El sol en el arroyo

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poco, los primeros frutos. Sólo faltaban ya algunas jornadas para lograr su pleno desarrollo. En una tarde cálida y primaveral había salido Juan, como solía, a hacer su larga caminata, atento en descubrir plantas y semillas. Los negros nubarrones que se estaban formando le hicieron anticipar el regreso. Presagiaban lluvia y decidió protegerse en la cabaña. Unos minutos después de su llegada, la tormenta empezó a descargar, primero suavemente, impregnando el aire con un adusto aroma de humedad de tierra. Todo era calma. A lo lejos, se podía ver el cielo, azul intenso y limpio en todas direcciones. Era una tormenta local que, de forma inesperada, empezó a enfurecerse y desatarse con fuerte lluvia, viento y granizo. Juan, resguardado en el interior de la cabaña, permaneció ensimismado, detrás de la ventana, contemplando con admiración la potencia de los elementos. Por fin, desahogada la naturaleza de su preñez, todo volvió a su calma inicial. El sol brilló de nuevo con fuerza, en un aire límpido, y el horizonte apareció nítido y radiante. Juan sintió la urgencia de salir e incorporarse a aquel momento irrepetible. Inundó sus pulmones de aire hirientemente fresco y limpio, de olor a tierra mojada y de plenitud, mientras sus pasos lo trasladaban de una parte a otra de los alrededores , rodeó la casa y, de pronto, se encontró frente al hortal. Toda la maravilla de aquel instante quedó quebrada para siempre. El mundo entero se hundió con él cuando ante sus ojos se mostró el sembrado. No había quedado nada. Todo era un barrizal salpicado de matas destrozadas y frutos machacados. Aquella visión, símbolo de la constante de su vida, lo derrotó por completo y, sin aliento, cayó de

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