El amor de la princesa

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Escrito por Oscar M. Barreno

Ilustraciones de Paola Paolucci

El Amor de la princesa

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El amor de la princesa A Eva. Y a Juan.


H

ace muchos, muchos años, en un reino muy, muy lejano, había un rey que era huraño como pocos. Si, a las puertas de palacio, se encontraba con mendigos pidiendo pan, él les entregaba piedras, y si algún campesino pedía dinero, aunque fueran unas monedas de nada, él les empujaba con el caballo y los lanzaba contra el suelo. Todos en el reino le odiaban, pero el temor que despertaba era mayor que el odio, por lo que nadie se atrevía a tramar nada contra él. Un día, sin ir más lejos, una madre amamantaba a su bebé junto al castillo, y tenía hambre, llevaba varios días sin comer y andaba preocupada, pues pensaba que, de seguir así, se quedaría sin leche que ofrecer a su pequeño. En estas estaba cuando llegó el séquito real, con el rey a la cabeza.

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-¡Aparta de aquí, campesina! - le increpó un paje. Y el monarca aprobó aquellas palabras. Es más, bajándose de su caballo la expulsó de allí a empujones. -Más te valdría no haber sido madre- le dijo. A lo que la humilde campesina no supo qué contestar. Rechazada, humillada, tuvo que tragar saliva para no echarse a llorar. Pero no se quedó de brazos cruzados. A saber, no bien se hubo retirado un palmo de allí cuando la buena mujer lo maldijo.

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-Por tu falta de amor, los cuervos te sacarán los ojos -profetizó-, y mi hijo ha de ver cómo te arrodillas ante él. Sí señor, caro te tiene que costar esta falta de tacto para con tu pueblo. La mendiga lo había gritado, pero el follón de gentes, carros y caballos, hizo imposible que el monarca lo oyera. Lo cual no creemos que hubiera cambiado nada en su ánimo, pues, de haberlo escuchado, a buen seguro se hubiera burlado de semejante oráculo. El tiempo pasó, y trajo consigo buenas nuevas. El hijo de la campesina crecía entre inclemencias, mientras que el rey tuvo a su primera, y a la postre, única hija. Esta, flor delicada

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como ninguna, aumentaba en edad y tamaño con un único propósito, según su padre, que era el de enamorar y desposar a algún príncipe vecino que aportara nuevas riquezas y territorios a la corona. Pero Eva, que así se llamaba la joven, no estaba muy

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convencida de cumplir ese objetivo, ya que no amaba a ninguno de los príncipes de los reinos vecinos, pues todos ellos eran orgullosos y de duro corazón. El hijo de la mendiga, por el contrario, también creció, pero él no tenía joyas que le respaldaran para buscar un buen matrimonio. Es más, pasaba tantas penalidades

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que apenas podía pensar en otra cosa que no fuera en buscar su sustento. De hecho se ofreció para trabajar en las caballerizas reales, a cambio tan solo de pan y techo. No tenía un sueldo que llevar a casa, pero al menos le había quitado a su madre una boca que alimentar. Más aún, el joven robaba algún que otro mendrugo, cuando no piezas de fruta, que le entregaba a su madre, con lo que nunca hasta la fecha habían estado ambos tan bien alimentados. Siendo así las cosas, trabajando el joven para el rey, un buen día los destinos de Eva y el muchacho se cruzaron. Ella quería salir a montar a caballo, junto con su tutor y maestro y algunas amistades de la corte. -Prepárame el caballo- le ordenó a Pedro, que este era el nombre del joven. 12


Pedro buscó al animal más dócil de todas las caballerizas, y le preparó para la montura. La joven, no obstante, no pudo imaginar que aquello lo cambiaría todo, y es que, a pesar de haber escogido al caballo más inofensivo, justo cuando la princesa se subió a su grupa, este se desbocó, saltando como un poseso y llevado por mil demonios. Lo que había ocurrido es que una mosca había mordido al jaco, provocando que este se volviera loco. La comitiva que acompañaba a la princesa se quedó paralizada, pues nadie sabía qué hacer, y fue el joven Pedro quien se jugó el pellejo, ya que, este, viendo al caballo desbocado, se cruzó entre sus patas y cogió las riendas, que por entonces apenas con un hilo de fuerza las sujetaba ella. 13


-¡So! Caballo, ¡so! -gritaba Pedro, mientras tiraba de las riendas hacia abajo. La batalla duró un instante, pero a Eva le pareció una eternidad. Tiempo suficiente para que, en pleno frenesí, la princesa tuviera ocasión de fijarse en su salvador. Aunque no fue hasta que todo se hubo calmado, cuando ella se dio cuenta de lo fuerte y alto que era el mozo de cuadras. -¿Cómo te llamas? -le preguntó ella cuando bajó del caballo. -Pedro, mi señora, para servirle a usted. No entablaron más conversación, pero la futura reina se quedó prendada del nombre, y de su voz. -Pedro, -repitió ella. Y poniéndole un apelativo, como bien les conviene a los reyes, le enmarcó. -Pedro el valiente. Le acercó la mano, para que la besara aquel reverencialmente, y se marchó. 14


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Esa misma tarde, Fernando, el rey, le comunicó a su hija que estaba preparando una fiesta, a la que acudirían todos los supuestos pretendientes de ella, es decir, nobles y príncipes de las comarcas aledañas… A Eva le hubiera gustado negarse, y hablarle de Pedro, el joven mozo que había conocido esa mañana, pero no tenía valor para enfrentar a su padre, por lo que no hizo ni una cosa ni la otra. Cada mañana, sin embargo, Eva salía a montar, tan solo para ver unos minutos a Pedro, del cual se había enamorado, sin decir palabra. Pero llegó la hora de la fiesta, lugar en el que Eva debía escoger marido. Cenaron, bailaron, y Eva solo pensaba en Pedro, el cual, ajeno a todo ello, dormía en los establos, sobre la hierba y el heno. -No tomaré hoy esposo, -se pronunció la princesa, para disgusto de su padre-. Lo siento pero no me convence ninguno.

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Los días pasaron, y con ellos las semanas y los meses, y Eva no daba su brazo a torcer. Para entonces, eso sí, se las había arreglado para salir ella sola a pasear a caballo, con la excusa de que el mozo de cuadras sería su compañero de ronda. Pedro al principio callaba, pues pensaba que no tenía nada que hablar con una princesa. Pero, poco a poco, con el paso de los días y la insistencia de Eva, se le fue soltando la lengua. Entonces le hablaba de su madre, y de él mismo, de cómo se alimentaban con las sobras de la cocina de palacio, y de todas las penurias que pasaban o habían pasado, frío, soledad y miseria. Todo lo cual hacía que el sentimiento de Eva por el joven creciera, ya que, a pesar de todas las inclemencias que había sufrido, no guardaba un ápice de rencor en su corazón. Ella estaba acostumbrada a ver cómo los príncipes se querellaban unos contra otros por un palmo de terreno, moviéndose a cada vez por una paz fortificada, ya que siempre andaban prestos para la guerra. Y, sin embargo, este joven

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que nada tenía, era feliz con su destino. ¡Cuánto tenía que aprender de él! Pensaba para sí la princesa. El joven, por su parte, viendo a la princesa tan interesada en sus cosas, con esa humildad tan sincera, también se fue enamorando de ella, pero lo consideraba un sueño, pues, ¿qué tenía él que ofrecerle a la futura reina para que esta se fijara en él? Así las cosas, el uno se enamoraba de ella, y esta hacía lo propio con aquel, pero ambos callaban, por temor a ser rechazados el uno por la otra o la otra por el uno, a causa de su condición social. Entretanto el rey organizó otra fiesta, a la que, de mala gana, debía acudir ella. No obstante, antes de que el día señalado llegara, pasó algo que lo cambió todo. Esto es, una mañana, después de montar hasta el lago, junto con su admirado Pedro, bajaron allí de sus monturas y se sentaron un rato en el suelo. Las palabras eran piedras que no podían masticar, por lo que ambos callaban. Entonces, Eva, haciendo gala de un valor inusitado, le preguntó. -Pedro, ¿tú me quieres? 19


El joven no sabía qué responder. -Por supuesto, señora, usted será mi reina, y yo la quiero como tal. -Ya, ya -insistió ella-, pero no me refiero a ese afecto; lo que yo te pregunto es si me quieres como mujer. Pedro se ruborizó. ¿Acaso la princesa le había leído la mente? No sabía dónde esconderse, y la princesa se percató, motivo por el cual tomó de nuevo la palabra. -Lo digo porque tú a mí sí me gustas como hombre. Admiro tu buen ánimo y mejor humor, y tengo en más alta estima aún tu humildad y nobleza de corazón.

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-Es fácil ser humilde cuando no se tiene nada -pronunció al cabo de dos segundos de silencio el joven Pedro, como justificándose por algo malo que hubiera cometido. -Te equivocas -le corrigió la futura reina-, también los que no tienen nada ambicionan lo poco de su vecino. Pero tú no eres así, tú te conformas con lo que tienes y das gracias por ello. -Ya está bien, señora, o me sacará los colores. -Con colores o sin ellos, no me has respondido. -¿Qué quiere que le responda? -Pues eso, que si te gusto como mujer.

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Pedro quería decir que sí, pero le asustaba la idea de convertirse en un juguete roto. A buen seguro, pensaba él, sería un capricho de la princesa y, llegado el momento, le arrojaría al camino como se tiran los trastos viejos. -Seamos sinceros, yo solo soy un capricho para usted. Pero la princesa en verdad se hallaba enamorada del joven mozo de cuadras, y, para mostrarle cuán grande era su error, le emplazó hasta mañana. -Esta noche -le anunció-, verás cuánto te amo. Esa noche era la fiesta que había preparado su padre. Todos los príncipes vecinos habían venido, vestidos con sus mejores galas. Entonces la futura reina hizo llamar a Pedro. -¿Y os ha dicho para qué me quiere? -interrogó, sin buen provecho. 22


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-Solo nos ha dicho que te presentes en el salón real. Hasta allí llegó el joven, vestido, todo hay que decirlo, como un andrajoso, cosa que no importó a Eva, y a buen seguro fue a la única que no importó, pues todos se hacían a un lado cuando se acercaba aquel muchacho que tanto olía a cuadras. Al fin llegó junto a la princesa. -¿Me habéis hecho llamar, mi señora? Ella le cogió del brazo, sin decir nada, y, así, sin soltarle la mano, comunicó a todo el auditorio. -Padre, madre, amigos venidos de todos los reinos vecinos, tengo una cosa que comunicaros. Justo en ese instante Eva miró a su padre, y tragó saliva, antes de continuar. -Este que veis aquí es Pedro, mi prometido, el hombre con el que algún día me casaré. 24


A su padre casi le da un infarto allí mismo. Asombrado por la conducta de su hija, sin darle tiempo a que dijera alguna otra cosa igual de descabellada, separó con un golpe seco a los enamorados y ordenó a la guardia real. -Llévense a este muchacho, ¡y lo encarcelan en las mazmorras! Pero, consciente de que todo había sido obra de su hija, no la iba a dejar tampoco sin su correspondiente castigo. -Y a mi hija la encierran en la torre. Ni que decir tiene que la fiesta terminó justo en ese preciso instante, pues nadie tenía cuerpo para baile después de 25


la confesión inesperada de la princesa. El rey, pues, se disculpó ante todos esos príncipes, y los despidió, justificando a su hija. -No se preocupen, volverá en sí y escogerá a uno de ustedes para establecer una alianza entre nuestros reinos. Esa, desde luego, era la intención del rey, pero Eva era de recio carácter, y su determinación no le hacía cambiar un ápice de opinión respecto de su amado Pedro. -¿Con que esas tenemos? -le incomodó un día su padre-. Pues de esta alta torre no te moverás. ¡Ni tu andrajoso amado saldrá jamás de la mazmorra! Cada día, no obstante, subía a verla, con un caldo de sopa y un mendrugo de pan, por ver si así cambiaba de parecer. Pero la princesa no rechazaba al mozo.

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Entonces, un día que el rey se hallaba especialmente enojado, cuando subió a ver a su hija, como eso le envalentonara aún más de lo que ya estaba, con el enfado tropezó consigo mismo, y cayó por la ventana de la torre, precipitándose al vacío. Por fortuna para él, fue a dar con sus huesos sobre un montón de heno, por lo que no murió, aunque lo pareciera. De hecho, perdió la conciencia, y quedó como muerto. Motivo por el cual, los cuervos, que son ávidos en dar cuenta de la carroña, se acercaron hasta él, y le picaron la cara, hasta dejarlo ciego. Fue entonces cuando movió a la misericordia del Dios altísimo, el cual, viendo a Fernando ciego y sucio, privado de su señorío, le comunicó en sueños. -Esto te pasa por oponerte al amor de tu hija. Y tras el sueño lo despertó. -¡No veo! ¡No veo! -se alarmaba el rey, mientras comprobaba que tenía las cuencas de los ojos vacías.

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Rápidamente vinieron a socorrerlo unos caballeros, pero él nada quería de ellos. Lo único que deseaba era pedirle perdón al joven Pedro, y a su hija, por supuesto. Así pues, se acercó, con ayuda de su esposa, hasta la cárcel de palacio, y allí, ante el mozo de cuadra, se terminó de cumplir la profecía, pues este se arrodilló ante Pedro suplicándole perdón. Perdón que por

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descontado obtuvo, lo que movió al rey aún más hacia la misericordia. Esa misma tarde, de hecho, liberó a su hija de su encierro, y por la noche se celebraron los esponsales. Pedro se convirtió en rey, y Fernando vivió sus últimos días arrepentido por tanto horror como había causado en vida. Eva, por su parte, fue una reina admirada y querida por todos, la cual, para que no cayera en olvido, mandó que escribieran esta su historia, de modo que nunca nadie en adelante se opusiera al amor sencillo y honesto. Dicen que murieron de viejos, Pedro y Eva, Eva y Pedro, pero lo único cierto es que su amor perduró como leyenda para toda la eternidad.

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