Identidad en el laberinto de la memoria - tomo 2 español

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Identidad laberinto memoria

en el

de la

Pedro TzontĂŠmoc



Identidad en el laberinto de la memoria


Identidad en el laberinto de la memoria Primera edición, 2014 Coordinación: José Manuel Díaz García Traducciones: Pilar Tobar Conde e Xoán Díaz García Diseño gráfico: Pedro Tzontémoc © texto: Ramón Villares, 2014 © texto: Jorge F. Hernández, 2014 © fotografías y texto: Pedro Tzontémoc. pedrotzontemoc@yahoo.com www.pedrotzontemoc.com Depósito legal: LU 191-2014 ISBN: 978-84-8192-512-8 Imprime: Tórculo Edita: Servizo de Publicacións da Deputación de Lugo Coordinación editorial: Xosé Brais García Fernández

Proyecto apoyado por el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes a través del Sistema Nacional de Creadores de Arte. - México.

s Prohibida su reproducción por cualquier medio mecánico o electrónico sin la autorización del editor


Identidad laberinto memoria

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Pedro TzontĂŠmoc


Hasta el momento de la impresión de este libro - catálogo, la exposición Identidad en el laberinto de la memoria ha sido programada para ser presentada en:

Sala de exposiciones de la Diputación Provincial de Lugo, Galicia, España / 2014

Museo de las migraciones. Montevideo, Uruguay / 2015

Museo archivo de fotografía. Ciudad de México / 2016


“El fotógrafo no puede ser un espectador pasivo, no puede ser realmente lúcido si no está implicado en el acontecimiento”. Henri Cartier-Bresson A mi abuela paterna, Paquita Nieto, quien siendo mexicana conservó y transmitió la cultura y la morriña que mi abuelo Pedro Díaz González le legara. A mi padre, Juan Luis Díaz Nieto, quien me formó como mexicano y me dio las herramientas para cruzar fronteras. A mis hermanos, Alfredo Díaz Lloréns (mexicano y español) y Sáreli Díaz Devitta (uruguaya, mexicana y española), quienes sin conocer Galicia la llevan en la sangre. A mis hijos, Citlalmina y Juan Luis Díaz Socci, quienes forjan su propia identidad zen este mundo globalizado de fronteras tan cerradas. A mi familia mexicana, con la que crecí. A mi familia gallega, que me recibió como si hubiera crecido a su lado. A mi familia en Uruguay, Venezuela, Estados Unidos y donde quiera que ésta se encuentre. Mi especial agradecimiento: Para María García Díaz quien me abrió las puertas de Galicia y continúa siendo mi guía y para Jaqueline, su hija de origen mexicano. Para Mario Outeiro Iglesias por hacer posible este libro-catálogo y la exposición en Lugo; para José Manuel Díaz García por su valiosa e incondicional ayuda en la coordinación y concreción de este proyecto; para Ramón Villares y Jorge F. Hernández por su participación literaria; para Xoán Díaz y Pilar Tobar por la versión bilingüe de este libro; para David Fernández, Ricardo Díaz y Alfredo Díiaz por el impecable montaje de la exposición; para Irene Cabrera y Vicente Guijosa por hacer posible la exposición en Uruguay y México respectivamente; para el Sistema Nacional de Creadores de Arte. Para Valentine que estuvo hasta que dejó de estarlo; para María Dolores Díaz Nieto, José Luis Díaz Gómez y Marga Piñeiro Díaz por compartir sus fotografías de familia. Para Ricardo Díaz López y Milagros García, Margarita, Mercedes, María y Ricardo Díaz García, Lola, Maruja y Lucita Díaz Mendoza, Elvira, María Ignacia y Nemesio Pérez Díaz, María del Carmen Fernández, Celia y Manuel Díaz Fernández, Gabriel Vázquez Díaz, Margarita y María Isabel Vázquez Alcalde, Francisco y Esther García Díaz, por tantos y tan buenos momentos compartidos… podría seguir citando a sus esposos y esposas, sus parejas, sus hijos e hijas con quienes también conviví y mencionar a todos los parientes a quienes conocí, pero el riesgo sería convertir este agradecimiento en el directorio de Galicia, aún así pido disculpas por las imperdonables omisiones.



Investigación vital, investigación fotográfica Mario Outeiro Iglesias Diputado delegado de Cultura y Turismo

El laberinto que hoy nos convoca no exige que confrontemos nuestras fuerzas y nuestra inteligencia con el Minotauro. El reto que se nos propone es otro: preguntar acerca de la identidad personal del fotógrafo que hoy presentamos y, en esa investigación, percatarnos que lo personal remite, necesariamente, a lo colectivo. Era lógico que, en el reto, el que lo asume y enfrenta se dote de los elementos que juzgue más idóneos. En este caso, Pedro Tzontémoc Díaz le asigna a su cámara fotográfica y a su fruto, las fotografías, el papel de verdadero hilo de Ariadna. Después de haber desarrollado una prolongada actividad profesional, dejando testimonio en su obra de las gentes con las que intentó antes la convivencia que el retrato externo y la cabal comprensión de los lugares vividos, le llegó la hora de formularse preguntas que remiten a su esencia personal y en este camino investigar sus más intimas vivencias, recuerdos y antecedentes familiares. Así, van a ser los lugares que constituyeron la cuna de la estirpe, de la tribu, de la familia, el núcleo en torno al que la identidad se intuye primero, y luego se construye. Y en estos comienzos lo particular nos va acercando a lo colectivo, a los otros, a la Tierra, a Galicia. En este caso es O Castelo, O Incio, en definitiva las tierras de la montaña luguesa. Pero no se puede negar que la historia que aquí se nos descubre es una historia repetida a la largo de los años, en muchos lugares y pueblos, en cientos, en miles de familias que, vinculadas a la tierra, tuvieron que abandonarla en distintos momentos de la historia. Los destinos fueron variando y modificándose al ritmo que el desarrollo económico del mundo lo fue demandando: Cuba, primero; luego México, Venezuela, Argentina, República Oriental del Uruguay y tantos otros paraderos; después llegaría el tiempo de la Europa geográfica y hasta hoy, en el que el fenómeno sigue presente. Hasta aquí todo lo relatado nos resulta conocido y próximo. Lo singular del proyecto que hoy presentamos radica en que, no sólo dará noticia de la transcendencia que para la colectividad tuvo la emigración, sino que nos va a permitir conocer las complejas consecuencias humanas de esa continuación de la vida de nuestros vecinos muy lejos de su origen. Ahora, pasados casi cien años, son los hijos de los hijos, los que se preguntan dónde están las claves que configuran su identidad, qué elementos de la tradición y de la cul6


tura del lugar en el que nacieron los constituyen íntimamente, y cuáles de las vivencias, de las tradiciones, del lugar de procedencia de sus progenitores, los integran y completan. De esto trata este proyecto, que escarba en la memoria, en la que se encontrarían depositados, como lo hace el polvo sobre los viejos muebles y la nieve en los caminos poco transitados, los más íntimos de los recuerdos, por más borrosos que los vaya dejando el tiempo transcurrido. Pedro Tzontémoc, desde su raíz mexicana, indaga en su origen gallego, mira el País, nos mira a nosotros con la intención de ver, de comprender y comprendernos y en este proceso inquisitivo, generador de conocimiento, crea su obra y ésta nos ayuda a todos en nuestra personal indagación. La obra de Pedro Tzontémoc Díaz confirma las palabras del poeta ciego cuando aseveraba que “felizmente, no nos debemos a una sola tradición; podemos aspirar a todas”. Para el Área de Cultura y Turismo de la Diputación Provincial de Lugo es motivo de gran satisfacción haber alentado este proyecto durante un largo proceso y concluir esta etapa que va a tener continuidad al otro lado del Atlántico. Que nuestros paisanos de más allá de ese mar sepan que, con estas fotografías y estas palabras, también nosotros queremos hacerles llegar nuestro fraternal aliento. A todos cuantos prestaron su esfuerzo y colaboración en este proyecto, nuestro sincero agradecimiento; de una manera muy especial a Ramón Villares Paz y a Jorge F. Hernández que, desde Galicia y México respectivamente, nos aportan sus reflexiones sobre la obra y el esfuerzo llevado a cabo por Pedro Tzontémoc. Lugo, diciembre de 2014.

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Mexicanos: de todos los rostros posibles, algunos de ellos. México Mexicanos: de todos os rostros posíbeis, algúns deles. México


El centro tangible del laberinto de mi memoria. San Lorenzo Acopilco, MĂŠxico. 2013 O centro tanxible do labirinto da miĂąa memoria.


Como una piedra en el agua Jorge F. Hernández Escritor

Pedro Díaz González, Francisca (Paquita) Nieto. [1938] Mis abuelos paternos: él, migrante gallego y ella, mexicana. No sé cuántas coincidencias los hicieron coincidir, pero de ese encuentro y de muchos otros más dependería mi existencia. Meus avós paternos: el, emigrante galego e ela, mexicana. Non sei cantas coincidencias os fixeron coincidir, pero dese encontro e de moitos outros máis dependería a miña existencia.

La memoria es un mapa de círculos concéntricos. Los recuerdos se heredan y se vuelven madrépora, una enredadera de palabras que de pronto se palpa de sobremesa o parece tocarse en medio de un silencio. Aunque visto, lo intangible se vuelve morriña y el vaho se convierte en humo: la callada conversación de los pretéritos reunidos se congela en imágenes que todos podemos entonces compartir. Las fotografías de Pedro Tzontémoc reunidas en este proyecto son la íntima cartografía de una voluntad: las generaciones de su familia que trasatlantizaron sus querencias. No se trata de una bitácora del Exilio con mayúscula que consignan las enciclopedias por culpa del polvo y la pólvora de una guerra incivil, sino de los íntimos exilios que precedieron a aquel conflicto y que lo suceden así pasen los siglos. Hablo de quien se mueve de lugar por conquistar el amanecer incierto de un horizonte desconocido, no por huir de las bombas sino para cosechar la esperanza que cambia el acento de las palabras y los sabores de los cocidos y caldos en la hoguera. El mismo fuego, transubstanciado con otros olores y de pronto, los descendientes falan galego en la misma saliva con la que ya se escuchan como mexicanos o uruguayos o venezolanos… en esa música ecuménica que rompe todas las fronteras que sostienen los políticos. Una niebla palpable. Círculos concéntricos trazados en la tierra de nadie. Unos rostros entrañables entre tantas caras anónimas, tan desconocidas que parecen íntimas. Los colores de la bandera y un ángel entre aviones, la secreta discreción de una cortina de encajes finos, la cara de indio que es privilegio y espera por siglos dejar de ser insulto, la soledad del silencio y la carcajada ya para siempre estática de las chicas que tienen la capacidad de olvidarlo todo, pasar la página. La mirada distraída de quien recorre las calles de los pueblos mirando las cornisas, leyendo los edificios en los detalles resquebrajados ya sin colores de los muros que guardan ecos. El peregrino que siempre ha de ir con rumbo a Santiago, en medio de un campo de estrellas, incluso cuando jamás ha dejado de caminar sus calles y la niña al filo de saberse mujer que dicta el orden de su belleza con sólo mirarnos por encima del hombro… Son los relatos que Pedro Tzontémoc convierte en fotografía. Biografías sin necesidad de tinta y crónicas impresas en las caras de los niños con tantos años por vivir, a contrapelo de los rostros de quienes parecen haberlo visto todo. Tzontémoc se mueve sin necesidad de moverse, con ansias de moverse 11


y con los brazos como alas abiertas llega hasta la cumbre de un cerro inexplicablemente ocre, como bañado con raspaduras de un lápiz para acuarela y recorre con la mirada las órbitas de los planetas, la caligrafía de las estrellas y la simbología del zodiaco con sólo enfocar lo que otros pintaron en los templos, en las paredes de una escuela donde el heterodoxo magisterio del fotógrafo nos permite ver imágenes estereoscópicas: de un lado, la fachada churrigueresca de una catedral inevitablemente española y del otro, la fantasía de la piedra prehispánica convertida en pétalos; de un lado, la cantera tallada y del otro lado del mar: la tierra suelta, arena que ha de volverse espejo. Hace más de un siglo se vendían visores para que dos fotografías idénticas, colocadas a prudente distancia, se convirtieran en el espanto de estar en tercera dimensión justo enfrente de un paisaje inalcanzable o una ciudad tan remota que parecía inventada por novelas. Tzontémoc hace con sus dísticos de ambos lados del Atlántico el mismo sortilegio: de milagro parece que toda la arquitectura de España ha quedado impresa en templos prehispánicos que la preceden; el amanecer en diferente huso horario se vuelve la imagen con la que llega la noche en otro mapa del corazón; la piel morena de una esperanza inocente se confunde con la blanca llanura del rostro de una meiga buena. Rondan bajo la piel de Tzontémoc los nombres y las voces de todos sus ancestros, pero quizá el canto más insistente sea el tatuaje que quedó guardado en los corredores de un Castelo en Galicia o en las caras de sus padres cuando eran niños y jamás imaginaban que un hijo se volviera gambusino de la memoria, detective de la mirada ajena, lente móvil en pleno vuelo de libertad. De la espuma con la que el mar peina la arena de las playas hasta el atardecer que ya no sabemos su desenlace, del grafiti en bardas impolutas hasta las casas que parecen gozar de una cómoda soledad; del impacto incongruente de los anuncios hasta la ternura de una niña que sostiene una rara mascota, de los perfectos glúteos de las maniquíes en fila hasta llegar al café que nos espera para volver a ver cada una de las fotografías con las que Pedro Tzontémoc transforma el mapa del mundo. Mucho más allá de la topografía que memorizan los profetas de los climas, estas fotografías nos revelan un mapamundi signado por el eterno instante de un beso, la niebla inmóvil de los caminos que unen árboles de Veracruz en bosques de Galicia. Son dípticos trasatlánticos, biombos de vida y el personal mural de una microhistoria admirable: la vida misma de Pedro Tzontémoc con todos los pretéritos de sus nombres y apellidos, mestizados, entrelazados en la misma miradita de lucesitas tenues que clonan las niñas de ambos lados del mar de su memoria.

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A la izquierda: mis abuelos Pedro y Paquita con dos de sus hijos, Juan Luis (mi padre) y Rocío. A la derecha: Luis Díaz González, Beatríz Gómez y su hijo José Luis. [1945] Á esquerda: meus avós Pedro e Paquita con dous dos seus fillos, Juan Luis (meu pai) e Rocío. Á dereita: Luis Díaz González, Beatríz Gómez e seu fillo José Luis.


Celestino Díaz González. [1955] Migró de por vida a Uruguay en donde formó su familia. Aquí con su nieta Selene Devitta Díaz, quien sería la madre de mi hermana. Migrou de por vida a Uruguai onde formou a súa familia. Aquí coa súa neta Selene Devitta Díaz, quen sería a nai de miña irmá.

Cuentos, cuentínimos, poemas y poemínimos, las fotografías son relatos y registran los pecados de quienes creen en Malverde, santo patrono de los narcotraficantes y el enredado culto que ahora muchos le conceden a la Muerte misma. ¿Qué miran las niñas que no miran al lente y sonríen hacia arriba como vestidas de arcángeles sin sexo y con quién hablan las tías que se paran al filo de las ventanas en habitaciones donde duermen tantas historias de familia, tantas palabras de ambos mundos? ¿Qué pájaro amarra los papeles que se cuelgan de las torres de las iglesias y de qué color es el agua de azar que baña los monumentos revolucionarios? La ropa tendida en medio del aire como espejismo de la bella mujer que un buen día decidió salir volando hacia las alturas y las huellas sobre la piel de la Tierra en la fotografía de un llano que rompió de pronto en llamas. El paisaje lunar de un valle inabarcable, la cara de un primo con el que jamás conversamos, los murales prehispánicos policromados en el mismo estante donde reposan las escenas medievales de un retablo, la Diana Cazadora desfila entre filas de encapuchados de cofradías multicolores, las idénticas sillas de cervecerías, las piedras alineadas de plazas abiertas a todos los siglos y el oleaje de mares aún por descubrirse. Todos son relatos que se inventan con la mirada, la vista contagiada que regala Tzontémoc en cada fotografía. Por él, hablan los espectros solitarios que se resguardan del ruido con abrigos y por su mirada conversan las parejas felices, al filo de donde se escuchan los rezos de las abuelas y las carcajadas de los niños. La bufanda al cuello de los resfriados y los hombres que hablan con las manos, la mujer que parece enfadarse y el hombre que no se ve enojado, la diferencia de las palabras de un lado y otro del mar: ¿quién dictó que el barandal se volviera barandilla, mancuernillas en gemelos, banqueta en banquillo, y ese grifo estropeado de la bañera que desde Alfonso Reyes sabemos que es la llave desconchinflada de la tina? No todas las veredas que conforman el Camino de Santiago llevan vieiras para indicar el rumbo, pues en otro rincón de la geografía íntima sólo dependemos de la luz y de sus sombras para reconocer el Norte, estando tan al Sur. No todas las águilas que se vuelven estatua abren sus alas, pues hay columnas en parajes anónimos donde esas aves repliegan sus vuelos quizá para imponer un callado dictado de majestad enrevesada. No todos los próximos son prójimos y no todas las caras asumen memorizarse como rostros, y sí, habiendo tanta gente, hay muy pocas personas que abren su corazón en labios que parecen hablar sin palabras, mirarnos de frente desde la nitidez momentánea en que quedaron retratados. No todos los personajes de estas fotografías sonríen al saberse revelados y no todos los hombres son serios cuando son interceptados a la mitad de un pensamiento. No todos los retratos 13


precisan color alguno, y otros no podrían escucharse con la vista si no fuera por el ritmo hipnótico con el que hacen que el observador oscile ante ellas. A contrapelo, todas las páginas de este libro son días de un calendario que se vuelve propio. Todas las fotografías son memoria a clonarse, recuerdos en potencia de quien los mire y murmure en voz baja el íntimo párrafo que lo explica. Sólo el fotógrafo sabe la verdad de las fechas, la bitácora precisa de los instantes, pero cualquiera que acepte el contagio de su mirada traza los siguientes círculos concéntricos de esa microhistoria personal que se vuelve plural y generalizada, quizá en abono de la Historia con mayúsculas que suele olvidarse de los secretos de familia, los rincones desconocidos de las casas, la soledad feliz de una niña que espera a que pase el viento en una plaza de piedras, la infalible coreografía de las cúpulas, las familias que se plasman en árboles conectados por los ríos de su propia sangre, nacencias y decesos, el llanto del recién nacido y las coronas de flores y lágrimas de un entierro. Al filo del laberinto, vemos a una niña que parece un segundo o minuto sobre la cara de reloj de un inmensa brújula en Galicia y la figura de un hombre equilibrista sobre los bordes del laberinto mismo, los huecos como fosas, caminitos como todas las venas del sistema nervioso central de una anatomía familiar, transgeneracional, policultural entremezclada de paisajes donde los nombres somos nosotros mismos, ellos todos, aquellos que se han ido, éstos que vienen cantando su infancia y aquéllos que casi olvidábamos en el baúl de todas las caras, al fondo del ropero en la última habitación de la casa de los rostros que llevamos a cuestas desde que alguien nos encantó con la leyenda de un Castelo ancestral de los abuelos. La cámara se guía por las flechas que apuntan desde los tejados y quizá pide orientación a la silueta sombreada de una mancha que se recarga sobre el inmenso muro de un templo como si fuera otra piedra esculpida por siglos. La cámara viaja por gracia de los ojos del fotógrafo y un hombre camina con un inmenso paraguas abierto al hombro quizá para que no le caigan encima las músicas que interpretan las parvadas de pájaros en blanco y negro, convertidos en notas de una rara sinfonía pautada sobre la partitura de un cielo de nubes. La cámara registra la conversación que clonan dos copas de vino con lo que acaban de decirse los labios que lo bebieron y pinta como al óleo las rayas del agua de un mar, las arrugas de un río, la piel de un pozo. La cámara ha de confirmar que morado es el color que mejor lee el corazón mancillado, y que azul es la morriña feliz, la saudade envidiable de la melancolía, ésa que se encierra tras las puertas de siglos con cerradura dorada, la que llevan en sus vidas todos los familiares que se alinean en la pirámide generacional de la tribu de la cámara misma: son retratos inmóviles en la 14

Luis Díaz González en su carnicería “La sorpresa” en México, país al que migró de por vida. [1930] Luis Díaz González na súa carnizaría “La sorpresa” en México, país ao que migrou de por vida.


Dolores Díaz González migró temporalmente a Venezuela. Aquí, en su charcutería de La Coruña, con su sobrina Regina Fernández Díaz. [1964] Dolores Díaz González migrou temporalmente a Venezuela. Aquí, na súa chacinaría de A Coruña, coa súa sobriña Regina Fernández Díaz.

tarde las habitaciones solitarias y emblemas incrustados en el pavimento, son la moneda al aire de quien mira al vacío y los pensamientos de quienes caminan siempre bajo la lluvia, solos bajo la lluvia que supo el poeta ciego que era cosa que siempre ha de suceder en el ayer. Son los fantasmas que caminan hilando sombras por aceras arqueadas y vendedores anónimos que pulen las banquetas del otro lado del mar con sus cantos de merolico; somos los que hablamos cantando y los amigos que van del brazo ceceando versos de un dramaturgo con gola; somos los que palpamos la piedra de las casas viejas de todos nuestros viejos como si fueran la piel de un paquidermo medieval y son las ventanas recién lavadas por donde asoma la sonrisa de la dentadura perfecta, el perfil precioso de un ánimo imbatible, la reflexión con la mano en la barbilla, el sosiego de una concordancia, tanto como el coro estruendoso de los santos detallados en el pórtico de una gloria asegurada o el hombre que habla con una lengua de fuego sobre una estela que parece nave espacial, cápsula intergaláctica porque sabemos que es maya. El cámara dicen en algún lugar es aquel que se vuelve mirada y camarógrafo llaman injustamente al que sólo se obsesiona con filmar en movimiento, pero tengo para mí que el fotógrafo de veras es aquel que conforma su personal etimología de lo dicho: es capaz de insinuar movimiento sobre un papel revelado y sí, se convierte él mismo en cámara no como apodo sino como credo. Es el que cree que verá lo que anticipan los ciegos con las yemas de los dedos y el que escucha lo que nadie es capaz de decir con palabras. La cámara conjuga las palmeras que quizá han oído hablar de chopos o pináceas de otros lares, combina los sinónimos exactamente simétricos de las columnas de una arquitectura que se reprodujo tan lejos de su original perspectiva y mezcla las andanzas de toda la familia, las vidas de todos los santos, los pecados y virtudes de todos los habitantes de esta geografía íntima, trazada en círculos concéntricos, como quien lanza una verdad sobre el espejo del agua y al hundirse en la piel del fotógrafo queda en la mirada del mundo como el jeroglífico de una vida que nos mira, precisamente por saberse mirada. Ciudad de México, octubre de 2014.

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Pedro y Luis Díaz González, hermanos migrantes que se establecieron en México en donde formaron sus propias familias a quienes les transmitieron la notalgia por la tierra de la que partieron, por la casa de sus padres... de ese sentimento de ausencia es que proviene el mito del Castelo. Quizá ese sea el motivo de mi obsesión por viajar, un viaje de retorno constante hacia ninguna parte. En la foto, a la izquierda: Luis Díaz González y su hijo José Luis. A a la derecha: la familia de mi padre; mis abuelos Pedro y Paquita y sus hijos Juan Luis, Rocío y María Dolores. [1948] Pedro e Luis Díaz González, irmáns emigrantes que se estableceron en México onde formaron as súas propias familias ás que lles transmitiron a nostalxia pola terra da que partiron, pola casa de seus pais... dese sentimento de ausencia provén o mito do Castelo. Quizá ese sexa o motivo da miña obsesión por viaxar, unha viaxe de retorno constante cara ningunha parte. Na foto, á esquerda: Luis Díaz González e seu fillo José Luis. Á dereita: a familia de meu pai; meu avós Pedro e Paquita e os seus fillos Juan Luis, Rocío e María Dolores.


Identidad mestiza: de Acopilco al Incio Ramón Villares Paz

Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Santiago de Compostela Presidente del Consejo de la Cultura Gallega

La familia de mi padre poco antes de la muerte de mi abuelo. Una foto que debió tomarse como testimonio ante la futura ausencia. [1949] A familia de meu pai pouco antes da morte de meu avó. Unha foto que debeu tomarse como testemuño ante a futura ausencia.

Las relaciones entre Galicia y México vienen de viejo, de los tiempos de la conquista y posterior colonización del territorio del antiguo imperio azteca. Una extensión muy notable de aquel territorio llevó el nombre de “Nueva Galicia”, con capital en Jalisco, y algunas ciudades fundadas de nueva planta fueron encomendadas al patrocinio del Apóstol Santiago, tal que Querétaro. El profesor Américo Castro pudo observar, en sus pesquisas sobre el mito de “Santiago de España”, que el “ímpetu imperial” propio de la fe que brota en las piedras de la plaza del Obradoiro compostelana tuvo continuidad, entre otros lugares, en la “Plaza de Armas” de la ciudad de México. En los tiempos de la colonia, el virreinato de “Nueva España” fue uno de los lugares más permeables a la presencia de nativos procedentes del Reino de Galicia, como obispos, oidores, técnicos de las minas de Zacatecas o como corregidores y miembros de la administración colonial. Y, en los tiempos más recientes, sucesivas olas migratorias y un masivo exilio republicano llevaron a tierras mexicanas a muchos inmigrantes de origen galaico y también a profesionales y políticos vencidos en la Guerra Civil. Un libro muy singular, Presencia de Galicia en México, promovido por el Patronato da Cultura Galega en 1954, recoge algunos de los nombres más señeros de los gallegos trasterrados, como fueron Bal y Gay, Delgado Gurriarán, Marcial Fernández, Rodríguez de Bretaña, Arturo Souto, Luís Soto o A. Vázquez Humasqué, entre una larga nómina de exiliados, muchos de ellos no gallegos de nación. Antes y después de aquella arribada de los exiliados, también habían llegado a México numerosos inmigrantes que acabaron por conformar una poderosa colectividad gallega procedente en su mayoría de concejos del interior de Galicia, desde la Terra Chá luguesa hasta las tierras orensanas de Carballiño. Dos miembros de una familia del ayuntamiento lugués de O Incio, los hermanos Pedro y Luis Díaz González, llegaron a México DF durante los años veinte y allí se asentaron en el ramo del comercio de alimentación (confitería y carnicería), que era muy común entre los inmigrantes de origen gallego, antes de especializarse en el sector del mueble y del alojamiento hotelero. El bagaje cultural que llevaban con ellos estos dos inmigrantes de O Incio era muy superior a la imagen tópica, y no siempre cierta, del emigrante gallego. Hijos de un labriego que había cursado casi toda la carrera sacerdotal en el seminario de Lugo y sobrinos de un boticario y una comerciante, el hermano mayor de aquellos dos inmigrantes era médico formado en Compostela en las mismas aulas que Roberto Nóvoa Santos o Alfonso R. Castelao. Este médico de ideología republicana, conocido como “O 17


pequeniño do Incio”, fue una de tantas víctimas provocadas por la Guerra Civil española. Asesinado en luctuosas circunstancias y enterrado anónimamente, solo en tiempos recientes fue parcialmente rehabilitada su memoria, gracias al tesón de su familia y, especialmente, de su sobrino José Luis Díaz, autor de una biografía de su familiar, Sementeira e memoria. Represalia e desagravio dun médico lucense republicano (Ediciós do Castro, 2009), con versión española, Siembra y Memoria. Muerte y evocación de un médico republicano (FCE, 2011). Una pluralidad de recuerdos integran, pues, las alforjas de esta familia procedente de las montañas orientales de Galicia y que acabó por tener presencia en diversos lugares, más allá de Galicia, en los países del Río de la Plata y en México. Un descendiente en tercera generación del inmigrante Pedro Díaz, a quien el nieto define como un hombre “que sabía hacer pan”—trabajaba en una confitería en la calle Salvador cuando allí llegó su hermano Luis—, es el fotógrafo y artista visual Pedro Tzontémoc Díaz Lloréns, que porta en su propio nombre la identidad mestiza de un hijo de la inmigración que adopta pautas culturales del país de acogida, al mezclar el nombre cristiano de su abuelo con un nombre procedente de la lengua náhuatl, tradición mestiza que les transmitió a sus dos hijos, con cada uno de sus nombres, Juan Luis y Citlamina. Él mora en un lugar lluvioso y de montaña como Acopilco, pero tiene saudades de O Incio que habían dejado atrás sus antepasados, también lugar de tierras altas pero a escala gallega. Adaptación al nuevo mundo y, al tiempo, memoria de la Arcadia dejada en las tierras gallegas, pues aquellos dos inmigrantes llegados en los años veinte intentaron tenazmente retornar a Galicia en los años cuarenta y cincuenta. Acabaron por volver para México, pero una parte de sus “añoiranzas” galaicas, como escribió Luis Díaz, un hermano del abuelo de Pedro Tzontémoc, nunca desapareció de sus vidas. En el prefacio de estas “añoiranzas” asevera José Luis Díaz, hijo del autor de estas, que “la nostalgia por el regreso a casa” era una obsesión para aquellos dos emigrantes asentados en México DF. Allí habían encontrado una nueva familia y habían montado una nueva vida, pero no conseguían olvidar los orígenes. Esta cultura familiar de combinar un cierto nativismo mexicano con una fuerte nostalgia galaica está en la base del proyecto que se muestra en esta exposición, que es un canto a la identidad y a la memoria. Su autor comenzó a viajar a Galicia ya en edad adulta y, finalmente, logró adquirir la nacionalidad española. Fue gracias a una de las disposiciones (artículo 7) de más inesperada eficacia que contenía la llamada Ley de “memoria histórica”, impulsada por el gobierno de J. L. Rodríguez Zapatero en 2007, que favoreció la aparición de una verdadera ciudadanía transatlántica. De este encuentro con Galicia y con su cultura y paisaje humano, conducido por los recuerdos familiares, va a surgir 18

Mis abuelos con Matilde Miranda, una sobrina de mi abuela. Esa niña se casaría con Manolo Díaz, otro migrante del Castelo, sobrino de mi abuelo. [1938] Meus avós con Matilde Miranda, unha sobriña de miña avoa. Esa nena casaría con Manolo Díaz, outro emigrante do Castelo, sobriño de meu avó.


una nueva identidad mestiza, que es la del “americano” en tierras gallegas y la del “gachupín” en tierras mexicanas. Identidad expresada en imágenes que traducen emociones pero también razones: la decisión de cerrar un círculo que había comenzado a trazar su abuelo Pedro Díaz emigrado a México con veinte y pocos años, acabado de retornar del servicio militar español.

Velorio de mi abuelo. Ciudad de México. [1949] Cuenta mi padre que, en su agonía, le pedía que hiciera callar a las palomas del Castelo que no lo dejaban dormir. El sonido de la nostalgia. Velorio de meu avó. Conta meu pai que, na súa agonía, lle pedía que fixera calar as pombas do Castelo, que non o deixaban durmir. O son da nostalxia.

§ Antes de acometer este viaje a sus fuentes familiares y culturales, la obra creativa de Pedro Tzontémoc es amplia y, sobre todo, de una gran calidad artística y conceptual. Parece que parte de su vida de artista consistiese en una demorada preparación para afrontar este último reto de entender la identidad individual y comunal a través de una cámara fotográfica. El interés por el Otro y la procura de contrastes entre las personas o de estas con la poderosa naturaleza en que moran son las líneas de fuerza del pensamiento del autor y los caminos por los que llega a la concreción de estas ideas abstractas en una imagen concreta. Una obra de pequeña dimensión pero de gran aliento es Pasaporte (2004), resultado de un largo viaje por el Oriente Medio en 1997, en la que se muestran los contrastes culturales y religiosos en miradas tan intensas como furtivas. Pero la parte más substancial de su trabajo artístico está movida por el ansia de descubrir la esencia de México, aquello que en palabras del Octavio Paz ensayista se define como “un universo de imágenes, deseos e impulsos sepultados”. Esta voluntad interpretativa de la identidad de México está en su obsesión por traer a primer plano, por medio de imágenes en las que resucitan esos deseos y esos impulsos, prácticas culturales tan arraigadas como la religiosidad o las relaciones de familia, como se puede observar en la serie dedicada a Mis XV años (2006), una obra que el autor presenta modestamente como una experiencia metafórica personal (“mis primeros quince años de fotógrafo profesional”), pero que se convierte en el muestrario visual del lugar central que sigue teniendo la familia en la sociedad mexicana actual, que echa la casa por la ventana para celebrar el tránsito a la adolescencia de sus hijas. Pero donde se encuentra el referente más directo de esta potencia interpretativa del fotógrafo como analista del encuentro de culturas diversas es en la reconstrucción del viaje al país de los Tarahumaras que, en 1936, había llevado a cabo el poeta francés Antonin Artaud. El poeta había hecho un único viaje a la Sierra de los Tarahumaras, en condiciones difíciles debidas no solo a la distancia sino al hermetismo de los propios tarahumaras. Con todo, el poeta fue capaz de contar aquel viaje en busca de la pureza primitiva de una comunidad aislada pero rica en prácticas religiosas, ceremonias rituales como “el sacrificio de un buey en la plaza pública” y en la que tuvo la oportunidad de calmar su 19


ansia de tener experiencias vedadas a un habitante de la culta Europa. Buscaba en México lo que otros europeos, especialmente franceses, habían querido encontrar en la Polinesia o camino de Bagdad. Los propósitos del fotógrafo Pedro Tzontémoc fueron claramente diferentes, pero la elección de este remake del viaje de Artaud revela que hay algo de poético en su mirada visual y una aspiración a entender problemas esenciales como son la naturaleza, el tiempo y las tensas relaciones entre los individuos y un paisaje hostil. El fotógrafo hizo hasta cuatro viajes a la Sierra de los Tarahumaras y el resultado está recogido en un libro de título y contenidos elocuentes: Tiempo suspendido (1995), lo que delata, como observa Louis Panabière en el propio catálogo, una “afinidad intemporal” entre ambos visitantes. Pero el modo de mirar a aquella comunidad primitiva no tuvo tanto el perfil religioso y espiritual del poeta Artaud, como la voluntad de testar hasta dónde puede llegar el arte de la fotografía como instrumento que dé cuenta de lo que está implícito o debajo de la realidad aparente. La conclusión del artista es ilustrativa: “la fotografía no es el arte, el arte es la vida misma”. No era la profesión lo que guiaba sus pasos, sino entender la vida. La poesía complementada o rebasada por el arte de la fotografía. La línea que va de esta original búsqueda hasta esta exposición tuvo continuidad en otras propuestas del fotógrafo, como es la serie de imágenes recogidas en el libro El ser y la nada (2006), en el que se confrontan ciudades y culturas desde México y de otros lugares de América con ciudades de referencia de la cultura europea (Venecia, Lisboa, Marsella, París, Compostela…). Son fotografías que no quieren copiar una realidad presuntamente objetiva, sino que le transmiten al observador la idea de un diálogo fecundo. Dicho con palabras del propio autor, su mirada fotográfica captura “instantes en que el universo interno se toca con la realidad exterior de manera sutil e instantánea”. Una parte de este trabajo fotográfico está de nuevo presente, incluso en la repetición de imágenes, en la muestra que ahora se lanza al público, Identidad en el laberinto de la memoria. § La propuesta de trabajo que en los últimos años desarrolló nuestro fotógrafo está ordenada alrededor de una idea central: identificar las señales de (su) identidad en el complejo laberinto de la memoria. Son conceptos fuertes que definen sus objetivos como creador artístico, pero también como un ciudadano que se reconoce en una identidad plural y mestiza, forjada con la substancia de la memoria personal y familiar que él está buscando en los intrincados caminos de un laberinto. Un laberinto que tiene una boca en el Acopilco mexicano —lugar donde él tiene su morada familiar— y otra en la casa de O Castelo, en la tierras 20

Mi padre, el día de su primera comunión. [1948] Meu pai, o día da súa primeira comuñón.


Rocío y María Dolores Díaz Nieto. En la esquina superior izquierda puede verse la foto de la página anterior. [1951] Rocío e María Dolores Díaz Nieto. Na esquina superior esquerda pode verse a foto da páxina anterior.

de O Incio, donde nació su extensa familia antes de producirse su diáspora. Lo que está entre estas dos bocas son caminos andados por medio mundo, miradas viajeras, pasaportes con distintas visas y una pulsión esencial, que es dar un significado a esa identidad individual que acude ansiosa a las fuentes de la memoria familiar y tribal. La historia de las diásporas y de las migraciones está marcada a hierro por la hondura de estos recuerdos y por los desgarros producidos en el seno de las familias. La literatura que se ocupó de estos ámbitos identitarios es abundante, tanto en los lugares de partida como en los de acogida. Pero tal vez sea la fotografía el medio de expresión que mejor ha dado cuenta de la intensidad de afectos que rodea los procesos migratorios, pues el retrato fue con frecuencia el eslabón más fuerte que mantuvo unidas a las familias de una y de otra parte del Atlántico. Al lado de —si no en substitución— de las estampas de santos y vírgenes, los retratos de los familiares emigrados colgados de las paredes de las casas gallegas son la mejor demostración de este paisaje cultural doméstico, que volvía presentes a los ausentes. Identidad, memoria y laberinto son palabras fuertes que menudean en el pensamiento actual y que, con la aportación de la experiencia personal como “humus” fecundador, expresan emociones, movilizan voluntades y definen actitudes ante la vida e ante el porvenir. Dos de esas palabras —memoria, identidad— son de curso algo más reciente, pero la idea de laberinto goza de enorme tradición en el género literario de interpretación del ser o del alma de los pueblos y de las naciones, como muestran textos ya clásicos como los de Gerald Brenan sobre El laberinto español (1943), de Eduardo Lourenço sobre la identidad poscolonial portuguesa (O labirinto da saudade, 1978) y, más adecuadamente al caso que nos ocupa, el libro-manifiesto de Octavio Paz El laberinto de la soledad, publicado por vez primera en 1950 y que fue objeto de múltiples reediciones e, incluso, reflexiones complementarias. No disponemos de texto análogo en la cultura gallega reciente, pero parte de estas cavilaciones sobre la identidad gallega, sobre todo en términos culturales y políticos, está contenida en obras clásicas de la Xeración Nós, desde Otero Pedrayo (Ensaio histórico sobre a cultura galega, 1933) hasta Alfonso R. Castelao (Sempre en Galiza, 1944). Identidad que, en el plano visual, quisieron construir los artistas y emprendedores culturales Luís Seoane e Isaac Díaz Pardo, a través del Laboratorio de Formas de Galicia creado desde Argentina en 1963, como una apuesta por crear formas modernas con raíces galaicas, como muestra la estética del grupo Sargadelos. No viene al caso reparar sobre el repertorio de esa identidad, sea la mexicana o la gallega. Lo que me parece más pertinente es analizar algunos contenidos de esta exposición que permitan entender esa dupla identidad que, con las armas de la fotografía, quiere construir Pedro Tzontémoc Díaz. Llamaré la 21


atención, especialmente, sobre dos trazos de esa propuesta interpretativa. En primer lugar, la importancia de la tierra de la infancia y de la estirpe familiar como uno de los grandes polos de ese diálogo transatlántico. Y, en segundo lugar, el peso de la naturaleza en la construcción de esa identidad. Es posible que con esta elección esté reproduciendo la vieja idea determinista francesa, elaborada especialmente por Maurice Barrès, en la que la “tierra y los muertos” marcan el rumbo de los individuos. Pero si algo hay de todo esto es porque las personas que navegan por las imágenes tomadas por el fotógrafo están inermes o sorprendidas ante la grandeza de los lugares en que se encuentran, ya sea un monumento simbólico (Teotihuacan, Sierra Tarahumara, Santo André de Teixido, muralla de Lugo) o sea un lugar de vida cotidiana como sitios de ocio, moradas familiares e, incluso, iglesias. Más allá de eso, el fotógrafo no se deja guiar por la búsqueda del “tipismo” que fue tan común en los viajes de muchos de sus predecesores —el más ilustre de todos, la neoyorquina Ruth M. Anderson—, sino que trata de establecer un diálogo entre las dos culturas de las que se siente parte. Una mirada “emic” en términos antropológicos, que evita caer en la tentación de un punto de vista superior o distante. La imagen de la realidad gallega está tamizada por los recuerdos familiares y por la voluntad de identificar valores que dialoguen o se confronten con los mexicanos. Lo primero que llama la atención es el cuidado con que reconstruye la genealogía familiar, como una forma de poner nombre y cara a las “voces ancestrales” y de reconocer los familiares actualmente vivos. A partir de los primeros moradores de la casa familiar de O Castelo, en O Incio, acaban por aparecer hasta cuatrocientos parientes diseminados desde Galicia hasta México, Uruguay, Argentina y Venezuela. No parece, con todo, que se trate de un árbol genealógico clásico, sino de fijar una geografía de los afectos a través de las imágenes y de los retratos. Porque como reconoce el propio autor, “las imágenes son un medio que me permite ir de una experiencia a otra, de un encuentro conmigo mismo a otro” (Cuadernos de ruta, 2012). En el fondo, se trata de una agónica búsqueda de la identidad fundada en el poder redentor de la memoria, más que de trazar una historia más o menos heroica de la propia familia. La Galicia que se convierte en espejo de esa memoria es claramente plural, pero supeditada a enfoques y a opciones muy específicas. Más allá de la familia, hay una constante querencia por una tierra y una cultura claramente idealizadas: una tierra que el fotógrafo define como un lugar de “mitos, leyendas y creencias”, de hombres-lobo, de meigas y Santa Compaña, de vestigios antiguos como los pobladores de los castros, de murallas romanas y castillos medievales, de santuarios como Santo André de Teixido, de caminos que llevan a la montaña y, finalmente, de instantáneas que captan aquella morriña tantas veces evo22

Mis padres, Juan Luis Díaz Nieto y María del Refugio (Cucy) Lloréns, el día que huyeron de mis abuelos maternos para poder casarse. Otra serie de infinitas coincidencias en el camino hacia mi nacimiento. [1962] Meus pais, Juan Luis Díaz Nieto e María del Refugio (Cucy) Lloréns, o día que fuxiron dos meus avós maternos para poder casar. Outra serie de infinitas coincidencias no camiño cara ao meu nacemento.


Y finalmente heme aquí. Al lado de mi madre. [1971] E finalmente aquí estou. Ao lado de miña nai.

cada en los convivios familiares en México DF. Hay, con todo, alguna concesión a una mirada más cívica de la vida en Galicia, con retratos de mozos y mozas en fiesta, de romerías llenas de souvenirs y una visita a la Estación Marítima de Vigo, lugar de salida de sus familiares emigrantes, que vale por toda una propuesta de acción política: “cuando será el día que Europa erija el monumento a la emigración”, exclama el autor delante de la inanidad conmemorativa de aquel lugar que pisaron millones de personas en su ir y venir de América. Esta Galicia que el fotógrafo construye como un referente mítico es un reino de la lluvia, como es también su Acopilco mexicano, donde ahora mora. El país gallego es mucho menos colorista que las calles y casas mexicanas, pero también es un territorio cristianado con millares de cruces y cruceros. Y un espacio silencioso, como la casa paterna de O Castelo, donde pueden pacer las vacas, como aquellas que cuidaban en su infancia su abuelo y sus hermanos, hijos de “Papá Juanito” el patriarca de la tribu, sirve de hilo conductor del relato visual. Frente a esta Galicia que actúa como un referente mítico, parcialmente reconstruida con la memoria y con los sucesivos viajes a los orígenes, está la realidad mexicana de una cultura poderosa y contradictoria, mucho más atrayente que la gallega. El paisaje humano de las fotografías mexicanas está lleno de niños y de gente joven, de alegría y de vida en la calle. Las fiestas son verdaderamente comunitarias, en las que la fuerza comunal es superior a la suma de las personas y familias congregadas. Las calles están llenas de fuertes colores y de originales graffiti, sin que la trama urbana retratada transmita una armonía de conjunto. La abundancia de iglesias fotografiadas es algo más que un reconocimiento de su valor artístico, pues revela la existencia de una fuerte religiosidad popular, tal vez expresión sincrética entre el catolicismo llevado por los conquistadores y los cultos de tradición autóctona. Esta epifanía visual de dos culturas muestra, efectivamente, que una doble identidad está implícita en la mirada de Pedro Tzontémoc, por más que la parte mexicana presente una mayor fortaleza. Se trata de mostrar un sentimiento individual, que el autor asume como un mandato no escrito de su tribu, pero también de una construcción intelectual de diálogo intercultural, en el que cada una de las bocas de este laberinto se ve enriquecida. El viaje de Pedro Tzontémoc desde Acopilco a O Incio tiene algo más que la reconstrucción de una historia familiar y la búsqueda de una identidad dividida entre unos orígenes gallegos y la cultura mexicana de adopción. Sus visitas periódicas a Galicia coinciden con una fase vital en la que una nueva e incierta dolencia limita su movilidad física, pero no su lucidez analítica. Diagnosticado varias veces como enfermo de una esclerosis múltiple, después de más de cincuenta tratamientos ordenados por médicos y por curanderos, por fisioterapeutas y por lo que en Galicia llamaría23


mos “sabias” o meigas, sigue sin tener una respuesta oficial a su dolencia. Los resultados de esta peregrinación, contados con valentía y precisión por el propio paciente en un libro singular, locuralocúralocura (2010), muestran que la solución a sus problemas físicos no está fuera de sí. De acuerdo con su propia autodiagnosis, es posible que esa solución se encuentre en su interior y que la parcial inmovilidad que padece sea “consecuencia de algún asunto no resuelto, perdido en el laberinto de mi memoria”. Retornar a los orígenes galaicos es un modo de calmar esa herida y de encontrar una salida al laberinto de su ánima, que tiene prisionero a su cuerpo. A pesar de esta limitación física, Pedro Tzontémoc mantiene su pasión por la fotografía y por el lenguaje, como instrumentos de exorcismo de su dolencia. Y el resultado es esta muestra, un canto a la vida migrante de los antepasados, contada por uno de sus nietos a través de la fotografía, en una mirada en la que manda el interior sobre la realidad captada por la cámara: “ahora es la fotografía la que se mueve en torno a mí” y no a la inversa, confiesa Pedro Tzontémoc durante esta fase vital de retorno a la tierra de los ancestros. § Se ha dicho muchas veces que los seres humanos somos básicamente memoria y lenguaje. Somos porque recordamos y somos porque les podemos expresar y comunicar ese recuerdo a otros miembros de nuestra especie. Sin embargo, la memoria personal tiende a ser selectiva e, incluso, caprichosa, de modo que no es fácil saber por qué se recuerdan unas cosas y se olvidan otras. Esto dificulta y, al tiempo, regula el proceso de transmisión intergeneracional de la memoria tanto individual como colectiva. Cuando una persona, una familia y una colectividad quieren recordar no siempre lo pueden hacer de modo directo. Porque la experiencia, sobre todo si tuvo algo de traumática, limita o acota esa voluntad de recordar. No se olvida de todo, sino que permanece oculta hasta que una nueva mirada es capaz de descifrar lo que está escrito por debajo de la superficie visible. Por eso acontece con frecuencia que aquello que un individuo o una comunidad aparenta olvidar acaba siendo recuperado por sus descendientes, normalmente sus nietos. La historia de la segunda mitad del siglo pasado está llena de estos “guardianes” afectivos, en los que traumas producidos por guerras, genocidios o creación de fronteras brotan tiempo andado, cumpliéndose lo que se conoce como la “ley de la tercera generación”, en la que los nietos recuerdan lo que los abuelos aparentemente habían olvidado. Algo de esto acontece en el mundo de las migraciones, especialmente las de larga distancia producidas entre los países europeos y los americanos. Un emigrante abandona la tierra de nacimiento y, convertido a la llegada en inmigrante, aspira a integrarse en el lugar de destino. Esa integración laboral, 24

Con mi hermano Alfredo Díaz Lloréns (derecha) y nuestro padre. [1970] Co meu irmán Alfredo Díaz Lloréns (dereita) e o noso pai.


Sareli, mi hermana uruguaya, familiar por partida doble. Hija de Juan Luis Díaz Nieto y Selene Devitta Díaz. [1984] Sareli, a miña irmá uruguaia, familiar por partida dobre. Filla de Juan Luis Díaz Nieto e Selene Devitta Díaz.

social y cultural puede tener muchos matices, pero nunca resulta fácil borrar los pasados que viajaran con cada migrante. Y, en ese punto, acontece lo inesperado: que los nietos quieran saber de dónde vinieron sus abuelos, cuál era su familia y su cultura y, en definitiva, qué tipo de identidad personal y familiar tenían de inicio y cómo afectaron las pautas llevadas por los emigrantes a la construcción de una nueva identidad en su lugar de destino. Fue lo que hizo el nieto Pedro Tzontémoc con sus orígenes familiares en las tierras gallegas de O Incio. Recuperación no nostálgica ni nebulosa, sino que se confronta con la cultura del país de acogida con la que tiene que dialogar. Proceso intelectual y artístico que acometieron otros descendientes de emigrantes, como la escritora brasileña Nélida Piñon, que romancea esta épica migratoria en el gran libro A república dos sonhos (1984), en el que Breta, la nieta del protagonista Madruga, asume la obligación de contar la historia de la familia gallega como un ejemplo de contribución, con sus tradiciones campesinas de cultura oral y las leyendas heroicas de una raza celta, a la construcción de un país de inmigración como fue el Brasil contemporáneo. Los ejemplos colacionados son claramente desemejantes porque sólo se podrían comparar en el significado que les presta su inicio gallego. Pero sirven para ilustrar hasta qué punto es sólida, incluso pétrea, la memoria que lleva consigo el emigrante gallego llegado a América. Fueron allí en procura de riqueza y resulta que la mejor parte de esa fortuna la llevaban dentro de ellos, pegada a la piel. Suprema victoria de una cultura como la gallega, menos infeliz de lo que parece, que es capaz de vencer con las “armas del débil”. Y no es por acaso que este ejemplo de retorno a lo orígenes proceda de dos países americanos, como Brasil y México, que hicieron de su cultura autóctona y del valor del nativismo un emblema de su identidad cultural. Pero también confirman que la tentación de practicar la segregación cultural carece de la profundidad con que en otros países americanos de fuerte inmigración y procesos de melting pot se trató el bagaje cultural que desde Europa llevaron con ellos tantos millones de emigrantes. Pedro Tzontémoc Díaz Lloréns es un nieto consciente de la línea del tiempo en la que el destino lo colocó. Con su inquisitiva mirada de fotógrafo fue capaz de entender lo que había de común en las dos culturas de las que se siente heredero. Si su trabajo acuñó una visión renovada y original de la cultura y de la identidad mexicanas, gracias a este retorno a las tierras de sus antepasados también está modificando la identidad gallega con los aires procedentes del altiplano mexicano, desde ese Acopilco vivido que tiene algo de hermandad con O Incio imaginado. Santiago de Compostela, septiembre de 2014 25


Aguascalientes, MĂŠxico. 2012


Centro ceremonial huichol, Wirikuta. San Luis PotosĂ­. MĂŠxico. 1993


Ciudad de MĂŠxico. 1990


Ciudad de MĂŠxico. 2013


Vuelo sobre la ciudad de MĂŠxico. 1990 Voo sobre a cidade de MĂŠxico.


Ciudad de MĂŠxico. 1994


Ciudad de México. 2011

A Coruña, Galicia, España. 2011


Santiago de Compostela, Galicia, España. 2011

Edzná, México. 1990


Aguascalientes, México. 2012

Lugo, Galicia, España. 2012


Santiago de Compostela, Galicia, España. 2011

Monte Albán, México. 1983


Iztapalapa, MĂŠxico. 1984


Lugo, Galicia, España. 2012

San Lorenzo Acopilco, México. 2011


Cuauhtemoc. Ciudad de México. 2013

María Pita. A Coruña, Galicia, España. 2011


Castro de Santa Tegra, Galicia, España. 2011

Teotihuacan, México. 2001


Amanecer mexicano. El sol dirije la mirada hacia Europa. Veracruz, México. 2005

Atardecer gallego. El sol se duerme en América. Cabo Touriñán, Galicia, España. 2011

Amencer mexicano. O sol dirixe a mirada cara Europa.

Atardecer galego. O sol dorme en América.


Tlaxcala, México. 2012


Cacaxtla, México. 2012

Mondoñedo, Galicia, España. 2011


Lugo, Galicia, España. 2011

San Lorenzo Acopilco, México. 2011


Casa de Hernán Cortés en Veracruz, esencia del mestizaje. Antigua, México. 1992 Casa de Hernán Cortés en Veracruz, esencia da mestizaxe.


Infancia mestiza quinientos años después. Nayarit, México. 1992 Infancia mestiza quiñentos anos despois.


Tlaxcala, México. 2012

O Incio, Galicia, España. 2013


Cerveza mexicana en Galicia. Vigo, Galicia, España. 2011

Moda europea en México. Ciudad de México. 2012

Cervexa mexicana en Galicia.

Moda europea en México.


Ciudad de México. 2011

Vigo, Galicia, España. 2011


El vino español, la bebida de la uva. Santiago de Compostela, Galicia, España. 2013

El pulque mexicano, la bebida del maguey. Tlaxcala, México. 2012

O viño español, a bebida da uva.

O pulque mexicano, a bebida do maguey.


San Lorenzo Acopilco, MĂŠxico. 2012


Volcán Malitzin, México. 2012

Galicia, España. 2013

Volcán Popocatepetl, México. 2012


Juan Celestino Díaz González y Amelia Preziosi con sus cuatro hijos: Fidela, María Amelia, Ema Dolores y Juan Modestino. Maldonado, Uruguay. [1933]

Mi hermana uruguaya, Sareli Díaz Devitta con dos de sus hijos: Juan Ignacio y Pablo en compañía de su abuelo, mi padre. Piriápolis, Uruguay. 2008

Juan Celestino Díaz González e Amelia Preziosi cos seus catro fillos: Fidela, María Amelia, Ema Dolores e Juan Modestino.

Miña irmá uruguaia, Sareli Díaz Devitta con dous dos seus fillos: Juan Ignacio e Pablo en compañía do seu avó, meu pai.


Montevideo, Uruguay. 2008

Punta del diablo, Uruguay. 2008


Con mi padre y mi hermano en un domingo tradicional de aquellos tiempos. Ciudad de México. [1974] Con meu pai e meu irmán nun domingo tradicional daqueles tempos.

Aquí con mi padre y mi hermano, el tío José Luis y mis primos Damián, Cybele y Mariana. Ciudad de México. [1972] Aquí con meu pai e meu irmán, o tío José Luis e os meus curmáns Damián, Cybele e Mariana.


Condominio Castelo. San Lorenzo Acopilco, MĂŠxico. 2012

Condominio Castelo. 2013


Condominio Castelo. 2013

Condominio Castelo. 2013


Condominio Castelo. 2014

Condominio Castelo. 2014


Condominio Castelo. 2009

Mi padre y sus esculturas. 1989 Meu pai e as sĂşas esculturas.


Condominio Castelo. 2012

O Incio, Galicia, Espa単a. 2001


Identidad en el laberinto de la memoria Pedro Tzontémoc La urdimbre de relaciones entre España y México comenzó a tejerse con el encuentro de estos dos mundos en 1511, cuando Gonzalo Guerrero naufraga en tierras que hoy son mexicanas. Años después moriría peleando contra los conquistadores al defender la tierra y la cultura que hizo suyas, por lo que sería conocido como el padre del mestizaje. Quizá, el símbolo más enigmático de esa unión es la casa de Hernán Cortés en Antigua, Veracruz, porque es precisamente ahí donde la ceiba, árbol sagrado para la cultura indígena se entrelaza profundamente a la primera construcción europea en la América continental, al grado que los dos elementos dependen uno del otro para existir; como la esencia misma del mestizaje. Se gesta así un continente mestizo que iniciaría su independencia, en promedio, hace ya 200 años y que sin embargo no ha definido por completo su identidad mestiza, aún y cuando todos, en menor o mayor medida, lo somos y mi historia personal no está exenta de ese mestizaje. § La Historia con mayúscula, la que nos involucra a todos, es una trama de coincidencias que deciden y definen la historia personal de cada individuo, es una espiral de causa y efecto, una espiral en movimiento que se transforma en su totalidad con cada uno de nuestros actos, por insignificante que parezca o por trascendente que se considere. Identificar las consecuencias de la mayoría de estos actos es imposible, pero algunos de ellos dejan vestigios con los que se le puede dar seguimiento al delgado hilo del destino. No sé qué efectos haya tenido, tenga o tendrá en mi vida, por ejemplo, la búsqueda compartida de minúsculas conchas en una playa de Llançà y que aquellas que me fueron regaladas estén ahora, veinte años después, a diez mil kilómetros de su origen. Pero sé de las repercusiones que tendría un documental sobre México que hace más de un siglo viera un joven soldado español, mientras cumplía con el servicio militar en Marruecos durante la guerra del Rif. Puedo suponer la fuerza de una imagen, la de Xochimilco, que proyectada en un desierto debió parecer el espejismo de un paraíso distante. El encuentro de esa imagen y ese soldado, mi abuelo paterno, resultó crucial y decidió entonces que, de migrar, lo haría a México. Una imagen responsable de la gestación de toda una familia en otro continente, de mi propio nacimiento para que, entre muchas otras cosas, viajara a Llançà y escribiera este texto... 60

Con mis hijos, Citlalmina y Juan Luis Díaz Socci. [1989] Cos meus fillos, Citlalmina e Juan Luis Díaz Socci.


Con su mamá, Gloria Socci. [1992] Coa súa mamá, Gloria Socci.

§ Solo y sin contacto alguno, mi abuelo llega a México en 1925 para enfrentar una nueva realidad. Sabía hacer pan, con eso y con la entereza del inmigrante le bastó para consolidar una familia y definir su destino. Otros de sus hermanos y sobrinos harían lo mismo y la familia se extendería por México, Uruguay, Venezuela, Argentina, Estados Unidos... Inmediatamente después de finalizar la segunda guerra mundial, mi abuelo regresa con su familia mexicana a España, con el objeto de retomar su origen, pero algo en su identidad propia había sido trastocado. Fue recibido como “el americano” por su propia gente, en su propia tierra y luego de intentar el arraigo regresa a México donde moriría pocos años después sin dejar de ser “el gachupín”. En el barco, de vuelta a México, le aconsejó a su hijo de siete años, quien ya ceceaba por el tiempo vivido en España, que a partir de ese momento debía hablar como mexicano y asumirse como tal, confiriéndole suma importancia al asunto de la identidad personal. Mi padre escucharía el consejo y él me educaría a mí mismo en ese sentido. Sin embargo en el hogar de mi padre se mantendría la morriña, como los gallegos llaman a la nostalgia. Así pues, siendo yo mexicano de origen, de contexto, de educación, mi formación también estuvo marcada por los referentes de mis raíces españolas. Mi abuelo paterno murió muchos años antes de mi nacimiento, pero su presencia fue muy importante: las anécdotas de familia, la guerra civil, los recuerdos de Galicia solían acompañar las reuniones familiares y sobre todo la leyenda del Castelo que creó un mito en mi imaginería personal, una referencia en el laberinto de mi memoria... Se fue gestando así mi necesidad imperativa de viajar, de ver, del eterno retorno a otra parte. Pero mi identidad, mi memoria vivencial, la de la realidad inmediata, se iría construyendo a partir de otro eje: San Lorenzo Acopilco, un poblado montañoso al poniente de la Ciudad de México, por donde pasa el río en el que fuera lanzado el corazón de Copil, el mismo que fue arrastrado por las corrientes hasta el montículo sobre el cual un águila devoraría una serpiente, definiendo así el sitio exacto en que los aztecas fundarían Tenochtitlan. Ahí también fui receptor de leyendas y tradiciones locales y con el paso de los años se irían extendiendo los referentes que me definen como mexicano. Ese es el contexto en que se iría formando mi propia identidad; entre el allá mítico y el aquí tangible, dos ejes complementarios que se fusionan en el laberinto de mi memoria. EI primero alimentaría mi necesidad de movimiento, el segundo fijaría un punto de referencia para el resto de mi vida. Los extremos se tocan finalmente cuando en el 2009, gracias a la ley de memoria histórica, recibí la nacionalidad española sin perder la mexicana. 61


Laberintos que se unen en espirales encontradas que determinan mi historia personal de ese otro mestizaje, más allá del genético, que me define y me transforma. La serpiente se muerde la cola y mi propio nombre, de hecho, responde esencialmente a ello: Pedro, herencia de mi abuelo español y Tzontémoc, mi segundo nombre, como contrapunto indígena a la manera de la mayoría de los pueblos mexicanos, que tienen un nombre español y un “apellido” autóctono; como San Lorenzo Acopilco. De tal forma que soy mexicano y español, gallego por ascendencia paterna y catalán por la materna, de ahí mi filiación completa: Díaz Lloréns Pedro Tzontémoc, porque la identidad es el conjunto de rasgos propios de un individuo. Se puede decir que la identidad es una suma de identidades producto de la historia vivencial inherente a cada persona; así que soy católico por contexto, pero ateo por convicción; de izquierda y, también un tanto francés, como consecuencia natural de los años vividos en Francia. Influencias diversas que no debieron afectar a mi bisabuelo quien vivió toda su vida en Galicia. Sin embargo, en el mundo globalizado de hoy, otros factores determinan la identidad sin “salir de casa”. Poco importa si se es chino o español, parece que ahora la identidad se define al ser Canon o Nikon, Twitter o Facebook, IPhone o BlackBerry, Mac o PC... § La fotografía se presenta una vez más como la herramienta que, a manera de crisol, me permite fusionar todos los elementos en uno sólo. Es en este reconocerme en un espacio conocido (México) y conocerme en una región que prácticamente me era desconocida (Galicia), en esa búsqueda de opuestos y correspondencias, que la fotografía hace las veces de filosofía y la cámara funge como espejo en el cual se refleja y se revela mi propia imagen. Como en todos mis trabajos anteriores, éste se desarrolló sin un guion preestablecido porque fotografiar no es sólo documentar la realidad, aquella que se presenta frente a la cámara, sino de registrar el punto de encuentro entre el exterior que se vive y el interior de quien lo vive. Es ahí donde la mirada se transforma como reflejo de la transformación personal. Es en este proceso en el que gesta otra forma de ver que responde, necesariamente, a otra forma de ser, a una nueva identidad…El resultado de esta nueva transformación es ahora visible en La identidad en el laberinto de la memoria. Ciudad de México, octubre de 2014.

62

Citlalmina, Juan Luis Díaz Socci. 1989


Petroglifo de Campo Lameiro. Galicia, Espa単a. 2013


Familia: Galicia, 2001-2013. / Familia: Galicia, 2001-2013. Margarita Vázquez Alcalde, Ricardo Díaz López, Dolores Díaz Mendoza, José Manuel Díaz García, María García Díaz Ricardo Díaz García, Jaqueline García Díaz, Francisco Díaz Fernández, Elvira Pérez Díaz, Manuel Díaz Fernández Cristina Díaz Fernández, Juan Díaz Mendoza, Ángela Solar Vázquez, José Gabriel Vázquez Díaz, Lucía Iglesias García Nemesio Pérez Díaz, María de la Luz Díaz Mendoza, Francisco García Díaz, Mercedes Díaz García, Nabor Díaz Mendoza



Identidade labirinto memoria

no

da

Pedro TzontĂŠmoc


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