Claro de Luna- Saverio Xeres

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“La luz de Cristo reflejada sobre el rostro de la Iglesia, ilumine a todos los hombres anunciando el evangelio a toda criatura”(cf Mc 16,15)” (LG 1). No es algo casual ciertamente que el documento más importante del Vaticano II, el que mira al tema central del mismo concilio, es decir, a la Iglesia, inicie con una clara referencia, aunque no explícita, a aquella imagen adoptada por los Padres de la Iglesia para describir la relación entre Cristo y la comunidad de sus discípulos, impulso e inspiración de este sintético itinerario en las hazañas históricas de su vida bimilenaria. Cristo es la luz del mundo (Jn 8, 12): la Iglesia recibe esta luz sólo reflejada (como la luna), no para acapararla en sí misma sino para transmitirla a todos los hombres. La referencia a aquella imagen antigua podía resurgir solamente al interior de un retorno al conocimiento y estudio de las fuentes tradicionales de la Iglesia tal como se había caracterizado el despertar eclesial en la primera mitad del siglo XVIII. Más a fondo, como ya he dicho, había sido decisivo el redescubrimiento de la íntima conexión vital (y no sólo jurídica) entre la misión misma de Dios, realizada en Jesucristo y extendida universalmente por el Espíritu Santo, y la misión de la Iglesia. Así la Iglesia era justamente colocada en su puesto, es decir, en el lugar original entre Cristo y los hombres. Precisamente porque es esta posición la que define en la Iglesia su perspectiva misionera en modo correcto y por otra parte, porque de esta tensión evangelizadora original brota su misma identidad, es por lo que la Iglesia y su misión tienden a complementarse una con la otra y a constituir así que una sea el motivo de ser para la otra. *** De esta manera, en efecto, sucedió en los primeros siglos durante los cuales la Iglesia creció al mismo tiempo que realizaba su propia misión, entendida esencialmente como difusión universal del anuncio de Cristo. Además, -como resultado de su crecimiento unido necesariamente a la expansión de la buena noticia y de su aceptación- la comunidad cristiana había llegado a ser un elemento fundamental de cohesión social al interior de los límites del imperio romano. Con esto, lenta y progresivamente, iba modificándose el sentido mismo de la misión eclesial. Del anuncio de Cristo a todos los hombres se pasó a la unificación de la humanidad sobre la base, ciertamente con referencia a Cristo, pero en el cuadro de una institución política mundana como lo es el Imperio. Resultaba entonces que la Iglesia podía estar, de cualquier manera, en su original posición entre Cristo y los hombres, pero a través de un filtro pesado de una estructura política modelada y fundada sobre el esquema pagano de un Dios que delega a los soberanos parte del poder propio sobre el mundo. Así, en esta nueva situación, se comprometía sobre todo la misma luminosidad de la revelación de Dios en Cristo, en cuanto era oscurecida por perspectivas religiosas extrañas a la novedad cristiana.


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