes las alas, al dulce nido, cruzan el aire por el querer llevadas: Así salieron de la fila donde estaba Dido, a nos vinieron por el maligno aire, tan fuerte fue el afectuoso grito. ¡Oh animal gracioso y benigno, que visitando vas por el aire negro enrojecido a nosotros que de sangre al mundo teñimos: Si fuese amigo el Rey del universo, a El rogaríamos que la paz te diera,


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por la piedad que tienes de nuestro mal perverso. Di lo que oír y de lo que hablar te place nosotros oiremos y hablaremos contigo, mientras se calla el viento, como lo hace. La tierra, en la que fui nacida, está en la marina orilla a donde el Po desciende para gozar de paz con sus afluentes. Amor, que de un corazón gentil presto se adueña, prendó a aquél por el hermoso cuerpo que quitado me fue, y de forma que aún me ofende. Amor, que no perdona amar a amado alguno, me prendó del placer de este tan fuertemente que, como ves, aún no me abandona. Amor condújonos a una muerte: el alma que nos mató caína tiene que la espera. Así ella estas palabras dijo. Al oir aquellas almas desgraciadas, abatí el rostro, y tan abatido lo tuve, que el Poeta me dijo: ¿Qué estás pensando? Cuando respondí, comencé: ¡Ay infelices! ¡Cuán dulces ideas, cuántos deseos no los trajo al doloroso paso! Luego para hablarles me volví a ellos diciendo: Francisca, tus martirios me hacen llorar, triste y piadoso. En tiempo de los dulces suspiros, dime pues ¿Cómo amor os permitió conocer deseos tan peligrosos? Y ella a mi: No hay mayor dolor, que, en la miseria recordar el feliz tiempo, y eso tu Doctor lo sabe. Pero si conocer la primera raíz de nuestro amor deseas tanto, haré como el que llora y habla. Por entretenernos leíamos un día de Lancelote, cómo el amor lo oprimiera; estábamos solos, y sin sospecha alguna. Muchas veces los ojos túvonos suspensos la lectura, y descolorido el rostro: mas sólo un punto nos dejó vencidos. Cuando leímos que la deseada risa besada fue por tal amante, este que nunca de mí se había apartado temblando entero me besó en la boca: el libro fue y su autor, para nos Galeoto, y desde entonces no más ya no leímos. Mientras el espíritu estas cosas decía el otro lloraba tanto que de piedad


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yo vine a menos como si muriera; y caĂ­ como un cuerpo muerto cae.


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Cuando volví en mí, a la cerrada mente por el dolor de ambos cuñados, que de tristeza entero me dejó confuso, nuevos tormentos y más atormentados de todas partes me rodeaban, a donde me moviera o hacia donde mirara o me volviera. Estoy en el tercer anillo de la lluvia eterna, maldita, fría y grave: su ritmo y calidad no cambia nunca. Granizo grueso, y agua negra, y nieve que se vuelca por el aire de tinieblas: pudre a la tierra que los recibe. Cerbero, fiera cruel y aviesa, con sus tres golas caninas ladra sobre la gente aquí inmersa. Ojos bermejos, unta y negra la barba, amplio el vientre, y uñosa tiene la zarpa, a los espíritus clava, destroza y desgarra. Aullar como perros los hace la lluvia: se cubren cambiando de uno a otro lado, zarandeados con frecuencia los míseros profanos. Cuando nos vio Cerbero, el gran gusano, abrió la boca y desplegó los colmillos: ninguno de sus miembros era calmo. Mi Conductor entonces extendió los brazos; cogió tierra y a manos llenas arrojó puñadas dentro de las rugientes fauces. Como el perro que a ladrar se agota y se calma al morder la presa, pues sólo a devorarla tiende y lucha por ella, tal hicieron las mugrientas caras del Cerbero demonio que tanto atruena a las almas que ser sordas quisieran. Pasábamos por encima de las sombras que doma la pesada lluvia, y los pies plantábamos sobre fantasmas que semejaban personas. Yacían por tierra todas salvo una que se alzó para sentarse, luego que nos vio pasar delante. Oh tú, por este infierno traído, me dijo, reconóceme, si entiendes: tú fuiste, antes que yo deshecho fuera, hecho. Y yo a él: La angustia que te atormenta


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quizá es lo que tan de mi memoria te aparta como si nunca visto te hubiera. Mas dime ¿Quién eres tú, en tan doliente lugar metido, y condenado a tal pena que si mayor hubiera no la hay tan cruel? Y él a mí: Tu ciudad, que está tan llena de envidia que ya revienta el saco, consigo me tuvo en la serena vida. Vosotros, ciudadanos, me llamasteis Ciacco: Por la dañina culpa de la gula estoy, como tú ves, bajo la lluvia abatido: y yo, triste alma, no estoy sola que todas estas en igual pena están por símil culpa, y no diré ya más nada. Yo le repuse: Ciacco, tus penurias me pesan tanto, que a lagrimear me llaman: pero dime, si lo sabes, ¿En qué han de parar los ciudadanos de la ciudad dividida? Si hay alguno allí que sea justo; y dime la razón que de tan gran discordia esté invadida. Y él a mí: Después de largos debates vendrán a verter sangre, y la parte de la selva expulsará a la otra con gran ofensa. Luego conviene a seguir que esta caiga a los tres soles, y que la otra suba con la fuerza del que por ahora calla. Alta tendrá largo tiempo la frente teniendo a la otra bajo imperio grave, por lo que esta llora y por lo que se afrenta. Justos hay dos, mas no los escucha nadie: Soberbia, envidia y avaricia son tres centellas que guardan los corazones ardiendo. Aquí puso final a su llorosa voz y yo le dije: quiero que más me enseñes, y que de hablar me hagas presente. Farinata y el Tegghiaio, que tan dignos fueron, Jacobo Rusticucci, Enrique y el Mosca, y a otros que a bien hacer se ingeniaron, dime dónde están, y haz que los vea; que me oprime de saber un gran deseo si el Cielo los endulza o si los pudre el Infierno. Y me dijo: Están entre las almas más negras; diversa culpa los arrastra al fondo: si a tanto desciendes los podrás ver. Mas cuando tú estés en el dulce mundo te ruego que a la memoria de otros me devuelvas; más no te digo, y más no te respondo.


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Los rectos ojos miraron de reojo, miróme un trecho, inclinó la testa, y cayó de bruces entre los otros ciegos. Y el Conductor me dijo: Ya no ha de levantarse hasta el sonar de la angélica trompeta, cuando venga el poder adverso. Cada uno encontrará su triste tumba, recobrará su carne y su figura, oirá la voz que por la eternidad resuena.

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Y así cruzamos por la mezcla impura de sombra y lluvia, con pasos lentos, tratando un algo de la vida futura; por donde dije: Maestro, estos tormentos ¿Serán mayores después de la gran sentencia, o se harán menores, y serán tan ardientes? Y él a mí: Vuelve a tu ciencia, que quiere que, cuando la cosa es más perfecta, más sienta el bien, como también la dolencia. Aunque todas estas malditas gentes no llegarán nunca a la perfección verdadera, de allá, más que de acá, estar esperan.

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Giramos en torno de aquel camino, hablando mucho más de lo que digo: llegamos al punto donde se desciende.

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Allí encontramos a Plutos, el gran enemigo.


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"Pape Satan, pape Satan Aleppe", comenzó Plutos con la voz clueca, y aquel Sabio gentil, que lo conoce todo, dijo para animarme: Que no te inquiete el temor, que, por poder que tenga, no te impedirá que desciendas esta roca. Luego volvióse a aquellos airados labios, y dijo: Cállate, maldito lobo: Consúmete adentro con tu rabia. No sin razón venimos a lo profundo: Quiérese en lo alto, allá donde Miguel tomó venganza de la soberbia tropa.

Como por el viento las hinchadas velas caen derribadas cuando el mástil se quiebra, tal cayó a tierra la acerba fiera. Así bajamos al espacio cuarto acercándonos más a la doliente ribera que el mal del universo todo encierra. ¡Ay justicia de Dios! ¿Nuevos trabajos y penas tanto amontonas, cuantas yo vi? ¿Y porqué nuestra culpa nos destruye así? Como la ola allá sobre Caribdis se estrella contra aquella que le viene en contra, así aquí, forzadas, locas danzan las almas. Aquí más que en otra parte vi mucha gente, que de una banda a la otra con aullidos grandes, con el pecho se arrojaban enormes cargas: Se golpeaban uno al otro, y de allí luego, cada uno volviéndose, recomenzaba atrás, gritando: ¿Porqué acaparas? ¿Porqué derrochas? Así rondaban por el tétrico anillo desde un opuesto al otro extremo, siempre gritando el injurioso estribillo. Después, alcanzado el medio giro, volvía cada uno por nueva justa. Y yo que el corazón compungido tenía dije: Maestro mío, hazme saber qué gente es esta, y si son clérigos los tonsurados aquí a la izquierda. Y él a mí: Todos estos fueron tan miopes de la mente, que en la vida anterior ningún gasto hicieron con mesura. Así su voz a ellos clara los declara:


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cuando llegan a los dos puntos del cerco que de la culpa contraria los separa. Estos fueron clérigos, los que tienen la coronilla pelada en la cabeza, y Papas y Cardenales, a quienes de la avaricia los doblegó la soberbia. Y yo: Maestro, entre estos tales debiera yo reconocer bien a algunos, que fueron inmundos de estos males. Y él a mí: Adunas pensamientos vanos: La villana vida que los hizo deformes, a reconocerlos hoy los hace oscuros; eternamente se darán de cornadas; resurgirán estos del sepulcro con el puño cerrado y estos otros con la crin rapada. Mal dar y mal guardar, del bello mundo los ha privado, y metido los ha en esta guerra; que ya no hace falta más decir cuál sea. Ahora, hijito mío, mira cuán breve es la vida de los bienes encomendados a la Fortuna, por los que tanto la gente se engríe y se disputa, que todo el oro que hay bajo la Luna y que ya hubo, de estas almas fatigadas no podría sosegar a ninguna. Maestro, le dije, dime todavía: Esta Fortuna de que me hablas, ¿Cómo es que los bienes del mundo tiene tan entre las garras? Y él a mí: ¡Oh locas criaturas, cuánta es la ignorancia que os ofende! Quiero que mi sentencia engullas: Aquel, cuyo saber todo trasciende, hizo los Cielos, les dio quien los conduzca de modo que por toda parte esplenden, distribuyendo la luz igualitariamente: en forma semejante, del esplendor mundano ordenó una ministro y conductora general, que permutara a su tiempo los bienes vanos, de pueblo en pueblo, de una a otra sangre, por sobre los intentos del criterio humano. Por donde una nación impera y otra languidece, conforme al juicio de ella, que oculta está como el áspid en la hierba. Vuestro saber no se compara al de ella: Ella procura, juzga y continúa su reino, como cada dios el suyo. Sus permutaciones no tienen tregua; necesidad la obliga a ser veloz, y así es común que una a otra suceda. Esta es aquella que es crucificada


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por quienes ya debieran alabarla, maldiciéndola sin razón y a malas voces. Pero ella es feliz consigo y no las oye: con las otras primas criaturas siempre alegre, gira su esfera, y bienaventurada goza. Ahora pues a mayor dolor descendamos: que caen todas las estrellas que al empezar surgían, y está prohibido el mucho demorarse. Atravesamos del círculo a la otra ribera, sobre una fuente hirviente, y que vierte en un arroyo que de ella deriva. El agua era muy oscura sin ser negra, y nosotros, en compañía de las ondas brunas, fuimos bajando por una inusitada vía. En un pantano viértese, el llamado Éstige, regato triste, cuando ha descendido al pie de las malignas playas grises. Y yo, con la mirada intensa, fangosa gente vi en aquel pantano, desnudas todas y con semblante airado. Se castigaban no con palmadas mas a cabezazos, pechadas y patadas, mordiéndose a dentadas, pedazo a pedazo. El buen Maestro dijo: Hijo ahora mira las almas de aquellos a quienes venció la ira: y quiero que por cierto creas, que bajo el agua hay gente que suspira, y borbotean esta agua que está arriba, como el ojo te dice, a donde gire. Inmersos en el limo dicen: Tristes fuimos, bajo el aire dulce que del Sol se alegra, llevando adentro un amargado humo: Ahora nos apenamos en este negro cieno. Este himno barbotaban en el garguero porque hablar no pueden con palabra entera. Así en derredor de la fétida poza fuimos girando entre la seca orilla y el fango mirando atentamente a los que engullen barro; y llegamos finalmente al pie de una torre.


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Digo pues, continuando, que mucho antes de llegar al pie del alta torre, nuestros ojos se fueron arriba hacia la cima, por dos llamitas que allí veíamos brillar y una a otra de lejos mandar señas, tanto que a penas podía la vista apartar. Y, vuelto al mar de todo sabio aviso le dije: ¿Qué dice este fuego y qué responde aquel otro? ¿y quiénes lo hacen? Y él a mí: Por sobre las sucias ondas, ya puedes atisbar lo que se espera si el humo del pantano no lo esconde. Cuerda no despidió de sí jamás saeta que corriera tan veloz en el aire suelta, como vi yo a una nave pequeñita venir hacia nosotros por el agua aquella, gobernada por sólo un piloto que gritaba: ¡Haz llegado al fin alma perversa! ¡Flegias, Flegias, mi señor le dijo, esta vez gritas en vano! Más no nos tendrás sino es pasando el lodo. Como aquel que un gran engaño percibe le ha sido hecho, y luego se lamenta, tal hizo Flegias, conteniendo la ira. Mi Conductor descendió en la barca y luego me hizo entrar al lado suyo, mas sólo, cuando yo entré, sufrió la carga. Luego que el Conductor y yo en el leño fuimos se fue la antigua proa cortando el agua, más que cuando a otros lleva. Mientras surcábamos la corriente muerta, ante nosotros se alzó uno de fango lleno, y dijo: ¿Quién eres tú que vienes antes de hora? Y yo a él: Así vengo, no me detengo, pero tú que estás tan sucio ¿quién eres? Respondió: Mira que soy uno que llora. Y yo a él: Con el llorar y con el luto quédate, espíritu maldito, que te conozco aunque estés todo enlodado. Extendió entonces las manos al leño: pero el Maestro lo rechazó advertido diciendo: ¡Vete de aquí con los otros perros! Después el cuello me ciñó su brazo, besóme el rostro y dijo: Alma indignada bendita aquella que de ti fue encinta.


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En el mundo este fue persona orgullosa, bondad no hay suya que alguien recuerde: por eso está aquí tan furiosa su sombra.

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¡Cuántos creen allá arriba ser grandes reyes, que aquí estarán, como cerdos en el barro, dejando tras de sí horribles infamias!

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Y yo: Maestro, estoy muy deseoso de verlo sofocado en esta sopa antes que nos salgamos de este lago. Y él a mí: Antes de que la orilla se deje ver de ti, serás saciado: es justo que de tal deseo goces.

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Entonces pude ver cuál estropicio de él hicieron las fangosas gentes, que aún a Dios alabo y agradezco. Todos gritaban: "¡Ea Felipe Argenti!"; y el florentino espíritu irritable él mismo se hincaba con los dientes.

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Allí lo dejamos, que más no cuento: pues al oído me llegó un lamento que me forzó a mirar atentamente hacia adelante.

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El buen Maestro dijo: Ahora hijito mío se acerca la ciudad de nombre Dite, de pesados ciudadanos, grandes escuadras. Y yo: Maestro ya sus mezquitas bien adentro de este valle veo, bermejas, como si del fuego salidas fueran. Y él me dijo: El fuego eterno que les arde adentro, las muestra rojas, como tu puedes ver en este bajo infierno.

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Al fin llegamos adentro de las altas fosas, que vallan esa desolada tierra: pensé que de hierro fueran los muros.

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No sin rondar un giro grande primero venimos al lugar donde con fuerza el remero ¡Salid, nos gritó, esta es la entrada!

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Vi a más de mil sobre las puertas del cielo llovidos, que irritadamente decían: ¿Quién es este que sin la muerte va por el reino de la muerta gente? El sabio Maestro mío, hizo ademán


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de querer hablarlos en secreto. Abatieron un poco su gran desprecio y dijeron: Ven tú sólo, y que aquel se vaya, que así de osado entró en este reino. Que se vuelva solo por la demente vía: Pruebe si sabe; tú haz de quedarte aquí, que fuiste su escolta en comarca tan sombría. Piensa, lector, cómo quedé desconsolado las malditas palabras oyendo, que ya descreía de poder regresar nunca. ¡Oh amado Conductor mío, que más de siete veces me has devuelto a seguro, y de peligros grandes me has librado en los que estuve! No me dejes, dije, así deshecho: que si el más andar se nos niega volvamos raudos sobre nuestros pasos.

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Y aquel Señor que allí me había llevado me dijo: No temas, que nuestro paso nadie impedirlo puede: del tal nos fue dado. Mas aquí espérame, y el espíritu perdido conforta y alimenta de esperanza buena, que no te dejaré en el mundo bajo. Y así se va, y allí mismo me abandona el dulce Padre, y yo quedé en la incierta duda, que el si y el no en la mente me combaten.

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Oír no pude lo que a ellos dijo: mas no estuvo con ellos mucho tiempo, que adentro todos a seguro se metieron.

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Cerraron nuestros adversarios las puertas ante el pecho de mi Señor, que quedó afuera, y volvió hacia mi con lentos pasos. Bajos los ojos y las cejas sin osadía llevaba, y entre suspiros decía: ¿Quién me ha negado a las dolientes casas? Y a mí medijo: Tú, porque irritado me ves no te inquietes, que venceré la prueba, fuese quien fuese el que la prohibición opuso. Esta insolencia no es nueva que ya la usaron ante una secreta puerta que aún sin cerradura se encuentra. Sobre ella has visto ya la escritura muerta: Pero más acá de ella descendiendo el camino, viene por los círculos sin escolta, uno por quien se nos abrirá la puerta.


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