LIBROS
El debut de Atticus Lish PÁG. 17
EXPOSICIÓN
Pesadillas de la ciencia PÁG. 15
LIBROS
La otra vida de los fantasmas PÁG. 16
vidaculturaideas AHORA
2 - 8 DE SEPTIEMBRE DE 2016
minar y participaron en los movimientos contraculturales supieron dar forma a un relato cultural alternativo a la par que personal en unos años caracterizados por el crecimiento económico, por la expansión de las técnicas de reproducción visual y escrita, pero también por los conflictos sociales e internacionales. Ahora, dos grandes muestras, una en el Centro Pompidou de París dedicada a la generación beat, otra en el Victoria & Albert de Londres centrada en las culturas juveniles de la década de los 60, tratan de ahondar en cómo los rebeldes de la posguerra trenzaron literatura, música, drogas y activismo y dejaron un legado irrepetible.
PAULA ARANTZAZU RUIZ
Q
uién tiene derecho a definir el significado de negro y blanco, de masculino y femenino, de joven y viejo, de loco y cuerdo? ¿Qué autoridad nos asigna tales roles? ¿A qué intereses sirve el que interpretemos esos guiones ya preparados? ¿Cuándo nos apoderaremos de nuestras propias vidas, para vivirlas, para hacer con ellas lo que decidamos?”, se interrogaba Theodore Roszak, el principal teórico de la contracultura, en su obra Persona/Planeta (1978), señalando, a su pesar, lo constreñida que se encontraba a su juicio la sociedad estadounidense incluso después de las diferentes revueltas civiles, juveniles y políticas que sacudieron el país la década anterior. Fue en esos años de cambios y convulsiones cuando Roszak acuñó el término contracultura para definir aquella acción, fuera del tipo que fuera, por la cual los nacidos entre las almohadas de toda sociedad industrial se oponían a los valores dominantes. A pesar de la ambigüedad del concepto, o quizá por ello, la idea de la contracultura y todo lo que surgió de esta hizo fortuna. En más de un sentido. Hoy, como entonces, el término contracultura continúa siendo muy elástico, y en este se incluyen realidades y movimientos muy diversos, a menudo contradictorios. También hoy como en el pasado la contracultura es un territorio prolijo tanto a nivel creativo como en calidad de espacio desde el que teorizar acerca de las subculturas juveniles contemporáneas o sobre las diversas derivas de la izquierda política. Literatura hay para todos los gustos —desde el clásico teórico de Roszak El nacimiento de una contracultura (Kairós, 2005) a obras afines a trazar genealogías contraculturales más o menos acertadas como La contracultura a través de los tiempos. De Abraham al acid-house (Anagrama, 2006), de Ken Goffman o Rastros de carmín: una historia secreta del siglo XX (Anagrama, 2005), de Greil Marcus; aunque también se han dado ensayos combativos como Rebelarse vende (Taurus, 2004), de Joseph Heath y Andrew Potter, o Contra Debord (Melusina, 2005), de Frédéric Schiffter—; libros que si algo demuestran son las muchas y distintas posiciones sobre el fenómeno desde su mismo origen. De lo que no se duda en las obras citadas, por otra parte, es del enorme atractivo (económico) y de la estupenda fotogenia de la que gozó la contracultura y que sigue manteniendo; un aspecto conflictivo que tampoco fue pasado por alto por el propio Roszak en su obra teórica sobre el movimiento contracultural: “Los que se deciden a protestar de manera radical han de estar invenciblemente dispuestos a evitar el ser exhibidos en cualquier escaparate comercial, como si fuesen una fauna exótica traída expresamente del corazón de la selva virgen... por Time, Esquire, David Susskind, etc. […] Vanessa Redgrave, veterana del comité de las 100 sentadas en Whittehall, que viste de verde oliva fidelista para cantar baladas revolucionarias cubanas en Trafalgar Square, también presta su talento a la refinada pornografía playboy de películas como Blow-up”. Fotogénicos y huidizos, reivindicativos a la par que individualistas, aquellos que ayudaron a ger-
Beats: la experiencia del viaje
CONTRA CULTURA OBJETO DE MUSEO
Dos grandes muestras en el Pompidou, París, y en el Victoria & Albert, Londres, ahondan en la fascinación por la generación beat y por las revoluciones juveniles de los 60 como iconos culturales
CAMBIAR EL MUNDO. Manifestantes anti-Vietnam en el edificio del Pentágono en 1967. B. BOSTON THE W POST / GETTY Cartel de ‘Acid Test’ diseñado por Wes Wilson. CORTESÍA DE STEWART BRAND 1966 Cartel para el loco mundo de Arthur Brown en ‘OVNI’. MICHAEL LONDON Y NIGEL WAYMOUTH 1967 ‘Blow Up’, de MIchelangelo Antonioni, estrenada en 1966. COLECCIÓN MGM LA KLOBAL El vestido de Souper, 1966. KERRY TAYLOR SUBASTAS Djinn silla fácil, diseñada por Oliver Mourgue, fabricado por Airborne, 1963. VICTORIA AND ALBERT MUSEUM, LONDRES
En la peliculita Pull my Daisy (1959), de Robert Frank y Albert Leslie, el espectador amanece en la casa neoyorquina de un trasunto de Neal Cassady para ser testigo de todo lo que sucede a lo largo de una jornada en ese apartamento: aparecen Jack Kerouac o Allen Ginsberg entre otros ilustres poetas de su generación y dilatan las horas mientras beben, fuman, recitan poemas o estropean una cena de compromiso de su amigo Cassady. Filmado en el máximo apogeo del movimiento beat, el cortometraje de Frank y Leslie ilustra a la perfección no solo el método creativo del grupúsculo literario, sino también el espíritu de colaboración en el que se sostenía. Frank y Leslie filman, pero el guion, no tan espontáneo en su día como se creía, es de Kerouac, y quienes salen en pantalla son sus amigos y colegas de correrías literarias y noctámbulas. Nueva York, el be-bop, las veladas aparentemente anodinas bañadas en palabras y alcohol y alargadas hasta el amanecer del día siguiente en cualquier tugurio de la ciudad: todo eso cabe en la cinta de Frank y Leslie, y alrededor de este filme se articula, no en vano, el primer escenario de la exposición Beat Generation, que desde el pasado 22 de junio y hasta el próximo 3 de octubre ocupa buena parte del Centro Pompidou de París. Epicentro del terremoto beat, la Gran Manzana es, por tanto, el punto de partida de una muestra que sobre todo hace hincapié en la experiencia del viaje como elemento clave para comprender la mitología de este movimiento literario. De Nueva York se viaja a California, de ahí a México, a Tánger y, obvio, a París. El material expuesto es, así, amplísimo y recoge desde textos (revistas, críticas de obras, poemarios, etc.) a fotografía y películas organizados geográficamente. Tras Nueva York, la ruta mira hacia el oeste y entra en la librería City Lights, de San Francisco, visita obligada. También hay piezas de Bruce Conner y filmes de Christopher Maclaine, Stan Brakhage o Larry Jordan. En México y Tánger la exposición ahonda en las drogas expansivas, la psicodelia y el interés por las culturas atávicas a través de la mirada de William Burroughs o Paul Bowles. En París, finalmente, están las fotografías de Harold Chapman en los pasillos del Beat Hotel enseñan a Ginsberg o Gregory Corso, expuestas junto a ejemplos literarios de la técnica del cut-up, desarrollada por Brion Gysin, William Burroughs y Antony Balch, mientras se evoca el encuentro de parte de los beats con Man Ray o Marcel Duchamp, para entonces ya respetadas figuras de la otrora vanguardia parisina.
El término contracultura incluye movimientos muy diversos, a veces contradictorios El viaje no solo tiene que ver con el concepto de experiencia iniciática que se dibujaba en En el camino La exposición de París indaga en las drogas expansivas, la psicodelia y el interés por las culturas atávicas
Pero el viaje en el imaginario beat no solo tiene que ver con el concepto de experiencia iniciática que se dibujaba en En el camino (1957), de Kerouac. O al menos eso intenta recordar la muestra del Pompidou. Con las idas y venidas de Kerouac, Burroughs y Ginsberg, entre otros, comienza a forjarse la idea de una cierta simultaneidad en el tiempo y en el espacio, al menos en Europa y América, que explosionaría apenas unos años más tarde con las revoluciones sesentayochistas que parecieron estallar al mismo tiempo (Berkeley, el Mayo francés, la Primavera de Praga, México, etc.). Los beats aprovecharon y experimentaron con los nuevos aparatos de reproducción de voz y de imagen: adaptaron la literatura a los ritmos del jazz o juguetearon sobre el papel con las conversaciones y derivas poéticas grabadas con nocturnidad en un viejo magnetófono, pero también construyeron un relato que podía viajar junto a ellos, ser impreso, proyectado, repetido una y otra vez, y aunque no sustituye la experiencia de asistir al famoso recital de Howl [Aullido] en la Six Gallery, ayuda a difundir su propuesta. La literatura beat, entroncada por su ánimo romántico con los anhelos de la generación perdida, puede entenderse, no obstante, como un movimiento también sostenido por el uso de aparatos: tocadiscos, máquinas de escribir, magnetófonos, radios, cámaras de fotografía y de cine, también presentes en las vitrinas del Pompidou, recuerdan de dónde salían algunas de las fuentes de inspiración de los beats y la rapidez, dispositivo mediante, con Pasa a la página 14