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"La Cazadora" Felipe Armando González Pág

G A C E T A P A R N A S U S J U L I O 2 0 2 1 | V O L . 0 7

LA CAZADORA

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Felipe Armando González

Ilustración Lisi Solange Albarenga

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Desde los puestos más lejanos de la estancia de Jorgelina de Hertelendy, la condesa de Failly, llegaban noticias acerca de los desmanes de un yaguareté que atacaba con inusitada ferocidad, vacas, caballos, ovejas y cabras. El capataz del establecimiento dijo que en el silencio de la madrugada escuchó, lejano, su rugido; que era muy potente y que metía miedo de tan solo escucharlo, que eso le hizo recordar lo que un indígena guaraní le contó sobre el jaguarete ava y la kuña paje, una bruja que de noche se convertía en tigre y salía a devorar animales y hombres solitarios y que al amanecer se reconvertía en mujer, volviendo a su guarida, en la espesura del monte. La condesa, con la urgencia de matar al jaguarete, reunió a los peones y mientras unos se organizaban para defender la estancia, otros salían a buscar a un cazador. Escucharon un fuerte rumor de una cazadora llamada Sabina Benítez, que tenía fama de enfrentar a los tigres sin que le tiemble la mano en disparales con la escopeta con balas bendecidas y cortarles la cabeza con un puñal también bendecido, según se decía, en la Basílica de Caacupé. Se comentaba que no les tenia piedad y que vivía para encontrar a una tigresa que le había dejado una profunda herida en una mejilla y matado a la única hija. Al día siguiente, a la madrugada, llegaron los peones con la cazadora. Su aspecto físico impresionaba: Alta, robusta, rostro ovalado, largos cabellos caoba, nariz respingona, mentón partido, piel trigueña y una mirada profunda, glacial, clavada desde unos ojos negros como la noche más oscura. Coronaba su cabeza con un sombrero de paño marrón de alas angostas, con banda de cuero, adornada con dientes de tigres y una chaqueta del mismo color, y venía acompañada de varios perros de caza. Después de los saludos y presentaciones, comenzaron los preparativos para internarse en el monte: todos con lazos, caramañolas y el atuendo indicado para estos casos: guardamonte, polainas, sombreros retobados en cuero y machetes afilados para abrirse paso en la espesura de los albardones de los riachos y lagunas, que es la geografía preferida de las bestias, cuando andan detrás de los guazunchos, jabalíes y moritos.

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Juliette, la hermosa francesa, piel muy blanca, largos cabellos gris pardo y ojos azules. Entabló amistad con Jorgelina en la época en que ésta vivió en Paris. Se conocieron en la torre Eiffel, deambularon, jóvenes y alegres en los mil recovecos que tiene la ciudad luz y tenían cierta predilección por el restaurante Julio Verne. A Juliette le gustaban los caballos, en especial los de raza pura y la vida en el campo. Cuando Jorgelina se volvió a su tierra, se prometieron el reencuentro y eso parecía que estaba por ocurrir, ya que en esos días la parisina decidió una visita sorpresa a Jorgelina y estaba en camino. Ya muy próxima a destino, se desató una fuerte tormenta y la abundante lluvia provocó raudales y correderas que llevó a la camioneta en que viajaba a estrellarse contra un enorme árbol. El chofer, más baqueano de la zona sobrevivió al accidente, pero Juliette desapareció sin dejar rastro. Al conocerse la noticia, Jorgelina dio la orden de encontrarla a como dé lugar, y mostró a los peones una foto de varios años atrás. Coincidiendo las salidas, todo el grupo se puso en movimiento. La cazadora montó a caballo y al poco rato consiguió los rastros del jaguarete, recién marcados y comenzó el acecho. Después de varias horas en marcha, empezó a oscurecer. El monte lentamente se fue quedando sin luz, y aunque una brillante luna llena inundaba de reflejos los claros entre árboles y matorrales era imposible ver nada. Decidieron acampar. Dos hombres hicieron una buena fogata y el resto se dispuso en círculo en torno a la lumbre. Los perros, cansados, se echaron a dormir cerca. En el silencio medroso y agotado que habitaba a los hombres, se pudo escuchar claramente a los urutaúes en algún lugar entre los árboles, como si fueran lamentos de personas y que según los lugareños, es presagio de mala muerte. De pronto, todo quedó en silencio, y entonces, en medio del no ruido de esa noche paralizada, se escuchó, casi al borde del campamento, el rugido estremecedor de aquella bestia. Todos quedaron inmovilizados por aquel rugir más, la cazadora, con mucha experiencia entrecerró los ojos y agudizó el oído para percibir el mínimo tris en aquel mar de silencio.

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Los perros aterrados, con el rabo entre las patas, temblaban de miedo, sin emitir el menor gruñido y alguno comentó en voz baja después, que hasta se mearon encima. Y no solo los perros. Súbitamente Sabina, abrió desmesuradamente los ojos y la boca, y sin emitir voz alguna, levantó lentamente la escopeta que llevaba y disparó, recargó velozmente y volvió a disparar. Se escuchó el chasquido del impacto en la espesura y el revolcón del animal herido, pero en ese mismo instante, cuando el alivio emocional parecía que regresaba, hombres y perros quedaron nuevamente petrificados por el aullido agudo y penetrante de una loba que ferozmente ataca a la tigresa. Sin perder la calma, Sabina disparó varias rondas con aquella escopeta hacia el lugar donde sucedía la pelea y estaba segura que había dado en el blanco. Eran cartuchos de balines bendecidos y ella sabía que ésta era la ocasión en que debía usarlos. Heridas en lugares sensibles, las bestias fueron atacadas por los perros que recobraron coraje al ver a los hombres avanzar hacia la espesura del monte. Pudo sentirse la huida de las bestias y se detectó la dirección aproximada por los ladridos de los perros que las seguían: Una hacia los trozos de tierra alta que se elevan en la margen del río. Al rato los perros regresaron, jadeantes y mojados. Esperaron a que amaneciera. El grupo se dividió en dos. Unos, encabezados por la cazadora, siguieron los rastros de sangre que dejó la tigresa. Los otros, siguieron los de la loba, hacia las arenas del río. Las lluvias recientes dificultaban el avance, pero apenas llegaron a la playa, observaron los restos de una mujer flotando en las aguas del río. La trajeron a la orilla y para sorpresa y desconcierto de los peones, su rostro coincidía con el que estaba en la fotografía que la condesa les había mostrado antes de salir. Sin decir nada, se persignaron y se sentaron a esperar. Tenía dos heridas de bala, en el cuello y la cadera. La cazadora, los hombres restantes y los perros llegaron hasta una guarida de ramas entrelazadas y olores nauseabundos.

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Por todos lados encontraron cráneos y huesos de animales. Sabina hizo la señal de la cruz en la frente y entró al cubil, decidida y enardecida. Lo que vio no le movió una pestaña: Una mujer moribunda, de piel morena, con ojos amarillo verdoso que se estaba desangrando por las heridas de bala recibidas en el cuello y las piernas. Se murió con la boca abierta, con los afilados colmillos a la vista. La cazadora, en un acto de furia y sin piedad, extrajo un puñal y le cortó la cabeza que tras mirarla un largo rato, la enterró en un lugar apartado. Había llegado el día de la venganza por la muerte de su pequeña hija. Los dos muertos fueron llevados a la estancia en un caballo. La condesa Jorgelina reconoció a su amiga Juliette. Se abrazó largamente a su cuerpo y lloró desconsolada, luego ordenó a los peones que la entierren cerca de un árbol de flores rojas y que le ponga una cruz. Otros, juntaron leña, prendieron fuego e incineraron el cuerpo decapitado de la kuña jaguarete hasta que solo quedó cenizas. La abuela le contó este relato a la nieta en un día de fuerte lluvia entre rayos y truenos. En medio de la mesa de madera había una gruesa vela blanca que iluminaba el espacio y daba un aire de suspenso. Miriam tomó coraje y le preguntó si era verdad lo de la mujer loba y la kuña jaguarete. La abuela se levantó pesadamente y de un viejo baúl extrajo una antigua escopeta, unos cuantos cartuchos de color anaranjado y un sombrero de paño marrón de alas angostas, con banda de cuero, adornada con dientes de tigres. Si. Es verdad, dijo la abuela. Yo era la cazadora.

Autor: Felipe Armando González Clorinda- Formosa Seudónimo: Lord Byron

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