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La arquitectura que viene de la memoria nativa

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Bibliografía

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una ciudad industrial, de templos y escuelas, casas y casonas que desafi ando el tiempo, osan seguir en pie, continuar viviendo, dando vida en los sueños a la ciudad de otros tiempos, con su historia longeva y pequeña a la vez. A fi n de cuentas, era una ciudad pequeña con delirio de metrópoli. Su historia es una de las más fascinantes después de la independencia.

Y como si lo peor hubiera llegado para quedarse entre nosotros, aquella señorial urbe, hoy luce con el rostro descuidado, harapiento y arrogante, de calles rotas, de gente que se atreve a declarar a la historia reo de muerte. En esa sentencia, sus enmohecidas fachadas, el brillo de sus azulejos sevillanos, la esbeltez de las altas arcadas de medio punto y la fi ligrana foliada de estuco y hierro están para recordárnoslo. No es posible el desarrollo sino es sobre el cimiento histórico de la vida que fue, aunque esa existencia tenga vergüenza y lagunas inconfesables. Con el moho del olvido en la rutina, como parte de un movimiento de interacción humana, el fenómeno turístico mundial que nos sobrecoge y nos refriega en la cara el valor de lo nuestro, nos pide vincularnos a los procesos de auto identifi cación. Los pueblos tienen que recurrir a su pasado, que involucra todas las dimensiones del quehacer humano, sea cual fuere la línea fundamental de la interpretación por la que se opte.

Hoy nos enfrentamos a la modernidad, a un fenómeno de grandes alcances que urge que nos defi namos como ciudad y grupo humano. Nuestra entrañable arquitectura no es simplemente un capricho de la casualidad o de la fortuna de los ambiciosos hombres del caucho. Ella corresponde a determinados factores culturales que tienen una evolución que corresponden en rigor a intereses económicos, a los caprichos de los ríos, a vaciantes y crecientes del fl ujo de la riqueza extractiva-mercantil.

La ar qui t ec t ur a que vi ene de l a memor i a nat i va

Dentro de las generales funciones de seguridad, abrigo de los elementos de convivencia propios de cualquier otro sistema cultural, en el medio ecológico de la várzea y las alturas amazónicas, las viviendas tienen una confi guración muy particular.

Desde épocas milenarias, el indígena construyó sus casas con palos y hojas de una palmera llamada Irapay (Lepydocarium tenue) y otros recursos propios del hábitat. Diversas formas de combinación de esos materiales dieron como resultado una serie de estilos variados que responden a diversidades climáticas, a la defensa contra la fauna y el clima o la guerra y a la heterogénea manera de comprender la sociedad y la familia extensa.

Expuestas a miríadas de insectos y alimañas, así como a los caprichos de las subidas y bajadas de las aguas, las casas se fueron confi gurando y organizando. El padre Jesús San Román, en un minucioso estudio acerca de “Las pautas de asentamientos en la selva”, demostró cómo

el uso de casas individuales y comunales “tuvo que ver sin duda con situaciones de guerra y otros factores, sin excluir la importancia de la norma cultural”1.

Así, existía una doble modalidad ecológica arquitectónica. Primero, la gran casa comunal (cocamera, maloca) de la que se conocen cuatro submodalidades, a saber, secoya, yagua, mayoruna y jíbara. Segundo, la de los núcleos habitacionales individualizados, de pocas viviendas, cada una ocupada por una o dos familias biológicas, con una población total de 50 a 60 personas. Este parecería haber sido el modelo propio de las tribus de los encabellados, por lo menos en los tiempos en los que los batelones de Orellana y Aguirre bajaron por los ríos Napo y el Marañón.

Cada núcleo de población era independiente, pero mantenía estrechas relaciones con otros núcleos vecinos, participando mancomunadamente en los momentos fuertes de la vida tribal, la fi esta, la guerra, la muerte y confl ictos sociales y existenciales. La Orden Jesuita halló los modelos descritos y se propuso, con el discutido e interesante método de las reducciones, realizar agrupaciones en forma de unidades mayores que reproducían con variantes el sistema de los pueblos de Castilla.

Centro radical del pueblo misional era la plaza, comúnmente de forma rectangular o cuadrangular, cercada por la Iglesia, la casa del misionero y otras dependencias y servicios. Por delante de la plaza siguiendo una línea paralela al río, pasaba la calle principal, con casas ordinariamente solo a un lado y dando cara al río. A veces como era el caso de San Joaquín de Omagua, podían existir otras u otras calles paralelas a la principal. De la plaza partía una calle o un camino que bajaba hasta el río, terminando ordinariamente en un embarcadero. Y de la misma plaza o de la calle principal, salía otra calle o camino que se internaba en la selva2.

Todo indica que la casa ribereña tenía sus estructuras de forma rectangular o cuadrangular, de pona, troncos y hojas, elevada a metro o metro y medio del suelo, normalmente estaba dividida en dos mitades por un tabique perpendicular a la fachada. Una mitad constituía un cuarto cerrado con muros de pona, la otra mitad era la sala de convivencia familiar. Para la cocina se construía un aditamento o pabellón complementario a la misma altura de la casa a la que se llegaba por medio de un estrecho y corto pasillo.

La arqueóloga Betty Jane Meggers, conocida por los trabajos que realizó en Sudamérica, demostró que semejantes modelos arquitectónicos, obedecían a una relación ecológica muy profunda: lluvias constantes, temperaturas altas y monótonas, vaciantes y crecientes en los ríos, suelos geológicamente inestables, además de un espíritu nómada o semi nómada, con facilidad para el cambio de casa, con el objeto de aproximarse a tierras periódicamente productivas o mantener el equilibrio de la fauna en la solución a las necesidades más vitales por el mitayo (el mitayo es producto de la caza en el monte o bosque tropical). Secoyas

Yaguas

Mayorunas

Jíbaros

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