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Hugo Ramírez Gamarra

Un domingo cualquiera en el tiempo

El sol se extendía oblicuamente sobre la ciudad .de ecos cantarinas…

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Hugo Ramírez Gamarra 73

Día 31 Era de tarde. Mayo extendía tímidamente sus alas por entre las puertas y ventanas. Un cielo arrebolado, una tenue languidez se difluía en la vegetación oscura. Sombras y reflejos solemnes se dibujaban en extraños matices de atardecer. Fue un día esperado en todo el Perú. En el Mundo. En todos los idiomas se anunciaban a grandes titulares: _ "Mundial de Fútbol Arranca Hoy", "Llegó la Hora", "México Vs. Rusia". Todo esto se leía. En Lima la mañana era gris. Había una atmósfera tensa de nerviosismo. Todos los receptores del Perú encendidos. La Televisión, a plenitud en Lima. Las 12 en punto. El Presidente Gustavo Díaz Ordaz declara inaugurado el IX Campeonato Mundial de Fútbol. Y luego se inician las acciones entre los equipos de México y Rusia, concluyendo con un empate sin goles.

No pasaron ni diez minutos de finalizado el partido, cuando en Lima se sintió un violento temblor. La gente salió despavorida. Hubo confusión. Algunos daños materiales. Y un buen susto. En Lima se creyó haber llevado la peor parte. Pasaron algunas horas de incertidumbre. Y luego se supo la verdad. En Ancash, a 400 kilómetros al norte de la Capital se había producido el cataclismo más horrendo del que tiene memoria la humanidad. Sólo en Pompeya y Herculano, hace veintiún siglos se habría vivido aquella experiencia tan inesperada y dolorosa. Era el verdadero Apocalipsis. En Yungay duró dos minutos y luego sobrevino el aluvión. En Huaraz, un minuto cuarenta segundos, y la destrucción fue total.

En la poética limpidez del tiempo, la vida discurría con suave transparencia otoñal. El sol se extendía oblicuamente sobre la ciudad

73 Hugo Ramírez Gamarra. De Recuay- Estudió en la UNMSM y ejerce la cátedra en esta

Universidad. Es miembro de la Asociación Nacional Escritores, ANEA y círculos de amigos de Vallejo. Escritor, músico, compositor. Ha publicado varios libros. Tiene reconocimientos de municipalidades y AEPA.

1970 La hecatombe de Áncash 470

de ecos cantarines. Los más disfrutaban el atardecer en tertulias dominicales, mientras otros paseaban ilusiones bajo un cielo purísimo, o escuchaban los comentarios futbolísticos. 3 y 25 de la · tarde. Un sonido bronco emergió del fondo de la tierra, mientras la extraña fuerza de la naturaleza se desencadenaba en todo sentido. Un sacudimiento inicial causó.

-pánico. Y la gente salió a las calles. Y todo empezó a temblar interminablemente, horriblemente. Se agrietaba el suelo. Y las paredes caían. La voluntad humana era impotente. Era una pesadilla cruel. Los edificios pugnaban por mantenerse en pie, pero a} fin cayeron, abatidos. Quejidos y ayes dolorosos escucháronse por todas partes. Uno a uno se desplomaron los muros de las ciudades, ante la mirada absorta e impotente de sus moradores. El sordo retumbar de la tierra volaba de cerro en cerro. Crujían las puertas y ventanas y luego se desplomaban en un estrepitoso chasquido. Observándose perspectiva mente se notaba una especie de danza macabra de paredes, techumbres, árboles, cerros, y todo cuanto hundía sus raíces en la tierra. Aun las campanas de los templos, como ejecutadas por las manos del destino, tañían por su cuenta, lúgubremente. Luego se precipitaban sobre los escombros, silenciando su voz para siempre. Y las calles que estuvieron otrora, plenas de sol o de lluvia, convirtiéronse de pronto en caprichosos promontorios de árboles y maderas. En un minuto se había perdido toda noción de calle. Una densa polvareda cubría las ciudades. Se produjo la oscuridad, el caos. Solo después de algunos días volvió la transparencia… pero ya nada había.

Tres y veintiséis de la tarde. Un silencio que linda con la eternidad cubre Huaraz y todo el Callejón de Huaylas. Y en Yungay -según montañistas del Club Alpino de Kioto que se hallaban escalando el Huandoy el desprendimiento de un gigantesco alud del Huascarán, producía en esos momentos un terrible aluvión que sepultó la ciudad con más de veinticinco mil habitantes. En el lado occidental solamente quedó el cerro de Huansacay en el que se encuentra el cementerio de la ciudad. Allí pudieron refugiarse algunos sobrevivientes que sufrieron horas de intenso drama y desolación. En otros lugares, de entre los escombros su rugían las voces ·de auxilio. y los sobrevivientes, venciendo la nube de polvo se lanzaron en busca de sus seres queridos. Había un silencio de camposanto en todas partes. Y la gente corría fantasmalmente, sin rumbo. Pasaban silenciosos, pues

nada había que hablar ante lo evidente. Solo había que aguzar el oído para escuchar alguna voz amada. Había quienes gritaban y gritaban nombres, pero tal vez ya nunca serían escuchados. Y así discurrían las horas, lentamente, infortunadamente, como un pesado lastre atado a la vida y a la muerte. El sentimiento del vacío y el abandono divino asomaron a las almas en las que, a ratos, solo brillaba la fe, ese doloroso eslabón que nos une a Dios cuando nos sentimos abatidos. Fueron horas grises en las que el ser experimentaba su plenitud total, lindante con la divinidad. Nos sentíamos humanos hasta las profundidades de la tristeza y el llanto. Había la necesidad de ser buenos, sólido ríos hasta el renunciamiento, y aun de diluirnos metafísicamente.

Catedral de Recuay (Foto: DBP)

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