Pequeño y pequeña sioux

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Pequeño y pequeña sioux texto de Oscar Maria Barreno ilustraciones de Paola Paolucci



A mi sobrino Mario. Y a mi queridísimo Juan.



Pequeño y pequeña sioux texto de Oscar Maria Barreno ilustraciones de Paola Paolucci


Antes de que el hombre blanco llegara al oeste de Norteamérica, y de que existieran los Estados Unidos, vivían en la gran llanura unas tribus llamadas sioux. Una de estas tribus tenía por jefe a un hombre sabio, ya entrado en edad, al que llamaban Pájaro Guía, cuya mujer, por tener una larga melena que le llegaba hasta por debajo de la cintura, era conocida con el nombre de Cola de Ardilla. Cola de Ardilla estaba embarazada de nueve meses cumplidos, por lo que Pájaro Guía le preguntaba cada mañana.


-¿Qué tal estás, esposa? ¿Te notas algo raro? Pero nada, pasaban ya quince días del tiempo cumplido y Cola de Ardilla no se ponía de parto. -No te preocupes, esposo -le decía ella-, la criatura que llevo en mi vientre nacerá cuando lo estime oportuno. Palabras estas que en nada tranquilizaban al jefe de la tribu, pues nunca antes le había sucedido algo semejante a su mujer, y es que estos, ambos, tenían ya cinco hijos, y esperaban al sexto. Los hijos de Pájaro Guía y Cola de Ardilla se llamaban: Alce Negro, Caballo Salvaje, y Oso Solitario, por un lado, los tres varones, y por otro las dos hembras, Estrella Polar y Viento Fresco.


La vida en la llanura era tranquila y apacible. Nada perturbaba a los sioux, los cuales iban y venían de la pradera a las Montañas Rocosas, y de las Montañas Rocosas a la pradera, siguiendo siempre el rastro de las grandes manadas de bisontes. No obstante, recientemente habían ido de caza, y ahora tenían suficientes provisiones y pieles como para pasar el invierno, que ya se avecinaba, por lo que tocaba permanecer en la llanura un tiempo, disfrutando de una vida sedentaria a la cual no estaban acostumbrados. Esta vez se hallaban acampados junto a un río, un pequeño afluente del gran Misisipi, con lo que tenían, sumado a la carne de bisonte que habían conseguido, todo lo que necesitaban.


Así las cosas, Cola de Ardilla decidió ir a dar un paseo, para deleitarse con el tacto de la hierba y el aroma de las flores. No parecía haber ningún peligro, pero su avanzado estado de gestación hacía ver que era un riesgo innecesario ese de alejarse del poblado. Sin embargo, era una mujer decidida, que no le tenía miedo a nada, de modo que dejó a sus hijos jugando junto a la tienda y se alejó.



Por entonces aún era otoño. Las tardes de calor se alternaban en perfecta armonía con los días oscuros, y este precisamente era uno de estos segundos. El horizonte se confundía con el cielo, y en el cielo se extendía una gran nube negra cargada de agua, la cual, apenas aquella se hubo separado un kilómetro del campamento, comenzó a desaguar. Primero se dio una leve protesta, cuatro rayos cayeron casi uno detrás del otro, provocando gran estruendo, tras de lo que se siguió una tormenta que parecía no se fuera a acabar en todo noviembre. Justo en ese instante, como queriendo imitar a la naturaleza, Cola de Ardilla rompió aguas, sintiendo por sexta vez ya en su vida los dolores del parto. Estos, a pesar de ser una veterana en estas lides, le cogieron de improviso, arrojándola al suelo y haciéndola muy difícil caminar. Ni tan siquiera podía ponerse de pie. -Aug -se lamentaba en el suelo, mientras se arrastraba hacia el poblado. Nadie en el mismo sabía que Cola de Ardilla se había alejado, por lo que no era de esperar que vinieran a socorrerla. El agua caía a cántaros, y la nube cada vez se volvía más intensa. Entonces Cola de Ardilla se acordó del Gran Espíritu, al que le dedicó una plegaria, mientras que le suplicaba a la nube que fuera benévola con ella. -Querida nube, si me ayudas en este trance le pondré tu nombre a mi hijo, -decía, desesperada. Y fuera por el Gran Espíritu, o por el beneplácito de la nube, el parto llegó y pasó sin ninguna complicación, más allá de que Cola de Ardilla tuvo a su sexto hijo en soledad. Se trataba de otro varón. Ella misma tuvo que cortar el cordón umbilical, antes de cargarlo en sus brazos y llevarlo al campamento.


Se estaba acercando al mismo cuando otros miembros de la tribu la vieron llegar. -Mirad, ¡Cola de Ardilla ha dado a luz! -gritaban. Todos se acercaron para auxiliarla, aunque el socorro era ya de todo punto innecesario. No obstante la cubrieron con una manta de piel de bisonte, para evitar que, tanto ella como su hijo, se siguieran mojando. En estas llegó su padre, el jefe, Pájaro Guía, hecho un manojito de nervios. -¡Pero querida! ¿Cómo se te ocurre alejarte del poblado en tu estado? -Cálmate, ya ves que los dos estamos bien. Descubrió un tanto al pequeño, para que su padre lo viera, y le dijo. -Te presento a tu hijo, Nube Gris. Pájaro Guía desconocía los motivos por los cuales su esposa había escogido ese nombre para su hijo, pero no le pareció descabellado, teniendo en cuenta que había nacido al amparo de una gran nube cenicienta. -Hola Nube Gris -fueron las palabras de Pájaro Guía, el cual le hacía las primeras carantoñas a su sexto vástago. Abrazó a su esposa, y la acompañó hasta la tienda, dentro de la cual jugaban sus cinco hermanos, con unos huesos pequeños que arrojaban a lo alto para volverlos a coger antes de que cayeran. -Hijos -añadió el jefe sioux-, haced sitio. Sed buenos y no molestéis a vuestra madre. Los niños se morían de curiosidad, y, llevados por la misma, se acercaron a inspeccionar, al tiempo que Cola de Ardilla tomaba asiento en el cetro del tipi. -Queridos -pronunció al fin con dulzura-, aquí está vuestro hermano, al que llamaréis Nube Gris.



A los dos meses de nacer Nube Gris, vino a suceder un acontecimiento que sería crucial en su vida. Una amiga de Cola de Ardilla estaba embarazada, pero como rondaba su séptimo mes de gestación, no estaba preocupada. Así las cosas, ambas, ella y Cola de Ardilla salieron a recoger leña seca. Nube Gris las acompañaba, colgado de un pañuelo anudado a la espalda de Cola de Ardilla. No se habían alejado mucho del campamento cuando la amiga embarazada de Cola de Ardilla se puso de parto. Se estaba acercando febrero, y el día era frío, como le corresponde al invierno, pero el cielo estaba despejado, solamente una nube, idéntica a una bola de algodón, rompía el horizonte.


-No puede ser -se lamentaba la mujer-, ¡si aún no me toca! -Se habrá adelantado -le confió Cola de Ardilla-. Pero no te preocupes. Mira, el Gran Espíritu vela por ti, y te ha mandado una nube blanca para protegerte. -¿En serio crees que es una señal del Gran Espíritu? -Estoy segura de ello. -Entonces, si estás en lo cierto y el parto llega a buen puerto, llamaré a mi criatura Nube Blanca, como tú hiciste con Nube Gris. Los dolores eran intensos, pero la sioux era fuerte y no se amilanaba. Toda la mañana y parte de la tarde estuvieron solas en el campo, asistiendo a un parto prolongado. Mientras que en el campamento se empezaban a angustiar por la ausencia de las dos mujeres.


-Qué raro que tarden tanto -decía Pájaro Guía-. Tan solo iban a coger algo de leña seca, no deberían demorarse. En estas vino al mundo la niña, a la que de inmediato llamaron Nube Blanca. ¿Y por qué fue importante el nacimiento de Nube Blanca? Pues porque ella y Nube Gris fueron, ya para toda la vida, compañeros inseparables de juegos. Se llevaban apenas dos meses de diferencia, tomaban leche juntos, dormían juntos, y sus madres paseaban con ellos de la mano todo el tiempo.



Aunque no fue por eso que se hicieron inseparables, sino por esto otro, a saber: el verano en que ella recién había cumplido los dos años, Nube Blanca y Nube Gris descansaban a la sombra de un tipi, cuando, de repente, una serpiente de cascabel se acercó peligrosamente a ambos; Nube Blanca no sabía qué era eso, así que no le tenía miedo, y lo mismo le ocurría a Nube Gris, pero claro, una cosa es no tenerle miedo a una serpiente por desconocimiento, y otra muy distinta es capturarla con tus propias manos, que es lo que le ocurrió al pequeño sioux. Este, que ya apuntaba maneras para ser un guerrero


fuerte y valiente, cogió a la serpiente con ambas manos, y con ambas manos la estranguló. Cuando Cola de Ardilla se dio cuenta de lo que había pasado, no daba crédito. Se lo contó a Pájaro Guía, y este determinó que la pareja de jóvenes sioux estaría unida para siempre. Desde entonces, como ya dijimos, se hicieron inseparables. Cumplían años y corrían por la pradera, o iban al río a bañarse, cuando no a pescar, pero todo lo hacían juntos. Aprendían y jugaban en compañía. Y así llegaron a los ocho años.




Nube Blanca y Nube Gris, junto con todos los niños de la tribu, asistían a las clases magistrales de Pájaro Guía. Estas no se impartían en ningún colegio, sino que tenían lugar en la pradera. Los niños y las niñas sioux se sentaban en círculo sobre la hierba y allí escuchaban. -¿Qué tenemos que escuchar? -le preguntó el primer día Nube Gris. -Hay que aprender a escuchar, aunque parezca que no se oye nada, -respondió su padre. Así, en lugar de matemáticas, o lengua y literatura, lo que hacían era aprender a escuchar al Gran Espíritu. Oían al viento entre las ramas, el agua del río chocando con las rocas, y sobre todo prestaban oídos a su propio pensamiento, pues era ahí donde se manifestaba la voz del Gran Espíritu. Nube Blanca era muy lista, y pronto aprendió a escucharlo. Entonces, un día, interrogó al jefe de la tribu. -Pájaro Guía, nosotros podemos escuchar al Gran Espíritu, ¿pero el Gran Espíritu puede escucharnos a nosotros?


-Claro que sí -respondió este-. El Gran Espíritu es como un amigo íntimo, al que le puedes contar tus penas y encontrar consuelo en su consejo. Pronto todos entendieron la forma en que el Gran Espíritu se ponía en contacto con ellos, lo cual no era un asunto menor, porque no se podía participar de la vida de adulto en la tribu si antes no se aprendía a escuchar al Gran Espíritu. Aún así, Nube Gris y Nube Blanca eran muy pequeños como para participar de todo ello. No así los hermanos de Nube Gris, que ya eran unos jóvenes adolescentes y acudían a las danzas que en el campamento se hacían alrededor del fuego. Sin embargo, algo pasó que mermó la fe de los críos en el Gran Espíritu. Esto es, los días pasaban, la primavera avanzaba y la lluvia no llegaba. Los hombres de la tribu rezaban al Gran Espíritu, y bailaban al son de los tambores la danza de la lluvia, pero nada, no caía ni una gota. Así las cosas, Nube Gris un día le preguntó a su padre. -Papá, ¿es que el Gran Espíritu nos ha abandonado? ¿Por qué no nos escucha? Pájaro Guía le tranquilizó. -Nunca dudes de la fidelidad del Gran Espíritu, hijo mío. Para mí también es un misterio, y no entiendo por qué no atiende a nuestras súplicas, pero sé que está ahí y que siempre estará. La explicación, por tanto, debe ser otra. Nube Gris, como decimos, se tranquilizó, pero en modo alguno se quedó con los brazos cruzados. Él no podía participar de la danza en torno al fuego, pero podía investigar por su cuenta. -Nube Blanca -le dijo un día-, ¿quieres investigar conmigo? El Gran Espíritu parece no atender a las súplicas de la tribu, pero nosotros averiguaremos por qué ocurre esto. Nube Blanca estuvo de acuerdo, y le propuso empezar a vigilar los cerros, ya que las colinas eran lugares sagrados para los sioux. -Si pasa algo con el Gran Espíritu debe ser allí donde esté sucediendo -aseguró ella. -Está bien, -le confirmó Nube Gris-. Por allí empezaremos.


La pequeña y el pequeño sioux, conjuntamente, decidieron que lo mejor sería comenzar la investigación a media noche, ya que ambos pensaban que era tras la puesta del Sol cuando sucedían las cosas más extrañas y misteriosas. -¿Por qué no empezamos esta madrugada? -sugirió Nube Blanca. -Me parece bien -respondió el hijo del jefe. Así las cosas, la investigación no iba a ser sencilla. Para empezar, tenían que encontrar la manera de abandonar el tipi en plena noche sin llamar la atención de sus padres. Nube Blanca lo tenía fácil, ya que sus padres eran unos dormilones, pero con Pájaro Guía la cosa era distinta. Este dormía con un ojo cerrado y el otro abierto, y Nube Gris tenía la impresión de que estaba siempre despierto. Sin embargo era solo una forma como otra cualquiera de estar dormido. El hecho


que mantuviera un ojo abierto no implicaba necesariamente que estuviera despierto. Bien pensado, esta circunstancia le otorgaba a Nube Gris una coartada. Caso de ser descubierto fuera del tipi, siempre podía asegurar que, su padre, Pájaro Guía, lo había visto y le había dejado salir. Bien, pues en estas estábamos cuando Nube Blanca y Nube Gris se vieron en el centro del campamento. Los sioux vivían en paz, entre ellos y con sus vecinos, por lo que no había nada que temer, y nadie montaba guardia, tan solo los rescoldos de la hoguera del día anterior, en torno de la cual se había reunido la tribu entera para realizar, una vez más, la danza de la lluvia, sin éxito alguno. -Vayamos a la montaña sagrada -ordenó una Nube Blanca mucho más decidida que su compañero.


Atravesaron el arroyo, cruzaron de parte a parte la extensa pradera, y llegaron a la montaña sagrada, lugar donde los sioux enterraban a sus difuntos. -Ya estamos aquí -comentó Nube Gris-. ¿Y ahora qué? -Ahora tenemos que esperar, como cuando estamos en clase y esperamos oír al Gran Espíritu. Dos horas estuvieron esperando, pero no pasó nada, motivo por el cual ambos comenzaron a aburrirse, y a tener sueño. -Esto es ridículo -se lamentó el pequeño sioux-, aquí no pasa nada. Pero justo en ese momento ocurrió algo, que evitó que Nube Blanca tuviera que reprenderlo por su falta de paciencia. En efecto, el poblado estaba orientado al sur de la montaña sagrada,


y justo por el norte, en ese preciso instante, observaron cómo un forastero subía por la colina. -¡Un momento! -se alarmaron ambos-. ¿Quién es eses extraño que viste con ropas tan raras? -preguntó Nube Gris. La respuesta no acudió por ningún lado. Nube Blanca no tenía explicación posible, y los hechos tampoco le iban a la zaga, por lo que no quedaba más remedio que esperar, precisamente, a ver qué hacía a continuación ese forastero. -Tenemos que avisar a tu padre -propuso en voz baja Nube Blanca. -Espera un poco -le aconsejó su compañero-. Mira, está haciendo algo.


Así era, el extraño personaje levantó al cielo un pequeño zurrón de piel de oveja que llevaba atravesado en bandolera. -¿Pero qué hace? -se impacientó esta vez la pequeña. De pronto cobraron sentido todas sus esperas. Una estrella fugaz cayó del firmamento, y fue a parar al viejo zurrón del extranjero, cosa extraña esa y nunca vista. -¿Tú has visto lo mismo que yo? -se inquietó Nube Gris. -¡Y tanto que lo he visto! -continuó ella-. Ese tipo tan extraño ¡acaba de cazar una estrella fugaz!



Los dos pequeños sioux se asombraron, pero no llegaron a asustarse. Sin duda alguna cazar una estrella fugaz era algo extraordinario, pero obra de un ser humano al fin y al cabo. -Tenemos que avisar a tu padre -insistió Nube Blanca. -Sí, lo mejor es dar aviso en el poblado, -convino su amigo. De este modo, sin decir palabra, y sin provocar el más mínimo ruido, como dos expertos cazadores, se deslizaron por la colina y llegaron a casa. -¡Pájaro Guía! ¡Pájaro Guía! -le advirtieron-. ¡Hemos visto algo extraño!


Demasiado extraño para ser verdad. Y le contaron todo lo que habían presenciado, cómo habían ido al monte sacro, y cómo se habían apostado allí para recibir una señal del Gran Espíritu. Fuera señal o no, lo claro fue que un tipo extraño, vestido con extrañas ropas, había cazado una estrella fugaz. -¡Increíble! -se sorprendió Pájaro Guía-. Me temo que esto tiene algo que ver con nuestra sequía. Mañana sin falta iré yo mismo a investigar.



Pasó la noche, sin que nadie en todo el campamento pudiera pegar ojo, debido a la inquietud del descubrimiento. De hecho, el día siguiente, una calma tensa se instaló en el poblado. Parecía como si todos temieran que el ser extraño fuera un espíritu, o un brujo. La cuestión, no obstante, fue otra bien distinta. Cayó la noche, y Pájaro Guía, acompañado de los mejores guerreros, se dispuso a investigar. Con él también iban Nube Blanca y Nube Gris. -Llevadnos al lugar donde ocurrió todo, -los conminó. Poco a poco, arrastrándose como felinos sagaces, llegaron a la montaña sagrada. -Mira, padre, aquí pasó todo. Guardaron silencio y se agacharon aún más, para no ser descubiertos. Cuando, de pronto, subiendo por la ladera opuesta, llegó el cazador de estrellas fugaces. Este, sin sospechar que estaba siendo espiado, sacó su zurrón de piel de oveja y esperó. Nadie podía imaginar ver lo que a continuación todos vieron, y es que, aunque la tribu estaba sobre aviso, nunca nadie antes había visto cazar una estrella fugaz. El extraño esperó, y al punto en que vio que caía una de esas lágrimas del cielo alzó su zurrón, atrapando en él el resto de estrella que llegó a tierra.


-¡Un momento! -se precipitó Pájaro Guía-. ¿Qué se supone que está usted haciendo? Al salto del jefe le siguieron los demás, abalanzándose contra el extraño sin que este tuviera tiempo para reaccionar, pues, rápidamente, y con la agilidad propia de los expertos, le inmovilizaron, anudándole las manos con una gran soga de esparto, momento que aprovechó Pájaro Guía para arrebatarle el zurrón, para comprobar, efectivamente, que dentro contenía varias piedras de


hielo carbonizadas. Pero la sorpresa no quedó ahí, la mayor incógnita que se les presentó fue ver a un hombre tan raro, y es que ellos solo habían tenido contacto con otros sioux, cuando este que tenían delante no lo era. Ignoraban su procedencia, pero desde luego no era norteamericana, pues la piel de los sioux era rojiza, mientras que la de este era pálida como la cera. -¿Quién eres y de dónde vienes? -le preguntó Nube Gris. La respuesta dejó helados a todos los presentes. -Soy un explorador francés.


Los sioux sí sabían qué era eso de ser explorador, pues ellos mismos eran exploradores, ¡y de los buenos! Pero desconocían por completo qué era eso de ser francés, y es que ellos jamás habían cruzado el gran océano, y por lo tanto no tenían noticias de otras naciones más allá de la propia sioux. -¡Tú no eres un explorador! -le espetó uno de la tribu. -Los exploradores disfrutan de la naturaleza, pero no van por ahí robando estrellas fugaces, -apuntó Pájaro Guía. Pero Nube Gris no podía pensar en las estrellas fugaces. Era la primera vez que veía a un hombre de rostro tan pálido, y sentía curiosidad. -¿Qué es ser francés? -le preguntó. -Franceses somos los que vivimos en Francia. -¿Y qué es Francia? Le explicó que Francia era un país, y que más allá del gran océano había otros países con otros pueblos. -Yo provengo de uno de ellos. Entretanto Pájaro Guía seguía dándole vueltas a lo mismo. -¿Y todos los que venís de Francia sois ladrones de estrellas fugaces? Para él este punto era muy importante, porque estaba convencido de que esa era la causa por la cual el Gran Espíritu no los escuchaba últimamente. ¿Cuál si no podía ser la razón? Efectivamente, si las estrellas fugaces desaparecían, ya nadie podría pedir deseos, y si los deseos no se cumplían, la misión del Gran Espíritu tampoco tendría cumplimiento.


-¿No te das cuenta de que si robas las estrellas fugaces ya nadie podrá ver cumplido su deseo? El explorador les confirmó sus temores. -¡Es que esa era la idea! -dijo-. Si yo consigo todas las estrellas fugaces veré cumplidos todos mis deseos. ¿Qué me importa pues que otros se queden sin ver cumplidos los suyos? Los sioux no daban crédito. Ellos vivían en perfecta armonía con la naturaleza, por lo que jamás habían visto un ser tan egoísta. Así las cosas, se les planteaba un grave dilema: ¿qué hacer con ese francés? Pájaro Guía convocó al consejo de la tribu, y allí deliberaron sobre el asunto, hasta llegar a un acuerdo. Lo que el consejo decidió fue que debían expulsar al explorador de sus tierras. No es que ellos fueran intolerantes, bien al contrario, pues eran amables con los extranjeros, pero este no era un extranjero cualquiera. En su viaje por el territorio sioux se había dedicado a alimentar su codicia, y ese no era un buen ejemplo para los niños. -Te dejaremos libre -apuntó Pájaro Guía-. Pero a cambio no queremos verte por aquí. Si deseas vivir en libertad te irás por donde has venido y nos dejarás en paz. El explorador se moría de rabia, dominado por el rencor. -No podéis hacer nada contra el progreso -les escupió-. Pronto, más pronto de lo que esperáis, vendrán muchos como yo, y acabarán con vuestro modo de vida.


La advertencia hubiera helado la sangre de cualquier sioux, pero estos no sabían que el hombre blanco fuera tan numeroso, así que no esperaron ver cumplida tan dura amenaza. -No te creemos -fue su lacónica respuesta. Y le dejaron ir. Desde entonces, ese verano fue prolífico en estrellas fugaces, y los sioux vieron cumplidos sus deseos. Pero el verano pasó, y con la llegada del otoño otra catástrofe se presentó.



Los sioux vivían del bisonte, se alimentaban de su carne y se abrigaban con sus pieles. Pero eran muy conscientes de que, al cazarlo, acababan con una vida, la cual era sagrada para ellos, por lo que solo daban muerte a los bisontes justos y necesarios para sobrevivir. Por todo ello, cuando llegó ese otoño, todos los miembros de la tribu se pusieron muy, pero que muy tristes. A saber, un día que los exploradores sioux salían para avistar bisontes, se encontraron con una masacre. Resulta que la pradera estaba plagada de bisontes muertos y desollados pudriéndose al Sol. -¡Pero qué es todo esto! -se alarmó Pájaro Guía.



Ellos nunca habían visto cosa semejante. Cuando salían a cazar mataban al menor número de bisontes posibles, aprovechándolo todo de cada ejemplar cazado. Curtían sus pieles, comían su carne, y jamás hubieran desperdiciado tantas vidas como las que ahora ellos veían esparcidas por la llanura. -¿Quién habrá hecho esto? -se preguntaban. Los mayores se preocuparon, pero solo los pequeños se atrevieron a hacer algo. Tanto Nube Blanca como su mejor amigo decidieron investigar. ¿Y cómo lo hicieron? Pues del siguiente modo. Los días que siguieron al fatal hallazgo, Nube Gris y Nube Blanca se apostaron en la colina, desde donde mejor ver a la manada de bisontes, y no tuvieron que esperar mucho para descubrir lo que pasaba.


Una mañana, recién despertados los jóvenes sioux, vieron cómo un grupo de diez o doce hombres, con rostros tan pálidos como el del ladrón de estrellas fugaces, armados con fusiles y pistolas, daban muerte a un número ingente de bisontes. Una vez muertos, los rostros pálidos despojaban al bisonte de su piel, y dejaban abandonados los cadáveres por la pradera. Entonces, Nube Blanca y Nube Gris, que no conocían lo que era el miedo, salieron a su encuentro. -¡Un momento! ¡Deteneos! -gritó el pequeño sioux. -¿Por qué hacéis esto? -les interrogó ella. Los cazadores de rostro pálido se sorprendieron de que aquellos dos pequeños no les tuvieran miedo. -Dejadnos en paz, ¡renacuajos! -se malhumoró uno de ellos. -¿No veis que estamos ocupados? Les explicaron que eran unos cazadores ingleses, y que se dedicaban al comercio de pieles, por eso desollaban a los animales y abandonaban sus cuerpos muertos. -Su carne no nos interesa -les aclaró otro. -¡Pero eso es un sacrilegio! -se alarmó Nube Gris-. ¡El Gran Espíritu se pondrá muy triste!


Al oír esa expresión, los cazadores se mofaron de los niños. -¿El Gran Espíritu? ¡Eso no existe! No hay nada del Gran Espíritu en estos bisontes. Nube Gris en ese momento se enfadó muchísimo, y hubiera sacado su cuchillo, que llevaba anudado a la cintura, para hacerlos frente, pero se contuvo. -Vámonos, Nube Blanca, aquí no hacemos nada. -Tienes razón -dijo ella-, mejor será avisar a la tribu.



Pájaro Guía no daba crédito a lo que escuchaba por boca de su propio hijo. ¿Que una docena de rostros pálidos estaba dando muerte a todos esos bisontes? Esa noticia no podía ser cierta. Sin embargo, algo tenían que hacer. Y sobre ello no tenían ninguna duda. El destino de aquellos cazadores sin escrúpulos tenía que ser el mismo que el del ladrón de estrellas fugaces, y la tribu se puso manos a la obra. Nube Gris se ofreció voluntario, pero su padre le dijo que no, que esa misión podía ser peligrosa, y que mejor encomendarla a unos guerreros valientes como en la tribu había. Así las cosas, formaron un comando integrado por cuarenta guerreros, y se dispusieron a cazar a los cazadores. Siguieron el rastro de los bisontes, y allí acamparon. El primer día no sucedió nada. Ni el segundo. Es más, tuvo que pasar una semana para que los furtivos hicieran acto de presencia, por lo que los guerreros sioux empezaron a pensar si no serían puras imaginaciones las de los dos críos, Nube Blanca y Nube Gris. Pero no, como queda dicho, a la semana de



emprender la búsqueda sucedió lo que tenía que suceder. Estaban los sioux echados boca abajo, cuerpo a tierra, como felinos al acecho, cuando llegaron los cazadores de rostro pálido. Estos no se esperaban caer en una emboscada, por lo que actuaban ingenuos y libres de cualquiera prevención. Sacaron sus rifles y se dispusieron a abatir a otro número ingente de bisontes, cuando una algarabía les sobresaltó. De pronto, y sin esperarlo, se vieron rodeados por unos cuarenta guerreros sioux. -¡Arrojad las armas! -les ordenó uno de ellos. ¿Y qué podían hacer estos? No otra cosa sino obedecer, porque eran cazadores, pero no eran tontos, y sabían muy bien que los sioux les superaban en número, de modo que, de haberse defendido, a buen seguro hubieran fallecido todos en la contienda. -¿Qué queréis de nosotros? -preguntó un inglés de rostro pálido. -Queremos que dejéis de cazar bisontes indiscriminadamente -les anunció Pájaro Guía, que había dado un paso al frente. -Pero eso no es posible -respondió uno de ellos-. Nosotros vendemos pieles, y cuantas más pieles tengamos más dinero ganaremos. Los sioux no sabían qué era eso del dinero, pues en la tribu todo se compartía y no hacían falta monedas ni billetes, pero tenían claro una cosa, lo que movía a esos hombres de rostro pálido era lo mismo que lo que movía al ladrón de estrellas fugaces: la codicia. Y no lo iban a permitir. -Os dejaremos marchar -les aconsejó el jefe sioux-, pero a cambio de que volváis a vuestros países, y dejéis de mancillar nuestras praderas con vuestra avaricia.


-¿Pero qué pretendéis? -se atrevió a preguntar uno de ellos-. ¿Acaso creéis que podéis detener el progreso? -y amenazó-. Detrás de nosotros vendrán muchos más, y acabarán arrasando con vuestros bisontes. -¡No lo permitiremos! -le interrumpió Nube Gris, que se había acercado por sorpresa-. ¡El Gran Espíritu nos protegerá! Los rostros pálidos se mofaron una vez más del Gran Espíritu, pero aun así fueron expulsados. -No vendrán más -era la esperanza de Pájaro Guía. Aunque él sabía que los rostros pálidos estaban en lo cierto.


El invierno pasó, llegó el verano, y con él una nueva amenaza se cernió sobre los sioux. No sabían por qué, pero el río comenzó a bajar turbio, contaminado por no se sabe qué cosas. Este río no era un río cualquiera, sino que era aquel que nacía y descendía por la montaña sagrada. ¿Y por qué esa montaña era sagrada? Pues porque allí los sioux enterraban a sus muertos. Todos sus antepasados descansaban allí, lo que hacía que por ninguna razón del mundo fueran a abandonar esas tierras. Sin embargo, algo había en esa montaña que despertaba la codicia de los rostros pálidos, a saber, ¡ese otero estaba repleto de oro! A los sioux nada les interesaba el oro, pues, como queda dicho en otro lugar, ellos lo compartían todo, y para ellos un hombre afortunado no era aquel que tuviera mucho oro, sino muchas y buenas amistades. Por esta razón se llevaron las manos a la cabeza cuando vieron a unos cuarenta o cincuenta hombres removiendo la tierra de la montaña sagrada. -¡Un momento! -les gritó Nube Gris-. ¿Qué hacéis? ¿Acaso no sabéis que esta es una montaña sagrada? -¡Y tanto que lo es! -respondió uno de los


rostros pálidos-. Pero porque está llena de oro. Aquí nos haremos inmensamente ricos. Esas palabras sonaban a blasfemia en los oídos de un sioux, pues con ellas se afirmaba que el oro era más importante que los antepasados. Lo que esos rostros pálidos hacían era excavar en la tierra para después filtrarla en el río. Una vez lavada, la tierra desaparecía bajo la criba, llevada por el agua, y quedaban las pepitas de oro. Para ellos, los huesos de los antepasados sioux eran un estorbo, y no estaban dispuestos a dejar que dicho contratiempo les fuera a amargar en su deseo de hacerse millonarios. ¿Pero cómo podía alguien ser tan necio? Los sioux no entendían esa ambición desmedida del hombre blanco, que ya habían visto anteriormente en el ladrón de estrellas fugaces y en los mercaderes de pieles. Por lo que no hubo necesidad, ni tan siquiera de convocar el consejo de la tribu. Todos los hombres de la misma, avisados por nube Gris, montaron a caballo


y cabalgaron hasta la montaña sagrada, donde los rostros pálidos ya tenían varias minas horadadas a cielo descubierto. -¡Alto ahí! -les espetó Pájaro Guía-. Estáis yendo contra nuestras costumbres sagradas, y no os lo vamos a permitir. Los mineros corrieron a por sus fusiles, para hacerle frente al pueblo sioux, pero estos fueron más rápidos y los cogieron desarmados. -¿Y qué harán con nosotros? -les preguntó uno de los prisioneros, el cual temía que los fueran a matar allí mismo. -Queda tranquilo, -le respondió Pájaro Guía-, nosotros no somos asesinos. Pero vosotros no os podéis quedar aquí, violentando a nuestros antepasados, removiendo nuestras tierras sagradas, y contaminando los ríos. Así que volveréis al este, por donde habéis venido, y este tema quedará olvidado. Los rostros pálidos aceptaron la condena, entre otras cosas, porque sabían que tarde o temprano volverían, y no lo harían solos, sino que un poderoso ejército los acompañaría. -¿Acaso creéis que podéis detener el progreso? -se alarmó antes de irse uno de los prisioneros. -Si el progreso es vuestro modo de vida -confirmó Pájaro Guía-, nos opondremos a ello con todas nuestras fuerzas. Y los expulsaron. No obstante, ni siquiera a Nube Gris se le escapaba una cosa. Primero fue el ladrón de estrellas, que era un explorador solitario. Luego vinieron los mercaderes de pieles, que eran una docena. Y ahora expulsaban a los mineros, los cuales rondaban la cincuentena. Cabía esperar, por tanto, que pronto llegarían más rostros pálidos, y en un número considerablemente más grande que el visto hasta la fecha. ¿Sería eso cierto? El modo de vida de los hombres y mujeres sioux estaba en peligro, si es que esta predicción llegaba a cumplirse.



Con el otoño regresaba el frío, que era glacial en invierno. -Con este tiempo no vendrán más rostros pálidos -predijo Cola de Ardilla. Su esposo, y en general toda la tribu, estaban de acuerdo con esas palabras. ¿Pero qué pasaría en la primavera? Apenas avanzado abril llegó la mala noticia. El ladrón de estrellas fugaces, junto con los cazadores y los mineros, habían regresado, y no lo habían hecho solos, sino que un ejército poderoso y grande los custodiaba. Se hacían llamar el Séptimo de Caballería, y tenían fusiles y cañones, además de un número importante de caballos. Estos soldados les habían prometido que no cejarían en su empeño hasta acabar con todos los hombres, mujeres y niños del pueblo sioux. -Está bien -añadió uno de los mineros-, pero id vosotros por delante, no sea que los sioux nos vayan a matar si nos ven de nuevo otra vez. Nube Blanca y Nube Gris estaban jugando en la pradera cuando vieron a los primeros militares. -¡Tenemos que avisar a la tribu! -se dijeron.


Casi llegaron a tiempo, los dos pequeños sioux y los soldados de rostro pálido, por lo que el aviso no surtió el efecto deseado. -¡Padre! ¡Madre! -gritaba Nube Gris-. ¡Han venido más rostros pálidos! Justo en ese momento un destacamento del Séptimo de Caballería llegó al poblado. -¿Quién es el jefe? -preguntó el capitán al mando-. Queremos hablar con él. Pájaro Guía se presentó, y se ofreció para transmitir el mensaje que aquellos traían al resto de la tribu. -Aquí van a cambiar muchas cosas -le anunció el capitán-. Nuestros mercaderes de pieles cazarán bisontes, los mineros hurgarán en la tierra de vuestra montaña sagrada, y si algún otro tiene otra idea brillante, como por ejemplo atrapar estrellas fugaces, lo hará. -¿Y qué pasa si nos oponemos a ello? -Os mataremos a todos -le amenazó.


Los del Séptimo de Caballería se retiraron, para dejar a los sioux reflexionar acerca de sus amenazas, y lo hicieron seguros de su victoria. En efecto, ellos eran veinte veces más que aquellos nativos, y disponían de rifles y cañones, mientras que los sioux aún se valían tan solo de arcos y flechas. -Los tenemos donde queríamos, -le dijo el capitán a su soldada-. En unos días llegará su rendición. Sin embargo, los sioux no eran un pueblo cobarde, bien al contrario, si la causa lo merecía, sin duda alguna se enfrentarían a un oso con sus manos desnudas. Así las cosas, Pájaro Guía convocó al consejo de la tribu. -¿Qué haremos? -les preguntó bajo aquel tipi, mientras fumaban la pipa de la paz. Los ancianos allí reunidos fueron contundentes en su respuesta. No podían permitir que aquellos rostros pálidos contaminaran el río, destrozaran la tierra o cazaran indiscriminadamente bisontes por la llanura. No obstante, eran conscientes de su inferioridad, pero aun así debían enfrentarse al hombre blanco. -Está bien -sentenció Pájaro Guía-, mañana mismo atacaremos su fuerte.






Nube Blanca y Nube Gris habían oído toda la conversación de los ancianos, con cuyas palabras les vino la preocupación, al igual que al resto de la tribu. Nadie en el poblado dudaba de que su decisión había sido acertada, pero, en este caso, hacer lo correcto parecía más bien un suicidio. La noche, por tanto, la pasaron en vela. Ni jóvenes ni mayores pudieron conciliar el sueño. Los más avezados la pasaron bailando alrededor del fuego, pidiendo auxilio al Gran Espíritu. Pero nadie lo hizo con tanta vehemencia como el propio hijo del jefe. Así fue, Nube Gris y Nube Blanca subieron, tal vez por última ocasión, a la montaña sagrada. -Gran Espíritu, por favor, escucha nuestra plegaria -rezaban los dos pequeños sioux. Los dos le pidieron que mirara en los corazones del hombre blanco, que atendiera a su codicia para tomar partido en la contienda. -Si el hombre blanco vence no habrá más ríos de agua clara -argumentó Nube Blanca. -Ni la tierra será respetada, ni se protegerá al bisonte -sentenció Nube Gris. Toda la noche la pasaron de esta guisa, hasta que, ya casi amaneciendo, cuando los guerreros estaban listos para salir a la lucha, escuchó su plegaria. Estaban los hombres de la tribu montando en sus caballos, las mujeres compungidas, despidiendo a sus padres, maridos e hijos, cuando en medio de las tiendas se alzó la voz del Gran Espíritu. -¡Oh gran pueblo libre de los sioux! -dijo-. Oíd mi sentencia. Id sin arcos ni flechas al encuentro del hombre blanco, porque yo estoy de vuestro lado y ellos se van a cagar.


Y esto último lo dijo de forma literal. Resulta que el Gran Espíritu, atendiendo a las noticias de los pequeños sioux, había decidido provocar al grueso del Séptimo de Caballería un brote de gastroenteritis, que les causó un feroz ataque de diarrea colectivo. Dicho así parece un argumento bastante débil y poco efectivo, pero lejos tal cosa, pues la situación que les sobrevino, además de ser la mar de graciosa, fue propicia para que los sioux se alzaran con la victoria. ¿Que cómo sucedió todo? Pues de la siguiente manera. Los sioux se acercaron al fuerte con actitud amenazante, cuando el capitán le dijo a su general. -¡Ay que me cago! -¡Yo también! -añadió el general, llevándose la mano al culo. Y el resto de la tropa no pudo aguantar ni dos segundos. Al instante todo el campamento se hallaba de cuclillas, depositando sus entrañas en cada esfuerzo. -¡Nos cagamos! -se lamentaban. -¡Ay mi culo! Total, que los sioux no tuvieron que lanzar ni una sola flecha, simplemente se limitaron a anudar las manos y los pies de sus enemigos para vencerlos de manera contundente. ¡Ni un solo soldado quedó libre! Todos cayeron bajo las garras de los sioux. -Así aprenderéis a respetar el medioambiente -les espetó Pájaro Guía.



Al fin el ejército del hombre blanco había sido derrotado, y tanto los cazadores furtivos, como los mineros y el resto de rostros pálidos apresados. ¿Qué harían ahora con ellos? Pájaro Guía tenía una opinión. -Los mandaremos a todos de vuelta a casa. No obstante, si alguno quiere quedarse a vivir en nuestras tierras, estarán condenados a vivir en pequeñas reservas, de modo que su avaricia no contamine el suelo que pisamos ni el aire que respiramos. Y de este modo sucedió. La gran mayoría de rostros pálidos se fue con viento fresco, y los pocos que se quedaron fueron encerrados en pequeños palmos de terreno llamados reservas. No podían ser más felices nuestros pequeños sioux, los cuales aún hoy viven en libertad por las grandes llanuras norteamericanas, vigilando, eso sí, que ningún hombre blanco escape de sus reservas, porque está claro que, este, el rostro pálido, es un ser peligroso para la vida global del planeta. Y cuentan las malas lenguas, que en todos los países donde vive el rostro pálido han tomado conciencia del ejemplo de los sioux, por lo que han cesado en la búsqueda irracional de las riquezas. Ahora todos comparten el fruto de su trabajo gratuitamente, como buenos hermanos, haciendo que la codicia haya desaparecido de todo el mundo.




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