Pablito de No

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o t i l b a P deNo ESCRITO POR

HÉCTOR AÚN ILUSTRADO POR

PAOLA PAOLUCCI colabora:


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A Víctor, que vino con este pan bajo el brazo. A la divinidad que en verdad es dueña de este libro, y de la cual solo fui un instrumento. Y por supuesto, por supuestísimo, a Juan, mi Troya infranqueable. 5


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Había llegado el otoño y las hojas caían de los árboles, dejando sus ramas desnudas. Lentamente, una a una, las miles de hojitas secas volaban desde el árbol al suelo, cubriendo la tierra con una especie de alfombra marrón que crujía como si fueran galletas, cric, crac, cruc, cuando los niños y las niñas del pueblo las pisaban en su camino hacia el colegio. A Pablo le gustaba detenerse en medio de la acera, sentado sobre un montón de hojas, viendo cómo las otras caían poco a poco, al tiempo que el cric, crac, cruc de los otros niños, pisando sus mismas hojas, sonaba en sus oídos como una orquesta de grillos. Los demás, pequeños y mayores, atravesaban veloces la alfombra de hojas secas, sin detenerse un instante en escuchar sus pisadas, ni en contemplar el contraste entre hojas verdes y marrones: las verdes que aún colgaban de las ramas, y aquellas otras marchitas que ya habían caído al suelo o estaban a punto de caer. -Mirad, ahí está Pablo sentado, perdiendo el tiempo –decían al pasar sus compañeros. Y sus padres, cansados de que en el pueblo todos hicieran bromas de las aficiones de Pablo, decidieron hablar con su hijo. -Pablo, hijo mío –dijo su madre-, tienes que dejar de sentarte en la acera, porque en el pueblo dicen que eres muy raro. -Pero mamá –respondió Pablo-, es que a mí me gusta saludar al otoño cuando llega. A lo que su padre añadió, sorprendido.

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-Pablo, al otoño no se le puede saludar, porque no es una persona. -Eso es cierto –sentenció el pequeño Pablo–, el otoño no es una persona. Sin embargo, a mí me parece que con cada hoja que cae del árbol el otoño nos saluda. Es como si las hojas, al caer, dijeran: Hola, soy el otoño, ya estoy aquí. Y cuando veo a las hojas caídas en el suelo, me parece que están a punto de decirme: Somos las hojas del otoño, y nos vamos a dormir. Pepa y Pepe, que así se llamaban los padres de Pablo, cuando escuchaban a su hijo pensaban que el pobre Pablito era más raro que un pimiento azul. Y creían que seguiría siendo así de raro mientras viviera en el pueblo. -Tenemos que llevarle a vivir a la ciudad –comentó Pepe–. Allí no hay tantos árboles, abundan los semáforos y las señales de tráfico, y el otoño no cubre con hojas secas sus calles. -Me parece bien –apuntó Pepa–. Si vamos a la ciudad conseguiremos que a Pablito se le olvide esta rareza otoñal. Allí los coches y los escaparates son iguales en enero y en agosto, y no hay hojas en el suelo por más que llegue el otoño. Sin retrasarse un segundo hicieron las maletas y subieron al tren. Y en un periquete llegaron a la ciudad, donde las estaciones del año todas parecen la misma, porque no crecen las flores en primavera por las aceras, ni los semáforos tienen hojas que pueda secar el otoño. -¡Qué pena! –Pensaba Pablo al mirar por la ventana del vagón en que viajaba. 8


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La ciudad ya se veía a lo lejos. Era grande, y gris. Toda construida de cemento. -Es imposible que en ese lugar alguien pueda vivir feliz y contento. -No digas eso –le corrigieron sus padres-, en la ciudad hay cosas más bonitas que un árbol: edificios con escaleras de mármol y grandes carreteras de hormigón. Pero Pablo, por más que en esas carreteras pudieran caminar grandes grupos de elefantes, no era de la misma opinión. A él le gustaban los árboles, y no cambiaba ni una de sus hojas secas por la más hermosa y brillante escalera, aunque estuviera construida con mármoles de colores y tuviera un pasamanos de plata, oro o diamante. Pepa y Pepe estaban convencidos de que lo más apropiado era mudarse a la ciudad, pero a Pablo todo eso le parecía un error, y creía que al alejarse del pueblo había perdido para siempre su felicidad. ¿Sería así? ¿O la vida estaba a punto de enseñarle otras mil y una sorpresas?

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Se instalaron en un barrio de la periferia, donde aún había casas de una, dos o tres plantas, y donde los edificios de oficinas, aunque eran altos, no llegaban a tener altura de rascacielos. Incluso había algún que otro parque, pequeño, con árboles y zonas verdes, en los que las familias con niños pasaban sus tardes de recreo. -Mira, Pablo, también en la ciudad hay árboles –decían sus padres, intentando animarle. Pero Pablo no recordaba la sonrisa, por más que Pepa y Pepe le llevaran, día tras día, a jugar en el recinto de aquel parque que, a los niños de la ciudad, les parecía el bosque más grande del mundo. A Pablo, en cambio, no le parecía ninguna de esas dos cosas. Lo que a él le gustaba del bosque de su pueblo era que podía correr y correr en una dirección o en otra y nunca llegaba al final. Pero el extraño bosque de la ciudad parecía crecer en una cárcel. Porque, si corrías en un sentido, enseguida llegabas hasta una verja que impedía al bosque seguir creciendo. Y si corrías hacia el otro lado, la misma reja metálica se levantaba entre la ciudad y el parque. Había otra cosa que no le gustaba a Pablo. En el pueblo, la hierba crecía por encima de su cabeza, y podías jugar a ser un tigre agazapado en la maleza. Pero en el parque había un ejército de jardineros que cuidaban de las zonas verdes y de los caminos, cortaban la hierba cuando apenas llegaba a dos dedos de altura, podaban las ramas de los arbustos para darles forma de círculo, o de conejo, y limpiaban los senderos para que la tierra tuviera 11


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siempre el color de la crema. En cuanto una hoja, llegado el otoño, caía del árbol, un grupo de jardineros salían brincando de su escondite debajo de un banco, o tras de una papelera, como si fueran aspiradoras veloces del último, mejor y más potente modelo. Entre los cuatro o cinco cuidadores del parque recogían al instante la hoja seca y desaparecían en busca de una oscura bolsa de basura. No había ni rastro del otoño en aquel parque, que más parecía el decorado de una obra de teatro que un bosque. Aunque fuera octubre o noviembre, en ninguna parte se escuchaba el cric, crac, cruc de las hojas secas pisadas por los viandantes. Así era imposible que Pablo pudiera ser feliz. Lo mismo le parecía pasear por su nueva calle, rodeados de edificios del color del asfalto de la carretera, que recorrer los caminos de aquel artificioso jardín, donde estaba prohibido pisar el césped, y las hojas en otoño viajaban directamente de las ramas hacia el fondo de una papelera. Le importaba poco que sus padres le llevaran a jugar al parque, porque allí se encontraba tan triste como en cualquier otra parte de la ciudad. No entendía que él fuera tomado por raro, cuando lo verdaderamente extraño era que quisieran conservar los parques como en una eterna primavera. De modo que decidió no volver a ese lugar. -A partir de ahora pasaré las tardes jugando en mi habitación. Y eso hizo. Día tras día, hasta que llegaba la noche, Pablo jugaba a solas con sus coches y sus muñecos, o veía películas de dibujos en su ordenador. 13


-Por fin se comporta como un niño normal –pensaban Pepa y Pepe. Porque a los niños de estos tiempos no les gusta sentarse a escuchar el ruido de las hojas del otoño, ni contemplar los cambios de colores en cada estación del año, sino que disfrutan con los mandos de una Play, o con el teclado y el ratón de una computadora. Justo como ahora veían a su hijo entretenido. Pablo no era feliz como antes en el pueblo, pero ya había asumido que su vida en la ciudad tenía que ser así, sin misterios ni sorpresas. -En la ciudad todo parece igual. Las casas se construyen de la misma manera. Los edificios parecen copias unos de otros. Y como no hay árboles ni flores en las calles, tampoco hay gran diferencia entre otoño y primavera. Así que yo también tengo que aprender a ser como una fotocopia del resto de la gente, porque no veo en la ciudad nada que sea único, o diferente. Pensaba esas cosas Pablito cuando, de repente, mirando desde la ventana de su habitación, vio caminando por la calle a un hombre semejante al personaje de un cuento. Llevaba unos pantalones anchos como los del genio de una lámpara maravillosa, se apoyaba en un bastón que tenía la forma de un cisne, y tenía unos bigotes blancos y largos que crecían en círculos, terminando en dos puntas que buscaban el cielo, como si estuvieran peinadas con pegamento. En ese momento, Pablo se olvidó de los coches y los muñecos con los que jugaba a solas, ni pensó en entretenerse con los juegos de su compu14


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tadora. Estaba allí, en pie junto a la ventana, y una sola pregunta le rondaba la cabeza. -¿Quién será ese hombre que parece el antiguo conductor de una vieja locomotora?

Salió corriendo de su habitación, recorrió a toda prisa el interminable pasillo, y descendió como el rayo por las escaleras de mármol que el edificio de cinco plantas tenía. Llamó al ascensor, pero debía estar en el sótano y ni siquiera esperó a que llegara al segundo piso. Tan veloz como pudo, como una catarata de agua, bajó Pablito saltando de dos en dos y de tres en tres los peldaños. Con cuidado, eso sí, de no hacerse daño. Pero antes de que el ascensor llegara al quinto, Pablo ya estaba en la puerta de entrada. La atravesó, buscando con la mirada el camino por donde suponía que se había perdido aquel hombre tan extraño. Nada. Giró a derecha y a izquierda pero no hallaba rastro del desconocido. Por un momento pensó que no lo volvería a ver, o que incluso su visión hubiera sido un sueño. Cuando de pronto se dio cuenta de que una extraña nube con forma de bigote doblaba una esquina. Y hacia allí se dirigió corriendo. Llegó, giró en la misma esquina y comprobó, tal y como imaginaba, que delante de la nube de bigote caminaba, pausada y relajadamen15


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te, apoyándose en el cisne con forma de bastón, el hombre de pantalones bombachos que había visto desde la ventana. -¿Y ahora qué hago? –Pensó Pablito-. Lo correcto, tal vez, queriendo conocer a una persona, hubiera sido saludarla, presentarse y confesarle la enorme curiosidad que le había despertado aquel encuentro. Pero a Pablo le daba vergüenza acercarse con la verdad en los labios. Tampoco quería mentir. Así que, aunque no está nada bien espiar la intimidad de otras personas, decidió seguirle a escondidas. Como ese personaje tan extraño caminaba muy despacio, no le costó trabajo la persecución. Es más, Pablo tenía que esforzarse por avanzar tan lento como el singular caballero al que seguía. Y para no darle alcance se detenía junto a una farola, o simulaba atarse los cordones. La gente se cruzaba con aquel hombre, unos en dirección contraria y otros adelantándole en su misma dirección. Pero nadie le prestaba una atención especial, nadie le miraba ni detenía el paso al pasar junto a sus enormes bigotes. Y esto aún le resultaba más extraño a Pablo que el propio señor. -¿Seré yo el único que piensa que éste es un hombre especial? No tenía claro qué era aquello que hacía tan especial a Bigotes, como decidió llamarle hasta que conociera su verdadero nombre. Era evidente que, tan solo por la indumentaria, Bigotes ya era un tipo singular. Pero Pablo


sospechaba que lo mejor y más auténtico de ese hombre no se hallaba en su apariencia, sino que algo en su forma de pensar o de actuar en la vida, le hacía diferente a todos los demás. Llegaron a un paso de peatones donde dos personas discutían por un pequeño accidente de coche que habían tenido. Pablo observaba desde la distancia, pero escuchaba perfectamente las palabras de la disputa. -Has entrado al cruce sin mirar y por tu despiste nos hemos chocado. -De eso nada. Usted venía a toda prisa y a causa de su velocidad hemos sufrido el accidente. En ese preciso instante llegaba Bigotes a la altura de los dos coches. -Buenos días –dijo-, ¡qué bonito es ser feliz y qué feo es vivir disgustado! -¿Y a usted qué le importan nuestros asuntos? –Le gritaron al unísono esas dos personas. -No se ofendan –añadió-, que no era esa mi intención. Lo único que, al verles discutir, caí en la cuenta de que la vida está llena de accidentes. Y pensé que, como los accidentes son inesperados, y uno no puede hacer nada por evitarlos cuando ya se han producido, ¡cuánto más feliz sería una persona que afrontara los problemas con calma, que aquella otra que siempre reacciona con enfado! -Y diciendo esto siguió adelante en su camino. Las dos personas quedaron pensando, en silencio hasta que llegué al paso de peatones. Ya les dejaba atrás, afanado como estaba en perseguir a Bigotes, cuando escuché: 17


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-Le debo una disculpa. Soy todo despiste y no me di cuenta de que usted se acercaba conduciendo correctamente. -Huy qué va, qué va. Soy yo quien tiene que disculparse. Ha sido una imprudencia por mi parte venir a toda velocidad. Y ya desde lejos, a punto de doblar otra esquina y perderles de vista, contemplé con alegría y asombro que aquellas dos personas se abrazaban antes de despedirse, deseándose mutuamente buena suerte. -Ahí tienes algo que hace especial a Bigotes –se dijo Pablo-. Ha encontrado a dos personas discutiendo por un problema y les ha enseñado a afrontarlo con calma, para no hacer que el problema se convierta en un drama. No había duda, Bigotes era un tipo inteligente. Pero algo mucho más sorprendente estaba a punto de descubrir Pablo en su persecución.

Seguía Pablo a Bigotes, guardando cierta distancia de por medio para no ser descubierto en caso de que Bigotes se girara inesperadamente. Por eso estuvo a punto de perder su rastro cuando, de pronto, sucedió algo que Pablito nunca antes había visto. Bigotes caminaba tranquila y pausadamente, mirando al cielo, a los edificios, a la gente o al suelo, y nada le borraba la sonrisa del rostro. Llegó hasta otra segunda esquina, y a punto de doblarla para seguir en una 19


nueva dirección, se detuvo. El gesto le había cambiado. Ahora estaba serio, pero no serio como quien se enfada, sino como alguien muy concentrado que está dedicando toda su atención a una actividad muy importante. Parecía un perro de caza olfateando una presa cercana. De hecho tenía Bigotes levantada la nariz y giraba la cabeza de un lado hacia otro, como si hubiera detectado un aroma y no tuviera seguro en qué dirección se encontraba ni de qué lugar procedía. Pablo pensó: -Caray, debo haberme perfumado demasiado esta mañana y ahora Bigotes está identificando mi olor. No tardará en descubrirme, ¡estoy perdido! Pero no era el perfume de Pablo lo que buscaba Bigotes, porque en el instante que Pablito andaba pensando estas cosas, la cabeza de Bigotes se detuvo como si fuera un perro sabueso que acababa de descubrir a una liebre, o como una brújula que solo señala el norte aunque se agite hacia un lado y hacia otro. Pablo se detuvo también, buscó una farola y se escondió tras ella. Y en el preciso momento en que Pablo se escondía, Bigotes lanzó al aire un grito. Algo así como: -Hiu ju ju ju juiiiiiiiiiii… Parecía un oso rodeado de rica miel. En su rostro tenía de nuevo aquella enorme sonrisa, pero ya no caminaba despacio apoyado en su bastón con forma de cisne. Había comenzado a correr, y lo hacía tan ágil y veloz que los bigotes se le quedaban atrás. Los pantalones bombachos se agitaban con el viento, hinchados de aire como las velas de un barco pirata en 20


medio del mar. El bastón, agarrado fuertemente con una de sus manos, parecía que volara como si fuera verdaderamente un cisne, al tiempo que Bigotes lo movía hacia delante y hacia atrás, con el rápido ir y venir de sus dos brazos. Tan veloz desapareció Bigotes en esa esquina, que Pablo apenas tuvo tiempo de abandonar su escondite y perseguirlo. Creyó por un segundo que lo había perdido, y se dejó llevar por el instinto. Giró aquí a la derecha, después a la izquierda, corriendo a toda velocidad y sin fortuna, pues la misteriosa figura de Bigotes había desaparecido. Al fin llegó Pablito al parque donde había estado otros días, y al que no quería regresar. Había entrado, sin embargo, porque algo le decía que Bigotes estaba cerca. Y no tardó en comprobar que era cierta esa intuición. A lo lejos, por un camino de aquellos perfectamente limpio y sin hojas, corría cantando Bigotes. -Hiu ju ju juiiiiiiiiii… Delante de él, por el mismo camino, también corría, haciendo deporte, una joven con malla y camiseta ajustada, y zapatillas apropiadas para el ejercicio. Tenía dos coletas que saltaban, pim, pam, pum, como las orejas de un conejo. Y escuchaba, al tiempo que corría, música con los auriculares de un aparato pequeño que llevaba en un brazalete ajustado al bíceps. Debía ser una música muy graciosa, o que le gustara mucho correr a esa muchacha, porque le brillaban los ojos y reía como si estuviera en medio de un espectáculo de circo. 21


Bigotes corría aún más veloz. De hecho estuvo a punto de alcanzarla. Y cuando se encontraba tan solo a un metro de distancia, metió la mano en uno de los bolsillos de sus enormes pantalones, sacó un tarro de cristal, y sin dejar de correr lo abrió, gritando de nuevo: -Hiu ju ju juiiiiiiii… Corría detrás de aquella chica, con el brazo extendido hacia el cielo, y en su extremo, bien aferrado a la mano, el tarro de cristal abierto que había sacado del bolsillo de su pantalón. Pablo lo observaba todo desde lejos, sin dar crédito, porque aquello le parecía muy extraño. Era como si Bigotes estuviera llenando el tarro con el aire que la chica de coletas dejaba tras de sí en la carrera. -Tal vez está recogiendo sudor –pensó Pablo. Pero fuera lo que fuese aquello que Bigotes buscaba, al cabo de un rato lo encontró. O eso le pareció a Pablo cuando vio detenerse a Bigotes contento como un niño con un helado, cerrando y devolviendo al bolsillo su tarro de cristal, a la vez que volvía a gritar: -Hiu ju ju juiiiiiiii… ¿Pero qué era lo que realmente había hecho Bigotes? Pablo no se iba a quedar con la duda. Tenía que preguntarle, o seguirle hasta averiguar la verdad.

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Al detenerse Bigotes para cerrar el frasco, la muchacha se perdió en el horizonte. No parecía importarle a Bigotes que se alejara aquella deportista. Ni tampoco mostró una alegría especial cuando guardó el tarro en el bolsillo de su pantalón. Simplemente estaba sereno y contento como lo había visto desde la primera vez. Y con esa aparente serena alegría, Bigotes se encaminó hacia la salida del parque. Le seguía Pablo, eso sí, aunque a mucha distancia, pensando en si acercarse o no, y si debía preguntarle o si era mejor seguir escondido, como un espía secreto. -¿No se enfadará si le digo que he estado espiando…? Pero si no le pregunto, ¿podré descubrir la verdad? Y así, Pablo pensando y pensando, y Bigotes caminando, salieron los dos de aquel parque. Estaba Pablito tan preocupado en sus dudas que no se dio cuenta de que ambos se dirigían camino de su propia casa. Por aquí, por allí, por esta calle y por aquella otra, al final llegaron justo frente al portal del piso al que se habían mudado Pepa, Pepe y el intrépido pequeño Pablo. -¡Pero si estamos en la calle de mi casa! –Se dijo Pablo en voz alta, lleno de sorpresa-. Me acerco ahora a preguntarle o nunca. Y echó una última carrera para llegar hasta Bigotes y tocarle, ligeramente, con un dedo en la espalda. -Tch, tch… Señor, señor. -¿Sí? –Dijo Bigotes al girar repentinamente.


Tan cerca estaba ahora Pablo del misterioso Bigotes, que las rodillas le temblaban, a causa de la emoción. ¿Debía preguntar? ¿Guardar silencio? Y entre tanto se debatía Pablito sobre lo que tenía que hacer, antes de que le diera tiempo a decidirse, sacó Bigotes de su bolsillo otro tarro de cristal y lo abrió, veloz como el relámpago. -Hiu ju juuuuuuuuu... –gritó en esta ocasión-. Tendré que etiquetar estos tarros antes de que los confunda. Y sin más ni más, colocó una pegatina blanca sobre el frasco, sacó un bolígrafo con forma de girasol, y escribió algo sobre la etiqueta que acababa de pegar. Después lo introdujo en el bolsillo, y sacando el que había guardado anteriormente, repitió la operación: pegó un nuevo adhesivo blanco y escribió otro nombre sobre el segundo envase de cristal. A la vez que decía: -Hiu ju juuuuu… Hoy tengo recompensa doble. ¿Qué había escrito sobre los tarros? ¿Y a qué se refería con lo de recompensa doble? Éstas eran las preguntas que tenía que haber formulado Pablito, pero el pobre estaba nervioso y no sabía qué hacer. Así que ahí estaban, en silencio, Bigotes y Pablo mirándose frente a frente, hasta que Bigotes rompió ese silencio para decir: -¿Sabes que mañana termina el otoño y empieza el invierno? -¿Ya? –Exclamó Pablito, que no lo podía creer-. ¡Pero si ni siquiera he disfrutado del otoño! Es que aquí todas las estaciones del año parecen la misma. 25


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-Tienes razón –añadió Bigotes-, por eso en la ciudad hay que agudizar el olfato. -¿Eso es lo que antes estabas olfateando? -¿Pero cómo? ¿Me estabas espiando? ¡Qué desvergüenza! ¡Qué descaro! -No se enfade por favor. No era mi intención ofenderle, ni espiarle, sólo tenía curiosidad. Y como si estuviera loco de alegría, Bigotes añadió: -Si no me enfado, ¡es maravilloso! ¡Curiosidad! ¡Hace tanto tiempo que no veo a nadie que se deje arrastrar por la curiosidad…! Sacó de su bolsillo el tarro recién guardado y le mostró la etiqueta: “Duda y Curiosidad”, estaba escrito sobre el cristal. -Esto es tuyo –dijo Bigotes sosteniendo el tarro en una mano-. Bueno, ahora es mío. Y de cualquiera que sepa olfatearlo cuando pase a su lado. Pero no sigamos hablando, es tarde y seguro tienes que regresar pronto a casa. Mejor continuaremos mañana. Así podré corresponder a tu curiosidad como se merece. Y nada más decir eso, dio media vuelta y se perdió tras la puerta de su edificio, que estaba enfrente del portal en el que vivían Pepa, Pablo y Pepe. A punto estaba de cerrarse esa puerta cuando Bigotes la volvió a abrir de par en par, para decirle: -Pasa mañana por mi casa y te contaré lo que quieres saber. 27


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Esas fueron sus últimas palabras antes de que la puerta se cerrara definitivamente. Y Pablo, deseoso de que llegase mañana para escuchar a Bigotes, cruzó la carretera, subió al quinto piso en el que vivía, y se fue a dormir.

Pasó la noche pensando en el encuentro que había tenido con Bigotes. Y como estaba en la cama, dudaba Pablito de que aquel encuentro hubiera sido real. -¿No habrá sido todo un sueño? –Se preguntaba Pablito. Porque todo lo que le había pasado era muy raro: se había acercado a Bigotes lleno de dudas, con mucha curiosidad, y, según parece, el propio Bigotes había atrapado esas dudas y aquella curiosidad en un tarro. ¿Pero cómo se pueden atrapar las dudas? ¿Y la curiosidad? Además, en aquel frasco que Bigotes le había mostrado no vio nada, tan solo una pegatina blanca en la que estaba escrito: “Dudas y Curiosidad”. Pero de haber atrapado de verdad su curiosidad y sus dudas, tendría que haber algo dentro, ¿no? Pablito imaginaba que la curiosidad debía ser como un duende pequeño y preguntón, algo así como un enano del tamaño de un botón que estuviera constantemente preguntando. -¿Eso qué es? ¿Y eso otro? ¿Y por qué? ¿Y por qué? ¿Y por qué? ¿Y por qué? ¿Y por qué?


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Y las dudas, pensaba Pablito, debían ser como ranas diminutas junto a un estanque, que en lugar de decir: -Croac, croac… Pronunciaran una y otra vez, tras largos intervalos de silencio: -Mmmmm…No lo tengo claro… Mmmmmmm…No estoy segura… Pero en el frasco de cristal del señor Bigotes no había nada, ni ranas, ni estanque, ni duendes… Estaba vacío. Y si algo contenía tan solo era aire, ni dudas, ni curiosidad, ni pitos ni flautas. -Sin duda todo fue un sueño –pensó Pablito. Y tras este pensamiento quedó dormido.

Cuando los rayos de la luz del día entraron por la ventana de su habitación, Pablo se despertó aún más seguro de que todo hubiera sido un sueño. Tanto imaginaba haber dormido, que creía también era sueño su traslado a la ciudad. Pero al poco de abrir los ojos se dio cuenta de que esa cama no era la que tenía en su casa del pueblo. Y si era cierto que se hubieran mudado, ¿habría sido también verdad el encuentro con Bigotes? -No –se dijo Pablo-, lo de Bigotes seguro que ha sido un sueño, porque los personajes tan raros no existen en realidad. 29


Se levantó de la cama y marchó a desayunar, galletas de dulce miel con chocolate. Estuvo hablando con sus padres mientras desayunaba. Después fue al baño, se lavó la cara, luego escogió la ropa y se dispuso a ordenar la habitación. Parecía bien despierto pensando en las cosas que haría hoy. Y ni se acordaba de Bigotes. Pero cuando se asomó a la ventana, descubrió que no había sido un sueño lo ocurrido el otro día. Porque en su misma calle, en el edificio de enfrente, justo donde recordaba haberse separado de aquel hombre tan extraño, asomado a otra ventana estaba el mismísimo Bigotes en persona. Acababa de levantar una persiana y estaba dejando, con suma delicadeza, otro bote de cristal abierto sobre la repisa. Asomó el rostro a la calle y sonrió. Luego, al cabo de un rato, husmeó en el tarro para cerciorarse de que ya contenía lo que estaba buscando, volvió a sonreír, cerró el bote y fijó en su exterior otra etiqueta. Pablo observaba todo desde el otro extremo de la calle, asomado a su propia ventana. Veía a lo lejos mover los labios de Bigotes, y aunque no podía escuchar lo que decía, estaba seguro de que andaba entonando aquella misma canción. -Hiu ju ju juiiiiiiiii... Repetía Pablito en silencio ese grito de alegría, y al tiempo que repetía, sintió de nuevo una intensa emoción que recorría su cuerpo, empezando por la punta del dedo gordo del pie y llegando hasta el más delgado de los 30


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pelos de la cabeza. Era una descarga de ilusión tan grande que, al llegar a su garganta, de sus propios labios escapó un: -Hiu ju ju juiiiiiii… Tan fuerte salió de su boca, que el barrio entero se asomó a los balcones, vecinos y paseantes, todos miraban hacia la ventana de donde procedía ese grito. Pero en esa ventana ya no había nadie, porque Pablito corría escaleras abajo en dirección a la calle. Llegó a la carretera, buscó el paso de peatones, miró a izquierda y a derecha, y tras comprobar que no venía ningún coche, cruzó a toda velocidad. Atravesó la puerta del edificio en el que vivía Bigotes, y sin saber en qué piso ni a qué altura estaba su casa, comenzó a subir a toda prisa las escaleras. Una planta, dos, tres. Estaba a punto de llegar a la cuarta y no se cansaba de correr y correr, cuando se topó de frente con una puerta pintada toda ella de colores. Tenía un cisne dibujado en la madera, en la parte superior. Y la mitad inferior de la puerta estaba decorada con enormes bigotes blancos, semejantes a las olas espumosas del océano. Más que la entrada de una casa parecía la puerta del mar. -No hay duda, es ésta, la he encontrado –se dijo Pablito. Y acercándose al umbral hizo sonar el timbre. -Ding… Dong…

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Se encontraba en pie, esperando. Y mientras esperaba oía los pasos del otro lado acercándose a la puerta. Escuchaba lo que parecía un caminar lento, como si alguien atravesara un salón lleno de copas, botellas y vasos, intentando no romper ni uno solo de esos cristales. Porque entre cada paso y paso se oía un ligero clinc-clinc, tal y como suenan los brindis en los que ocho o diez personas hacen chocar sus copas con alegría, pero también con cuidado. Tan lentos se acercaban los pasos, que Pablo tuvo tiempo de observar más detenidamente la puerta. Y aunque se sabía despierto y bien despierto, contempló algo que más parecía producto de un sueño. En la parte más elevada, justo sobre las alas del cisne, estaba escrito, con letras maravillosas: Señor Cantarín. De pronto las letras empezaron a bailar y a convertirse en una especie de niebla, que poco a poco desapareció. Entonces, tras una breve pausa, una nueva pequeña niebla volvió a surgir donde antes estaba escrito “Cantarín”. Al principio tan solo era una mancha borrosa, pero en un instante la mancha cambió, dejando ver lo que parecía el principio de otras nuevas letras que se movían y danzaban de un lado a otro sobre la puerta, hasta que de nuevo algo con significado quedó escrito. Donde antes decía “Señor Cantarín”, ahora se podía leer: “Señor Bigotes”. Mientras Pablo observaba esa escena, el clinc-clinc de los pasos ya había llegado junto a la puerta. Alguien se detuvo tras ella, sonó el ruido de las 33


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llaves girando en la cerradura, clic-clac, y la puerta se abrió. Nuevamente, frente a frente, se encontraban Bigotes y Pablo. -¡Hombre! ¡Mi pequeño y curioso amigo! –Pronunció Bigotes, lleno de alegría. -¿Cantarín? –Preguntó Pablo, sorprendido. -Ese fue el nombre que me puso mi anterior visita, una niña curiosa como tú que pasó por aquí hace muchos años. Supongo que me llamaba así por lo del hiu ju ju ju ju juiiii… Aunque, quién sabe. Y diciendo esto quedó un instante mirando la puerta, leyendo el nombre nuevo que había aparecido en ella. -Vaya, vaya –volvió a decir Bigotes-, por lo visto ya no me llamo Cantarín, sino Bigotes. Supongo que será por esto –dijo entre risas, acariciándose los pelos del bigote-. Aunque, quién sabe. Pero pasa, pasa, no te quedes ahí. Y los dos entraron, cerrando tras de sí la puerta.

En el interior, tal y como Pablo suponía, había cientos y miles y millones de botes de cristal. Por el suelo, encima de cada mesita, desde el techo hasta el último rincón de la casa contenía tarros y más tarros amontonados unos encima de otros, todos perfectamente cerrados y etiquetados. 35


-Camina con cuidado, por favor –dijo Bigotes-, no quisiera que se rompiera ninguno de estos. Aquí tengo los que están llenos. Los que están vacíos los guardo en la cocina. Pero a Pablo no le parecía que esos frascos encerraran alguna cosa. Todos se transparentaban como el cristal, aunque en cada tarro figurase una etiqueta, y lo único que diferenciaba a unos de otros era el nombre que se leía en cada una de esas etiquetas. En una Pablo leyó: “Hierba mojada”. En otra estaba escrito: “El primer beso”. Y en otra: “El abrazo de mamá”. Entre todas esas etiquetas descubrió las dos que había visto en el día de ayer. En una decía: “Dudas y Curiosidad”. Y en otra: “La alegría del deporte”. Pero en esos tarros, como en el resto, parecía haber encerrado la misma cosa: tan solo aire. Ni dudas, ni abrazos, ni besos, ni hierba mojada o gente corriendo. Solo aire corriente y moliente. Llegaron a la cocina, donde también se apilaban millones de frascos grandes y pequeños, formando montañas interminables de cristal. Al igual que los otros, parecían vacíos. Pero estos, a diferencia de los primeros, no tenían ninguna etiqueta adosada en el exterior. -Todos están vacíos –comentó Bigotes-. Son tarros de mermelada y de otras muchas cosas, que limpio y conservo para después reutilizarlos. -¿Reutilizarlos? –Preguntó Pablito. -Sí, mi pequeño amigo. En ellos, una vez que están perfectamente lavados y secos, atrapo, como has visto, ¡los aromas esenciales de la vida! 36


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-¿Los aromas esenciales de la vida? –Insistió Pablo. -¡Sí! Todas aquellas emociones, sentimientos e ideas por las que merece la pena vivir –respondió Bigotes-. ¿Te imaginas lo triste que sería vivir sin amor? ¿Sin el amor de un padre o de una madre, de un amigo o de una amiga, de los hermanos y hermanas, o de los familiares próximos o lejanos? La vida tiene más importancia cuando hay amor, y sin amor no tiene sentido. Por eso las personas más sabias aman a todos, incluso a los desconocidos. Pero ven, que nos sentaremos y te lo explicaré mejor. Y se dirigieron juntos al salón de la casa. Allí tomaron asiento en dos enormes butacas que había, tan grandes por lo menos como los antiguos tronos que los reyes de los cuentos tienen en sus castillos. Bigotes preparó una taza de chocolate caliente para Pablito, porque estaban en diciembre y hacía frío. Para él mismo preparó también una infusión de hierbas aromáticas. Y los dos juntos se sentaron a conversar.

Aún no se había sentado Bigotes, que traía en una bandeja la infusión y el chocolate, cuando Pablo, que ya estaba sentado, le confesaba una primera duda. -¿Bigotes? -¿Sí? –Respondió Bigotes, mientras acercaba la taza humeante de


chocolate a su invitado y tomaba asiento en su propio butacón, con la infusión de hierbas en la mano. -Dices que en esos tarros conservas los aromas esenciales de la vida, pero esta mañana vi que colocabas un bote de cristal en tu ventana, y sin embargo no me pareció que a esa hora en la calle hubiera algo importante que atrapar. -Hiu ju juuuuu –gritó Bigotes-. Te equivocas, mi querido amigo. A veces lo auténticamente importante, lo verdaderamente esencial de la vida, es tan pequeño que pasa desapercibido para la mayoría de las personas. -No te entiendo –interrumpió Pablito. -Verás, una tarde de lluvia es algo grande, pero a veces no prestamos atención a lo hermosa que es la lluvia porque estamos acostumbrados a ver llover. Sin embargo, si una sola gota de agua nos cae en el rostro, y se desliza por la mejilla cuando caminamos por la calle, justo antes de que despierte una tormenta, entonces esa sola y diminuta gota de agua dibuja en nuestros labios una sonrisa inesperada. E incluso puede que, durante ese instante, nos sintamos llenos de felicidad, aunque esa misma gota de agua pase inadvertida para todo el mundo. -¡Ah sí! ¡Ahora ya sé a qué te refieres! A mí me pasa lo mismo con las hojas secas del otoño. A casi nadie le parecen importantes, pero a mí me encanta verlas caer, una a una, de forma lenta y delicada, desde la rama del árbol hasta que besan el suelo. 39


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-¿Lo ves? –Añadió Bigotes-. La vida está llena de pequeños detalles que son verdaderamente importantes cuando uno los mira desde el corazón. -Sí, sí, siiiiiiiiiiii… Pablito estaba contento, muy contento. Dejó la taza de chocolate sobre la mesa y corrió hasta la cocina, cogió un tarro de cristal vacío, lo abrió y al instante quedó lleno. Puso la tapa en su lugar, dejando el bote bien cerrado, y regresó junto a Bigotes mientras escribía sobre una pegatina que colocó en el exterior del frasco: “Descubrimiento”. Pablo había descubierto una cosa nueva. Y lo que es más importante, había aprendido que el conocimiento también puede provocar alegría y felicidad. Pensar se había convertido en algo esencial para la vida, para su vida, y aunque nadie pensara nunca sobre las cosas, o aunque todo el mundo le dijera que no es bueno pensar demasiado, él quería pensar y observarlo todo desde el pensamiento. Quería descubrir por qué las cosas caen del cielo al suelo, qué era exactamente eso que los científicos llaman: “Gravedad”. Quería saber por qué había hambre y sufrimiento en el mundo, y comprender las causas para evitar así que nadie muriera por falta de alimento. Sentía que, gracias a la reflexión, los seres humanos podían construir un mundo más justo y bonito, y no estaba dispuesto a renunciar al pensamiento. Por eso, para no olvidarse de esa sensación, guardó su “Descubrimiento” en un tarro. Y así fue, palabra por palabra, como le contó a Bigotes lo que había sentido. Estaba convencido de que todos los des41


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cubrimientos eran hermosos, y eso le hacía sentirse lleno de emoción. No sabía que también hay descubrimientos que resultan tristes y dolorosos. Pero eso, precisamente eso, era lo que iba a descubrir esa misma mañana.

Conversaban Pablo y Bigotes en sus butacas, con los rostros iluminados por la alegría. -¿Y qué es lo que atrapaste esta mañana? –Preguntó Pablo. -¡Oh sí! Lo que guardé esta mañana es algo muy importante, que sólo sucede una vez al año: “La primera ráfaga de invierno”. -¡Qué bien! ¿Y era fresca? -¡Ya lo creo! ¡Recién llegada del polo norte! Cada año la conservo en un tarro de cristal para el verano. Agosto es caluroso en la ciudad, querido amigo. Entonces, cuando llega el calor, abro este bote que hasta ese momento he mantenido herméticamente cerrado, y la casa se contagia del fresquito. En ocasiones, si dejas el frasco demasiado tiempo abierto, ¡hace tanto frío que necesitas abrigo! Este último comentario les pareció de lo más gracioso. Y ambos, los dos compañeros, rompieron a reír. -Ja ja ja… -Je je je…


-Ji ji ji… -Jul… jul jul. Estaban tan a gusto que resultaba imposible imaginar otra situación en la que fueran más felices. Pero Bigotes recordó entonces que había algo que aún podría hacer más feliz al joven Pablo. Se levantó repentinamente y abandonó la sala, ante la sorpresa del propio Pablo, que no sabía qué estaba haciendo su amigo. Desde el salón, Pablo escuchaba a Bigotes hablar a solas en una sala contigua. También llegaba de esa habitación un leve choque de cristales, clinc, clinc, clinc, como si estuviera Bigotes buscando entre los tarros alguno en especial. -Dónde estará, dónde lo habré guardado –repetía Bigotes-… ¡Eureka! ¡Lo encontré! ¡Éste sí que te va a gustar! –Gritó Bigotes, aún desde la otra habitación. Pablo esperaba emocionado, intrigado y expectante ante las palabras que había escuchado. ¿Qué podía contener el tarro que traía Bigotes? ¿Qué frasco especial podía ser ese para que Bigotes estuviera tan seguro de agradar a su buen amigo Pablo? ¡Qué nervios! ¡Qué emoción! Pablito se agitaba sentado en su butaca gigante, hecho un manojito de nervios cuando vio aparecer de nuevo a Bigotes. Y quedó quieto, inmóvil, perplejo, mudo de alegría cuando Bigotes mostró la etiqueta de aquel bote: “La primera ráfaga de otoño”. 43


-Ten, considéralo un regalo –dijo Bigotes, a la vez que extendía su brazo para acercarle el tarro a Pablo. Pablito tomó el frasco y guardó silencio. No sabía qué decir. Era imposible poner en palabras tanta alegría y tanta gratitud como él sentía en ese instante. Y como Bigotes se dio cuenta, dijo: -Calla, no digas nada. Voy a la cocina a buscar otro bote, para guardar ese agradecimiento tan grande que tienes en la punta de la lengua y en el fondo del corazón. Y desapareció Bigotes camino de la cocina. Nuevamente hasta el salón llegaba el ruido de los cristales, clinc, clinc, clinc. Pero aquel sonido se vio interrumpido por los golpes, secos y repetidos, que alguien daba en la puerta de entrada: toc, toc, toc. -¡Bigotes! –Gritó Pablito-. ¡Alguien llama a la puerta! Pero Bigotes seguía afanado en encontrar el tarro. No podía ser un frasco cualquiera, porque era evidente que Pablito estaba feliz y muy agradecido. Así que tenía que encontrar un bote de gran tamaño, probablemente el más grande que tuviera en la cocina. Eso le iba a llevar un tiempo, y Bigotes no estaba dispuesto a desviar su atención, de modo que no escuchó a Pablito, 44


ni tampoco el ruido de los golpes que llamaban a la puerta por segunda vez: toc, toc, toc. Como Pablo sospechaba que Bigotes estaba ocupado y no escuchaba, decidió ir él mismo a abrir la puerta. Se levantó y avanzó con sumo cuidado, para no derribar las montañas de tarros que había en el suelo. Recorrió lentamente el pasillo, y cuando ya estaba frente a la puerta escuchó a Bigotes en la cocina. -Muy bien, creo que éste es el idóneo. Bigotes marchó al salón, arrastrando a duras penas un bote que era tan alto como él mismo, pero mucho más grande, tan ancho que era imposible abrazarlo. Cuando llegó al salón y vio que su amigo no estaba, soltó inmediatamente aquel frasco y corrió tan rápido como pudo hacia la entrada, mientras gritaba: -¡No abras la puerta, Pablito! ¡No abras la puerta! Demasiado tarde. Cuando Bigotes llegó al pasillo, al final del corredor descubrió a Pablito en pie junto a la puerta, abierta. Y en pie también junto a la entrada estaban, tal y como temía Bigotes, sus más fieros enemigos.

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Al abrir la puerta, Pablo se encontró con dos hombres, que eran en apariencia inofensivos. Uno vestía un traje oscuro, camisa y corbata aún más oscura. Parecía un señor digno de respeto. No entendía Pablito por qué su amigo Bigotes mostraba preocupación y desprecio ante un personaje tan serio. El compañero de este hombre oscuro vestía también traje y corbata, pero desde la punta del zapato hasta el cuello de la camisa estaba lleno todo de colores. No es que el otro fuera menos cordial, porque ambos gozaban de una educación exquisita, y los dos se guiaban por una conducta intachable en los modales. Pero este segundo hombre era un poco más alegre, hasta reía de cuando en cuando, porque el primero apenas sí llegaba a esbozar una sonrisa. El caso es que ambos dieron un paso al frente, se colaron dentro del piso, y cerraron tras de sí la puerta. -Así que tú eres Pablo, el pequeño Pablito –comentó el hombre oscuro. -¡Hombre! ¡Pablito! –Dijo el hombre de colores, pellizcándole el moflete-. ¡Mira que tenía ganas de ver a un niño tan listo como tú! -¡Ten cuidado! –Gritó Bigotes desde el otro lado del pasillo-. Cuida lo que les digas y piensa todo lo que te propongan antes de aceptar nada. -¿Pero quienes son? –Preguntó Pablito, que estaba en medio de los tres. -¡Son los que DESEAN! –Respondió Bigotes.


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-¿Los que DESEAN? –Volvió a preguntar Pablito, que no entendía la respuesta de Bigotes. -¡Sí, los que DESEAN! ¡El DEpartamento SEcreto ANtirreflexión! –Gritó Bigotes, dejando las cosas más claras. -¿El Departamento Secreto Antirreflexión? –Pensó Pablito en voz alta. -No le hagas caso –dijo el hombre oscuro-, es un pobre loco y no sabe lo que dice. Y entre los dos agentes empezaron a hablar, uno tras otro, rápida e ininterrumpidamente. -Mira, jovencito, la última persona que vino a visitar a este hombre fue una niña. -¡Hace mucho tiempo! -Y la pobre terminó como pintora. -Pero no como pintora de brocha gorda. -¡Pintora de cuadros! -¡Para qué es útil una artista! -Si por lo menos fuera pintora de brocha gorda, podría pintar edificios. -¡Pero pintar cuadros! -Necesitamos gente que haga cosas productivas. -No gente que se dedique a pensar y a sentir. 48


-Pero, el pensamiento –interrumpió Pablito-, ¿no es necesario? -¡Qué va! –Le respondió uno de ellos. -Tú deja que otros piensen por ti. -Y haz sin chistar todo lo que se te manda. -¿Que se te dice ¡a estudiar!? -Pues a estudiar. -¿Que se te ordena trabajar? -Pues a trabajar. -Pero no te preguntes el cómo. -Ni por qué, ni para qué. -Tan solo obedece y todo irá bien. -¡Ya hay otros que piensan por ti! -Así que no te preocupes por pensar. -¡Y un problema menos! -No te preocupe si algo es justo, bello o bueno. -Pero es que yo quiero pensar por mí mismo –interrumpió de nuevo Pablito. -Ni pero es que ni nada. -Ahora mismo te vienes con nosotros a casa. -¡Que tus padres están muy preocupados! 49


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-Ellos tienen que pensar por ti hasta que seas mayor. -¡Y cuando seas mayor ya pensaremos nosotros por ti! -Punto y final. Y cogiéndole de la mano intentaron sacarle de la casa de Bigotes para llevarle a su casa, a la casa de Pablito, Pepa y Pepe.

Aquellos dos hombres del Departamento Secreto Antirreflexión eran muy grandes, tremendamente corpulentos, tanto que podrían estar comiendo pipas con una mano y con la otra levantar a pulso a un hipopótamo. Pero por alguna extraña razón, tiraban de los brazos de Pablito y no lograban desplazarle ni un milímetro. No es que Pablito se estuviera resistiendo, ni que empujara hacia el otro lado, sino que había en su cuerpo, desde los pies hasta las manos, una fuerza desconocida que resultaba invencible para cualquiera que se enfrentara a él. Bigotes sabía que esa fuerza era la fuerza del pensamiento: Pablito había empezado a pensar por sí mismo y nada le iba a mover de su sitio a menos que él decidiera marcharse. Pero, para tomar esa decisión, tenía que estar seguro de que Bigotes estaba loco, como decían los del Departamento Secreto Antirreflexión, o por lo menos descubrir ciertas dudas respecto de lo que había aprendido del propio Bigotes. Los que DESEAN sabían que Pablo no tomaría esa decisión en


tanto en cuanto no pasara una de esas dos cosas, y se propusieron dejar en ridículo a Bigotes, para que Pablo pensara que efectivamente era un loco. -¿Pero de verdad crees que los sentimientos, los pensamientos y otras realidades parecidas se pueden guardar en un bote? –Preguntó el de colores a Pablo. -¡Uno no puede ser dueño de los pensamientos! –Dijo el oscuro-. ¡Ni de los sentimientos! Lo que tenemos que hacer es dejarnos llevar por nuestros deseos. Y Bigotes, indignado, dijo desde el otro lado del pasillo: -A veces deseamos cosas que no son nada convenientes, incluso podemos desear que le pase algo malo a alguien, si nos dejamos llevar por el odio o el enfado. ¡Pero ellos saben que el pensamiento puede convertirte en un hombre libre! Al Departamento Secreto Antirreflexión no le interesa que las personas sean libres, porque ellos quieren controlar el mundo, y necesitan para ello que las personas no piensen. -Eso no es verdad –dijeron los dos a la vez-, lo único que nosotros deseamos es que la gente sea feliz. A lo que añadió el oscuro: -A ti te gusta el otoño, ¿no? ¿Pues no será natural entonces que tengas deseos de que llegue el otoño? Si no deseas que te pase algo bonito, ¿cómo vas a ser feliz? 51


Y el de colores sentenció: -Para ser felices tan solo tenemos que dejarnos llevar por nuestros deseos, ¡no necesitamos el pensamiento! Pablito miraba a Bigotes y esperaba que les diera una respuesta contundente, porque los del Departamento Secreto Antirreflexión parecían estar en lo cierto. Si Bigotes no lograba convencerle, Pablito se marcharía con los que DESEAN, pensando que estar con Bigotes habría sido un error. Entonces comenzó a hablar Bigotes. -Piensa bien –le dijo a Pablito-. Ellos dicen que hay que desear para que te pasen cosas buenas, pero no es cierto, porque a veces te alegra ver a un amigo por la calle, aunque no deseabas ni esperabas verlo en ese momento. Así que, en ese caso, no has necesitado desear nada para ser feliz. Ahora era Bigotes quien parecía tener razón. Pablito estaba concentrado, pensando en lo que decían unos y otros. Y los que DESEAN, al ver que Pablito pensaba, argumentaron en contra de lo que había dicho Bigotes. -Bueno, lo que ha dicho Bigotes parece cierto. Pero eso sólo sucede en contadas ocasiones. Normalmente uno no se encuentra de forma inesperada con un amigo, así que la mayor parte del tiempo conviene ir deseando cosas, si es que uno pretende ser feliz. Y ahora parecían aquellos decir lo correcto. Pero enseguida Bigotes tomó la palabra de nuevo. 52


-Paparruchas –dijo el sabio bigotudo-. Dicen que hay que desear constantemente y dejarse arrastrar por los deseos, porque afirman que normalmente no nos pasan cosas bonitas e inesperadas. Pero eso no es cierto. Además, es justo lo contrario. Pablito escuchaba con atención a Bigotes. -Fíjate bien, Pablito. Las escaleras de tu casa son muy bonitas. Y cuando sales a la calle puedes encontrarte con la luz del sol, que es distinta cada día. Incluso hay reflejos en las ventanas, en los cristales de los coches y en los semáforos, que cambian cada mañana. También puede ocurrir que al salir a la calle esté lloviendo, y el suelo se llene de gotas que forman círculos en los charcos, o que esté nublado y el cielo aparezca con nubes de mil formas distintas. A cada instante nos rodean millones de cosas, y entre esas millones de cosas que nos rodean, siempre hay cosas bonitas de las que disfrutar, que están ahí aunque nosotros no las hayamos deseado. Así que, como siempre nos rodean cosas de las que podemos disfrutar, no necesitamos dejarnos arrastrar por nuestros deseos para ser felices, sino tan solo disfrutar de lo que nos rodea. Los del Departamento Secreto Antirreflexión estaban francamente irritados. Ya llevaban mucho tiempo pensando, y a ellos no les gusta pensar. Es más, pensar es una actividad que les cansa más que levantar pesas o correr un maratón. Y como estaban agotados, y un poco enfadados, gritaron en tono desafiante. 53


-¡Bueno, ya está bien! Escucha Bigotes, Cantarín, o como te llames, aunque tengas razón en todo lo que dices, desear es algo natural que nos pasa a todos, y no hay nada malo en desear que se cumplan los deseos. Ese parecía un argumento definitivo para Pablo. Porque, aunque es cierto que estamos rodeados de muchas cosas con las que podemos disfrutar y ser felices, ¿qué mal puede haber en desear otras cosas que no tenemos? Y además, ¿acaso no es verdad que también sentimos felicidad cuando se nos cumple un deseo? Pero en ese instante Bigotes dijo su última palabra. -Es cierto que cuando cumplimos un deseo sentimos cierta felicidad. Pero no es bueno hacer que tu felicidad dependa de que se cumplan o no esos deseos. Imagina que estás con tus padres sentado en algún parque, donde podrías ser feliz jugando, o charlando, o simplemente mirando el cielo. Pero de pronto se te antoja un helado. Si puedes conseguir ese helado te alegrará disfrutarlo. Pero si no puedes conseguirlo en ese momento, y sin embargo te empeñas en querer cumplir tu deseo de tomar un helado, entonces no disfrutarás de los juegos, ni de la compañía de tus padres, ni del color del cielo. Y no serás feliz, porque no podrás disfrutar de nada, a causa de no poder cumplir un deseo estúpido que no te hacía falta para serlo: tu deseo de un helado. Así que, aunque es natural que todos sintamos deseos, hay que pensar muy bien qué deseos debemos dejar pasar, y qué deseos podemos intentar conseguir. Porque si prestamos atención y nos dejamos llevar por el pensamiento, en cualquier lugar y en cualquier 54


momento, podemos encontrar motivos para ser felices. Pero si nos dejamos arrastrar por cualquier deseo, podemos poner en riesgo esa felicidad que todos queremos. En ese momento, los hombres del Departamento Secreto Antirreflexión se irritaron tanto que no pudieron soportar por más tiempo seguir hablando. Y como sabían que nada podían hacer contra la fuerza del pensamiento, salieron de la casa de Bigotes silbando y rapidito, como el viento. Pim, pam, pum, se les escuchaba rodar por las escaleras hacia abajo, después de haber cerrado la puerta con un fuerte golpe. -¿Y tú, qué piensas de todo esto? –Le preguntó Bigotes a Pablo. -Pues no lo sé, habéis dicho muchas cosas, y no lo tengo claro. Pero me inquieta que mis padres estén preocupados. Así que volveré con ellos, para que se queden tranquilos, y mientras tanto pensaré en esta conversación. -Muy bien –añadió Bigotes-. Eres libre de marcharte y de volver cuando desees. Así que, si alguna vez pensaras regresar, aquí te esperaré. Y tras estas palabras, se despidieron con un fuerte abrazo. -Hasta la próxima. -Hasta la próxima. -No tengas prisa por volver, ni tengas urgencia por seguir leyendo. Antes piensa bien en todo lo que has escuchado. -Descuida, eso haré –dijo Pablito antes de marchar. 55


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Todo el día pasó Pablito en su casa pensando si debía volver a encontrarse con Bigotes o no, recordando las palabras de los hombres del Departamento Secreto Antirreflexión y las del propio Bigotes, intentando tener claro quién de ellos estaba en lo cierto, y tratando sobre todo de aclarar cuál debía ser su relación con Bigotes. ¿Era Bigotes un sabio dueño de un conocimiento que la mayoría desconocía? O por el contrario, ¿estaba Bigotes loco de atar, chalado como una cabra, tarado como una regadera? Llegó la noche. Y en todo el día no hubo manera de encontrar una solución. -Si despierto no aparece una respuesta clara –pensó Pablito-, me iré a dormir. Tal vez en sueños resuelva este problema, o quizá soñando descubra alguna pista que me ponga en el buen camino hacia la solución. Se puso el pijama y marchó a su habitación. ¿Hallaría Pablito la solución en un sueño? ¿Y cuál sería el sueño que vendría esa noche a su cama?

Cuando despertó Pablito, no recordaba lo que había soñado, si es que había soñado algo. Pero descubrió que la puerta de su habitación estaba cerrada, cosa extraña pues no había pestillo de seguridad, ni cerradura en la puerta con la que impedir que se abriera. Tal vez sus padres, preocupados por el incidente de ayer, habían decidido bloquear su habitación, colocando tras la puerta algún mueble de grandes dimensiones. Fuera lo que


fuese, de nada servía enfadarse o perder los nervios. Lo mejor era esperar y mantener la calma. Así que decidió pasar el tiempo, tranquilamente, asomado a la ventana. En la calle todo parecía igualmente tranquilo: los coches pasaban, la gente paseaba, no ocurría nada que no fuera una repetición de cualquier otra mañana. Pero, de repente, sucedió algo extraño. Estaba Pablito asomado cuando una gaviota detuvo el vuelo frente a su ventana. Y así, permaneciendo inmóvil en el vuelo, a tan solo un metro de distancia de Pablo, dejó la gaviota caer de su emplumado trasero una caca del tamaño de una enorme aceituna. No es extraño que las aves hagan caca en pleno vuelo, aunque esa caca un poco extraña sí que era. Lo que resultaba verdaderamente sorprendente es que apareciera una gaviota en una ciudad de montaña. El mar estaba, por lo menos, a más de mil jornadas de vuelo de distancia. ¿Qué hacía una gaviota tan lejos del mar? Pero la cosa no quedó ahí. Al instante en que la gaviota desapareció de nuevo, otra distinta llegó volando y ocupó su lugar. Se situó a un metro de distancia de la ventana de Pablo, relajó el culete, y cayó de su pandero otra caquita verde oscura. -¡Dos gaviotas! ¿Qué hacen dos gaviotas tan lejos del mar? Y antes de que Pablo terminara de hacerse esta pregunta, de la nada aparecieron tres mil quinientas cincuenta y ocho gaviotas, que ocuparon todo el cielo del barrio. Se colocaron delante y detrás, a derecha y a izquierda 57


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cada una respecto de otra gaviota. Y así, permaneciendo todas en un mismo plano, a una misma altura, ahuecaron las plumas del culo y en toda la ciudad se escuchó un enorme y calculado: -CHOF… La calle entera quedó pringosa y sucia. Y las gaviotas se alejaron riendo. -Jua jua jua jua… Pablo no podía creer lo que estaba viendo. Se frotó los ojos, y cuando volvió a mirar por la ventana, misteriosamente, las cacas y las gaviotas habían desaparecido. -¿Me estaré volviendo loco, como Bigotes? –Se preguntaba Pablo, en silencio. La calle estaba de nuevo limpia. El barrio volvía a ser el de siempre. Los coches pasaban, la gente caminaba. No había en ninguna parte señales de gaviotas ni de excrementos de gaviotas. Pero, de pronto, algo alteró por segunda vez la aparente normalidad. Un chimpancé bajó desde el tejado, deslizándose por el canalón del agua, hasta la ventana de Pablo. Y llegando a su misma altura, sonrió, saludó con una mano y dijo: -No le cuentes al orangután que tú me has visto. Justo después, dio un salto, separándose del canalón. Y mientras se precipitaba hacia el vacío, Pablo pudo ver que el mono tiraba de la anilla que abría un paracaídas adosado a la espalda del propio chimpancé. 60


-¿Un chimpancé paracaidista? –Se preguntó Pablo, asombrado. Pero antes de que se respondiera apareció, colgado del mismo canalón, un enorme orangután ¡vestido de payaso! Sonrió, saludó con la mano, y murmuró: -No le digas al gorila que me has visto. Acto seguido desapareció el orangután, con un paracaídas similar al del chimpancé, aunque más grande. Entonces, Pablito, que ya imaginaba lo que estaba a punto de ver, asomó la cabeza y miró hacia el tejado de su edificio. Efectivamente, tal y como esperaba, encontró que por el canalón llegaba el gorila más grande y extraño que jamás había visto en vivo ni en fotografía. Era grande como un camión, pero lejos de parecer violento y salvaje, daba la impresión de ser el simio jovial, simpático y amable que cualquiera quisiera tener como amigo. El gorila llevaba unas chanclas playeras en los pies, tenía las piernas cubiertas con unos enormes leotardos rosas, vestía un gigantesco tutú de bailarina de ballet en la cintura y una gasa igualmente ajustada en el torso. Todo el vestido de un llamativo color rosa. Descendía canalón abajo, aferrándose con una sola mano a los hierros, porque en la otra sostenía una pequeña sombrilla que utilizaba bien abierta para protegerse del sol. Aunque el parasol era ridículo y apenas daba sombra en una de sus orejas. El caso es que, cuando aquel enorme gorila, vestido de bailarina, con 61


chancletas de playa y parasol llegó hasta la ventana de Pablo, sonrió. Y sin saludar con una mano, porque ambas estaban ocupadas, dijo: -¿Has visto cuántas cosas caen del cielo? Y dicho eso, se precipitó al vacío, como habían hecho antes el orangután y el mono. Al gorila, en cambio, no le hizo falta paracaídas, porque el pequeño parasol que llevaba en una mano ya proporcionaba un descenso lento y un vuelo tranquilo. Apenas llegó el gorila al suelo, se marchó corriendo por uno de los callejones estrechos, perpendiculares a la calle principal. Y antes de que Pablo pudiera reaccionar, una manzana cayó del cielo, rozándole la cabeza. -¿Qué ha sido eso? –Preguntó Pablito, sin tiempo de distinguir que se trataba de una manzana. Miró hacia el cielo nuevamente, y vio cómo empezaban a caer, desde lo más alto, las cosas más inesperadas. Al principio, gota a gota, como en el inicio de una tormenta. Y después intensamente. La lluvia que se precipitó en ese momento nadie antes la había visto. Empezaron a caer manzanas, peras, plátanos… Al principio poco a poco y luego en grandes cantidades. ¡Y en el aire se pelaban y cortaban solas, formando ensaladas de fruta voladoras! También llovían libretas, y bolígrafos, y lápices de colores. Y en el vuelo escribían sobre el papel los bolígrafos, y los lapiceros de colo62


res dibujaban y pintaban ilustraciones, formando en el cielo poemas, cuentos y canciones multicolor. Aparecieron después, entre las nubes, cientos de juguetes con diversas formas y tamaños. Coches, muñecas, camiones, balones de fútbol y de baloncesto, pelotas de tenis y de ping pong. Incluso alguna que otra Play y varias Nintendo DS cayeron del cielo. Y al ver Pablito ese espectáculo de cosas cayendo, poco a poco, hasta tocar el suelo, sonreía recordando las hojas secas que también caían, poco a poco, de las ramas de los árboles en otoño. Fue entonces cuando sucedió lo más sorprendente de todo. De repente, como todas esas cosas que venían del cielo, también del cielo llegó una respuesta al enigma que tan preocupado tenía a Pablo. -Descubrirás si Bigotes es un sabio o un loco –se escuchó a una voz, entre las nubes, que parecía pronunciar cada palabra desde el infinito-, cuando abras el tarro con la primera ráfaga de otoño que Bigotes te regaló. -¡Eso es! –Gritó Pablito-. ¡Cómo no lo habré pensado antes! No importaba de dónde procedía esa voz, ni si había alguien detrás de esas palabras. O si, por el contrario, los consejos del cielo eran cosas que se forman de un modo natural y espontáneo, como las nubes, para después volver a desaparecer. Lo importante es que esa voz estaba en lo cierto al recordarle que aún conservaba aquel frasco de Bigotes en su bolsillo. Tan solo tenía que sacarlo de ese bolsillo de su pantalón, abrirlo, y comprobar 63


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que realmente contenía “La primera ráfaga de otoño”. De ser así, Bigotes era un genio. Pero si el tarro estaba vacío, entonces era un loco. Rápidamente, Pablito metió la mano en el bolsillo de su pantalón, buscando encontrar el bote que contenía la solución a su problema. Pero, cuando lo intentó, a punto de introducir la mano, descubrió que no tenía bolsillo. Resulta que llevaba puesto el pijama, estaba tumbado y dormido, sobre la cama, y todo había sido un sueño. En ese instante se despertó emocionado, lleno de alegría, porque había descubierto que era muy acertado el último pensamiento que tuvo la noche anterior, cuando dijo que tal vez el problema se resolvería soñando. -¡Efectivamente! –Se dijo al despertar-. ¡En sueños he hallado una pista para encontrar la solución de este misterio! No hay duda. A veces los problemas más graves sólo se resuelven soñando alto, muy alto. ¿Pero qué ocurriría cuando Pablo abriera ese bote? Eso es lo que aún estaba por desvelar.

Despertó Pablito y se levantó como un rayo de la cama. -¡Mi pantalón! ¿Dónde está mi pantalón? El pantalón estaba, mal doblado, sobre el respaldo de la silla que tenía a los pies de la cama de su habitación. Fue hacia él, introdujo la mano en


el bolsillo, y sacó, iluminado por la emoción, el tarro de cristal que le había regalado Bigotes. Con él en sus manos, volvió a la cama y se sentó. Un rato lo estuvo mirando, pensando que encontraría alguna señal especial, algún signo inequívoco de que ese no era un frasco cualquiera. Pero nada. En principio se trataba de un simple bote, ni grande ni pequeño, un envase mediano de cristal con una pegatina escrita en su exterior: “La primera ráfaga de otoño”, decía el texto de aquella pegatina. -La primera ráfaga de otoño –repitió Pablito en voz alta-. Pero no parece que contenga nada en su interior –murmuró. Quedó pensando si no sería ridículo abrir aquel envase, aunque estuviera solo y nadie le viera. Porque, en definitiva, se trataba de un simple tarro de cristal. ¿Quién iba a pensar que podría ocurrir algo mágico o maravilloso con sólo abrir un simple tarro? Pablo se sentía como un tonto por desear que sucediera algo especial. Y estuvo a punto de volver a guardar el bote. -Esto se una tontería –se dijo Pablito-, mejor será que lo deje donde estaba y me olvide de este asunto. Pero nada más decirse eso, pensó: -En fin, de todos modos, ¿qué puedo perder? Lo abriré y saldré de dudas. Se levantó, abrió la ventana, colocó el bote sobre la repisa y, lentamente, muy lentamente y con toda la atención del mundo, giró la tapa y lo abrió. Quería descubrir si el tarro estaba efectivamente envasado al vacío. De ser así, se escucharía un pequeño “clac”, que es el ruido característico que pro65


vocan al abrirse los envases que están cerrados herméticamente. Por eso giró la tapa con mucha atención, y lentamente. Y se alegró, en el fondo de su corazón, cuando escuchó que del bote salía ese mismo sonido. -Bueno, al menos es cierto que está herméticamente cerrado, -pensó Pablito, mientras dibujaba una sonrisa en su rostro. En realidad Pablo deseaba con todas sus fuerzas que sucediera algo maravilloso al abrir el tarro. Pero sentía vergüenza de reconocerlo. Así que tan solo lo pensaba, y hablaba en cambio como si no le importara lo que sucediera una vez abierto el bote. Por mucho que lo deseara, sin embargo, no parecía que allí estuviera sucediendo algo fuera de lo normal. El bote estaba abierto, sobre la mencionada repisa de la ventana. Él estaba en pie, junto a esa misma ventana. En la calle todo transcurría como en un día cualquiera del principio de invierno. Y en el interior, su cama deshecha, la ropa un poco descolocada, cierto desorden propio de la hora tan temprana que era. Nada parecía reflejar que aquel tarro fuera extraordinario. Esperó, no obstante, un poco más, deseando que al fin sucediera algo. Pero nada. Pablo, decepcionado, regresó a su cama. Estaba tan triste que ni siquiera se preocupó de cerrar y guardar el bote, con el riesgo que eso tenía: podía caer a la calle y golpear sobre la cabeza de alguien. -Total, ¿y para qué? –Pensó Pablito. Y allí lo dejó, abierto en el borde de la ventana, mientras él pensaba en 66


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cuánto le hubiera gustado que Bigotes tuviera razón. Tumbado sobre la cama, miraba al techo, intentando dejar de pensar. Cuando de pronto algo rozó su rostro y cayó junto a él. Se incorporó, buscó sobre el colchón aquello que había acariciado su rostro, y descubrió que entre las sábanas, para su sorpresa, ¡había una hoja seca! -¿Cómo ha llegado esta hoja a mi cama? –Pensó Pablito. E inmediatamente se giró hacia el tarro de cristal. Allí seguía, abierto. Pero sin más señal de que el bote fuera la causa de que hubiera entrado aquella hoja en su habitación. De pronto, a través de la ventana, Pablito vio que en la calle el viento arrastraba más hojas secas. Algunas incluso quedaban suspendidas en el aire, y otras se colaban por azar en su habitación. Entonces Pablito se levantó, sorprendido, emocionado y confuso. ¿Qué era todo eso? ¡El otoño ya había pasado! ¿Cómo era posible que el viento arrastrase hojas secas como si estuvieran en septiembre o en octubre? Todo esto tenía una sola explicación: el tarro de Bigotes debía contener, verdaderamente, la primera ráfaga del otoño. Se acercó, lleno de asombro, con tremenda cautela, como quien se adentra en un laberinto que todos saben encierra mil maravillas. Y cuando estaba a menos de un metro, sucedió algo que despejó por completo hasta la más mínima duda. Del interior del tarro surgió una hilera de hojas secas que parecía no tener fin. Arrastradas por una ráfaga de viento repentina, que también salía del mismo bote, volaban hacia arriba y 68


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hacia abajo, y en círculos que ascendían y descendían a lo largo y ancho de toda la habitación. -¡Es maravilloso! –Decía Pablito, acariciando con los dedos el infinito de hojas que revoloteaban a su alrededor-. ¡Bigotes estaba en lo cierto! ¡En sus tarros se conservan los aromas esenciales de la vida! Quería verlo de nuevo, correr hasta su casa y compartir con él cuanto le había pasado desde que se despidieran ayer, después de su encuentro con los hombres del Departamento Secreto Antirreflexión. Quería hablarle del sueño que había tenido, de lo que había sucedido al liberar la primera ráfaga de otoño… Y sobre todo quería pedirle disculpas por haber dudado de sus consejos. Así que se vistió y salió corriendo hacia la casa de Bigotes.

Subía a toda velocidad por las escaleras del edificio donde vivía Bigotes, imaginando lo que le esperaba: toda una mañana entre risas y bromas, aprendiendo cosas nuevas junto a su amigo, que estaría la mar de contento por verlo de nuevo. Llegó a la planta cuarta. Allí estaba la puerta, aquella tan maravillosa que tenía un cisne y bigotes con forma de olas de mar, pintada de mil colores. Pero la puerta estaba abierta. 69


-¡Vaya! –Pensó Pablito-. Parece que Bigotes sabía que volvería. ¡Seguro que me está esperando! Nada más atravesar el quicio de la entrada, sin embargo, notó que algo extraño sucedía. A lo largo de todo el pasillo, ni por las habitaciones, por ninguna parte había tarros llenos de aromas esenciales para la vida. Llegó a la cocina, y tampoco. Ni siquiera allí quedaban tarros vacíos en los que conservar lo invisible y verdaderamente importante. -¡Bigotes! –Gritó Pablito, esperando una respuesta. Pero nadie contestó. -¿Dónde estará mi buen amigo Bigotes? –Se preguntaba Pablito en silencio. Dejó atrás la cocina y se dirigió al salón. -¿Bigotes? –Volvió a preguntar Pablito, con voz apagada, casi como un susurro. -Pasa, pasa mi joven amigo. Era la voz de Bigotes, no había duda. Pero tenía un tono de tristeza que no le había escuchado antes. -¿Qué ha pasado? –Dijo Pablo. Bigotes estaba sentado en su butacón, en aquel enorme trono de mimbre, e invitó a su amigo Pablo a que ocupara el otro asiento. -Una tragedia –respondió Bigotes-. Esta noche, mientras dormía, vinieron los del Departamento Secreto Antirreflexión, forzaron la 70


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puerta y entraron a casa sin hacer ruido, me ataron en la cama antes de que despertara, y se llevaron todos los tarros y todas las esencias de la vida. Desconozco lo que pretenden con ellas, pero me temo que nada bueno. Seguro que las han destruido. -¡Pero eso es terrible! –Añadió Pablito-. ¿Cómo haremos ahora para que la gente aprenda que lo verdaderamente importante es invisible? -Pues no hay más remedio que empezar de nuevo –sentenció Bigotes-. Ellos no pueden acabar con la esencia de la vida. La esencia de la vida está ahí, en todas partes, en cada abrazo que se entrega con amor, en cada mirada que se cuela en otros ojos, en la alegría de una persona que canta bajo la ducha… Lo único que han hecho ha sido retrasarnos, arruinar el esfuerzo de muchos años. Pero tarde o temprano el mundo comprenderá que lo auténticamente importante cabe en un bote de cristal. -Eso es esperanzador –dijo Pablito-. Sin embargo, no puedo quedarme tranquilo, aunque sepa que el mundo algún día descubrirá la belleza de las cosas. Porque entre tanto no la descubren, mucha gente sufre y es infeliz. ¡Tenemos que hacer algo! ¡Ya! -Tienes razón, mi querido y joven amigo. Y tal vez la fortuna esté de nuestro lado. Ayer, cuando me quedé solo, después de que tú te marcharas, cuando los del Departamento Secreto Antirreflexión huyeron ante la fuerza del pensamiento, recibí una llamada de uno de mis colegas, al que llamamos Peluquín. Es un científico importante y me dijo que estaba a 72


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punto de descubrir el mejor y más grande de los inventos que había logrado hasta ahora. Sospecho que se trata de algo relacionado con la esencia de la vida, y si es así, puede que hayamos ganado definitivamente esta partida. -¿Y cuando lo sabremos? –Preguntó Pablo, inquieto. -Hoy mismo. Peluquín vive en la Ciudad de los Calvos, y me citó para que nos viéramos esta misma tarde. ¿Me acompañas? –Preguntó Bigotes. -¡Por supuesto! –Respondió Pablito. Y juntos marcharon al encuentro con Peluquín, en la misteriosa Ciudad de los Calvos.

Camino de la casa de Peluquín, Bigotes le contó a Pablito la historia de la Ciudad de los Calvos. Antiguamente, en ese lugar, había gente de todo tipo de pelambrera y condición, gustaban de lucir distintos y extravagantes peinados, y tanto los calvos como los más peludos eran tratados por igual. Pero resulta que un día, hace mucho, mucho tiempo, pasó por allí un maestro, que enseñó muchas y muy diversas cosas de provecho para la humanidad. Sobre todo hacía hincapié en la importancia que tenía para el ser humano el uso de la razón. -Es vital –decía aquel maestro en sus clases-, que las personas tengan 73


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ilusión por aprender. El que pierde la ilusión por aprender, o quien cree que ya lo sabe todo, se convierte en un ignorante. Y no debemos olvidar –sentenciaba el maestro-, que al final, una persona es más feliz, y está más realizada, cuantos menos pelos de tonto tiene. Aquel maestro un día abandonó la ciudad, pero la gente que allí vivía recordó ya para siempre que la inteligencia te hacía más humano y feliz. Y que los más inteligentes no tenían ni un pelo de tonto. Por eso, como todos en aquel lugar ansiaban el conocimiento, decidieron afeitarse el cuerpo entero para llegar a ser sabios. Desde entonces, todos en aquel sitio están rapados, y en el mundo se conoce el lugar como la Ciudad de los Calvos. -Peluquín vive allí –dijo Bigotes-, y él también está rasurado. Pero Peluquín se afeita, simplemente, porque le gusta pasar desapercibido. La gente en esta ciudad está llena de prejuicios, y enseguida que te ven con cuatro pelos te pierden el respeto y te toman por tonto. Él lo sabe bien, por eso está rapado. Pero cuando sale de la ciudad y viene a vernos, usa peluca. Por eso todos le llamamos Peluquín.

Llegaron a la ciudad, y todos les miraban con asombro. Muchos se burlaban de ellos, y algunos incluso les trataban con absoluto desprecio. Sobre todo a Bigotes, que tenía esos enormes y extraños pelos debajo de la nariz.


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-Mirad, dos tontos –les decían al pasar. Y a Pablito le indignaba todo aquello, porque él sabía que Bigotes era un sabio, digno del mayor de los respetos. Pero Bigotes le pedía calma. -Con una persona llena de prejuicios no se puede dialogar, -decía Bigotes a Pablito-. Y es inútil intentar demostrarle que se encuentra en un error. Así que es mejor tener paciencia, y pasar de largo cuanto antes. De modo que guardaron silencio y siguieron adelante, caminando entre la gente de la Ciudad de los Calvos, que se reían de ellos, algunos con bromas más o menos pesadas, y otros con burlas realmente desagradables. Pero Pablito y Bigotes no se inquietaban, y seguían avanzando sin perder la calma. Hasta que por fin llegaron a la casa de Peluquín.

La casa de Peluquín tenía una puerta en apariencia normal y corriente. Pero era algo extraña y fuera de lo común. Todo el mundo que se acercaba a esa puerta, la encontraba exactamente igual que cualquier otra. Porque para la inmensa mayoría de las personas, la puerta seguía tal y como la habían visto por primera vez, aunque se acercaran a medio metro de distancia, o incluso aunque llegaran a tocarla con sus manos. Pero para un grupo reducido de personas, para aquellos que eran verdaderamente especiales, como el propio Peluquín, Bigotes y sus colegas, la puerta se transformaba en otra cosa a medida que el visitante se acercaba a ella. 75


Pablo también vio una puerta como otra cualquiera cuando Bigotes le dijo: -Ya hemos llegado. Mira, esa es la casa de Peluquín. Pero cuando se fueron aproximando a la entrada, la puerta desapareció. En su lugar había un dragón de ojos saltones, garras potentes y alas poderosas, que estaba sentado como un perro guardián, al pie de la casa, vigilante para evitar que ningún intruso accediera al lugar de Peluquín, sin antes haber demostrado estar capacitado para pisar el suelo del interior. A Pablo no le parecía extraño que hubiera aparecido un dragón en la puerta de Peluquín. Lo que le resultaba incomprensible era que la gente pasara a su lado y no se sorprendiera de semejante acontecimiento. -No te extrañe –advirtió Bigotes, como si estuviera leyendo en ese instante su pensamiento-. Para ellos el dragón no es nada, ni ven esta entrada como algo distinto y particular. Lo único que ellos perciben es una puerta como otra cualquiera. -Pero eso –añadió Pablo-, ¿cómo es posible? -Las cosas especiales sólo están a la vista de la gente especial. -Pero la esencia de la vida está por todas partes, ¿cómo es posible que ellos no lo perciban? -Aunque a nuestro alrededor todo esté lleno de misterio, la gente normal sólo quiere ver cosas normales. Les asusta descubrir que pueda haber algo extraordinario. Por eso, cuando se les aparece algo fuera de 76


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lo común, ellos miran rápidamente hacia otro lado, y todo vuelve a la normalidad en la que mejor se desenvuelven. -¿Así que nunca podrán ver el dragón de Peluquín? -Tal vez sí, o tal vez no. Las cosas extraordinarias exigen un valor extraordinario. Si alguno de ellos demostrara guiarse por un gran valor… -¿Qué quieres decir? –Preguntó Pablito. -Ahora lo comprobarás –respondió Bigotes. Se estaban acercando a la puerta cuando el dragón, que parecía una inofensiva aunque hermosa estatua de metal, madera y piedras preciosas, cobró vida. -Grrr… -Rugió el dragón. Sus ojos, antes saltones y apagados, estaban llenos de vida. En sus pupilas brillaba un corazón fiero y temerario. De sus enormes fosas nasales escapaban dos hilos de humo, que inundaban la calle con un fuerte olor a incienso y azufre. Y su enorme y musculosa garganta, apretada como un nido de víboras, mantenía cerradas sus fauces amenazantes. De vez en cuando, sin embargo, apenas si un centímetro mostraba su dentadura, de la pequeña abertura de sus mandíbulas salían flameantes llamaradas, como chispas que escapasen de la hoguera que debía haber en el interior de su cuerpo. -Grrr… -Repetía el dragón, mientras dejaba escapar el fuego de su boca. 79


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Pablo se asustó. No sabía si acercarse o escapar corriendo justo en la dirección contraria. Y se detuvo, lleno de dudas. Entonces Bigotes le advirtió. -Recuerda, las cosas extraordinarias exigen pruebas de un valor extraordinario. -Está bien –pensó Pablito en silencio-, ya sé lo que es vivir sin un dragón en mi vida, pero ahora quiero saber lo que guarda este dragón. Y pronunciando en su pensamiento estas palabras, se encaminó de nuevo hacia la puerta.

Allí estaba el dragón, más grande y más fiero cuanto más próximo. Pero Pablo estaba decidido. No es que le faltaran ganas de salir corriendo, tenía miedo y le asaltaban las dudas. Y estuvo a punto de renunciar cuando, estando junto a Bigotes a los pies de aquel inmenso monstruo milenario, con una voz grave y terrible, justo después de escupir una última llama de fuego de su boca, el dragón pronunció: -Grrr… Todo aquel que quiera ver a Peluquín tiene que tocar el timbre. Pero sólo los de corazón noble pasarán. Aquellos que no tengan un corazón puro quedarán atrapados en mis fauces, y nunca más podrán regresar. Grrr…


Pablo, temblando de miedo, pero con el más puro convencimiento, llamó a la puerta, pulsando con cuidado y firmeza el timbre que custodiaba el dragón. -Ding… Dong… En ese preciso instante el dragón emitió un rugido mayor que ninguno de los que había lanzado por su garganta con anterioridad. -Rrrrrrrrrrrrrrrroooooooooooommmmmmmmm… Una impresionante llamarada dispersó las nubes del cielo. Las mandíbulas volvieron a cerrarse mientras la cabeza del dragón se agitaba de un lado hacia el otro. Entonces el cuerpo de la bestia apareció con todo su esplendor, levantándose sobre sus patas traseras, extendiendo sus alas y sus patas delanteras, justo un instante antes de que se dejara caer, apoyando sus garras en el suelo a la vez que el golpe provocaba un ruido ensordecedor. -Booooommmmm… Allí estaba el enorme dragón, con las garras aferradas a la acera, los ojos encendidos, las fosas nasales humeantes, y el cuerpo entero tumbado, desde la barbilla hasta la cola, con su inmensa y terrorífica cabeza relajada sobre el suelo. Bigotes y Pablo escuchaban la respiración agitada y profunda del animal, veían los ojos hinchados de la bestia, y sentían el insoportable olor a quemado que escapaba de su nariz. De pronto otro rugido se escuchó, esta vez más seco y menos violen81


to que los anteriores, pero aún más terrible por la causa que lo estaba provocando. El dragón, a un palmo de distancia de los amigos, abría su enorme boca, separando aquellas extraordinarias mandíbulas, que al alejarse una de la otra producían un ruido como de puerta oxidada y vieja girando sobre sí misma. -Niahhh… Las fauces del dragón estaban abiertas, podrían atravesarlas manadas de elefantes a galope tendido, aunque se dirigieran directos a su propio estómago. Más allá de los primeros colmillos tan solo se veía la oscuridad de una garganta gigantesca. ¿No era esa con anterioridad la casa de Peluquín? ¿Por qué, si Peluquín era amigo de Bigotes, ahora les amenazaba una bestia tan terrible? ¿Acaso el corazón de Pablito no era puro, como le había advertido el dragón? Estaba Pablito pensando estas cosas, cuando de repente y sin decir palabra, Bigotes se introdujo en la garganta camino de la oscuridad, perdiéndose a la vista de Pablo, rumbo hacia quién sabe qué habría más allá de las fauces de la bestia. No daba crédito, no podía creer lo que había hecho su amigo y maestro, el gran Bigotes. Pero Pablo tomó aire, respiró profundamente, y siguió tras sus pasos.

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Ya en el interior, completamente a oscuras, la boca del dragón se cerró. No había vuelta atrás, pues nadie podría salir de allí. Pero eso no le importaba a Pablo, su maestro había seguido adelante y él no pensaba abandonarle, después de todo lo que habían vivido juntos. Avanzaba con cuidado, para no tropezar con nada que estuviera atravesado en la garganta del animal. El ambiente era irrespirable, una mezcla de olor a huevo podrido y papilla en descomposición. Además, las paredes de aquella cueva extraña tenían un tacto viscoso, como si estuvieran recubiertas de arriba abajo por telas de araña. Nada de todo eso, sin embargo, le restó determinación a Pablito. Sentía miedo, y un poco de asco. Pero estaba decidido a continuar. Fue entonces cuando aconteció algo nuevamente extraño. Unos metros por delante parecía acabar el túnel. Y a pesar de estar en el interior de un dragón, resulta que a una cierta distancia se veía claridad, como si allí hubiera una sala perfectamente iluminada. Aceleró el paso, sin dejar de prestar atención a su camino, y enseguida llegó hasta aquel punto. Contrariamente a lo que Pablito imaginaba, al final de aquel túnel no se hallaba el estómago más grande y abominable que jamás nadie pudiera soñar, sino un laboratorio perfectamente equipado. La claridad de la nueva estancia le permitió ver una sala enorme repleta de mesas, sillas, armarios, y los más diversos y extraños aparatos útiles para la investigación. Aquel era, sin duda, el centro de experimentación de un científico importante. Enton83


ces vio a Bigotes en el fondo de la sala, junto a una mesa en la que había mil y un artilugios que el propio Bigotes observaba con curiosidad. -¿Bigotes? –Dijo Pablo, llamando la atención de su amigo. -Vaya, Pablo, ¡qué alegría de verte! No sabía si ibas a tener coraje suficiente para entrar en la boca del dragón. -Pues ya ves que sí. Y los dos rompieron a reír. Pablo se acercó a la mesa junto a la que estaba Bigotes, y ambos comenzaron a estudiar con sorpresa cada invento extraño que tomaban en sus manos. Cogían esto y aquello y no se preocupaban de dejarlo de nuevo en su mismo sitio. Tanto repitieron esta operación que, de pronto, se escuchó un ruido ensordecedor. Había saltado la alarma del laboratorio y todas las puertas y ventanas se cerraron automáticamente. El techo se abrió, y del mismo cayeron dos jaulas que atraparon en su interior a Pablito y a Bigotes. Una vez que los dos intrusos estaban encerrados, la alarma se detuvo. Y de una puerta que se abrió repentinamente apareció un hombre calvo, medio dormido, y algo enfadado. -¿Quién ha entrado en mi laboratorio, justo ahora que estaba durmiendo una siesta de lo más placentera? -¿Cómo que quién ha entrado, Peluquín? –Preguntó Bigotes-. ¿No nos habíamos citado para vernos esta tarde? 84


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-¡Pero Bigotes, amigo! ¿Qué haces encerrado en esa jaula? -Dímelo tú, que eres quien nos ha cazado. Aquel hombre era Peluquín en persona, había activado el sistema de seguridad del laboratorio, que él mismo había inventado, y se había retirado a dormir. Ahora no recordaba que fue él quien activó el sistema de seguridad, y no entendía cómo era posible que su querido amigo Bigotes estuviera encerrado en una de sus propias trampas. Pero una vez se desperezó y tuvo claro lo que había sucedido, desconectó la alarma del laboratorio, y liberó a Bigotes y a Pablo. Por fin estaban juntos, y podrían escuchar de boca del propio Peluquín qué tipo de invento era ese que pondría a buen recaudo, y ya para siempre, las esencias de la vida.

Lo que pasa es que a Peluquín se le olvidaban con facilidad las cosas. Era un auténtico portento para resolver problemas, y tenía un genio especial para entenderlo todo, pero su memoria era más bien corta. Y como al margen del laboratorio había pocas cosas que le interesaran de verdad, pues a veces incluso se olvidaba de que también había vida fuera de su dragón. Pablito y Bigotes habían acudido allí para escuchar hablar de ese nuevo invento que pondría a salvo la esencia de la vida. Pero Peluquín no recordaba nada. Estaba muy contento, eso sí, de haber recibido la visita 85


de un par de buenos amigos. Y también se alegraba de poder enseñar sus mejores inventos a dos personas que de verdad sabía que los iban a valorar. Porque la mayoría de la gente le trataba como a un raro, y consideraban que sus inventos no eran más que estúpidas extravagancias. -Queremos ver ese invento –dijo Bigotes. Pero Peluquín no recordaba de qué invento estaban hablando. Así que supuso que se trataba del último, el que consideraba su invento más revolucionario. -Sí, sí, por supuesto –dijo Peluquín-. Seguidme, que os lo mostraré. Mientras se dirigían adonde supuestamente se hallaba el invento que todos querían ver, Peluquín mostró interés por el ánimo de sus amigos. -Y dime, Bigotes, ¿os han tratado mal las gentes de esta ciudad? -Imagina: bromas pesadas, burlas, desprecio… -Bueno, querido amigo –añadió Peluquín mientras los conducía hacia alguna parte-, no se lo tengas en cuenta. Ya sabes que aquí todos están calvos, pero son un poco tontos. -Ya, ya lo sé, buen Peluquín –sentenció Bigotes-, no te preocupe. En ese momento llegaron frente a un armario. En el interior del estante había un bote. Y dentro del bote había algo. -Ahí lo tenéis –comentó Peluquín lleno de orgullo. -¿Y eso qué es? –Preguntó Pablito. 86


-¡El mosquito que no pica! Pablo y Bigotes se miraban extrañados, mientras su amigo Peluquín les brindaba una explicación. -Es mi último y más innovador invento: el primer mosquito del mundo que no pica. Práctico y muy útil, apto para los más diversos ambientes: selvático, tropical, playero o de montaña de verano. Puedes descansar, tranquilamente en tu mecedora, o sobre una toalla en la playa, mientras el mosquito que no pica te deshuesa las aceitunas. Y, si es preciso, las porta como un pincho moruno, ensartadas en el pico hasta tu plato. También puedes pedirle que te traiga el periódico, o que se lea por ti la última novela y después te haga un resumen. Y por la noche, como es el mosquito que no pica, puedes soltarlo en tu habitación con la certeza de no amanecer lleno de granos y picaduras, pero no encontrarás mejor ventilador para las noches calurosas de verano que el aleteo veloz y permanente del mosquito que no pica. Que además lleva un silenciador incorporado bajo las alas, así que no zumba ni molesta con otros ruidos. Cuando terminó de hacer su exposición, llevaba en el rostro Peluquín un aire de satisfacción incomparable. Bigotes y Pablo seguían mirándose aún más extrañados si cabe, pero Peluquín no prestó atención a la expresión de sus amigos. Y ya les conducía hacia otro lugar repleto de los más variados artilugios, para seguir enseñándoles otros inventos. En ese instante Bigotes le interrumpió. 87


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-Peluquín, amigo. No me cabe ninguna duda de que tienes muchos y muy buenos inventos. Y además estoy convencido de que todo esto alegra el corazón de la gente. Me parece buena cosa que la gente sea feliz y por eso te estoy escuchando. Pero no tenemos tiempo que perder. Nos ha traído hasta aquí un asunto urgente: alguien quiere que la gente olvide cuál es la esencia de la vida, y tenemos que evitarlo a toda costa. Porque, si nos olvidamos de la esencia, ¡la vida no tendrá sentido! Y si la vida pierde el sentido, ¿qué importa la felicidad? Incluso podría haber personas que llegaran a ser felices haciendo daño a otras personas. Así que es urgente que salvaguardemos lo esencial de nuestras vidas. Me dijiste que tenías un invento para solucionar este problema, y por eso estamos aquí. -Sí, sí –le interrumpió Peluquín. Tienes razón. Ahora me acuerdo. Seguidme, os lo mostraré.

Peluquín los condujo por un laberinto de mesas y armarios, sorteando aquí y allí los inventos más extraños. Pasaron junto a un elefante con ruedas, una jirafa de cuello corto, delante de varios prototipos del mosquito que no pica, y de otros tantos robots que tenía dispersos por todo el laboratorio. Al fin se detuvo, y tras Peluquín se pararon Bigotes y el bravo Pablito. Los tres alrededor de una mesa completamente limpia de polvo y objetos.


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No había nada a la vista sobre esa mesa. Sin embargo, era evidente que allí había algo, porque los ojos de Peluquín brillaban como cuando se hallaba delante de uno de sus descubrimientos. -Ahí lo tenéis –dijo de pronto Peluquín, que estaba a punto de llorar por la emoción y la alegría contenida. Sus amigos, en cambio, no sabían a qué se refería, pues ante sus ojos no había nada. Era sin duda un objeto extraño ese que supuestamente tenían delante. Así que Pablo y Bigotes esperaron, pacientemente, una explicación. Peluquín entonces dio un paso al frente, extendió los brazos, y tomó entre sus manos algo que debía ser muy pequeño, a juzgar por la posición de las manos del profesor, que parecían sostener un objeto del tamaño de un dedal. -Este es un invento especial, que solo es visible ante una mirada científica. Largos años de estudio me han conducido hasta él. Y a punto estuve de desesperar, pues he tenido que vencer duros y dolorosos fracasos. Al principio mezclé un refresco de cola con tres piezas de hielo y una rodaja de limón, pero no surgió nada interesante; aunque, según tengo entendido, hay varias empresas que ahora han copiado mi invento, y se están haciendo millonarios, ofreciéndolo en bares, restaurantes y discotecas. Después introduje tres kilos de mantecados y polvorones en un exprimidor de naranjas, el zumo que obtuve lo mezclé con mayonesa y crema de cacahuete, para por fin untarlo en rebanadas de pan y dárselo a un grupo de voluntarios; a uno se le pusieron los ojos amarillos, a otro la nariz verde pistacho, 90


y a otro le crecieron setas en las orejas. Pero aparte de eso, nada. Ya estaba cansado, pensando en abandonar, cuando recordé el consejo de mi tatarabuela, que a su vez era tataranieta de su tatarabuela, que había sido una bruja importante en tiempos de los castillos. La tatarabuela de mi tatarabuela solía decir que, cuando un experimento se pone difícil, siempre hay que añadir pelos de gato, ojos de rana y lengua de serpiente. Así que eso hice. Pero como tenía miedo de probar nuevamente con voluntarios, yo mismo bebí de aquella pócima. El brebaje sabía a rayos, y estuve tres días yendo del baño a la cama y de la cama al trono de mi retrete. Pablo y Bigotes escuchaban con atención y paciencia, pero pensaban que, a este ritmo, nunca les diría qué era lo que realmente había inventado. -Al fin desapareció mi diarrea y yo recuperé la salud –continuó Peluquín-. Entonces, el cuarto día después de haberme bebido el experimento, cuando acudí a limpiar el tubo de cristal en el que realicé aquella mezcla, descubrí lleno de asombro ¡que el recipiente había desaparecido! O eso creía yo, porque en realidad no había desaparecido. Sin buscarlo ni pretenderlo, por pura casualidad, había inventado el primer envase del mundo construido sin materia. -¿Qué quieres decir? –Interrumpió Bigotes-. ¿Que tienes entre las manos un tarro que no está hecho de ningún material? -¡Exacto! Se trata del primer frasco irrompible, ¡un bote que revolucionará el mundo! 91


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-En él se podrían transportar los aromas esenciales de la vida sin levantar sospecha –añadió Pablito. -Así es –dijo Peluquín. -Y los del Departamento Secreto Antirreflexión nunca sabrán que conservamos lo auténticamente importante, y que lo llevamos de aquí para allá, para que la gente lo descubra –sentenció Bigotes.

Era genial, ahora sólo tenían que saber cómo funciona y aprender a utilizarlo. -No es un envase fabricado con lata, con cristal ni con cartón –dijo Peluquín-. Está hecho sin materia, sólo con palabras, y con palabras funciona. Cuando percibes un aroma esencial, ese aroma queda impreso en una palabra, dentro de un tarro invisible. Y cuando vuelves a decir esa palabra, el tarro se abre y liberas la esencia que habías conservado. Pablo y Bigotes escuchaban las explicaciones del científico, emocionados. Mientras Peluquín continuaba con su discurso. -Os haré una demostración. Al decir esto, giró lentamente las manos, como si estuviera abriendo la tapa de un bote que se abriera y cerrara con un sistema de rosca. Entonces se escuchó un leve, pero claro y rotundo: “clac”. Al tiempo que Peluquín pronunciaba: 93


-SORPRESA. Al instante, Bigotes y Pablo quedaron sorprendidos, y Peluquín volvió a cerrar el bote, guardando silencio. -¡Es maravilloso! –Gritó Pablo. -Una vez más te has superado, querido amigo –añadió Bigotes. Pero Peluquín no había terminado de contarles todo lo que tenía que decir acerca del invento. -No os precipitéis, mis queridos compañeros –dijo Peluquín, tratando de frenar tantos elogios-. Este invento, no cabe duda, puede resultarnos muy útil para conseguir un mundo más justo, más hermoso y lleno de sentido. Pero aún tiene muchas imperfecciones sobre las que tengo que trabajar. -¿A qué imperfecciones te refieres? –Preguntaron Pablo y Bigotes a la vez. Entonces el calvo profesor les comentó: -El bote no funciona siempre y en todo lugar. Y les explicó que las esencias sólo quedaban atrapadas en las palabras cuando las palabras se pensaban con intensidad. Si uno pensaba en la palabra AMOR intensamente, atrapaba la esencia del AMOR. Pero si no se pensaba la palabra AMOR con una atención suficiente, entonces la esencia del AMOR no quedaba atrapada en el corazón de quien la estaba pensando en manera tan torpe y despistada. Con lo que esa persona nunca podría sentir, en su interior, las cosas verdade94


ramente importantes de la vida, y su vida tendría un sentido pobre y absolutamente superficial. -Del mismo modo –continuó hablando Peluquín-, quien contiene las esencias de la vida en su corazón, libera su perfume al ponerlas en palabras. Pero esa liberación solo se produce cuando la palabra que contiene dicha esencia se pronuncia lentamente, sintiendo lo que esa palabra significa, con toda la atención. Si alguien pronuncia, TE QUIERO, lentamente, despacio, muy despacio, sintiendo cada una de esas dos palabras, entonces en esa expresión aparece el aroma del AMOR. Pero si alguien habla mucho y rápidamente, entonces no tiene tiempo de pensar ni de sentir las cosas que dice, y sus palabras no guardan ningún aroma, porque están completamente gastadas, como un tarro que siempre está abierto. Les contó que las palabras, al ser como un bote, conservaban los aromas esenciales de la vida sólo si se mantenían bien cerradas y se abrían con cuidado y en contadas ocasiones. Es decir, que la fuerza de las palabras reside en el silencio, porque el silencio es como un bote cerrado. El que habla mucho, o piensa sin prestar atención a su propio pensamiento, es como un bote que siempre está abierto y que nunca puede atrapar ningún aroma. Pero quien con frecuencia está callado, pensando con intensidad, es como un tarro que está atrapando aromas y se cierra herméticamente para conservarlos. Del mismo modo, el que habla mucho y rápidamente, al ser un bote 95


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abierto que ha dejado escapar todo cuanto contenía, por más que esté hablando veinticuatro horas seguidas, sus palabras ya no tendrán ningún aroma, porque serán como ese bote que desde hace demasiado tiempo está abierto. Sin embargo, el que habla poco, o despacio, pensando y sintiendo lo que dice, es como quien abre los botes poco a poco, con cuidado y por un instante, clic-clac, dejando escapar, en cada palabra, el aroma necesario para esa conversación. -Así que ya sabéis –sentenció Peluquín-, hay que pensar con intensidad y hablar con cuidado, si es que queréis que vuestras palabras contengan la esencia de la vida. Si no lo hacéis, no utilizaréis correctamente este nuevo invento.

Justo al oír las últimas palabras de Peluquín, Bigotes se dio cuenta de que estaban siendo observados. Por una de las ventanas del laboratorio se asomaba un hombre calvo, que parecía no haber perdido detalle de todo cuanto se había dicho en esa sala. -Mirad –dijo Bigotes. -¡Es uno de los hombres del Departamento Secreto Antirreflexión! –Gritó Peluquín.


-¿Pero cómo es posible que los del Departamento Secreto Antirreflexión hayan pasado la prueba del dragón? –Preguntó Pablito. -Mi querido Pablo –respondió Bigotes-, también los idiotas, cuando tratan de buscar su propio interés, son capaces de afrontar y superar los más diversos peligros. -Pero rápido, –les sugirió Peluquín, interrumpiendo a los dos amigos-, no hay tiempo que perder. ¡Debéis poner a salvo el envase invisible! Si escapáis ahora por el culete del dragón, aún tendremos cierta ventaja. Además, aunque hayan escuchado lo que hemos dicho, lo verdaderamente importante de la vida se esconde a los ojos de los que no piensan, así que no les resultará fácil arrebataros este invento inmaterial, aunque os alcancen en la huida. Y eso es lo que hicieron. Bigotes y Pablo tomaron en sus manos el envase fabricado con palabras y huyeron por la puerta de atrás del laboratorio, mientras Peluquín se quedaba esperando, para obstaculizar y retrasar cuanto fuera posible a los del Departamento Secreto Antirreflexión. Encerrado en su laboratorio, Peluquín escuchaba a una multitud que se acercaba hacia él. -¡Ya son nuestros! -¡Atrapadlos! -¡Que no escapen! 97


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Pero el profesor no se asustó lo más mínimo. Y sonreía, pensando para sí. -Ji ji ji ji ji ji… Adelante. Venid, venid. No os va a resultar sencillo atravesar este laboratorio, ji ji ji ji ji. ¡Tengo mil y un artilugios que os van a sorprender!

El combate del laboratorio fue increíble, como aquellos que se cuentan en las nuevas películas, donde se forjan los héroes de nuestros días. El elefante con ruedas, la jirafa de cuello corto, el mosquito que no pica… Incluso una gallina, experta piloto de aviones que también había inventado el sabio profesor. Todos plantaron batalla. Pero los del Departamento Secreto Antirreflexión eran incontables. Por más que Peluquín y los suyos atrapaban a muchos, otros llegaban al laboratorio, como un río desbordado que no tiene contención posible. Así que, al final, todos los descubrimientos, junto al propio Peluquín, se refugiaron en un caparazón de tortuga gigante, invento del profesor, que salía volando al apretar un botón que tenía en su interior, y que accionaba ese complejo mecanismo de vuelo. Sin embargo, gracias al retraso que sufrieron los hombres del Departamento Secreto Antirreflexión, Bigotes y Pablo pudieron salir del laboratorio, huir de la Ciudad de los Calvos, y llegar a su propio barrio.


-Por fin estamos a salvo –comentó Pablito. -Pero aún no hemos conseguido nuestro objetivo –añadió Bigotes-. Todavía las personas no perciben lo verdaderamente importante de la vida, aquello que es esencial para el corazón e invisible a los ojos. Por fortuna tenemos la palabra que ha inventado Peluquín, y estamos cerca de conseguirlo. -¿Y Peluquín? –Preguntó inquieto Pablito. -No te preocupes por él, mi joven amigo. Peluquín sabe lo que tiene que hacer en cada momento. Y nosotros, en este momento –añadió Bigotes-, deberíamos descansar. Mañana nos espera un día muy duro. -Tienes razón –dijo Pablo-, te acompañaré a casa y luego regresaré a la mía. Mañana tendremos que hablar con amor a cuantos nos quieran escuchar. Juntos se dirigieron al portal donde vivía Bigotes. Y subieron, una a una, las cuatro plantas que había entre el suelo y el piso del sabio bigotudo. Allí estaban el mar y el cisne de la puerta de colores. Bigotes introdujo la llave en la cerradura y giró, clic-clac, ya estaba abierta. Se iban a despedir hasta el día siguiente, cuando un estruendo de voces ascendió por las escaleras del edificio. -¡Ya son nuestros! -¡Atrapadlos! -¡Que no escapen! Otro ejército de hombres del Departamento Secreto Antirreflexión venía 99


a por ellos. Por el techo no podían escapar. La entrada estaba cortada. El único refugio posible era la casa de Bigotes. Y los dos pasaron al interior. -¿Qué haremos? –Preguntó Pablo. -No lo sé –respondió Bigotes. Tenían que pensar, claro. Pero a los dos les asaltaban las dudas, producto del agotamiento, y no pensaban con claridad. Mientras que por las escaleras se escuchaba, cada vez más cerca: -¡Ya son nuestros! -¡Atrapadlos! -¡Que no escapen! Estaban desconcertados. No encontraban escapatoria, ni hallaban en este punto del camino por donde continuar. De repente algo golpeó en la ventana del salón de la casa de Bigotes. ¿Serían más hombres del Departamento Secreto Antirreflexión, que habrían trepado por la pared? Solamente había una forma de saberlo: ir a comprobarlo. Se acercaron a la ventana, levantaron la persiana… ¡Y allí encontraron al gorila vestido de bailarina aferrado al canalón! -Cuando no lo tengas claro, persigue tus sueños, -les dijo el extraño gorila a Bigotes y a Pablo, justo antes de perderse en el aire, volando con su pequeño parasol. -¡Eso es! –Gritó el joven Pablo-. Nos descolgaremos por el canalón y correremos hasta mi casa. 100


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-Buena idea –añadió Bigotes-. Pero es mejor que vayas tú solo. Si llegas a casa, tus padres te protegerán. Yo, mientras tanto, retrasaré cuanto pueda a esta muchedumbre. -Me parece bien, -respondió Pablito-. Demuestras mucho valor al quedarte aquí solo para enfrentarte a los hombres del Departamento Secreto Antirreflexión. Y no me alegra abandonarte. Pero acepto el riesgo que has decidido correr porque es lo mejor para que, entre los dos, cumpliendo cada uno con su misión, podamos poner a salvo los aromas esenciales que dan sentido a la vida. -No te confíes, amigo –le aconsejó, por último, Bigotes-. Tu camino no es más sencillo que el mío. Perseguir un sueño es una tarea llena de peligros, así que baja con cuidado por ese canalón, y descansa si es preciso en los balcones y ventanas. Piensa que hasta que no regreses a casa, guiado por ese sueño, no habremos derrotado a los del Departamento Secreto. Los dos asintieron con la cabeza. En silencio se desearon suerte para afrontar sus peligrosas tareas. Después se fundieron en un abrazo. Y también en silencio, despidiéndose con las miradas, se separaron. Bigotes regresó a la puerta de su piso, para enfrentarse al ejército de los que DESEAN. Y Pablito se descolgó por la pared del edificio, siguiendo al enorme gorila de tutú y sombrilla rosa.

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Bigotes retuvo a los que DESEAN cuanto pudo, que fue un tiempo suficiente para que Pablito llegase al suelo, cruzase la calle, y subiera a toda velocidad hasta el quinto donde vivía. Al entrar en casa le esperaban Pepa y Pepe, nerviosos. -Pero hijo, ¿dónde has estado? –Preguntó Pepa. -¡Nos tenías preocupados! –Le regañó Pepe. -Lo siento, papá, lo siento mamá. No era mi intención haceros sufrir, pero me ha pasado algo sorprendente que no he podido evitar. Y les contó aceleradamente todo lo que había pasado desde que abandonaran el pueblo: aquel primer encuentro con Bigotes en la ciudad, sus tarros de cristal donde guardaba los aromas esenciales de la vida, la disputa con los hombres del Departamento Secreto Antirreflexión, el viaje a la Ciudad de los Calvos y su estancia en casa de Peluquín, con el posterior y último ataque de los que DESEAN. Pepa no daba crédito a lo que estaba escuchando, no entendía ni quería creer una sola palabra de las que decía su hijo. Y a Pepe le ocurría lo mismo. Por la mente de ambos estaba pasando la idea de castigar a Pablo con una dura reprimenda, cuando sonó el timbre de la casa. Alguien llamaba a la puerta. ¿Sería Bigotes? ¿O tal vez serían los hombres del Departamento Secreto Antirreflexión? -No te muevas de aquí, -le dijeron al unísono sus padres-. Vamos a ver quién llama. 103


Cuando abrieron la puerta, Pepa y Pepe se encontraron, frente a frente, con un grupo numeroso de hombres, unos vestidos con trajes oscuros y otros de muchos colores. ¡Eran los del Departamento Secreto Antirreflexión! Pero no podían presentarse así, porque entonces todo el mundo se enteraría de su existencia y dejarían de ser un departamento secreto. Además, ¿qué iban a decir? -Hola, somos del Departamento Secreto Antirreflexión y venimos a raptar a su hijo. O tal vez: -Buenos días. Somos un grupo secreto que quiere utilizar a las personas para controlar el mundo. Ni hablar. No podían hacer eso. Así que se presentaron de este modo: -¿Qué tal? Supongo que son Pepa y Pepe, los padres de Pablo. Él nos habla mucho de ustedes. -¿Y ustedes quienes son? –Preguntaron Pepa y Pepe al mismo tiempo. -Somos amigos de Pablo. Veníamos a hablar con él. -¡Ni a hablar ni nada! –Dijo Pepa. -¡Por encima de nosotros! –Sentenció Pepe. -¡Nuestro hijo no habla ni se marcha con desconocidos! –Gritaron a un tiempo Pepa y Pepe, a la vez que cerraban de golpe, dando con la puerta en las narices del que ejercía de portavoz de aquellos hombres. Y sin más ni más, regresaron al salón, donde esperaba su hijo Pablo. 104


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Entre tanto Pepa y Pepe hablaban con los hombres del Departamento Secreto Antirreflexión, Pablito pensaba en lo que le había sucedido con sus padres al contarles cuanto había vivido en la ciudad. ¿Por qué no le habían creído? ¿Qué es lo que no estaba claro en todo lo que les había dicho? Entonces se dio cuenta. El problema no era que hubiera contado algo difícil de creer. Porque, a fin de cuentas, tampoco es tan extraño que un gorila gigante se lance desde un tejado colgando de un parasol, por más que lleve ajustado al cuerpo un vestido rosa de bailarina. Si uno lo piensa, detenidamente, en el mundo real pasan cosas mucho más extrañas y difíciles de creer, cosas que la gente acepta sin cuestionárselas ni un poquito. Y algunas de esas cosas son verdaderamente increíbles. Sin embargo, a nadie le sorprenden lo más mínimo. Por ejemplo, los gobiernos de los países de nuestra sociedad, y los bancos y otras empresas importantes, manejan mucho dinero, y guardan millones y millones en cajas fuertes de maximísima seguridad. Las personas de nuestra misma sociedad, también aquellas que no son millonarias, incluso las que tienen apenas lo justo para vivir con cierta comodidad, todas dedican la mayor parte del día a conseguir dinero, y si es posible a conseguir mejor trabajo y más dinero que sus vecinos. Es como si, para los gobiernos, las empresas y las personas de esta sociedad, el dinero fuera lo más importante. Pero luego es esta misma sociedad la que quiere convencernos de que, para ella, lo verdaderamente importante es el amor. 105


Si lo verdaderamente importante fuera el amor, ¿no estarían todos trabajando para acabar con el hambre en el mundo, en lugar de intentar llegar a ser millonarios? ¿No intentarían ayudarse unos a otros, en lugar de esforzarse por tener más que su vecino? ¿No trabajarían para que los barrios de una misma ciudad, y para que todos los países del mundo tuvieran las mismas posibilidades de vivir bien, en lugar de preocuparse tan solo porque en su barrio o en su país haya de todo, aunque en otros barrios y países pasen hambre y miseria? -¡Esto sí que es raro! –Pensó Pablito-. Si la gente cree en esas mentiras, ¿por qué no creen en mi historia del gorila? Entonces se dio cuenta de que había contado su historia de forma precipitada, hablando deprisa a sus padres, sin pensar ni sentir con toda intensidad cada palabra que decía. -¡Tengo que usar el invento de Peluquín! –Pensó Pablito. Y cuando regresaron sus padres, dispuestos a castigarle, Pablito giró lentamente, y con cuidado, la tapa del bote invisible, fabricado con palabras, a la vez que pronunciaba: -PACIENCIA. Entonces, Pepa y Pepe, en lugar de regañarle, le pidieron que contara de nuevo la historia, de principio a fin, prometiendo que esta vez escucharían con una mayor atención. 106


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Pablo volvió a contar la historia, pero esta vez pausada y relajadamente. Sus padres escuchaban, atentos, y sospechaban que todo lo que contaba su hijo era verdad. Por eso, cuando terminó de hablar, Pepa tomó la palabra. -¡Es verdad! ¡Hasta ahora hemos pensado lo que otra mayoría de personas decía que había que pensar! ¡Pero no hemos pensado por nosotros mismos! -¡Cierto! –Añadió Pepe-. ¡Pero si incluso llegamos a tratar a nuestro propio hijo como si fuera un raro, tan solo porque la mayoría decía que era algo extraño disfrutar con las hojas del otoño! -Así es –sentenció Pablito-. Pero nunca más dejaremos que otros nos impongan lo que tenemos que hacer ni lo que tenemos que pensar. A partir de ahora seremos más críticos con nuestros propios criterios de justicia, belleza y bondad. ¡Me niego a aceptar las cosas sin pensarlas por mí mismo! Así que, desde ya, no me llamo solo Pablo. El que quiera dirigirse a mí tendrá que llamarme: Pablito de No. -¡Me parece genial! Yo también me llamaré Pepe de No. -Y yo Pepa de No. -¡Seremos la familia de No! –Gritaron los tres al unísono. -Pues ahora que pensamos por nosotros mismos, no tenemos tiempo que perder –apuntó Pablo, Pablito de No-. Ahí afuera, en la calle, mucha gente vive sin encontrarle sentido a su vida, porque no piensan por sí mis107


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mos y les obligan a pensar en grandes casas, coches de lujo e inmensas fortunas, y en competir unos contra otros sin prestar atención a las cosas invisibles y esenciales de la vida. -Entonces no hay duda –dijeron Pepa y Pepe de No-, saldremos a la calle para hablar de todo ello con quienes nos quieran escuchar. Y sin más demora, los tres se dirigieron a la puerta.

Cuando abrieron la puerta de casa, dispuestos a salir a la calle, dueños de su pensamiento, descubrieron que los hombres del Departamento Secreto Antirreflexión aún esperaban en la escalera, junto a todo su ejército de agentes secretos. Pero los propios agentes se dieron cuenta de que a los miembros de la familia de No les acompaña la fuerza de la reflexión. Y unos pasando por encima de otros, todos huyeron despavoridos. -¡Corred! ¡Corred! –Gritaban unos. -¡Huyamos! –Decían otros. -¡Ahora son Pepa, Pepe y Pablito de No! Descendieron los tres por las escaleras, tranquilamente, hasta llegar a la calle. No había rastro, por ninguna parte, de los hombres del Departa-


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mento Secreto Antirreflexión. A buen seguro se habían montado en un cohete para escapar a la luna, o a Plutón si fuera posible. No importaba dónde estuvieran. Lo importante era que ahora algunas personas habían empezado a pensar por sí mismas. Pronto el ejemplo de estas personas haría que la fuerza del pensamiento se extendiera por todo el mundo. Cada uno pensaría, intensamente, qué es lo verdaderamente esencial. Y en el mundo reinaría la paz, el amor y la armonía.

A la mañana siguiente, cuando despertó, acudieron a la memoria de Pablito de No todas aquellas vivencias que había tenido en los últimos días, desde que se encontrara sentado en una calle de su pueblo, en medio de hojas secas, hasta que salió junto a sus padres por la puerta de su nueva casa, haciendo huir a toda prisa a los hombres del Departamento Secreto Antirreflexión. Pero sobre todo recordaba lo que había pasado el último día. Cuando, caminando por la calle, con su forma de caminar, con su manera de vivir, el modo en que pensaban y se comportaban, tanto Pepa como Pepe y Pablito de No, hicieron visible al mundo entero el invento de palabras que conservaba y transportaba los aromas esenciales de la vida. 109


La gente comenzó a pensar por sí misma. Se acabaron las guerras, el hambre, la falta de amor, la codicia, la envidia… ¡Colaboraban unos con otros para construir un mundo justo y en paz! El objetivo de todas las personas era vivir rodeado de belleza. Y todo cuanto se hacía, en público o en privado, era buscar esa belleza y compartir esa experiencia con todos los demás. El mundo era ¡tan hermoso! ¡Y había costado tanto esfuerzo y tantos peligros! Que a Pablito de No le recorrió un escalofrío, por todo el cuerpo, cuando se sintió sobresaltado por una duda. ¿No sería todo un sueño? ¿No habría sido tan solo un producto de su fantasía? Como cuando creía estar ante un gorila, pero en realidad estaba dormido, en su cama. Ahora estaba en esa misma posición, en esa misma cama, tumbado. ¿Pero, dormido, o despierto? ¿Estaba soñando, o por el contrario se hallaba vigilante y atento? Para salir de dudas, se dirigió a la ventana. Si se trataba de un sueño o no, aún no lo podía saber, pero en la calle sucedía algo por fortuna muy extraño, que acabó en parte con esas mismas dudas. Las personas, hablando unas con otras, adoptaban una postura con sus brazos, como si estuvieran girando la tapa de un tarro. Incluso parecían agacharse un poco al hablar, para escuchar mejor el clic-clac que produce la palabra al ser abierta. Nadie hablaba con desprecio, ni en tono violento, sino que en todas las conversaciones se percibía un extremo cuidado, producto sin duda de una profunda y constante reflexión. 110


Podría tratarse, no obstante, de un sueño. Aunque, sueño o no, Pablito de No se alegraba de tener esa visión. Estaba tan emocionado que lo que sí le pareció un sueño fue el ruido de voces que llegaban a su oído desde el salón. -Esa voz… -murmuró Pablito de No con sorpresa. Salió de su habitación y se dirigió a la cocina. Alguien había preparado un buen desayuno, delicioso y abundante. Tortitas de caramelo, magdalenas de cacao, galletas de miel… -Hum… Aquí hay alimentos para más de tres personas –pensó. Entre tanto las voces estaban cada vez más próximas y eran por momentos más reconocibles. Hasta el punto de que en toda la casa se escuchaba, con absoluta claridad, la conversación que mantenían. -No puede ser, –pensó Pablito de No. Aunque en verdad estuviera deseando, con toda el alma, que fuera real lo que escuchaba. Y así fue. Cuando llegó al salón, encontró a sus padres, Pepa y Pepe de No, charlando de forma distendida y amistosa con el gran Bigotes y el sabio Peluquín. -¡Nuestro joven amigo! –Dijeron ambos al verle-. ¡Qué alegría! Pepa y Pepe de No habían invitado a Bigotes y a Peluquín a desayunar, y estaban los cuatro esperando a que se despertara el noble y valiente Pablo. 111


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Después de muchos abrazos, y de contarse unos a otros lo que a cada uno le había sucedido desde su separación forzada, todos se sentaron a la mesa. Estaban hambrientos, deseosos de probar cuanto Pepa y Pepe habían preparado. Ya no tenían miedo de que acudieran de improviso los agentes del Departamento Secreto Antirreflexión, ni parecía que hubiera nada de qué preocuparse, así que podían disfrutar plácidamente de tan deliciosos manjares. Pero de pronto escucharon un ruido. Como si el techo se hubiera agrietado o se hubiera movido la lámpara que colgaba en lo alto del salón. Los cinco se sobresaltaron, y rápidamente miraron hacia arriba. -¡Ufff! ¡Qué alivio! –Pensaron todos. Lo que vieron allí arriba no era algo terrible, sino a una persona, que estaba leyendo sus vidas. El ruido que acababan de escuchar, era el roce de los dedos de la mano, acariciando la página. Y en ese instante, así como estaban, mirando los cinco al lector, preguntaron. -¿Y tú qué? ¿Tienes pensamiento propio, o eres del Departamento Secreto Antirreflexión?

Fin. 113


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