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Villafañe, el rey arhuaco de La Leyenda Vallenata/Marcos Fabián Herrera

Villafañe, el rey arhuaco de La Leyenda Vallenata

Marcos Fabián Herrera

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marcosfabian72@gmail.com

Los sábados Betty Álvarez y Vicente Villafañe alistaban los morrales y preparaban su menaje para una jornada que se repetía desde 20 años atrás. Asomado a la adolescencia, José Ricardo, su hijo, se esforzaba por comprender la cosmovisión de su pueblo arhuaco. Portador de los ímpetus de la pubertad, pero enarbolando con orgullo la tradición ancestral, dentro de los jóvenes de la zona oriental de la Sierra Nevada de Santa Marta era visto como un promisorio labriego por su amor a la labranza. Nativos y foráneos lo apreciaban por la candidez que traslucían sus gestos y una determinación que con el tiempo se convertiría en impronta. flaban en sus prédicas los frailes capuchinos llegados de Italia, junto al chicote, ese género que brota de la tierra y que en el sonido del carrizo viaja por los aires, tenían un exponente cuyo nombre en toda la costa era sinónimo de sabiduría, el juglar Adán Villafañe, hombre sentencioso y contemplativo, cuyas andanzas por los caminos intrincados de la provincia dejaban una estela de alegorías y parábolas. Fue él quien prohijó el talento del hijo de una gitana y de un líder indígena, el mismo que descifró en las resonancias sonoras escuchadas una tarde en un callejón antiguo del centro de Valledupar, el inequívoco llamado vocacional.

Mientras Vicente compraba granos y vitualla en una tienda, José Ricardo, absorto, presenciaba a través de una ventana de la Academia del Turco Gil las lecciones de acordeón que los aprendices recibían. Atraído por las facciones de ese jovencito que reflejaban perplejidad y sorpresa, el célebre maestro de acordeoneros lo invitó a recorrer las locaciones espaciosas del lugar del que emanaban los sonidos de los ejecutantes bisoños. Tímido y balbuciente, el maestro lo observó marcar el compás con las manos y los pies, mientras se solazaba con el sonido del fuelle de un acordeón de dos teclados. Al regresar su padre, luego de buscarlo con desespero por todos los recovecos de la cuadra, antes de un saludo, el Turco Gil, con la propiedad de un baquiano y la sapiencia que le otorgaba décadas de tutoría y enseñanza, se apuró a decirle para tranquilizarlo: “Este muchacho tiene oído; matricúlelo”.

La academia de música vallenata que desde 1979 dirige el maestro Andrés Gil Torres, conocido en todo el litoral como El Turco Gil, un baluarte del que se ufanan los valduparenses pues la suya es la escuela de los acordeoneros más destacados, está ligada a la evolución del Festival de La Leyenda Vallenata, a la internacionalización del género y a la formación de cientos de cajeros, de guacharaqueros y de acordeoneros que un día ingresaron a sus aulas a conocer los secretos de un instrumento que, si bien fue concebido en Europa, las brisas del río Guatapurí y el ingenio de los poetas y decimeros, lo transmutaron en el vocero legítimo de la sonoridad del desamor y el festejo. En el walkman que su padre le regaló escuchó en cassettes a Carlos Vives y los clásicos de la provincia, y los éxitos de Diomedes Díaz. Tardes enteras disfrutó los pases sonoros de curtidos digitadores como Egidio Cuadrado, Nafer Durán, Colacho Mendoza y Juancho Rois que lograban con la contorsión del fuelle y la combinación exacta de los acordes. Por eso, cuando el Turco Gil le insistió a su padre en vincularlo a la academia para que iniciara el aprendizaje, a su memoria regresaron las pláticas con Adán Villafañe y la magia sonora de los grandes acordeoneros que deleitaron sus ratos de ocio.

Vicente, quien se había esforzado por ser el arquitecto de una paternidad que le permitiera a José Ricardo albergar ilusiones y concebir sueños, ahora enfrentaba un dilema: la carencia de recursos hacía imposible sostener a su hijo en la ciudad. El guiño del maestro y la obstinación de José Ricardo, hicieron realidad el sueño del hombre que en su sangre y apellido estaba signado. En un atardecer, Adán, mirando el firmamento en la Sierra, explicó: “el músico indígena toca para celebrar el mundo. No tiene egos ni jactancias. La música ancestral no se puede profanar. Cuando el milagro sobreviene, el músico se encuentra a sí mismo y el artista se revela en su plenitud.”

Cumplidos los 13 años, después de desayunar con bollo y aguapanela, decidió irse para el Valle. Allá, en la ciudad, existía un lugar que instruía en la comprensión del lenguaje que permitía que el instrumento que anhelaba hablara en varias tonalidades. Empeñado en su propósito, tomó el camino sabiendo que padecería adversidades y que su familia se resentiría. Tan pronto advierte su ausencia, Betty, su madre, desesperada y llorando, informa a Vicente quien, presuroso, en la motocicleta fue en su búsqueda. Alcanzándolo, desciende y lo toma de la mano. Juntos caminan hasta una piedra y se sientan a dialogar. Vicente le pide que regresen a la casa comprometiéndose a que no habrá ningún castigo.

bras que José Ricardo asimiló como un tácito compromiso de su familia con su decisión de hacerse músico: “Él ya es un hombre, se le metió en la cabeza que quiere tocar acordeón. Permitamos que lo logre”.

Cuando el Turco Gil los vio llegar, en la academia se escuchaba una confusión de sonidos y una barahúnda de voces y gritos. En medio de ese estrépito, Vicente le dijo al maestro: “Usted dijo que sería acordeonero. Aquí se le traigo”. José Ricardo evoca la generosidad del Turco Gil como el mayor regalo recibido en su vida. Lo alojó en su casa y nunca le cobró a sus padres manutención ni matrícula académica. Dos días después, residía en el hogar del Turco Gil.

Seis horas diarias al acordeón y una rutina de concentración sin diletantismos, no podía dar resultados diferentes a los del nacimiento de un prodigio. El indio arhuaco que los mestizos veían con desdén, se coló en las tarimas e irrumpió en cuanto bazar, fiesta y piqueria se celebraba en La Guajira. En un atardecer de 2003, en Villanueva, la plaza atiborrada presenció como un adolescente dominaba el acordeón con la misma maestría de los consagrados. Un rostro inexpresivo contrastaba con las manos diestras que interpretaban puyas y paseos, merengues y sones. La música del Negro Alejo Durán cruzaba el siglo y el milenio con el surgimiento de una figura ataviada en la indumentaria arhuaca, que, tutelado por los dioses de la Sierra, alcanzaba la epifanía sonora desconcertando a los descendientes de los apellidos tradicionales a los que les incomodaba ver en aquel indio a un acordeonero excepcional.

Las incesantes correrías acompañado por su padre José Vicente hizo que descuidaran la finca. Pernoctando en colegios e improvisados albergues y llevando fiambre para conjurar los bostezos y el cansancio, sortearon los azares y se hicieron un binomio conocido en la región. Vicente tras bambalinas y José Ricardo en la tarima, lograron que se gozara música vallenata ejecutada por un arhuaco. En el viaje al Festival de la Loma, su desvencijado Suzuki L 580, quedó varado por falta de gasolina. Mientras esperaban que alguien los socorriera, los demás participantes pasaban raudos, creyendo que la ausencia de Villafañe sustraería de la competencia al más aventajado. Superado el escollo, de nuevo salieron airosos, el acordeón Home Rojo que José Vicente le había obsequiado en 2004, atesoraba un laurel más. No obstante, el pretendido título de Rey Vallenato seguía esquivo.

Mucho le costó superar la resistencia que su condición étnica despertaba. Sucesivos intentos y malogradas apuestas, parecían condenarlo a un rol marginal en el certamen que por naturaleza consagra a los acordeoneros. En el 2005, obtuvo el segundo lugar en la categoría juvenil y, en el 2007, el mismo puesto en la categoría aficionado. La invitación que recibe de Carlos Vives en La Pedregosa –conocido balneario de Valledupar– significó un paso decisivo en su carrera musical.

El mes de abril del 2013 el mayor difusor del vallenato en el mundo, y el creador de un estilo que convirtió al género en un emblema de Colombia, se acompañó en la tarima Francisco el Hombre de José Ricardo Villafañe. La tierra del olvido se escuchó con más autenticidad que nunca pues ahora la esencia telúrica de la sierra que Vives ha reivindicado en sus letras y en su estética, se integraba con un legítimo representante a la orquestación de Los Clásicos de la Provincia. Ya no era un indio chumeca como Lorenzo Morales, el personaje de La Gota Fría. El de ahora era un indio arhuaco nacido en Sabana Crespo. La amistad con Vives estuvo bendecida por las fuerzas cósmicas de la Sierra. Santa Marta y Bogotá fueron las siguientes ciudades que presenciaron a un nativo debutar al lado del cantante colombiano más famoso en el mundo. Muchos de quienes ahora lo escuchan ejecutar el acordeón, creen que José Ricardo ha logrado el punto cimero. Esta afirmación la demuestran cuando detallan algunos pasajes de sus puyas con cantos de pájaro y comprueban que ahora replica con fidelidad el gorjeo del turpial rojo.

La noticia de que José Ricardo Villafañe se coronó Rey Vallenato 2021, en la Plaza Francisco El Hombre, fue una gota fría para sus detractores, pero para quienes lo siguen desde que era adolescente saben que el aura mágica de sus mayores en esta ocasión lo arropó para que el tiro no saliera mal..

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