ANEURISMA

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12 tenía una navaja escondida, o una varilla para asaltarle. Iba apoyándose en el bastón, pero ese palo más parecía garrote que muleta, yo mejor le dejé pasar, haciéndome el loco, te digo, Juana. El parque ya no es lo que era, ahora cualquier gil te saca una pistola, muerto del miedo, eso sí. Después, el escritor se fue hacia la vieja Melisa, la cajonera, y le compró chicles y tabacos sueltos y, apoyándose en uno de los árboles del parque, hizo como que prendía el tabaco, como que el viento no le dejaba, como que se iba a quedar ahí hasta que hubiera menos aire para pegarle la candela al cigarrillo. Pero yo sabía para lo que estaba allí. Estaba para pescar cuando algún aniñado del norte viniera a comprarle la droga a la Melisa; la vieja sabida tiene debajo de la caja de los chicles su montón de bolsitas, y los niños bien le pagan bastante por los saquitos de coca. Y llegó uno de los clientes de la Melisa, uno flaquito, vestido como metalero pero con chompa de cuero y zapatos gringos, llevaba como cien dólares en ropa, Juana, te juro. El pendejito iba hecho el tonto al principio, pero clarito se veía que estaba necesitando una dosis porque temblaba como perro mojado, y eso que era de mañana y hacía un solazo. Dio unas vuelta cerca de la Melisa, como para coger coraje, y después se acercó a la vieja, le pidió la droga, pagó y, apurado, fue a esconderse tras de un árbol para jalar como aspiradora. El escritor vio todo, medio sonreído, haciéndose el que prendía su cigarrillo en el viento. Y te digo que era escritor porque después se fue hasta uno de los bancos del parque y se puso a escribir en una libretita,


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