El inquisidor. La Orden de la Oscuridad I

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El inquisidor

La Orden de la Oscuridad I


Gregory, Philippa, 1954 El inquisidor (La Orden de la Oscuridad I) / Philippa Gregory ; traductora Patricia Torres Londoño. -- Editora Margarita Montenegro Villalba. -- Bogotá : Panamericana Editorial, 2015. 324 páginas : ilustraciones ; 23 cm. Título original : Changeling (Order of Darkness I) ISBN 978-958-30-5017-6 1. Novela histórica 2. Novela inglesa 3. Misterio - Novela 4. Inquisición - Novela I. Torres Londoño, Patricia, traductora II. Montenegro Villalba, Margarita, editora III. Tít. 813.5 cd 21 ed. A1498368 CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

Primera edición en Panamericana Editorial Ltda., octubre de 2015 Título original: Changeling (Order of Darkness I) © 2012 Simon & Schuster UK Ltd., 1er piso, 222 Gray’s Inn Road, Londres, WC1X 8HB, A CBS Company © 2012 Philippa Gregory © 2015 Panamericana Editorial Ltda., de la versión en español Calle 12 No. 34-30. Tel. (57 1) 3649000 Fax: (57 1) 2373805 www.panamericanaeditorial.com Bogotá D. C., Colombia

Editor Panamericana Editorial Ltda. Edición Margarita Montenegro Villalba Mapas e ilustraciones © Fred van Deelen Traducción del inglés Patricia Torres Londoño Diseño de carátula Rey Naranjo Editores Guardas Fra Mauro, monje de la Orden de la Camáldula, 1449. © DEA/F. FERRUZZI/ Getty Images Fotografías de carátula © Evdokimov Maxim, © Shaunl Diagramación Martha Cadena, Alejandra Sánchez

ISBN 978-958-30-5017-6 Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor. Impreso por Panamericana Formas e Impresos S. A. Calle 65 No. 95-28. Tels. (57 1) 4302110-4300355. Fax: (57 1) 2763008 Bogotá D. C., Colombia Quien solo actúa como impresor Impreso en Colombia - Printed in Colombia


El inquisidor

La Orden de la Oscuridad I

Philippa Gregory Traducción Patricia Torres Londoño


EL V I AJ E DE LUCA


Castillo de Sant’Angelo Roma, junio de 1453



Los golpes en la puerta lo despertaron con un sobresalto, como si acabaran de disparar un arma frente a él. El joven se apresuró a tomar la daga que mantenía bajo la almohada, mientras apoyaba los pies descalzos sobre el suelo helado de la celda de piedra. Estaba soñando con sus padres, con su antiguo hogar, y apretó los dientes para hacerle frente a la horrible sensación de nostalgia que siempre lo invadía cuando recordaba todo lo que había perdido: la granja, su madre, su antigua vida. Cuando oyó otro atronador golpe en la puerta, empuñó la daga y la escondió detrás de su cuerpo, mientras quitaba el cerrojo de la puerta y la entreabría con cautela. Afuera había una figura cubierta con una capucha oscura, flanqueada por dos hombres corpulentos, cada uno con una antorcha encendida. Uno de los hombres levantó la antorcha, de manera que la luz cayó sobre el joven delgado y de pelo oscuro, vestido con unos pantalones bombachos y desnudo de la cintura para arriba, cuyos ojos almendrados parpadeaban bajo un flequillo. Tenía cerca de diecisiete años, y su cara reflejaba la dulzura de un niño, pero su cuerpo era el de un joven forjado por el trabajo duro. —¿Luca Vero? —Sí. —Tiene que venir conmigo. El joven vaciló.


8 —No sea tonto. Nosotros somos tres y usted es solo uno, y la daga que está escondiendo detrás de la espalda no nos va a detener. —Es una orden —dijo el otro con brusquedad—, no una petición, y usted hizo votos de obediencia. Luca había jurado obedecer las órdenes de su monasterio, no a estos desconocidos, pero la realidad era que lo habían expulsado de allí y ahora parecía como si tuviera que obedecerle a cualquiera que le gritara una orden. El muchacho regresó a la cama, se sentó para ponerse las botas, deslizó la daga dentro de la funda que tenía escondida, se puso una camisa de lino y por último se echó sobre los hombros su gastada capa de lana. —¿Quiénes son ustedes? —preguntó mientras avanzaba con renuencia hacia la puerta. El hombre no respondió, simplemente dio media vuelta y comenzó a caminar, al tiempo que los dos guardias esperaban en el corredor a que Luca saliera de su celda y lo siguiera. —¿A dónde me llevan? Los dos guardias empezaron a caminar detrás de él sin contestar. Luca quería preguntar si se encontraba bajo arresto, si lo estaban llevando hacia una ejecución sumaria, pero no se atrevió. La pregunta misma despertaba su miedo, y reconocía que le daba terror escuchar la respuesta. Aunque el aire estaba helado y las paredes de piedra estaban frías y húmedas, Luca podía sentir cómo sudaba de pavor bajo su capa de lana. Sabía que este era el lío más grave en el que había estado en su corta vida. Hacía solo un día que cuatro hombres con capuchas negras lo habían sacado de su monasterio


9 y lo habían llevado allí, a esa prisión, sin darle ninguna explicación. Luca no sabía dónde estaba ni quién lo tenía capturado. No sabía qué cargos podría enfrentar. No sabía cuál podría ser el castigo. No sabía si lo iban a golpear, a torturar o a matar. —Insisto en ver a un sacerdote, quisiera confesarme… —dijo Luca. Sin embargo, los hombres que lo llevaban no le prestaron ninguna atención mientras lo empujaban por el estrecho pasillo de muros de piedra. Todo estaba en silencio y las puertas de las celdas que había a lado y lado estaban cerradas. Luca no sabía si se encontraba en una prisión o en un monasterio, solo sabía que hacía mucho frío y que no se oía nada. Debía ser un poco más de la medianoche. El lugar estaba a oscuras y en completo reposo. Los hombres que lo llevaban no hacían ningún ruido mientras avanzaban por el pasillo ni después al bajar por unos escalones de piedra y atravesar un gran vestíbulo, para tomar enseguida una pequeña escalera en espiral que los llevó hacia una oscuridad que se hacía cada vez más profunda, al tiempo que el aire se volvía cada vez más y más frío. —Exijo saber a dónde me llevan —insistió Luca con voz temblorosa a causa del miedo. Nadie le respondió; en lugar de eso, el guardia que iba detrás se le acercó un poco más. Al llegar al final de las escaleras, Luca solo pudo ver una pequeña entrada de arco y una pesada puerta de madera. El hombre que iba delante la abrió con una llave que sacó del bolsillo, e hizo una seña que indicaba que Luca debía entrar. Al ver que el muchacho vacilaba, el guardia que estaba detrás simplemente se acercó un poco más hasta


10 que el amenazante volumen de su cuerpo empujó al joven hacia delante. —Insisto en… —dijo Luca casi sin aire. Un empujón lo lanzó a través de la puerta, y Luca contuvo el aire al ver que se detenía al borde mismo de un muelle alto y estrecho, bajo el cual se veía una barca que se mecía sobre un río, cuya lejana orilla apenas podía distinguir en medio de la oscuridad. El joven se echó hacia atrás para alejarse del borde, y de repente se sintió mareado al presentir que a aquellos hombres les daría lo mismo tanto arrojarlo sobre las rocas que se veían abajo como acompañarlo a bajar por las empinadas escaleras que llevaban hasta la barca. El primer hombre bajó con pies ligeros por los escalones húmedos, se subió a la embarcación y le dijo algo al barquero, que esperaba en la popa e impedía que la corriente arrastrara la barca con los hábiles movimientos de un solo remo. Luego miró hacia arriba y clavó los ojos en la cara apuesta y blanca del joven. —Baje —le ordenó. Luca no podía hacer nada más. Siguió al hombre por los escalones resbalosos, se subió a la barca y se sentó en la proa. El barquero no esperó a los guardias, sino que orientó la embarcación hacia el centro del río y dejó que la corriente los arrastrara a lo largo de la muralla de la ciudad. Luca bajó la vista hacia las aguas negras. Si se lanzaba al agua por el lado de la barca, sería arrastrado río abajo; quizá pudiera nadar con la corriente y llegar a la otra orilla para escaparse. No obstante, el agua fluía con tanta rapidez que lo más probable es que terminara ahogándose, pensó, si es que los hombres no salían a perseguirlo con la barca y lo golpeaban con el remo hasta dejarlo inconsciente.


11 —Mi señor —dijo tratando de infundirle a su voz un poco de dignidad—. ¿Ya puedo preguntarle a dónde nos dirigimos? —Pronto lo sabrá —fue la respuesta que recibió. El río corría como si fuera un gran foso que rodeara las altas murallas de la ciudad de Roma. El barquero mantuvo la pequeña embarcación cerca de la protección de las murallas, al abrigo de la vigilancia de los guardias que observaban desde arriba; luego Luca vio delante de ellos la amenazante forma de un puente de piedra, y justo enfrente una reja incrustada en una entrada, en forma de arco, en medio de la muralla. Mientras la barca se dirigía a la entrada, la reja se deslizó hacia arriba sin hacer ruido, y con un hábil empujón del remo, un movimiento que se veía que el barquero había realizado muchas veces, la embarcación penetró en un depósito iluminado por antorchas. Al sentir una profunda punzada de temor, Luca deseó haberse arriesgado a lanzarse al río. Media docena de hombres de rostro adusto lo estaban esperando allí, y mientras el barquero se agarraba de un oxidado aro incrustado en la pared para estabilizar la barca, los hombres se agacharon y sacaron a Luca de ella para empujarlo luego por un angosto corredor. Más que verlas, Luca se sintió rodeado de gruesas paredes de piedra que corrían a lado y lado. También sintió bajo los pies un suelo de tablas de madera pulida. Muerto de miedo, podía oír su propia respiración cuando se detuvieron frente a una pesada puerta de madera. Entonces golpearon una sola vez y esperaron. Enseguida se oyó una voz que venía del interior: “Siga”, y los guardias abrieron la puerta de par en par y empujaron a Luca hacia dentro con su corazón que palpitaba como


12 loco. Luca se quedó de pie, parpadeando rápidamente para acostumbrarse al súbito resplandor de docenas de velas de cera, mientras oía cómo la puerta se cerraba en silencio detrás de él. Un hombre estaba sentado frente a una mesa, con muchos papeles delante. Llevaba un manto de rico terciopelo, de un azul tan oscuro que parecía casi negro, y su capucha escondía totalmente su cara a los ojos de Luca, que esperaba frente a la mesa, tragando saliva de forma nerviosa. Pasara lo que pasara, decidió Luca, no iba a implorar por su vida. De alguna forma encontraría el coraje para enfrentar lo que fuera que le esperaba; sin embargo, no estaba dispuesto a rebajar su dignidad ni la memoria de su estoico y fuerte padre lloriqueando por su vida como una chiquilla. —Debe estar preguntándose por qué está aquí, dónde se encuentra y quién soy yo —dijo el hombre—. Le diré todo eso, pero primero debe responder a todo lo que le pregunte. ¿Entendido? Luca asintió con la cabeza. —No debe mentirme. Su vida depende de eso, y no puede saber cuáles son las respuestas que preferiría oír. Por lo tanto, asegúrese de decir la verdad: sería una tontería morir por una mentira. Luca trató de asentir de nuevo, pero se dio cuenta de que estaba temblando. —¿Se llama Luca Vero, es un novicio del monasterio de San Xavier y entró en el monasterio cuando era un niño de once años? ¿Es huérfano desde hace tres años, debido a que sus padres murieron cuando tenía catorce? —Mis padres desaparecieron —dijo Luca, y carraspeó para aclararse la garganta, cerrada por el miedo—.


13 Es posible que no estén muertos. Fueron capturados durante un ataque otomano, pero nadie vio que los mataran. Nadie sabe dónde se encuentran ahora, pero es muy posible que todavía estén vivos. El inquisidor anotó algo sobre el papel que tenía enfrente. Luca se quedó mirando la punta de la pluma negra mientras se movía sobre la página. —¿Tiene la esperanza de que sus padres estén vivos y regresen algún día? —dijo con sorna como si abrigar esa esperanza fuera la mayor locura. —Así es. —Fue educado por los hermanos y juró unirse a su orden sagrada; sin embargo, acudió a su confesor y luego al abad para decirles que la reliquia que conservan en el monasterio, un clavo de la Cruz de Cristo, es falsa. El monótono tono de la voz del hombre sonaba sufi­ cientemente acusador, y Luca supo enseguida que lo estaban acusando de herejía. También sabía que el único castigo para quien comete herejía es la muerte. —No fue mi intención decir que… —¿Por qué dijo que la reliquia es falsa? Luca bajó la mirada hacia sus botas y contempló el suelo de madera oscura, la pesada mesa y las paredes pintadas con cal… cualquier cosa con tal de no tener que ver la cara oculta de su interrogador de voz suave. —Le pediré perdón al abad y haré penitencia —dijo—. No fue mi intención decir una herejía. Juro ante Dios que no soy un hereje. No fue mi intención hacer algo malo. —Yo seré el juez de eso, pero he visto a hombres más jóvenes suplicando clemencia en el potro, hombres que han hecho y dicho cosas menos graves, mientras sus huesos son


14 arrancados de las articulaciones. He escuchado cómo imploran por ser enviados a la hoguera hombres mejores que usted, ansiando la muerte como la única forma de librarse del dolor. Luca sacudió la cabeza al pensar en la Inquisición, institución que podía imponerle semejante destino y hacérselo cumplir, mientras creía que todo eso contribuía a la gloria de Dios. Sin embargo, no se atrevió a decir nada más. —¿Por qué dijo que la reliquia es falsa? —No fue mi intención… —¿Por qué? —Es un clavo de cerca de siete centímetros y medio de largo y unos seis milímetros de ancho —dijo Luca con renuencia—. Usted mismo puede verlo. Aunque ahora está montado en una base de oro y cubierto de joyas, igualmente se puede ver el tamaño del clavo. El inquisidor asintió con la cabeza. —¿Entonces? —La abadía de San Pedro tiene un clavo de la Cruz. Al igual que la abadía de San José. Busqué en la biblioteca del monasterio para ver si había más clavos y hay cerca de cuatrocientos clavos solo en Italia, además de los que hay en Francia, en España y en Inglaterra. El hombre se quedó esperando en medio de un silencio muy poco prometedor. —Calculé el tamaño que podrían tener los clavos —dijo Luca con resignación—. También calculé el número de trozos en los que habrían podido partirlos. Los cálculos no me daban. Hay demasiadas reliquias para que todos esos clavos provengan de una sola crucifixión. En la Biblia se habla de un clavo en cada mano y otro que atravesaba los


15 pies. Eso solo son tres clavos. —Luca miró de reojo la cara oculta de su interrogador—. No es una blasfemia decir eso, yo creo que no. En la Biblia misma se expresa con claridad. Luego, si uno cuenta los clavos empleados en la construcción de la Cruz, debería haber cuatro en el cruce central para sostener el travesaño. Eso da siete clavos originales, solo siete. Digamos que cada clavo tiene cerca de doce centímetros y medio de largo. Eso da cerca de ochenta y siete centímetros de clavos empleados en la Santa Cruz. No obstante, hay miles de reliquias, lo cual no quiere decir que un clavo en particular, o un fragmento de este, sea genuino o no. No me corresponde a mí juzgar eso. Sin embargo, no puedo dejar de observar que sencillamente hay demasiados clavos para que todos ellos provengan de la misma Cruz. El hombre continuó sin mediar palabra. —Son únicamente números —dijo Luca con impotencia—. De esa forma pienso yo, en números. Los números me interesan. —¿Se impuso la tarea de estudiar esto? ¿Se tomó la atribución de decidir que hay demasiados clavos en las iglesias de todo el mundo como para que todos ellos sean genuinos, para que todos provengan de la Sagrada Cruz? Luca cayó de rodillas, pues en el fondo sabía que era culpable. —No fue mi intención hacer algo malo —le susurró a la figura oculta por la capucha—. Solo empecé a formularme preguntas y luego hice los cálculos. Después el abad encontró el papel en el que yo había hecho los cálculos y… —Luca dejó la frase sin terminar. —El abad, con toda razón, lo acusó de herejía y de emprender estudios prohibidos, de malinterpretar la Biblia


16 para satisfacer sus propósitos, de leer sin orientación, de mostrar independencia de pensamiento, de estudiar sin permiso y a horas inconvenientes, de estudiar libros prohibidos… —El hombre siguió leyendo una lista de acusaciones y miró a Luca—. Lo peor de todo es pensar de manera independiente. ¿No es así? Juró obediencia en una orden que tiene ciertas creencias y luego comenzó a pensar de manera independiente. Luca asintió con la cabeza. —Lo siento. —El sacerdocio no necesita hombres que piensen de manera independiente. —Lo sé —dijo Luca en voz muy baja. —Hizo votos de obediencia. Eso significa no pensar de manera autónoma. Luca bajó la cabeza en espera de su sentencia. Las llamas de las velas se agitaron debido a que alguien debió abrir una puerta en algún lugar, y entró una brisa helada que recorrió todo el salón. —¿Siempre piensa así? ¿En números? Luca asintió. —¿Tenía algún amigo en el monasterio? ¿Habló de esto con alguien? Luca negó con la cabeza. —Nunca hablé sobre esto. El hombre bajó la vista hacia sus notas. —¿Tiene un camarada que se llama Freize? Luca sonrió por primera vez. —Es solo el ayudante de cocina del monasterio —dijo—. Tan pronto llegué allí, cuando tenía once años, le caí en gracia, pues él mismo tenía tan solo doce o trece años.


17 Fue entonces cuando decidió que yo estaba muy delgado y que no iba a sobrevivir al invierno. Por ese motivo comenzó a llevarme comida extra. En realidad es un mozo de limpieza. —¿No tiene hermanos ni hermanas? —Me encuentro solo en el mundo. —¿Extraña a sus padres? —Sí. —¿Es usted entonces un joven solitario? —inquirió el hombre, pero de una forma que lo hizo sonar como si fuera otra acusación. —Supongo que sí. Me siento muy solo, si es a eso a lo que usted se refiere. Mientras pensaba, el hombre se llevó a la boca la pluma negra con la que estaba escribiendo. —Sus padres… —comenzó a decir, y regresó a la primera pregunta del interrogatorio— eran ya bastante mayores cuando nació, ¿verdad? —Sí —dijo Luca sorprendido—. Así es. —Tengo entendido que la gente hablaba de eso con frecuencia. Del hecho de que una pareja tan mayor pudiera procrear de repente un hijo, uno tan bien parecido, que llegó a convertirse en un muchacho tan excepcionalmente inteligente. —Es una aldea pequeña —dijo Luca con un tono defensivo—. La gente no tiene ninguna cosa más que hacer que chismorrear. —No obstante, es evidente que es muy bien parecido. También es evidente que es inteligente. Sin embargo, sus padres no alardeaban sobre usted ni hacían ostentación de sus cualidades. Lo mantenían discretamente en casa.


18 —Éramos muy unidos —respondió Luca—, una familia pequeña y unida. No nos metíamos con nadie más, vivíamos de forma tranquila, solo nosotros tres. —En ese caso, ¿por qué lo entregaron a la Iglesia? ¿Fue porque pensaron que estaría más seguro en el seno de la Iglesia? ¿Porque tenía talentos especiales? ¿Porque pensaban que necesitaba la protección de la Iglesia? Luca, todavía de rodillas, se movió con incomodidad. —No lo sé, yo era apenas un niño: solo tenía once años. No sé qué fue lo que pensaron. El inquisidor se quedó esperando. —Querían que yo tuviera la educación de un sacerdote —dijo Luca después de un rato—. Mi padre… —Luca se detuvo un momento al pensar en su amado padre, en su pelo canoso y sus manos fuertes, en la ternura con que trataba a su curioso y estrafalario hijo—. Mi padre estaba muy orgulloso de que yo hubiera aprendido a leer y de que hubiera aprendido los números por mí mismo. Él no sabía leer ni escribir, por eso creía que se trataba de un gran talento. Más adelante, cuando unos gitanos pasaron por la aldea, yo aprendí su lengua. El hombre anotó algo. —¿Puede hablar varias lenguas? —La gente decía que aprendí a hablar romaní en un día. Mi padre pensó que yo tenía talento, un don especial concedido por Dios, pero eso no es tan extraordinario —trató de explicar Luca—. Freize, el mozo de la limpieza, es bueno con los animales y puede hacer cualquier cosa con un caballo, puede montar cualquier animal. Mi padre creyó que yo tenía un don como ese, solo que orientado al estudio. Quería que fuera algo más que un granjero, que hiciera algo mejor.


19 El inquisidor se recostó en la silla como si estuviera cansado de escuchar, como si ya hubiera tenido más que suficiente. —Ya puede levantarse. Mientras Luca se apresuraba a ponerse de pie, el hombre contempló las pocas notas que tenía sobre el papel. —Ahora responderé a las preguntas que seguramente están dando vueltas en su cabeza. Soy el director espiritual de una orden establecida por el Santo Padre, el Papa mismo, y le rindo cuentas a él por nuestro trabajo. El Papa Nicolás V nos ha ordenado que exploremos los misterios, las herejías y los pecados para explicarlos cuando sea posible y vencerlos cuando podamos hacerlo. Estamos haciendo un mapa de los miedos del mundo, viajando desde Roma hasta los confines mismos de la cristiandad para saber qué dice la gente, a qué le teme, las cosas contra las que lucha. Tenemos que descubrir dónde está el Diablo en este mundo. El Santo Padre sabe que nos estamos acercando al final de los días. —¿El final de los días? —Cuando Cristo volverá a la Tierra para juzgar a los vivos, a los muertos y a los muertos vivientes. Habrá oído que los otomanos se tomaron Constantinopla, el corazón del Imperio bizantino, el centro de la Iglesia en Oriente. Luca se persignó. La caída de la capital oriental de la Iglesia en manos de un ejército invencible de herejes e infieles era lo más terrible que habría podido ocurrir, un desastre inimaginable. —Después, las fuerzas de la oscuridad vendrán hacia Roma, y si Roma cae, será el final de los días, el fin del mundo. Nuestra tarea es defender a la cristiandad, defender a


20 Roma… En este mundo y en el mundo inmaterial que está más allá. —¿El mundo inmaterial? —Ese mundo que nos rodea por todas partes —dijo el hombre con un tono contundente—, yo lo veo, tal vez con tanta claridad como usted ve los números. Cada año, cada día, su presencia es cada vez más intensa. La gente viene a mí con historias acerca de lluvias de sangre, de perros que pueden sentir el olor de la plaga, de brujería, de luces que aparecen en el cielo, de agua que se convierte en vino. El fin de los días se acerca y hay cientos de manifestaciones de lo bueno y de lo malo, de milagros y de herejías. Un joven como usted tal vez pueda decirme cuáles de estas cosas son ciertas y cuáles son falsas, cuáles son obra de Dios y cuáles son obra del Demonio. —El hombre se levantó de su gran silla de madera y empujó una hoja de papel hacia Luca—. ¿Ve esto? Luca observó las marcas que había sobre el papel. Era la escritura de los herejes, la forma de numerar que tenían los moros. Desde niño había aprendido que un trazo de la pluma significaba uno: I, dos trazos querían decir dos: II, y así sucesivamente. Sin embargo, estos signos tenían una extraña forma redondeada. Luca los había visto antes, pero los comerciantes de su aldea y el ecónomo del monasterio se negaban tercamente a emplearlos, mientras se aferraban a las viejas costumbres. —Esto significa uno: 1, esto dos: 2, y este es el tres: 3 —dijo el hombre mientras señalaba con la punta de la pluma cada marca—. Si pone el 1 aquí, en esta columna, significa uno, pero si lo pone aquí y pone al lado este espacio en blanco, significa diez; o puesto aquí, con dos espacios en blanco al lado, significa cien.


21 Luca quedó boquiabierto. —¿La posición del número indica su valor? —Exacto. —El hombre señaló entonces con la pluma la forma del espacio en blanco, que parecía una O alargada que llenaba las columnas. Al estirar el brazo, la manga del manto se recogió un poco y Luca alcanzó a ver la piel blanca de la parte interna de la muñeca del hombre. Tatuado en la parte interna del brazo, grabado sobre la piel, Luca alcanzó a ver parte de un dibujo en tinta roja que representaba la cabeza y la cola de un dragón que se enroscaba sobre sí mismo. —Esto no solo es un espacio en blanco, tampoco es una letra O —dijo el hombre—, es lo que ellos llaman cero. Mire la posición de esta marca… eso significa algo. ¿Qué tal que esa marca signifique algo por sí misma? —¿Indica un espacio? —dijo Luca mirando de nuevo el papel—. ¿Quizá indica la nada? —Es un número como cualquier otro —le dijo el hombre—. Ellos han creado un número a partir de la nada. Por lo tanto, pueden calcular hasta la nada y más allá. —¿Más allá? ¿Más allá de la nada? El hombre señaló otro número: −10 —Eso está más allá de la nada. Está diez lugares más allá de la nada, ese es el número de la ausencia —explicó el hombre. Mientras la cabeza le daba vueltas, Luca estiró la mano hacia el papel. No obstante, el hombre retiró la hoja en silencio y puso su pesada mano encima, impidiendo que Luca tuviera acceso a la hoja como si fuera un premio que tuviera que ganar. De nuevo, la manga del manto volvió a cubrir la muñeca, ocultando el tatuaje.


22 —¿Sabe cómo llegaron a ese signo, al número cero? —preguntó el hombre. Luca negó con la cabeza. —¿Quiénes? —Los árabes, los moros, los otomanos, llámelos como quiera: los musulmanes, los infieles, nuestros enemigos, nuestros nuevos conquistadores. ¿Sabe cómo llegaron a ese signo? —No. —Es la forma que deja en la arena un contador después de que se ha retirado. Es el símbolo de la nada, se parece a la nada. Eso es lo que simboliza. Así es como ellos piensan. Eso es lo que tenemos que aprender. —No entiendo lo que me dice. ¿Qué es lo que tenemos que aprender? —A mirar, mirar y mirar. Eso es lo que ellos hacen. Observan todo, piensan en todo. Ese es el motivo por el que han visto en el cielo estrellas que nosotros nunca hemos visto. Esa es la razón por la cual utilizan plantas que nosotros nunca hemos notado. —El hombre se ajustó la capucha sobre la cabeza para asegurarse de ocultar su cara completamente—. Debido a esto nos van a derrotar, a no ser que podamos aprender a ver como ellos ven, a pensar como ellos piensan y a contar como ellos cuentan. Es posible que un joven como usted pueda aprender también su lengua. Luca no podía quitar los ojos del papel donde el hombre había marcado diez espacios para contar hasta cero y más allá. —Entonces, ¿qué opina? —le preguntó el inquisidor—. ¿Acaso cree que diez nadas son seres del mundo


23 inmaterial? ¿Diez cosas invisibles? ¿Diez fantasmas? ¿Diez ángeles? —Si se pudiera calcular más allá de la nada —empezó a decir Luca—, se podría mostrar lo que se ha perdido. Digamos que alguien es comerciante y su deuda en un país, o en un viaje, es mayor que su fortuna. De esta forma se podría mostrar con exactitud a cuánto asciende su deuda, la magnitud de su pérdida, cuánto menos que nada tiene ese comerciante, cuánto tiene que ganar antes de poder tener algo de nuevo. —Sí —dijo el hombre—. Con el cero se puede medir lo que no está ahí. Los otomanos invadieron Constantinopla y nuestro imperio en Oriente no solo porque tienen los ejércitos más fuertes y los mejores comandantes, sino porque tienen un arma que nosotros no tenemos: un cañón tan grande que se necesitan sesenta bueyes para transportarlo. Saben cosas que nosotros no entendemos. La razón por la que envié por usted, por la que fue expulsado del monasterio, pero aun así no fue castigado por su desobediencia, ni torturado por su herejía, es que quiero que aprenda estos misterios, que los explore para que podamos conocerlos y protegernos de ellos. —¿El cero es una de las cosas que debo estudiar? ¿Acaso iré a la tierra de los otomanos para aprender de ellos? ¿Aprenderé sobre sus estudios? El hombre soltó una carcajada y empujó el papel con los números arábigos hacia el joven novicio mientras seguía reteniendo aquel con dos dedos. —Le dejaré tener esto —prometió—. Esta podrá ser su recompensa cuando haya trabajado de acuerdo con mis deseos y haya comenzado a cumplir con su misión. Sí, tal


24 vez vaya a la tierra de los infieles y viva entre ellos para aprender sus costumbres. Sin embargo, por ahora tiene que jurarme obediencia a mí y a nuestra orden. Lo enviaré al mundo para que actúe como mis oídos y como mis ojos. Lo enviaré a buscar misterios, a encontrar conocimientos, a buscar y a localizar miedos, a explorar la oscuridad en todas sus formas y manifestaciones. Lo enviaré al mundo para que entienda las cosas, para que forme parte de nuestra orden, la cual busca entenderlo todo. El hombre podía ver cómo la cara de Luca se iba iluminando a medida que pensaba en una vida dedicada a la investigación, pero luego el joven vaciló. —Yo no sabría qué hacer —confesó Luca—. No sabría por dónde comenzar. ¡Yo no entiendo nada! ¿Cómo sabría a dónde ir o qué hacer? —Lo enviaré a un lugar en el que recibirá entrenamiento y estudiará con los maestros, quienes le enseñarán la ley y los poderes con los que cuenta para convocar un tribunal o una investigación. Aprenderá qué buscar y cómo interrogar a alguien. Entenderá cuándo debe liberar a alguien para que sea juzgado por los poderes terrenales: los alcaldes de los pueblos o los señores del feudo, y cuándo es la Iglesia la que debe imponer el castigo. Aprenderá cuándo perdonar y cuándo castigar. Cuando esté listo, cuando haya recibido el entrenamiento apropiado, lo enviaré a su primera misión. Luca asintió con la cabeza. —Recibirá entrenamiento durante algunos meses y luego lo enviaré al mundo a cumplir mis órdenes —dijo el hombre—. Irá a donde yo le ordene y estudiará lo que halle allí. Me rendirá cuentas a mí. Podrá juzgar y castigar donde encuentre cosas mal hechas. Podrá exorcizar Demonios


25 y espíritus contaminados. Podrá aprender. Podrá cuestionarlo todo en todo momento, pero le servirá a Dios y me servirá a mí, como yo lo indique. Obedecerá los mandatos de la orden y los míos; caminará por el mundo inmaterial y verá cosas invisibles, y las cuestionará. Hubo un momento de silencio. —Ahora puede irse —dijo el hombre como si acabara de impartir las instrucciones más sencillas. Luca salió de su estado de concentración y se dirigió hacia la puerta. Cuando su mano estaba ya sobre el picaporte de bronce, el hombre agregó: —Una cosa más… Luca se dio la vuelta. —La gente solía decir que usted era un niño intercambiado, ¿no es así? —La acusación cayó en la sala como un jarro de agua fría—. ¿La gente de la aldea? Cuando murmuraban acerca de su nacimiento, tan apuesto y tan inteligente, hijo de una mujer que había sido estéril toda su vida y de un hombre que no sabía leer ni escribir. Decían que usted era un niño intercambiado, que las hadas lo habían dejado en su puerta cuando era un bebé, ¿no es así? Hubo un frío momento de silencio, durante el cual el rostro serio de Luca no dejó ver ninguna emoción. —Nunca he respondido a esa pregunta y espero no tener que hacerlo nunca. No tengo conocimiento de lo que la gente decía sobre nosotros —dijo con un tono brusco—. Solo eran campesinos ignorantes y temerosos. Mi madre me enseñó a no prestar atención a lo que ellos decían. Dijo que ella era mi madre y que me amaba por encima de todas las cosas. Eso es lo único que importa, no esas historias acerca de hijos de las hadas.


26 El hombre soltó una carcajada corta, mientras le hacía señas a Luca para indicarle que podía irse. Luego se quedó mirando la puerta mientras se cerraba detrás del muchacho. —Tal vez estoy enviando al hijo de un hada para que investigue el misterio mismo —dijo para sus adentros mientras organizaba sus papeles y echaba la silla hacia atrás—. ¡Vaya broma para los mundos material e inmaterial! El hijo de un hada en la orden. El hijo de un hada para explorar el miedo.


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