Esferas 8: Precariedad/Precariousness

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Pero incluso si otorgamos igualdad de posibilidades a la muerte y al escape la disyuntiva da escalofríos. De 1990 a 1995 al menos cuarenta y cinco mil cubanos llegaron en balsa a los Estados Unidos. Calculen ustedes. Pero están los otros, los que murieron en sus casas de alguna enfermedad alentada por el hambre. De aquellas muertes nadie tiene cifras confiables. (Excepto el gobierno que, con su habitual discreción, prefiere callarlas). Pero esto puede darles una idea: en 1990 el promedio de los entierros en el principal cementerio de La Habana oscilaba entre cuarenta y cincuenta diarios. Cuarenta entre semana, cincuenta los sábados y domingos. Tres años después la cifra se había duplicado: ochenta enterramientos diarios de lunes a viernes y cien los fines de semana. Saquen sus cuentas. En medio de esa masacre discreta yo me di muchísimos lujos. El lujo de no dejar de escribir, de ver películas, de leer, de visitar y recibir amigos. El lujo de ser insolentemente irresponsable, de ser feliz en medio de aquella hambre atroz que lo cubría todo y que hacía que la gente se desmayara en medio de las paradas de autobuses o en la consulta del dentista. Eso no me evitaba acostarme con hambre. Levantarme con hambre. Desayunar leche en polvo y la mitad del pan ínfimo que Cleo partía conmigo. Meter en un cacharro un poco de arroz y picadillo de soya o de croquetas de pescado (se ruega no tomar demasiado al pie de la letra tales nombres: les llamábamos así por mera costumbre, para que el engaño del hambre fuera lo más eficaz posible). Luego ir en bicicleta hasta el cementerio. Sí, buena parte de mis últimos años cubanos los trabajé en el principal cementerio de la ciudad, diz que de historiador. 55 hectáreas tapizadas de cruces y mármoles. 55 hectáreas de hambre rodeadas de hambre por todas partes. Porque incluso en pleno centro de la ciudad, en una zona que antes estuvo rodeada de cafeterías, restaurantes, pizzerías y heladerías, los establecimientos estaban permanentemente cerrados por falta de comida. En aquellos días de absoluto control del Estado sobre la economía la ecuación era simple: si el Estado no tenía nada que vender entonces no había nada que comprar. Y si de repente vendían fiambres de aspecto infame, habría que hacer tres o cuatro colas de cola para comprarlas. Por eso debía atenerme a lo que llevara en aquella cantina plástica y devorármela antes de que el calor bestial del trópico la volviera una pasta babosa y rancia. Aprovechar hasta la última brizna porque no habría nada más que comer hasta que regresara a la casa, a las cinco de la tarde, en bicicleta. O no. Porque en la casa tampoco encontraría mucho que comer. Arroz, algún grano y luego cocimientos de yerbas arrancadas a escondidas de los canteros del barrio para engañar un hambre cada vez más astuta. Casi siempre prefería que el hambre me agarrara en la calle, viendo alguna película. Películas viejas, en la cinemateca, porque los cines de estreno no cambiaban de cartelera en meses. Al menos en la cinemateca exhibían una y hasta dos películas diferentes cada día. Allá me encontraba con Cleo a la salida de su trabajo, y coincidía con mi hermano y su novia 77


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