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Cuando la camarera se le acercó, Stalin ordenó dos huevos
fritos
con
jamón,
tostadas
y
un
café
negro.
La
muchacha, luego de tomar el pedido, se dirigió hacia la mesa que ocupaba Beltrán, quien se había sentado en una esquina del lugar para tener cubierta la espalda y, al mismo tiempo, vigilar la puerta y las mesas de Falcón y Cecil. Stalin observó el restaurante, era uno de esos que visitan los ejecutivos durante la mañana para tomar un descafeinado; un sitio aséptico, impersonal, decorado con carteles
de
películas
europeas,
objetos
de
cerámica
de
diseño atrevido, muebles de mimbre con cojines y paredes pintadas de colores pastel. Falcón supuso que en el local no habría cucarachas, nada vivo puede soportar un ambiente tan light sin sufrir graves alteraciones genéticas. Solano, excitado, no probaba bocado del café que había pedido y discutía
con
su
acompañante
quien
lo
escuchaba
entre
compungido y aterrado. La camarera dejó frente a Falcón el alimento. Los huevos se veían casi como los de una valla publicitaria: blancos
y
amarillos
Stalin,
mientras
sobre
se
un
disponía
plato a
negro
derramar
y en
hexagonal. el
plato
reluciente la yema amarilla y el abundante y rojo ají, pensó en su cliente, vulnerable en medio del salón, odiado por
alguien
al
punto
de
quererlo
ver
con
el
vientre