La irrupción en Bogotá de la carrera Décima, a mediados del siglo XX, fue, además de un paliativo para la movilidad del centro de la ciudad, un hecho simbólico de la historia de la Capital: representó el ingreso de Bogotá a la modernidad, con la adopción de patrones arquitectónicos de vanguardia –que rompían con la hegemónica mezcla de los estilos colonial y republicano– y la existencia de una élite comercial y profesional que, escapando del nebuloso panorama político que vivía el país, promovió proyectos de desarrollo para la urbe como la avenida en cuestión.