LUNA NUEVA. No. 37. Septiembre 2011

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Luna Nueva No. 37

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La falta de distribución ha impedido leer, siquiera, un libro de cada autor de la larga centena; sin embargo, el respeto incondicional a los poetas, la irrevocable confianza en la poesía y el egoísmo generacional, me dicen, sí, claro, sí. Y como una opinión no pretende emular a las laureadas Tesis con mínimo 199 bibliografías, de comienzos de la década propuesta por Luna nueva, se podría citar a Samuel Jaramillo, 1950; Omar Ortiz, 1950; Santiago Mutis, 1951; Julio César Arciniegas, 1951; Guillermo Martínez, 1952; su forma de poetizar nos recuerda que el poema, como el helecho, no necesita de flores para ser bello. Estos poetas están más cerca a los de la década precedente que a los poetas de los umbrales del 60 como Flobert Zapata, 1958; Robinson Quintero, 1959. Por ello es absurdo hablar de generaciones y fronteras temporales cuando se trata de aproximarnos a los cultivadores de la poesía. Julián Malatesta, 1955; Felipe Agudelo, 1955; y Armando Rodríguez, 1956, serían el punto de equilibrio junto con Rómulo Bustos, 1954, cuya obra es reconocida dentro y fuera del país, y a quien debemos agradecerle versos como los siguientes: Has construido un buen vacío ponlo ahora sobre tu corazón y aguarda confiando en el paso de los años. Además del resultado del buen vacío que por fin certificará nuestro paso por la tierra, mi fe irrestricta se basa en lo siguiente: La poesía ha existido sin poetas, sin territorios, sin alfabetos oficiales e, incluso, sin lengua; en cambio, los espejismos pueden nublarlo todo de acuerdo con las dinámicas del equipo interdisciplinario de mercadeo y publicidad. Y mientras este dinamismo alcanza el máximo punto de la curva en que desaparecen espejismos y novelones, ojalá exista algún aventurero del lenguaje, la imaginación y la paciencia que, a falta de editoriales, tenga sus libros invernando en los archivos del silencio. Sería un acto de dignidad con el oficio del poeta: prolongar la esencia de la poesía en el anonimato, como sucedió con Aurelio Arturo, Carlos Obregón, Silva y, como ha sucedido, con poetas inevitables del resto del mundo. Esta tradición milenaria debe prolongarse para sonrojar la espectacularidad, los aplausos carnavalescos y las tiernas cadenas del afecto perverso que, a través de internet, convierten las neuronas en plastilina. Si ello no está sucediendo, no tendríamos poetas importantes para la historia de la poe-


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