La Infancia Perdida

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conseguido soportar las bajas temperaturas que aquella noche habían barrido la cubierta de la nave. –¡Descanse en paz! –dijo para sí Juan, mientras recordaba con amargura cómo aquella madrugada, cuando no podía conciliar el sueño, llegaba a sus oídos el murmullo de la fiesta que en los elegantes salones del trasatlántico, celebraban los multimillonarios viajeros, ajenos a lo que ocurría más abajo. Aún no se divisaba la costa de Argentina. Todavía estaban en aguas internacionales, con lo cual a los pocos minutos, una vez que uno de los médicos que asistía en el barco certificó la muerte de aquel pobre hombre, dispusieron de una caja mortuoria de las que ya tenían preparadas para atender tales casos, tan frecuentes en estas travesías entre los emigrantes. Metieron el inanimado cuerpo en la caja y sin ceremonia alguna, aplicaron la ley del mar, deslizando el ataúd por una rampa hacia el fondo marino. Andrés quedó apoyado en la baranda de la cubierta de popa, en el mismo lugar en el que, unas horas antes, el cadáver de un hombre había sido arrojado al mar. Y pensó en el duro precio que había pagado por pretender escapar de la miseria. –¿Tendremos nosotros mejor suerte? –se preguntó mientras mantenía su mirada perdida en el horizonte. De pronto la voz de su padre le sacó de su abstracción, cuando dijo con júbilo: –¡Mirad chicos! ¡Ya se ve la costa! Y dando un salto de alegría se dirigió a María para abrazarse a ella y compartir aquel inolvidable momento. Al cabo de una hora el potente y ronco rugido de la sirena del barco, surgió rompiendo el silencio. A lo lejos la silueta de los edificios del puerto bonaerense, apenas visible por la bruma, se insinuó a los ojos expectantes de los pasajeros. Una vez que el

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