Apuntes suizo-mexicanos

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APUNTES SUIZO-MEXICANOS

PABLO BOULLOSA



APUNTES

SUIZO-MEXICANOS

Por Pablo Boullosa

Los mexicanos no sabemos mucho acerca de Suiza. Suponemos que difícilmente las enchiladas suizas pueden ser realmente suizas, pues cómo conseguirían en los Alpes el chile y las tortillas, y vagamente asociamos con ese pequeño país tópicos como los relojes, la música tirolesa, la tipografía helvética, el cascabel al cuello de vacas felices, y ciertos quesos. Cosa curiosa, las enchiladas suizas saben mejor con queso manchego que con queso suizo, e inexplicablemente tampoco asociamos al queso manchego con Don Quijote, el natural de la Mancha más célebre de la historia, aunque se trate de una falsa historia. ¿Qué tan concientes somos de que “cantón” no es sinónimo de “casa”, como en la frase “nos vemos en mi cantón”? ¿Qué tanto podemos estar de acuerdo con otro lugar común (que menciona Orson Wells en la película El tercer hombre) según el cual los suizos viven tan ordenada y moralmente que sólo han podido inventar el cucú, mientras que, por ejemplo, los italianos, precisamente en los años de los peores desmanes de los Borgia, en medio del escándalo y los abusos, propiciaron un Leonardo, un Miguel Ángel, y todo un Renacimiento? Pero sobre Suiza pueden contarse varias cosas inolvidables. No por nada, Jorge Luis Borges eligió Ginebra para morir (y sí, muchos otros escritores han muerto en ginebra, vodka, whisky, tequila, etc., pero digamos que se trata de elecciones menos significativas). Además, la democracia moderna más antigua, valga la paradoja, y acaso también la más admirada, sea la de los cantones suizos, en algunos de los cuales las decisiones sobre muy diversos asuntos se toman entre todos los ciudadanos de forma oral y levantando la mano. Y eso pese a que hasta hace pocos años las mujeres no tenían


derecho al voto. Podían enojarse mucho, pero ni así las hubiéramos considerado en México dignas enchiladas suizas. Hoy quiero contar dos historias suizas memorables. Primero, la de Guillermo Tell. Se trata de un personaje mítico de la independencia suiza, que como sabemos fue obligado por el gobernador austriaco a colocar una manzana sobre la cabeza de su propio hijo y a dispararle con una flecha… a la manzana, no al hijo, pero como la distancia entre la fruta y la cabeza del chamaco era de sólo unos cuantos pelos, se comprende que no era tarea fácil. Tell, que después de la proeza pudo fundar un circo o una escuela de tiradores de cuchillos o incluso una frutería, decide en vez de eso luchar contra el dominio austriaco y de alguna manera inspira el levantamiento que llevaría a la independencia suiza, a finales del siglo XIV. A los suizos no les importó que la historia también fuera falsa, fue suficiente para animarlos. Schiller escribió una famosa obra de teatro basada en esta leyenda, y Rossini una ópera, como todas las suyas, deliciosa. La otra historia memorable que quiero recordar ocurrió en la segunda mitad del siglo XIX, y trata de un hombre de negocios suizo, llamado Henry Dunant. Dunant necesitaba adquirir unos derechos sobre agua en Algeria para cerrar un negocio. Algeria entonces se econtraba bajo dominio francés, así que Dunant viajó a París para obtener el permiso, pero allí le informaron que sólo con la firma del jefe de Estado obtendría sus derechos. ¿Quién gobernaba Francia? Napoleón III, sobrino de Napoleón Bonaparte. (Apunte suizo mexicano: Napoleón III había sido educado en Suiza, pues su familia, desde la caída de su tío, había sido desterrada de Francia. Cuando obtuvo el poder, una de sus muchas intervenciones desafortunadas en el exterior tuvo como propósito imponer a Maximiliano en el trono imperial de México.) El único problema es que para entonces Napoleón III se encontraba al frente de sus tropas, en plena guerra, en el norte de Italia. Así que hacia allá se dirigió Dunant, dispuesto a obtener la firma de Napoleón III aunque tuviera que distraerlo un mínimo instante de lo que parecían entonces las delicias de la guerra. Parecían, sí, pero no lo eran. La guerra, en efecto, tenía a la sazón un gusto heroico, resplandeciente, como si fuera poco más que una gran oportunidad para que los hombres lucieran sus vistosos uniformes e hicieran gala de valor y de patriotismo. Esta inmensa ingenuidad pudo sentirse todavía con gran fuerza en los muchachos que marcharon al frente en la Primera Guerra Mundial, un conflicto que todos suponían que no duraría más de unos cuantos meses (y que duró más de cuatro años). Como suele suceder, quienes fueron al frente en busca de fama y de aventuras regresaron horrorizados. Sólo después de esa experiencia la mayoría de los europeos adquieren conciencia del valor de la paz y de las atrocidades de la guerra. Pero me desvío del tema. Volvamos atrás, a 1859, cuando nuestro hombre de negocios suizo buscó a Napoleón III en sus cuarteles de Solferino. Las tropas francesas


estaban allí peleando contra los austriacos y apoyando al rey Víctor Manuel a consolidar la unificación de Italia, hasta entonces dividida en varios reinos peleados entre sí. Dunant llegó con Napoleón III justo a tiempo para presenciar la famosa batalla de Solferino, que por muy pocos pelos de diferencia ganaron las tropas francesas y piamontesas. Pero lo importante no es quién “ganó” sino cuántos perdieron: la cifra de muertos rondó los 39 mil, y de heridos otro tanto. Nuestro buen hombre de negocios Henri Dunant, católico como pocos católicos pueden jactarse de serlo, quedó absolutamente impresionado por el sangriento espectáculo, y decidió que había que hacer algo para ayudar a los heridos. Rápidamente coordinó los esfuerzos de ayuda hospitalaria, y logró convencer a Napoleón III de la necesidad de liberar a los médicos austriacos tomados prisioneros para que colaboraran en la atención a los heridos y enfermos. De alguna manera, en ese momento Dunant encarna lo que podemos llamar sin exageración la conciencia de la humanidad, que no tiene que ver con lo que la mayoría de las personas piensan ni con un sondeo de opinión, sino con lo que hay de más humano en el ser humano. Nada era más humano que Dunant en esa batalla, por desgracia tan inhumana como tantas otras. Los esfuerzos de Dunant culminarían extendiéndose hasta la llamada Convención de Ginebra, que contempló la creación de la Cruz Roja en 1864, y que defiende los derechos de la población civil en tiempos de guerra y el trato humano a los prisioneros. Dunant sería el primer ganador del premio Nobel de la Paz, en 1901. El primer mexicano en ganar un premio Nobel lo obtuvo en el mismo rubro, es decir que no fue Octavio Paz, sino Alfonso García Robles, quien colaboró a detener la proliferación de armas nucleares en Latinoamérica y se llevó el Nobel en 1982. Lo que pocos recuerdan es que Henri Dunant nunca obtuvo sus derechos de agua en Algeria, por lo que sus negocios fracasaron. Sus negocios, pero no su alma.



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