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RÍNCÓN DEL CUENTO
Dos Bonitos. Vivencia personal. 12 de abril de 2003
Todos hemos padecido esa extraña sensación de un nudo en la garganta, y es que por hermoso que sea el paisaje ellas las lágrimas acuden a su cita con el sentimiento. La playa de Bejuco, sus cálidas arenas arropaban una masa rocosa, fuente de vida marina como pocos lugares de la costa guanacasteca; una falda de palmeras verdes delinea el azul turqués del horizonte mientras el verde estero del rio del mismo nombre escondía las jaibas celestes que se comen la carnada del anzuelo en puros mordisquitos.
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Un tronco seco varado en la orilla de la playa ponía la nota mortecina del paisaje, pero el lugar perfecto para ese arte de la meditación ambiciosa que algunos llamamos pesca, es bien sabido que al final los dioses no rebajan de la vida de un hombre las horas dedicadas a este sacrosanto menester. Del otro lado del estero los botes multicolor parecían esos arcoíris desteñidos que se duermen entre un aguacero y otro, donde los pescadores del color d las tapas del dulce desembarcan cajas llenas del fruto de ese mar que entre cocoteros y manzanillos completan la policromía del ocaso.
Sentado en la palmera caída que servía de barrera para los cangrejos ermitaños, preparaba su cuerda, revisaba los anzuelos y espantaba los moscos mientras encendía un cigarro, eran las tres de la tarde y el sol amenazaba con dormirse pronto, pues su fulgor disminuía a cada minuto como lo hacía la marea.
A lo lejos el mar se vestía de negros lomos por los cardúmenes de delicadas sardinitas plateadas que a cada ola dejaba una estela de finas escamas tornasol y a la luz se podría pensar que el océano dejaba tendido sobre la playa su orgánico traje de lentejuelas.
Recogiendo la carnada que el mar le llevaba hasta los pies fue avanzando y entre las rocas echó a navegar la mirada en la inmensidad, de pronto la cuerda se tensó, y acto reflejo retrajo el brazo y sintió esa fuerza que solo los peces de mar tienen, sobresaltado por el tirón, se afirmó bien, no fuera a caerse al despeñadero donde los percebes son tan filosos que cortan con solo tocarlos.
En la batalla de fuerzas era lógico quien llevaría las de perder y pronto asomó su lomo verde metálico a la superficie, pero sentía el chocar de miles de sardinas asediadas por el cardumen, eran Bonitos, solo en las primaveras salen de las profundidades en grandes bancos, y ese día tenía la suerte de estar ahí.
Uno tras otro los sacaba del agua y así mismo los devolvía, ya que no le agradaba la carne oscura de ellos, desde el día que donde lico malo, un gamonal de la zona le dieron un arroz con jurel seco que lo enfermó pues al día siguiente pudo ver al resguardo de una fogonera como colgaban los ahumados peces y que eran cuna de gusanos y moscas.
Después de treinta minutos la adrenalina de sacar del agua a los animales le produjo poco interés y se dedicó a buscar un par de los más pequeños, talvez en la noche y en el estero podría pescar un pargo rojo, o colmillón, pero ya sabía que estaba lleno de cuchisapes y bagres cuminates que ni los zonchos se comen, y caminado por la arena de iridiscentes partículas de sílice se alejó del peñón de las cóncavas.
Entre cantos rodados, restos de caracoles, ojos de buey y palitos lijados en la enorme tómbola natural, entretenido pateaba un peine e´ mico ya sin espinas por el constante rodar de las olas del pacifico, así llego a la boca del rio, y al alzar la vista al sentirse observado, vio un niño, delgadito como las ramas del manglar, sus ropas eran translúcidas y dejaban ver sus carnitas morenas, dos ojitos negros y tristes eran inquisidores que lo recorrían extrañado.
-hola señor- como le fue? ¿pudo pescar algo? – solo lo miro
-Hola- dijo el- con voz paternal pues no tenía hijos, pero siempre fue muy consentido.
-solo bonitos, pero muchos.
-son ricos, a mi si me gustan- exclamo el niño con esa voz que tienen los acantilados cuando la bajamar está comenzando.
Al mirarlo noto que no le quitaba la vista a los dos pequeños peces que le colgaban de la faja del bichero.
-Y esos para que los quiere? Pregunto el niño con esa mirada que le partía el alma.
Y aunque los había traído para otro propósito los desprendió y extendiéndole la mano se los ofreció, haciendo honor al viejo pacto de los pescadores de compartir carnada.