CONDENA MADRE Un caso de Stalin Falc贸n novela escrita por Santiago P谩ez
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Para Franklin Toledo, tan buen detective como Stalin Falc贸n.
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Aborrezco todas esas vĂrgenes que recorren la ciudad como fantasmas, exhibiendo sus impudicias, disimulando en pan de oro su condena madre. Javier VĂĄsconez, Angelote, amor mĂo.
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Cuando empiezo a escribirte sí sé lo que te quiero decir en la carta. Sí me doy cuenta de lo que quiero poner en el papel. Pero después llegan la iras, las iras por todo lo que me hiciste, las iras por todo.
Mentiroso, ruin.
Y yo me olvido y ya no sé lo que pongo, y solo me salen ofensas.
Pero te mereces las ofensas, los insultos, ruin, ruin, sucio dañado, torcido asqueroso, cochino, ruin, ruin, ruin. Yo que era todo para ti, una madre, todo, todo. Yo que solo quise ser una orquídea para ti.
Ya, ya te tocó. Tanto me ha tocado padecer a mí, a mí. Ahora te toca a ti.
Ahora, al fin.
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DOMINGO
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MEDIODÍA
Eran las 12:22 del 21 de junio, hacía calor y el sol brillaba sin una sola nube que se interpusiera entre su luz y
el
polvo
quieto
de
las
calles.
Esa
luz,
esa
luz
inmisericorde que asola Quito, calcina lo que toca y marca unas sombras durísimas bajo las piedras y entre dinteles y umbrales.
Falcón
siempre
se
había
preguntado
cómo
se
arreglaban los quiteños para mentir, traicionarse o robar
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bajo ese esplendor implacable; sabía la respuesta: es que la luz es absoluta y amoral, y los quiteños son inmunes a la claridad. Su figura pequeña y maciza casi no proyectaba sombra; no tenía otra opción que caminar bajo la ardorosa indiferencia del sol y entre altos pinos agostados, por la elegante avenida que daba acceso a la mansión de Cecil Solano
McKey,
el
hombre
que
lo
había
citado
en
ese
inclemente mediodía de junio. Las columnas que sostenían el frontón de la fachada medían más de doce metros de altura, sus basas se apoyaban en una escalinata amplia de mármol que destellaba aún más que el resto de la construcción. Casi cegado, Falcón pensó que
la
edificación
parecía
levantada
con
cal
reseca;
imaginó una leve polvareda blancuzca desprendida de esas paredes que, de un momento a otro, podían ser desmenuzadas por los ventarrones del verano. Tara, se trataba de la amada Tara de Scarlett; seguramente Solano, el dueño de la mansión, se creía Rhett Butler y una mentirosa niña negra le abriría la puerta. Subió las escaleras y mientras sentía en
los
timbre.
hombros No
fue
la
fría
una
sombra
niña
del
negra
dintel, de
presionó
trenzas
y
el
ojos
desorbitados quien abrió, tampoco el aventurero de finísimo bigote y ojos tiernos. Sin retirar la cadena que aseguraba la puerta, con la mitad del cuerpo y del rostro protegidos por el batiente de caoba, Cecil Solano McKey preguntó:
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-¿Licenciado Falcón? Stalin
lo
miró
un
momento
antes
de
contestar,
se
trataba de un hombre de aproximadamente cincuenta años y un metro noventa de estatura, delgado, la piel se le pegaba a los huesos. Era calvo y los pocos cabellos que le cubrían las sienes tenían un color rubio ceniciento, tenía los ojos grises. -Stalin Falcón - confirmó el detective. Mientras el dueño de casa descorría la cadena, Falcón miró su boca roja y carnosa; unos labios así, repulsivos en cualquier rostro que no fuera el de una muchacha, lo eran mucho más bajo una nariz ganchuda de aletas temblorosas y unos ojos de expresión desvalida que miraban el suelo o el techo
o
las
malditas
moscas
para
evitar
el
rostro
del
interlocutor. Sin decir palabra, Solano guió a su huésped a través de un vestíbulo decorado con muebles de maderas preciosas, espejos
y
grandes
jarrones
de
porcelana.
La
mansión,
mientras más se la recorría, más recordaba a un decorado de película antigua, todo parecía de utilería. En uno de los espejos, el detective vio el instantáneo reflejo de un hombre mayor, regordete y asustado que, temeroso, se ocultó en la sombra que tenía más cercana. Llegaron a una terraza que se abría al jardín posterior de la residencia. Cecil se dejó caer en una tumbona de mimbre blanco, junto a una mesita
que,
protegida
por
una
sombrilla
de
colores,
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sostenía un par de botellas, varios vasos y un recipiente lleno de hielos. -Tome asiento, licenciado - dijo-. ¿Le sirvo un trago? -¿Tiene pisco? -Aquí
afuera
solo
whisky
y
Dubonet.
Despedí
a
la
servidumbre pero puedo... -Llevo mi provisión, no se moleste en traer nada -Falcón sacó
del
bolsillo
interior
de
su
chaqueta
de
cuero
su
pequeña botella plana, luego de abrirla dio un largo trago directamente del gollete y, mientras se sentaba junto al dueño de la mansión, preguntó -¿para qué me necesita? -¿Usted es detective? -Sí, por eso me ha citado usted. -Sí, sí, disculpe. Pero es que me parece tan extraño, nunca había conocido a un detective, solo en las películas. -Si me hizo venir para conocer un detective de carne y hueso,
me
debe
cincuenta
mil
sucres
por
la
consulta.
Págueme y me voy -murmuró Falcón mientras, venciendo el disgusto
de
su
interlocutor,
lo
encaraba
obligándolo
a
fijar su mirada elusiva y desvalida, una mirada en la que pudo ver el miedo posado como una escarcha gris. -Hace dos días trataron de matarme -explicó Solano en voz muy baja. -Si es así -dijo Falcón -, entremos a la casa y conversemos allí; mejor en un lugar que no tenga muchas ventanas. -¿Cómo?
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-No sé si intentan matarlo o no, pero si alguien quiere dispararle,
aquí
estamos
al
descubierto
y
ambos
somos
calvos, no me gustaría que se equivocaran de pelada. Cecil miró desconcertado el rostro cubierto de barba rojiza y la calvicie reluciente de Stalin antes de decir: -Le entiendo - se levantó con rapidez y torpeza y, casi corriendo, se introdujo en la gran mansión de Scarlett O’Hara. Unos minutos después los dos hombres se encontraban en una amplia biblioteca en la que los pesados muebles de madera
estaban
tapizados
con
damasco
tornasolado,
las
paredes cubiertas con óleos que mostraban escenas bucólicas y los anaqueles cerrados con puertas acristaladas. Falcón se aproximó a uno de los libreros y leyó al azar algunos títulos
que
volúmenes:
brillaban “Kim”
de
sobre
los
Rudyard
lomos Kipling,
de
cuero “El
de
los
asesinato
considerado como una de las bellas artes” de Thomas de Quincey, “Vanity Fair” de William Makepeace Thackeray; le pareció adecuado que, junto a las imposibles imágenes de esos rubicundos campesinos europeos, los libros estuvieran protegidos
del polvo y la lectura por gruesos vidrios y
brillantes cerraduras de bronce. El aposento era un lugar en el que un hombre asustado podía sentirse al amparo de las sombras y el silencio. El dueño
de
casa,
luego
de
correr
las
cortinas,
se
había
acurrucado en un gran sillón casi uterino. Falcón caminó
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hasta la pared que Cecil tenía en frente y, tras apoyarse junto
a
una
pintura
que
mostraba
un
vado
pacífico
y
colorido, ordenó: -Ahora sí, señor Solano, cuente su historia. -No sé por dónde comenzar -balbuceó Solano-. Tal vez fue un error citarlo aquí. Yo realmente no sé... -¿Trataron de matarlo?- interrumpió Stalin. -Bueno sí, pero no sé si usted es la persona indicada para ayudarme. -Si piensa así, debió llamar a la Policía. -Ellos tampoco pueden ayudarme. -Entonces me voy, usted sabrá lo que le conviene -gruñó Stalin mientras se encaminaba hacia la puerta del aposento. La
alfombra
se
sintió
que
instante
hundía el
bajo
grueso
sus
zapatos
tejido
que
y
por
envolvía
un sus
suelas era una especie de melosa telaraña en la que Solano estaba atrapado. Lo miró: el dueño de casa no se había movido del mullido sillón que en ese momento ya no parecía un útero protector, sino una gorda araña tornasolada que lo tenía preso entre sus patas. -Señor Falcón -murmuró Cecil. -Cuénteme
el
atentado
-solicitó
con
resignación
el
detective mientras se sentaba en un escabel a espaldas de su cliente-. Con todo detalle, por favor. -No sé si fue un atentado. -Yo decidiré eso. Empiece.
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-Sucedió hace siete días, aquí en Quito. Yo no vivo en la ciudad, es extraño que me atacaran aquí y no en donde vivo. Soy
propietario
de
una
hostería
en
la
provincia
de
Cotopaxi, en la llanura que está bajo el volcán -Solano calló mientras se humedecía los labios con la lengua; se aproximaba al recuerdo como quien se acerca a un perro furioso. -Bajo
el
volcán
-repitió
Stalin
para
incitarlo
a
que
continuara hablando, mientras bebía otro trago de pisco de su pequeña botella de metal. -Sí, bajo el Cotopaxi. El atentado fue hace una semana, el lunes 15; yo había venido a Quito para comprar algunas cosas: licores y productos de aseo... -¿Fue accidental su viaje? -quiso saber Falcón. -No le entiendo. -¿Viene siempre los lunes para esas compras? -No
siempre,
a
veces
viene
mi
administrador,
a
veces
venimos juntos. -Ese día, ¿por qué vino usted? -La hostería está vacía los lunes. Esperaba a un grupo de turistas
alemanes
para
el
día
siguiente,
el
martes,
y
quería recibirlos yo mismo. Después del asalto le pedí a un colega que se hiciera cargo del paquete de alemanes y me vine a esconder aquí, en la casa de mi padre, él no la utiliza la mayor parte del año. Dos policías vinieron a interrogarme al día siguiente; después de eso despedí a la
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servidumbre. Desde el martes estoy aquí solo, no sabía qué hacer. -Vi a alguien, un hombre gordo, reflejado en uno de los espejos al entrar. Usted no está solo. -Se trata del mayordomo, vino... -Cecil dudó al respondervino por algo que había olvidado. Ya se debe haber ido. -Sus padres, ¿dónde están? -Mi madre vive en su propio departamento, mi padre pasa fuera del país varios meses al año, como le dije. -Volvamos al atentado. ¿Qué pasó? -Yo caminaba por la avenida
Rodrigo de Chávez, bastante al
sur de la ciudad. Eran como las seis de la tarde, iba a una bodega de licores en donde los venden al por mayor. Había dejado mi camioneta parqueada, estaba por entrar al local cuando vi algo en el suelo y me detuve. Entonces bajó un hombre, creo que de un automóvil blanco, y me gritó que le diera el dinero. -¿Llevaba dinero en efectivo? -Sí, la quincena de mis empleados. -Continúe. -Yo le dije que el dinero estaba en el coche, en un maletín verde.
El
asaltante
caminó
hacia
mi
camioneta
esperar a coger el dinero, empezó a dispararme. -¿A qué distancia estaba de usted? -No sé, unos seis, ocho metros. -Debió acertarle.
y,
sin
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-Me salvó el guardia de la bodega, creyó que era un asalto a su local y empezó a disparar, yo me eché al suelo y los asaltantes huyeron. -¿Cómo eran los sujetos? -El que me disparó era un mulato, grueso. Creo que era mulato, no lo observé con detalle. Al del carro ni siquiera lo vi, solo su sombra tras del volante. -¿Alcanzaron a llevarse su dinero? -Sí. -¿Quién sabía que usted estaba en Quito? -Bueno, lo sabían todos en la hostería, varios amigos, lo sabía mi ex esposa, que me llamó esa semana, y ella se lo pudo decir a mi hija; en fin, mucha gente. -¿Y que iría a esa bodega, a esa hora? -Es mi rutina cuando vengo a la ciudad, a mediodía voy al almacén de alimentos; a media tarde al banco, antes de que cierren, para sacar el dinero de los sueldos; a las seis, más o menos, a la bodega de los licores. De ahí tomo la Panamericana sur y voy directo a mi hostería. -Es normal que esté asustado, señor Solano. Pero lo que me cuenta fue un asalto, no parece un intento de asesinato. -Trataron de asesinarme. -¿Por qué lo cree? -Por lo que encontré en el suelo, lo que me obligó a detenerme antes de entrar a la bodega. -Explíqueme.
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-Encontré una flor amarilla, una orquídea. -Es común encontrar una flor en el suelo, hasta hay un tango al respecto. -No
esa
flor
-insistió
Solano
ignorando
el
chiste
de
Falcón-. Esa flor es parte de un recuerdo mío. -No le entiendo. -Esa flor era igual a una que tuve en un lugar, en un momento... -¿Cuándo, dónde? -En un sitio que era... bueno, cuando estuve ahí me sentí como en un paraíso. -¿Puede ser más exacto? ¿Dónde estaba ese lugar, cuándo estuvo allí? -No lo sé, lo he olvidado, solo me queda un recuerdo, una sensación. -¿Cuál? -Una sensación de felicidad: viento caliente en el pelo, un sol que no quemaba, un ambiente seco y sano, y el olor de la hierba. Los
dos
hombres
quedaron
en
silencio.
Las
últimas
palabras de Cecil las había escuchado Falcón, entre las sombras
de
la
biblioteca,
como
el
ruido
de
fondo
que
produce el fragor de un río lejano. Luego de un par de minutos, el detective dijo:
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-Usted supone que alguien de su pasado lo quiso asesinar, que la flor era una firma de autoría. Su asesino desea que usted sepa quién es. -Sí. -¿Qué quiere que investigue -quiso saber Falcón-, el origen de su melancolía? -Quiero que me proteja de unos asesinos. -Puedo averiguar quién trata de matarlo, no será difícil si está relacionado con algo que usted vivió, tendremos que trabajar su memoria. Lo de evitar su muerte -Stalin calló para beber otro trago y, cuando lo hizo, terminó-, lo de evitar su muerte, señor Solano, es asunto suyo. -No le comprendo. Si le contrato será para que me sirva de guardaespaldas, para protegerme. -Nadie
puede
evitar
un
asesinato.
Ni
la
CIA
y
el
FBI
juntos; si no, Kennedy estaría vivo. -¿Qué puedo hacer? - Solano casi sollozó al preguntar. -Primero asegurémonos de que alguien, en verdad, trata de asesinarlo. Si es así, lo descubriré y le diré quién es. -¿Y eso para qué me va a servir? -Puede neutralizarlo, hay maneras. -Pero entonces, casi no hay nada que yo pueda hacer. -Le diré qué hacer. Cecil Solano McKey se hundió más en el sillón, gimió algo parecido a un asentimiento y luego preguntó: -Pero, ¿quién puede querer matarme?
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-Los
que
alcanzan
a
hacerse
esa
pregunta,
saben
la
respuesta -contestó Stalin con la mirada perdida en el cuadro que tenía más próximo-. ¿Qué pasó con la flor? -La pisotearon en la confusión. -¿Está seguro de que todo esto no es un tango?
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TARDE
A las 2:30 de la tarde, una hora y media después de la entrevista con Solano, Stalin Falcón leía tranquilamente el libro de Thomas de Quincey que había pedido prestado a su cliente, y que no pensaba devolver. Luego de definir sus honorarios (S/. 200.000 por día de trabajo, más gastos), el detective
había
planeado
una
táctica
para
descubrir
si
Solano estaba verdaderamente en peligro: lo seguiría desde un bar situado en la parte antigua de la ciudad por una ruta en la que el posible perseguidor podía ser detectado
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con facilidad. Cecil ingresaría al bar, tomaría algo y luego recorrería algunas calles del centro hasta llegar a una parada del trolebús, se subiría a él y viajaría hasta la última estación del sur, quien lo siguiera quedaría descubierto vigilancia
al de
recorrer Falcón.
el
El
mismo
bar
trayecto,
elegido
situado cerca del Palacio de Gobierno,
era
el
bajo
la
Madrilón,
lugar que, según el
tópico de la prensa capitalina, “había acogido más de mil y un componendas y conspiraciones por más de cincuenta largos años de la agitada vida política nacional”. Esa tarde los periodistas
no
hubieran
hallado
en
el
bar
a
ningún
político; a más de Falcón, solo se encontraban en el lugar dos jóvenes enamorados. Stalin observó los gestos con los que
se
amaba
la
pareja
y
los
encontró
lamentablemente
afines con el decorado de floreros dorados y flores de plástico, tapicería de cuero artificial, lámparas de latón y litografías baratas. !Ah, el amor¡ “Otro gran filósofo -leyó el detective-, Marco Aurelio, estaba igualmente por encima de los prejuicios vulgares sobre el asesinato. Declara que es ‘una de las funciones más nobles de la razón el saber si es hora de irse del mundo o no’. Como ninguna clase de conocimiento es más rara que ésta, es seguro que debe de ser un temperamento muy filantrópico el del hombre que se propone instruir gratis a las gentes en esta rama del saber; y no con pocos riesgos para sí mismo”.
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De querer alguien instruir a Solano en el difícil saber del morir, pensó Falcón, no sería gratis. Si
Cecil
decía la verdad, por el procedimiento que habían seguido los responsables del asalto de hace una semana, se trataba de
sicarios
Cali
o
colombianos.
Medellín,
Usualmente
gente
poco
eran
contratados
refinada
para
matar
en e
indiferente al morir; venían en parejas y desarmados; en el país el contratante les conseguía las armas, por lo común pistolas de 9 mm. o revólveres calibre .38. Seguían a la víctima una semana o más y, el día señalado, robaban un automóvil o una motocicleta. Uno conducía y el otro se encargaba
de
disparar
toda
la
carga
en
el
tórax
del
objetivo, nunca disparaban a la cabeza, esas exquisiteces les parecían innecesarias. En el torso siempre se acierta y cien gramos de plomo son por lo común suficientes entre pecho
y
basurero
espalda; y
luego
cruzaban,
huían,
por
echaban
separado,
la
el
arma
en
un
frontera.
Si
el
escándalo por el asesinato era exagerado, uno lo hacía por Tumaco,
en
la
costa
del
Pacífico,
y
el
otro
por
el
Putumayo, en la amazonia. Cecil Solano McKey ingresó puntual al Madrilón, pidió un café que no tocó y, después de pagarlo,
se puso de pie
y se encaminó hacia la salida. Falcón cerró el libro y, mientras se levantaba, desabrochó la funda del revólver que traía en la sobaquera de su costado izquierdo. Salió un minuto después de su cliente para encontrarlo en la esquina
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de la Plaza de la Independencia; había poca gente en el lugar, por la hora y el día: unos cuantos turistas, varios vendedores
ambulantes
que
ofrecían
sin
entusiasmo
sus
mercancías, dos o tres predicadores estridentes y media docena de policías que vigilaban el Parque con la sudorosa solemnidad que les daba el sentirse rodeados por el Palacio Municipal, la Catedral Metropolitana, el Palacio Arzobispal y el Palacio de Gobierno. Tanto poder debía sofocarlos más que el sol. Solano había atravesado el parque sin apresurarse, con los pasos largos y el cuerpo erguido. En la rigidez de su cliente,
el
detective
casi
escuchó
un
grito
de
miedo;
observó cómo las palomas volaban desde la cornisa de la catedral hasta el suelo del pasaje que Solano recorría; las aves le parecieron obscuros golpes que se abatían sobre la espalda de su protegido; las muchas sombras del lugar se transformaron cualquier
en
asesino
refugios podía
de
obsidiana
disparar
y
la
desde luz
los
del
sol,
que al
definir con nitidez la espalda de Solano, se convirtió en una atroz enemiga. Dos hombres caminaban entre Cecil y Falcón, ambos vestían
con
musculoso,
descuido,
no
podía
el
uno
esconder
era un
un
mulato
revólver
en
ancho la
y
ligera
camiseta roja que le cubría el torso pero llevaba una bolsa de plástico en la mano izquierda, podía portar un arma en ella.
El
otro
sujeto,
pálido
y
muy
delgado,
tenía
la
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apariencia de un oficinista de principios de siglo: holgado traje negro de paño, gastado en los codos, y sombrero de fieltro del mismo color; podía ocultar sin dificultad una pistola bajo la suelta americana. Ambos individuos miraban con hastío lo que les rodeaba, fastidiados por el sol y la quietud: así mira el mundo un asesino, así debe mirarlo, pensó
Falcón,
y
comprobó
una
vez
más
que
su
revólver
estuviera suelto en la funda. Solano se introdujo en la calle Espejo, convertida en pasaje peatonal en el que, desde una hilera de puestos de venta, se ofrecen baratijas, santos
de
yeso,
hierbas
medicinales
y
revistas
pornográficas. Todos los vendedores miraron con aprehensión al cortejo que encabezaba Cecil, cerraba Falcón y tenía en medio
a
dos
posibles
asesinos.
Casi
el
tránsito
de
la
Pasión, se dijo Stalin. Llegaron a la parada del trolebús, el mulato se detuvo y, luego de apoyarse con solidez en sus cortas y fuertes piernas abiertas, metió la mano en la bolsa que llevaba; Falcón flexionó las rodillas mientras introducía su mano bajo la chaqueta de cuero. Casi sintió el crujido de la funda de plástico en la que el hombre de la camiseta roja asía un objeto. El detective supo que no iba a sacar el arma, dispararía a través de la bolsa; extrajo
su
transeúntes
propio con
el
revólver volumen
ocultándolo de
De
de
Quincey,
y
los
otros
apuntó
al
probable asesino. Pero el mulato sí extrajo la mano de la
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bolsa: sostenía una botella llena de un espeso líquido rojo, la agitó sobre su cabeza y empezó a gritar: -¡A la beneficiosa y magnífica Sangre de Drago sacada de las místicas plantas de la selva de nuestros antepasados; con sabidurías de los Jíbaros hemos elaborado la medicinal Sangre de Drago, buena para el mal de orina, para el ardor de
la
barriga,
para
la
debilidad
del
miembro
de
los
hombres. Sangre inocente porque no es de humano... La sangre casi había sido la del charlatán, Falcón había estado a punto de dispararle. Pero no hubiera sido sangre inocente, nunca lo es. Guardó el revólver y casi a la carrera ingresó en la parada del trolebús de la calle Guayaquil, el vehículo había llegado y subieron a él los tres: el hombre de negro, Solano y Falcón. Cecil, siguiendo las instrucciones del detective, buscó un asiento en la parte posterior del transporte, asegurándose de que nadie estuviera sentado a sus espaldas; Stalin permaneció de pie en el pasillo, frente a su protegido, y el hombre de negro se
acomodó
en
un
asiento
hacia
la
parte
delantera.
El
trolebús iba casi vacío, sus pocos ocupantes, amodorrados, parecían
moverse
con
una
lentitud
anormal,
fijaban
las
miradas en el exterior de las ventanillas como si vieran esas
casas
por
última
vez,
y
extendían
las
manos
para
frotarse los rostros macilentos como si en vez de carne, sus huesos estuvieran cubiertos con arcilla inerte.
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El hombre de negro se levantó y, caminando hacia la parte posterior del trolebús, se acercó a Falcón. Tenía la piel obscura y pálida y los ojos inexpresivos, secos como terrones.
Stalin
introdujo
su
mano
bajo
la
chaqueta
y
agarró la empuñadura del revólver. El hombre se detuvo un momento en el pasillo, resopló mirando a Solano y, girando hacia
la
colectivo.
izquierda, Diez
se
minutos
dispuso
a
después
bajar de
del
haber
transporte dejado
el
Madrilón, Stalin sabía que nadie iba tras de Cecil; nadie, ese día al menos, trataría de matarlo. A las cuatro y media de la tarde, el detective y su cliente se encontraban en el parqueadero en donde Solano había dejado su camioneta, una Toyota Hilux 4x4 de doble cabina, nueva, aún sin placas de registro. Mientras el encargado iba a sacar el vehículo, Falcón dijo: -Nadie se le ha acercado en estas dos horas. No parece que alguien quiera matarlo. -Deben
haberlo
visto
-acezó
Cecil-,
usted
hizo
mal
su
trabajo. -Tranquilícese -gruñó Falcón-. Hasta ahora solo tengo su historia de un asalto. No aparecen sus asesinos. Entonces escucharon la detonación apagada y el alarido del encargado del parqueadero quien, incrédulo, veía cómo los intestinos se le derramaban púrpuras sobre los muslos.
26
NOCHE
Había caído ya la noche sin que Falcón se percatara del
paso
del
tiempo.
En
la
potente
luz
del
reflector,
contaba una y otra vez los frutos rojos que colgaban de los árboles, a uno y otro lado de Venus; era una ocupación exigente, el recuento se dificultaba por el follaje y la disposición años
atrás,
caprichosa que
eran
de
las
manzanas
manzanas).
Bajo
(había las
decidido,
frutas,
como
siempre, bailaban las tres gracias con sus abundantes y
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amadas carnes. Falcón, resignado a no saber con exactitud el número de las manzanas, acarició las nalgas de una de las danzarinas, y se alejó de ella para, sin dejar de observarla, sentarse en un sillón de su estudio. Como siempre que algo lo conmovía y desequilibraba, después de la muerte del encargado del parqueadero, se había
refugiado
reproducción
en
de
su
La
departamento, Primavera
de
frente
a
la
Botticelli,
gran para
apaciguarse en la observación de la pintura. La dulzura de la
imagen
pintada
quinientos
años
atrás
le
permitía
recordar sin dolor los últimos balbuceos del hombre que había
recibido
la
carga
de
perdigones
dirigida,
apariencia, contra Cecil Solano McKey. Alguien,
en
mientras
detective y cliente recorrían la ciudad, había sujetado con alambre, bajo el eje del volante de la Toyota 4x4, una escopeta
calibre
.16,
de
cañón
y
culata
recortados,
amartillada y con el gatillo atado al embrague. Cuando el encargado presionó el pedal, disparó el arma despedazándose el bajo vientre. Falcón, sosteniendo su inútil revólver en la mano, había asistido a los últimos balbuceos del pobre hombre; lo vio morir y casi pudo escuchar de esos labios, babosos y retorcidos, la pregunta: ¿qué pasó? El sujeto murió sin saberlo, y casi igual de ignorante, el detective había registrado la camioneta para retirar de la cabina todos los indicios que permitieran saber a quién pertenecía el vehículo, incluso la orquídea amarilla que una de las
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plumas sostenía contra el parabrisas. Luego, en un taxi, llevó
a
Solano
hasta
un
sitio
seguro
y
terminó
por
esconderse en su departamento. No es que en él se sintiera a salvo de la muerte, pero en su guarida, al menos, la sangre no salpicaba tanto. Falcón vivía en El Dorado, barrio que trepaba una de las laderas de la ciudad con un laberinto de escalinatas, parquecitos, desniveles y callejuelas. salir
de
su
departamento
(un
Se podía llegar y
dormitorio
y
un
estudio-
cocina-comedor llenos de libros) por cinco rutas distintas y hacia tres sectores diferentes de la ciudad, se trataba de un lugar seguro en el que sabía ocultarse con eficacia y del que era capaz de escapar con rapidez. El investigador había dejado a Solano en una casa de citas cercana, una antigua mansión convertida en un desordenado panal
de
prostitutas
pequeños baratas
cuartos y
que
camioneros.
alquilaban Stalin
travestis,
conocía
a
la
dueña, su cliente estaba seguro allí. El detective sabía que la camioneta no tenía registro, por tanto los policías tardarían en averiguar quién era su propietario. Además, había retirado la escopeta recortada de la parte baja del tablero para dejarla entre los desechos de un basurero cercano
al
lugar
del
homicidio,
las
investigaciones
no
tenían por qué vincular al dueño de la camioneta con el asesinato. Tenía, pensó el detective, como cuatro o cinco días para averiguar la identidad del asesino de su cliente
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y la de quien había contratado a los sicarios. Además, debería proteger a Solano de los asesinos. Luego de ese lapso, intervendría la Policía. Y todo el asunto, pensó Stalin, se armaba como un mosaico
alrededor
de
una
flor
amarilla
y
un
recuerdo
dorado. ¿No existía un cuento similar? En la casetera, Roy Orbison cantaba, con su voz de extremos, Blue Bayou. I feel so bad, time Since I left my Saving nickels, Looking forward
I got a worried mind; I´m so lonesome all the baby behind on Blue Bayou saving dime; working till the sun don´t shine to happier time on Blue Bayou...
I´m going back someday, come what may to Blue Bayou... Oh, some sweet day, gonna take away this hurtin´ inside...
Stalin conocía la sensación de haber perdido un lugar perfecto,
la
Arcadia
personal
que
a
todos
se
les
ha
extraviado. Él tenía la suya: cualquier lugar fuera de Quito. Odiaba esta ciudad en la que sucedían torpes dramas como el de Cecil; porque estaba seguro de que la pobre tragedia de Solano era uno más de esos tibios y mínimos infortunios
a
la
quiteña,
conflictos
que
no
llegan
al
desgarramiento ni al sacrificio, maldades que no se atreven a
ser
sórdidas.
Los
quiteños
solo
se
exceden
por
equivocación, se decía el detective, mientras recordaba los intestinos del hombre que había perecido en la camioneta de su cliente. En el caso de Cecil, a alguien se le había ido la mano y un miserable había muerto.
30
Falcón apartó los ojos de la tierna piel de las tres gracias
que
bailaban
en
el
sueño
de
Botticelli
para
fijarlos en los pétalos de la orquídea que había tomado del parabrisas
de
la
amarilla,
carnal
Toyota y
de
Solano.
maligna,
junto
La al
flor
permanecía
revólver
del
detective, sobre la mesita que ocupaba el centro de su estudio.
31
LUNES
32
MAÑANA
A las 7:30 de la mañana del día siguiente, lunes 22 de junio,
Stalin
construcción
de
entró
en
el
apariencia
Teatro
Cápitol,
decimonónica:
una
amplia
gran
platea,
tres niveles de galerías y más de quinientas butacas de terciopelo
rojo.
escenario,
colgaba
Entre un
las
telón
columnas
monumental
laterales que
años
del
atrás,
Falcón lo recordaba bien, había estado cubierto con una imagen bastante ramplona de Apolo y Baco: la exactitud de acción y el impulso desenfrenado. En su lugar, en la luz
33
amarillenta del teatro desierto, el detective enfrentaba un gran rostro de Cristo que parecía pintado con plástico de colores. El teatro se había transformado en cine primero y en templo protestante después; en su marquesina, en vez de películas se ofrecía “ORACIÓN FUERTE AL ESPÍRITU SANTO”, en horarios cómodos. Stalin sonrió al pensar que el destino del Cápitol siempre había sido el del fracaso: ni había pervertido las almas de los habitantes de la ciudad, como teatro, ni las exaltaría como templo; en Quito no pasa ni una ni otra cosa. -¡Acércate,
hermano
Falcón!
-tronó
una
voz
por
los
parlantes-. Deja que el Hermano Sebastián, como enviado del Señor Jesús, te libere de la atribulación de los pecados. “Porque el Señor me ha llamado desde las entrañas de mi madre y ha hecho mi boca como una espada aguda”. -Prefería
cuando
gritabas
que
“Los
capitalistas
y
reaccionarios son solo tigres de papel” -contestó Stalin mientras se acomodaba en una de la rojas butacas de la platea-. Aunque también recitabas los poemas del camarada: El presidente Mao Tse Tung es infinitamente bondadoso y sabio con el cielo por papel, los árboles por plumas y el océano por tinta, todavía le queda mucho por escribir.
Por
un
costado
del
escenario
apareció
el
Hermano
Sebastián, un hombre alto y gordo, rubicundo, con una larga cabellera plateada. Vestía un traje blanco de tres piezas que, Falcón siempre había sospechado, era copia del de esos
34
predicadores
de
Louisiana
que
atormentan
a
honestas
prostitutas en las películas de Hollywood. -Gozas recordando nuestro pecado al propagar esa doctrina atea -increpó tonante el predicador, mientras se acercaba al detective y ocupaba un asiento a espaldas de Falcón, quien no se volvió para mirarlo. -Decías que la militancia es un sacerdocio -recordó Stalin sonriente, con la vista fija en el rostro plástico del Cristo que, pintado en el telón, ocultaba el escenario. -¡Pero yo sé que serví a Satanás en esos años! -suspiró contrito Sebastián; luego soltó una carcajada que a Falcón le hizo pensar en el tañido bronco de una campana de lata, y
abandonando
el
tono
solemne,
preguntó
-¿qué
quieres
ahora, que te vuelva a esconder, en nombre de los tiempos en
que
éramos
estudiantes
de
Filosofía
y
Letras
y
revolucionarios maoístas? -No, ahora no necesito eso -dijo Falcón mientras giraba para encarar a su interlocutor-. Necesito información. -¿Al fin vas a aceptar al Señor Jesús como tu salvador personal? -No
me
interesa,
aunque
debo
reconocer
que
has
tenido
bastante éxito en el negocio de la salvación. -No hace falta que te burles; yo, como Pastor, solo les doy paz a mis corderos y ellos me devuelven algo en joyas, dinero...
35
-Otro día me cuentas de tu auge espiritual. ¿Has oído algo sobre unos sicarios contratados en las últimas semanas? -El éxito de mi ministerio entre los hermanos que infringen la ley de los hombres depende de mi discreción, hermano Stalin. No es seguro hablar de sus negocios, ellos saben que “el poder nace del fusil”. -Yo sé que esos hermanos tuyos te cuentan cosas a cambio de que los escondas y de otros favores. También me necesitas a mí, así que dime, ¿qué has oído? -Esos asuntos se arreglan directamente en Colombia, pero los
rumores
sicarios
llegan
necesitan
hasta apoyo
acá, para
sobre escapar
todo
porque
después
de
los que
cumplen los trabajos. En estos días están por aquí dos pecadores de esos, por lo que sé, vinieron para ocuparse de una mujer, una abogada. -¿No han venido otros? -No que yo sepa, pero a veces vienen y los esconde el que les contrata, si es así no se sabe nada de ellos. -¿Me llamarás si sabes algo? Tienes el número de mi beeper. -Todo sea por los viejos tiempos, Falcón. -Y
por
mis
contactos
en
la
Policía.
Nos
necesitamos,
Sebastián. Hay algo más, pregunta sobre Cecil Solano McKey. -¿Qué debo averiguar? -Lo que te digan estará bien, cualquier cosa. Falcón se puso de pie y sin despedirse recorrió el pasillo hasta el cortinaje que ocultaba la salida, antes de
36
atravesarlo se volvió para observar al Hermano Sebastián quien, hierático, lo bendecía a la manera hebrea; había tanta inquina en su expresión que el detective no pudo evitar una sonrisa. Stalin
abandonó
el
teatro
Cápitol
por
una
de
las
salidas de emergencia y, cuando estuvo seguro de que no lo seguían, se encaminó hacia la casa de citas en que había ocultado a su cliente. Cuando cruzó el portal de la antigua mansión sintió el olor rancio del lugar y pensó que el sexo, al fin de cuentas, no era algo tan sublime si se podía,
en
esa
atmósfera,
conseguir
erecciones.
“Nuestra
cultura sobrevalora ese asunto de los orgasmos”, se dijo mientras atravesaba el largo pasillo al que se abrían los pequeños cubículos utilizados por las prostitutas. Llegó por fin a una especie de salón en el que se mezclaban adornos polillas,
de
caucho, muebles
gobelinos de
hierro
casi y
destruidos antiguos
por
las
sillones
desvencijados. El lugar, que tenía las paredes cubiertas con posters de Juan Gabriel, se llenaba con una música facilona,
lastimera
y
quejumbrosa
cantada
por
algún
bolerista de voz atiplada que contaba sus amores patéticos haciendo abuso de graves y pesarosas palabras: Hemos jurado amarnos hasta la muerte Y si los muertos aman Después de muertos Amarnos más...
¿Qué sería de las putas sin boleros?, se preguntó Falcón. No alcanzó a responderse. Un travesti envuelto en
37
una túnica transparente, con la cabeza llena de ruleros y el rostro cubierto de crema saltó sobre él para darle en la boca un largo beso que el detective aceptó resignado. -¿Cómo estás, Malena? -saludó Stalin mientras se limpiaba la barba. -Bien, ahora que te he visto, mi amor -gimoteó el travesti con una voz en la que se mezclaban los tonos graves y los agudos-, “y yo que te pregunto, que cuándo, cómo y dónde”. -Quizás, Malena -rió Falcón-, quizás. -Yo sé que nunca, mal hombre. ¿Qué quieres? -¿Dónde está el tipo que dejé aquí anoche? -Encerrado en la pieza doce, mi amor. No ha salido ni para mear. -¿Ha venido alguien para hacer preguntas? -No, corazón, no ha pasado nada raro. -¿Me haces un favor, Malena? -Si eso es lo que quiero, amoroso. -Llama al Cobra, que venga en media hora. Le tengo un trabajito. -Está hecho, mi hombre. Falcón besó la mano de Malena en un gesto antiguo y se dirigió hacia la habitación señalada. Al entrar en ella sin llamar, encontró a su cliente recostado en un catre sucio, con la mirada perdida en el paisaje que le permitía ver una estrecha ventana polvorienta: dos viejas paredes en esquina y un móvil conjunto de palomas pardas que se picoteaban
38
unas a otras. El detective sintió la perspectiva de ratón acorralado desde la que Solano McKey contemplaba el mundo esa mañana. -¡Al fin llega! -increpó Cecil al ver al detective en el vano de la puerta- ¿cómo se le ocurrió dejarme aquí? La mujer dueña de esto no me ha dejado en paz, y no sé qué es lo que sucede. ¡No soy su prisionero! -No es mujer -interrumpió Stalin-, es travesti, dice que nació en Argentina y que se llama Malena. -No me importa el sujeto ese, lo que me importa es lo que me
ha
pasado.
¿Por
qué
abandonamos
mi
camioneta,
sabe
cuánto me costó? No quiero perderla. Yo le exijo que... -Puede hacer dos cosas -señaló Falcón mientras se sentaba en una silla roja, el único mueble del cuarto a más del catre-: lo que yo le diga o salir de aquí y explicarle a la Policía por qué un infeliz murió en su camioneta. -No quiero ir donde los policías. Usted, ¿qué propone? -Ya se lo dije. Puedo, en primer lugar, protegerlo de los sicarios,
si
en
verdad
hay
unos
contratados
para
asesinarlo... -¡Cree que le estoy mintiendo, que todo son alucinaciones mías! -Hasta ahora solo tengo evidencia de que alguien lo asaltó. La
trampa
puesta
en
su
vehículo
la
pudo
instalar
cualquiera, no necesariamente un asesino contratado; esas escopetas de un solo cañón recortado se venden libremente
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por
poco
más
de
setenta
mil
sucres,
cualquiera
puede
desmontarles la culata con un destornillador y atarlas con alambre bajo el tablero de un automóvil. Su camioneta no tenía alarma y la abrieron rompiendo la cerradura de una de las puertas posteriores. Hasta usted pudo ponerla ahí. -¿Está loco? Ahora resulta que yo soy su sospechoso -Cecil, mientras
Stalin
hablaba,
se
había
encogido
contra
el
espaldar del lecho que ocupaba. La vieja pared en que se apoyaba el catre pareció, a los ojos del detective, a punto de desmoronarse sobre su cliente. -Mi
trabajo
Falcón
es
mientras
pensar
todas
miraba
las
las
posibilidades
sombras
-aceptó
peligrosamente
suspendidas en el alto cielo raso-, déjeme terminar. Lo protegeré de los sicarios, si existen, y, sobre todo, voy a averiguar quién los ha contratado; su posible asesino será alguien
muy
cercano
a
usted.
Nadie
contrata
a
unos
criminales para matar a un extraño. -Lo que dice es una estupidez, ninguno de los que me rodean podría hacer algo así, ninguno. -Siempre podemos confiar en
la capacidad de la familia y
los amigos para asombrarnos. -No le permito que diga eso de mis familiares. -Empecemos. -¿Aquí? -Yo no busco pistas con una lupa, señor Solano. Yo pregunto y escucho.
40
-¿Qué quiere que le diga? -La flor amarilla, ¿qué significa? -No
sé
bien.
Es,
como
le
conté,
algo
que
me
trae
un
recuerdo impreciso, algo del pasado. -Bien -dijo Falcón mientras extraía una pequeña libreta de su bolsillo y se disponía a leer-, le voy a decir lo que averigüé sobre su pasado antes de nuestra cita de ayer: Cecil Solano McKey, cuarenta y ocho años, divorciado y con una
hija
de
Economía
veinticuatro
en
la
años
Universidad
de
nombre
Católica,
Alma. sin
Estudió
llegar
a
graduarse, y se ha dedicado a distintos negocios en la provincia
del
Cotopaxi.
Es
hijo
del
doctor
José
María
Solano de la Sala, fue funcionario de las Naciones Unidas, experto en desarrollo; en la actualidad está jubilado y vive en Mallorca; su madre, Grace McKey de Solano, es hija de
Cecil
X.
principios terminó
McKey,
de
casado
siglo con
un a
aventurero
buscar
la
el
heredera
inglés
tesoro de
un
que
de
vino
a
Atahualpa
y
terrateniente,
encontró el tesoro por lo visto; su madre es aún poseedora de
varias
compromiso
haciendas político
muy y
ha
productivas. vivido
No
siempre
se
le
alejado
conoce de
la
Capital. Tiene un hermano menor, Franck Solano McKey, de cuarenta y un años, abogado, con una maestría en gestión pública en Harvard. Ha participado en política y, en la actualidad,
es
representante
del
Ecuador
ante
el
Banco
41
Interamericano de Desarrollo, por lo que vive en Estados Unidos y está casado. ¿Falta algo? -¡Cómo se atrevió a investigarme! Falcón pensó que, si no fuera por reacciones como la de
su
cliente,
él
tendría
alguna
esperanza
en
sus
conciudadanos. -Es una práctica común. Además, señor Solano, no fue un gran trabajo: la mayor parte de sus antecedentes los saqué del “QUIEN ES QUIEN EN QUITO”. No entiendo cómo hace dos años dio toda esa información y, ahora, se enfurece por que la tengo. Será que ustedes los quiteños dan sus datos a los editores de ese libro con la esperanza de que nadie los va a leer -supuso Falcón mientras sonreía-. Por otro lado, como le habrá dicho quien me recomendó, fui investigador de la Policía Técnica Judicial hace años; me quedan contactos. A propósito, ¿quién le dio mi nombre? -El
dueño
del
Hotel
Miralago;
usted
lo
ayudó
con
un
problema hace un año. -¿Cuando parecía que él era el narcotraficante y no su administrador? Sí. Bueno, volvamos a la flor amarilla. ¿Qué tiene que ver con su pasado? -Los informes que leyó son ciertos. Ese es en resumen mi vida, en datos concretos. Pero no le servirá; esa flor solo me recuerda algo impreciso, como le he dicho, nada exacto, nada...
42
-La orquídea es una flor parásita, algo así como un vampiro vegetal y de colores, supongo; una de esas flores exóticas que se cultivan en invernaderos o en jardines botánicos. Aunque
se
encuentra
en
muchos
climas,
crece,
principalmente, en el trópico. ¿Usted vivió ahí? -Nunca.
Allí
el
clima
es
húmedo
y
casi
siempre
está
nublado. No me gustan los lugares así. No, lo que siento al ver esa flor es una sensación de calor seco. -¿Solo esa sensación? -Son solo sensaciones que no puedo ubicar. Un calor seco en la piel, como del sol; el viento en el pelo, un viento lleno de polvo que hacía sonar unos ruidos de hojas que daban sombra, el sabor del polvo en los labios, un sabor agradable. -¿Y el olor? -A hierba seca. -¿Qué imagen se relaciona con toda esa sensación? Solano miró por un momento el repugnante grupo de palomas que se compactaba en una masa movediza y parda frente a la ventana y dijo: -No puedo, licenciado, no me acuerdo del lugar, no puedo ver los objetos. Es como si solo fuera capaz de recordar algo de lo que vi, una parte. -¿Qué? -Me
he
olvidado
de
las
cosas,
solo
tengo
presente
resplandor, el esplendor que hacía brillar las cosas.
el
43
Falcón guardó silencio un momento antes de afirmar: -Nunca olvidamos, señor Solano. Ese es un consuelo que no tenemos,
nuestro
pasado
siempre
está
inscrito
en
las
neuronas. Olvidamos al perder la posibilidad de traer a la memoria esos registros, olvidamos por piedad con nosotros mismos, creo. Pero siempre se puede recordar. -¿Olvidamos por piedad? -O por miedo, a veces preferimos un punto negro a una imagen dolorosa. No es un proceso consciente. -Habla
y
dice
tonterías
-gruñó
Cecil-,
¿cómo
me
puede
ayudar todo esto? -Este es el recuerdo, o el olvido, más importante de su vida. -Solo tengo sensaciones incoherentes. -No.
Tiene
una
sensación
coherente
de
plenitud,
una
nostalgia de un esplendor que fue, es decir, la sensación de que perdió algo, un momento de luz. Falcón
calló
al
darse
cuenta
de
que
ese
momento
dorado, probablemente, Solano nunca lo había vivido. Tal vez
siempre
había
tenido
el
recuerdo
y
nunca
vivió
el
momento que, supuestamente, lo motivaba. Un recuerdo podía ser también como esos huesos de diplodocos, los cuales, según decían los clérigos del siglo pasado, fueron creados por Dios junto con el mundo para probar nuestra fe, sin que jamás existieran los dinosaurios que, por su tamaño, no hubieran podido salvarse en el Arca de Noé.
44
-Estoy satisfecho de mi vida -afirmó Cecil sin abandonar su lastimosa postura sobre el catre-. No creo que eso de la pérdida tenga nada que ver conmigo. -Señor Solano -espetó Falcón perdiendo la calma-, usted tiene casi cincuenta años, está escondido en una pensión de putas, alguien trata de matarlo y solo tiene como aliado a un ex policía. Tanta solvencia no le sienta. Cecil acusó el golpe hundiéndose entre las sábanas inmundas, sin responder nada. Durante un largo rato en la habitación
se
escuchó
solamente
el
sordo
rumor
de
las
palomas. Finalmente, Solano preguntó: -Usted, ¿por qué es detective? -Hace
diez
años
no
tenía
trabajo,
no
tenía
nada,
en
realidad. Y abrieron un curso para universitarios graduados que quisieran trabajar en la Policía Técnica Judicial que se iba a crear. Llegué a sargento en la PTJ, después me independicé. -¿Es abogado? -No, soy Licenciado en Pedagogía. -Yo nunca quise estudiar. Con el dinero que heredó mi madre me dediqué a los negocios. -Su recuerdo relacionado con la flor amarilla no parece vinculado al tiempo de trabajo ni al de estudios; más bien es de una temporada de vacaciones de verano. -Sí -confirmó Cecil-. Viví algunas temporadas así, pocas. -¿Junto a quién?
45
-A
mi
padre.
En
los
meses
de
vacaciones
salíamos
a
excursiones muy largas por las montañas. Pasaba también con mi madre, luego con mi esposa, Regina De la Cueva, ahora ex esposa, y creo que alguna vez con mi hija Alma. -¿Y su hermano Franck? -Es casi diez años menor que yo. El siempre estaba con mi madre,
era
como
su
mascota;
a
seguía
llorando
a
todas
partes. En el verano, mientras yo era adolescente, Franck pasaba pegado a las faldas de mi madre. Nunca compartimos nada. -¿Alguien más? -Tuve un amigo muy íntimo hasta hace como veinticinco años. También
pasábamos
las
vacaciones
juntos.
Se
apellidaba
Signorelli. No lo he visto en años, creo que se dedica a las importaciones. -Luca Signorelli. -Sí, Luca. -Mal asunto, Signorelli es un tipo peligroso, con vínculos en Colombia. -¿Por qué querría él matarme, después de tantos años? -Eso es lo que tenemos que descubrir: ¿Por qué uno de los cuatro quiere matarlo? -¿Ellos son los sospechosos? -Hasta el momento. -¿Incluso mi madre?
46
Falcón
extrajo
del
bolsillo
su
botellín
de
pisco,
bebió un trago y dejó que el ominoso rumor de las palomas respondiera la pregunta hecha por su cliente quien, con su roja
boca
pulposa,
hizo
un
puchero
verdaderamente
repulsivo. Temeroso de que Cecil se echara a llorar, Falcón dijo: -Tenemos cuatro o cinco días hasta que la Policía rastree su camioneta. -¿Por qué, para qué? -Los policías querrán saber cómo está relacionado con la muerte del hombre del estacionamiento; en el peor de los casos, lo encerrarán en el Centro de Detención Provisional. Si
es
así
no
podré
protegerlo,
en
ese
sitio
pueden
asesinarlo por medio millón de sucres. -¿Qué va a hacer? -Usualmente lo mantendría oculto mientras investigo a los sospechosos.
Pero
no
tenemos
tiempo.
Visitaremos
a
los
cuatro en los proximos días, de preferencia tendremos una entrevista diaria, debo hacer algunas investigaciones por mi cuenta entre visita y visita. -¿Los visitaremos usted y yo? -Sí. Nos acompañará un amigo, como seguridad. -¿Quién? -Le dicen El Cobra Beltrán, fue comando del ejército y es boxeador en la actualidad. Me ayuda en situaciones como
47
ésta,
es
de
confianza;
lo
auxilié
hace
años,
cuando
trabajaba en la PTJ. ¿Visita a su madre y a los otros? -A mi madre sí, no con frecuencia pero la visito. Mi hija y mi ex mujer... no las he visto en mucho tiempo; es difícil que me quieran recibir. -¿Si les dijera que quiere entregarles una importante suma de
dinero?
Algo
relacionado
con
un
negocio
que
les
propondrá. -Sí, por ese motivo me reciben o van a donde yo les diga. Queda solo Signorelli; como no lo he visto en tantos años no creo que pueda ubicarlo ni hallar un motivo para que tengamos una entrevista. -Sé donde está la oficina de importaciones que usa como pantalla. Le recibirá si le dice que quiere contratarle para que garantice la seguridad de una cadena de hosterías que
piensa
instalar
en
territorio
colombiano,
que
representa a alguna empresa internacional. -¿Cómo? -A eso se dedica su antiguo amigo, a intermediar entre los empresarios
de
las
multinacionales
y
la
guerrilla
colombiana. Por eso creo que es el principal sospechoso. -Pero si los visitamos, el asesino se va a alertar. Todo esto es absurdo -se resistió Solano mientras cubría la mitad
de
su
descarnadas-,
rostro usted
con me
sus
trata
manos como
a
largas, un
blancas
prisionero;
y me
encierra aquí, me dice que haremos cosas; me dice que mi
48
madre o mi hija pueden ser mis asesinas y eso es imposible, eso no lo puedo aceptar. Pero sí lo podía aceptar. Falcón supo que Cecil sí era capaz de concebir como sus asesinas a esas mujeres que debían amarlo; miró a su cliente que se enmascaraba el rostro con los dedos nudosos y crispados; sus manos, como dos mariscos pálidos, le cubrieron los ojos cada vez más perdidos, más incapaces de fijarse en su interlocutor, cada vez más vacuos. El detective supo que estaba perdiendo a su cliente; no es que le importara mucho, el equilibrio mental de
Solano
McKey
no
era
asunto
suyo
pero
lo
necesitaba
medianamente lúcido para hacer su trabajo. -Señor Solano -dijo lentamente Stalin-, puede confiar en mí, tengo experiencia en estas cosas. Vamos a visitar a los sospechosos, a conversar con ellos. Alguien lo odia tanto como para mandarlo a matar y un sentimiento así no se puede esconder; es lo que le mantiene las carnes juntas al que lo siente. Tal vez usted no lo capte, pero yo voy a estar ahí, yo
sí
lo
voy
a
percibir.
Cuando
sepamos
quién
es
su
enemigo, lo podrá enfrentar. -¿Cómo lo enfrentaré? -preguntó Solano. -Ya veremos; puede decirle que ha contratado a un asesino que
actuará
contra
él
o
ella
si
usted
muere
en
forma
violenta. También puede declararle su amor; no sé qué sea más devastador, en este caso.
49
-Le entiendo -murmuró Cecil, que había alejado las manos de sus mejillas para mirar, por una vez, directamente a los ojos del detective. Pero Falcón sabía que la respuesta positiva de su cliente era solo un esfuerzo más que el sujeto hacía para no pensar en que cada quien alimenta cuidadosamente al que ha
de
ser
su
asesino,
para
no
reconocer
que
él
había
alimentado a varios, tal vez no con odio ni con crueldad: La desidia y el abandono son también excelente estiércol para abonar el rencor. -Bien. Si es así, al trabajo. Soy su nuevo socio, así tiene que presentarme. -No
parece
hombre
de
negocios
-dijo
Solano
mirando
la
apariencia de Falcón, que vestía una chaqueta de cuero tipo piloto,
camisa
de
franela
a
cuadros,
jeans
y
zapatos
deportivos. -Diga que soy sociólogo; no, mejor ingeniero civil. En ese momento la puerta del cuarto fue azotada por unos puños gigantescos, Solano se incorporó del catre con tanta celeridad y torpeza que cayó a los pies de Falcón, quien tranquilamente invitó: -Pasa Cobra, pasa. Un hombre abrió la estrecha puerta para atravesar con dificultad entre las jambas. Era de estatura muy baja; junto a él, Stalin parecía alto, y Cecil, que se había levantado ya del suelo, un gigante flaquísimo. El cuerpo
50
del recién llegado era cilíndrico y muy ancho, todo él parecía labrado en una piedra rugosa. Vestía un discreto traje gris. Él sí parecía un hombre de negocios, se dijo Falcón quien, divertido, observó la aprehensión con que Solano miraba la cabeza rapada del ex comando, que se había quitado el sombrero de ala gacha. Beltrán saludó con voz grave: -Para lo que mande mi sargento. -Tenemos que cuidar aquí, al señor Solano. -¿Es gringo? -No. -Parece gringo -afirmó el boxeador con desconfianza. -Sea lo que sea, lo quieren matar y vamos a protegerlo. -Está bien, los gringos también son gente. -¿Viniste armado? -Como siempre que usted me llama -dijo El Cobra sacando de su
amplia
pavonado
cintura desgastado
una
pistola
demostraba
Browning el
de
frecuente
9
mm.,
uso
cuyo
que
se
hacía de ella. -Está bien entrenado y es muy buen tirador -informó el detective a su cliente-; cobrará lo mismo que yo estos dos días que lo acompañaremos. Cecil aceptó con un gesto. A las 8:45 de la mañana los tres dejaron la habitación y recorrieron el pasillo para desembocar en el portón de la casa de citas. Desde el interior, una voz meliflua reprochó:
51
-Falcón, mi amor, te vas sin despedirte, como siempre. Todos los hombres son unos canallas. Stalin sonrió mientras ordenaba al Cobra: -Nos seguirás en tu auto; el señor Solano y yo viajaremos en taxis. Cuando vayamos a pie irás unos seis metros tras de nosotros. -Entendido, mi sargento. Solano McKey se dejó llevar hasta un taxi que abordó junto
a
Stalin,
al
tiempo
que
El
Cobra
subía
a
su
gigantesco, viejo y reluciente Chevrolet Caprice. -¿A dónde vamos? -preguntó Cecil, hundido en el asiento del automóvil. -El primero será Luca Signorelli -le comunicó Falcón. Por
las
aceras,
la
gente
se
apresuraba
hacia
sus
trabajos: jovencitas carnosas, hombres solos, madres con sus niños. Todos proyectaban sobre el pavimento sus largas sombras matutinas. Todos, Falcón incluido, podrían estar muertos al atardecer. Unas calles antes de la oficina de Signorelli, el investigador teléfono
y
su
monedero;
cliente
dejaron
allí,
Solano,
el
taxi
por
cerca
de
indicación
un del
detective, hizo unas cuantas llamadas. Beltrán había estacionado el automóvil a tres o cuatro metros de sus protegidos, se apeó de él y caminó, compacto y confiado, hasta ubicarse en un punto desde el que pudiera cubrir las espaldas de Stalin y Cecil. El detective, al
52
mirar a su asistente, casi pudo ver por sus pequeños ojos de piedra negra. Beltrán observaba cada resquicio de sombra en el que pudieran ocultarse los asesinos, como quien trata de dominar con la mirada a una bestia negra,
multiforme y
mortal. Stalin vio el largo cuerpo de su cliente, encorvado sobre el aparato telefónico. Cecil, dentro de una caja de aluminio y cristal, helada y llena de aristas, se veía como un pelícano vulnerable y repulsivo. Cuando terminó de usar el teléfono y luego de colgar el auricular, pareció por un momento indeciso sobre cuál de los malditos costados de la cabina era la puerta; extendió las manos, optó por el lado correcto
y
pudo
finalmente
abandonar
el
cubículo
transparente para acercarse a Stalin e informarle: -Mi ex esposa nos espera mañana a medio día y mi madre el día
miércoles,
para
el
almuerzo.
Mi
hija
solo
podía
recibirnos el jueves en la mañana. -Bien
-aceptó
Falcón
mientras
se
ponía
en
marcha
para
recorrer, bajo la vigilancia de El Cobra, las cuatro calles que los separaban del despacho del antiguo amigo de Solano McKey-.
Necesito
que
me
cuente
lo
que
recuerda
de
Signorelli. -Usted debe saber de él más que yo, no lo he visto en años. -Me interesa lo que usted sabe.
53
Cecil caminó unos pasos; Stalin miró de reojo su andar desgarbado y ausente, casi había decidido insistir en su pregunta cuando empezó: -Era un niño violento. -¿Con usted? Falcón percibió que los pasos de su cliente se hacían más
lentos
y
cuidadosos
conforme
se
adentraba
en
sus
recuerdos, era como si en vez de caminar sobre la calle lo hiciera encima de una superficie nublada y engañosa. -No. No conmigo, a mí me cuidaba siempre. Parecía furioso por algo, todo el tiempo. Era muy rubio, como... como... -Como un ángel. -Sí
-convino
Cecil
quien
seguía
desplazándose
cautelosamente por su memoria-, como un ángel. A veces hacía
cosas
que
nos
daban
miedo
y
a
él
le
gustaba
asustarnos. -¿Qué cosas hacía? -Tuvo un perro por años. Una noche, mientras estábamos reunidos
varios
amigos,
jugando
con
una
pistola
de
mi
padre, le disparó; no llegó a darle al pobre animal, tal vez ni le había apuntado bien. -¿Por qué disparó? -Para asustarnos, supongo. -¿Qué más recuerda de ese momento? -Él sonreía. Parecía un ángel.
54
Llegaron por fin al edificio de oficinas en donde Signorelli tenía la suya. Beltrán permaneció en la planta baja, sólido y atento, mientras Falcón y Solano subían en el
ascensor.
Cinco
minutos
después,
y
tras
sortear
un
guardaespaldas peligroso y alerta y una secretaria aún más matonezca, los recibió Luca Signorelli. Falcón lo miró: erguido tras su escritorio de cristal, se veía como un ángel. Cecil caminó, seguido de Falcón, hacia su antiguo amigo, mientras saludaba: -Perdona que me presente sin una cita previa, Luca. -Los negocios son los negocios, pero los amigos son los amigos, Cecil. Bienvenido. Toma asiento, por favor. Los tres hombres se acomodaron en unos sillones de líneas
funcionales,
entre
adornos
de
cristal
y
acero.
Stalin percibió un cambio en los movimientos de su cliente, el andar cuidadoso con que se desplazaba mientras recordaba su
niñez
rígido:
se se
había instaló
convertido en
su
en
asiento
un
tránsito
como
si
envarado,
los
brazos
metálicos del sillón pudieran herirlo de alguna forma y puso las manos sobre sus rodillas para protegerlas del borde nítido de la mesa de cristal que ocupaba el centro de la sala. Miró los amenazadores salientes de la araña de aluminio que pendía del cielo raso de la oficina y luego de tragar saliva dijo:
55
-Te presento al licenciado Falcón, es mi socio... mi asesor en un negocio de hotelería,
por eso te hemos venido a
molestar.
sus
Signorelli, rubio, refinado y muy erguido,
observó a
huéspedes
dejar
sonreír;
con
luego
sus
cruzó
ojos la
azulísimos,
pierna
para
sin
mostrar
el
de fino
calcetín que le cubría la pantorrilla y dijo: -Falcón, de lo que tengo entendido la hotelería no es su línea de trabajo. -Usted sabe a qué me dedico -respondió Stalin sintiendo que la
sonrisa
del
italiano
tenía
tantas
aristas
como
el
mobiliario de su oficina-, precisamente es en el área de la seguridad que asesoro al señor Solano. -Bien -convino Signorelli-, si es así, ustedes dirán. Cecil miró incómodo al detective y permaneció mudo. Stalin tuvo que iniciar el diálogo. -El señor Solano y un grupo de accionistas extranjeros piensan instalar una serie de hosterías en el Putumayo, en la zona ecuatoriana. Las perspectivas del Ecoturismo en Europa son grandes, es un gran negocio. Sin embargo, el inconveniente son las posibles acciones que la guerrilla colombiana... -¿Y qué tengo que ver con eso? -preguntó Luca mientras juntaba frente a su rostro las finas yemas de sus dedos. Parecía implorar una explicación, aunque la dureza de su sonrisa
no
había
disminuido-.
Yo
soy
solamente
un
56
comerciante
dedicado
a
las
importaciones
y
a
las
exportaciones. Falcón aprovechó el momento para cambiar la dirección de la conversación. -El señor Solano me dijo que podía confiar en usted, que se conocen desde niños. ¿No es así, Cecil? -Sí -respondió el interpelado-, eso es verdad. -Ustedes pasaban vacaciones juntos, según me ha contado insistió Falcón, en un intento de encaminar el diálogo. Afortunadamente Solano reaccionó y dijo: -Pasábamos
mucho
tiempo
juntos.
Las
vacaciones
en
las
haciendas de mi madre. ¿Te acuerdas? Signorelli
casi
dejó
su
sonrisa
angelical;
Stalin
percibió que se sentía muy incómodo al abandonar de alguna manera
su
modernísimo
despacho
para
internarse
en
las
rememoraciones que Cecil conjuraba con torpeza. -Sí. En las haciendas de tu madre. ¿Cómo están doña Grace y tu hermano? -Bien, gracias. -El pequeño Franck se ha vuelto importante -comentó Luca. -¿Tú crees? -le respondió su antiguo amigo. -Son bellos momentos los de la juventud -intervino Falcón en un cuidado tono chabacano-, todos tenemos los mismos recuerdos gratos de esa edad. -Sí -asintió el italiano casi desconcertado.
57
-La confianza surge de compartir recuerdos -continuó Stalin en el mismo tono-. Ustedes tendrán muchos:
una hacienda,
caballos, la naturaleza, las flores... Casi con asombro, Stalin vio cómo Solano se erguía en su
sillón,
entre
los
hirientes
brazos
de
metal,
y
comentaba, agarrando el cabo que él le labía echado: -Yo me acuerdo más de los caballos, era buen jinete en esos días. ¿Qué recuerdas tú, Luca? -Yo terminé por ser mejor jinete. -Eras más rápido y más porfiado. Siempre terminabas por hacer lo que te proponías, en todo. -Tú me enseñaste. -Y después tú guiabas las excursiones. -Dos,
tres
días
a
caballo
por
el
páramo.
No
creo
que
podamos vivir de nuevo nada parecido. - Es verdad -la rigidez de Solano aumentó al punto que su columna
vertebral
llegó
a
parecerle
a
Falcón
una
vara
quebradiza. El detective supo que los recuerdos de las vacaciones vividas se mezclaban en la mente de Cecil con una casi palpitante orquídea amarilla y la ciega amenaza de la muerte-. Y había flores, y polvo, y sol -terminó Solano en un murmullo. -Lo
que
más
recuerdo
son
las
alturas
-continuó
Luca
mientras adoptaba una posición más suelta en su sillón-, los
desfiladeros;
páramo...
y
creo
que
unas
flores
rojas
del
58
-Sí -interrumpió Cecil-. Así conocimos toda mi hacienda. -Tu
hacienda
-repitió
Signorelli,
luego
los
tres
permanecieron callados un momento. Falcón
aprovechó
el
tirante
silencio
de
los
dos
antiguos amigos para pensar sobre su vínculo. En las pocas palabras intercambiadas había intuido un patrón, una forma de relación, una manera de atraerse y herirse tan intensa que pareció imantar los metales que decoraban la oficina. El
detective
decidió
intervenir
para
incrementar
la
tensión. -¿Siempre pasaban las vacaciones en la hacienda del señor Solano? -preguntó. -De los padres de Cecil -aceptó Signorelli-. Mis padres no tenían propiedades. -Con el tiempo dejamos de vernos -dijo Solano cerrando el deambular por los recuerdos que apenas había comenzado. Falcón intervino de nuevo para impedir que con su huida Cecil terminara la conversación. -Es extraño que se dejaran de ver. Por lo que cuentan eran muy amigos. ¿Qué pasó? -Me fui a un viaje por el extranjero, cuando terminamos el colegio. Fueron varios meses, quería conocer
Europa, sobre
todo Escocia, la tierra de mi abuelo materno. -No
me
dijiste
que
te
ibas,
yo...
-Signorelli,
muy
incómodo, dejó su sillón para acercarse al escritorio de cristal y ocultar así su rostro de las miradas de sus
59
huéspedes-
yo
debía
empezar
a
trabajar,
mi
padre,
a
diferencia del tuyo, no podía pagarme viajes ni estudios. Era un empleado, nada más. Cecil, que se había mantenido rígido entre los brazos de metal de su sillón, pareció relajarse; tomó una revista de la mesa central de la salita y la hojeó sin mucho interés. El italiano se volvió para mirar a su antiguo amigo, había perdido su expresión de ángel perverso, se veía vulnerable. Su debilidad duró una fracción de segundo, de inmediato retomó su actitud habitual y dijo: -La
vida
fue
distinta
para
los
dos,
pero
ahora
ambos
hacemos negocios y a eso han venido. -Es verdad -reconoció Falcón quien, aunque ya había visto suficiente,
decidió
provocar
una
última
reacción-.
Los
recuerdos no son muy provechosos, son gratos pero inútiles. Como esa flor amarilla que guarda usted en su escritorio concluyó apelando a Cecil, quien se mantuvo en silencio. -¿Cómo? -preguntó Signorelli extrañado. -Me refiero a una orquídea amarilla que Cecil guarda como recuerdo. -Señores dejemos
-casi lo
de
gruñó los
Luca,
fastidiado-,
recuerdos.
Han
les
venido
a
ruego
que
hablar
de
turistas, entiendo, no de flores. -Hablando
de
turistas,
señor
Signorelli
-dijo
Falcón
mientras se ponía de pie-. ¿Podemos contar con usted para garantizar la seguridad de la inversión?
60
-Necesito más datos; ustedes me han informado muy poco del negocio. -Sobre montos y otros detalles hablaremos luego. De momento nos interesa saber si podemos contar con su asistencia en el proyecto. -Previo el pago adecuado, Cecil, se consigue todo -aceptó el italiano. -Gracias -terminó Stalin-, es lo que deseábamos saber. Cuando Solano se acercó a Signorelli para despedirse, Falcón sintió una ausencia total de emociones en ambos amigos. Casi le parecieron autómatas, robots impertérritos. El brillo suave de los metales del mobiliario incrementó la sensación de inhumanidad que parecían compartir esos dos hombres que, muchos años atrás, habían recorrido juntos páramos y desfiladeros, en excursiones maravillosas. Minutos después, el detective y su cliente, seguidos por Beltrán, abandonaron el edificio de Signorelli. Stalin llamó un taxi, cuando lo abordaron, dio la dirección de la Pensión de Malena, se acomodó en el asiento del automóvil y miró
a
su
entrevista
cliente con
quien,
desde
Signorelli,
se
la
última
mantenía
parte
de
ausente.
su El
detective casi sintió deseos de sacudirlo para conseguir que
se
reincorporara
al
mundo;
parecía
perdido
en
una
dimensión distinta de la que ocupaban los demás mortales, una muy cercana pero diferente. -¿Cómo sintió la reunión con su viejo amigo?
61
-¿Amigo?
-preguntó
Cecil
quien
aún
no
concentraba
su
atención en su interlocutor. -Su amigo Luca -insistió Falcón. -Ah... bien. Se ve que ha tenido éxito en la vida. Era un muchacho voluntarioso. -No me conteste con lugares comunes. ¿Qué sintió sobre la relación que tuvieron? -Nada -aseguró Solano, quien ya había reparado en Falcón y en
su
tono
irritado-.
Todo
estuvo
muy
bien,
los
recuerdos... y se ofreció a ayudarnos. Todo estuvo muy bien. -Me habla sinceramente -sonrió Falcón a pesar de que se sentía molesto-,
¿no es cierto?
-¿Cómo dice? -Digo que usted estuvo ahí, provocó la situación, con mi ayuda claro; y me asegura que no sintió nada. -Bueno... a veces los recuerdos incomodan. -Señor Solano -suspiró el detective resignado-, no sé los demás de la lista de sospechosos que hicimos, no sé; pero éste lo odia. Y usted lo sabía, y lo fastidió sutilmente recordándole la posición que uno y otro ocuparon en la adolescencia. -No me di cuenta de eso. No creo que haya sido así -rechazó Cecil enfadado. -Sabía lo que estaba haciendo: llevó al sujeto hasta un límite, cuando lo tuvo ahí, pareció salirse de la película;
62
fue como si nada de lo conversado tuviera que ver con usted. -O
sea
que,
según
usted,
Luca
me
odia
porque
es
un
arribista y yo soy un aristócrata, o algo así. -Nada tan parecido a un cliché. -¿Qué entonces? -No
fue
su
fortuna
ni
la
pobreza
de
Luca.
Fue
usted,
dándose y mezquinándose. -No le entiendo. -Mejor se entiende, señor Solano -advirtió Stalin mientras se concentraba en el confuso tránsito de las calles-. Sin dramatizar, su vida depende de eso.
63
MEDIODÍA
Unos minutos más tarde, llegaron a la casa de Malena. Falcón ayudó a su cliente a bajar del taxi y llamó, con un gesto, al Cobra. Cuando el boxeador estuvo junto a ellos, el detective ordenó: -Quédense aquí, en la Pensión; si alguien se acerca, los amigos de la dueña te avisarán -puntualizó, dirigiéndose al ex comando- con tiempo suficiente como para que escapen. El Cobra asintió con un gruñido y dijo:
64
-Yo cuido al señor Cecil, mi sargento; usted cuídese la espalda
-luego
tomó
a
su
protegido
por
un
codo
y
lo
introdujo, casi a rastras, en el hotelucho. -Señor Falcón -protestó Solano-, no puede dejarme aquí... Stalin, sin tomar en cuenta la queja de su cliente, se perdió por uno de los callejones que se enredaban entre las casas del barrio. Buscaba la seguridad de los adoquines y los vericuetos, cuando alguien lo golpeó en la espalda; mientras
caía,
aturdido
por
el
impacto,
vio
cómo
los
tétricos muros de las casas que bordeaban la callejuela se extendían hasta ocultar la luz del cielo. Intentó agarrar la
empuñadura
de
su
revólver
pero
varias
manos
lo
inmovilizaron y, levantándolo en peso, lo introdujeron en una camioneta cubierta. Alcanzó a ver, con una tristeza grande, una ventana en la que una joven se peinaba. Eran tan perfectas la luz en el rostro de la muchacha y su mirada perdida en las nubes, que Stalin no tuvo el valor de gritar para que la niña mirara la escena del secuestro del que él era víctima. Las puertas laterales de la camioneta Chevy Van cerraron con un chasquido, alguien cubrió su cabeza con una capucha y el detective quedó ahogado en la obscuridad. Unos segundos antes de perder la visión, Stalin alcanzó a ver, en el piso del vehículo, un fusil de asalto Chicom; las tinieblas imantadas en las que estaba perdido le parecieron surgidas desde la negra superficie del arma, como un vaho aterrador. Unas manos le hurgaron el cuerpo
65
hasta encontrar su revólver y despojarlo de él, mientras alguien preguntaba: -¿Está despierto? -No -respondió otro al tiempo que soltaba una patada brutal contra las costillas de Falcón, quien
no reaccionó; había
decidido fingirse inconsciente. -A la bodega -ordenó el que había hablado primero. - Vamos, allí lo despertamos con la picana. El
investigador,
veloz,
evaluaba
su
situación;
iba
boca arriba y zarandeado por el movimiento de la camioneta. Por el arma que había visto, estaba
seguro de que no se
trataba de un grupo de la Policía ni del Ejército: los miembros de esas instituciones no utilizaban ese rifle de asalto. Quienes lo habían secuestrado querían interrogarle, su vida, por tanto, estaba a salvo de momento, mucho más cuando le habían cubierto el rostro con el afán de evitar que posteriormente los reconociera; en otras palabras, lo dejarían vivo. En esos instantes, incluso, tenía las manos libres pues sus raptores, confiados en su desmayo, no lo habían atado. Maldijo,
por
un
instante,
todas
las
películas
de
Costa-Gavras, sobre todo Z y Missing, todas esas historias que le habían mostrado torturadores sudorosos de expresión depravada. La posibilidad de que le quemaran los testículos con choques eléctricos le asustó mucho. Mientras pensaba con miedo en el tormento, recordó las suavísimas manos que,
66
en un par de oportunidades,
le habían acariciado esas
partes con un fingimiento que hasta pudo parecerle amor. Decidió
escapar
antes
del
interrogatorio;
deseaba,
desesperadamente, ver de nuevo las manzanas en el cuadro de Botticelli. Durante su entrenamiento le habían recomendado que no actuara
en
situaciones
como
la
que
enfrentaba,
que
se
dejara llevar, que hiciera tiempo en los interrogatorios y buscara una lazo afectivo con los secuestradores. Ante la eventualidad de que le clavaran dos púas eléctricas en la entrepierna, toda la instrucción le parecía absurda. Tenía a dos de sus captores al lado izquierdo, su cabeza apuntaba hacia el conductor de la camioneta y a su derecha estaba la puerta, conocía ese tipo de vehículos. El secuestrador
que
había
hablado
primero
se
oía
bastante
sereno; el que lo pateó, en cambio, hablaba acezando, con la voz ahogada por el temor. Falcón pateó con toda su fuerza, con los dos pies juntos, en la dirección en que suponía se encontraba el más tranquilo, quería aprovecharse del
desconcierto
golpearon
contra
del algo
que
estaba
blando
asustado.
mientras
se
Sus
talones
arrancaba
la
capucha; vio entonces un hombre fornido que se agarraba el vientre inmóvil.
mientras Stalin
otro,
joven
aprovechó
el
y
delgadísimo,
susto
de
su
lo
miraba,
enemigo,
la
fracción de segundo en que se había abandonado al terror, para golpearlo con el puño varias veces, en la cara y el
67
cuello.
El
conductor
gritó
algo
incomprensible,
el
detective abrió la puerta y se lanzó fuera del vehículo. Falcón rodó sobre el pavimento unos segundos eternos antes de quedar tendido a los pies de un grupo de personas. Al amparo de la multitud, quiso quedar inconsciente. No lo logró, las piernas de quienes lo observaban se convirtieron en un punto de fuga desde el que proyectó la mirada hasta el cielo para recuperar la luz que, por un momento, le habían quitado sus captores. Dos hombres lo ayudaron a incorporarse y Stalin, que no quería llamar la atención de la Policía, hizo un esfuerzo para caminar y se alejó de quienes lo habían ayudado, tomó un taxi y, temeroso de que lo siguieran, optó por hacerse conducir hasta su despacho; no quería que sus enemigos supieran donde vivía. Ya en su oficina, desnudo, mientras se curaba las heridas
con
agua
oxigenada,
miró
la
fotografía
de
su
bisabuelo colgada en la pared; era el único objeto que personalizaba el modesto lugar amoblado con un escritorio de
metal,
un
archivador
desvencijado,
dos
sillones
tapizados con plástico negro y un sofá cama cubierto con el mismo material. En el sepia de la foto, un alto y ventrudo caballero de grandes bigotes se apoyaba en un pasamanos de utilería, frente a un jardín idílico dibujado sobre la pared. Era una fotografía de estudio, de esas que se hacían a principios del siglo XX. Falcón, mientras se limpiaba la sangre con una gasa mojada en burbujeante medicina, pensó
68
en
su
antepasado,
provincia Profesor
más
maestro
alejada
Falcón,
el
de que
que su
había país,
había
elegido para
Loja,
la
trabajar.
El
iniciado
la
vocación
familiar, tan sacrificadamente seguida por el abuelo del detective, tan manipulada por su padre para ascender en la política local, primero, y en la nacional luego. Stalin calificó
a
los
Falcones
del
siglo,
buscaba
con
esos
pensamientos recuperar la ecuanimidad que el peligro le había quitado. El primer Falcón, se dijo, había sido un liberal
iluminista;
el
segundo,
su
abuelo,
un
soldado
anónimo en la lucha contra la ignorancia, que optó por la plana claridad del marxismo; el tercero, un oportunista. Stalin, que debía su nombre a la pureza ideológica de su abuelo, no intentó calificarse. Al fin, pensó, él solo era un maestro consciente de que no existía una maldita cosa que el prójimo quisiera aprender, por eso se dedicaba, satisfecho, a mirar a los demás desde su perspectiva de detective. Por un momento, Stalin sintió alguna tristeza al pensar en sus antecesores y en él mismo: todos habían sido hombres solos, su abuelo había enviudado pronto, a su padre lo abandonó la esposa. Falcón no podía llamarla madre, la había visto solamente un par de veces. Cuando estuvo curado, sacó de uno de los cajones del archivador una muda de repuesto y una botella de pisco, se puso
la
ropa
y
bebió,
del
gollete,
un
gran
trago;
finalmente, se sentía con la serenidad necesaria como para
69
pensar
en
su
pasada
aventura;
tomó
asiento
tras
su
escritorio, bajo la gran fotografía de su antepasado, y se dispuso a pensar. Tenía enemigos, pero no del tipo de los que
lo
habían
secuestrado,
éstos
estaban
organizados
y
usaban armas como el Chicom TY56-2 que había visto en la Van. Quienes lo habían apresado buscaban alguna información que, suponían, él tenía; Falcón renunció a entender este componente del problema, en apariencia fundamental, pues no se
sabía
poseedor
de
ningún
secreto
que
mereciera
una
operación como aquella de la que fuera víctima. “A veces se dijo sonriendo mientras buscaba una
posición en la que
sus lastimaduras no lo atormentaran- lo fundamental es un estorbo.” No había comido en todo el día y eran las 13:30, decidió pedir, por teléfono, un sánduche de jamón serrrano con aderezo de aceitunas. Cuando veinte minutos más tarde alguien timbró en la entrada, el detective recordó que le habían robado su arma. Temeroso de que no fuera el portador de su comida quien llamaba a su puerta, extrajo del cajón central de su escritorio una cachiporra que guardaba desde sus años de policía y, escondiéndola a su espalda, abrió. Era el sánduche: promoción, pan de centeno, ensalada de lechuga, tomate y hongos en vinagre y refresco, todo por el mismo precio. Mientras comía, llegó a la conclusión de que solo una persona podía estar en relación con un grupo organizado que
70
usara fusiles Chicom: Luca Signorelli; lo visitaría esa tarde. Mientras tomaba esta resolución, miró su única arma: una cachiporra hecha con veinticinco centímetros de cable de acero de una pulgada cubierto con cuero trenzado. Era un artefacto que cortaba las carnes y golpeaba con brutalidad pero no llegaba a romper ningún hueso; no era un arma mortal.
TARDE Una hora y media más tarde, Falcón se encontraba en un inmenso
centro
deslumbrantes,
comercial
de
ordenados
anchos
pasillos
escaparates
con
pisos
luminosos,
que
ofrecían mercancias multicolores, y curvos cielos rasos de los que pendían estrellas de neón que azulaban con su luz todo el ambiente. Stalin paseaba entre colegialas que veían vidrieras, jóvenes que veían a las colegialas con actitud de
sátiros
solventes
y
ejecutivos
o
amas
de
casa
que
observaban de la misma manera esas lámparas o esos saleros que mejorarían notablemente la calidad de sus orgasmos. El detective, que no se había preocupado por averiguar si lo seguían, habló desde un teléfono monedero con la secretaria de Signorelli, enterándose por la empleada que el italiano llegaría en veinte minutos; luego entró en una tienda de artículos deportivos para comprar un pequeño spray de gas lacrimógeno.
Comprobó
que
la
pequeña
arma
se
ocultaba
perfectamente en su mano y, con el tubito metálico en el
71
bolsillo, dejó el almacén para dirigirse al baño. Conocía el lugar, junto a la puerta de los servicios higiénicos había otra de acceso restringido, usada por el personal de los comercios para introducir las mercancías directamente desde el área de descarga de los camiones. Un guardia de seguridad trató de impedirle el paso, Falcón mostró su vieja
identificación
de
sargento
de
la
PTJ,
que
había
guardado como recuerdo de su paso por esa institución y, sin
decir
alejaría
palabra, de
un
caminó
posible
por
el
largo
perseguidor.
pasillo
Cuando
que
llegó
a
lo la
calle, subió a un taxi y se hizo llevar hasta las oficinas de Luca Signorelli; en el camino, se detuvo
para comprar
una cajetilla de cigarrillos y un encendedor desechable al que le cerró totalmente el paso del gas. En la antesala del despacho del italiano estaban, como en
la
mañana,
malencarado avejentada
y
el
guardaespaldas,
recio,
y
seca.
y
la
Stalin
un
secretaria, se
presentó
hombre una a
moreno,
mujer la
fea,
empleada
solicitándole una entrevista con su jefe. La recepcionista, agria, respondió que no podía molestarlo en ese momento. El detective sonrió, dijo que esperaría y empezó a pasear por la salita, entre los muebles funcionales, tanto por la secretaria como por el guardaespaldas, quien le observaba, sentado en uno de los sillones del lugar. Sin duda, los golpes
que
sospechoso
le a
adornaban
los
ojos
el
del
rostro
lo
hacían
también
guardián
de
Signorelli.
El
72
detective percibió fastidio y modorra en la actitud de la mujer y el hombre que lo acompañaban, su presencia los molestó por un momento, luego parecieron acostumbrarse a ella. Falcón, medio minuto después de haber iniciado su paseo, extrajo los tabacos del bolsillo, se puso uno en los labios e intentó encenderlo con el mechero inservible. -¡Nunca funcionan! -gruñó, dirigiéndose al matón mientras se le acercaba-. ¿Tiene usted fuego? El detective, mientras recorría los pocos pasos que lo separaban
del
guardaespaldas,
introdujo
la
mano
que
sostenía el encendedor en el bolsillo de su chaqueta y lo sustituyó por el pequeño tubo de gas lacrimógeno. Cuando estaba a menos de un metro de distancia del hombre, fingió un último intento de encender el tabaco y apretó el
botón
del spray, rociando la cara del hombre. Soltó el tubo de gas, sacó de su cintura la cachiporra y golpeó el cráneo del sujeto; casi pudo sentir el chirrido de la piel rasgada por el cuero que forraba su arma. El escolta de Luca quedó inconsciente a sus pies; la secretaria, atónita, lo miraba sin decir palabra, congelada por el miedo. Stalin buscó en el cuerpo del hombre: de su costado izquierdo extrajo una pistola y del derecho un cargador que se guardó en el bolsillo del pantalón. El momento en que, de una patada abría
la
puerta
de
la
oficina
de
Signorelli,
la
mujer
empezó a gritar; la agarró por el pelo y, de un empujón, la
73
introdujo en el despacho del italiano quien, inmóvil, lo observaba desde su sillón, tras el escritorio de cristal. A pesar de la tensión que sufría, Falcón pudo sentir cómo Luca buscaba serenidad en las bruñidas superficies de los muebles de la oficina; intentaba enfrentar
el arma que
le apuntaba con la mayor frialdad que le fuera posible. La secretaria
gemía
acurrucada
en
el
suelo,
a
Stalin
le
pareció un tembloroso saco de huesos. -¿Qué quiere? -preguntó el italiano que, con un inmenso esfuerzo de voluntad, se había convertido de nuevo en el ángel que recordaba Cecil. -¿Por qué quiere secuestrarme? -No le entiendo. -Esta mañana hombres enviados por usted me siguieron y capturaron. -Alguien con su trabajo tendrá muchos enemigos. -No
organizados
como
la
guerrilla
que
usted
representa
aquí. Además, los que me agarraron tenía una Chicom TY56-2, ese fusil de asalto es de fabricación china, igual que esta pistola Norinco que le quité a su guardaespaldas. Ambas son armas que usa la guerrilla, no por afinidad ideológica con los chinos sino porque tienen precios bajos. Conteste ordenó Falcón al tiempo que levantaba el percutor-, ¿por qué quiere secuestrarme? -Está bien -se resignó Signorelli-. ¿Diga cuánto quiere y déjenos en paz?
74
-¿Cómo? -Quisimos asustarle y no resultó. Está bien, usted gana; como le dije a Cecil: pagando, todo se consigue. ¿Cuánto va a ser? Falcón, que no entendía a qué se refería el italiano, guardó silencio para permitir que el otro le hablara más, con
la
esperanza
permitiera
de
comprender
obtener lo
que
así
información
sucedía.
Para
que
estimular
le a
Luca, alargó el brazo en que sostenía la pistola, como quien se dispone a disparar. -Negociemos
-solicitó
Luca-.
Si
el
hermano
del
futuro
vicepresidente quiere dinero a cambio de que nos dejen operar aquí, está bien, diga cuánto. -Le hablaremos -gruñó Stalin que ya había entendido todo-. Y no intente nada en contra nuestra. Me llevo esta pistola a cambio del revólver que me quitaron sus hombres. Cuando el detective abandonó la oficina de Signorelli, el
guardaespaldas,
con
el
rostro
cubierto
de
sangre,
intentaba levantarse, derribando en su esfuerzo la mesa central de la sala de espera y uno de los sillones. Falcón, satisfecho
de
que
el
sujeto
estuviera
vivo,
salió
al
pasillo y, veloz, se dirigió hacia la calle. Mientras casi corría por la acera, sentía el peso de la pistola que portaba en su cintura. Extrañaba su viejo revólver Colt calibre .38. Era un arma defensiva, con un cañón de apenas cinco centímetros y solo seis balas. La Norinco NZ-75 que
75
llevaba
era
un
arma
bastante
grande,
como
de
veinte
centímetros, tenía una alimentadora de quince proyectiles y uno en la recámara. Era un arma de guerra; el guardamontes se curvaba hacia el frente para que quien disparara pudiera apoyar en ese sitio el dedo índice de la mano izquierda. Era un arma ofensiva, copiada por los chinos de la famosa pistola checa CZ 75. Stalin había aprendido mucho de armas en su entrenamiento, y las detestaba. Pero, pensó, tal vez había llegado el tiempo de usar una monstruosidad como la que le pesaba bajo el cinturón, la vida se le complicaba por
momentos;
el
día
anterior
había
iniciado
una
investigación de rutina, lo que creyó era la persecución de los
fantasmas
cliente
sí
de
un
neurótico.
habían
intentado
Luego
resultó
matarlo,
por
que
a
último
su se
encontraba complicado en una intriga política. Stalin no sabía
de
las
perspectivas
electorales
de
Franck
Solano
McKey, el hermano menor de Cecil pero, por lo que Luca le había dicho, eran muy importantes aunque fueran, en ese momento, un secreto compartido por muy pocos en la ciudad. Y el italiano creía, para enredar más las cosas, que Solano y él trataban de extorsionarlo. Sí, definitivamente, el cambio de arma le llegaba en el momento justo. Tomó un taxi y
un
cuarto
cercana vigilara
a
la el
de
hora
casa
de
escondite
después Malena. de
se
detenía
Temeroso
Solano,
usó
en de
el
una que
tienda alguien
teléfono
del
almacén y ordenó al Cobra que saliera de la pensión, por
76
una de las puertas falsas que utilizaba Malena para hacer huir a sus chicas cuando sufría una redada. Beltrán, que conocía el barrio, llegó, en un par de minutos a la tienda en que se ocultaba Falcón; aunque vio las huellas de los golpes en el rostro de su jefe, no se dio por enterado de ellas. -¿Cómo está Solano? -preguntó el detective. -¿El gringo? Bien pero inquieto, trató de huirse dos veces. -¿Quién lo está cuidando? -Malena. Le tiene arrinconado contra el espaldar de la cama -informó el ex comando sin que su expresión mostrara la más mínima burla. Falcón,
que
sí
imaginó
una
escena
bastante
cómica
entre el travesti y su cliente, murmuró: -Mejor así, mejor así. La tienda donde estaban ocupaba un cuarto en el zaguán de una casa antigua construida en una cuesta empinada. Por la inclinación de terreno, para entrar al local había que descender tres gradas de piedra; Falcón supo que miles de suelas,
a
lo
largo
de
los
años,
habían
pulido
esos
escalones librándolos de aristas, dándoles ese brillo tenue que permitía distinguirlos en la penumbra del local. La tienda tenía un mostrador de cristales sucios, dos alacenas en cuyas perchas se exhibían desde fideos hasta bisutería y un aparador sobre el que descansaban tres grandes frascos
77
llenos de golosinas: dulces de guayaba cortados en rombos, socrocios, roscas de azúcar e higos enconfitados. Stalin
sintió
que
El
Cobra
miraba
con
una
cierta
nostalgia los dulces; identificó el sentimiento; él también podía recordar los sabores de la infancia y las penumbras de tiendas como aquella en que se hallaban. Nunca había creído a su asistente capaz de una emoción así; extrañado, pidió
a
la
parecieron
tendera
dos
dos
esmeraldas
higos
enconfitados,
inmensas,
y
que
extendió
uno
le a
Beltrán, quien lo tomó entre sus dedos que, como alicates, despedazaron
el
fruto.
Cuidadosamente,
el
boxeador
se
introdujo en la boca los trozos de golosina. -Estamos en algo más complicado de lo que parecía, algo confuso -comentó el detective. -Siempre
es
así,
las
gentes
son
confusas
-sentenció
Beltrán. -Creo que Solano nos miente. -Y trata de escaparse -gruñó El Cobra, y calló. Falcón supo que su asistente le hacía una propuesta con su silencio, y aceptó: -Tienes
razón,
que
se
escape
y
lo
seguimos,
a
ver
si
averiguamos algo. Stalin usó otras vez el teléfono para pedirle a Malena que cesara su vigilancia de Cecil. Diez minutos después, Falcón y El Cobra seguían a su cliente ocultándose en las sombras del atardecer.
78
79
NOCHE
A
las
18:30,
Solano
McKey
y
sus
protectores,
ingresaban a un pequeño restaurante situado en la Avenida Amazonas. Cecil, sin saberse seguido, buscó una mesa en el centro
del
lugar,
donde
lo
esperaba
un
hombrecillo
regordete, algo más joven que él. Falcón no conocía al sujeto que se había citado con su cliente, pero lo sintió extrañamente separaron, Solano.
familiar.
ocupando
El
mesas
detective a
la
y
su
izquierda
asistente y
derecha
se de
80
Cuando la camarera se le acercó, Stalin ordenó dos huevos
fritos
con
jamón,
tostadas
y
un
café
negro.
La
muchacha, luego de tomar el pedido, se dirigió hacia la mesa que ocupaba Beltrán, quien se había sentado en una esquina del lugar para tener cubierta la espalda y, al mismo tiempo, vigilar la puerta y las mesas de Falcón y Cecil. Stalin observó el restaurante, era uno de esos que visitan los ejecutivos durante la mañana para tomar un descafeinado; un sitio aséptico, impersonal, decorado con carteles
de
películas
europeas,
objetos
de
cerámica
de
diseño atrevido, muebles de mimbre con cojines y paredes pintadas de colores pastel. Falcón supuso que en el local no habría cucarachas, nada vivo puede soportar un ambiente tan light sin sufrir graves alteraciones genéticas. Solano, excitado, no probaba bocado del café que había pedido y discutía
con
su
acompañante
quien
lo
escuchaba
entre
compungido y aterrado. La camarera dejó frente a Falcón el alimento. Los huevos se veían casi como los de una valla publicitaria: blancos
y
amarillos
Stalin,
mientras
sobre
se
un
disponía
plato a
negro
derramar
y en
hexagonal. el
plato
reluciente la yema amarilla y el abundante y rojo ají, pensó en su cliente, vulnerable en medio del salón, odiado por
alguien
al
punto
de
quererlo
ver
con
el
vientre
81
reventado. Por lo menos sabía que el sujeto de ese odio no era Signorelli, el italiano tenía otros intereses. El
detective,
que
había
focalizado
su
capacidad
perceptiva en los gestos y las acciones de su cliente, sintió de pronto que la mancha viscosa de la yema y el condimento se extendían sobre la loza con una lentitud nefasta; parecían sangre y bilis, augurios de daño, de peligro. Levantó la mirada de los alimentos para cruzarla con la de Beltrán quien, como un gato, se había apartado unos centímetros de su mesa para poder moverse con mayor facilidad. Falcón aún no podía captar lo que el boxeador ya había visto a través de los cristales de la puerta del restaurante, pero sentía su tensión. Stalin,
con
un
movimiento
apartó de la mesa para cruzar extremo
opuesto
al
que
rápido
y
cuidadoso,
se
el salón y ubicarse en el
ocupaba
Beltrán;
agarró
la
empuñadura de su pistola mientras un escalofrío le recorría el cuerpo al comprobar que, con el ex comando y su cliente, habían dibujado un triángulo en el que uno de los vértices lo constituía la indefensa y pálida nuca de Solano. El
sicario
que
entró
se
cubría
con
un
amplio
impermeable color gris y tenía la mano derecha oculta bajo la gabardina. Accedió al lugar y se ubicó tras de Solano quien, extrañado al descubrir la presencia de Falcón en el restaurante
se
explicaciones.
había El
vuelto
detective
hacia supo
que
él el
para otro
exigirle sicario
82
permanecía junto a la puerta, en el exterior, y que el que estaba dentro dispararía de un momento a otro. Beltrán, oculta bajo el tablero de la mesa, tenía lista su 9 mm. y él sostenía su Norinco en la mano. El sicario, que en el primer instante no había visto otra
cosa
que
el
cuello
de
su
víctima,
casi
no
tenía
oportunidad; en una fracción de segundo estaría muerto por el fuego cruzado de Stalin y El Cobra; entre los dos eran capaces de disparar veintinueve balas en no más de cinco segundos. El otro asesino podría tratar de auxiliar a su compañero pero al entrar al local se ubicaría en la misma posición vulnerable, entre el detective y su asistente. Entonces Falcón tosió con discreción, como un hombre tímido que trata de hacerse notar en una reunión; al hacerlo se cubría
educadamente
derecha,
que
la
sostenía
boca la
con
la
pistola,
mano le
izquierda;
colgaba
junto
la al
cuerpo. El sicario lo miró; luego, sin mover la cabeza, giró los ojos hasta encontrar la mirada imperturbable de Beltrán; su rostro de rasgos toscos perdió el color al saberse muerto. El detective, casi sonriente, hizo con la mano
que
señalando
tenía la
libre
un
puerta;
el
pequeño
gesto
criminal,
que
de
invitación,
había
sacado
lentamente la mano de debajo del impermeable, se volvió hacia la salida, ofreciendo su espalda a los protectores de Solano. Stalin sintió el terror que cortaba la carne del
83
asesino durante los tres segundos que demoró en perderse en la calle. Falcón ocupó de nuevo su silla y tomó un sorbo de café, un bocado de huevo y, luego de disfrutar intensamente el sabor picante del ají, extrajo su botella de pisco del bolsillo interior de la chaqueta y bebió un largo trago de licor. El acompañante de Solano había desaparecido durante la confrontación de Stalin con el asesino; Beltrán, sin duda, lo había seguido. El investigador agarró su plato y su taza de café y, acercándose a la mesa de su cliente, se apropió de la silla que el hombrecillo gordo había dejado unos segundos antes. -Un asunto antes que nada, señor Solano, ¿cuándo habló por última vez con su hermano Franck? -¿Franck, qué tiene que ver en todo esto? ¿Qué hace usted aquí? -¿Se ha comunicado con él? -Mi hermano y yo no nos hablamos desde hace más de quince años. -Bien. Ahora dígame, ¿quién es el tipo con que se encontró? -¡Me sigue y todavía me pregunta como si le debiera una explicación! -Me
debe
200.000
diarios
por
protegerlo,
y
eso
hago
-
respondió Stalin luego de beber un trago de café-. ¿Quién era el gordito?
84
-Era... -Cecil dudo un momento-, es un cliente. Sí. Un cliente. -Y se llama... -Adrián De Montero. Teníamos que vernos; no puedo dejar mis negocios por tanto tiempo, he estado ausente de mis cosas ya más de una semana. -¿Cómo concertó la cita con De Montero? -Lo llamé por teléfono cuando su ayudante me dejó solo, desde la pensión del señor Malena. -¿Sabía alguien más que usted venía para acá? -No. ¿Por qué? -Los sicarios se presentaron hace un momento. El Cobra y yo los espantamos. -¡Adrián! -exclamó Solano. -Su cliente se dio cuenta de que algo pasaba. Creo que me reconoció, no sé de dónde, y prefirió marcharse. -¡Dios mío -gimió Cecil-, Adrián! Un par de horas después, y luego de haber dejado a Solano en la pensión de Malena, al cuidado del travestí y sus
guardaespaldas,
Stalin
Falcón
se
hallaba
en
su
departamento, protegido de cualquier enemigo por el dédalo de callejuelas que había recorrido para llegar hasta su refugio. Miraba la verdosa piel del Céfiro que, al extremo derecho del cuadro, se abatía ceñudo y aterrador sobre Flora, una joven mujer que expelía fertilidad de su boca, en forma de verdes ramitos y capullos rojos.
85
Sonó el beeper y el detective miró, en la pequeña pantalla, el informe de El Cobra: OBJETIVO SEGUIDO POR UNA HORA
HASTA
SEGUIDOS
DINO’S
POR
PIZZA,
HOMBRES
DONDE
DEL
SE
QUEDÓ.
RESTAURANTE
AL
QUE
PRINCIPIO AL
VERME
DESAPARECIERON. VOY DONDE MALENA. BELTRÁN. El detective no se molestó en llamar a su asistente, ya lo vería por la mañana. Falcón dejó su beeper en la mesita de centro de su estudio. Al hacerlo vio la orquídea que había tomado de la camioneta de Solano, durante la agonía del encargado del estacionamiento.
Volvió
sus
ojos
hacia
el
cuadro
de
Botticelli. El recuerdo de la sangre asociado a la flor hizo que la fertilidad que se le derramaba a la joven Flora de los labios le pareciera maligna, fruto repugnante del ayuntamiento de la joven y del verdoso Céfiro, cuya piel áspera debió lacerar la tierna tez de la muchacha durante el coito atroz. Las dulces imágenes de “La Primavera” no bastaron esa noche para darle paz; Stalin necesitó casi una docena de tragos de pisco para poder dormir.
86
MARTES
87
MEDIODÍA
Stalin confiaba en que la ex esposa de su cliente los aguardara a mediodía, como se había comprometido la mañana anterior,
cuando
Cecil
la
llamó.
Se
equivocaba
por
completo. Cuando a las 12:30 entraron al estudio al que les condujera
una
mucama
inexpresiva
vestida
de
uniforme,
encontraron a la señora Regina De la Cueva tendida en un sofá, exánime. Falcón supo que no estaba muerta por un tic nervioso que le contraía el lado izquierdo de la cara y porque sostenía desesperadamente, en la mano derecha, una
88
botella de vodka. Era una mujer bella pero deteriorada por la
frustración
y
el
alcohol;
su
pelo,
de
un
negro
artificial, ahondaba, por el contraste con la piel pálida, la profundidad de las arrugas producidas por la borrachera; era como si la muerte se divirtiera en anticiparse en ese rostro en forma de finas grietas obscuras. Stalin supuso que
la
dama
debió
ser
bonita
antes
de
momificarse.
El
detective observó los muebles de la habitación, eran piezas muy caras, cuidadas
y limpias pero de un estilo que había
dejado de estar de moda treinta años atrás. Falcón sintió que todo en ese cuarto había envejecido al mismo tiempo; pero a la mujer los años se le notaban más que a los sillones de madera. -Lizi -murmuró Solano que se había detenido a un par de pasos del umbral, como si temiera acercarse-, Lizi. La mujer abrió los ojos, carraspeó un poco y dijo con la voz pastosa: -Viniste Cecil -eructó e hizo un gesto de repugnancia al mismo tiempo, luego preguntó-. ¿Para qué viniste?
¿Para
qué dijiste que ibas a venir? -Quería
hablarte
de...
-Cecil
calló
sin
saber
cómo
justificar su presencia en el departamento de su ex esposa. -Permítame que le explique -intervino el detective para auxiliar a su cliente-. Soy Stalin Falcón, abogado de su ex esposo, y queremos hablar de una probable reconsideración de los gananciales de su sociedad conyugal.
89
-Siéntense -rogó la mujer mientras se erguía y tomaba un trago del gollete-. No les entiendo muy bien. ¿Es algo que tiene que ver con el divorcio? -Sí, algo así -balbuceó Cecil mientras ocupaba uno de los sillones. -Nunca te preocupas por mí, nunca te ha importado lo que me pase -gimoteó la mujer en su borrachera-. No entiendo por qué vienes ahora con tus cosas, y menos por qué te apareces con este señor... -Falcón -volvió a presentarse el detective-. En realidad señora, no queremos ocupar más que un momento de su tiempo. -Nunca
vienes
-se
quejó
Regina,
sin
hacer
caso
de
las
palabras de Stalin. -Tú sabes que siempre te he apreciado mucho; tuvimos una hija -murmuró Cecil que, encogido en su asiento, trataba de no mirar a su ex esposa. -Nunca te importé -dijo la mujer mientras inhalaba en un intento inútil por levantar sus grandes pechos chorreados, se acomodó el pelo con la mano izquierda y repitió-, nunca te importé. -No digas eso -protestó Cecil mientras se levantaba para caminar dos pasos hacia Regina, luego se detuvo y pidió-. Y por
favor,
no
hables
de
intimidades
en
presencia
de
extraños. -Yo hablo de lo que se me da la gana -gritó la señora De la Cueva.
90
Cecil hizo el gesto de volver sobre sus pasos, hacia la puerta; la mujer, serenándose de inmediato, bajó el volumen de su voz y suplicó: -No, Cecil, señor Falcón, discúlpenme. No tienes por qué irte, ¿quieren un trago? -No
gracias
-rechazó
el
detective.
Solano
ni
siquiera
contestó al ofrecimiento de su antigua esposa, seguía de pie, inmóvil, a un par de metros del sofá que ella ocupaba; tenía
las
manos
cruzadas
a
su
espalda
y
miraba
el
complicado dibujo de la alfombra, en un esfuerzo, supuso Stalin, por evitar la visión del rostro degradado que, en otro tiempo, había querido. -Siempre
hay
desavenencias
entre
ex
esposos
-intervino
Falcón. -Es verdad -aceptó la mujer-, perdónenme, estoy un poco mareada, anunciaste
yo... que
yo
me
vendrías,
puse y
algo en
la
nerviosa mañana
me
cuando tomé
me unos
tragos. -Muchos -reprobó con tono duro Cecil, mientras caminaba hacia el sofá para sentarse junto a Regina. -Siempre supiste que me gustaba la bebida -gruñó la mujer-, así te casaste conmigo. -Sí claro -aceptó Cecil con tono ácido-; hubo cosas que supe y cosas que no supe. -¿De qué hablas? ¿Qué no sabías cuando nos casamos? -Sabes de lo que hablo.
91
El
detective,
temiendo
que
los
ex
cónyuges
empezaran a comunicarse en un nivel en el que no los pudiera comprender, optó por dirigir la conversación hacia los recuerdos de ambos, y dijo: -Todas
las
parejas
tienen
malos
momentos,
pero
también
buenos. Ustedes, sin duda, compartirán recuerdos buenos. Hace unos días, Cecil me hablaba de las vacaciones que pasaban juntos. -Sí -dijo Solano recordando el motivo por el que visitaba a su ex mujer-. Al menos cuando vacacionábamos, antes de que naciera la niña, fuimos felices, creo. -Cuando
uno
está
enamorado
-se
explayó
Falcón-,
besos,
bailes, flores... -Cecil nunca me regaló flores. -¿Dónde pasaban sus vacaciones? -Solo me acuerdo de la luna de miel -murmuró la mujer. -¿A dónde fueron? -quiso saber el detective. -A
Madrid,
en
verano
-respondió
la
mujer,
borracha
y
entusiasmada-. Cecil, tú querías ir a las Ventas, a ver los toros y yo a la calle Serrano, de compras. La Cibeles, la Avenida del Generalísimo, el Jardín Botánico hecho por ese rey Carlos. ¿Te acuerdas? Lo hicimos todo. Fui tan feliz en Madrid; te tenía, te tenía y solo para mí. Los ex cónyuges se habían aproximado en el sofá, sus cuerpos
casi
se
tocaban,
la
mujer,
arrebatada
por
los
recuerdos, se inclinó imperceptiblemente sobre el hombre.
92
-¿Hay orquídeas en Madrid? -preguntó el detective. -No me acuerdo -respondió la mujer, irritada-. ¿En ese parque, ese con el laguito precioso, en El Retiro. Había flores cuando estuvimos, querido? -No sé -respondió el interrogado con suavidad. -¿Y de qué se acuerda usted, Cecil? -inquirió Stalin. -De la verdad -contestó Solano. La mujer, sin alejarse de su ex marido, empinó la botella para beber otro larguísimo trago; la cantidad de licor ingerida fue tanta que resintió su efecto como un golpe en la cabeza. Falcón pudo sentir cómo los objetos que los rodeaban perdían, para la señora De la Cueva, una buena porción de realidad:
la masa que constituía los muebles
disminuyó su consistencia hasta quedar casi convertida en una
materia
leve,
desvaneciéndose
como
las
lama;
figuras
los
cuadros
representadas:
se las
velaron inmensas
manos y los pañolones negros; hasta las cursis porcelanas Lladró tomaron la pobre densidad de las figuras de arena. El detective supo que la señora De la Cueva, a través de su entorno desvaído, recordaba la total plenitud de la luna de miel. En esos días, y Stalin también los había conocido, cada
uno
siempre...
está y
completo la
porque
sensación
dura
tiene horas;
al
otro, a
los
para menos
afortunados llega a durarles hasta días enteros. Cecil,
mientras
tanto,
pareció
revestirse
con
una
película de celofán, Falcón casi escuchó los crujidos de la
93
envoltura
invisible
con
la
que
su
cliente
se
había
cubierto. Solano estaba aún en el estudio de su ex esposa, aún conservaba su posición en el sofá, junto a ella; pero su
postura
rígida
lo
había
ausentado
del
lugar.
Como
erizada por la frialdad de su ex marido, Regina se levantó y, tambaleante, caminó hacia la puerta mientras murmuraba: -Han pasado veinticinco años, y me has hecho pagar cada día. Ya es hora de que tú también pagues. Ahora te toca a ti -Falcón no entendió a qué se refería la mujer y no pudo averiguarlo pues la señora, en un arrebato, gritó: -Tony, Tony, ven para que te presente a dos señores. Unos
segundos
después,
un
joven
de
aproximadamente
veinte años, musculoso y de expresión muy dura, atravesó el vano de la puerta que la mujer había abierto. Falcón pensó que se veía tan viril y grosero como Marlon Brando en “Un tranvía llamado deseo”. -¿Qué
quieres?
¿Quiénes
son
estos?
-espetó
el
muchacho
incómodo, llevaba la camisa abierta e iba descalzo. -Te
quiero
presentar
a
mi
marido
-le
dijo
la
mujer
señalando en la dirección de Solano, quien corrigió: -Ex marido. -Este es el señor Tony Obando. Falcón
memorizó
el
rostro
del
joven
y
su
nombre;
hablaría, de ser necesario, con el Hermano Sebastián para averiguar más sobre ese muchacho a quien, sin duda, el predicador
habría
conocido
en
el
ejercicio
de
lo
que
94
llamaba “su ministerio entre los hermanos que infringen la ley de los hombres”. -Buenas -murmuró el chico dirigiéndose a Cecil, luego miró a Stalin. Una larga experiencia con policías le previno contra
el
detective-.
Yo
mejor
me
voy,
Liz,
no
quiero
molestar... -No molestas, mi rey -gritó la señora-. Tú no molestas, amor, él me molesta. Él siempre me ha molestado. Falcón percibió que su cliente miraba en el muchacho una agresión que su ex mujer había iniciado años atrás, un intento de dañarlo que, como en otras ocasiones, no lo vulneraba. -Adiós -gruñó Solano mientras se ponía de pie-. Empeoras con los años, Regina. Es mejor que nos vayamos. Que tenga buenos días, jovencito. Mientras el detective y su cliente se alejaban,
la
botella de vodka se estrelló contra una de las paredes del estudio. Stalin vio como el rostro de Cecil se retorcía con una mínima sonrisa al escuchar el último grito de su ex mujer: -¡Puerco! Cuando la puerta del departamento cerró tras ellos, Falcón notó la ausencia de El Cobra, quien debía esperarlos en el pasillo, junto al ascensor; preocupado, pensó en timbrar de nuevo para regresar al piso de Regina De la Cueva, cuando Beltrán, desde la puerta que daba acceso a
95
las escaleras, los llamó con un siseo urgente. El detective arrastró a su cliente hacia el lugar en que se ocultaba el ex comando. Cuando cerraron la puerta a sus espaldas, se encontraron en total obscuridad. -Hay interruptores de tiempo para iluminar las gradas informó El Cobra en un murmullo-, pero si encendemos las luces, nos ubican. -¿Qué sucedió? -quiso saber Stalin. -Apenas ustedes entraron al departamento, yo bajé los tres pisos hasta la planta baja para reconocer la posición. Los asesinos están en el salón de la entrada, el uno vigila la puerta
y
el
otro
está
sentado
frente
al
ascensor.
Si
bajamos por ahí nos revientan. -¿La azotea o el subsuelo? -preguntó Falcón. -El subsuelo, por la azotea no podemos salir hacia otro edificio. -Bien -aceptó el detective-, bajemos. Grada tras grada, los tres hombres descendieron en tinieblas. La torpeza de Cecil era tal que Stalin sintió la tentación
de
golpearlo
en
la
cabeza
y
cargar
con
él,
inconsciente, escaleras abajo. Conforme se acercaban a la planta baja, la obscuridad se densificaba hasta el punto de convertirse en una materia gelatinosa. Llegaron en segundos hasta el mismo nivel en el que esperaban los asesinos, pendientes del ascensor. Beltrán, con la pistola en la mano, se apostó junto a la puerta que permitía el acceso al
96
vestíbulo, mientras sus dos protegidos se internaban en el subsuelo
iluminado
por
un
par
de
bombillas
que
Falcón
rompió con la cacha de su arma. Cuando estuvieron de nuevo seguros, en la obscuridad, Beltrán murmuró: -Voy a traer mi auto, es mejor que salgamos en él y rápido -y se alejó hacia el rectángulo de luz que se proyectaba sobre el piso de cemento desde el exterior del subsuelo. -Nos siguieron, siempre nos siguen -acezó Solano mientras, empujado por el detective, se acurrucaba en una esquina del lugar; su voz se escuchó estrangulada por la negrura que lo rodeaba. -Tienen que ser muy buenos para haber engañado a El Cobra aceptó Stalin en un susurro-. Fue eso o nos estuvieron esperando. Falcón no pudo continuar. En ese momento, la puerta que comunicaba las escaleras con el vestíbulo se abrió y dos
sombras
fracción
se
de
subsuelo.
El
recortaron
segundo,
contra
incorporarse
detective,
mientras
la
luz
a se
la
para,
en
una
tiniebla
del
escurría
bajo
un
automóvil, sintió cómo el terror congelaba los huesos de Cecil, su cliente. Se arrastró hacia la parte delantera del auto que lo cubría y, al llegar a su extremo reconoció la marca del mismo, se trataba de un Jaguar. “Me
van
a
matar
bajo
un
carro
elegantísimo”
pensó,
al
tiempo que se esforzaba por percibir el desplazamiento de sus enemigos.
97
Estaba solo. Sabía que Beltrán se afanaba por regresar en su rescate, pronto entraría en su inmenso Caprice, veloz y rugiente; sabía también que dos asesinos y una víctima respiraban el mismo aire encerrado en el garaje; sabía, por último, que, indiferentes a su peligro, miles de personas hormigueaban por las calles, sobre su cabeza. Estaba a punto de morir y, como todos en ese trance, estaba solo. Se dio
diez
segundos
para
prepararse
antes
de
la
acción;
quiso, en ese tiempo, recordar a su hija pero, por algún motivo, terminó pensando en las grávidas curvas de las Tres Gracias representadas en el cuadro de Botticelli: no hay nada más sereno y luminoso que las nalgas de una mujer bella. Y actuó. Disparar es de estúpidos, en las balaceras siempre se muere alguien, usualmente uno mismo. Optó por arrastrarse hasta un basurero y buscar en él, en silencio, objetos contundentes, encontró tres botellas de champán, pesadas y sólidas. Luego se escurrió hasta el lugar en que había dejado a Cecil y esperó. Unos segundos después, con las
luces
apagadas,
descapotado, reconoció
en
tras la
del
entraba
un
volante
penumbra,
el
automóvil
iba ex
El
Peugeot
Cobra,
comando
Stalin
sabía
que
205 lo los
sicarios conocían su auto y había conseguido otro, uno muy conveniente en la situación en que se hallaban. Falcón apagado
de
lanzó los
las
tres
parabrisas
botellas de
tres
hacia de
los
el
destello
automóviles
98
estacionados: un par de Mercedes y el Jaguar bajo el que había estado oculto; como había supuesto, en al menos dos de los tres autos se dispararon las alarmas con que sus sufridos propietarios protegen su equilibrio síquico. En instantes, el subsuelo estaba atronado por sirenas y voces mecánicas que gritaban “¡Ladrón! ¡Ladrón!”, mientras los faros de los vehículos se encendían deslumbrando a sicarios y víctimas. Beltrán aceleró y, casi cargando en peso a Cecil, Falcón saltó hacia el asiento trasero del Peugeot; quedaron, él y su cliente, con las piernas en el aire y los torsos
hundidos
tras
los
espaldares
de
los
asientos
delanteros; sin esperar a que se acomodaran, y quemando las llantas contra el suelo de cemento, El Cobra arrancó hacia la salida. Los asesinos, que no querían verse envueltos en el alboroto originado por las alarmas de los autos, se escurrieron también del lugar sin hacer un solo disparo. Sin intercambiar palabra, el detective, su asistente y Solano abandonaron, ya en la calle, el Peugeot y abordaron el vehículo de Beltrán, quien condujo en silencio un par de calles
hasta
que
se
encontraron
completamente
a
salvo.
Entonces Falcón preguntó: -¿Cómo hicieron para seguirnos? Yo no los vi. -No
nos
siguieron
-respondió
El
Cobra-.
escondidos en ese lugar cuando llegamos. -¿En el vestíbulo? -Tal vez.
Debieron
estar
99
-¿Y por qué no dispararon cuando entramos al edificio? Beltrán
bufó
como
respuesta
y
se
concentró
en
la
conducción. El detective ordenó a El Cobra que condujera en círculo
unos
minutos
para
asegurarse
de
que
no
los
perseguían y, dirigiéndose a su cliente, interrogó: -¿Quién sabía que iríamos a donde su ex mujer? -Ella, claro -contestó Cecil de inmediato, luego dudó un momento y concluyó-; y mi madre, creo. No me acuerdo si se lo dije. -¿Ayer, cuando les habló por teléfono, le contó a alguna de ellas sobre las visitas que haríamos hoy? -No... Solo a una, no recuerdo a cuál, le dije desde donde la llamaba. -¿Por qué? -Me preguntó, yo... -¿Cuál de ellas fue la que le preguntó desde dónde la llamaba? -No me acuerdo... estaba nervioso. Falcón suspiró resignado, sacó del bolsillo su botella de pisco y bebió un largo trago, luego la pasó a Beltrán quien tomó también un sorbo, mientras murmuraba con su voz ronca: -Sí es bueno estar vivo, hasta para tomar un trago. El detective recuperó su botella y, sin invitar a su cliente, se la guardó mientras comentaba: -Su ex mujer bebe demasiado.
100
-Desde hace años -aceptó Cecil. -¿Cómo fue su matrimonio? -Me divorcié. -¿Nunca fue feliz mientras duró? -Tal vez lo fui, tal vez en Madrid -respondió Solano en voz muy baja-. En los lugares que ella mencionó. Pero yo fui feliz allí por otras razones: porque allá estaba lejos de todos, de todo. -Hubo algo que no entendí, señor Solano. -¿Qué? -¿Qué era lo que usted ignoraba cuando se casaron? Cecil,
que
aturdido
por
la
escapatoria,
se
había
dejado transportar como un autómata, recobró el control ante la pregunta, se erizó como si el aire que respiraba se hubiera vuelto corrosivo y le quemara en la nariz y los bronquios, y contestó: -Nada que le importe. -No empecemos -gruñó Falcón-, entre los sicarios y usted estamos solamente Beltrán y yo. Es mejor que me conteste. -Está bien -murmuró Solano; se veía muy incómodo ante la confidencia que se preparaba a hacer. -¿Qué ignoraba? -repitió Stalin. -Cuando quedado
estábamos
de
embarazada...
novios,
Regina
nuestras
me
dijo
familias
tradicionales. -¿Se casaron porque ella estaba embarazada?
que eran
había muy
101
-No. -No entiendo. -Ella me dijo que estaba embarazada y me pidió dinero para practicarse un aborto. Fue a Colombia, con una amiga, y regresó una semana después. -¿Por qué tanto problema? Si se querían casar, bastaba con que
anticiparan
la
boda.
En
Quito
nacen
muchos
sietemesinos. -Yo no me quería casar. -¿Y por qué se casó, si ya no había embarazo? -Me sentí tan... tan culpable. -Pero todo eso usted lo sabía. -Años después, la amiga que la acompañó a Bogotá me contó que todo había sido falso, ni estaba embarazada, ni se hizo un aborto. Pasaron unas vacaciones a mi costa. Eso fue todo. Y en este junio se cumplen veinticinco años de la mentira. -¿El divorcio fue por eso? -No. Me enteré del asunto años después de haberme separado. El divorcio fue... por muchas cosas, supongo. -Sí. Así son los divorcios. -Sí. El detective y su cliente se habían abstraído del entorno
de
prisas,
autos,
peatones
y
ruido
en
que
se
desplazaban, guiados por el impasible Beltrán; a juicio de Stalin,
Cecil
repetía
en
sus
recuerdos
esos
horribles
102
últimos gestos que se hacen antes de cerrar la puerta de una casa a la que nunca se vuelve, una casa que guarda, desde ese momento, a una familia ajena. Y luego la culpa, y una culpa bien administrada... obviamente, Regina De la Cueva había sido una excelente administradora de la culpa ajena, aunque tal vez, pensó Falcón, no fuera del todo buena en eso; a fin de cuentas, Cecil se le había escapado. -En la actualidad, ¿a qué se dedica su ex esposa? -A
gastar
la
pensión
que
le
paso,
no
tiene
amigos
de
nuestro círculo social; de vez en cuando hace un curso en alguna
universidad,
consigue
un
muchachito
para
unos
meses... y bebe. -Vamos a mi oficina -ordenó el detective, que no deseaba más información-. Allí comeremos algo.
103
TARDE
Los
tres
hombres,
en
silencio
y
bajo
la
solvente
mirada del Profesor Falcón, comieron una tiesa pizza de peperone en la que la masa sabía a cartón y el queso no tenía
sabor
en
absoluto.
Stalin,
mientras
deglutía
con
dificultad, pensó en los peligrosos jóvenes que entraban a las pizzerías diciendo: “¡Qué banquetazo nos vamos a dar!”. Cualquier iniquidad se podía esperar de una generación que creía que esos trozos de papel amasado eran una delicia.
104
Stalin
había
renunciado
a
terminar
su
porción
de
pizza, cuando su beeper empezó a timbrar; tomó el aparato para leer en la pequeña pantalla: TE ESPERO EN LA CASA DE SEGURIDAD N° 27. URGENTE.
La comunicación lo desconcertó
al principio, pensó que era una equivocación, que le habían enviado a su receptor un mensaje dirigido a otra persona; tardó un momento en comprender que quien se comunicaba con él era Sebastián. El mensaje era muy extraño, no llevaba firma y se refería a un local que utilizaban como refugio casi
veinte
años
atrás,
cuando
ambos
eran
jóvenes
revolucionarios semi clandestinos y se entrenaban, recordó Falcón,
para
darle
el
golpe
de
gracia
al
sistema
capitalista. -Cobra -dispuso el detective-, cuando terminen, lleva al señor a donde Malena. Espérenme allí. Y sin esperar respuesta tomó su chaqueta y se dirigió hacia la puerta, mientras sentía aliviado que la inevitable protesta de Cecil había sido interrumpida por un trozo de peperone que se le atravesó en la garganta. Cuando salía de su oficina al pasillo, Stalin pensó, casi alarmado, en lo peligrosa que podía ser la “Maniobra Hemling” aplicada por Beltrán. Falcón sabía que el esplendor del edificio en que arrendaba su despacho había pasado treinta años atrás. Ya no ocupaban sus oficinas ni consulados, ni los bufetes más importantes de la ciudad; los sustituían un par de estudios
105
de
videntes,
dos
agencias
de
empleo
para
chicas
muy
maquilladas, un par de salones de belleza y un consultorio médico en el que se practicaban abortos ilegales. Toda la planta baja, cuyo frente daba al parque La Alameda, la ocupaba un Chifa. El detective, previniendo siempre que no lo siguieran, evitó usar la puerta principal del edificio para abandonarlo, prefirió escurrirse por la salida trasera del restaurante oriental, entre aromas de carne cocida y verduras salteadas. Salió a un callejón estrechísimo y, por él, hasta el garaje de un edificio vecino al suyo donde guardaba su auto, un Mini Cooper 1300
de color negro, que
rara vez utilizaba. Cinco minutos más tarde, manejaba todo lo
rápido
que
le
permitía
el
tránsito
en
dirección
al
barrio de Toctiuco, marginal y pobre, ubicado en la faldas del volcán Pichincha, en una especie de mirador de Quito. El detective notó que la barriada había cambiado con el paso de los años. La Casa de Seguridad N° 27 era, en su memoria, una choza campesina que ocupaba un lote vacío en el
que
algunos
vecinos
cultivaban
maíz;
la
encontró
convertida en una caseta bastante sucia, rodeada por más de una docena de covachas pardas que habían copado en desorden el terreno, con lo que le pareció una colmena desquiciada. Veinte
años
atrás,
recordó
Falcón,
esa
vivienda
campesina y ese terreno rural, ubicados en el borde urbano, le habían parecido el punto de partida de su “Larga Marcha” hacia la justicia y la igualdad. Ayudaba a esa ilusión,
106
justo era reconocerlo, la ciudad que desde esa altura se veía desplegada y caótica pero dispuesta a ser purificada. Cuando
el
detective
abandonó
su
auto
para
alcanzar
la
puerta de la casa, lo hizo sin volverse para mirar el paisaje urbano; sabía que Quito seguía allá abajo, envuelto en el smog, y su estado de corrupción no le importaba en absoluto. A esa hora la luz de la ciudad ya no era la implacable del mediodía, se volvía gris y desalentada; a Falcón ese pobre brillo le recordaba siempre el color de las ojeras de una mujer triste. La puerta cedió y, apenas hubo pasado sobre el umbral, se encontró con una habitación modestísima, de suelo de tierra apisonada cubierto por esteras viejas sobre las que pudo observar, en la luz del atardecer, dos sillas, una mesa desvencijada y un catre en el que se enredaba un par de
cobijas
raídas.
Falcón
sintió
en
el
ambiente
una
degradación generada más por el miedo que por el tiempo y la pobreza. -¿En qué me metiste, cabrón? Tras la puerta se escondía el Hermano Sebastián, que había hecho la pregunta; ya no vestía de traje blanco de predicador sureño sino un discreto atuendo gris; llevaba la barba y el pelo en desorden, tenía un ojo amoratado y sujetaba con su mano derecha una gran pistola Colt calibre .45.
107
-¿Cómo hiciste para conservar esta casa? -preguntó Falcón a su vez, mientras miraba con muchísimo respeto el grueso agujero del cañón del arma que le apuntaba, temblorosa, desde la mano de su antiguo conocido. -La alquilo. Lo que nos enseñaron de tácticas de guerrilla urbana
me
jodiste,
ha
hijo
servido de
puta
siempre.
Me
-Sebastián
sirve había
ahora
que
abandonado
me por
completo su pose solemne y su tono pontifical, se veía muy molesto y asustado. Su voz sonaba ríspida-. Contesta. ¿En qué me metiste? -Cuéntame qué pasó -pidió el detective mientras se acercaba a una de las sillas y tomaba asiento-. Yo también estoy a ciegas. -Si yo estoy así como estoy -gruñó el predicador mientras se acercaba al catre para sentarse en él-, tú, que te metiste
en
esta
mierda
del
todo,
estás
algo
Sebastián,
que
menos
que
muerto. -Cuenta. -Empecé,
hermano
-respondió
se
había
serenado un poco-, preguntando por los sicarios. Sí, hay dos contratados en Medellín, son bastante buenos, caros. Se dice que ya han trabajado aquí. -Hasta ahí ibas bien. -Dices la verdad, hermano -aceptó el predicador quien, poco a poco, recuperaba su tono pastoral-. Hasta ahí no tuve problemas. Pero cuando comencé a preguntar por tu dichoso
108
señor Cecil Solano McKey, empezaron a cerrarse la puertas. “Y oyeron la voz de Jehová que se paseaba en el jardín al fresco del día; y escondiéronse...” -Sin citas bíblicas, por favor. -Nadie quiso decir nada, era como si al preguntar por los sicarios captado
y la
relacionarlos investigación
con y
Solano,
ordenado
a
alguien todos:
hubiera policías,
putas, ladrones y cachineros que se callaran. Que de ese señor no se dijera nada. -Ese silencio solo no te habrá puesto en este estado. -Ayer hice las preguntas, hoy en la mañana un grupo de agentes de Seguridad Política entró al templo, me ordenaron que no preguntara más y me dieron de patadas. Después de ellos llegó, mientras mis fieles me curaban, un periodista de esos que hacen un escándalo de cualquier cosa. Quería averiguar sobre las finanzas de mi iglesia. -¿Qué hiciste? -La paliza me la aguanto, pero un escándalo en televisión y pierdo toda mi grey. -¿Qué vas a hacer? -Creo, hermano Falcón -contestó Sebastián mientras se ponía de pie y guardaba la 45 bajo su chaqueta-, que ha llegado el momento de que lleve el consuelo de mi ministerio a las más lejanas tierras. -¿Vas a poner una misión? -En el Putumayo.
109
-Es
una
zona
llena
de
pecadores
con
dinero:
narcos,
guerrilleros y secuestradores. -Vente conmigo -ofreció el predicador-, seguro que allá, con esa gente, estarás más seguro que aquí. -Vas a tener razón. -¿Vienes? -No, gracias. Tengo curiosidad, quiero saber en qué estoy metido. -Tu curiosidad ha molestado a alguien muy poderoso. Pero en fin, tú sabrás -terminó Sebastián quien, sin despedirse, caminó hacia la puerta y la abrió, mientras, con voz de pastor de almas, recitaba:
Antaño estuve aquí con multitud de compañeros míos. En esos meses densos, en esos años plenos de energía, éramos estudiantes llenos de juventud... Justos y enhiestos, audaces y sinceros, mirando a nuestra tierra introducíamos loa y condenación en nuestra pluma: los poderosos no eran más que ceniza.
Dicha la última palabra, el predicador dejó el refugio para
perderse
luego
entre
las
casuchas
del
barrio,
acompañado por su risa bronca. Falcón quedó solo en la casa, él también recordaba los poemas de Mao Tse Tung aprendidos en las largas horas de Educación Política. Miró su reloj, eran las 6:30 de la
110
tarde, anochecĂa y deseaba regresar a la pensiĂłn de Malena para interrogar otra vez a su cliente. Solano le habĂa mentido en algo y las mentiras y cortedades de Cecil lo empezaban a hastiar.
111
NOCHE
Stalin llegó a la casa de citas de Malena antes de que el
movimiento
travestis parques,
de
clientes
debían
estar
dejándose
ver
empezara.
recorriendo las
carnes
Las
chicas
bares, desnudas,
y
los
esquinas
y
olorosas
a
colonias baratas y erizadas por el frío. En la sala de la pensión conversaban El Cobra, que bebía con ponderación de una copa, y la dueña, vestida y maquillada ya para la noche; Stalin vio sus rostros que, degradados por la pobre luz del lugar, parecían máscaras fúnebres. Aún no sonaban
112
los boleros en el tocadiscos; Falcón agradeció el silencio, no se sentía capaz de soportar memeces como “Espérame en el cielo corazón” o “Flor de azalea”. -¿Y Solano? -preguntó al entrar. -Desde aquí veo la puerta del cuarto en que está, jefe. -Necesito hablar con él. -Primero hablemos con La Malena, mi sargento. -Sí
-intervino
el
travestí-.
Porque
abusas
de
que
te
quiero. Llegas, no saludas, no me dices si estoy linda con mi vestido... -Estás bella -interrumpió Falcón condescendiente. -...escondes al tipo ese, tan feo y tan hipócrita. Y no me haces caso. -Perdóname,
Malena
-convino
el
detective-;
estoy
preocupado. -No te angusties por ese hipócrita, mi amor. -¿Por qué le dices hipócrita? -Por lo que le chismeaba aquí al Cobra que, a propósito, tiene unos brazos como troncos. El ex comando aceptó el piropo sin inmutarse mientras pedía: -Dile lo que me contaste. -Que uno de mis chicos, La Florina, conoce a tu cliente. Ella va a un bar que se llama “El David”, y ese señor tuyo siempre está ahí, con su novio. Es como nosotras, solo que un hipócrita.
113
-Pues yo he conocido maricas bien varones -gruñó Beltrán, casi para sí mismo. -Cierto, mi amor, pero ese que tienen escondido es de los que no han salido del armario. -Y hay otro asunto, mi sargento -informó El Cobra-. El lugar
al
que
entró
ese
tipo
que
estuvo
con
don
Cecil
anoche. -Dino’s Pizza. -Sí. Está junto a ese bar “El David”. Son del mismo dueño y, por lo que me dice aquí Malena, los dos salones se comunican por una puerta que usan a veces los clientes que no quieren que se les vea entrar. -Sigue aquí, Cobra -se despidió Stalin mientras se dirigía hacia la salida de la pensión-; yo me voy para ese bar. Creo que estoy entendiendo las cosas. -Despídete -ordenó Malena. -Adiós, amor -gritó Falcón, desde la puerta. Cuando el detective se aproximaba al bar “El David”, se
encontró
persiguiendo
sin
querer
a
un
hombre
que
caminaba pegado a los muros, casi ensuciando su traje; ambos se dirigían al mismo sitio. Cuando coincidieron en la puerta del bar, Stalin pudo reconocer al hombre tranquilo y solitario que fumaba en medio de la noche. -Doctor Julián. -Sargento Falcón.
114
Había conocido al médico años atrás, cuando trabajaba en la PTJ. Un homosexual que apareció apuñalado en un cine resultó ser conviviente del doctor. El muerto era de muy buena
familia
y
a
Stalin
le
encargaron
sus
jefes
que
llevara la investigación con toda la reserva que fuera posible; así lo había hecho, ni siquiera buscó al asesino, un “adolescente de pantalones mugrientos” que había sido descrito
por
uno
de
los
testigos
presenciales.
Tampoco
había molestado a Julián, hasta llegó a simpatizar con ese hombre que practicaba igual cesáreas o abortos, con total indiferencia. -¿Va a haber una redada? -preguntó el médico sin mostrar demasiado interés. -Ya no trabajo para la Policía -aclaró Falcón. -Entonces,
¿a
qué
viene?
-quiso
saber
Julián
mientras
entraban al local. -Trabajo por mi cuenta, doctor. Necesito permanecer en este lugar por un tiempo y ser lo menos notorio posible -explicó el detective mientras trataba de ubicarse en el ambiente lleno de sombras al que había accedido. En el interior del bar varios espejos quebraban las perspectivas creando una especie de laberinto visual que impedía saber, a ciencia cierta, la forma del lugar o el verdadero número de clientes. La música era discreta y una alfombra suave ahogaba el ruido de las pisadas. Falcón, que había esperado un ambiente de jóvenes tocados con gorras de
115
cuero y chaquetas del mismo material abiertas sobre los musculosos pechos desnudos, dedicó un momento para burlarse de sí mismo. -Usted se portó correctamente hace años -murmuró el médico luego de un momento de silencio-; le voy a devolver el favor. Acompáñeme. En el local, la luz era azul y provenía de dos docenas de
hornacinas
de
distinto
tamaño
que
acogían
la
misma
figura: reproducciones de El David de Migelángel. Cada una de
las
estatuillas
estaba
esculpida
en
un
material
distinto: mármol, piedra roja, obsidiana, jade, cristal de roca,
lapizlázuli
o
bronce
brillante.
Todo
en
la
mesa
iluminada por cada una de la hornacinas era del color de la escultura: el mantel y las servilletas, los ceniceros y un pequeño candelabro. El investigador y su guía llegaron hasta una mesa y el doctor lo invitó a que ocupara una de las sillas. -¿En qué trabaja por su cuenta? -Soy detective privado. -Como en las películas. -Aquí
en
Quito
no
pueden
ser
películas, lastimosamente. -Tiene razón, colega. -¿Colega? ¿Usted dejó la medicina?
las
cosas
como
en
las
116
-No
-sonrió
Julián-.
Somos
colegas
en
esta
ciudad:
practicar abortos e investigar miserias son casi la misma cosa. Luego silencio
de
la
última
afirmción,
mientras
Falcón
se
el
dedicaba
médico
a
mirar
guardó a
los
comensales del lugar. El investigador no tuvo que esperar demasiado, apenas habían
transcurrido
unos
minutos
cuando
entró
al
local
Adrián De Montero, el sujeto que había hablado la noche anterior
con
Cecil,
y
se
dirigió
hacia
la
barra.
El
investigador continuó escuchando a su acompañante mientras fijaba sus ojos en la espalda estrecha del hombre que ocupó un taburete, subiéndose al asiento como si escalara un risco.
El
individuo
ordenó
un
trago
y
se
lo
bebió
de
inmediato, se veía angustiado, incómodo. Falcón supuso que no se quedaría demasiado tiempo en el bar y se mantuvo alerta. -Me gustaría conversar más con usted, doctor -se disculpó Stalin al ver que, como había supuesto, Adrián dejaba la barra y se encaminaba hacia la parte posterior del local-, pero debo irme. -Venga otra vez. Cuando el detective se levantaba de la mesa, usó uno de los espejos del local para seguir mirando al amigo de Solano; al verlo en el reflejo lo reconoció. Era el hombre cuya imagen había percibido, como un destello instantáneo,
117
en un espejo en la casa de Cecil, el domingo anterior, cuando
lo
contrató.
Era
obvio
que
no
se
trataba
del
mayordomo, su cliente le había mentido. El sujeto se perdió en
la
obscuridad
del
fondo
del
bar;
Stalin
supuso
que
usaría la otra puerta, la que le permitía salir al Dino’s Pizza,
y
salió
a
la
calle;
efectivamente,
luego
de
un
instante, el individuo dejaba el restaurante vecino a “El David”. Cinco minutos después, Falcón seguía en su pequeño automóvil al taxi que había tomado el amigo de Solano. Luego de un viaje relativamente corto, el hombre que el investigador perseguía dejó el auto de alquiler frente a una casa modesta en una calle del centro de la ciudad. El sujeto entró al pequeño edificio; unos instantes después, una ventana del segundo piso se iluminó; el detective, en su
auto,
rodeó
la
manzana
para
asegurarse
de
que
su
objetivo no podía escapar por una salida trasera y volvió al frente de la vivienda. Luego de apagar el Mini Cooper, se levantó el cuello de la chaqueta para abrigarse un poco; sacó su botella de pisco y bebió un trago. Pensaba vigilar toda la noche.
118
MIERCOLES
119
MAÑANA
Eran las 6:35, Falcón había salido de su automóvil para estirarse y miraba el amanecer mientras se protegía de la brisa fría y de las miradas en un zaguán sombrío que tenía las paredes resquebrajadas, chorreantes y verdosas. El detective miró la calzada, medio oculto por un portón entreabierto cuyos goznes de bronce debían tener cien años por
lo
menos.
Amanecía
en
Quito
y
Stalin
percibió
la
luminosidad que, helada en esas horas, diseccionaba las sombras
como
un
bisturí,
separando
las
formas
de
los
120
objetos del fondo negro de la noche. En la duermevela de su vigilancia había pensado mucho en las relaciones de su cliente
con
las
mujeres
que
lo
rodeaban:
su
madre,
su
hermana y su ex esposa. Sentía que Cecil estaba atrapado en esas relaciones como en una poza de lodo pegajoso; tal vez sus
mujeres
sentía
que
eran la
ese
lodo
ciudad,
pegajoso,
que
la
pero
múltiple
el
detective
materia
que
conformaba la ciudad, en contraste con gentes como Solano y los
suyos,
estaba
labrada
por
esa
luz
prodigiosa
que
deslumbraba en las calles adoquinadas y en las paredes mohosas. La casa en la que Adrián De Montero había entrado era una descuidada construcción del siglo XIX. Tras su portón se
podía
ver
la
obscuridad
de
un
zaguán
como
el
que
ocultaba al investigador. Las paredes del inmueble estaban carcomidas por la intemperie, muchas de las ventanas del segundo y tercer pisos se veían rotas y, en los balcones, se
amontonaba
una
mezcla
de
objetos
que
a
Falcón
le
parecieron imposibles: maniquíes desnudos que miraban la calle con indiferencia, ornamentos de carros alegóricos que imitaban montañas y valles o trozos de hierro herrumbrado que
debían
representar
pájaros
de
una
selva
también
metálica. El edificio, en todo caso, pensó Stalin, había resistido tanto tiempo y tanta desidia que podía mantenerse así, húmedo y destartalado, por otros cien años más.
121
Unos
pocos
transeúntes
circulaban
por
la
calzada
cuando salió a la acera, desde las sombras de su zaguán, Adrián, el hombre que Falcón había vislumbrado cuatro días atrás, en la casa de Solano; por primera vez el detective pudo ver en la claridad al sujeto que había seguido la noche anterior. Se trataba de un hombre joven, más de lo que parecía entre espejos y penumbras, regordete, con las mejillas rosadas, poco pelo rubio y ridículos rasgos de muñeca antigua. Stalin sintió, en el andar indeciso del hombre el terror que lo obligaba a desplazarse como una gallina
entre
los
demás
habitantes
de
la
ciudad,
que
recorrían las calles lánguidos y siniestros. De Montero correteaba con ridículos saltitos mirando hacia atrás a cada instante con el rostro tensionado en una estúpida expresión de miedo; naturalmente, en ningún momento pudo ver a Falcón que lo seguía a pie, a unos cinco metros de distancia. En una oportunidad, por no ver hacia adelante, Adrián
chocó
incomprensible;
contra en
otra,
una
mujer
tropezó
que
en
un
gritó
desnivel
algo de
la
calle. El detective temió que el amigo de Solano se dejara atropellar por un auto antes de que él pudiera averiguar algo. Ventajosamente, el hombre no iba muy lejos; luego de atravesar tres calles y cruzar una plazoleta, entró a un humilde restaurante. La fonda conservaba una decoración de los
años
sesenta:
gran
cafetera
galvanizada,
paredes
adornadas con mosaicos y mesas cubiertas con fórmica de
122
colores. En el lugar desayunaban, apresurados y cabizbajos, seis oficinistas grises que, le pareció a Stalin, tragaban con dificultad, con temor de terminar su comida y tener que abandonar ese precario refugio para enfrentarse a todo el largo
y
deslumbrante
día
que
tenían
por
delante;
posiblemente los burócratas no sentían ese miedo, se dijo Falcón, pero la sensación de pavor del hombrecito regordete parecía afectar a todo lo que le rodeaba. El detective no tuvo que entrar al restaurante, le bastó local.
con
mirar,
Adentro,
a
través
sentado
del
en
una
escaparate de
las
empañado
esquinas,
del Tony
Obando, el amante de la señora Regina De la Cueva, devoraba un trozo de pan; de alguna manera, el joven conseguía verse sudoroso aún en el frío de la mañana. Adrián se acercó a la mesa de Obando y, luego de sentarse frente a él, empezó a hacer
unos
pucheros
que
a
Falcón
le
parecieron
muy
graciosos. El investigador no necesitaba ver más, dejó a los dos sujetos mirándose mutuamente, lloroso el uno e indignado el otro, y regresó a su automóvil; quería volver a su departamento, ducharse, dormir unas horas y, tal vez, mirar los suaves pies de las tres gracias en el cuadro de Botticelli. También deseaba escuchar nuevamente Blue Bayou, una canción que contaba de un pantano azul y añorado.
123
MEDIODÍA
-Son las 11:40 -informó Falcón al entrar en la habitación que ocupaban Beltrán y Solano en la pensión de Malena-. ¿Cree que su madre nos pueda recibir ahora? -¿Cómo? -preguntó desconcertado Cecil quien ya se había habituado a permanecer abúlico en el catre-. ¿Qué tiene que ver mi madre en esto? -Usted la llamó el lunes -le recordó el detective-. Tenemos una cita con ella para almorzar.
124
-Sí
-aceptó
Solano
molesto-,
ya
debe
tener
listo
el
almuerzo. -Entonces,
vamos
-recomendó
El
Cobra
mientras
se
incorporaba de la silla en que había estado sentado y se desperezaba
con
un
movimiento
poderoso-.
No
hay
que
hostigar a las mamás, después joden mucho. Solano
McKey
y
sus
custodios
dejaron
el
pequeño
aposento y se dirigieron hacia la calle atravesando la atmósfera descompuesta de la casa de citas; ese aire en que se mezclaban los olores de polvos faciales, cuerpos sucios, tabaco y licor. Por un instante, Falcón sintió que las putas y los travestis ya no existían en ese mediodía, y que lo único que habían dejado, como huella de su paso por este mundo, eran unas medias de nailon colgadas del pomo de una puerta, ceniceros llenos de colillas, dos vasos manchados de carmín y ese repugnante olor que enrarecía el ambiente. Ya en la acera subieron al Chevrolet Caprice del boxeador. Beltrán, cuando estuvo seguro de que no era seguido por nadie, encaminó su automóvil hacia la dirección que le proporcionara Stalin. Cecil Solano McKey, erguido en el asiento y muy tenso, se dejaba llevar hacia el domicilio de su madre; su incomodidad era evidente. La visita, supuso el detective, no le proporcionaba ninguna paz. La casa de la madre no era, para su cliente, el refugio al que siempre se vuelve.
125
“Madre solo hay una, y a veces”, se dijo Stalin, “esa escasez es toda una bendición”. El Cobra y Falcón conservaron el procedimiento que ya habían establecido: el ex comando quedó en la entrada del edificio, con la mano derecha cerca de la empuñadura de su pistola y la mirada alerta, atenta a cualquier alteración del entorno. La firmeza con la que Beltrán controlaba el espacio dotó de un viso de serenidad a los objetos entre los que Stalin se movía; el detective se introdujo en el vestíbulo del inmueble con un grato hormigueo de seguridad entre los omóplatos y la nuca; la sensación se incrementó al verse, en el inmenso recibidor, completamente rodeado por muebles finísimos de cuero, mesas de cristal de roca y una pocas esculturas de mármol. Falcón escuchó que los objetos
le
susurraban:
“El
edificio
es
nuevo,
pero
el
dinero de quienes lo habitamos es antiguo, muy antiguo”. La iluminación del lugar era tan artificial que Stalin extrañó la luz despiadada del sol de Quito; bajo sus rayos, al menos, las gentes parecían vivas. El departamento de la madre de Cecil ocupaba el tercer piso,
todo
el
tercer
piso,
es
decir,
algo
así
como
trescientos metros cuadrados. Cuando la mucama abrió la puerta, luego de que Solano timbrara muy discretamente, Stalin sintió que se le disgregaba toda la tranquilidad que le proporcionara Beltrán unos minutos antes. La empleada doméstica que los hizo pasar le pareció extraída de uno de
126
esos dramas victorianos que se teatralizaban para el cine británico en los años 30. Tenía la cofia almidonada a tal punto que Stalin temió que fuera a reventar como un cristal ante
cualquier
alteración
de
la
temperatura
del
lugar,
incluso el menor ruido podía resquebrajar aquel tocado y, si eso pasaba, Falcón supuso que se resquebrajarían también el seco rostro de la mujer, el pasillo por el que los conducía, el edificio hasta sus cimientos y, finalmente, las bases de la cristiandad tal y como ahora la conocemos. El detective apartó de su mente esa previsión de catástrofe universal y trató de ubicarse en una sala en la que todos los muebles habían sido dispuestos para hacer sentir a los visitantes
como
deshollinadores
en
una
tienda
de
ropa
blanca. Apenas el investigador se hubo acostumbrado a la nitidez de los cristales que adornaban el sitio, apareció la
señora
condensaron
Grace en
McKey ella
de
Solano.
todas
las
Por
damas
un
instante
autoritarias
se y
tremebundas que Stalin había conocido en sus cuarenta años de vida; el detective reaccionó de prisa al sentir que esa sensación incómoda no era suya, se la había transmitido su cliente que, muy tenso, saludaba en voz baja: -Buenos días, mamá. -Vienes antes de lo que dijiste -respondió la señora-. Está bien, preséntame al señor, después ordenaré que se apuren con la comida.
127
-Te ves muy bien hoy, mamá -dijo Cecil sin disculparse por haber llegado pronto, ni presentar al detective. -Señora, me llamo Stalin Falcón -saludó el investigador, y explicó-; su hijo le habrá mencionado un asunto atinente a unos beneficios financieros... -¡Beneficios financieros! -interrumpió la mujer con tono helado-. Ya hablaremos de eso después del almuerzo. Tomen asiento, voy a ordenar que sirvan la comida. Mientras se acomodaba en un estrecho sillón tapizado con cuero, entre las aristas de unos brazos tallados en dura madera negra, Falcón
trató de asimilar a la dama que
los había recibido. Nunca había visto una mujer así; las señoras quiteñas de clase alta, se dijo, no son como la madre de Cecil. Son mujeres que bautizan a sus hijas con nombres compuestos como María Francisca, María de la Paz o María Caridad, para luego llamarlas a gritos Mery, Paqui, Cary
o
Coqui.
Son
mujeres
que
tienen
al
HOLA
como
enciclopedia y saben que la madre Teresa de Calcuta era una viejita, amiga de Lady Di. Esa mujer, doña Grace, era distinta; debía tener como setenta y cinco años y se conservaba muy bien, con el cuerpo erguido y un rostro muy bello iluminado por unos ojos azules que debían ser eternos. Falcón supo que esa hermosura se había mantenido casi inalterable gracias a un ejercicio inhumano de voluntad, no esa voluntad que se actualiza en dietas, cirugías y ejercicios, sino una mucho
128
más poderosa, una casi tan absoluta como la luz de Quito, implacable; una voluntad que detenía el efecto de los años tan solo con el
puro deseo. Stalin se estremeció, era
capaz de captar ese poder en los afilados contornos de los muebles; miró a su cliente: Cecil, sentado con aparente desenfado en un canapé, también sentía la omnipotencia de su madre pero, acostumbrado, se defendía de ella en una especie de escaramuza permanente y exacerbada. Desde el inicio de la entrevista, Falcón percibió a su cliente como a un gato en juego desesperado con un alfiletero. -La comida está lista -informó la dama con su voz modulada desde la habitación contigua a la que ocupaban el detective y su cliente; y Stalin supo que de ese almuerzo nadie saldría indemne. Unos
minutos
más
tarde,
los
tres
estaban
sentados
alrededor de una pequeña mesa circular cubierta con un mantel de lino tan almidonado como la cofia de la mucama. La
vajilla
de
porcelana,
las
copas
de
cristal
y
los
cubiertos de plata se veían limpísimos. Falcón notó que la dueña de casa sentía como una especie de sacrilegio que semejantes joyas elaboradas en alguna fábrica de Limoges o Murano fueran manchadas años después en Quito. La empleada doméstica sirvió como entrada, en el plato de cada comensal, una pequeña empanada de hojaldre rellena con carne de cangrejo y especias. Mientras Falcón cortaba
129
con el tenedor la fina masa y probaba el delicioso relleno, la dueña de casa preguntó: -¿Conoce desde hace mucho tiempo a mi hijo, doctor Falcón? Él nunca me lo ha mencionado. -Nunca hablamos de mis conocidos, madre, no tenía por qué contarte sobre el señor Falcón -intervino Solano. -Nuestra
relación
es
puramente
profesional
-explicó
el
detective sintiendo que mentía a medias y que la señora lo sabía. -Usted no parece abogado -afirmó Grace desde la infinita altura en que se ubicaba respecto de todos los que la rodeaban. -En realidad señora -dijo Stalin-, soy algo mucho peor. Cecil, desconcertado en un principio por las palabras de Falcón, miró el disgusto de su madre y se echó a reír. -No me parece gracioso -gruñó la dama estirándose aún más. -Me dedico a diversos negocios, señora -dijo Falcón en un intento por relajar el ambiente que se había endurecido con el rechazo de la mujer a su broma-. Asesoro a su hijo en algunos asuntos judiciales, más como un amigo que como un profesional. -No veo por qué tienes que molestar al doctor -reprochó Grace-, tienes abogados que nos han servido bien en otras oportunidades. El bufete de los hijos de Carlitos Huerta Gross, ellos llevaron lo de tu divorcio y ...
130
-Como recordarás, mamá, -interrumpió Cecil- en ese divorcio no salí ganando. -No tenemos por qué hablar del tema frente a extraños espetó la madre. -Tú trajiste el tema a la conversación -gruñó el hijo. Todos terminaron de comer la empanada en silencio, luego la mucama retiró los platos y sirvió un guiso de riñones
en
jerez,
acompañado
con
puré
y
ensalada.
Las
porciones eran pequeñas y el sabor excelente. Falcón sintió que la omnipotencia de la señora de Solano se manifestaba también en esa parquedad con la que brindaba, en su casa, los alimentos. -Hijo, el vino -ordenó la madre. Cecil sirvió en las copas alargadas un vino rosado y oloroso. -Esta
bien,
ganancias,
hijo,
de
unos
dime,
¿de
qué
beneficios?
se
trata
-preguntó
eso
Grace
de
unas
mientras
cortaba un trozo de riñón con mucha delicadeza. -Se lo explicaré yo -se apresuró a responder Falcón-. Su hijo me ha dicho que usted aún mantiene algunas propiedades rurales dedicadas a la agricultura. -Así es. -Pues de eso se trata este asunto. Su hijo, don Cecil, me ha dicho que podría desarrollarse un proyecto de turismo ecológico
en
esas
haciendas
suyas,
algo
similar
paradores rurales que se han implantado en España.
a
los
131
-¡Qué extraño! -dijo la señora de Solano-. Nunca te has interesado en mis haciendas, siempre te mantuviste alejado de
todo
lo
mío.
administraras
mis
Te
pedí
tierras
que y
lo
estudiaras que
agronomía,
hiciste
fue
que
irte
a
estudiar otras cosas, a poner tus negocios, tus hoteles. Has sido en todo una... ¡Lo que diría Mister McKey si te conociera! -Mamá -murmuró Cecil -, tenemos visita; no empieces, que ya sé cómo terminas. -Perdone por la descortesía de mi hijo, doctor Falcón -se disculpó la mujer mientras levantaba con su tenedor unas cuantas
alverjas
y
un
montoncito
de
puré-,
insiste
en
tratar asuntos privados. Se refiere a su abuelo, Mister Cecil X. McKey, mi padre. Fue un hombre inquieto, poco dado a la familia y muy trotamundos. Mi hijo siempre ha querido parecérsele. -Eso no es verdad, mamá, yo nunca he sido un aventurero. -No. Pero tampoco te has dado mucho a la familia. Has optado por otras aficiones. -No sé de qué hablas, mamá. Me llevo bien con mi padre, nos escribimos con frecuencia. -Se acabó -impuso la dama-. No hablaré más de intimidades. Continúen con lo del negocio. -Su hijo me habló de lugares muy bellos en sus haciendas mintió
Falcón
repitiendo
la
historia
que
contara
a
Signorelli-. Lugares en los que hay vegetación y fauna muy
132
interesantes. Me hablaba de las vacaciones que pasó en la niñez en sus propiedades, usted también recordará aves como halcones y plantas maravillosas, orquídeas, sobre todo. -No recuerdo haber pasado vacaciones con mi hijo. En esas épocas
siempre
se
perdía
con
su
padre,
iban
con
un
amiguito, un chico extranjero a las haciendas y pasaban los días perdidos en las montañas, cazando, creo. Mi esposo y Mister
McKey
tenían
aficiones
parecidas.
Con
quien
vacacionaba era con Franck. El fue siempre un chico tan correcto. -En todo caso, señora -insistió Falcón-, usted conocerá sus propiedades y las bellezas naturales que posee. Grace
demoró
su
respuesta,
mientras
cortaba
minuciosamente los riñones y se los comía masticando con rapidez
y
cuidado.
A
Stalin
le
pareció
que
la
anciana
buscaba, con el movimiento de sus afiladas mandíbulas, algo más
que
moler
la
carne
o
las
alverjas;
era
como
si
encontrara más placer en la deglución que en el sabor de lo injerido. Callados, en un silencio que para Solano era cada vez más intolerable, terminaron el plato fuerte y, luego de que la empleada lo sustituyera por el postre, una cassatta napolitana,
Cecil
exclamó
con
la
voz
alterada
por
tensión que había acumulado en los últimos minutos: -Flores, te ha preguntado sobre flores. -La jardinería es una memez de vieja, que no tengo, hijo.
la
133
Cecil, en un movimiento nervioso, derramó parte de su helado
sobre
callada
y
el
el
mantel
blanquísimo.
detective
supo
que
La
mujer
gozaba
al
continuó sentirse
necesitada por su hijo, y Grace McKey de Solano presentía que era para algo más que un posible y nebuloso negocio. Falcón,
al
percibir
el
placer
con
que
la
madre
de
su
cliente asimilaba la situación, se extrañó casi de que la cassatta
se
desliera
entre
los
labios
de
la
hermosa
anciana. - Mamá, por favor... -Señora McKey -intervino Falcón temiendo que su cliente se derrumbara y dijera todo sobre los intentos de asesinato que había sufrido-, yo comprendo que entre su hijo y usted haya una relación filial que no me compete, pero tengo intereses financieros en esto y por tanto le rogaría que habláramos de la posibilidad del negocio que le planteé. -Es verdad -casi rió la dueña de casa al encontrar en la solicitud de Falcón la oportunidad de aumentar la tensión de su hijo-, somos muy descorteses, ¿no crees, Cecil? - Las orquídeas, yo... -balbuceó el interrogado sin poder coordinar sus pensamientos. -¿Café o cognac, doctor Falcón? -preguntó la anfitriona. -Ambos, por favor -pidió Stalin, resignado a seguir en el diálogo el derrotero que fijara la mujer. La mucama retiró los platos del postre y los sustituyó por pequeñas tazas de café y ventrudas copas de coñac, una
134
botella de Napoleón y una cafetera de plata. La señora sirvió los líquidos con exactitud y, mientras sorbía su café afirmó: -Es a tu esposa a quien le gustan las flores. -Ex esposa -aclaró Cecil en un murmullo. -Conozco a doña Regina -intervino Stalin que había visto una posibilidad de cruzar información-. ¿Ha hablado con su nuera últimamente? -Nunca hablo con esa... con esa señora -contestó Grace. Stalin bebió su licor en silencio. Había escuchado lo suficiente y temía que Cecil se derrumbara, por lo que deseaba abandonar cuanto antes la casa de la señora McKey; su cliente se veía tan fuera de control como lo había estado el lunes por mañana en la casa de citas de Malena. Apenas terminó su trago, el detective se puso de pie y se disculpó. -Perdone, señora de Solano, pero los almuerzos de negocios son así. Debemos ir a otra reunión. Con torpeza, Cecil se levantó y murmuró algo similar; su madre lo miró por un momento y luego dijo: -Es una falta de educación que te vayas así. -Debemos
irnos,
señora
-insistió
Falcón,
quien
se
dio
cuenta de que en su voz sonaba una dureza incoherente con el entorno de finas porcelanas y muebles caros. -Cecil -murmuró la anciana, conmovida de pronto-, ¿qué te pasa?
135
En la voz de la mujer, el investigador percibió una rara
mezcla
de
amor
y
repugnancia.
Solano
evaluó
la
situación. El detective casi pudo ver en el rostro de su cliente la necesidad de confiar en Doña Gracia, su madre; fue un impulso instantáneo al que Cecil supo sobreponerse. -Negocios y otros asuntos, mamá -se despidió Cecil-; cosas que, en verdad, no te interesan. La anciana siguió bebiendo su café mientras se le congelaba otra vez la expresión. No insistió. -Que tengas una buena tarde, madre. -Adiós. Falcón se despidió con un gruñido e imitó, molesto, el paso apresurado con que su cliente abandonaba la casa de Grace McKey de Solano. Abrieron la puerta sin esperar a la criada y salieron al pasillo. Allí, en actitud de tocar el timbre, se encontraron con un hombre gordo, bien vestido, calvo y moreno; sus ojos habían sido sustituidos por los cristales de unos lentes muy gruesos. El individuo miraba como un insecto y Stalin, quien lo reconoció de inmediato, sabía que actuaba como un insecto: era obstinado, devoraba a
sus
víctimas
minuciosamente
y
tenía
la
ética
de
un
escorpión. -¿Qué hace por aquí, doctor Unda? -saludó el detective-. No me diga que la señora Solano de McKey cambió el bufete Huerta Gross por el suyo.
136
-Perdón -se disculpó el abogado mientras miraba con sus ojos de alacrán a Falcón-. ¿No es esta la residencia del general Pérez? -Aquí vive la señora Grace McKey de Solano -informó Cecil indiferente. -Perdón -dijo Unda-, me he equivocado de piso, sin duda. Y se escurrió apresuradamente hacia la puerta de las escaleras; por lo visto no deseaba compartir el ascensor, pensó Stalin mientras preguntaba: -¿Ha visto usted antes a ese tipo? -Nunca -respondió Solano-. ¿Quién es? -Abel Unda -murmuró el investigador, más para sí mismo que para su cliente-, el abogado más sucio de la ciudad. -Se habrá equivocado de piso, como dijo -comentó Solano mientras se aproximaba al control del ascensor y pulsaba el botón. Cuando estuvieron encerrados en el cubo de metal, Cecil se disculpó: -Lamento que mi madre no nos ayudara. -No
crea
-respondió
Stalin-,
esta
visita
fue
de
mucha
ayuda, sobre todo al final. -¿Sí? Me extraña, nunca hemos sido muy unidos. -Ayudó, señor Solano -concluyó el investigador mientras la puerta del ascensor se abría frente a la atenta figura de Beltrán-; también por eso, ayudó. Y los tres hombres se encaminaron hacia el portal del edificio;
sus
pasos
resonaban
arrítmicos
sobre
el
duro
137
suelo
de
mármol
brillante.
En
su
trayecto,
fueron
precedidos por sus reflejos distorsionados; Falcón se dio cuenta
de
que
su
cliente
intentaba
reconocerse
en
los
ondulantes perfiles de las imágenes que se deslizaban sobre el
piso:
caminaba
con
la
vista
fija
en
la
reluciente
superficie de mármol, buscando inútilmente los contornos de su rostro en esa móvil mancha que huía frente a él. El detective sabía que Cecil aún no completaba una imagen de sí mismo, a pesar de que en las últimas 72 horas se había visto como nunca antes en su vida. Sin aflojar el paso, Stalin extrajo su botellita de pisco y bebió un corto trago de licor. Ya en la calle, el detective dedicó unos segundos a recorrer las aceras con la mirada más intensa de la que fue capaz; sentía la angustia de Cecil, el dolor urgente que se producía
al
buscarse
en
él
mismo,
sabiendo
que
unos
asesinos podían encontrarlo antes de que descubriera, en su interior, lo que necesitaba saber. Por eso Falcón observó con
minuciosiad
la
calle
amplia,
limpia
y
segura:
los
árboles del parterre, los portales de los edificios y los guardias
de
seguridad
que,
inmóviles
bajo
el
sol,
proyectaban sobre el suelo sus sombras afiladas y las de sus carabinas; las negras siluetas erizadas por las armas se
veían
producían.
más
amenazadoras
que
los
cuerpos
que
las
138
-Vayan a mi oficina y espérenme ahí -ordenó Stalin mientras entregaba la llave de su despacho a Beltrán y detenía un taxi-. Yo los alcanzo en una hora. -Le
esperamos,
jefe
-aceptó
El
Cobra
al
tiempo
que
introducía a Cecil en su Chevrolet; Solano, ausente, se dejó llevar sin quejarse ni oponer resistencia. Falcón apenas se había sobrepuesto a la sensación de angustia
y
desconcierto
que
atormentaba
a
su
cliente,
cuando atravesó el portal de la vieja casa en la que había visto entrar, la noche anterior, a Adrián De Montero, el hombre cuyo reflejo vislumbrara en la mansión de Cecil el día en que lo conoció. Distraído, el detective caminó por un zaguán verdoso y húmedo en el que la luz del sol entraba con dificultad; fue esa mutación de la claridad en una especie de vaho viscoso rezumado por las paredes lo que alertó a Falcón arrancándolo de sus reflexiones. Sintió que algo denso, frío e irrevocable enturbiaba el sol, gastaba los
adoquines
lisos
del
suelo,
combaba
las
gradas
crujientes de la escalera y podría las maderas grises del piso superior. Agobiado por la sensación, el investigador buscó la habitación que correspondía a la ventana que, la noche anterior, había visto alumbrarse luego de la llegada de Adrián; cuando estuvo frente a la puerta, encontró los batientes fatales
entreabiertos.
sombras
que
Falcón,
permitía
ver
como la
huyendo puerta
de
las
entornada,
deslizó hacia un lado el cuerpo ocultándose tras la jamba
139
que tenía a su izquierda mientras extraía su pistola y retiraba el seguro; luego, inclinado y veloz se introdujo en la vivienda de Adrián. Protegido por la velocidad con que se había movido, el detective, ya en el interior de la habitación,
se
cubrió
la
espalda
con
un
gran
armario
antiguo y rápidamente miró el sitio, con el arma lista para disparar. Falcón sintió que la sensación de fatalidad se abatía como un pesado polvo gris en el cuarto que observaba a través de la mira de su pistola; al girar en semicírculo, la
guía
de
decorada:
su
arma
mesitas
le
que
mostró
una
sostenían
sala
puntillosamente
figuras
antiguas
de
porcelana, un par de juegos de té de plata, pedestales de bronce para estatuillas de yeso que representaban pastoras acurrucadas
o
danzarinas
ninfas,
anaqueles
en
los
que
reposaban los restos de una vajilla de Limoges y un juego de copas de cristal cortado. En las paredes, entre grabados piadosos, colgaba una docena de fotografías color sepia de serenísimos parientes muertos; de las fotos destacaba una, la de un hombre erguido y solemne, que Stalin supuso era el padre de familia. El retrato, por su tamaño, debía ser la imagen
más
importante
del
lugar,
pero
no
era
así;
el
detective notó que todos los objetos, muebles, estatuillas, copas o teteras, parecían magnetizados alrededor de una mecedora en la que muy bien podría descansar la madre de
140
Anthony Perkins cuando representaba al sensible asesino de “Psicosis”. Sobre el espaldar del asiento colgaba, adornado con un crespón negro, el retrato de una mujer. Se trataba de una anciana flaca, fea y enérgica, peinada con un moño canoso alto,
tieso
y
acerado;
la
señora
vestía
una
blusa
blanquísima con los puños y el cuello de encaje. Al mirar en la fotografía el tejido calado de la prenda, Falcón percibió
el
resto
de
piezas
de
encaje
que
cubrían
la
habitación: de cada anaquel colgaba un mantelito de ese material, bajo todas las figuras se podía ver el borde calado de un mantel, igual que sobre los espaldares y los brazos de los sillones. Todas esas piezas de hilo blanco le parecieron a Stalin tejidas desde el retrato, como una telaraña cuyos filamentos se originaban en la blanca y rígida cabellera de la dama de la fotografía y en su blusa calada. Toda una madre, pensó Falcón mientras sentía que la telaraña, generada por la mujer de la foto, estaba en ese momento cargada de muerte; pudo incluso escuchar el rumor de un insecto atrapado en los hilos que se enredaban entre los objetos de la habitación. Sin bajar el arma atravesó el cuarto hasta llegar a lo que debía ser un estudio, tan lleno
de
estantes
manteles
calados
atiborrados
de
como
la
sala;
libros
y
sobre
allí, un
entre antiguo
escritorio de caoba, encontró el cuerpo ensangrentado de
141
Tony Obando. Acurrucado en una esquina, zumbaba Adrián De Montero, como un gordo y lloroso moscardón. Stalin pensó que no importaba cuán lozana fuera la carne
antes
de
ser
reventada
por
un
balazo,
luego
del
disparo siempre se veía como los retazos sanguinolentos que ensucian el piso de las carnicerías. El poderoso pecho de Obando
no
era
la
excepción,
no
podía
hallarse
ninguna
virilidad sudorosa en el guiñapo muerto que sostenía el escritorio. Los gemidos de Adrián subieron de volumen cuando vio el arma de Falcón; el detective, sin prestarle demasiada atención, revisó el cuarto y las otras dos habitaciones del departamento, hallándolas vacías; luego regresó al estudio para comprobar que De Montero continuaba entregado a su crisis nerviosa; seguro de que el dueño de la casa no lo molestaría, y sin buscar nada en especial, se dedicó a revisar minuciosamente la vivienda. Quince minutos después había concluido su trabajo y sostenía en las manos los restos de una escopeta calibre .16: una culata de madera y un trozo del cañón cortado con una sierra para metal; tanto las partes desechadas del arma, como la herramienta las había encontrado en una bolsa de basura en la cocina. Falcón no deseaba permanecer en la vivienda de Adrián, cerca del cadáver de Obando; por lo que se aproximó al hombre que lloraba acurrucado en el rincón del estudio y lo arrastró
hacia
la
salida
del
departamento.
De
Montero,
142
manso y compungido, siguió al detective. Solo se detuvo un momento cuando pasaron frente al retrato de la mujer de la blusa de encaje, y gimió. -No se angustie -sonrió Falcón-, antes de morir la señora ya completó su trabajo. Sin entender las palabras del detective, Adrián se dejó llevar. Media hora más tarde, Falcón y De Montero entraban a la habitación de Cecil, en la casa de Malena. Beltrán,
sentado
en
la
silla,
los
miró
sin
inmutarse;
Solano, en cambio, saltó del catre y abrazó a De Montero, ambos empezaron a murmurarse palabras entrecortadas por el llanto. El detective y su ayudante guardaron silencio, Beltrán ocupó de nuevo su silla y se concentró a mirar, a través de la ventana, la parda y gutural lucha de las palomas. Los dos amantes le recordaron a Stalin una escena de “La Jaula de las Locas” en la que los dos protagonistas, uno italiano y otro francés, se abrazan en la luz de un reflector, entre delincuentes y policías que se disparan; son solo dos homosexuales avejentados e inermes, pero se aman. -Después se arrullan -sugirió Falcón mientras pensaba que, independientemente de la edad y el sexo, el amor siempre idiotiza a los amantes. -Adrián,
amor
haces aquí?
-consiguió
vocalizar
al
fin
Cecil-,
¿qué
143
-¡Fue horrible, está muerto, fue horrible! -alcanzó a hipar De Montero mientras ocultaba el rostro en el flaco pecho de su amante. -Mierda -gruñó Solano-, ¿qué le hizo, hijo de puta, qué le hizo a Adrián? El detective notó que, por primera vez, su cliente se le
enfrentaba
fortaleza
con
interior.
integridad
y
“Milagros
del
algo
parecido
amor”,
pensó
a
una
Stalin,
mientras intentaba recordar si alguna vez alguien lo había defendido de esa manera, si en alguna oportunidad él había protegido a otra persona como lo hacía Cecil con su amante. La memoria no lo ayudó, por lo que, desechando la idea, ordenó: -Siéntense en la cama. Los que van a explicar lo que sucede son ustedes dos. Empiecen. -No me ordene nada -gritó Solano McKey-, yo soy el que le paga. -Dos
cadáveres
en
tres
días,
son
muchos
-dijo
Falcón
mientras se apoyaba contra la pared-. No me fastidie más. ¿Quién mató a Tony Obando? -¿Cómo?
-preguntó
Cecil
mientras
se
dejaba
caer
en
el
-lloriqueó
De
catre-, ¿de qué habla este hombre, Adrián? -Cuando
llegué
a
mi
casa
ya
estaba
así
Montero-, ya estaba así, muerto. Y la sangre, tanta sangre; menos mal que mamita está muerta...
144
-También
encontré
esto
-explicó
el
detective
mientras
extraía las piezas de la escopeta recortada de la bolsa de basura en que las transportara. -Eso fue... -empezó Solano-, nosotros no... no queríamos matar a nadie, no queríamos; alguien intentaba matarnos, a Adrián... nosotros... -Desde
el
balbuceo
principio
de
su
-gritó
cliente-,
Falcón
desde
el
para
interrumpir
principio.
¿A
el
quién
querían matar? -A Adrián, dispararon contra Adrián -explicó Cecil. -En la avenida Rodrigo de Chávez, ¿estaba con usted en la balacera que me contó? -No,
antes,
en
mi
hostería.
Lo
de
la
balacera
en
la
licorería lo inventamos para que alguien nos ayudara. No podíamos llamar a la Policía. -¿Y lo de la escopeta? -Igual. Queríamos que usted investigara, que creyera que alguien trataba de matarme. -Alguien murió, de todas formas. -Pero
no
queríamos,
no
queríamos
eso.
Yo
instalé
la
escopeta, y se suponía que usted la encontraría. Pero ese estúpido encargado del estacionamiento... -¿Qué tenía que ver la orquídea? -Eso
fue
real
-afirmó
Solano-.
Un
día
antes
de
que
dispararan contra Adrián, recibimos, a nombre de los dos, un paquete con una flor así
adentro.
145
-¿Por qué supusieron que tenía que ver con el atentado? -Traía una nota horrible -gimió De Montero. -La quiero ver -dijo el detective. -La rompí luego de leerla -explicó Cecil. -¿Qué decía, lo recuerda? -Algo
como
“Ahora
te
toca
a
ti.
Ahora,
al
fin.”
Una
amenaza, algo así. -Y después fueron los disparos -concluyó Falcón. -Sí -convino su cliente-, al otro día. Por eso pusimos una flor igual en la camioneta. Quería que usted la encontrara. -Y Obando, ¿dónde encaja en esto? -No sé -contestó Cecil mientras consolaba a su amante que, con
la
mención
del
nombre
del
último
cadáver,
había
reiniciado sus lamentos. Falcón lo vio llorar por un momento y luego afirmó: -Pero usted sí sabe, no es cierto señor De Montero, usted sí sabe. -¡No lo moleste! -gritó Solano. -Hable, Adrián, hay
ya dos muertos.
-¡No lo moleste! -No,
amor
-acezó
Adrián-.
Él
tiene
razón.
Te
mentí,
perdóname. -¿Cómo, en qué me mentiste? -Es que, amor, tenía tanto miedo. -Por el principio -volvió a rogar Stalin-, empiece por el principio.
146
Beltrán gruñó algo incomprensible, mientras dejaba de mirar
a
las
palomas
y
concentraba
su
interés
en
el
tembloroso sujeto que hipaba sentado en el catre. Cecil se había apartado de él, por lo que Adrián, de pronto, estuvo solo en el centro de atención de todos. Solano lo había rechazado, casi con repugnancia. “¡Ah, el amor!”, pensó Falcón mientras insistía: -¿Qué pasó? -Tony, Tony Obando... -explicó De Montero, mientras buscaba la mirada de su amante-, debes comprenderme, por favor. Antes de conocerte yo... yo necesitaba a veces compañía. Esta ciudad es muy dura. Buscaba y me encontré con Tony. Fue algo que me dolió mucho. Era tan fuerte y tan joven, pero muy canalla, muy mal hombre; me abusó tanto unos meses y después se fue con una mujer asquerosa. -¿Cuándo sucedió? -interrogó el detective, que podía sentir la perspectiva de gusano desde la que Adrián miraba el despecho y la ira de su amante. -Hace
más
de
dos
años-
contestó
Adrián;
luego
gimió,
hundido en su vergüenza y dirigiéndose a Cecil-. Te juro que fue como seis meses antes de conocerte, créeme. -¿Lo veía con frecuencia después de que se separaron? -Nunca, nunca lo había visto. Hace tres o cuatro semanas apareció de nuevo... Perdóname mi amor, yo... tú estabas en la
hostería,
encontramos.
tan
lejos,
yo,
a
veces...
a
veces
nos
147
-Te
tocaba...
-murmuró
Solano,
ausente,
perdido
en
su
Cecil.
No
me
propio vértigo. -¿Qué quería Obando? -lo interrumpió Falcón. -Nada.
Preguntaba
cosas
sobre
mí,
sobre
pareció nada raro, quería saber de mi vida. -¿Tenía Tony motivos para querer matarlo? -No -contestó Adrián, abatido por el dolor con que Cecil se apartaba de él. -¿Sabía que el señor Solano me había contratado? -Sí. -¿Le informó a dónde íbamos, le dijo de la reunión que tendrían ustedes dos en el café de la avenida Amazonas, la noche del lunes. -Sí... Era un canalla pero, últimamente, se portaba tan bien; estaba tan preocupado por mí y además tenía dinero, mucho dinero. -¿Dijo de dónde lo sacaba? -No... bueno, dijo que una vieja se lo daba, yo supuse que sería la que vivía con él. Solano
McKey
resintió
las
últimas
palabras
levantándose del catre; empezó a recorrer desesperado la pequeña habitación y luego salió del cuarto. De Montero fue tras él, llorando. -Bien -dijo el detective-, por lo menos sabemos por qué los sicarios nos seguían tan de cerca. -Cierto -aceptó El Cobra.
148
-Ahora debo averiguar qué relacionaba al amante de la ex mujer de Solano con los sicarios. -A veces el cariño empuja a cosas raras, mi sargento. -Cuídalos -pidió Falcón -. Yo voy a visitar a la señora Regina De la Cueva. Creo que ella nos puede contar algunas cosas de su noviecito muerto, por ejemplo el origen del dinero que el muchacho gastaba. Beltrán hizo un gesto de asentimiento, soltó un sordo suspiro y volvió a mirar a las palomas. Y Stalin dejó la habitación molesto por sufrir la inevitable congoja que le producían tanto la derrota de Adrián como el desconsuelo de Cecil.
149
NOCHE
El
detective
aprovechó
el
viaje
en
taxi
para
reflexionar sobre el caso, tenía tiempo pues las avenidas estaban congestionadas y el tránsito se tupía, caótico y estridente, en las bocacalles. Gracias a la pusilanimidad de
su
cliente,
había
seguido
todo
el
tiempo
un
rumbo
equivocado, el objetivo de los asesinos era Adrián, no Cecil. taxista,
El
investigador, aturdido,
fastidiado,
intentaba
observó
aprovechar
un
cómo
el
área
de
estacionamiento para adelantar a un autobús, la maniobra
150
torpe lo dejó encajonado un largo rato. En estricta lógica, la
investigación
debió
haber
seguido
la
senda
de
la
verdadera víctima, no la de Solano, su tembloroso amante; sin embargo, yendo detrás de Cecil, había descubierto una difusa intriga que, de alguna manera, daba cuenta de los acontecimientos. bocina,
en
un
descubrimiento,
El
chofer
gesto la
se
apoyó
estúpido
relación
de
entre
iracundo
sobre
impotencia.
El
De
y
Montero
la
último Obando,
ponía en el centro del asunto a la señora De la Cueva. Stalin
la
recordó:
gemebunda. anochecía
Obtener y
la
ebria,
bella,
información
de
dama
debía
estar
pero
ella ya
demacrada
sería
llena
de
y
sencillo; vodka
y
frustraciones. Llegaron finalmente; el investigador abonó el precio del viaje y, con mucho cuidado, cerró la puerta del automóvil luego de apearse. Aunque los augurios eran buenos, Falcón sabía que la clave de todo el embrollo no estaría entre las piernas arrugadas de doña Regina; para convocar a policías, mafiosos, periodistas y sicarios hacía falta
tener
contactos
y
poder,
y
la
pobre
tomó
el
borracha
no
disponía ni de unos ni de otros. Falcón
entró
al
edificio,
ascensor
y,
preparándose para recibir en la cara el aliento alcohólico de doña Regina, llamó a la puerta. Abrió la ex mujer de Solano pero no apestaba a licor, olía a algo que debía ser tan caro y antipático como el Chanel N#.5, y se veía quince años más joven que el día anterior; vestía un vaporoso
151
traje turquesa y lo miraba con unos bellos ojos del mismo color. -¿Señora De la Cueva? -preguntó Falcón algo desconcertado. -Usted
vino
con
mi
marido,
ayer
-lo
saludó
la
mujer-.
investigador
quien,
Discúlpeme, no recuerdo su nombre. -Stalin
Falcón
-le
informó
el
rápidamente, imaginaba un pretexto para la visita. Esperaba tratar con una borracha manipulable y no se había preparado para enfrentar a una mujer extrovertida que, obviamente, no había
bebido
más
que
lo
necesario
para
que
sus
ojos
tuvieran el brillo perfecto. -Tampoco
me
reconoció
acuerdo
la
mujer,
del
motivo
luego
rió
por y
el
dijo-.
que
vinieron
Estaba
un
-
poco
mareada; pase por favor y cuénteme de nuevo el asunto ese. -A
eso
señora
he
venido
hasta
la
-explicó sala
y
Falcón
pensaba
mientras
en
que
seguía
no
debía
a
la
tener
demasiado arrugadas la piernas-. Se trataba de un asunto jurídico. -Sí,
algo
ocupaba
que
con
esperando
a
no
entendí
-confirmó
bastante
gracia
alguien,
pero
el
entre
la
sofá-; tanto
señora
siéntese, puedo
Puede ser que hasta me hayan dejado plantada.. -¿Espera a Tony Obando? -¿Lo conoce? -No está entre mis amigos. -Es un chico muy lindo.
mientras estoy
atenderle.
152
-Sin duda. -¿Lo mandó mi esposo para averiguar sobre Tony? -No. No se trata de eso. -Ya
me
parecía,
a
Cecil
nunca
le
han
molestado
mis
aventuras. -Ustedes están divorciados. -Hay cosas que no se acaban porque se firme un papel. En todo caso, ¿qué cosa venía a tratar? -Es fastidioso hablar de un asunto aburrido con una mujer tan
guapa
-dijo
Falcón
mintiendo
a
medias
y
con
la
esperanza de prolongar la conversación. El detective miró el piso, casi esperaba encontrar sus pies al borde de una hondonada; supo que esa sensación de vértigo
provenía
de
Regina,
alegre
y
estimulada
pero
también a punto de volcarse hacia una negra profundidad de angustia.
La
tensión
la
percibía
Stalin
en
la
mínima
crispación de los gestos y en los contornos ríspidos de la voz de su interlocutora. -¿Un trago? -ofreció la señora De la Cueva mientras se estiraba sobre el sofá mostrándose -Falcón lo tuvo que reconocer- bastante sensual, con el cuerpo envuelto en ese amplio vestido transparente y obscuro. -¿Tiene pisco? -Siempre
tengo
de
todo
-comentó
la
señora
mientras
levantaba e iba hacia un pequeño bar-, ¿cómo lo quiere? -Solo.
se
153
-Así es como hay que beber los licores fuertes. Yo prefiero el Vodka, no huele a nada. -Sí -reconoció Falcón un momento después, luego de beber un trago de su copa y mientras trataba de adivinar el largo de las leves mangas que envolvían los brazos de la dama-. El pisco tiene un aroma fuerte. -Dulzón. Yo prefiero otros olores. -¿Cuáles? -Depende de lo que esté oliendo. -Supongo que usted y el señor Solano olían cosas distintas. -Cecil es muy formal. Digamos que a él le gusta el olor a maderas antiguas. -Y a usted le gustan olores más nuevos. -No tiene que parecer educado -rió Regina mientras ondulaba los velos de su vestido en dirección a su interlocutor-; es verdad, Tony huele a juventud, y huele fuerte. -Debe ser una gran sensación. -Nada demasiado importante, es agradable. -¿Lo está esperando? -Debió venir hace unas dos horas. Pero es joven y a su edad el tiempo no es muy importante. -Usted huele muy bien. -Tome otro Pisco -sugirió la señora mientras se acercaba unos centímetros a Falcón y hacía el gesto de envolverlo en los obscuros tules de sus mangas-, y va a ver como huelo aún mejor.
154
-Me han dicho que quien huele a veces a flores es su amigo Tony. -Otra vez se hace el educado. Yo sé que Tony es bisexual. -Y a usted no le importa. -Eso le da morbo, ¿no cree? -A mí no me estimula mucho. ¿Dónde lo conoció? -Es
amigo
de
un
pintor
que
me
hizo
un
retrato.
Posé
desnuda. -¿No le extraña que se demore? -¡Quién sabe en qué fuertes brazos esté mi Tony! -rió la mujer
mientras
se
aproximaba
a
Falcón
y
lo
abrazaba
envolviéndolo en los tules de su vestido-. Me excita pensar que esta noche lo estuvieron penetrando. -¡Y
de
qué
manera!
-dijo
Stalin
sin
poder
contenerse,
sintiéndose atrapado en una bruma turquesa. -¿Cómo dice? -Por
lo
visto,
ni
usted
ni
él
son
celosos
-afirmó
el
investigador para evitar dar explicaciones sobre su última afirmación. -Mañana le contaré lo bien que estuviste. Porque vas a estar bien, ¿no? “Bueno”, se resignó Stalin mientras se perdía en el perfumado abrazo y en las blancas y aún tersas carnes. “Yo tampoco tengo veinte años”. Un par de horas más tarde, Falcón se incorporó de la cama
de
Regina,
la
miró
en
la
penumbra
y
confirmó
su
155
opinión de que se mantenía bastante bien para su edad. La mujer dormía inquieta, luego de haberse entregado con una extraña mezcla de desesperación y alegría, anudándolo con brazos y piernas contra su cuerpo
mientras la penetraba;
Stalin no había esperado otra cosa. El detective se vistió, sintiendo en su sexo una sensación de vacío, algo que le ocurría siempre luego de estar con una mujer; luego tomó el teléfono de la mesita de noche y presionó el botón de redial, tras una espera algo larga, le contestó una voz somniolienta y rígida a la vez: -Residencia de doña Grace McKey de Solano. El detective, que había reconocido a la mucama de cofia almidonadísima, pensó que doña Grace le había mentido al afirmar que no hablaba con su antigua nuera; por lo visto, se habían comunicado hacía poco tiempo. Colgó la bocina y se dedicó a revisar el dormitorio en la penumbra, sin buscar nada en especial. Halló una libreta y arrancó de ella una hoja manuscrita que no pudo leer en la obscuridad; se la guardó en el bolsillo y continuó el registro sin encontrar nada más que le pereciera importante. Finalmente, regresó junto a lecho, puso su mano sobre la cadera desnuda de
Regina
alcohólica habitación.
y
seguro
de
inofensiva,
que se
la
alejó
mujer de
no
ella
era y
sino
abandonó
una la
156
JUEVES
157
MAÑANA
Falcón sabía que, de alguna manera, había resultado adecuada la falsa ruta de investigación que recorriera tras de una orquídea y protegiendo a Cecil, alguien que no era el objetivo de los asesinos ni estaba en peligro directo; por ese motivo, luego de dejar a Adrián al cuidado de Malena, decidió continuar
con la entrevista que tenían
programada para esa mañana. El moderno taxi, en que se desplazaban hacia la casa de Alma Solano De la Cueva, le pareció al detective una
158
cápsula de alta tecnología a bordo de la cual se adentraban más que en la ciudad, en una región del alma de su cliente. Stalin intuía que el reconocimiento que Cecil iniciara el día anterior había llegado, luego de la entrevista con doña Grace,
a
un
intolerable.
extremo
de
Mudo
hosco,
y
profundización Solano
se
que
le
abismaba
era en
casi sus
honduras en un proceso que Falcón temió terminara en algo parecido a la idiotez; para distraerlo, el investigador preguntó: -¿A qué se dedica su hija? -Es fotógrafa, creo. -No conseguí mucha información sobre ella. Cuénteme, ¿está casada? -Divorciada. Se casó muy joven, hace unos cinco o seis años. -¿Con quién? -Un joven Rivadeneira, diplomático. -¿Tiene hijos? -Un niño. Se llama Carlos Alejandro o Carlos Manuel, no recuerdo. -Económicamente, ¿cómo está? -Nunca me ha pedido dinero. Supongo que gana bien con su trabajo, además el ex marido le pasará una pensión. Ella viaja mucho, a Estados Unidos y a Europa. -¿Viaja con el niño? -No sé.
159
-¿Hay algo más que me pueda decir de su hija? Falcón lamentó haber hecho la última pregunta cuando se percató de que Cecil, al hacer conciencia de que casi no sabía nada de Alma, volvía a hundirse en un silencio y en una
inmovilidad
que
lo
asemejaban
a
un
gran
pájaro
disecado. Eran las 9:20. Seguidos siempre por el imperturbable Beltrán, el detective y su cliente llegaron a la dirección de Alma Solano De la Cueva. La vivienda era parte de un condominio llamado “Jockey Club”, dos o tres docenas de casas iguales construidas con el estilo de un pueblito bávaro; a Falcón, el conjunto residencial le pareció de cartón piedra; casi sintió, al ingresar al lugar, que el guardia que vigilaba a los recién llegados los expulsaría del recinto porque no llevaban trajes de tiroleses. El guardián, ventajosamente, solo los miró con displicencia mientras buscaban.
les
indicaba
Caminaron
la
sobre
ubicación un
de
empedrado
la
vivienda
falso,
por
que las
falsas calles del falso pueblito hasta llegar a la casa número 18, en la puerta del inmueble encontraron pegada una nota. Falcón agarró el papel y lo leyó en voz alta: -“Te esperamos en el parque de aquí al lado con tu nieto. Debo tomar una fotos.” -luego preguntó- ¿Le avisó que tenía trabajo hoy? -No. Cuando la telefoneé me esperaba.
no mencionó nada. Solo dijo que
160
El detective se apartó de su cliente y llamó con un gesto a Beltrán; cuando el boxeador se le unió, le comentó en voz baja, mientras sacaba su pistola de la sobaquera, la rastrillaba y escondía en el bolsillo de su chaqueta. -Esto me parece muy extraño. En el parque vamos a estar al descubierto, como conejos. Ten la Browning lista. -No
debemos
trampa.
ir,
Es
jefe
casi
-discrepó
seguro
El
que
Cobra-.
los
Esto
es
asesinos
una
estarán
esperándonos. -Sí -aceptó Falcón-. Pero si no vamos agarrarán al niño y nos lo cambiarán por Solano o por Adrián. -Tiene razón, jefe -gruñó el boxeador. Cecil y sus protectores se dirigieron hacia el lugar señalado
en
inquietante arbustos
de
la
nota,
vegetación: perversas
un
parque
árboles flores
antiguo,
con
retorcidos
y
rojas
y
macizos
mucha
e
musgosos, de
altos
tallos cubiertos con hojas de bordes cortantes. La luz de Quito
no
perdía
vegetación;
al
su
dureza
contrario,
en
el
tenue
mineralizaba
el
verdor verde
de de
la las
plantas, las hacía ver como durísimas joyas. Caminaron por un momento sobre la hierba hasta encontrar, junto a una pileta esculpida en piedra, a una mujer joven, rubia y muy bonita, que fotografiaba con eficacia profesional a un niño también rubio. Falcón tuvo que suponer las formas de la chica, una túnica suelta la ocultaba por completo.
161
-Cecil... papá, qué raro es verte -saludó Alma sin dejar de fotografiar
al
niño
quien,
distraído
por
los
recién
llegados, se movió un poco-. Quieto, hijo. -Alma. ¿Cómo estás? -Cecil se aproximó a su hija mientras el
investigador
y
su
asistente
lo
flanqueaban
para
protegerlo, abriendo sus posiciones como las puntas de un compás. -Estoy
bien
-le
respondió
la
mujer
que
seguía
muy
concentrada en su trabajo-. Me pareció extraña tu llamada, no nos hemos visto en tanto tiempo. A propósito, este es Juan, tu nieto. La última vez que lo viste tenía tres o cuatro años. El
niño
miró
con
curiosidad
al
hombre
alto
y
desconocido, mientras Solano extendía sus manos con torpeza hacia su hija. Alma no vio el gesto de su padre quien, incómodo, encogió los brazos. -Ahora estoy contigo. Termino este rollo y hablamos. -¿Para qué son las fotos? -quiso saber Cecil. -El padre de Juan está en Amsterdam, como cónsul, y el niño va a vivir con él. Quiero las fotos para mí -explicó la mujer, mientras seguía usando la cámara con una exactitud que a Falcón le pareció casi dolorosa. El detective sabía que Beltrán vigilaba el entorno percibiendo la forma de las sombras, el movimiento de las hojas y la infinidad de murmullos del parque; mientras tanto, él observaba a Cecil y sus descendientes: hubiera
162
esperado que el eje del encuentro fuera el niño pero ni la madre ni el abuelo le prestaban atención; el uno guardaba silencio mientras evitaba mirar a su hija quien, por su parte, se afanaba en el uso de la cámara de fotos. Falcón se dio cuenta de que la chica utilizaba la fotografía como su padre los silencios: para alejarse, para no entrar en compromiso con nadie. Solano y su hija se parecían mucho. -Señora
Solano
-empezó
Stalin
dispuesto
a
repetir
por
última vez la mentira que había iniciado las entrevistas del día-, me llamo Stalin Falcón y con su padre hemos iniciado un negocio para el cual... -La orquídea amarilla -interrumpió Cecil, su voz sonaba tan crispada que Falcón casi no la reconoció-, tú no me la mandaste, ¿no es cierto? -¿Orquídea? No entiendo -respondió la mujer encarando a su padre. - Alma, ¿por qué estamos aquí? -No te entiendo, papá. -Aquí al descubierto, en donde hasta me pueden disparar. -¿Disparar? Pero si solo esperamos a la abuela. -¿A mi madre? -Me llamó temprano esta mañana; dijo que te citara aquí, que ella vendría. Solano miró aterrado a Stalin, quien en ese instante lo comprendió todo; el detective había necesitado de unos
163
segundos más para captar el panorama completo, pero lo había hecho. -¿Cómo se dio cuenta? -le preguntó a su cliente. -Recordé que nunca pasamos vacaciones juntos mi hija y yo. Nunca. No había relación entre ella y la orquídea. -¡Nos vamos! -gritó Falcón a Beltrán. -¿Qué sucede? -preguntó Alma quien, desconcertada, se había aproximado a su hijo para abrazarlo. En ese momento empezaron los disparos. -¡El niño! -gritó Solano. Falcón embistió a la madre y al pequeño empujándolos dentro de una pileta; mientras tanto, Cecil buscaba abrigo tras de un árbol con la prisa torpe de un animal cercado; Beltrán había desaparecido. El detective, medio sumergido en el agua helada de la pila, se había dado cuenta de que los disparos venían de dos puntos diferentes, por el sonido supo
que
los
atacaban
con
armas
cortas.
Cada
trozo
de
verdor del parque se convirtió en una madriguera en la que se agazapaba la muerte. Stalin vio una sombra que se aproximaba al escondite de
su
cliente,
por
la
estatura
no
podía
tratarse
de
Beltrán. Salió de la pileta y, corriendo, fue en auxilio de Cecil. Llegó a tiempo. El hombre que había enfrentado en el restaurante encañonaba a Solano y se disponía a golpearlo cuando Falcón le hizo un disparo, el grueso proyectil de 9 mm. destrozó la columna vertebral del asesino. En su agonía
164
el sicario apretó el gatillo, pero la bala se perdió en el follaje; simultáneamente, se escucharon dos disparos más. Un par de segundos después, Beltrán se materializaba junto al detective y a su cliente. -El otro está muerto -informó el ex comando. -Todavía
funciona
tu
entrenamiento
de
selva
-acezó
el
investigador que se sentía chorreante y tembloroso. -Sí, mi sargento. Aquí pasó lo que usted dijo. -¿Qué? -No querían matar al gringo, nos disparaban a nosotros. -Yo también me di cuenta. Lo querían para cambiárnoslo por De Montero. -Así mismo debió ser. Y los tres hombres se dirigieron hacia la pileta en donde los esperaban la mujer y el niño, Falcón y El Cobra sostenían a Solano quien, aún aterrorizado, casi no podía caminar. Media
hora
después,
el
detective
y
su
cliente
conversaban en la casa de Alma Solano De la Cueva, en una sala decorada con artesanías, fotos de rituales populares y cuadros naif de pintores indios; el lugar le pareció a Falcón
más
que
un
espacio
para
descansar,
un
alegato de pluriculturalidad. -¿Ya sabe quién contrató a los asesinos? -preguntó. -¿Y usted? -quiso saber Cecil. -Sí. Lo sé.
solemne
165
Guardaron
silencio.
Mientras
tanto,
Beltrán
tomaba
café en la cocina, acompañado por Alma y el niño. Falcón miró a su cliente: un gran pájaro albino posado inerte sobre cojines bordados con temas étnicos. El investigador supo que Solano no solo había descubierto quién era la persona capaz de contratar dos asesinos para darle muerte; a lo largo de cuatro días, Cecil, de una manera cada vez más nítida, había vislumbrado los motivos más hondos de su naturaleza;
había
recorrido,
en
un
itinerario
doloroso,
desde el origen hasta las consecuencias de su situación, desde la difusa memoria conjurada por la flor amarilla, hasta la última balacera en la que pudo haber muerto. De ser Stalin un hombre optimista, hubiera esperado que Cecil Solano McKey usara ese nuevo conocimiento para mejorar; pero sabía que no iba a ser así, sabía que Cecil, como todos, perdería la oportunidad de cambiar. Lo único que el detective ignoraba era el procedimiento que Solano seguiría para continuar siendo el que, lamentablemente, era; con el propósito de averiguarlo, preguntó: -¿Qué va a hacer, Cecil? -No sé. -El peligro no ha pasado. Quien contrata un par de asesinos puede contratar otros dos. Debería hablarle. -Es inútil, ya ve como es, no escucharía. -Yo no veo otra opción. -¿Y si interviene la Policía?
166
-No serviría de mucho. Desde la cárcel también se pueden contratar sicarios. Allí, aún es más fácil. -Pero las autoridades intervendrán de todos modos -objetó Cecil sin mucha convicción. -Lo buscarán por lo del hombre muerto en su camioneta. Si no quiere destapar todo el asunto, puede insistir en que le robaron el vehículo. No creo que lo molesten demasiado, tal vez lo arresten un par de días. -¿Y lo que pasó en el parque? - Los disparos fueron solo cuatro y quedaron silenciados por
la
vegetación.
averiguaciones,
no
Por
esos
son
dos
que
conocidos
murieron aquí,
no
habrá
no
llevan
viva
estará
documentación, nadie preguntará por ellos. -No
puedo
hacer
nada.
Mientras
ella
amenazándome -murmuró Solano, ajeno a su interlocutor. Stalin supo que, en ese momento, Cecil Solano McKey había decidido hacer, por su cuenta, un contrato similar al que habían realizado en su contra. En Quito siempre se devuelve, a cambio de un Mal, un Peor. -Así que hará asesinar a su madre. -¿A mamá? ¡Cómo se le ocurre! -Ella es la que contrató... -La asesina es mi ex esposa. Regina me odia. Se habrá enterado de lo de Adrián... además coincide, este mes se cumplen veinticinco años de mi matrimonio con ella, ya se lo conté.
167
-Es una coincidencia pero... -¡No! -interrumpió nuevamente Cecil, de pronto iluminado, supuso
el
investigador,
por
las
concordancias
que
se
establecían en su memoria-. Encaja hasta lo de la orquídea, ella habló de un jardín botánico en Madrid, durante nuestra luna
de
miel,
¿se
acuerda?
En
esos
sitios
hay
flores
tropicales. Y estuvimos en España en verano, con ese clima seco y polvoriento que yo recordaba. -Señor Solano, su ex mujer no tiene ni el poder ni los contactos
necesarios
para
afectar
a
tanta
gente,
a
mafiosos, periodistas y a la Seguridad Política. Fue su madre. -Es absurdo. Lo que dice es un absurdo. -Beltrán -gritó el detective mientras se ponía de pie-, nos vamos. -¡Un momento, a dónde! -protestó Cecil. -Por ahora usted y su novio están a salvo, los dos asesinos han muerto; si contratan a otro par, será dentro de unas semanas. -¿Y qué vamos a hacer? -Usted, El Cobra y De Montero irán a su hostería en esta misma mañana, allá estarán seguros. -¿Y usted qué va a hacer? -A terminar mi trabajo -dijo Falcón mientras se encaminaban hacia la puerta-. No creo que pase de hoy día. Le llamaré a su hotel en la noche para informarle.
168
Ya en la puerta de la casa, Alma se aproximó a Solano; Falcón
sintió
la
intensidad
con
que
la
chica
deseaba
comunicarse con su padre, decirle algo. Cuando estuvo muy cerca de Cecil, la muchacha percibió su rigidez; Stalin se dio cuenta de que la tensión de su cliente era un mensaje ya captado por Alma en muchos otros inútiles intentos de aproximación. -¿Qué pasa, papá? -Nada. La pregunta y su respuesta le sonaron a Stalin como el ruido vacío de la lluvia. Un instante después, Solano y sus protectores se alejaban entre las casitas bávaras de cartón piedra del conjunto residencial. Eran las 11:45 cuando Stalin se despidió de Beltrán diciendo: -Parece que les salvamos la vida. -No creo, mi sargento -sentenció el boxeador mientras se acomodaba tras el volante de su auto-. Al final, igual van a morirse. Cecil Solano McKey y su amigo, el señor Adrián De Montero, ocuparon en silencio el asiento posterior del gran automóvil negro de El Cobra y le parecieron a Falcón una maternal
ave
prehistórica
y
su
gordo
polluelo.
Cecil
murmuraba algo contrayendo, al hacerlo, su repugnante boca pulposa, cubría los hombros de su compañero con el brazo derecho y sostenía con dulzura la cabeza de Adrián sobre su
169
pecho.
La
mañana
empezaba
a
tener
una
luz
fastidiosa;
Beltrán arrancó lentamente el Chevrolet Caprice para luego alejarse por la calle retorcida, sobre adoquines que el sol hacía brillar y paredes resecas, desconchadas por el calor. Junto a Stalin, suspiraba Malena apoyada en su brazo. El detective supuso que la dueña de la casa de citas estaba fantaseando con una partida similar en la que ella sería la adorada protagonista; casi la oyó canturrear “si vas en pos del mar, en pos del mar, allí te sigo”. Stalin sabía que en esos momentos extremos es fácil prometer cualquier cosa, hasta amor eterno. -Es
lindo
cuando
las
cosas
terminan
bien
-murmuró
el
travestí, al borde del llanto. -Nunca he visto algo que termine, Malena -gruñó Falcón-, nunca.
170
MEDIODÍA
El doctor Abel Unda, tal como se comprometiera por teléfono, lo esperaba en el parque La Alameda, junto al centenario Observatorio Astronómico. El abogado ocupaba una banca de cemento en forma de herradura alrededor de la cual crecía un pequeño seto de ciprés. Era un sitio buscado en el día por los adolescentes para apretarse los cuerpos, y, por la noche, se destinaba a otros y brutales embates de las carnes. Falcón, años atrás, había vigilado esos lugares y, desde entonces, no era capaz de olvidar la atmósfera de
171
sudores
turbios
y
groseros
gemidos
de
placer.
Algo
incoherente por completo con el destino del antiguo edifico que cobijaba esos ardores, una construcción dedicada al conocimiento de las estrellas, de las limpísimas estrellas. Eran las 12:20 y Stalin sintió que la cegadora luz del mediodía
desinfectaba
aceptable
sentarse
en
cipreses
resecos.
El
salchipapas
de
una
el
lugar
la
banca
abogado
grasienta
al
punto
para lo
bolsa
de
parecerle
conversar, esperaba
de
entre
comiendo
papel.
Inclinado
hacia adelante y con los brazos arqueados para no mancharse el
traje
con
el
alimento,
se
veía
muy
similar
a
un
escorpión. Con la tenaza izquierda sostenía la bolsita que rezumaba manteca y con la derecha trinchaba los trozos de comida, utilizando un tenedor de plástico. -Buen provecho -saludó el detective mientras se sentaba frente a Unda. -Gracias -contestó el abogado con la boca llena-. Usted dirá en qué le puedo servir. Falcón interlocutor,
se
miró
en
observó
su
los cabeza
gruesos calva,
lentes sus
de
su
antebrazos
musculosos y sus piernas cortas. Era un insecto peligroso, sin duda. -Usted sabe por qué lo llamé. -No, mi estimado licenciado, no tengo idea de por qué tengo el gusto de hablar con usted.
172
-Estamos conversando porque a los dos nos conviene, doctor. Esta es una ciudad muy pequeña como para incordiarnos el uno al otro. Hay otros por aquí más peligrosos de los que tenemos que preocuparnos. -Es verdad, licenciado -aceptó Unda mientras arrugaba la bolsa
aún
llena
y
la
lanzaba
por
encima
del
seto
de
cipreses-. Pero, aún así, le rogaría que me diera alguna luz para yo encarrilarme en el asunto que nos compete. -En pocas palabras -explicó Falcón aceptando el juego del abogado-, se trata de que al amigo de don Cecil Solano, Adrián de Montero, trataron de matarlo. El señor Solano es hijo de Grace McKey, su cliente. -Me deja asombrado, señor Falcón. No sé de lo que me está hablando. -Ya sé lo que pasó -dijo Stalin inclinándose hacia Unda hasta percibir el olor a fritanga de su aliento-; solo necesito que me lo confirme. -Y, con todo respeto mi dignísimo amigo, ¿por qué debo yo confirmarle nada? -Por
lo
que
le
señalé
antes.
Quito
es
pequeña
y
en
cualquier momento nos encontraremos de nuevo. -Cierto,
don
favores,
demuestra
generosidad.
Falcón. la
Es
muy
calidad
grato moral
que que
le
deban
uno
a
tiene,
uno la
173
-Me va a encantar ser su deudor -dijo el detective mientras se preguntaba cómo podía soportar ese sol nítido alguien tan sucio como Unda, sin reventar como un sapo en el calor. -Pregunte con confianza, pregunte. -¿Qué tuvo que ver doña Grace McKey de Solano en el intento de asesinato de De Montero y en la muerte de Obando? Abel hurgaba
Unda
con
el
guardó tenedor
silencio de
un
plástico
momento entre
mientras los
se
dientes.
Stalin, con repugnancia, vio cómo la saliva del leguleyo, espesa y rojiza, brillaba venenosa bajo la luz del sol. -No puedo hablar de mi cliente -dijo por fin el abogado-. Ya lo decía mi maestro, el doctor Deifilio Arias Campuzano en el ejercicio de su cátedra: Los jurisconsultos somos como sacerdotes del culto de la Justicia. Lo que nos dicen nuestros clientes está sujeto al mismo sigilo sagrado que deben observar los curas en las iglesias. -¡Por favor, Unda! -Le hablaré, pues, en general. Y usted entienda lo que pueda entender. ¿Le parece? -Perfecto. -Bien. Se trata de esta conventual ciudad de Quito, mi apreciado señor Falcón, aquí usted y yo tenemos trabajo gracias a que aquí todavía se respeta a la familia, que es lo único que tenemos en el mundo. Y el alma de las familias son las dignísimas madrecitas. Y del caso de una respetable matrona, un caso hipotético claro, le voy a contar.
174
-Estoy esperando. -La digna dama se entera, por un medio chantajista, de que su hijo mayor, divorciado, está en muy malos pasos. Que vive una alianza contra natura con un sujeto de pésima calidad moral. No sé si me hago entender. -Le comprendo, siga. -La dama teme más a la relación del hijo que al mismo chantaje. El otro vástago de la matrona es un político que sería, digamos, vicepresidente en las próximas elecciones; y
un
escándalo
así...
pues
es
lo
que
menos
quiere
la
señora. -Pero el que un político tenga un hermano homosexual ya no afecta mucho, las cosas han cambiado en ese aspecto. -Para
la
sociedad
quiteña,
tal
vez.
Aunque
yo
no
lo
afirmaría así, tan tajantemente, mi licenciado. -¿Entonces, qué pasó? -¡Qué no es capaz de hacer una madre para defender la honra de
un
hijo
que
va
a
llegar
a
una
de
las
más
altas
magistraturas del país! -¿Qué es capaz de hacer? -Supongamos, siempre supongamos, que la señora cree que un escándalo afectará a su hijo el candidato. No importa si lo dañará de verdad, no importa si la sociedad ya no juzga esas desviaciones con la necesaria dureza con que deben ser juzgadas.
Los
que
importan
son
sentimientos maternales, no se olvide.
esos
nobilísimos
175
-Imposibles de ignorar. -Una madre en esa situación, disculpe usted mi apreciado señor Stalin, no recurre al bufete de los doctores Huerta Gross. Busca un humilde y eficaz abogado como un servidor de usted. -¿De dónde lo conocería? -Las personas con poder siempre nos necesitan y saben cómo hallarnos. -¿Y qué ordenó la señora? -Una dama de esa condición y en esa dificilísima postura optaría, primero, por buscar el silencio del chantajista, un joven, por lo demás, de dudosa moral que se acostaba con la ex nuera de la dama y con el actual compañero del hijo descarriado. -¿Y qué haría en segundo lugar? -Eliminar el motivo del escándalo, por supuesto. Y, si me deja que le cuente, en tercer lugar trataría de impedir cualquier investigación que se hiciera sobre el asunto. -Contratar sicarios por medio de un abogado discreto y luego estimular a periodistas, excitar, como dicen ustedes los abogados, a la oficina de Seguridad Política... ¿No es mucho, aún para una madre? -No para una mujer con relaciones en esta ciudad. No en Quito, licenciado, no en Quito. Aquí todo está permitido, no hay ley que se respete siempre y cuando se actúe en silencio y para que nada nos mortifique. Se trata de que
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todos sigamos quietitos y calientes y de que nadie haga olas. -Y usted y yo -convino Falcón desanimado, mientras miraba las torres deslumbrantes del Observatorio-, usted y yo nos ganamos la vida evitando que se hagan olas. -Yo mismo no lo hubiera dicho con mayor lucimiento -alabó el abogado. -Triste esto de vivir de la mierda ajena. -¿Usted cree? -preguntó el leguleyo mientas se ponía de pie para despedirse-. Espero haberle sido de utilidad al hablar de este hipotético caso, licenciado Falcón. -Le debo un favor, abogado. -Tendré el placer de recordárselo algún día -advirtió Unda mientras se alejaba por un polvoriento caminito que se perdía entre arbustos resecos. Falcón se levantó mientras concluía: -Triste es esto de vivir de la mierda ajena, pero es más triste vivir en la mierda y no sacarle provecho.
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NOCHE
Eran las 9:37 de la noche y Falcón, refugiado en su estudio, trataba de encontrar en el cuadro de Botticelli la serenidad que le solían brindar los suaves contornos de las figuras pintadas. Había colocado, sobre la mesita central de
la
habitación,
su
arma
y
la
orquídea
amarilla
ya
mustia, junto a un vaso lleno de pisco del que bebía de vez en cuando. En la casetera, Roy Orbison cantaba sus notas alargadas, y las paredes cubiertas por los libreros se veían tan protectoras como siempre. Y sin embargo, Stalin
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no
encontraba
la
paz
suficiente
como
para
tomar
el
teléfono, llamar a Solano e informarle de su conversación con Unda. En el extremo derecho de “La Primavera”, Flora, como
siempre,
se
desprendía
de
los
brazos
de
Céfiro
mientras de su boca se escapaba el fino tallo de una flor.
I feel so bad, I got a worried mind; I´m so lonesome all the time Since I left my baby behind on Blue Bayou...
El
detective
recordó,
con
la
canción,
la
inútil
búsqueda que había hecho, en la memoria de su cliente, tras de
una
explicación
para
la
flor
amarilla.
Nada
había
significado, a la larga, la orquídea, que reposaba muerta y suave junto al acero de la pistola; los pétalos marchitos solo sirvieron para que entre ellos, Cecil y él mismo, depositaran sus nostalgias, sus fantasmas. El miedo de doña Grace McKey al escándalo explicaba todo el caso: sicarios, policías y periodistas. Daba razón de todo excepto de la flor amarilla. Stalin bebió un gran trago de licor, se acomodó en su sillón y, recordando la hoja que la noche anterior había arrancado de una libreta en el dormitorio de Regina De la Cueva,
la
buscó
en
sus
bolsillos;
cuando
la
hubo
encontrado, empezó a leerla. Y Falcón lo comprendió todo mientras sus ojos seguían con dificultad la irregular escritura femenina, el texto
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había sido redactado, sin duda, durante una borrachera y era, a momentos, incoherente. El investigador, luego de la lectura, bebió de un trago el resto de licor que sobraba en el vaso, trataba de protegerse con el pisco de la opresión que le provocaban las paredes cubiertas de libros. Tomó el teléfono, marcó el número
de
la
hostería
de
su
cliente
y,
cuando
éste
contestó, le dijo: -Señor Solano, tengo una carta que leerle, se la deben haber escrito hace como quince días, escuche:
Cuando empiezo a escribirte sí sé lo que te quiero decir en la carta. Sí me doy cuenta de lo que quiero poner en el papel. Pero después llegan la iras, las iras por todo lo que me hiciste, las iras por todo.
Mentiroso, ruin.
Y yo me olvido y ya no sé lo que pongo, y solo me salen ofensas.
Pero te mereces las ofensas, los insultos, ruin, ruin, sucio dañado, torcido asqueroso, cochino, ruin, ruin, ruin. Yo que era todo para ti, una madre, todo, todo. Yo que solo quise ser una orquídea para ti.
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Ya, ya te tocó. Tanto me ha tocado padecer a mí, a mí. Ahora te toca a ti.
Ahora, al fin.
-No entiendo -dijo Cecil luego de escuchar la lectura-. ¿Qué es eso que me ha leído? -¿No reconoce las últimas frases? -No. -”Ahora te toca a ti. Ahora, al fin”. -Bueno... sí. Es lo que decía la nota que vino con la orquídea, antes del primer atentado. Falcón hizo un esfuerzo para evitar el abrigo que le ofrecía el cuadro de Botticelli. ¿Cómo era la hostería de Solano, era la copia en cartón de una cabaña Far West? Imaginó la habitación en que se encontraba su cliente: paredes de ladrillo visto, adornos de madera, bronce y cuero, aperos de labranza colgados de las vigas del techo y escopetas inútiles cruzadas sobre una chimenea falsa. ¿Cómo se arreglaría Cecil para asimilar la realidad en semejante escenario? -Lo que le leí -informó Stalin- es una carta que encontré en el dormitorio de su ex esposa. -Fue ella, yo sabía.
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-Usted tuvo razón. Doña Grace contrató a los sicarios y movió policías y periodistas pero, al hacerlo, era solo un instrumento de Regina. -¿Cómo? -Ella usó a Tony Obando. Convenció al muchacho para que chantajeara a su madre amenazándola con hacer pública su relación
con
Adrián.
Eso
afectaría
a
Franck
en
sus
aspiraciones electorales. ¿Qué miraba Solano mientras oía su verdad? ¿En cuál de los objetos de utileria que le rodeaban reposaba la vista, los ojos desorbitados? Pero, ¿es que sus ojos de pájaro indefenso llegaban a desorbitarse? -¿Por qué no me chantajeó a mí, o a mi hermano Franck? -A Regina no le importaba el dinero, sabía que la reacción de
doña
Grace,
su
antigua
suegra,
sería
ordenar
el
asesinato de De Montero. -¿Estaba celosa de Adrián? -No. Se quería vengar de usted con esa muerte; se quería vengar de su abandono, de su fracaso matrimonial... de todo. ¿Cómo se sigue siendo parte de un decorado artificial y perfecto luego de saber que la madre de uno le quiere matar
al
novio?
Se
preguntó
Falcón
mientras
fijamente la bocina negra del teléfono. -¿Y la orquídea? -preguntó Cecil con la voz apagada. -Es la única flor con clítoris, ¿no le parece?
miraba
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-¿Qué? -La
orquídea
es
ella,
Regina.
Debieron
ver
orquídeas
durante su luna de miel, en el jardín botánico que ella mencionó. Usted no las recuerda, su ex esposa no las pudo olvidar. -La orquídea. -Creo que cuando un insecto se introduce en ese tipo de flores
queda
atrapado,
perdido
entre
tantos
pétalos
retorcidos. -¿Cómo dice? Stalin cortó la comunicación sin despedirse, sabía que Solano contrataría unos asesinos para eliminar a su ex esposa. Falcón se dio cuenta de que con su llamada había puesto a funcionar una ciega máquina de sentimientos que modelaría un cadáver; un asunto que, por lo demás, no era de su incumbencia. Sintió
como
si
por
algún
lado
del
pecho
se
le
adelgazaran las carnes hasta quedarse en huesos, y se le diluyeran los huesos hasta volverse lágrimas. Por suerte tenía una botella de pisco, la amorosa y eterna luz del cuadro de Botticelli y las alargadas notas de Roy Orbison que, en el fondo, cantaba:
Oh, some sweet day, gonna take away this hurtin´ inside...
183
VIERNES
184
MAÑANA
Falcón había bebido toda la noche anterior y solo al final, cuando la botella de pisco estuvo vacía, consiguió reconciliarse con las dulces mujeres de “La Primavera” de Botticelli. Eran las 9:55 y el sol de Quito brillaba con sus
acostumbradas
crueldad
e
indiferencia.
El
detective
salió de su departamento para buscar una cerveza que le permitiera sobrevivir a la jaqueca y a la náusea. Llegaba a la
tienda
aullaba:
esquinera
cuando
chocó
contra
una
mujer
que
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-¡Fifí! Hijito, ¿dónde estás? Falcón miró a la dama que había gritado, era gorda, cuidadosamente
pintada,
vieja
y
muy
fea.
Claro
que
compensaba todos esos defectos, pensó el detective, con un peinado surrealista que tenía vida y destino propios, una torre de bucles renegridos por el tinte, una tétrica maraña de pelos que se erguía autónoma, ajena al mundo, a la vieja y a la luz de la mañana. -¡Fifí! -volvió a gritar la señora-. ¡Ven con mamá, no le hagas sufrir a tu madrecita que te quiere tanto! Stalin, para no mirar el indescriptible peinado, se concentró en las hojas muertas que el sol había calcinado sobre
la
acera.
La
dama,
dirigiéndose
a
él,
preguntó
majestuosa: -¿No ha visto un poodle por aquí? Falcón, detective al fin, supo que era capaz de hallar al perro sin problemas; es más, en la esquina en que se encontraban solo podía estar oculto tras unos cartones que, apilados contra un muro, esperaban el paso del camión de la basura.
El
investigador
estuvo
a
punto
de
responderle
profesionalmente a la señora, pero se contuvo. -No he visto nada -contestó hosco, mientras se preguntaba cómo había hecho la gorda para escapar de “Amarcord”. La mujer gruñó: -¡Borracho asqueroso! -y se alejó resoplando.
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Cuando la señora estuvo lejos, Falcón pateó el montón de
cartones
y
un
ridículo
perro
negro,
con
el
pelo
recortado y cubierto de lazos blancos, salió a escape, alejándose de su “madrecita”. -Probablemente te atropellará un camión antes de que cruces la
primera
calle
-murmuró
Stalin-,
pero
hay
destinos
peores. Y el detective, por si acaso, se alejó también en dirección opuesta a la que recorría la madre del animal.
San Francisco de Quito, marzo de 1998 a mayo de 1999.
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INDICE
DOMINGO
PAG.
5
LUNES
PAG.
30
MARTES
PAG.
83
MIERCOLES
PAG. 117
JUEVES
PAG. 155
VIERNES
PAG. 180