Giulia Sissa & Marcel Detienne - La vida cotidiana de los dioses griegos

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U VIDA COTDUNA OE LOS

DIOSES Clin i

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GIULIA SISSA • MARCEL DETIENNE


Giulia Sissa y Marcel Detienne

La vida cotidiana de los dioses griegos

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m EDICIONES TEMAS DE HOY


Colección: HISTORIA Autores: Giulia Sissa y Marcel Detienne Título original: La vie quotidienne des dienx grecs Hachette 1989 Ediciones Temas de Hoy, S. A. (T. H.) Paseo de la Castellana, 93. 28046 Madrid Traducción: Elena Goicoechea Larramendi Revisión de la edición española: Alfonso Silván Rodri catedrático de griego D.I.B. Diseño de portada: Rudesindo de la Fuente Ilustración de portada: Angus McBride Primera edición española: mayo, 1990 ISBN: 201-0107810 (edición francesa) ISBN: 84-7880-029-8 (edición española) Depósito legal: M. 11.935-1990 Compuesto en EFCA, S. A. Impreso en LAVEL, S. A. Printed in Spain - Impreso en España

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INDICE

IN T R O D U C C IO N .............................................................................

19

PRIMERA PARTE HOM ERO A N TRO PO LO G O C a p ít u l o I

¿LITERATURA O A N T R O P O LO G IA ?.......................................

33

El mundo de la ¡liada, 35.—Tiempo de pormenores, 40.—Es­ tructuras e invención de lo cotidiano, 45.—Un rasguño: vis­ lumbre de un mundo, 47. C a p ít u l o II

LOS DIOSES, UN A NATURALEZA, UN A SO C IED A D ........

51

La sangre inmortal y su contexto, 52.—Hera y el cinto de Afro­ dita, 57.—Afrodita y el deseo, 61.—Diosas o mortales, al fin y al cabo mujeres, 63.—Dioses sometidos, 66. C a p ít u l o III

DISTRIBUCIO N D EL TIEM PO.....................................................

71

Divinidades del tiempo, 71.—Placeres e inquietudes, 77.—Zeus y Hera en acción, 82.—Inquietudes y peligros, 85. C a p ít u l o IV

EJERCER DE DIO S: U N ESTILO DE VIDA.............................. Reacciones divinas, 93.—Metamorfosis y suplicios, 100.

91


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Indice

C a p ít u l o V

DELEITARSE C O N E L PLACER D E VIVIR..............................

103

Apetitosos vapores, 104.— La relación del sacrificio, 109.—La ración de los dioses, 111.—Néctar y ambrosía, 115.—El placer de la felicidad, 118.—La crítica de los filósofos, 120.—El placer de la vida, 122.—La vida cómica, 124.—Cenas de negocios, 126. C a p ít u l o VI

INJERENCIAS DIVINAS..................................................................

131

Influencia sobre los hombres, 133.—¿Dioses razonables?, 137. C a p ít u l o VII

PAISAJES D E SO BER A N IA ............................................................

141

Zeus se compromete, 145.—La mirada de Hera, 149.—La men­ tira de Zeus, 150.—... y la de Agamenón, 153.—Hera y Poseidón, 156.—Dificultades del poder, 162. C a p ít u l o V III

LOS DIOSES Y LOS DIAS...............................................................

167

¿El Génesis como un trabajo diario?, 171.—El Génesis: ¿un tra­ bajo digno de Dios?, 175.—La vida de los dioses y la vida de los hombres, 177.

SEGUN DA PARTE LOS DIOSES EN LOS PLACERES DE LA CIUDAD C a p ít u l o IX

CU A N D O LOS OLIM PICOS SE VISTEN DE CIUD AD AN O S

187

Elegir una ciudad, 191.—Construir un territorio, crear dioses para cada ciudad, 197.—Formas, saberes y poderes, 199. C a p ít u l o X

UN JA R D IN PO LITEISTA .............................................................. Acopio de estructuras, 209.—Configuración de dioses y jerar­ quía de poderes, 214.

203


Indice

9

C a p ít u l o X I

EL CO M ERCIO D E LOS DIOSES.................................................

221

Una práctica social: «creer en los dioses», 224.—Derechos po­ líticos, carne y sacrificios, 230.—Presencia de los dioses, 234. C a p it u l o X II

D EL ALTAR AL TERRITORIO: EL HABITAT DE LOS PO­ DERES D IV IN O S........................................................................

239

Del altar a la ciudad, 243.—Singularidad del templo griego, 250.—Asuntos locales, 255. C a p ít u l o XIII

ASUNTOS DIVINOS, ASUNTOS H U M A N O S..........................

259

Dioses en la médula de lo político, 264.—{Dioses dominados por los hombres?, 268. C a p ít u l o X IV

HERA, ATENEA Y COM PAÑIA: LA FUERZA DE LAS MU­ JE R E S...............................................................................................

273

Atenea m isógina, 275.— Praxítea, una anti-Clitemestra, 282.—Fundadora y madre patria, 286.—Una mujer a la cabeza de los efebos, 290.—El recorrido de los santuarios, 294. C a p ít u l o X V

U N FA LO PARA D IO N IS O ...........................................................

299

La epifanía del falo, 304.—El corazón y el miembro viril al mar­ gen de la erótica, 309. NOTAS

313


EL M UNDO GRIEGO EGEO



URANO-GEA

OCÉANO-TETIS

OCEANIDES

CEO-FEBE

i

ASTERIA

i

LETO-ZEUS

REA-CRONO

HIPERIÓNTiA

IAPETO-CUMENE

r~i

SELENE'ATLANTE PROMETEO-CELENOS

EOS

HELIO

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i i— i

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EPIMETEO- HESTIA

DEMÉTER

ZEUS

MERA

POSEIDÓN-ANFITRITE

PANDORA

ARTEMISA

APOLO

1--- 1

DEUCALIÓN

LICO

I*

QUIM ERlflf i

PIRRA

PERSÉFONE ATENEA

ARES

HEBE

ILITIA

HEFECTO

ABISMO

EREBO

NOCHE

ÉTER

(1) Este cuadro genealógico presenta las descendencias más importantes surgidas de la pareja de antepasados Cielo y Tierra. Se observará que la filiación de Hefesto y de Atenea es uniparentaL

DIA

(2) Genealogía del Día, divinidad que no pertenece a la descendencia de Cielo y Tierra, sino a la de Abismo a través de Noche.


N o t a d e l r e v is o r t é c n i c o DE LO S TÉRM INOS GRIEGOS

so b r e la t r a n sc r ip c ió n

Dado el doble carácter de la presente publicación, que por una parte tiene mucho que decir a un sector versado en cuestiones relativas a la cultura Antigua, y por otra pre­ tende llegar a un público más amplio, se ha pretendido adop­ tar un sistema riguroso en lo que se refiere a la transcrip­ ción de los términos griegos que aparecen en el texto en letra cursiva. Al lector conocedor de los problemas que en­ traña tal operación no es necesario hacerle ninguna indica­ ción sobre los criterios adoptados, que observará de inme­ diato, pero a otros lectores más profanos sí pueden facilitar la lectura de dichos términos unas breves indicaciones: 1.

2. 3. 4.

Los grupos /ph/, /ch/, /th/, /rh/ encuentran una correspondencia aproximada en los sonidos que atri­ buimos a nuestras letras /, j, z, r, esta última cuando va-en posición inicial. La h en posición inicial trata de reflejar una aspira­ ción equivalente a la de la lengua inglesa. El grupo /ll/ hay que leerlo como dos eles indepen­ dientes. Una z puede leerse como si se tratase del grupo /ds/ en castellano.


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5. 6.

El diptongo ou se pronuncia como nuestra «. Cuando encontramos ¿ o bien 6 quiere decir que en griego hay una eta o un omega, pero no tiene con­ secuencias en la pronunciación convencional del griego. Los acentos ' (agudo) y * (circunflejo) se re­ flejan en la lectura mediante el nuestro de intensidad.


IN TR O D U C C IO N *

yy I AMBIAR la vida» era ayer una consigna de ” las pintadas callejeras; hoy es un tópico de la sociedad del espectáculo. La «calidad de vida» se ha con­ vertido en un asunto individual. Los especialistas nos lo repiten a diario y a porfía en los medios de comunicación. También ayer, pero esta vez de la mano de Fourier y la obra Viaje a Icaria de Etienne Cabet (1840), la «vida coti­ diana» estaba a la orden del día. En el taller de Marx y Engels, los filósofos elaboraron una crítica de la vida coti­ diana mientras esperaban la llegada de aquellos que, en fe­ chas próximas a mayo del 68, iban a denunciar con reno­ vada violencia la época industrial, el capitalismo, los ritmos inhumanos de trabajo y la explotación de los asalariados, degradados y encadenados las veinticuatro horas del día. Lo cotidiano significaba entonces alienación, y el final de lo co­ tidiano debía ser el Gran Día, la Revolución, la abolición de la división del trabajo y el hombre por fin desalienado. En un ensayo titulado La vida cotidiana en el mundo moderno 1 escrito en 1968, Henri Lefebvre desacreditaba lo cotidiano «en el sentido Hachette» 2, lo cotidiano por do­ quier, en los incas, etruscos, romanos e incluso griegos, tal * La primera pane de la obra ba sido escrita por Giuiia Sissa, Marcel Detienne ha redactado la segunda y la introducción es de ambos.


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como existe lo cotidiano en Billancourt, en las fundiciones de acero de Lorena o sencillamente en el hotel Matignon. Según este autor, «Hachette» se equivocaba, ignoraba con toda seguridad que lo cotidiano es sinónimo de alienación y que únicamente aparece tras la expansión de la economía mercantil y monetaria, sin que deba confundirse con la vida y la cultura material cuyo inventario había establecido Fernand Braudel. Al parecer, los griegos, romanos y etruscos se habrían introducido por error en la colección de Hachet­ te, o mejor dicho habrían sido indebidamente extrapolados, desviados y anexionados; puesto que es evidente que grie­ gos, romanos y etruscos pertenecen a una época anterior a lo cotidiano 3, «cuando la prosa del mundo no estaba se­ parada de la poesía». Etruscos, romanos y griegos —afir­ maba Henri Lefebvre— gozaban con naturalidad de un es­ tilo que manifestaba los mínimos detalles de su civilización. Sea cual fuere el fundamento teórico de la división mar­ cada por la alienación, es evidente que la atención hacia lo cotidiano, la categoría de «día», la reflexión sobre la forma de vida sometida a un orden diario, no han esperado a los requerimientos de la economía capitalista moderna para ma­ nifestarse. Cuando Joyce decidió relatar la vida cotidiana de la gente en 1905 en una unidad temporal de un solo día concreto desmesuradamente dilatado, desde las nueve de la mañana hasta las tres de la madrugada, entre Bloom y Molly, tal vez se hallaba oscuramente determinado por el fracaso revolucionario de la Comuna de París o por otra menos escandalosa; pero al escribir Ulises, Joyce escribe de nuevo, o incluso recrea, la tradición literaria de Occidente desde Homero, con la Odisea y la 1liada. Una tradición que no cesa de explorar los valores del día, de comparar las dife­ rentes formas de vivir en el marco de una sola jomada, a través de Jean-Jacques Rousseau, Ronsard y Rabelais, Sé­ neca y los discípulos de Pitágoras. Jcan Starobinski ha des­ tacado magníficamente a los personajes de mayor relevan­ cia: Ronsard nos habla de los «días plurales» en la euforia expansiva del humanismo, las mil maneras de vivir las múl­ tiples vidas; Rabelais del día de Gargantúa, desde las tres


Introducción

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de la mañana a la caída del sol, los cuidados del cuerpo, los ejercicios físicos inseparables de la actividad intelectual que corresponden a una educación enciclopédica; los hábitos cotidianos formulados por el protestantismo cuando el in­ dividuo se ve obligado a ser «una persona ordenada por su responsabilidad ante Dios»; la exhortación cristiana para preparar el advenimiento del Día eterno, organizando la jornada con una disciplina monacal instituida por las gran­ des órdenes religiosas, desde Casiano a san Benito 4. Si nos remontamos en el tiempo, encontramos en Séneca y el estoicismo romano la recapitulación de los sucesos de la jornada, la descripción por escrito de actos y gestos, el examen de conciencia a la manera de los pitagóricos a fin de controlar el tiempo-olvido, de construirse una identidad rememorando los pensamientos y actos al final de la joma­ da 5. Con Pitágoras, los griegos descubrieron las virtudes espirituales de lo cotidiano, del «cada día», mediante un trabajo de reunificación, de rememoración que permite re­ troceder en la cadena de sucesivas encamaciones eligiendo una nueva forma de vida que transforme al ser humano en su totalidad 6. Y así cada día, puesto que, como escribió Séneca, una sola jornada vale por toda la vida de un indivi­ duo 7. Desde el principio, y en particular desde la epopeya de Homero en el siglo VIII antes de nuestra era, la humanidad estuvo marcada e incluso estigmatizada por la noción de día, de tiempo breve, de tiempo instantáneo. Por ejemplo, la palabra crono, que crecerá hasta convertirse en el dios Tiempo, es decir en el Padre de los días, en la litada signi­ fica el instante, el momento singular y fugitivo 8. Bajo las murallas de Troya, la existencia humana tiene el matiz de lo «diario», de «tal día en que» 9 tal suceso se ha producido, o bien de lo que cada mañana trae de bueno o malo. «En este mundo, el pensamiento de los hombres es lo que cada día el Padre de los humanos y de los dioses quiere que sea» I0, como Homero pone en boca de Ulises, el héroe de la Odisea. Por tanto, a los hombres, a los mortales, les correspon­


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de lo cotidiano, la fuerza vital de corta duración, mientras que los dioses se reservan el «siempre» y gozan de una vitalidad de larga duración " , la cual también implica una forma de vida diferente de lo diario y lo efímero 12 que impregna la Odisea de principio a fin. La noción de día implica la de forma de vida, ya que los dos términos se aúnan en la idea de vida que tan fuertemente moldea el concepto griego de tiempo. En efecto, aión 13, término por el que los griegos designan a «la vida», significa para los médicos la médula espinal, la sustancia de la fuerza vital, marca a la existencia su duración, su extensión más o menos larga o más o menos breve. Es la «fuerza vital», es decir, la vida, lo que diferencia a los hombres de los dioses: pues es evidente que no tienen la misma vitalidad, aun cuando inmortales y mortales se sienten a comer en la misma mesa, los unos al lado de los otros. Los hombres y los dioses parecen vivir bajo un régimen de paridad pero, de hecho, no son «iguales en vitalidad», en aión M, como dice Hesíodo al recordar a este respecto la edad de oro, es decir el tiempo anterior al asunto de Prometeo, el fuego robado y el escándalo de la engañosa ofrenda de la carne de la víctima. Precisamente Hesíodo, en su obra la Teogonia, ofrece la versión más difundida del origen de los hombres y de los dioses: unos y otros nacieron de la misma madre, la Tierra, Gea. Al igual que la especie humana, los dioses griegos pertenecen a la totalidad del mundo. No son ni divinidades transcendentes ni dioses creadores que fueran dueños del cielo, la tierra y el mar. Por supuesto que cada una de las dos especies cumple con su propio destino. E incluso algu­ nos de los dioses del Olimpo no dudan en despreciar a los mortales, «semejantes a hojas que, ya viven rebosantes de esplendor, alimentándose del fruto de la tierra, ya se con­ sumen y mueren» I5. Diferencia de poder, de dynamis, como dice Píndaro 16 al recordar el parentesco de origen entre los dioses y los hombres: la morada de los dioses, el cielo bron­ cíneo, es inquebrantable, mientras que el hombre es sólo insignificancia, nada, menos que una hoja caída de un árbol. Frente a los grandes inmortales, la especie humana es víc­


Introducción

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tima del error y ofrece un espectáculo de impotencia congénita para hallar remedio contra el envejecimiento y la muerte 17. Sin embargo, debido a su origen común, la vida de los hombres y la vida de los dioses se comparan continuamen­ te, y en toda la tradición, desde Homero a Hesíodo, ésta hace referencia a aquélla. Los dioses son tan próximos, tan semejantes que son vistos como «seres cuya forma es la de un brote humano» (anthrOpophySs) 18. En Grecia los dioses nacen en el mundo I9. Todos aque­ llos que en mayor o menor medida vuelven su mirada hacia la teología pagana tienen la imagen de Apolo y Artemis nacidos en Délos, Hermes en una cueva y Afrodita surgien­ do del Egeo. Un pensamiento teológico que se adapta per­ fectamente al otro nombre griego de anthrOpologéin, es de­ cir, del saber cuyo objeto son los dioses representados como hombres. Los dioses habitan en el Olimpo, viven en las alturas, en cielo abierto. Es un espacio por el que no transcurren las estaciones, en el que el tiempo no varía. Pero por muy elevada que sea la cima de una montaña, siempre tendrá su base en la Tierra. Los dioses viven allá arriba, pero en un lugar que aún pertenece a la Tierra.^ Los dioses no mueren, son athdnatoi, inmortales, aeigennStai, nacidos para siem­ pre. Lo cual no impide que Ares vea de cerca la muerte ni que conozcamos una tumba de Zeus. Sus cuerpos son vul­ nerables a las heridas, sufren con ellas. Alimentados de am­ brosía, néctar y vapores, no poseen sangre; pero, bajo su hermosa piel, están llenos de otros muchos humores. Los inmortales son akedées, están exentos de preocupa­ ciones. Para ellos la vida discurre plácidamente (rhéa). Y sin embargo, a pesar de esta cualidad típicamente divina que los poetas no dudan en atribuirles, se preocupan ((ksdesthai) de muchos asuntos; sus compromisos con el mundo y los hombres son continuos. A pesar de ser bienaventurados, mákares, sin embargo son presa de la cólera y de la piedad, del temor y del deseo; por lo tanto, de todo lo que con­ mueve y trastorna.


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Lo que es cierto es que resulta temible encontrarse con ellos frente a frente. Y a pesar de esto, se aparecen muy a menudo a los humanos, ya sea disfrazados o, como ocurre con frecuencia, a cara descubierta, sin que su presencia pro­ voque una conmoción en quien la afronta. Por consiguiente, tal como se desprende de la poesía homérica —testimonio por antonomasia—, la representa­ ción de los dioses es ambigua. Por una parte difieren de manera radical, tienen su tiempo, su espacio, un cuerpo no humano, son apacibles y terribles; por otra, el ritmo trepi­ dante en el que viven, se desplazan e intervienen, oculta la alteridad y casi la desacredita en el momento en que apa­ recen en escena en un plano de profunda homogeneidad con los hombres. Un aspecto emblemático de este doble discurso es la lengua. Homero atribuye a los dioses un uso de la lengua exclusivo. Sin embargo, la poesía homérica in­ siste en poner el griego de los mortales en boca de los habitantes del Olimpo, como si se tratara de su propio idio­ ma. Las únicas diferencias irreductibles con la identidad de los humanos son la inmortalidad, la edad inmutable y una serie de extraordinarios poderes: velocidad, fuerza, invisibi­ lidad o posibilidad de volar. Los olímpicos tienen su propia sociedad. Unidos por relaciones de parentesco, con alianzas matrimoniales endogámicas, constituyen un grupo cerrado, compuesto por tres generaciones cuyos individuos están anclados en una deter­ minada edad. Apolo es el koúros, el joven imberbe; Zeus, barbudo, es el adulto. Muchos de los hijos están engendra­ dos fuera del grupo, por algún olímpico que seduce a una mujer mortal; pero rara vez un bastardo semidivino es re­ conocido como un dios con pleno derecho. Así ocurre con Heracles, hijo de Zeus y de Alcmena, quien fue admitido en el Olimpo tras una serie de hazañas inverosímiles. Y esto provocó las reivindicaciones de Dioniso, hijo de Zeus y Sémele, princesa de Tebas. Al no ser reconocido dios por los suyos, Dioniso urdió una cruel venganza: hizo que su tía Agave, hermana de su madre, se volviera loca y matara a su propio hijo desmembrándole de manera salvaje. Lo


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más frecuente era que los hijos de los dioses o de las diosas no heredasen la condición inmortal del progenitor: eran sim­ plemente héroes, seres extraordinarios por su valor, privi­ legiados por el favor divino del que gozaban a lo largo de la vida. Pero su existencia tenía como destino un final. La estructura familiar, y por tanto jerárquica, de la so­ ciedad olímpica engendra relaciones de fuerza y poder. En primer lugar, tal y como está representado en la tradición épica, el señorío de Zeus tiene su propia historia. Zeus arre­ bató el poder a su padre Crono, quien a su vez había des­ poseído al suyo, Cielo (Urano). En una dinastía de inmor­ tales la sucesión se produce de modo violento. Pero Zeus no es hijo único: tiene hermanos y hermanas. Con las her­ manas establece alianzas, casándose con una de ellas (Hera) o dándole una hija (Perséfone) a otra (Deméter); con los hermanos hace un reparto igualitario del mundo por sorteo —típicamente fraternal. A Hades le corresponde el universo de los muertos, a Poseidón los mares, mientras que él recibe el cielo. En cuanto a la Tierra y al Olimpo, estos lugares quedarán indivisos y comunes. Sin embargo, esta triple re­ partición sólo resulta equilibrada en apariencia. Desde las alturas, Zeus domina. En calidad de padre de los dioses y de los hombres se impone a todos sus congéneres por ser el más fuerte, el único que podría dar la talla frente a los demás. Esto en cuanto a fuerza física, pues no duda en desafiar a los dioses de formas insólitas, como lanzar una cuerda desde el cielo a la Tierra y que desde abajo tiren de un extremo todos los dioses, mientras él sujeta el otro cabo. Así se verá que todos los habitantes del Olimpo juntos no tienen la fuerza de Zeus. Esto también atañe a sus herma­ nos, ya que, aunque pretenden ser sus iguales, se les recuer­ da con firmeza el orden de prelación. Poseidón, por ejem­ plo, quería intervenir en la guerra de Troya, a pesar de la prohibición de Zeus. Intenta hacerlo con la complicidad de Hera, quien distrae la atención de su esposo. Pero en cuan­ to Zeus se despierta del sueño amoroso que ha sellado sus párpados, el temerario Poseidón debe resignarse a ceder y someterse a una voluntad que no tolera la indisciplina.


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Zeus en plena gigantomaquia, fulminando a los gigantes, los hijos de la Tierra, y lanzando el fuego celeste a los que se atreven a amenazar su joven soberanía. Crátera en form a de cáliz, pintor de Altamira, 480-470 antes de J. C. Museo del Petit Palais, París. G. Bulloz.


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Zeus, el padre de los dioses y de los hombres —frente a quien unos y otros parecen a veces compartir la misma situación de inferioridad—, no se considera obligado a ob­ servar unas reglas democráticas. £1 es quien hace las leyes. Atenea repite: «Hay que temerle, porque castiga indistin­ tamente al inocente y al culpable.» En efecto, existe un alto grado de capricho en el ejercicio del poder; se ciega de ira y amenaza con golpear y lanzar a los dioses desde la cima del Olimpo para que se estrellen contra el suelo. El lenguaje de los dioses expresa con gran colorido los virtuales con­ flictos en el interior de un grupo ligado por una autoridad despótica. Manifiesta así mismo la extraordinaria versatili­ dad de estos seres, llamados mdkares, felices, pero extrema­ damente susceptibles ante la mínima ofensa o el menor per­ juicio contra su honor. Zeus lo mismo pisotea los requeri­ mientos «jurídicos» de su hermano que se conmueve ante los ruegos de Tetis solicitando vengar la muerte de su hijo. En asunto de timé, de honor, en seguida se siente interpe­ lado el padre de los dioses y de ios hombres. Muy pronto estos dioses que tanto se implican en los asuntos de los hombres serán el blanco de las críticas más dispares. Los filósofos llegarán a decir o bien que su forma no es sino la sombra producida por aquellos que los pien­ san (Jenófanes), o bien que sus modales e inclinaciones no son dignos de la perfección, ¡dea ésta inseparable de lo di­ vino (Platón), e incluso que su forma de vida apasionada y vulnerable a las preocupaciones no es compatible con la certeza, natural en todos los hombres, de su felicidad ab­ soluta (Epicuro). También muy pronto se les reducirá a simples alegorías de fenómenos naturales. La reflexión de los griegos abre así una vía a las polémicas de los Padres de la Iglesia. Pero, ¿qué llegan a ser los habitantes del Olimpo, los grandes dioses familiares de nuestra mitología, en el tiempo de los hombres? ¿Invaden efectivamente la vida cotidiana de los griegos organizados en ciudades? Como sabemos, el mundo de Homero y de la epopeya es contemporáneo a la aparición de las primeras ciudades griegas, a las más anti-


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guas comunidades de ciudadanos. ¿Intervendrán con fre­ cuencia los dioses en los asuntos de los nuevos ciudadanos? ¿Se sentirán los hombres en la ciudad bajo el dominio de los poderes divinos? Sin duda, los dioses están presentes en la ciudad hasta el punto de que ninguna comunidad política puede ser fundada ni instituida sin sus dioses. Siempre hay un primer altar, un sacrificio inaugural e incluso un lugar reservado para los dioses en cada nueva ciudad. En Grecia el político no puede prescindir de los poderes divinos. Pero, al mismo tiempo, algunos relatos nos cuentan cómo los habitantes del Olimpo descubrieron cierto día la existencia de ciudades, ciudades totalmente inventadas por esos mor­ tales «semejantes a hojas». Y he aquí que los olímpicos se atropellan para ocupar un lugar, el primero por supuesto, en aquellas pequeñas sociedades concebidas con tanta per­ fección que hasta la ubicación de sus templos ha sido pre­ vista por el arquitecto-urbanista o por el fundador titular. Los dioses están encantados con su nuevo traje de ciuda­ dano, seducidos ante la idea de convertirse en los «dioses de la ciudad». En las ciudades que van surgiendo por doquier hay in­ cluso un tiempo previsto y reservado para los dioses, para los asuntos que les conciernen, las fiestas, los sacrificios, la duración de las ceremonias, los detalles del ritual, la orga­ nización del calendario o los días consagrados en particular a cada uno de ellos. Los dioses están siempre presentes, sus asuntos se estudian antes que los de los hombres. A este respecto todos los ciudadanos se muestran unánimes. Y lo son también en cuanto a admitir como algo evidente que son las asambleas políticas las que deciden soberanamente en todos los asuntos de los dioses. Son sin duda dioses muy activos, presentes en toda la vida social, en todos los aspec­ tos de las relaciones de los hombres entre sí, en la conducta y en las actitudes públicas y privadas. Dioses a quienes varias veces al día, mediante oraciones y sacrificios, se les implica en la vida de los ciudadanos, ya sea porque los hombres se dirigen a la asamblea, se preparan para la guerra o esperan la maduración de los productos de la tierra. Dio­


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ses que disponen de su propia autonomía, dan consejos por medio de oráculos, de señales específicas, pero también dio­ ses que la ciudad elige deliberadamente para tenerlos a la vista, de tal manera que, en general, los ciudadanos no se sientan nunca bajo su dominio. Los dioses en la ciudad no parecen en absoluto seres poderosos y atareados como lo son los activos dioses de Homero, dispuestos a someterse unos a otros a los más terribles tormentos con tal de satisfacer la necesidad casi mórbida de ocuparse de los asuntos de los mortales. Tam­ poco son seres indiferentes como los que imagina Epicuro, dioses lejanos, confinados en la beatitud, dedicados a con­ templarse a sí mismos sin preocuparse en absoluto por el ajetreo de los lugares públicos. Son seres poderosos impli­ cados por su peculiar manera de actuar en todas las con­ ductas de los que pretenden «hacer vida de ciudadano». Y para poner en escena a algunos de estos dioses com­ prometidos en el mundo de los humanos, hemos decidido presentar, dando prioridad a la parte femenina, a unos per­ sonajes tan poderosos como Hera y Atenea, que ejercen su soberanía entre Argos y Atenas y regentan no sólo el con­ junto de las actividades de las mujeres, sino también la for­ mación de los futuros ciudadanos. Mientras que con Dioniso, y siguiendo los pasos de una de sus representaciones, la procesión del falo, podremos examinar, bajo el símbolo de un dios tan atento a todo lo relacionado con lo femeni­ no, aquellas maneras tan cívicas de ver las relaciones de la fecundidad natural y de la sexualidad cotidiana.


PRIMERA PARTE

HOM ERO A N TRO PO LO G O


CAPITULO I

¿LITERATURA O ANTRO PO LO GIA?

•c

A E puede hablar de una vida cotidiana de los dio^ ses? Sin duda es una pregunta difícil y delicada, ya que siempre nos acecha la anécdota, sentimos la amenaza de la futilidad y se cierne ante nosotros, mortales lectores, el aburrimiento que algunos suelen atribuir a los dioses. Pero es también un tema apasionante ya que sería despre­ ciar nuestra inclinación natural y, ante todo, equivocarnos sobre la propia teología si, por pudor, desistiéramos de la curiosidad hacia la vida cuando se trata de los dioses. ¿Cómo viven? ¿Qué hacen con el tiempo? ¿Qué les gusta hacer? Si lo real nos intriga, no tengamos miedo a su inconveniencia. Convenzámonos por el contrario de que estas pequeneces, estos detalles tan cotidianos lanzan, en todo tiempo y lugar, un desafío al pensamiento mítico o «lógico» sobre lo divi­ no. Tomemos como ejemplo la distribución del tiempo de los dioses; relacionar estas tres palabras, dioses, tiempo, dis­ tribución, significa tener que salvar otros tantos obstáculos: definir a un dios, imaginar su experiencia del tiempo y des­ cribir su correlación en el mundo. Veremos más adelante que, ante estos problemas, la fi­ losofía clásica no sólo se limitó a adoptar unas posturas fatalmente antinómicas. Más aún, cuando con Platón (si­ glo IV antes de nuestra era), Cicerón (siglo I de nuestra era) e incluso Luciano (siglo II de nuestra era) el debate sobre


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la naturaleza de los dioses adoptó la forma de un diálogo explícito, se vio que si existía tal controversia de argumen­ tos y refutaciones sobre la idea de divinidad era debido a un punto oscuro, causante de todos los litigios: ¿existe o no la posibilidad de acción en los dioses? Esta es la cuestión que divide a las escuelas y que dará lugar a dos opciones opuestas. Para Platón, y más tarde para los estoicos, la acción en el tiempo y en el mundo —lo efímero— no se reduce a una simple posibilidad accidentalmente inherente a la identidad divina. Actuar parece que constituye el a priori mismo de la existencia de los dioses: es su razón de ser. Por esto, admitir que hay inmortales, negando al mismo tiempo que sean activos, significa implícitamente negar su existencia. Por el contrario, una crítica recurrente de la tradición reli­ giosa, cuya versión más difundida es la de los epicúreos, prohíbe cualquier hipótesis de vida divina activa, a fin de concebir a los bienaventurados en la plenitud de la perfec­ ción. Hacer o no hacer: desde los griegos, la cuestión de la existencia de los dioses, de un dios, se plantea en estos términos, en el seno de una tradición que, primero politeís­ ta y luego monoteísta, postula la exigencia de justificar al ser en función de la capacidad de actuar. «Actúo, luego soy»: así podría enunciarse el lema de los dioses que expre­ san los teólogos —paganos y cristianos, indistintamente— comparados con los dioses epicúreos que aspiran al reco­ nocimiento lógico y que, por el contrario, reivindican la esencial y soberana ociosidad. Para subrayar la legitimidad de este debate y su permanencia a lo largo de los siglos, bastará recordar algunas páginas de la Enciclopedia de Diderot y D ’Alembert. Definir el ateísmo, esa idea preconce­ bida que «no se limita a desfigurar el concepto de Dios, sino que [...] lo destruye completamente», significa resuci­ tar el fantasma siempre acechante de la escuela de Epicuro. Ateísmo es la opinión de aquellos que niegan la existencia de Dios, autor del mundo [...]. He añadido las palabras autor del


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mundo porque no basta con aceptar en el sistema propio la pa­ labra Dios para no ser ateo. Los epicúreos hablaban de dioses y sin embargo eran verdaderamente ateos, porque no concedían a éstos parte alguna en el origen y la conservación del mundo y los relegaban a una vida de desidia ociosa c indolente. Si la cultura griega hubiese seguido la vía epicúrea, si los dioses del Olimpo se hubiesen mostrado tan divinos como los inmortales del taoísmo o el Cielo de Confucio, cuya máxima «El ni siquiera habla» descubrieron los jesuitas en el siglo XVII, entonces, por supuesto, hubiera sido impen­ sable una Vida cotidiana de los dioses griegos. Pero estos dioses se despertaban todas las mañanas cuando la Aurora traía, para ellos como para nosotros, la luz anaranjada de un nuevo día. Y cada día, por amor, ira o pasión, se levan­ taban con un proyecto, una intención o un deseo que les empujaba al exterior, a este mundo sublunar que compar­ tían con nosotros, en el que se creían inmortales y en el que ardían de ansias de vivir. Erase una vez la Grecia de Homero. Muy lejos de las fútiles charlas y de las parodias poste­ riores, el ritmo de los hexámetros rememoraba sin ironía y sin recelo las gestas y los días, la vida de ios dioses anti­ guos. En las ciudades de la Grecia clásica, donde la ¡liada y la Odisea se cantaban cada año 1 ante el público, se ofre­ cía un compendio de esta vida de los dioses; en imágenes literarias y relatos aparecía ante los hombres un mundo ha­ bitado y moldeado por ellos.

E l mundo de la Ilíada Una sucesión de días soleados y noches oscuras: hechos extraordinarios e imprevistos se suceden con un fondo de temporalidad firme, continuo, costumbrista y lleno de mi­ nucias. En el primer plano del desarrollo del relato, pugnan con violencia los incidentes y las secuelas de una guerra que, de pronto, se ha convertido en épica y febril al estallar


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la cólera de un héroe por una cuestión de honor. El campo de batalla se sitúa en el país de los hombres, a orillas del Escamandro, y los dioses no sólo están implicados sino que la dirigen, la promueven y se obstinan en ella. Ellos son quienes toman las decisiones y las armas. La guerra de Tro­ ya les pertenece. ¿Quién arranca a los ejércitos del letargo, de la tensión inmóvil y de la espera vacía en que han trans­ currido inútilmente tantos años? ¿Quién decide la estrategia de estas memorables jornadas de salidas, emboscadas, asal­ tos y duelos? Es el padre de los dioses y de los hombres, es Zeus quien rompe con la monotonía del sitio en el ins­ tante en que responde a los ruegos de una diosa agraviada en la persona de su hijo. El es quien decide cuándo tendrá lugar la resolución y el final del conflicto. Le envía un men­ saje al soberano de los argivos, un sueño engañoso con el que provoca el terrible enfrentamiento que se saldará con la toma de la ciudad. Y el sueño, al tiempo que confunde a Agamenón en cuanto a sus próximas victorias, no oculta sin embargo la naturaleza divina de su origen. En efecto, la imagen parlante que se aparece al rey dormido con el rostro de Néstor, venerable consejero, evoca la asamblea de los olímpicos: «Los inmortales que poseen olímpicos pala­ cios ya no están discordes, por haberlos persuadido Hera con sus ruegos, y una serie de infortunios amenaza a los troyanos.» 2 Un desacuerdo entre los dioses mantenía pa­ ralizada la acción; la señal de un dios rompe la inercia. Para el poeta de la ¡liada, la dinámica de la guerra de Troya y la trepidante historia de sus batallas están en manos de los olímpicos. La pelea entre Aquiles y su rey significa una ocasión, un accidente primordial. «Canta, oh diosa, la cólera de Aquiles, hijo de Peleo»; con estas palabras co­ mienza el poema. Pero el causante de la desavenencia entre el héroe, hijo de una diosa, y el soberano de origen mortal, el motor dinámico es un dios. Sin duda el poeta le pide a la diosa que el relato se desarrolle a partir del momento en que «una disputa separó al hijo de Atreo, defensor de su pueblo, y al divino Aquiles» 3. Pero este principio oculta otro. Por encima del altercado que enfrenta a un rey y a


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su mejor paladín se vislumbra otra causa, decisiva y divina. «¿Cuál de los dioses promovió entre ellos esta contienda para que pelearan?», pregunta el poeta. Y aparece Apolo como protagonista. En el origen de la disputa se halla, pues, el hijo de Leto y de Zeus: él es quien ha visto a uno de sus sacerdotes humillado por el jefe de los aqueos; él fue quien «bajó enfurecido de la cima del Olimpo» * para vengarse. Agamenón se había negado a devolverle la hija a Crises, sacerdote de Apolo, ya que esta joven había sido elegida por el rey como botín tras la conquista de Crisa. Pero en la persona de su ministro, es el propio dios quien se siente ofendido: la presunción del rey le atañe y le hiere. Reac­ ciona. Hace su entrada en aquel tiempo sombrío en el que nada sucedía desde hacía mucho. Por consiguiente, él es quien inaugura el acelerado ritmo de la guerra en la narra­ ción. El motivo inicial de la ofensa infligida por Agamenón al sacerdote y a su dios se debió a esa debilidad tan humana llamada arrogancia de soberano. Pero no olvidemos que todo el desarrollo de la guerra se halla bajo los designios de Zeus. Para su incursión en el mundo humano, para llegar a situarse como la noche, muy cerca de las naves griegas, Apolo abandona su casa, una morada de sólida construc­ ción que se halla en el feudo montañoso de los inmortales, el macizo del Olimpo, al noreste de la Grecia continental. Como cualquiera de sus semejantes, al acercarse a los hom­ bres, al principio de la litada, Apolo debe realizar un viaje, es decir recorrer en poco tiempo la distancia que separa dos espacios: el de sus acciones puntuales, en este caso la lla­ nura de Troya, y el de su vida cotidiana. Dos espacios y también dos tiempos: la intriga caballeresca, el drama que se sitúa en primer plano, se destaca —como ya hemos se­ ñalado— sobre un fondo de costumbres, hábitos y gestos repetidos. Este segundo plano se deja a veces percibir por medio de rápidos trazos que se deslizan en el relato apro­ vechando algunos descansos, bien para hacer una alusión a ese nubarrón movido por las Estaciones y que hace las ve­ ces de puerta a la entrada del Olimpo 5, o bien a los mo-


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dales en las comidas 6. Pero los indicios de una vida divina que sería como un paisaje apenas esbozado en perspectiva componen en realidad un cuadro diferente y hacen presu­ poner que existe otro escenario para las hazañas de los dio­ ses. El de una vida propia, autónoma y paralela. Se desplie­ gan largas escenas de asambleas y conversaciones, banque­ tes y altercados en el palacio de Zeus o en las alturas que lo rodean. Viajes, encuentros, disputas: los dioses se mue­ ven en este ambiente en el que unos días se suceden a otros con un ritmo absolutamente semejante al que conocen los mortales. Se mueven, actúan, viajan, pero también descan­ san: saben dejarse llevar por el transcurso del tiempo, la ociosidad y el paso de las horas. El lector de Homero se imagina perfectamente a los habitantes del Olimpo en una sociedad de pleno derecho e independiente; con una histo­ ria agitada de acontecimientos que no se corresponde siem­ pre con la de los mortales. Esa sociedad ha experimentado cambios en el poder y sediciones. Su estructura jerárquica y genealógica está de forma continua expuesta a posibles conflictos. Pero también cuenta con una sólida estabilidad que se basa en un sistema de conductas y representaciones: los olímpicos respetan unas reglas, mantienen unas costum­ bres y poseen una conciencia muy firme de su identidad étnica. La sociedad de los inmortales invita al estudio histórico y a la etnografía. El gran reparto cultural que divide en dos al mundo de la litada no es aquel que diferencia a los grie­ gos de los troyanos: el parecido de los hombres entre sí es casi total. Todos los mortales, cualquiera que sea su origen, heleno o asiático, hablan el mismo idioma, llevan armaduras que pueden ser intercambiadas sin dificultad, comen de igual manera idénticos alimentos y hacen sacrificios a los mismos dioses. Frente a ellos, y vistos en su conjunto, son los in­ mortales quienes se configuran como un pueblo distinto. Tienen su propia lengua, una alimentación específica, y em­ plean los metales de una forma muy particular: el bronce para las casas, el oro para la vajilla y los enseres —e incluso ellos mismos poseen una sustancia vital que no es sangre.


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Además de unas características propiamente divinas, de los innumerables poderes que manifiestan —desplazarse a una velocidad que anula el tiempo, metamorfosearse, hacerse invisibles, infundir fuerza o anularla—, los olímpicos po­ seen un conjunto de rasgos culturales en su verdadera acep­ ción. No son sólo dioses, seres sobrenaturales dotados de una omnipotencia virtual e inmóvil. Son habitantes del Olimpo, que se alimentan de ambrosía y disfrutan con la música apolínea. La litada nos presenta a los inmortales bajo una doble dimensión, por una parte de historia, es decir de sucesión de hechos narrados y, por otra, de densidad cultural como conjunto de información sobre un sistema de vida. Es a un tiempo relato y descripción: el ejemplo de los días inmersos en la guerra quiere ser representativo de otros posibles días, o bien semejantes o bien vividos de forma diferente, pero que el texto homérico invita a adivinar, ya que al tiempo que nos arrastra en una narración de hechos trepidantes, nos deja también entrever la vida material de los olímpicos. Si hoy en día tiene sentido escribir una vida cotidiana de los dioses griegos, es debido a que Homero lo ha hecho posible. Ni la Teogonia de Hesíodo (siglo VII antes de nues­ tra era), ni el numeroso corpas de tragedias (siglos V y IV antes de nuestra era), ni aun la literatura mitológica nos ofrecen una visión tan precisa de la vida de los dioses en el tiempo: no se reconstruye lo cotidiano —esa mezcla de in­ vención y de rutina, de automatismos e imprevistos— me­ diante una acumulación de hazañas y de biografías. En la litada no se olvida nunca este doble aspecto. Por esto se­ guiremos el relato de Homero. Sería una lástima plantearse únicamente esta pregunta: «¿Qué hacen los dioses cuando no participan en la guerra de Troya?», ya que podemos conocer, por el contrario, todo lo relacionado con estos días, tan plenos y emblemáticos. Por todo ello, la primera parte de esta Vida cotidiana va a desarrollarse en el marco cronológico de la epopeya troyana.


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Tiempo de pormenores Si realmente queremos llegar al fondo de lo que los grie­ gos llamaban lo efímero, es decir lo cotidiano, es necesario captar todo lo referente a las reglas y modales cuya propie­ dad es pasar desapercibidos. «¿De qué se alimentan? ¿Qué beben? ¿Cómo se visten? ¿Cómo son las viviendas?» 7 Si estas preguntas nos suelen parecer inconvenientes para los hombres, no cabe duda de que pueden llegar a hacernos sonreír a propósito de dioses, ese «estamento del tiempo libre» cuya vida discurre en una sucesión de hazañas. Y sin embargo, todas estas pequeñeces, estos pormenores, dan a la ficción épica —más aún en lo divino que en lo humano— su fuerza imaginativa. Gracias a Homero también en los dioses existe lo real. Y entre otros aspectos, es esto lo que diferencia a la epopeya de la mitografía. Para Apolodoro, a quien se le atribuye un importante compendio mitológico titulado la Biblioteca, un mito es una narración en la que se ha eliminado todo elemento que no constituya un suce­ so. Cualquier dato que no revista una función estrictamente necesaria para el desarrollo de la intriga se desecha. Los recopiladores de mitos se muestran parcos en detalles. Por el contrario, un poeta como Píndaro se empeña en censurar todo lo que pudiera empañar o hacer desmerecer la ima­ gen de los olímpicos: tampoco esta vez hay espacio para los asuntos corrientes, el prosaísmo, el reverso de la mo­ neda. Hesíodo, por su parte, relata, nombra, enumera, pero deja sin embargo los días para el mundo de los hom­ bres. Veamos un ejemplo. Un momento crucial en la vida conyugal de Zeus y Hera es la discusión por el nacimiento de Heracles. Este episodio podría relatarse de la siguiente manera: Cuando Heracles estaba a punto de nacer, Zeus declaró a los dioses que el descendiente de Perseo —el que iba a venir al mun­ do— seria rey de Micenas; pero Hera, celosa, persuadió a las Ilitias para que retrasasen el parto de Alcmena e hizo que Euristeo, hijo de Esténelo, naciera a los siete meses.


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Tenemos una presentación correcta del desencadena­ miento de los hechos y no falta nada de lo esencial para la comprensión de la intriga: así es como la describe Apolodoro en la obra Biblioteca 8. Pero si volvemos a leer la «mis­ ma» historia en la Ilíada 9, descubrimos un formidable des­ pliegue de estos escasos elementos narrativos. Lo que en Apolodoro era una sucesión de hechos puramente tempo­ rales y desprovistos de cualquier precisión espacial, se con­ vierte en el poema en una composición de varios «actos» en sentido teatral. El primero se desarrolla en el Olimpo: Zeus se vanagloria ante todos los dioses por el próximo nacimiento de un hijo que está destinado a alcanzar el ma­ yor poder posible entre los mortales. A continuación cam­ bia el decorado: Hera abandona la cima de las montañas para ir a Argos y llevar a cabo con mucha astucia su doble estrategia. El tercer acto, que se sitúa de nuevo en el Olim­ po, es el de las imprecaciones del soberano contra Ate, esa divinidad que le ha cegado hasta hacerle olvidar la cautela. Zeus la coge y la arroja al mundo de los hombres. Homero introduce pues el espacio, que es el principal requisito de lo cotidiano. Y señala el espacio con connotaciones estéticas y toponímicas que determinan su cualidad. El Olimpo es es­ carpado, el cielo estrellado, Argos se sitúa en la tierra de los aqueos: los epítetos, más que adornar, confieren parti­ cularidades a las cosas y personas. Homero introduce el tiempo: todo sucede en un solo día. Y precisamente en este detalle se basa todo el ardid de Hera, ya que hace jurar a Zeus que el hijo nacido precisamente ese día de su sangre se verá colmado de poder. Desde el punto de vista de la construcción narrativa, la diferencia se hace aún más evidente. En el relato de la Ilíada siempre se infiltran descripciones, intercaladas con discur­ sos directos. Incluso cuando tiene que expresar una suce­ sión muy rápida de acontecimientos, el poeta no renuncia jamás a precisar, comentar y esclarecer, lo cual da a sus relatos una mayor riqueza de colorido y consigue que sean mucho más ágiles que los textos de los mitógrafos, tan par­ cos en detalles. Pues estos últimos, con tanto comedimien-


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to, se vuelven monótonos y válidos únicamente para clasi­ ficar y comparar en un plano de imprecisa generalidad en el que cualquier héroe puede convertirse de un momento a otro en el héroe que realiza la hazaña con ayuda del dios. Con Homero nos zambullimos en un mar de detalles, en lo específico de las situaciones: son los detalles los que lo­ gran esta singularidad, tanto en la trama del relato como en la riqueza del vocabulario. Por tanto, el poeta concede tiem­ po para que hablen los dioses, les deja explicar largo y ten­ dido el cómo y porqué van a realizar determinada gesta, les presta un discurso sin duda redundante en cuanto a la in­ triga, pero valiosísimo por la información que nos da acerca de los dioses. El intercambio de palabras transforma a los silenciosos «actores» de la mitografía en sujetos cuya actividad ha sur­ gido de la experiencia, las vivencias y la vida. Entre el Zeus de Apolodoro, que anuncia el nacimiento de uno de sus hijos, y el de Homero, que se vanagloria en primera per­ sona, existe una gran diferencia: la que separa a un autó­ mata de un personaje. En el primer caso, el sentido de los acontecimientos nos viene dado por el obervador, quien presta a sus «actuantes» un mínimo de móviles necesarios y suficientes para justificar las iniciativas: los celos de Hera en esta ocasión. En el segundo, el diálogo introduce una variedad de actitudes subjetivas y de sentimientos llevados a la acción. Desde luego Zeus culpa y se venga de los po­ deres de Ate, temible congénere que le ha cegado y le ha incitado a presumir ingenuamente, provocando así la des­ gracia de Heracles. Por lo tanto, existe también en la na­ rración poética una fuerza exterior que dirige la acción. Pero en el relato, esta fuerza se convierte en un personaje; posee sin duda el poder de determinar la conducta de otro per­ sonaje, pero a su vez este último puede hacerle frente y castigarle. Los acontecimientos tienen una causa, pero la causalidad adquiere una forma conflictiva y dramática. En oposición a los mitógrafos y a su parsimonia narra­ tiva poco propicia a dilaciones y rodeos, la palabra poética puede reflejar una duración perfectamente repetitiva y es-


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tática. A las vidas de los dioses, cuyo desorden se relata en síntesis, les hace eco la vida de los dioses escenificada como una prolongación indefinida, virtualmente eterna, de una misma conducta y un mismo estado. En la obra la Teogonia de Hesíodo, los dioses están divididos en dos tiempos dis­ tantes e independientes. En un plano anterior, se despliegan en un tiempo lineal su historia y las vicisitudes genealógi­ cas. Nacimientos, matrimonios y conflictos van siendo des­ granados con un ritmo narrativo constante. Ese es su pasa­ do. En el plano actual, se les atribuye por fin una vida de sosiego sin sorpresas del reino de Zeus. Es tiempo de pla­ ceres y deleites musicales. El canto de las Musas alegra el alma al señor del Olimpo. «Infatigable brota de sus bocas la grata voz. Se toma resplandeciente la mansión del gran Zeus padre, al propagarse el delicado canto de las diosas.» 10 Su incansable voz es, junto con el festín, la condición im­ prescindible para una vida placentera en el Olimpo. Pero allí la música no llena los entreactos de una existencia agi­ tada y dramática, ya que para los dioses de Hesíodo, el tiempo de la vida activa ya ha pasado. Sin descanso esa voz discurre, cuenta y se propaga. ¿Existe una vida cotidiana de los dioses para el poeta que escribió la Teogonia? ¿Qué son las jornadas de los dioses para el autor de los Trabajos y los días, ese sorpren­ dente modo de vida de los hombres? Desde que Zeus puso orden en su mundo, se vive feliz en el Olimpo. Se escucha la dulce voz, eternamente dulce, glykeré, de las nueve Mu­ sas. Una voz que recrea hasta el infinito, para memoria de los dioses, el recuerdo de sus propias hazañas. Así, el mis­ mo canto que ocasionalmente distrae a los desventurados hombres, halaga sin cesar el corazón de Zeus. Esa misma armonía que sirve de alivio a los mortales en los momentos de luto, sumerge a los dioses en una contemplación conti­ nua de su propia imagen e historia. Gozar y sentir la ple­ nitud en sí mismos y vivir en una perenne satisfacción: ¿qué otra cosa nueva, mejor, diferente, podrían desear estos dio­ ses melómanos? Las Musas, hijas de Zeus y de Mnemósine (Memoria),


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nacieron para cumplir un cometido muy concreto y apre­ ciado: proporcionar el olvido de las desgracias y una tregua a las preocupaciones. Procurar unas pausas, un tiempo de felicidad en la vida de trabajo, cansancio y penalidades que es el destino de los mortales. Ellas no sienten ninguna preo­ cupación, pues su corazón está protegido (aksdss). Sólo tie­ nen un interés, el canto. Sirenas bienhechoras y portadoras de un reconfortante olvido, consiguen borrar al momento el luto en el que un alma se ve sumida M. Quien escucha la voz que fluye en boca de un poeta amado por las Musas, interrumpe los recuerdos de las preocupaciones (kídea): es­ cuchar las hazañas de los héroes, soñar con los dioses en las moradas del Olimpo, todo ello alivia las penalidades de una vida traspasada por la muerte. Las Musas, diosas ajenas a la inquietud, salvan, aunque sea por un tiempo efímero, a los humanos de la preocupación, sustituyendo el recuerdo obsesivo de la muerte por la rememoración de otra vida, la de los dioses y los héroes. Esa misma vida que igualmente cantan para que los dioses gocen consigo mismos. Otro gran pensador hablará también de este placer re­ flexivo. Para Aristóteles ya no se trata de Zeus oyendo re­ petidamente su historia y complaciéndose en escucharla. El principio que rige el mundo, principio de movimiento, bien supremo y deseable en grado sumo es una pura inteligencia ocupada eternamente en el acto de pensar. El intelectual sustituye al esteta. «Su vida alcanza la mayor perfección» en cuanto a lo que vivimos. Este dios filosófico, el Pensa­ miento, piensa: en eso consiste su vida, su placer. Vive pen­ sando o, mejor aún, es el acto mismo de pensar y «su vida perfecta y eterna es ese acto que se perpetúa a sí mismo». Dios es un «ser vivo eterno perfecto»; la duración continua y eterna de su vida de sujeto inteligente, «eso mismo es Dios». ¿Cuál será pues el objeto? El mismo, en tanto que pensamiento. Dios se piensa a sí mismo pensando: es el único pensamiento digno de él ,2. Tal es el vértigo de la reflexión, de la reflexividad en la cual la exigencia filosófica de perfección compromete a un dios activo. Tal la obligación por la idea de que ser dios es


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un placer, pero un placer del cual nadie más y nada más debe ser la causa, ya que en ese caso Dios dependería, ne­ cesitaría del prójimo. Dios debe ser autosuficiente, siendo al mismo tiempo la causa del deseo de los demás. Nos ha­ llamos lejos del Olimpo de Hesíodo, de aquella autoconsciencia vanidosa e ingenua, alimentada de relatos y halagos. A Aristóteles no le es necesaria esa felicidad basada en néc­ tar, ambrosía, música y poesía. El filósofo se burla de los olímpicos de Hesíodo de quienes piensa que no siguen un régimen de ambrosía por gusto y placer, sino más bien por­ que les es necesario l3. En efecto, Hesíodo habla de los dioses castigados con el ayuno, debilitados e incluso caquéc­ ticos 14: el concepto de deseo divino no queda claro. Y sin embargo, el filósofo y el poeta coinciden en la preocupación de concebir a los dioses encerrados en sí mis­ mos y ahí se ve hasta qué punto uno y otro asfixian y hacen impensable la vida cotidiana de los olímpicos. El tiempo no transcurre al haberse anclado y recogido en un eterno pre­ sente. Nada hay de cotidiano en los mitógrafos y demasia­ do en Hesíodo. El espejismo del hoy eterno, sempitemum hodie de la teología cristiana, ya se vislumbra en el hori­ zonte. Estructuras e invención de lo cotidiano Con anterioridad a la novela, la epopeya es el único género en el cual se mezclan narración y diálogo, en el que se escribe largo y tendido, sustituyendo el mecanismo del rápido encadenamiento de sucesos por la alternancia de la narración, ya de por sí prolija en pequeños detalles, y de la puesta en escena de situaciones en las que únicamente existe un intercambio de palabras en un tiempo real. Por lo tanto hay dispersión, disgregación y generosidad. En rela­ ción con lo esencial que sería la intriga, en Homero todo es «detalle». Ahora bien, este rasgo es esencial en lo cotidiano. Los historiadores de los Anales, los antropólogos y, a su mane­


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ra, los autores de las «vidas cotidianas» de esta colección lo han demostrado ampliamente. Sólo que lo han realizado en el ámbito de la historia de los hombres, convencidos de que lo cotidiano es el tiempo de quienes están destinados a mo­ rir. F. Braudel, al recordar al público de Johns Hopkins los motivos para escribir «Las estructuras de lo cotidiano», de­ claró en 1977: «Creo que la humanidad vive inmersa en lo cotidiano.» 15 Hay que plantearse cuando se habla de los dioses, si los detalles de la vida cotidiana dejan por ello de ser esas «trivialidades» 16, ese «conjunto generalmente mal percibido de historia vivida con mediocridad» 17. Una po­ sible respuesta sería que, en tal caso, ya nó hay historia, ni siquiera mitología —pues para ello basta con la intriga— y lo que sí hay es literatura, ya que el detalle es también lo esencial de la literatura. El mismo Roland Barthes, que en 1957 se burlaba tan abiertamente de los pequeñoburgueses preocupados por la vida privada de los artistas l8, en la obra El placer del texto confesaba sus gustos como lector: ¿Por qué algunas personas (entre las que me cuento) sienten placer al ver representar la «vida cotidiana» de una época o de un personaje en las obras históricas, novelescas y biográficas? ¿A qué se debe esta curiosidad por los detalles: horarios, comidas, aloja­ mientos, vestimentas, etc.? ¿Se trata quizá del placer fantasmagó­ rico de la «realidad» (la materialidad del «aquello ha sido»)? ¿Y no es el propio fantasma quien trae el «detalle», la escena ínfima, privada, en la que yo puedo fácilmente ocupar un lugar? 19 Lo cotidiano es el detalle y el detalle es un fantasma, uno de los que hacen gozar de la lectura; por ello lo coti­ diano es un placer del texto. Sin embargo, molesto por esta tendencia a rebuscar las «notaciones más tenues» y las más «insignificantes», Barthes cede, aunque con remordimien­ tos, al placer: ¿«Habría pues “histéricos” (esa clase de lec­ tores) que al parecer encuentran placer en un extraño tea­ tro: no en el de la grandeza, sino en el de la mediocri­ dad?» 20 Y volvemos a lo de antes: apenas se capta lo coti­ diano en su dimensión fantasmagórica y literaria, vuelve a convertirse en el tiempo de la mediocridad, de la insignifi-


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canda, del «voyeurismo» con culpabilidad. El literato coin­ cide en esto con el historiador, puesto que sin duda el pro­ pio Braudel ha dado prioridad a lo cotidiano, el tiempo de larga duración, en donde se hallan las mutaciones más len­ tas y se conservan las formas de vida. Ha explorado por tanto lo cotidiano para poner de relieve su importancia. Pero hace este camino con la convicción de que es el ámbito de las costumbres inconscientes, la rutina y la «historia vi­ vida con mediocridad» 21. Insipidez, tristeza, limitación. Otros lo llamarían falta de autenticidad. Y sin embargo, se ha escrito por otra parte que lo co­ tidiano no está hecho únicamente de estructuras, de reglas heredadas y repetidas que lo organizan: lo cotidiano tam­ bién se puede inventar, improvisar y modificar. Pienso en M. de Certeau y en su esfuerzo por que apareciera una dimensión innovadora, ingeniosa, heurística de este tiempo que es el de la vida real, en el que los hombres se desvelan, buscan y se afanan 22. Pienso en P. Ricoeur y sus teorías que permiten reconsiderar lo cotidiano como el tiempo en el que la experiencia subjetiva de la duración se encuentra con el mundo 23. Un rasguño: vislumbre de un mundo Pienso sobre todo en Homero. Y quisiera señalar con un ejemplo cómo el relato mezcla lo habitual con lo inédi­ to, pudiendo enunciar reglas generales de la vida social de los dioses en el preciso instante en que uno de ellos comete una transgresión. Cierto día Afrodita, en un arrebato de protección ma­ ternal hacia su hijo Eneas, guerrero mortal, interviene en la contienda. Lo protege con los pliegues de su hermosa tú­ nica y con los brazos. Pero aun siendo diosa tiene sus pun­ tos vulnerables. Diomedes, héroe muy belicoso, aprovecha la ocasión. «Sabe que es una diosa sin fuerza; no es una de las divinidades que presiden los combates de los humanos; no se trata de Atenea ni de la devastadora Enio.» Por lo


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cual, se lanza contra el hermoso cuerpo inerme de Afrodita y la hiere, no sin antes haberla tratado con dureza: ¿qué hace ella en medio de esa carnicería? ¡No es ése su sitio, sino entre las débiles mujeres! Del rasguño de la muñeca se escapa un humor: la sangre inmortal producida en un cuer­ po divino por un régimen alimenticio especial. Presa de un dolor lancinante, Afrodita es transportada al Olimpo donde su madre Dione la consuela y Zeus, su padre, le recuerda a su vez el lugar que le corresponde: «N o son para ti, hija mía, las tareas de la guerra. Conságrate en tu caso a las dulces obras del himeneo.» 24 Este episodio demuestra que la sociedad de los olímpi­ cos está estructurada con una rígida oposición de compe­ tencias; que por lo tanto un dios puede excederse en sus atribuciones; que el transgresor será llamado al orden y pagará caro el haber olvidado los límites. Y todo esto gra­ cias a un pequeño, a un insignificante incidente: la herida de Afrodita. Este breve episodio nos abre en realidad las puertas del Olimpo, nos muestra las relaciones entre los dioses y nos informa también sobre la vulnerabilidad de sus cuerpos, su sangre y sus lágrimas. Es, por otra parte, el pretexto para una lamentación —sobre la que más tarde volveremos— de la condición divina. Ese rasguño en la her­ mosa piel de Afrodita nos revela numerosos aspectos de la vida de los dioses. En primer lugar, a partir de este episodio tan peculiar y rico en detalles, podemos imaginarnos otros muchos. Ya que el relato hace las funciones de ejemplo, es la parte emblemática de un todo implícito e imaginable. El discurrir de la narración sigue luego la corriente de una vida social en donde las obligaciones costumbristas son, como en todas partes, fuertes pero no infrangibies, en donde los sujetos actúan en el tiempo entre la ley y la transgresión, entre costumbres e imprevistos. Así, en la obra de Homero y especialmente en la ¡liada la vida de los dioses se despliega en toda su densidad, en esa mezcla de acontecimientos y de rutina que la caracteri­ zan. Nos dejaremos guiar por el relato de Homero, dete­ niéndonos allá donde, en la sucesión de hechos, se abran


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las ventanas de un teatro que habla, no de la mediocridad, sino más bien de la vita, de la existencia de los dioses. Umberto Eco lo llamaría «salgarismo» 25, yde eso se trata. En efecto, el relato está ahí, enlazado, construido, ajustado, dándonos la oportunidad de introducirnos en ese segundo plano, que se hace posible gracias a los pasos en falso. Y reivindico para ello el nombre de antropología; ya que la «ciencia del hombre» ha robado su nombre al anthrOpologéin de los griegos, que no era sino la representación de los dioses con rasgos humanos 2b. Homero es literalmente anthrdpológos cuando da vida a los inmortales: sólo nos queda leer su obra para descubrir hasta qué punto un antropólo­ go, en el sentido actual del término, puede también sacar provecho de ella.


CAPITULO II

LOS DIOSES, UNA NATURALEZA, UNA SOCIEDAD

I se realiza una investigación etnográfica y compara­ tiva, se observa que los dioses presentan respecto a los mortales un estatuto excepcional y heterogéneo al mis­ mo tiempo. Por una parte, se pueden atribuir sus cualidades a una sistemática superioridad sobre los hombres. Por otra parte, debemos reconocerles también una diferencia especí­ fica. Los dioses se perciben distintos porque son más gran­ des, más poderosos y más sabios que los hombres, pero también porque, para regular su existencia, eligen unas nor­ mas que les son propias y exclusivas. «Ningún hombre, por fuerte que sea, puede impedir que se realice la voluntad de Zeus, porque el dios es mucho más poderoso.» 1 Y siguien­ do así hasta el infinito nadie sería capaz de aventajar a Hermes, sobrepasar a Apolo o ir más allá que Hera. Indepen­ dientemente de los caracteres personales —aun siendo Zeus *polyphérteros*, muchísimo más fuerte que el resto de los olímpicos 2— todos los inmortales, todos los dioses por el hecho de serlo son «cien veces más fuertes», polyphérteroi, que el héroe más audaz 3. Los hombres lo saben, y si lo olvidan lo pagan a veces caro; e incluso los propios dioses que observan desde las alturas los naturales defectos de los hombres lo recuerdan siempre. Zeus, cuando se lamenta de haber dado unos caballos divinos a un infeliz mortal, ob­ serva que la edad, la muerte y el dolor hacen que «entre


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todos los seres que andan y respiran sobre la Tierra, nadie sea más miserable que el hombre» 4. Por otra parte, la alteridad de los dioses no se mide sólo en un orden de gran­ deza. Su felicidad, su condición de seres ajenos a las preo­ cupaciones (aksdées) 5 les opone radicalmente a los pobres mortales cuyo destino es vivir en la pesadumbre (achnymenoi). Al igual que la inmortalidad, la bienaventuranza es un atributo cualitativo. Sin embargo, al querer señalar en exceso los rasgos dis­ tintivos y las diferencias, el etnólogo de los olímpicos se expone a sorprendentes contrariedades. La frase que pro­ nuncia Aquiles y que parece marcar una división muy clara entre infelices mortales e inmortales sin preocupaciones, lo que hace en realidad es exponer una opinión muy relativa. Como veremos más adelante, la ausencia de preocupaciones entra en contradicción con la actividad, los compromisos y las constantes inquietudes de los dioses. Además, la expe­ riencia de tristeza e incluso de sufrimiento no es exclusiva de los humanos: dioses como Hefesto y Tetis se califican a sí mismos como achnymenoi, afligidos por el dolor 6. L a sangre inmortal y su contexto Nos dicen también que los dioses no tienen sangre, sino otro humor, el ichór 7. Y ello es debido a una alimentación sin cereales ni vino 8. Cierto día el belicoso Diomedes hirió a Afrodita: De la muñeca de la diosa brotó la sangre divina (ámbroton háima), o mejor dicho el ichór, que tal es lo que tienen los bien­ aventurados dioses, pues no comen pan ni beben vino de oscuro fuego, y por esto carecen de sangre (anáimones) y son llamados inmortales 9.

He aquí, pues, otra característica de la especificidad de los dioses, tanto más importante cuanto que una práctica cultural —el régimen alimenticio— es considerada determi­ nante de una cualidad natural, la existencia de ichOr en lugar


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de sangre, atributo éste del hombre en el cual fluye a rau­ dales. Ser un dios supone pertenecer a una sociedad en la que se come de una manera determinada —o, mejor dicho, no se come— y por consiguiente poseer una naturaleza con­ forme a los hábitos alimenticios que se han seguido. Aun hallándose en las antípodas del hombre, un dios es lo que come. Desde luego, se podría caer en la tentación de inferir, a partir de esta particular característica, que todos aquellos que tomen ambrosía tienen una anatomía y fisiología divi­ nas. Ya que si el texto es tan pragmático en esta cuestión —si ingieren determinado alimento, les corresponde deter­ minado metabolismo—, nosotros podríamos hacernos una idea no menos exigente de todo el cuerpo de los dioses. Pero por desgracia, falta coherencia incluso en la cues­ tión del háima (sangre). El señor de los dioses, Zeus en persona, no duda en hablar de su sangre, de su háima lite­ ralmente, y en una circunstancia en la que la proximidad con lo humano se hace de lo más evidente: cuando presume de esperar el nacimiento de un hijo destinado a la gloria, un hijo que será de su sangre, por tanto de su háima tal y como si fuera un descendiente de la raza humana (VI, v. 211): «Hoy Ilitia, la que preside los partos, sacará a luz un varón que, perteneciendo a la familia de los hombres engendrados de mi sangre (háimatos ex emeü eisi), reinará sobre todos cuantos le rodeen.» 10 Zeus presume y se va­ nagloria del próximo nacimiento de Heracles: Zeus padre se siente orgulloso de su sangre. Sangre metafórica, diría­ mos, que sólo hace alusión a la multiplicación de los hom­ bres por analogía. Pero el hecho de quitar así importancia a este haima, del que no se precisa si es inmortal, tampoco conduce a una mayor idealización del cuerpo divino, puesto que supone reconocer que la transmisión de la identidad en los dioses funciona de igual manera que en la reproducción humana. Admitamos sin embargo que, para una teoría ge­ neral de la fisiología divina, hay que basarse fundamental­ mente en la afirmación del poeta cuando explica de manera muy didáctica las consecuencias de una costumbre, y no en la palabra puesta en boca de uno de sus personajes. Porque


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el primero sabe, gracias a las Musas, de qué está hablando, mientras que el segundo, cuando se vanagloria ante todos los dioses, obedece al thymós, al impulso de su corazón n . Confiemos más en la sabiduría del narrador que en las fa­ tales emociones de un personaje, y repitamos junto a él que los dioses no tienen sangre, siendo pues físicamente dife­ rentes a los mortales. Pero la sangre no lo es todo. Mortales o inmortales, los cuerpos antropomorfos son complejos y activos; sus partes y humores, sus funciones y movimientos se exhiben en el primer plano del relato de sus vidas. Y si prestamos aten­ ción al cuerpo de los dioses, más allá dé las glosas, en el desarrollo del tiempo relatado, estamos obligados a recono­ cer que el organismo divino no se corresponde con la di­ ferencia entre hdima e icbdr. Haima es, por el contrario, la excepción. Aparte de la sangre, hay una perfecta corres­ pondencia entre el cuerpo de los mortales y los inmortales. Los miembros son iguales, los tejidos idénticos; las partes internas no presentan ninguna particularidad. Se utilizan los mismos términos para designarlos y para señalar las funcio­ nes. Es cierto que la mano de Apolo, cuando cae sobre la espalda de Patroclo, le produce vértigo. En medio de la contienda, el joven héroe se lanza y siembra la muerte, «se­ mejante a un dios». Pero un dios verdadero le acecha... [Apolo] llegó, terrible —y en el tumulto Patroclo no le vio venir, pues Apolo iba hacia él envuelto en una espesa niebla. Se rnso detrás de Patroclo y alargando la mano le dio un golpe en a espalda y en los anchos hombros. Al punto, los ojos del néroe sufrieron vértigo. Entonces Febo Apolo le quitó e¡ casco de la cabeza [...]. A Patroclo se le rompió en la mano la larga pica [...], sus hermosos miembros perdieron la fuerza ,2.

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Dos cuerpos, pues uno de ellos es invisible para el otro y extraordinariamente poderoso, pero que actúa de la forma más natural en el hombre: con la mano, cheirí. Cierto es que los pies de Poseidón traicionan al olímpi­ co cuando se aleja, a pesar de las apariencias con las que se ha encubierto. El dios ha dejado su residencia marina y


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desemboca en el campo de batalla. Se dirige a los dos Ayax, el hijo de Telamonio y el hijo de Oileo, asemejándose en el cuerpo y la voz al augur Calcas. Tocándoles con el cetro, confiere a sus miembros un fuerte vigor, primero a los pies y luego a las manos. Y, de repente, como un gavilán, em­ prende el vuelo. Muy rápido. Tan rápido que incluso aque­ llos para quienes se había disfrazado comprendieron que no se trataba de un hombre. Ayax, uno de los dioses del Olimpo, nos instiga, transfigura­ do en adivino, a pelear junto a las naves: pues ese no es Calcas, el inspirado augur: he observado las huellas que dejan sus plantas y su andar {podón Sdé knSmáón) 13. Huellas, íchnia, marcadas en el suelo, en el polvo. «A los dioses se les reconoce fácilmente» —es una observación del propio Ayax—, pues de una forma muy pedestre van dejando tras ellos huellas que se pueden seguir y olfatear. Un dios camina con los pies sobre la tierra y así descubri­ mos que es un dios. Sus pasos dejan señales al igual que los humanos, como un cazador, por ejemplo, al que un león sigue la pista o incluso como las de las fieras a las que persiguen perros de fino olfato M. Ichnion es el indicio más claro de una presencia que se ha esfumado, del paso de un ser vivo, uno cualquiera de los que «respiran y caminan sobre la tierra» l5. Y caminar sobre la tierra no es algo se­ cundario en la vida de los humanos. Por el contrario, es un rasgo distintivo con respecto a los dioses: éstos son inmor­ tales, aquéllos caminan sobre la tierra. Estas son las palabras del propio Apolo cuando recuerda a su enemigo Diomedes: «¡Tidida, piénsalo mejor y retírate! No quieras igualarte a las deidades, pues jamás fueron semejantes la raza de los inmortales dioses y la de los hombres que andan sobre la tierra.» 16 Andar, e incluso trepar (herpéin), es una moda­ lidad típicamente mortal de moverse en el espacio; los dio­ ses, por el contrario, «poseen» el lugar en que habitan y son «los que tienen el Olimpo», boi Olympon échousi; quie­ nes comen pan recorren una tierra que no les pertenece y


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Apolo Sauroctono. Praxitelcs, Musco Vaticano, Roma. Al’.


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que, según los Cantos ciprios, n¡ siquiera les sostiene. Por lo tanto, Poseidón se traiciona en lo que es más propio del humano: las huellas de los pies. Ante esa mano totalmente extendida y muy pesada de Apolo están las manos de Patroclo, que se han quedado de repente sin fuerza al ser castigado por el dios. Junto a los pies de Poseidón que dejan huellas divinas están los pies de los dos Ayax, a quienes ese dios Ies ha infundido ímpetu y vigor. Nos preguntamos si el poeta no se recrea en poner en escena un cuerpo a cuerpo entre hombres y olímpicos en el que lo extraordinario del ser divino —su fuerza, su huella— no deja de recordarnos una homología fundamen­ tal: la identidad de la anatomía. ¿Es casual el que la más sorprendente revelación de la belleza de Afrodita tenga lu­ gar ante la más hermosa de las mujeres, la que más se ase­ meja a ella, Helena? «Para hablar a Helena se presentó to­ mando la figura de una anciana cardadora que allá en Lacedemonia le preparaba a Helena hermosas lanas y era muy querida de ésta.» Pero Helena reconoció «el hermosísimo cuello, los deseables pechos y los refulgentes ojos de la diosa, y llena de asombro habló con ella» ,7. Cualquiera que fuese la intención del poeta al subrayar los rasgos comunes entre un dios frente a frente con un mortal, resulta innegable que el hecho de confirmar la su­ perioridad de los rasgos divinos permite al poeta demostrar que hombres y dioses son comparables. Detengámonos en la belleza, ese atributo divino por excelencia que engaña, más que ningún otro, en cuanto a la naturaleza, olímpica o mortal, de un ser con apariencia humana. Veamos, pues, a dos diosas en dos momentos de su vida en lo que hay de más femenino en ella, la seducción: Hera y Calipso. H era y el cinto de Afrodita Hera tiene poder y soberanía. Como hermana y esposa de Zeus, no deja de provocar y de enfrentarse con el señor del Olimpo para que prevalezcan sus propias estrategias. En


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el trío formado junto a Afrodita y Atenea que requiere los deseos de Paris, el príncipe troyano, ella encarna y alardea de poder, mientras que sus dos congéneres y rivales le ofre­ cen al joven la gloria militar y la más bella mujer, respec­ tivamente. Hera es una mujer de carácter y acción, autori­ taria, por lo que la seducción no es su forma habitual de intervención. Y sin embargo, recurre a ella cuando puede serle útil para sus propósitos y ardides. ¿Qué hace si nece­ sita encarecidamente preparar una diversión y desviar así la atención de Zeus, distrayéndole del espectáculo de los asun­ tos humanos? «La poderosa Hera, la de los grandes ojos, pensaba cómo podría engañar a Zeus, el que lleva la égi­ da.» 18 ¿Actuando acaso como soberana, hablándole de po­ der? No, la diosa de hermosos ojos decide llevar a cabo una magistral escena de provocación sexual. Y para ello, da los cuidados necesarios a su cuerpo. Al amparo de cualquier mirada indiscreta, después de haber cerrado una sólida puer­ ta cuya cerradura ninguna otra deidad sabía abrir, se arregla con toda habilidad y esmero. Se lava primero con ambrosía el cuerpo deseable para limpiar­ lo de toda impureza. Lo unta luego con un aceite craso, divino y suave, sólo necho para ella, y tan oloroso que, al moverse en el palacio de Zeus, erigido sobre bronce, su fragancia se difunde por el cielo y la Tierra. Ungida la hermosa piel, se arregla el cabello, y con sus propias manos forma los rizos brillantes, be­ llos, divinos, que cuelgan de la cabeza inmortal l9.

Es cierto que se rocía de ambrosía, que los rizos son divinos, «ambrosiacos», y la cabeza inmortal. Pero el cuer­ po, la envoltura exterior de su cuerpo (chrOs), no es en apariencia más que una chrOs semejante a la «piel» de los mortales, a la de un hombre como Ulises, por ejemplo. También Ulises tendrá un día que lavar y purificar su chrOs llena de sal y suciedad cuando naufrague en la costa de los feacios 20. Calificada de «hermosa», la piel de Hera no pre­ senta ninguna característica histológica específica. Por el contrario, sabemos que puede ensuciarse y debe lavarse y limpiarse de impurezas, exactamente igual que la piel de un


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soldado cansado y mugriento de polvo. Esas impurezas tan físicas, esas lymata, imposibilitan la comunicación de un mortal con los dioses y los actos rituales; cuando Agame­ nón ofrece un sacrificio a Apolo, manda a sus hombres que hagan lustraciones, echando al mar las impurezas (lyma­ ta) 21. Esto no impide, sin embargo, que la epidermis de un dios pueda estar mancillada de lymata. Después de rociarse con ambrosía, viene la unción con aceite. Por lo tanto, la piel de Hera estaba seca, deshidra­ tada, árida. No posee esa maravillosa propiedad que le po­ dríamos atribuir, la de conservarse siempre suave y odorí­ fera. Al igual que la piel de una mujer mortal, la de Hera también hay que suavizarla y perfumarla artificialmente. Aunque el producto cosmético sea exclusivo, fabricado sólo para ella y llamado ambrotos, inmortal, no por ello resulta menos connotativo el hecho de que una operación, en sí misma típicamente humana, se realice en el mundo de los olímpicos. Es una técnica física, trivial, masculina y feme­ nina, a la que se entregan tanto los héroes más musculosos como las jovencitas más coquetas 22. Por último, Hera se arregla el cabello sin ninguna ayuda, con sus propias ma­ nos. Purificado, perfumado y resplandeciente, el cuerpo de la diosa está ya listo para recibir el atuendo y los adornos. Se cubrió luego con el manto divino, adornado con muchas bordaduras, que Atenea le hiciera; y lo sujetó al pecho con un broche de oro. Después se puso un ceñidor que tenía cien bor­ lones, y colgó de las perforadas orejas unos pendientes de tres piedras preciosas grandes como los ojos, espléndidas, de gracioso brillo. Más tarde, la divina entre las diosas se cubrió con un velo, nuevo, tan blanco como el sol; y calzó sus nítidos pies con bellas sandalias 23.

El cuidado de la indumentaria es metódico y estudiado, ya que el cuerpo divino no se perfila sólo con los rasgos señalados por el baño, la unción y el peinado. Al cubrirse se descubre: cuello, orejas, tiernos lóbulos en los que ha habido que practicar una incisión; talle esbelto ceñido con cinturón; pies que hay que calzar con sandalias. De arriba


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abajo hay que vestirlo sin ninguna extravagancia y de la manera más femenina posible. Velo, vestido, sandalias, ce­ ñidor e incluso pendientes con piedras preciosas grandes como los ojos: nada de esto es divino en el sentido de que se vieran privados de ello los cuerpos de las mortales. Por el contrario, todo esto hace que el cuerpo de la diosa sea como el de una hermosa y elegante mujer. Así, «cuando hubo ataviado su cuerpo con todos los adornos, salió de la estancia» ZA. A continuación viene un maravilloso intermedio. Antes de acercarse a Zeus, la hermosa diosa va a conseguir un instrumento mágico: el cinto que Afrodita, especialista en las anes del tálamo, lleva atado al pecho. Es «un cinto bor­ dado, de variada labor, que encierra todos los encantos: hállanse allí el amor, el deseo, las amorosas pláticas y el lenguaje seductor que hace perder el juicio a los más pru­ dentes» 25. Todo, absolutamente todo lo que sirve para la seducción, se halla en el objeto con que Afrodita ciñe sus célebres senos. Hera lo coge, lo esconde en un pliegue del vestido y abandona en raudo vuelo la cima del Olimpo para llegar a Lemnos. Por muy hermoso y adornado que estuviera, el cuerpo de Hera no se hallaba aún preparado para el encuentro amo­ roso. Le faltaba algo, aquello que le va a proporcionar el accesorio que le ha prestado otra diosa: el poder de desper­ tar el deseo. Ternura, atracción y palabras seductoras: cua­ lidades que no se encuentran en la belleza del cuerpo y los adornos. Hera no confía en sus propios encantos. Para ser deseada toma prestado ese objeto, tan pequeño que puede esconderlo bajo la ropa, que provocará para ella, pero in­ dependientemente de ella, el deseo sexual. Podríamos entender esto de una manera, por decirlo así, taxonómica: Hera es una divinidad cuya primera función es, según Dumézil, la soberanía. Por lo tanto, ella no es capaz de ejercer un poder, el poder erótico, que caracteriza a otra función diferenciada y que está encarnada personal­ mente por Afrodita. La diosa soberana necesita la ayuda de la diosa del amor, por carecer de la función reservada a ésta


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y también porque desea respetar su dominio exclusivo. Ya hemos visto que cuando Afrodita se inmiscuye en los asun­ tos de la guerra, el señor del Olimpo le recuerda con seve­ ridad sus propias funciones. Ahora bien, aunque la expli­ cación en términos de esferas de actividad y modos de ac­ ción es sin duda oportuna, no resulta sin embargo suficien­ te. La situación en la que se encuentra Hera respecto a Afrodita no es idéntica a la de Afrodita cuando se enfrenta a los límites de sus competencias. En el caso de Hera al tomar prestado el cinto de Afrodita nos hallamos ante una cuestión mucho más decisiva y sutil: ¿de dónde viene el deseo?, ¿cuál es la causa del deseo? Y de nuevo en esta cuestión podemos comparar a los olímpicos con los morta­ les. Afrodita y el deseo «En las cumbres montañosas del Ida, el de los mil ma­ nantiales» un joven pastor cuida su rebaño. Pero, de pron­ to, aparece ante él una espléndida joven. Admiración, em­ belesamiento, deseo. Ansias tan locas que, en seguida, nada más obtener su consentimiento, querrá hacer el amor con ella, aunque luego tuviera que morir. La quiere poseer, pero él resulta ser la presa. Eros dominante se ha apoderado del joven: érOs se ha adueñado de Anquises. Afrodita le ha seducido, subyugado, hechizado: la diosa le ha lanzado al corazón el «dulce deseo». Y ese glykys hímeros, en tanto que manifestación sustancial en él, le va a dictar sus pala­ bras y sus actos. Tomar, domar, invadir: el deseo actúa como una fuerza repentina y totalmente externa en el cuerpo masculino de Anquises, príncipe troyano, y en el de cualquiera de sus semejantes, los hombres. La belleza de la joven criatura femenina que se presenta ante él no es sino un punto de partida. «Maravillado, Anquises observaba su noble presen­ cia, el talle y el destello de las vestiduras.» Manto más bri­ llante que la llama del fuego, collares y brazaletes, maravi-


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llosa piel, «con el resplandor de la luna su delicado cuello brillaba para asombro de la mirada»: Anquises tiene la vista clavada en la contemplación del prodigio. El deseo no ema­ nará de él ni se alzará en él: el deseo le invade, érOs héilen, y le hace hablar. El hombre sometido al deseo es pasivo y se halla a su merced. Cuando érOs le aprehende, no le queda otro cami­ no que seguir de manera automática las normas de la se­ ducción, o bien, como en el mundo de los filósofos, llevar a cabo el aprendizaje del enkráteia, el autocontrol. Pero el hombre no es el único que padece estas ataduras, pues dio­ ses y animales son muy semejantes. La joven que ha capturado la mirada de Anquises y por quien el deseo se ha adueñado de él se encuentra en realidad en idéntica situación. Se ha quedado deslumbrada por la belleza del cuerpo del joven y también ella ha visto su co­ razón invadido por un dulce deseo que le han «lanzado». Se somete a la atracción que siente y que la ha inducido a arreglarse, bañarse, perfumarse, vestirse y cubrirse de joyas para comparecer ante los ojos del mortal. Y todo ello a pesar de su naturaleza y su nombre, pues se trata de una diosa, nada menos que Afrodita en persona. Seductora se­ ducida, aquella que maneja sin descanso la fuerza del deseo sufre a su vez y sin saberlo los efectos apremiantes del glykys hímeros, su arma de uso cotidiano. Porque Afrodita somete a la ley del deseo a todo aquel que vive y se mueve: dioses, mortales y bestias de la tierra y el mar. Sólo tres personas se resisten a ella, tres diosas obstinadas en la virginidad: Atenea, Artemisa y Hestia. To­ dos los demás, y en particular todos los dioses, son sedu­ cidos por su fuerza. Nadie más puede —ya sea un bienaventurado dios o un hom­ bre mortal— escapar a Afrodita. Hace perder la razón hasta a Zeus, que lanza el rayo, el padre de los dioses, que recibe los más grandes homenajes; incluso este espíritu soberano, tan sabio y tan rudente, se equivoca y se engaña cuando a Afrodita le place, aciéndole unirse con mujeres mortales 2é.

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El dulce deseo es asunto de Afrodita, es lo principal de su trabajo, de sus érga. Y sin embargo, hímeros no es un poder que coincida con ella, ni ella es su personificación. Afrodita no se confunde con el deseo que manipula, que lleva bordado en el ceñidor que lleva alrededor de su pecho. El deseo es, en sí, autónomo. Por ello, otro dios puede utilizarlo. Lo hará Zeus contra la propia Afrodita, para ven­ garse, para que ya no pueda presumir de seducir a los olím­ picos, quedándose ella fuera del alcance de érós. Zeus «le introduce en el corazón el dulce deseo». Entre los inmor­ tales, Afrodita se vanagloriaba, con una sonrisa tierna pero triunfal, de unir a su antojo dioses y diosas con mortales. Como muy bien ha demostrado Ann Bergren, esta diosa se sentía orgullosa de sembrar la confusión en las fronteras del cosmos. Pero Zeus volvió contra ella el arma del deseo y fue víctima sin saberlo ni poder evitarlo de lo que infligía a los otros seres y la hacía sonreír. Cuando Afrodita cae en la trampa de lo que precisa­ mente le da fuerza y prestigio, de aquello que debería co­ nocer a fondo y por tanto evitar, da testimonio de la actitud tan semejante que dioses y mortales tienen ante el deseo. Ni siquiera ella, que a diario juega con el deseo amoroso, lo domina en realidad 27. Y en consecuencia, Hera mucho menos aún. No son suficientes los adornos para la seduc­ ción: hímeros, philótis y amorosas pláticas entran en juego para conmover los cuerpos y acercar uno a otro. Diosas o mortales, a l fin y a l cabo mujeres «En una de las más altas cumbres del Ida, el de los mil manantiales», un gran dios, el padre de todos, observa a los ejércitos de los hombres en plena contienda. Pero, de pron­ to, se presenta ante él una joven mujer. Hermosa y con ricos adornos, deseable gracias al talismán que lleva escon­ dido en el pecho, así aparece Hera ante su esposo. «Zeus, que amontonaba las nubes, la vio venir, y apenas la distin­ guió, enseñoreóse (amphikalyptó) de su prudente espíritu el


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deseo.» 28 De igual manera que del príncipe mortal a quien visita Afrodita, érOs se apodera del rey del Olimpo y le hace hablar. ¿Desea Hera ponerse en camino para visitar a sus padres? Bien, pero lo puede dejar para más tarde. El deseo es demasiado intenso y no admite dilaciones, por lo que Zeus acosa a su mujer: Ven, acostémonos y gocemos del amor [...]. Jamás la pasión por una diosa o por una mujer inundó [periprochyó) mi pecho ni me avasalló (damáo) como ahora [...] con tal ansia te amo en este momento y tan dulce es el deseo que de mí se apodera (me glykys hímeros hairéi) Igual que el deseo por Afrodita se apodera (hairéo) de Anquises, así el deseo de acostarse con su mujer invade, domina y obnubila a Zeus. Pero las declaraciones amorosas son diferentes. Anquises está deslumbrado por una belleza desconocida de quien sospecha que pueda tratarse de una diosa. Zeus tiene ante sus ojos a su propia hermana y es­ posa. Y la sorpresa por este deseo tan acuciante que a pesar de ello le inunda, se traduce en un efluvio de galantería en el que se percibe cuánto hay de extraño y de intenso en esta pasión. Para un griego el momento culminante de un amor, el más penetrante, es el impacto de la mirada sobre un objeto nunca visto. Ahí, en ese instante, la duda, el temor de que la belleza sea excesiva y divina se manifiesta en un mortal —Ulises o Anquises, por ejemplo— con la emoción y el encantamiento más absolutos. Un dios, por supuesto, no tiene nada que temer por la naturaleza divina o humana de aquélla o aquél a quien desea. Sin embargo, también los dioses están sujetos a las mismas leyes del deseo: su fuerza externa y depredadora, la celeridad e inconstancia en el tiem­ po. El amor de los dioses no es eterno, es tan inestable y efímero como el de los mortales. Por ello el día en que Zeus se descubre deseando tan ávidamente a su propia esposa es para él la réplica de otro día, aquel en que se acostó con ella por primera vez, de manera clandestina. Y está tan ma­ ravillado que no se resiste a explicarle a Hera cuán intenso


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es su deseo, más fuerte que el que antaño sintiera por lo, Dánae, Europa, Sémele, Alcmena, Deméter o ella misma cuando fue seducida. Retórica amorosa de dudosa delicadeza sin duda, pero que hace aún más próximo a un dios con los mortales. Zeus se parece mucho al menos a dos hombres: Paris y Ulises. A Paris, esposo de Helena, cuando el día en que ella le tiende una trampa erótica, presionada a su vez por las su­ gerencias de Afrodita, no se le ocurren otras palabras para expresar su deseo que las que salen de boca de Zeus: Mas, ven, acostémonos y gocemos del placer del amor. Jamás la pasión se apoderó de mi espíritu como ahora; ni cuando, des­ pués de robarte, partimos de la amable Lacedemonia en las naves que atraviesan el Ponto y llegamos a la isla de Cránae, donde me unió contigo amoroso consorcio: con tal ansia te amo en este momento y tan dulce es el deseo que de mí se apodera J0. A Ulises, amante de la diosa Calipso y retenido por ella en una deliciosa isla, que aunque no hace el recuento de sus aventuras extramatrimoniales, sí explica a su amante cómo relaciona y compara a una mujer con una diosa. Calipso, diosa de pleno derecho pero que no habita en el Olimpo y vive sola, ama sinceramente al mortal Ulises. Mientras que él, en la lejanía, piensa en su esposa y yace sin deseo al lado de una amante que le desea. Calipso hace prevalecer su belleza olímpica. Se precia de no ser inferior en belleza ni arrogancia. ¿Alguna vez se vio que una mujer y una diosa pudieran rivalizar en cuerpo o rostro? 31 Y Ulises asiente, pues bien sabe que a su lado Penélope no la puede igualar ni en hermosura ni en grandeza, que es mortal y está des­ tinada a envejecer. Pero a pesar de ello, todos los días so­ lloza, soñando con que llegue por fin el momento del re­ greso, en volver a su hogar, a casa 32. Así, en el mundo homérico no sólo se pueden comparar los cuerpos humanos con los divinos, no sólo basta con poseer una gran belleza para parecer un dios, sino que tam­ bién una mujer puede triunfar sobre una diosa, aun tenien­ do menos hermosura y grandeza. Y todo esto sucede por


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unos hombres que, mortales o divinos, experimentan el de­ seo y lo expresan con idénticas palabras. Dioses sometidos Si siguiéramos detenidamente los efectos del deseo amo­ roso en el cuerpo y en las palabras de los dioses, descubri­ ríamos a unos seres muy humanos y tan sometidos como los hombres. Sin embargo, se podría objetar que quizá la sexualidad represente un área de acción particular, en donde los protagonistas de la mitología clásica desplegaron en es­ pecial su antropomorfismo. ¿Intrascendencia de un liberti­ naje pasado de moda? ¿Punto débil de unos dioses en otros aspectos sobrehumanos? Nada de eso. El amor nos intro­ duce en un campo en el que la disimilitud entre olímpicos y mortales parece esfumarse definitivamente, en el que nada nos recuerda que al parecer unos están mejor dotados que los otros para la existencia. Son los humores y las partes del cuerpo —corazón (thymós y kér), diafragma (phrén), pecho (stithos)— la causa y el origen de los impulsos afec­ tivos 33. Ahí se registran las pasiones: cólera, piedad, odio, amistad. Tal vez el régimen alimenticio prive a los dioses de sangre, pero, por otra parte, todo su comportamiento social se basa en una «biología de las pasiones», cuya huella en el cuerpo debían de reconocer con facilidad los griegos como suya propia. La bilis, es decir, la cólera, constituye uno de los ingre­ dientes más activos en la intriga de la litada. Si hacemos un recorrido de su campo semántico, encontramos a unos dio­ ses víctimas del rencor (mlnis) o del arrebato (ménos), en­ furecidos (choómenoi) o que se indignan (ochthéin) y se irritan (nemessdo) 34. Y no podríamos limitarlo a unas ma­ nifestaciones episódicas de carácter. Por el contrario, se tra­ ta de factores dinámicos en el relato. Reconstruir, día a día, la vida de los olímpicos significa rendirse a la evidencia de que la voluntad estratégica de Zeus, a quien se le supone autor de la determinación y el orden de los acontecimien­


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tos, no es en realidad más que el efecto secundario provo­ cado por un impulso más inmediato y menos meditado: la terrible cólera del dios contra Agamenón 35. Ira divina que conduce a un encadenamiento de reacciones pasionales, ya que Agamenón ha provocado el intenso rencor de Aquiles, quien ha solicitado piedad a Tetis, la cual, a su vez, ha sabido provocar la irritación de Zeus. ¿Y la ira de Zeus no viene acaso a sustituir a la de Apolo, uno de cuyos sacer-

Apolo blandiendo un puñal de sacrificios, la máchaira, está a punto de degollar a Titio, culpable de haber querido seducir a Leto y aquí en ac­ titud suplicante. Un Apolo que degüella, y en más de una ocasión en sus propios altares. Crátera de Orvieto, pintor de los nióbides, 460-450 antes de J. C. Museo del Louvre, París. F. Lauros-Giraudon.


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dotes ha sufrido una afrenta por parte de Agamenón y ha implorado venganza al dios? La actuación de los dioses se puede ir contando de ira en ira. En especial, Zeus y Apolo, Hera y Atenea, Ares y Poseidón funcionan de esta manera; ante el estímulo de la ofensa responden con la exaltación de la bilis y se lanzan rápidamente a una acción efectiva. La cólera se presenta como el motor de su trepidante vida y, en consecuencia, de la historia de los hombres. Ella es la que inicia el relato y determina el final. Ya que en la litada el ritmo se paraliza con la tregua de todas las cóleras, cuando los olímpicos, Apolo y Zeus a la cabeza, renuncian a la recíproca violencia, a las opiniones divergentes y al desacuerdo que les ha conducido a tantas peleas y enfren­ tamientos. Enfurecidos por una vez al unísono, por el en­ sañamiento de Aquiles contra el cadáver de Héctor, solida­ rios en una nueva y última cólera dirigida contra este hé­ roe... loco de rabia, decretan el cese de las hostilidades y, por lo tanto, del relato que de ahí extraía fuerza e inspira­ ción. Pero también los dioses muestran una extensa gama de facultades deliberativas e intelectuales: voluntad (boulé), «corazón» (thymós), intelecto (noüs) 36. Son inherentes a ellos los aspectos más activos de la subjetividad. En parti­ cular el thymós, origen de los sentimientos pero también de los impulsos voluntarios y de las decisiones que se imponen al yo humano, el cual funciona con mucha normalidad en los dioses. Para Atenea querer es verse empujada por su gran corazón (ithymós) 37; para Zeus expresar lo que siente es decir lo que en su pecho le dicta el «corazón» 38. Llegar a opciones divergentes equivale, para el conjunto de los dioses, a tener los «corazones» divididos 39 y, para uno de ellos, esto significa meditar en el diafragma para llegar a hacer la elección que el «corazón» considera más adecua­ da 40... En resumen, los olímpicos dependen del thymós ni más ni menos que los mortales. Y, para terminar, pensemos en la lengua, símbolo ele­ mental de humanidad y de diferencia entre los grupos so­ ciales. Los habitantes del Olimpo, según nos cuentan, tie­


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nen una que les es propia. Tal lugar o tal pájaro, señala el poeta, lo llaman los dioses con un término particular, dife­ rente del empleado por los hombres 41. En primer lugar, nos podría sorprender que la lengua eventualmente reser­ vada para los dioses fuera evocada en relación a palabras y objetos que pertenecen por completo al universo de los hombres. Más aún: todos los olímpicos, seres habladores si los hay, conversan siempre en griego tanto entre ellos como con los mortales, sin que jamás el poeta sugiriera al audi­ torio que está traduciendo para un público de mortales y de helenos un idioma particular de los dioses. Tampoco, en ninguna ocasión, los dioses que se acercan a charlar con los hombres dan muestra alguna de bilingüismo. Los dioses abandonan su voz divina, auds, y adoptan a veces la voz humana de un mortal, pero no su lengua. En el cambio la diferencia queda abolida. La distancia expresada entre dos lenguas está salvada por una palabra que surge siempre es­ pontáneamente en griego. Por supuesto, a veces nos encon­ tramos con situaciones excepcionales. Por ejemplo, Afrodi­ ta desea un día seducir a un troyano, a Anquises. Se pre­ senta ante él con el aspecto de una joven frigia y, para conseguir su amor, le cuenta que su padre la ha prometido en casamiento con él. Intentando que la historia resulte más verosímil, le explica que para llegar allí ha debido hacer un largo viaje y ha aprendido el troyano que les permite en­ tenderse: «Conozco vuestra lengua tan bien como la nues­ tra: la nodriza que me crió en palacio era troyana; me tomó de los brazos de mi madre y me alimentó en la primera infancia. Por esta razón hablo bien vuestra lengua.» 42 Es decir, la diosa ha elegido un idioma concreto para dirigirse a un mortal, pero esto forma parte de su mascarada de jovencita frigia en el país de Troya.


CAPITULO III

DISTRIBUCIO N D EL TIEMPO

L

A existencia de los dioses se desarrolla, en princi­ pio, bajo un horizonte en el que la muerte es ajena. Sin embargo, los olímpicos no viven en una eternidad i móvil bañada en límpida luz. Los dioses gozan de la lejanía del aciago óbito en una dimensión de continuidad «efíme­ ra» que se renueva día tras día... Incluso en la más serena e idílica evocación del Olimpo, la beatitud de los inmortales se presenta como una felicidad de todo el día, de todos los días: el Olimpo se define como: [el lugar] en el que se dice que los dioses, alejados de cualquier conmoción, tienen su morada eterna; ni está sacudido por los vientos, ni las lluvias lo inundan; allá en las alturas jamás nieva; en todo momento el éter, que fluye sin nubes, corona la cima con alba claridad; allá en las alturas, los dioses pasan con felicidad y alegría todos sus días '.

La estación es siempre la misma, pero el lapso de tiempo comprendido entre el amanecer y la caída del sol es el único espacio temporal a la medida de los inmortales. Divinidades del tiempo Los dioses moldean el tiempo astronómico, pero respe­ tan así mismo las exigencias que éste impone. El propio


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Zeus, como gran dios soberano, es el amo de las secuencias y los ritmos cronológicos: él manipula el rayo y la lluvia, fenómenos que pueden abatirse sobre los hombres de im­ proviso. Pero aparte de aquellas situaciones en que los uti­ liza como señal evidente de sus humores, el hijo de Crono vela por la sucesión ordenada de los días y de las estaciones, es decir, las Horas, que forman parte de las divinidades del Olimpo. La propia Aurora, con sus rosados dedos, es una diosa. Ella provoca el retorno matinal del día con cálidas tonalidades cuando se levanta y abandona a su anciano es­ poso soñoliento. Se despierta y «va a llevar la luz tanto a los inmortales como a los humanos» 2. La Noche, criatura primordial, «doblega a los dioses y a los hombres» 3. Los olímpicos, semejantes a los seres que sufren por el cansan­ cio, están sometidos a la alternancia del descanso y la vigilia. [Al atardecer] cuando la fúlgida luz del sol llegó al ocaso, los dioses fueron a recogerse a sus respectivos palacios que había construido Hefesto, el ilustre cojo de ambos pies, con sabia in­ teligencia. Zeus olímpico, fulminador, se encaminó al lecho don­ de acostumbraba dormir cuando el dulce sueño le vencía. Subió y acostóse; y a su lado descansó Hera, la de áureo trono 4. Sensibles a la necesidad y al deseo de dormir, los dioses van hacia el lecho —lecho que a veces es legítimamente conyugal— al igual que los hombres 5. Los olímpicos, que habitan la cima de una montaña que se alza en el diáfano cielo, están inmersos en el límpido éter, ese espacio en el que, sin cesar, sigue su curso una de las divinidades: el Sol, incansable sobre su carro, «se eleva por encima de las hermosas aguas hacia la bóveda dorada, para alumbrar a los inmortales y a los mortales de las tierras del trigo» 6. Una gran divinidad como Hera tiene el poder de forzarle a acelerar su curso: si una jornada de contienda resulta demasiado larga para los guerreros a quienes prote­ ge, hay que abreviarla. El Sol tendrá que espolear a los caballos 7. Pero se trata de una transgresión a la regla to­ talmente excepcional dado que todos los dioses tienen buen cuidado de acatarla. Hera es sagaz y disfruta con la cons-


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piración y el espionaje. En más de una ocasión ha sabido persuadir al Sueño para que adormezca a Zeus y conseguir que fracasen así sus planes 8. Un día interrumpió la gesta­ ción de una mujer en el séptimo mes y alargó más de la cuenta el embarazo de otra, Alcmena, amante de Zeus de quien esperaba un hijo: quería retener el nacimiento del bastardo de su rival, anunciado por Zeus con gran impru­ dencia, y que en su lugar naciera otro niño. Al anticipar un alumbramiento y retrasar la llegada de otro, Hera se toma la libertad de modificar una periodicidad natural y divina que, en principio, es idéntica en todos los cuerpos femeni­ nos 9. De manera análoga, cuando Ulises regresa a Itaca, otra diosa astuta, Atenea, impide a la Aurora el enganche de los caballos: de esta manera la claridad del alba, enemiga de los amantes, no llegará tan pronto a los esposos que apenas se han reencontrado l0. El Sol, la Aurora, la Noche y el Sueño son divinidades móviles. Siempre vuelven a reemprender el mismo viaje y hacen del tiempo una sucesión de fases y momentos con cualidades propias y coloridos incomparables. Con sus idas y venidas, su presencia o ausencia en uno u otro punto del espacio, estas divinidades introducen la discontinuidad y la repetición en el cielo. Para los olímpicos respetarlas signi­ fica reconocerlas como seres de su misma condición, dota­ das de poderes autónomos y temibles. El inducirlas a que excepcionalmente renuncien a la rutina denota o bien un manejo diplomático o bien un abuso de poder que no tiene por qué modificar el indispensable equilibrio del cosmos. Del mismo modo, las divinidades del Tiempo temen al dios soberano. Cuando Hera le pide al Sueño que duerma a Zeus —quiere apartarlo mientras que Poseidón ayuda a los griegos—, el hermano de la Muerte le confía sus temores: ¡Hera, venerable diosa, hija del gran Crono! Fácilmente ador­ mecería a cualquiera otro de los sempiternos dioses y aun a las corrientes del río Océano, que es el padre de todos ellos, pero no me acercaré ni adormeceré a Zeus, hijo de Crono, si él no lo manda " .


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Atenea llevando la egida, con el casco y la temible casaca adornada con cabezas de serpientes erguidas y sibilantes. La hija de Zeus, subida en un carro de guerra, sujeta la lanza y las riendas mientras que a su lado ca­ mina Heracles, su protegido, cubierto con una piel de león y armado con una clava. Anfora, siglo vi antes de J. C. Museo del Petit Palais, París. F. Bulloz.


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El Sueño no ha olvidado el día en que se atrevió a sumir en el sopor al rey de los dioses bajo el mandato, también en esta ocasión, de su esposa: al despertar Zeus le hubiera sin duda arrojado al Ponto, si la Noche no le hubiese sal­ vado, rauda Noche a quien Zeus debe rendir honores ,2. Una sola vez la Aurora se había desentendido de su trabajo, causando así el desorden en el cielo: el día en que su hijo Memnón, príncipe de los etíopes, murió en el campo de batalla a manos de Aquiles. Aquel día «el color bermejo que anuncia la mañana palideció y el cielo se cubrió de nubes». Fue Ovidio 13 quien relató el riguroso luto de la diosa, su viaje al Olimpo, la visita a Zeus y la petición de honores para su hijo. Aquel día dioses y hombres fueron conscientes del valioso trabajo de la Aurora, una labor que ella recuerda al soberano: impedir que la Noche traspase sus límites H. Nos hallamos, pues, ante una delimitación de la extensión del tiempo, un mutuo reconocimiento de de­ rechos, competencias y atributos: el orden instaurado por Zeus tras las desgarradoras luchas que asolaron la familia de los dioses está basado en el reparto y la moderación. El Sol que todo lo ve y la Aurora de rosados dedos, la rauda Noche y el dulce Sueño son personajes vivos con biografía y memoria, sentimientos, pasiones y una concien­ cia muy clara de sus funciones y su rango. Podríamos pre­ guntarnos si el día, la propia jomada, tiene así mismo una imagen mítica. Hesíodo incluye al Día entre los hijos de la Noche l5. Pero en el mundo homérico, un día es el inter­ valo entre el alba y la noche, el período de claridad que inaugura la Aurora y prolonga el Sol en su travesía celeste. Es un espacio de tiempo, recortado en la extensión tempo­ ral y dispuesto a recibir los sucesos que van a llenarlo. Un día es una porción de tiempo; sin embargo, el día puede ser un punto en el tiempo, una fecha en la que se cumple un destino o se realiza una hazaña —día fatídico, día de la libertad, día del regreso. Calificado por lo que resulta ser un soporte, el día parece ser una cosa, un objeto concreto, que podemos alejar, destruir o arrebatar, o bien algo que se aproxima I6. Posee una realidad sustancial e incluso un


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peso físico: Zeus pesó en una balanza de oro los días de los aqueos y de los troyanos, de Héctor y Aquiles. El de mayor peso, el que estaba más colmado de fatalidad, desig­ naba a los perdedores y al héroe cuya muerte se veía cer­ cana 17. En este sentido concreto, el día fatídico parece te­ ner vida y es el otro nombre de Kér, el dios de la muerte. Si bien el día en sentido cosmológico no es una divini­ dad y no goza de una identidad personal, el segmento tem­ poral que representa proporciona, sin embargo, una refe­ rencia esencial para la vida divina. Las estaciones no pasan por el país de los olímpicos; el transcurso de los meses y los años resulta indiferente para los dioses. Existe un pasa­ do —del que se guarda memoria— y un futuro —para el que se hacen proyectos—, pero futuro y pasado se compo­ nen únicamente de días idénticos que no conducen a la vejez. Los inmortales han nacido para siempre. Son conce­ bidos, alumbrados, crecen hasta la edad que les va a corres­ ponder y ahí se paran. A partir de ese momento sólo exis­ ten los días. La imposibilidad de morir sería una carga muy difícil de soportar si la edad avanzara hasta el infinito. Sibila y Titón, seres humanos divinizados, sufrieron esta agota­ dora inmortalidad, la desgracia de una vejez sin escapatoria. Sibila, profetisa de Apolo y amada por él, recibió de su dios un cruel obsequio: no moriría antes de volver a ver su tierra natal. Pluricentenaria, demacrada y consumida —vivió en lo sucesivo en una redoma y sólo su voz era perceptible— suplicó un día a unos consultantes llegados de su patria, la Tróade, que le enviaran una carta lacrada. Al ver el lacre, hecho de tierra, pudo por fin librarse del suplicio. En cuan­ to a Titón, esposo de la joven Aurora, obtuvo el don de la eternidad gracias a la intercesión de la diosa; pero olvidaron precisar en la demanda que él conservara la juventud eterna. Por ello, este inmortal sufrió la experiencia de un deterioro lento y desesperanzado. La vida de los inmortales se cristaliza a una edad deter­ minada que es inmutable. Es una vida puramente cotidiana, pues sólo existen días que empiezan y terminan con el mo­ vimiento del Sol. Los dioses dan contenido, ocupan y dis­


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tribuyen esos días que no están contados. Les imprimen la huella de su actividad y preocupación. Existen asuntos in­ ternos y placeres privados, pero ante todo está la inmensa atención que exige el mundo humano. Los dioses están ahí por todas partes y en todo momento, como tácticos y es­ trategas, provocadores o combatientes. Adoptan todas las fisonomías posibles y se esconden bajo cualquier rostro o disfraz. Nada de lo humano les resulta extraño en esta gue­ rra que dirigen ellos por la fuerza y sobre todo mediante la astucia, como si se tratara de un proyecto suyo. Están omnipresentes en la contienda, sobre el terreno, como si también allí se hallaran en su propia casa. Placeres e inquietudes Los dioses, a la vez amos y súbditos del tiempo cosmo­ lógico, son responsables del tiempo que viven los hombres, de sus preocupaciones y de la respuesta a sus deseos. Tam­ bién en este ámbito disponen de un poder extraordinario, cuyo ejercicio resulta, sin embargo, indisociable de la pro­ pia capacidad para verse afectados. La sensibilidad pasional es la otra cara de la moneda del poder de acción. Precisa­ mente esta cuestión ha llegado a poner en duda la felicidad de la vida de los dioses 18. ¿Felicidad olímpica, idéntica a sí misma todos los días? ¿Compromiso en el mundo y en lo cotidiano de la historia? Tenemos ai respecto un doble discurso que es fundamental en la teología clásica ,9. Pero volvamos al problema fáctico para plantear esta cuestión no como reflexión filosófica, sino en su versión relatada: ¿cuál es la distribución del tiempo de los dioses? Imaginemos primero la ciudad de los olímpicos. Veámosla a la manera romana, tal como la describe Ovidio a sus lectores en Las metamorfosis: Existe en el empíreo una vía que se divisa fácilmente en un cielo límpido; lleva el nombre de Vía Láctea; a la vista se distin’ue por su altura resplandeciente. Por este camino los dioses de as alturas se dirigen a la residencia real, en donde vive el sobe-

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rano que lanza el rayo. A derecha e izquierda se hallan, con las puertas abiertas, los atrios frecuentados por la nobleza celeste; la plebe vive aparte, en otros lugares; delante y a un lado, los dioses poderosos han situado a sus penates. Así es la morada que me atrevería a llamar, si se me permite, el Palatino del cielo . Para los romanos, el mundo de los dioses es urbano, es una réplica aérea de los elegantes barrios dispuestos para la dolce vita de la aristocracia de la época de Augusto. ¿En qué emplean su tiempo los dioses dentro de los palazzi? Al parecer, la única actividad que se puede tener en cuenta es el culto que rinden a los penates: dioses devotos y solícitos de la piedad doméstica. Lo cual no parece causar una gran preocupación. Sin embargo, el teatro de los palatia caeli no se presenta, al principio de Las metamorfosis, para que se representen escenas de apacible reverencia religiosa. Nada de eso, ya que los dioses que se apresuran por la Vía Láctea hacia la morada del rey se preparan para un momento di­ fícil: Júpiter, en uno de esos arranques de cólera que le caracterizan, ha convocado una asamblea de urgencia. Si los dioses tienen un cielo, ese lugar es sin duda para las reso­ luciones «políticas», el ejercicio del poder y la gestión de los asuntos mundanos. Por otra parte, podemos imaginarnos el Olimpo con un paisaje griego, un espacio menos estructurado y menos ur­ bano. Aquí también hay casas (dómata), entre ellas la de Zeus, lugar de asambleas y de banquetes divinos. En este ambiente de esplendor21 pensemos en los inmortales en general, en esos dioses a quienes se llama, en plural, «bien­ aventurados», «que llevan una vida fácil» y «sin preocupa­ ciones» 22. Aunque podríamos repetir los célebres versos de la Odisea: «Allí transcurre entre la felicidad y la alegría la existencia de los inmortales.» 23 Imaginemos ahora que asistimos a un diálogo homérico bastante subido de tono, durante el cual una voz femenina pero poderosa se levanta contra un esposo poco solícito: «¿Quieres que sea vano e ineficaz mi trabajo y el sudor que me costó, así como la fatiga de mis corceles?» Trabajo, fa-


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tiga de los caballos y transpiración: sin duda éste es el des­ tino de los mortales, si no el de las bestias que se dejan la piel ayudando a los hombres en las labores o huyendo a la carrera ante la muerte. Parece razonable pensar que los bien­ aventurados inmortales, sin preocupaciones y de vida fácil, deben hallarse muy lejos de ese mundo en el que unos cuer­ pos vulnerables se sienten agotados de fatiga y huelen a sudor. Y sin embargo, si indagamos sobre esta dama fuera de sí, que protesta invocando su agotamiento, los corceles de­ rrengados y el «sudor que me costó», no hay que extrañarse de que no se trate ni de una bestia ni de una mortal: «Tam­ bién yo soy una deidad y nuestro linaje es el mismo.» 24 Se trata de Hera, hermana y esposa del señor del Olimpo. Esta riña conyugal y las reivindicaciones por el justo reconoci­ miento de un trabajo agotador debemos situarlo en el co­ razón del mundo olímpico, en la mansión de Zeus, durante una conversación entre él y su esposa. Habíamos dicho que ese mundo era de beatitud, ausen­ cia de preocupaciones y vida fácil: la dolce vita. Nos en­ contramos con el agotamiento por un trabajo que hace su­ dar. Y no obstante seguimos con Homero e incluso con la litada. Intentemos, pues, llegar un poco más al fondo del texto y del significado de las palabras. Se nos podrá perdo­ nar que insistamos en la lengua, dado que el medio en el que viven los dioses griegos es precisamente el lenguaje poé­ tico. Podríamos preguntarnos si las palabras de Hera no son más que una simple figura estilística y si su «sudor», como el de un boxeador o una bestia, hay que tomarlo al pie de la letra. Pero, ¿qué haríamos entonces con la trans­ piración de Hefesto, el dios de las fraguas al que Tetis halló en el taller «bañado en sudor y moviéndose en torno a los fuelles»? 25 Ahí el narrador afirma que, a su parecer, un dios puede tener la piel sudorosa y debe tenerla así si tra­ baja. En resumen, el sudor está justificado y es legítimo en el cuerpo de un olímpico. Aún más: incluso en el caso de que quisiéramos a toda costa restarle importancia, tendríamos que afrontar, aparte del sudor, todo aquello que lo provoca,


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a saber, la fatiga, el trabajo y las preocupaciones, ya que Hera, en el momento en que se enfurece contra Zeus por haber menospreciado sus hazañas, está defendiendo en rea­ lidad todo lo que ella hace por los griegos, todas las mo­ lestias que se toma por los aliados de los atridas contra Troya y la familia de Paris. La fatiga es la exteriorización más evidente de la preocupación, ksdos, que debería ser ajena a los dioses, si se les llama aksdées (alfa privativa + kédos). «Los dioses condenaron a los míseros mortales a vivir en la tristeza, y sólo ellos están descuitados.» 26 En estas palabras de Aquiles encontramos uno de los enunciados generales que se repite a lo largo de la litada y que podríamos llegar a tomar al pie de la letra, como aque­ lla descripción de la visión de conjunto que aporta el texto. Pero esto nos desorientaría totalmente, ya que si Aquiles declara que los dioses son aksdées, por su parte los dioses conocen el ksdos. Su madre, la diosa marina Tctis tan a menudo desgraciada, se preocupa en numerosas ocasiones por su hijo 27, ella está ksdoméns por él 28. Y además es el propio Aquiles quien evoca los kaká ksdea, la «desgracia cruel para su corazón» a la que los dioses van a poner fin 29. El campo semántico de preocupación no es ajeno a los dioses. Por el contrario y de una forma paradójica, si se tiene en cuenta por una parte la frecuencia de uso de las palabras pertinentes en relación con los sujetos divinos y, por otra, la «definición» aparente de los dioses como ajenos a la preocupación, se comprueba que la última es la excep­ ción y requiere por tanto algunas aclaraciones. ¿Acaso Aqui­ les está simplemente atacando a los dioses porque son in­ diferentes no ante los hombres, sino ante la desgracia de los hombres? ¿Desea mostrar su desprecio por unos seres que «no se molestan» en cierto modo como aquellos peces que devoran «tranquilamente» los cadáveres humanos? 30 Se po­ drían hacer muchos comentarios sobre la frase pronunciada por Aquiles. En resumen, cualquiera que sea el sentido atri­ buido al calificativo aksdées, resulta imposible ignorar el enfrentamiento entre dos aspectos opuestos: la preocupa­ ción y la indiferencia que la / liada atribuye a los dioses.


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Troya, ciudad abierta, sitiada por ios griegos. «Muertos mis hijos, escla­ vizadas mis hijas, destruidos los tálamos, arrojados los niños por el suelo en el terrible combate y las nueras arrastradas por las funestas manos de los aqueos» (litada, canto XXII, v. 62-65). Copa, firmada Brygos, 490-480 antes de J. C. Museo del Louvre, París. F. Lauros-Giraudon.

Sobre este punto se podría plantear la objeción de la discontinuidad del texto homérico, su composición e histo­ ria. Por supuesto no hay que descartarla. La incoherencia —cualquiera que sea la razón— es real y profunda, y viene de muy atrás. Se observó ya en la época clásica como un fallo inherente a la antigua teología, como una indecisión sobre la propia naturaleza de las divinidades 31. Por consiguiente los dioses no ignoran las preocupacio­ nes. Aún más: si existe relato, si se cuenta la vida —d e jo s hombres y de los dioses—, es precisamente porque su ktdos está siempre a flor de piel y listo para convertirse en aten­ ción, afecto, protección o ira, castigo y venganza. La preo­ cupación divina es, en sentido literal, el motor de la histo­ ria.


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Zeus y H era en acción Observemos a dos divinidades responsables y sobera­ nas, Zeus y Hera, y dos maneras de actuar ante las preo­ cupaciones. En uno de los primeros sucesos que relata la ¡liada, Aquiles, el hijo de Tetis, está ciego de ira. Agame­ nón le ha ofendido y siente deseos de matarle. Coge su espada. ¿Se lanzará? Una diosa interviene. El héroe se para y recobra la sangre fría. El asesinato del rey se evita por muy poco. Esta escena ha sido estudiada por P. Vidal-Naquet desde el punto de vista de la experiencia temporal: Para el observador humano, el tiempo es pura confusión. Aqui­ les desenvaina y envaina luego la espada, sin que los presentes comprendan esta secuencia temporal. De hecho Atenea, invisible para los demás, le ha hablado y su discurso, como explica R. Schaerer, pone ante él la perspectiva del tiempo 32. Desde el punto de vista de la inteligibilidad, existe una oposición real entre los espectadores humanos y Atenea, frente a Aquiles que gesticula con la espada. Y es Atenea quien introduce esta oposición, como señala P. Vidal-Naquet, mediante su intervención, por su presencia y el interés que siente en aquel momento por lo que ocurre en la gue­ rra. Una diosa irrumpe en el tiempo de los hombres, que muy bien podría transcurrir con plena autonomía, para in­ terrumpir e invertir el curso de los sucesos y remodelar el futuro de los héroes. Pero, ¿por qué está allí Atenea? ¿Qué la lleva a ese lugar? Literalmente la preocupación, el kédos de Hera. «Me envía Hera, la diosa de los niveos brazos que os ama a entrambos y por vosotros se preocupa (kedoménS).» 33 Con estas palabras se presenta. Al principio de la 1liada, los héroes parecen actuar por el impulso de movi­ mientos instantáneos y estar sujetos al presente inmediato —él me ofende y yo, raudo, le mato; pierdo una cautiva y exijo otra inmediatamente; ¿reclamas a tu hija?, márchate sin demora; ¿quieres la parte que me corresponde del bo­ tín?, ahora mismo me largo. Reaccionan sin esperar a más, con la rapidez con que se elevan los humores: cólera, ira,


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rencor. La celeridad es una característica de su poder y una función del honor: no se puede tolerar una ofensa. Por otra parte, una diosa se desliza en este ritmo trepidante de ac­ ciones, deseos y discursos para decretar una tregua, reservar un espacio de tiempo a la espera, al intercambio diferido, a lo que llamaríamos el sereno placer de la venganza. Atenea le enseña a Aquiles un placer diferente, menos ardiente y más provechoso: el del proyecto, el placer que se saborea por anticipado y que va más allá de la tiranía impuesta por el «ahora» del deseo heroico. Pero esta perspectiva de pa­ ciencia está engendrada por una actitud divina, la preocupa­ ción y, concretamente en este caso, una abnegada preocupa­ ción. En resumen, los desvelos de Hera modelan el tiempo de la ¡liada y salvan el relato, como señala P. Pucci 34. Al de­ tener a Aquiles cuando está a punto de matar a Agamenón, el ksdos divino, opuesto a la presteza heroica, hace posible e inaugura expresamente el porvenir relatado. Y no veremos que decaiga esta preocupación generadora de historia. Por su causa los argivos van a reaccionar ante la lluvia de flechas devastadoras que lanza Apolo a su ejército 35 y Atenea, e incluso la propia Hera, se pondrán en peligro siempre que los efectos de otra voluntad, la de Zeus, las induzca a preo­ cuparse por el futuro de los mortales a quienes protegen. En cuanto a Zeus, su acción sobre el destino de los mortales se despliega en dos momentos —uno justo al prin­ cipio y el otro al final de la ¡liada— en los que «siente gran inquietud (kédetai) y se compadece». Estas dos ocasiones de solícita preocupación marcan el principio y la termina­ ción de las vicisitudes que sufrirán los hombres a causa de una disputa entre héroes que tan sólo cobra importancia al convertirla un dios en asunto personal. Para empezar, Zeus se inquieta y se compadece —o al menos lo aparenta— por el rey griego Agamenón. Por eso, dice, le envía un sueño a partir del cual se inicia todo el drama 36. Mientras que Apolo ha bajado del Olimpo para llevar a cabo su venganza y cerrar así un ciclo de intercambio de violencias, Zeus interviene para comprometer a todo el mundo, hombres y


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dioses, en una nueva ola de actos sangrientos. El ksdos cons­ tituye para Zeus, al igual que para Hera, pero al servicio de una estrategia diferente, un elemento dinámico primordial con capacidad para iniciar el curso de los sucesos así como para paralizarlos. Cuando de nuevo Zeus se preocupe y se compadezca, lo hará por otro soberano, el troyano Príamo 37. Y en virtud de esa inquietud decidirá establecer una tregua. Será el final de la Ilíada. Como se ve, la Ilíada es muy clara en el lenguaje y la estructura: no existe por una parte el tiempo y por otra la preocupación, como si fueran dos nociones independientes. Por el contrario, esta última será la manera divina de que exista el tiempo y de estar los dioses junto a los hombres. Esto significa que la primera visión del mundo en la antigua Grecia de la cual poseemos un relato continuo y reconocido, plantea la relación del tiempo con la preocupa­ ción como constitutiva de la experiencia de tiempo. Hay que observar, sin embargo, que se trata de sujetos cuyo atributo principal y distintivo es la inmortalidad. Ahora bien, si en el hombre la preocupación es la manera habitual de estar en el tiempo, es debido —según una reflexión con­ temporánea muy conocida— a la muerte, con el fin de man­ tenerla alejada, lo cual resulta trivial y no del todo cierto. Se trata de imprimir en lo cotidiano una ocupación y una preocupación, no asumiendo por tanto el destino para el cual cada uno de los mortales viene al mundo. Pero en la Ilíada los hombres —cuando son héroes— van adelante y salen siempre al encuentro de la muerte. Para ellos, el día que cuenta es aquél en que posiblemente morirán. Los días corrientes se suceden sin brillo, insignificantes. Por el con­ trario, los dioses viven su inmortalidad llena de inquietudes y en una sucesión de días semejantes. Lo cotidiano, y por tanto lo ordinario, es la dimensión de la vida de los dioses, en la cual la ausencia de la muerte descarta cualquier he­ roísmo. Porque no tienen nada que perder. ¿No podrían parecer, en opinión de algunos, ridículos pequeñoburgueses alienados?38


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Inquietudes y peligros Y sin embargo, en sus hazañas en el campo de batalla, los olímpicos llegan a rozar la muerte como si de un peligro real se tratara. Los dioses, vulnerables, son heridos. De la carne desgarrada por el hombre brota sangre no humana, aunque no deja por ello de ser menos valiosa para su vida. Los dioses sufren y recurren a los cuidados médicos: un experto facultativo se halla permanentemente en el Olim­ po 39; se aproximan a lo más aciago. Ares confiesa que ha estado a punto de quedarse en el campo de batalla entre los cadáveres cuando Diomedes, con la ayuda de Atenea, le ha herido 40. El héroe, semejante a un dios, se había lanzado con un terrible grito de guerra sobre el dios verdadero. Atenea, invisible al haberse puesto el casco de Hades, se hallaba a su lado: ella misma cogió con una mano la lanza que había arrojado Ares y la desvió; luego, con todas sus fuerzas apuntó el arma de Diomedes «a la ijada de Ares, donde el cinturón le ceñía». La «hermosa piel» del broncí­ neo dios se desagarró y su voz clamó «cual grito de nueve o diez mil hombres que se hallaran luchando en la guerra». De regreso al Olimpo, Ares muestra a Zeus la herida y la inmortal sangre que de ahí mana. Suspira y se lamenta: «¡Siempre los dioses hemos padecido males horribles que recíprocamente nos causamos para complacer a los hom­ bres!» 41 Celoso de Atenea y de las preferencias que le con­ cede su padre, Ares la acusa de haber provocado e incitado a Diomedes. En cuanto a él, admite sin mayor vergüenza que sólo la huida le ha salvado del peor de los peligros: «Si no llegan a salvarme mis ligeros pies, hubiera tenido que sufrir horrores entre espantosos montones de cadáveres, o quedar inválido, aunque vivo, a causa de las heridas que me hiciera el bronce.» 42 Como vimos antes, Afrodita también fue herida por la pica de Diomedes; al igual que Ares, pudo escapar de su enemigo gracias a la huida. Con ayuda de Iris regresó al Olimpo y se refugió en el regazo de su madre, Dione, quien la recibe en sus brazos, la acaricia y consuela. ¿Quién ha


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tenido el valor de maltratar a su querida hija? Afrodita cree que es un simple mortal, un guerrero que se atreve a com­ batir con los olímpicos. Pero su madre la desengaña: Diomedes no es más que un ejecutor. Atenea, que odia a su rival, le ha instigado a ello. Y, al igual que Ares, Dione se lamenta de que por culpa de los hombres los dioses se pe­ leen entre sí: Sufre el dolor, hija mía, y sopórtalo aunque estés afligida; que muchos de los moradores del Olimpo hemos tenido que aguantar ofensas de los hombres, a quienes excitamos para causarnos, unos dioses a otros, horribles males. Las toleró Ares, cuando Oto y el fornido Efialtes, hijos de Aloeo, le tuvieron trece meses atado con fuertes cadenas en una cárcel de bronce: allí hubiera perecido el dios insaciable de combate, si su madrastra, la bellísima Eribea, no hubiese recurrido a Hermes, quien sacó furtivamente de la cárcel a Ares casi exánime, pues las crueles ataduras le agobiaban. Las toleró Hera, cuando el valeroso hijo de Anfitrión la hirió en el pecho diestro con trifurcada flecha; vehementísimo dolor ator­ mentó entonces a la diosa. Y las toleró también el ingente Hades, cuando el mismo hijo de Zeus, que lleva la égida, disparándole en la puerta del infierno una veloz saeta, a él, que estaba entre los muertos, le entregó al sufrimiento: con el corazón afligido, traspasado de dolor —pues la flecha se le había clavado en la robusta espalda y abatía su ánimo—, fue el dios al palacio de Zeus, al vasto Olimpo 43. En opinión de Ares y de la meditativa Dione, los graves accidentes que hacen brotar la sangre de los dioses son de origen divino. Estos habitantes del Olimpo parecen con­ vencidos de que, detrás del mortal que levanta la mano contra uno de los suyos, se esconde en realidad un adver­ sario de su propia raza. El hombre que se deja persuadir para atacar a un dios a sabiendas, es simplemente un pobre idiota que ignora el destino que le espera. Por los hombres, a causa de los hombres y en el país de los hombres, los dioses llegan a conocer el peligro, pero en cualquier caso, estas aventuras forman parte de la historia olímpica. Se diría que la razón última de todo ello es la excesiva preocupación por los hombres: los dioses se interesan demasiado por los efímeros vivientes y de ahí proviene la experiencia de ríes-


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go. En definitiva, ¿vale la pena todo eso? ¿N o es una locura dedicar tantas atenciones y poner en peligro la propia paz y felicidad por unos seres tan frágiles y despreciables? El problema a veces se plantea explícitamente, como si los in­ mortales soñaran con la ataraxia. Un día, Ares pierde a Ascálafo, hijo nacido de una mujer mortal y por quien sien­ te gran amor; el joven héroe ha muerto en el campo de batalla. Y he aquí que este dios guerrero, azote de los mor­ tales, se siente afligido por la desaparición de un hombre, de su propio hijo. Ciego de ira, quiere vengarlo. Ya está dispuesto a coger las armas y salir corriendo de la asamblea. Sus caballos están listos. Pero Atenea le alcanza y le quita el casco y la pica. Ares estaba dispuesto a desafiar el rayo de Zeus —que había prohibido cualquier intervención mi­ litar—, aunque su destino fuera caer tendido entre los muer­ tos, entre la sangre y el polvo. ¡Cuánta locura e impetuo­ sidad! Al parecer Atenea conoce mejor que Ares que los hombres nacen para morir y que «es difícil conservar todas las familias de los hombres y salvar a todos los indivi­ duos» 44. Seguramente la diosa de ojos garzos pensó en las consecuencias, en la terrible cólera de Zeus, y halló un fácil argumento para apaciguar al impetuoso Ares. Pero ella no es la única en evocar el disgusto que le produce la agitación y los problemas que provocan las relaciones con los hom­ bres. En otro momento, cuando casi todos los olímpicos se hallan en el campo de batalla peleando unos contra otros, se escuchan dos voces que recuerdan que no vale la pena atormentarse y combatir entre dioses por unos simples mor­ tales. Al decir esto, Hera apartará a Hefesto del ensaña­ miento con que hacía hervir y arder a Janto, el río-dios 45. Por idéntica razón, Apolo rechaza el desafío de su tío, Poseidón: ¡Batidor de la tierra! No me tendrías por sensato si comba­ tiera contigo por los míseros mortales que, semejantes a las hojas, ya se hallan florecientes y vigorosos comiendo los frutos de la tierra, ya se quedan exánimes y mueren. Abstengámonos, pues, de combatir y peleen ellos entre s í46.


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Duelo con una divinidad detrás de cada combatiente. A la izquierda Ate­ nea y a la derecha Hermes gesticulando y atendiendo a su héroe. Anfora, pintor de Andoxtdes, 530-320 antes de J. C. Musco del Louvre, París. F. Alinari-Viollet.

Los dioses no deben enfrentarse entre ellos por unos simples mortales. Esta alusión se repite a menudo. De cuan­ do en cuando, un olímpico retrocede; el peligro le frena y se da cuenta de que es inútil sufrir o hacer sufrir a un semejante por la salvación momentánea de un ser que está destinado a la muerte. La desconfianza epicúrea hacia unos dioses ausentes, indiferentes, no comprometidos, está sin


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duda justificada. Sin embargo, la verdadera conducta de es­ tos dioses se inclina hacia el compromiso, al lado de los hombres y en su trayectoria. Tenemos testimonios a lo lar­ go de toda la epopeya. De hecho los dioses son audaces y temerosos, generosos y francamente ruines; tan pronto en­ cuentran normal el pelear a muerte, como el preservar su «hermosa piel». En Ares y Atenea esta alternancia se per­ cibe con claridad: Atenea puede proponer a su hermano la retirada del combate 47 para, poco después, atacarle y clavar la pica de Diomedes en su ijada 48. Existe sin duda una lógica en estos cambios de humor. Pero lo esencial parece ser que el campo de lo posible se despliega ampliamente ante los dioses. Algo tan vasto y tan rico como el deseo y la posibilidad de esquivar los golpes —los olímpicos pueden salir volando y desaparecer en cualquier momento— coe­ xiste con la admitida eventualidad del sufrimiento. Lo po­ sible llega incluso al extremo del peligro de muerte.


CAPITULO IV

EJERCER DE DIOS: U N ESTILO DE VIDA

L

A Tierra está agotada; los hombres son una gran carga. Solicita, pues, del gran Zeus un remedio que la alivie. El soberano del Olimpo, conmovido, piensa en una solución radical: diezmar la pululante masa de huma­ nos. Pero no lo hará de forma instantánea ni fulminante. Una larga estrategia se va poniendo en marcha. Habrá un matrimonio entre un mortal y una diosa, Peleo y Tetis, y de él nacerá un héroe extraordinario, Aquiles. Zeus, perso­ nalmente, seducirá a una joven princesa, Leda, para engen­ drar a Helena, de inmensa belleza. Alrededor de la biografía de estos dos personajes se tejerá el destino de la raza hu­ mana en la guerra de Troya, verdadero genocidio planeado por un dios. El sabio Proclo resume así los hechos: Zeus delibera con Temis sobre cómo provocar la guerra de Troya. Eris aparece cuando los dioses festejaban la boda de Peleo. Procura que una desavenencia enfrente a Atenea, Hera y Afrodita para saber cuál de las tres es la más hermosa. Zeus ordena que Hermes las lleve ante Paris-Alejandro, que vive en el Ida, para que éste haga de juez. Alejandro elige a Afrodita, entusiasmado ante la ¡dea de casarse con Helena. Después, siguiendo los con­ sejos de Afrodita, construye una flotilla de barcos [...]; Alejandro llega a Lacedemonia, en donde es recibido como huésped por el hijo de Tindáreo y más tarde en Esparta es acogido por Menelao. Durante un festín, Helena recibe los obsequios de Alejandro. Des­ pués Menelao embarca hacia Creta tras haber recomendado a He-


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lena que atendiera a los huéspedes hasta su partida. Entonces es cuando Afrodita consigue que Helena caiga en brazos de Alejan­ dro. Y, sin sospecharlo, toda la humanidad se ve metida en el engranaje. La Iliada no relata ninguno de estos episodios que apa­ recen en los Cantos ciprios, gran epopeya perdida de la que no se conserva más que este lacónico resumen y algún otro pasaje. En el siglo V antes de nuestra era, Eurípides recurrió a este tema para contar de nuevo la historia de Helena y justificar plenamente a la hermosa mujer, dándole su propio destino. En lugar de presentarla como una mujer frívola y conscientemente infiel, Helena debe ser considerada, según Eurípides, como «el objeto demasiado hermoso» (kallísteuma) de quien se han servido los dioses para «enfrentar a griegos y frigios y provocar muertes con el fin de aliviar a la Tierra, ofendida por los innumerables mortales que la cubrían» ’ . Pero incluso en la 1liada, ese maravilloso cuerpo programado para ser el azote de la humanidad y arrojado por Afrodita en brazos de su huésped, no opone ninguna resistencia ante la voluntad que lo dirige. Y nadie puede escaparse a él. Helena, belleza fatal —en sentido propio—, apremiante e irresistible, provoca el deseo como respuesta inmediata, automática e ineludible a su presencia. El hom­ bre que sucumbe, atrapado por la anánke, la necesidad eró­ tica, no tiene nada que hacer. Los viejos troyanos de la Ilíada lo saben muy bien cuando la ven caminar y subir a las murallas: «N o es reprensible que los troyanos y los aqueos, de hermosas grebas, sufran prolijos males por una mujer como ésta, cuyo rostro tanto se parece al de las dio­ sas inmortales...» 2 Helena, belleza divina, materializa un destino divino. «Pues a ti no te considero culpable —le dice Príamo—, sino a los dioses, que promovieron contra noso­ tros la luctuosa guerra de los aqueos.» 3 ¿Qué ocurre en esta historia con la decisión (krísis) de París? El deseo le viene dictado y éste no es sino el cóm­ plice de las intenciones de Zeus, quien sabe que los encan-


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tos de Afrodita triunfarán sobre la atracción del poder mi­ litar y la soberanía. Si Helena es ofrecida a un mortal, la respuesta es previsible. Por lo tanto, las estrategias de los dioses se apoyan a veces en las pasiones de los hombres 4. En este caso concreto, la suerte de toda la humanidad está en juego. Los mortales, esa pesada carga que hay que arro­ jar del espacio en que viven, no tienen más remedio que tomar consciencia de su finitud: pensar que son tan efíme­ ros como las hojas de una estación y demasiado sensibles con los impulsos de su ser.

El juicio de París, preludio de la guerra de Troya. Copa, pintor Makron, ceramista Hierón, 490-480 antes de J. C. Staatliche Museen Preussischer Kulturbesitz, Berlín. F. J. Tietz-Glacow.

Reacciones divinas Llegó el sueño a las tiendas de los guerreros griegos. Las naves estaban amarradas algo más lejos. El dios arquero, negro como la noche e invisible, se puso al acecho. La única señal, sonora, de su presencia era el resonar de las flechas en el carcaj. De repente, se produjo un terrible chasquido: la primera flecha había sido lanzada. Después todo se de­ sencadenó: animales y hombres quedaron diezmados. Las


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flechas de Apolo volaron durante nueve días, en los cuales lo único que ocurrió fue que el dios masacró sin tregua. «En el décimo día, Aquiles convocó al pueblo a junta.» 5 ¡Ya era hora! Por fin reaccionaba algún hombre: la respues­ ta a la incursión desleal y feroz de Apolo es una prudente iniciativa. Sin embargo, este hombre que ha sido el primero en tener presencia de ánimo para convocar a príncipes y guerreros sólo actúa motu propño en apariencia. Una vez más es la diosa de los niveos brazos, Hera, quien pone este pensamiento en su corazón 6. Por lo tanto no son los hombres los que se rebelan ante el azote de Apolo: es otra congénere suya, otra olímpica, la que azuza y moviliza a las víctimas de su rival. Hera, fiel a su alianza con los griegos, contra la ciudad del impruden­ te París, no tolera que se extermine a sus amigos. Mejor es no plantearse qué hubiera ocurrido si una diosa del Olimpo no se hubiera preocupado por su suerte. La inercia de los mortales nos sorprende, pero hay que habituarse al insólito papel que juegan los hombres en ese teatro de sombras que atraviesan. Los mortales, tan pronto ágiles y rápidos en la acción como paralizados por el estupor, responden de for­ ma discontinua ante los sucesos que llevan una señal divina. En el orden del día de la junta de los griegos se plantea una única cuestión: ¿cuál ha podido ser el error que ha provocado las represalias de Apolo? Si el motivo fue algún voto o hecatombe, quizá quemando grasa de corderos y de cabras se le consiga apaciguar. Los dáñaos, indecisos y preo­ cupados, pero convencidos de haber cometido alguna falta, preguntan al hombre que ha recibido de los dioses el don de conocer el pasado, presente y futuro. Pero Calcas los desengaña: no es un olvido cultural lo que ha enfurecido a Apolo. Se trata de una afrenta al honor de uno de sus sa­ cerdotes, a Crises, a quien el rey Agamenón se negó a de­ volver la hija que fue hecha prisionera al tomar la ciudad de Crisa. El anciano había ido a ofrecer un rescate a cambio de su hija, pero el rey griego le había ofendido con su negativa. Ahora bien, este insulto a Crises se dirige también al dios Apolo, pues el sacerdote viste sus colores: a partir


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de ese momento, la joven tendrá que ser devuelta al propio dios sin rescate y además con un gran sacrificio, una heca­ tombe, como desagravio. Con estas condiciones cesarán las desgracias 7. Agamenón acepta: «Puesto que Febo Apolo me quita a Criseida, la mandaré en mi nave con mis ami­ gos.» 8 Pero para salvar su prestigio y no verse desfavore­ cido respecto a los otros paladines, decide llevarse a otra mujer cautiva: a firiseida, la que le había correspondido a Aquiles en el reparto del botín. He ahí, pues, la primera acción: la venganza de un dios irritado, frenético, ciego de ira. La escena de la litada co­ mienza con los estragos que causa Apolo. Desde el princi­ pio, la presencia divina se manifiesta con la furia. Suscep­ tibilidad, resentimiento y violencia criminal: es decir, que los olímpicos no son ni más prudentes ni menos pasionales que los hombres. Agamenón sufrió esta triste experiencia el día en que en Aulide —era una etapa del camino a Troya, la flota estaba amarrada, el ejército acampado y el rey se distraía con la caza— se le escaparon por imprudencia unas cuantas palabras de las que se iba a arrepentir el resto de su vida. «¡Ah, qué hermosa cierva acababa de abatir! ¡Ni la propia Artemisa lo hubiera hecho mejor! «El rey estaba orgulloso de su captura y olvidó lo que ningún mortal de­ bía ignorar: el hecho de que los dioses, todos los dioses, aborrecen la idea de que se les aventaje. Imprudencia y lamentable vanidad que no perdonó la hermana de Apolo, la Cazadora: una repentina tempestad se levantó en el mar, y Calcas, el reputado adivino, descifró en esas señales la cólera de la diosa. Para conseguir su perdón, el propio rey debía sacrificar a su hija. Agamenón accedió a degollar a Ifigenia —aunque esta acción le costaría muy cara—, pero en el instante en que el sable iba a hundirse en la garganta de la víctima, Artemisa colocó una cierva en su lugar. Nadie se dio cuenta de ello 9. Antes de ofender a Apolo, Agamenón había provocado a Artemisa; en ambos casos la respuesta es una cólera des­ piadada que sólo un sacrificio puede aplacar, pero para el mortal se trata de un descuido, un error, una torpeza: em­


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peñarse en conservar a una cautiva porque es hermosa y presumir de haber cazado una buena pieza. ¿Tan grave es eso? Y sin embargo resulta suficiente para desencadenar los ataques de ira en los habitantes del Olimpo. Los hombres se ven expuestos a los humores de los dioses y éstos se sienten ofendidos por las mínimas torpezas que inevitable­ mente siguen cometiendo aquéllos. ¿Por qué un rey piado­ so como Agamenón no evita ese desliz gratuito con los dos arqueros? Se diría que si hay unas normas elementales para mantener unas buenas relaciones con los dioses, él o bien las desestima o bien no las conoce. Y ¿por qué los dioses no son más tolerantes con estos seres tan distraídos y con tan escaso dominio sobre sus palabras y gestos? Ahí reside todo el problema de la presencia de los dioses en la Tierra. A nadie le está permitido ignorar la ley y cualquier infrac­ ción lleva consigo un castigo; pero, ¿existe acaso un código penal? Hay transgresiones voluntarias y premeditadas, como por ejemplo cuando los compañeros de Ulises mataron y se comieron a las vacas del Sol en Sicilia. Estos animales estaban terminantemente prohibidos y eran intocables: los hambrientos marineros fueron en contra de una orden ex­ plícita y desafiaron la venganza y cólera divinas. Si irritado y deseoso de vengar a sus bueyes de retorcida cor­ namenta el Sol exige a los dioses la destrucción de nuestra nave —dijo desesperado Euríloco—, prefiero morir de una vez tragan­ do el agua amarga de las olas que languidecer y morir en esta isla desierta 10. Estos desgraciados, abatidos por el hambre y amenaza­ dos por una muerte espantosa, prefirieron degollar a los animales sagrados. Se dispusieron a ofrecer un sacrificio a los dioses, dándoles la parte que les hubiera correspondido en una verdadera inmolación. Y debido a las circunstancias, toda la ceremonia resulta equívocamente correcta: se cogen hojas de encina en lugar de granos de cebada, puesto que no hay, y se hacen libaciones con agua porque se carece de vino. La mayor paradoja es que se comparte con los dioses


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unas víctimas que pertenecen en su totalidad a un dios. ¿Hay que extrañarse, pues, si por su parte las bestias sacri­ ficadas no están realmente muertas? Los pellejos se movían, las carnes que estaban en el asador empezaron a mugir y las que todavía estaban crudas contestaron a sus mugidos. Como era de prever, el Sol clamó venganza y amenazó con hundirse en el Hades y brillar para los muertos, ya que ese rebaño siciliano era su alegría cuando ascendía hacia los astros del firmamento y cuando, al terminar su carrera, vol­ vía a la Tierra. Entonces Zeus le prometió lo que deseaba: «¡Sigue brillando, Sol, ante los inmortales y sobre la Tierra cereal, ante los ojos de los hombres! ¡En cuanto a los que te ofendieron, te prometo hundir su nave en el proceloso mar con mi lívido rayo!» 11 Así fueron exterminados quie­ nes se habían alimentado de carne sagrada. La decisión consciente de desobedecer constituye, sin embargo, un caso aislado; son pocos los ejemplos de ofensa deliberada como el de los compañeros de Ulises o, aún más grave, el de los pretendientes de Penélope. Estos olvidaban sistemáticamente las más elementales ofrendas que se deben rendir a los dioses en las comidas; jamás hacían sacrificios, se lo comían todo. En la fiesta de Apolo, se proponen que­ mar en su honor patas de cabra... al día siguiente l2. Tam­ bién ellos, como ya sabemos, serán exterminados durante una comida ese mismo día. Pero la mayoría de las ofensas que provocan la cólera de los dioses son, llamémoslo así, involuntarias: son más unos actos fallidos que unas decisio­ nes. «[...] De vez en cuando alguna infracción en el cuito a los dioses llega a trastornar nuestra vida», medita con tris­ teza el Agamenón de Eurípides ,3. Y cuando los griegos son el blanco de las flechas de Apolo, intentan recordar qué graves afrentas han podido cometer para merecer aquello y se preguntan si no han olvidado algún voto. En efecto, se­ mejante olvido hubiera sido imperdonable como demuestra otra versión del sacrificio de Ifigenia. Según este relato, en las fechas en que debía nacer su hija, Agamenón cometió la imprudencia de prometer a Artemisa el más hermoso fruto del año, sin sospechar el sentido de estas palabras


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—sin pensar en su propio fruto— ni preocuparse tampoco de cumplir esta promesa. Pero la diosa no lo había olvidado y un buen día reclamó lo que se le debía M. Puesto que, en aquella lejana estación, el producto más hermoso había sido la hija nacida en casa del rey, ésa era, pues, la criatura ele­ gida que había que sacrificar, siendo así la víctima de la ambigüedad que encerraban las palabras de su padre. Esa era la única condición que permitiría a la flota inmovilizada reemprender el viaje. Los griegos, diezmados por Apolo, se preguntaban an­ gustiados si habían olvidado algún voto o si habían omitido algún sacrificio. Esta última pregunta es también muy opor­ tuna, ya que conocemos la historia de Eneo, el Vinatero —muy devoto por lo demás—, quien no le dedicó a Arte­ misa los sacrificios de la siega, mientras que inmoló heca­ tombes en honor de los otros dioses. Esta diosa de nuevo hizo aparecer un jabalí en sus viñas. Hubo destrozo de los ricos campos y muerte de numerosos cazadores que habían llegado para acabar con la bestia: sólo Meleagro, el hijo de Eneo, consiguió matarlo. Pero Artemisa, contrariada, pro­ vocó entonces una contienda entre el grupo de cazadores: «¿quién conseguiría la cabeza y la hirsuta piel?» De este modo en lugar de un justo reparto lo que hubo fue una guerra entre amigos 15. A Apolo, cuyo furor es el azote de los griegos, no se le niega ningún sacrificio de víctimas ni el cumplimiento de ninguna promesa. Tampoco se le ignora como a menudo le ocurre a su hermano Dioniso, cuyas repentinas apariciones suelen dar lugar a malentendidos. Este dios, nacido de Zeus y una princesa tebana, que le llevó en su muslo los últimos meses de gestación, recibió el peor de los insultos por pane de su familia materna: en Tebas fue recibido como un ex­ traño y se empeñaron en negar su naturaleza divina. Pero su primo Perneo sufrió la más cruel prueba de la divinidad de Dioniso al ser desmembrado como un tierno cervatillo por su propia madre presa de la manía, la locura báquica. En Atica, porque su efigie recién introducida no fue reci­ bida y tratada con honores, envió la enfermedad al sexo de


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los hombres: únicamente la institución de un culto digno de él y las procesiones de falos pudieron apaciguarle. Tam­ bién en Atica urdió una buena trampa porque no se daba el debido aprecio a su bebida —los campesinos considera­ ron que el vino era mortífero ya que producía sueño, y mataron a Icario, el hombre que lo había dado a probar. Se acercaba Dioniso con el aspecto de un adolescente en la flor de la gracia y todos, pletóricos de deseo, querían seducirle. Pero Dioniso efebo suscitaba el deseo para desaparecer lue­ go, dejando a los campesinos atónitos y con una erección —priápica— en sus miembros viriles. Como veremos más tarde en la segunda parte de este libro, el percance concluyó con la ofrenda de estatuillas de madera 16.

Apolo, scnt.ulo con exquisita dclicadc/a en el borde de un elevado trípo­ de (instrumento del oráculo délfico), con un carcaj a la espalda y tocando la cítara. Hidria, pintor de Berlín, 480-470 antes de J. C. Museo Vatica­ no, Roma. F. Anderson-Viollet.

Al Apolo de la ¡liada no se le subestima respecto a un dios rival —lo que a veces le sucede a Afrodita cuando una joven se consagra a Artemisa y a la vida virginal— ; no fue malinterpretado, por estupidez, como le ocurrió a Deméter, cuando sometía a un niño al fuego depurador para hacerle


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inmortal y la madre de la criatura, demasiado curiosa, lanzó un grito de espanto al descubrir la escena: la diosa, enfada­ da, dejó al niño con su condición de mortal y ordenó que se instituyera el culto de los misterios de Eleusis 17. En la virtualmente infinita gama de errores que irritan a los in­ mortales, en el caso de Apolo se trata de una ofensa pro­ ducida —por la vehemencia de la pasión-— a uno de sus sacerdotes. Su venganza puede parecer fuera de lugar, ya que Agamenón no sale herido mientras que sus hombres mueren a docenas, y desproporcionada, pues si nadie hu­ biera intervenido, tampoco hubieran cesado de producirse los estragos. Pero en el mundo de los dioses ningún criterio preestablecido determina la escala de castigos. Lo mismo los dioses pueden matar por «una palabra que se escapa de entre los dientes» que por un sacrilegio urdido con toda intencionalidad. Por tanto, los que han asesinado delibera­ damente a las vacas del Sol y aquellos cuyo delito es per­ tenecer a la armada de Agamenón mueren de igual modo. M etam orfosis y suplicios Apolo exige un espléndido sacrificio. En efecto, el sa­ crificio es el medio por excelencia de reconciliación entre olímpicos y mortales. Esta norma sufre, sin embargo, gran­ des excepciones, ya que hay faltas que los dioses consideran inexplicables y sancionan con un castigo definitivo. Toda la tradición tardía de las metamorfosis da testimonio de ello: si se comete un error, se deja de ser lo que se era y queda transformado en otro —animal, planta, estrella—, adoptan­ do para siempre, en la permanencia o en la reproducción, una forma que será significativa del suceso que provocó la mutación. La comadreja, por ejemplo, pare por la boca—se­ gún los Antiguos— porque así se recuerda y se reactualiza la acción de la joven Galintias, que, contra la voluntad de Hera, anunció con boca mentirosa (ore mendaci) el parto de Alcmena y el nacimiento de Heracles ,8. La araña, con esa tela que vuelve a empezar ininterrumpidamente, perpe-


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túa el trabajo de Aracne, la vanidosa tejedora que un día se preció de ser más hábil que Atenea: si teje mejor que la diosa, pues ¡que lo siga haciendoí 19 Cruel ironía que hace de un cuerpo y de la repetición de sus gestos o cualidades naturales la viva transcripción de un desagradable recuerdo. A veces, como en la historia de Níobe, muerte y metamor­ fosis se aúnan. Níobe, madre de seis hijos y de seis hijas, se sentía dichosa y orgullosa de su progenitura. «Leto, de­ cía, tenía dos hijos: ¡ella una docena!» 20 Tanta soberbia la pagaron con sus vidas los hijos de Níobe, pues Artemisa y Apolo —los hijos de Leto— se repartieron equitativamente la tarea de hacerlos perecer. Lanzando una flecha tras otra, Apolo mató a los hijos y Artemisa a sus hermanas, mientras que Níobe fue transformada en peñasco. Todo esto «por­ que Níobe pretendía compararse con Leto, la de hermosas mejillas» 2I. Muerte, metamorfosis: aunque los dioses también tienen otras maneras de vengarse de quienes les ofenden. Están los suplicios eternos, los castigos que, en el Hades, son el des­ tino de unos hombres sumamente insolentes. Ulises encon­ tró a tres de ellos: Tirio, Tántalo y Sísifo. Tirio, hijo de la Tierra, estaba inmovilizado en el suelo: su inmenso cuerpo yacía sobre nueve estadios, pero tan buena presencia no servía para nada, ya que dos buitres que anidaban allí le devoraban el hígado. El gigante pagaba así por su osadía, al haber intentado seducir a Leto, la amante de Zeus 22. Había transgredido las reglas de la decencia amorosa como Ixión, personaje que, según otras versiones 23, había sido recibido personalmente en la morada del rey del Olimpo. Gozaba, por tanto, de un trato de favor, puesto que, cul­ pable por haber derramado la sangre de su suegro, se ha­ llaba en el destierro y deshonrado por todos los hombres: sólo el gran Zeus tuvo la generosidad de darle asilo para purificarle. Pero en agradecimiento a tan elevado favor, Ixión había acosado con sus atenciones a Hera, la propia esposa del amo de la casa. Como castigo ejemplar, le ató a una rueda que daba vueltas sin cesar. Tántalo, por su parte, sufrió otra tortura: de pie en el agua, veía que ésta se acer­


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caba a sus sedientos labios, pero en cuanto intentaba beber, se retiraba, tragada por la tierra. Justo encima de la cabeza había ramas de árboles cargados de fruta —peras, granadas, manzanas, higos, ...— ; al extender la mano, una ráfaga de viento se las llevaba 24. Tántalo, sediendo, hambriento y paralizado en un impotente deseo de alimentarse y beber, sufría las consecuencias de un gesto «prometeico»: era in­ vitado de honor en la mesa de los dioses, pues Zeus le hacía partícipe de sus pensamientos, pero perdió la oportunidad de ser el favorito cuando robó a los inmortales, para rega­ lárselo a los hombres, el néctar y la ambrosía, alimentos divinos a los que debía su propia inmortalidad 25. En cuan­ to a Sísifo, emblema moderno de la condición humana, pa­ gaba sus incontables canalladas y, sobre todo, el haberse mostrado indiscreto con Zeus arrastrando hasta la cima de una montaña un peñasco enorme que volvía a caer por su propio peso, y así indefinidamente 26. Pero además de los castigos perpetuos, existe una vía más fácil para el desagravio y el intercambio entre dioses y mortales: el sacrificio.


CAPITULO V

DELEITARSE C O N EL PLACER DE VIVIR

^ I» XISTE alguna sociedad donde la comida no ^ J sólo sea el medio para llenar los estómagos y aplacar la sed, es decir, saciar una necesidad natural? Los griegos, con una exquisita sensibilidad para la función sim­ bólica y social de los actos relacionados con la alimenta­ ción, pusieron en práctica el almuerzo, el banquete y el simposio con la etiqueta y el arte que se hallan asociados a esos momentos de intenso encuentro, charla y sociabilidad. Desde los diálogos filosóficos llamados «Banquete» o «Ban­ quete de los siete sabios» hasta las elocuentes y eruditas conversaciones tituladas «Charlas de sobremesa», los sabios eligieron la situación convival como la ocasión por excelen­ cia para ponderar la cultura La mesa implica el correcto reparto, la invitación y la alternancia de papeles y es, por tanto, el lugar idóneo para apreciar múltiples signos, ahí donde los hombres hablan y se manifiestan y la cocina in­ troduce una estética que responde más a un deseo que a satisfacer un apetito. Placer y relación social son los dos aspectos más sobre­ salientes de los convites tanto en la ciudad como en el mun­ do de Homero. Sin duda existe un hambre física, visceral y astrictiva. «La urgencia del triste banquete» 2 hace nece­ sario el sustento, pues un hombre no vale nada y ni siquiera puede trabajar un día completo sin alimentarse.


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Eso da fuerza y valor. Estando en ayunas no puede el varón combatir todo el día, hasta la puesta del sol, con el enemigo: aunque su corazón lo desee, los miembros se le entorpecen, le rinden el hambre y la sed y las rodillas se le doblan al andar 3. La necesidad obliga a almorzar. Pero la cena y el desa­ yuno son ante todo agradables pausas en días agotadores 4. En la comida, los hombres gozan del placer de vivir, inclu­ so los más humildes. El porquerizo Eumeo le confiesa a Ulises: «A pesar de la dura vida, los dioses son complacien­ tes cuando le conceden a un mortal el placer de la carne y la dicha de convidar a los amigos.» 5 Los dioses, al igual que los hombres y aún más que ellos, son sensibles al placer que proporciona el compartir un festín: con los olorosos vapores que les llegan de los altares donde los mortales les ofrecen sacrificios, con el re­ parto de ambrosía y néctar durante los banquetes que ellos organizan y también con la presencia, más frecuente de lo que se cree, en las mesas de los hombres.

Apetitosos vapores «¡Oyeme, tú que llevas arco de plata, proteges a Crisa y a la divina Cila y reinas en Ténedos poderosamente!» 6 El sacerdote a quien Agamenón había ofendido ha recibido su desagravio. Le han devuelto la hija y entregado las víc­ timas para la sagrada hecatombe; ya se está preparando el gran ritual del sacrificio expiatorio. Los asistentes se han lavado las manos y han cogido un puñado de granos de cebada. Escuchan la invocación de Crises a su dios para que ponga fin al azote que diezma a los argivos. Con los brazos extendidos hacia el cielo, el anciano dirige la plegaria al señor de Crisa: la palabra establece primero el contacto en­ tre los mortales y el divino, antes de que las bestias que se hallan alrededor del altar sean inmoladas. Apolo, de lejos, escucha las palabras de su sacerdote. Pero tras este preludio verbal, viene una sucesión de


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acciones: se esparce la cebada sobre la cabeza de los bueyes, «se retira la cabeza hacia atrás, se degüella y desuella, se separan los huesos de los muslos que se cubren por ambos lados de grasa y se colocan alrededor pedazos de carne cru­ da» 7. De este modo se ofrece la parte que le corresponde al dios, la primicia que le va servida en forma de vapores. Los huesos, la grasa y la carne cruda «son colocados por el anciano sobre leña encendida y rociados de oscuro vino» 8. Sólo después de haber ofrecido al dios su alimento etéreo, los hombres piensan en sí mismos. «Quemados los muslos, probaron las entrañas; y descuartizando lo demás, lo atravesaron con pinchos, lo asaron cuidadosamente y lo retiraron del fuego.» 9 Por lo tanto se cocina, o más bien se hace un rápido guiso, para el banquete de los mortales. Pero, «cuando hu­ bieron satisfecho el deseo de comer y beber», los mancebos llenaron las cráteras y distribuyeron el vino para las liba­ ciones: todos los presentes le ofrecen las primicias a Apolo. «Y durante el día los aqueos aplacaron al dios con el canto, entonando un hermoso peán al Arquero.» 10 Apolo, agra­ decido, se siente contento. En la escena de la ceremonia, el asado de la carne, su reparto y el almuerzo de los hombres siguen y preceden a los dos momentos que representan la verdadera finalidad del sacrificio: hablar y apaciguar al dios mediante la invo­ cación, el convite y las reverencias. Desde este punto de vista, la solemne liturgia del sacrificio a Apolo es ejemplar: el festín de los hombres acompaña a la ofrenda —poética y alimentaria— que se rinde a un inmortal. Las ocasiones para demostrar munificencia e interés son numerosas: agradecer, aplacar, solicitar favores y conjurar las cóleras. Antes de una batalla o después de una emboscada, con la esperanza de lograr una alianza favorable, o bien para evitar el castigo, los hombres se apresuran a invitar a los olímpicos a esta recepción imaginaria, la ceremonia del sacrificio. Por esta razón, los sacrificios homéricos de mayor pompa son prin­ cipalmente actos de culto y sólo de manera accidental oca­ siones de almuerzo para los celebrantes " . Sin embargo,


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l-.l vaso Rica describe las diferentes secuencias del sacrificio de los ani­ males desde que se desuellan hasta que se corta la carne en trozos equi­ valentes y se ensarta. Hidria jónica, 450 antes de J. C. Villa Giulia Roma. F. A. Held-Artephot.


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aun predominando este tipo de sacrificio, existen también otras modalidades. Puede ocurrir que se ofrezca una parte a la divinidad durante un banquete en el cual el principal destinatario sea un hombre, por ejemplo, un huésped. Eumeo, el fiel por­ querizo, inmola el mejor animal del rebaño para el extran­ jero que llega a su casa: ignora que se trata de Ulises, su amo en persona, pero la intuición y la hospitalidad campe­ sina le inducen a tratar al desconocido con generosidad. Esta situación tiene en realidad poco que ver con los in­ mortales y únicamente les concierne porque se les tiene en cuenta. Sin embargo, Eumeo echa al fuego el pelaje de la cabeza, que ha sido arrancado del cuerpo vivo de la víctima, y quema los miembros cubiertos de grasa. Ofrece la prime­ ra parte de la carne asada para los invitados a Hermes y a las Ninfas y él no prueba su ración sin haber derramado antes una copa de oscuro vino para el resto de los dioses. No olvidar a los dioses en una comida cuyo pretexto es la hospitalidad humana significa de hecho dedicarles una con­ tinua atención: Eumeo reserva los dos lomos del cerdo para el noble extranjero por quien ha sacrificado la bestia, pero empieza por hacer una ofrenda a los inmortales. El huésped recibe su parte de honor y los dioses tienen prelación en el servicio 12. Los olímpicos, bien como interlocutores principales en la mayoría de las ocasiones, o bien, rara vez, como ausentes a quienes no se olvida, están implicados en un reparto que obedece al criterio de la primicia y, según otras opiniones, a la ficción de lo completivo: los trozos que se les reservan representarían de hecho el cuerpo entero de la víctima, aun­ que no por ello deja de ser patente la verdadera forma de reparto. Pero la idea de distribución no coincide totalmente con la idea de sacrificio. Hay holocaustos, pero también hay comidas entre humanos durante las cuales se mata, se come carne y se ignora a los habitantes del Olimpo. El sacrificio total en el cual una víctima se consume por completo en el fuego, es decir, el holocausto, ofrece el mo­ delo original de sacrificio según un historiador chipriota,


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Asclepíades, citado por Porfirio, filósofo neoplatónico del siglo III de nuestra era. Al principio los hombres no mata­ ban: ni para los dioses ni para ellos. Un día instituyeron la práctica de matar un cordero para hacer una oblación a las divinidades: los hombres quedaban excluidos. Pero, en cier­ ta ocasión, un sacerdote se dejó tentar por un trozo de grasa asada que había caído del altar: lo recogió y se rela­ mió los dedos. La primera transgresión que iba a iniciar el régimen carnívoro de los mortales se había producido, y así, el holocausto daba paso a la repartición l3. Por el contrario, en el mundo homérico la ofrenda com­ pleta a los dioses, sin parte alguna para los hombres, re­ quiere una situación excepcional. Se queman animales en­ teros en la pira de Patroclo bajo el signo de la intemperan­ cia y la locura de Aquiles. En dos ocasiones los hombres se deshacen del animal inmolado enterrándolo o echándolo al mar. Se trata de sacrificios que consagran un juramento y un pacto. Podríamos pensar que en estas ocasiones en que se va a sellar un acuerdo inviolable entre mortales, los co­ mensales deben tener prioridad sobre la ofrenda. Sin em­ bargo y precisamente en estos casos, los hombres no prue­ ban la carne de las víctimas degolladas. El rito no tiene ninguna connotación alimentaria, sino que se conviene en el fundamento de una amenaza, del furor asesino que se desencadenaría si se rompiera el trato. El hecho de hacer una libación —derramar vino en la tierra para los dioses— encubre un significado macabro: si alguien infringe el pac­ to, ¡que sus sesos y los de sus hijos se desparramen por el suelo como la bebida que se ha vertido! Esa es la fórmula de maldición que acompaña al gesto: es la prefiguración de una venganza y la anticipación de represalias. A los dioses se les invoca no sólo en calidad de testigos, sino también como responsables de un eventual ajuste de cuentas. «Y si en algo perjurare, dice Agamenón, envíenme los dioses los muchísimos males con que castigan al que, jurando, contra ellos peca.» M Como situación opuesta al sacrificio en el que los hom­ bres se ven privados de su ración alimenticia, también pue­


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de suceder que los dioses sean totalmente ignorados en una comida de mortales. Esto ocurre en la entrevista entre Príamo y Aquiles, cuando el anciano rey va a implorar que le devuelvan el cadáver de su hijo. Piensan ya únicamente en la tregua y se miran con mutuo respeto y admiración: am­ bos hombres se asemejan a seres divinos. La audiencia no es en absoluto sacrilega. Al contrario, ha sido Hermes, en­ viado por Zeus, quien ha conducido a Príamo hasta la tien­ da de Aquiles. Y no obstante el guerrero invita a su hués­ ped a degustar un cordero asado sin reservar parte alguna para los dioses ,5. Tampoco nadie piensa en los inmortales durante una cena que parece habitual y en la que los aqueos degüellan bueyes en el campamento y disfrutan con un buen «lemnos» 16. L a relación del sacrificio Un sacrificio ejemplar prevé el reparto de la carne entre mortales e inmortales, alimento que los primeros ofrecen a los segundos y del que ellos mismos participan. Existe una versión autorizada del origen de esta costumbre, pues el otro gran teólogo griego, Hesíodo, se hace eco de este re­ cuerdo. Hubo una vez una edad de oro. Los hombres y los dioses vivían juntos, habitaban el mismo lugar, aquél en el que la primera mujer, apenas esbozada, fue presentada a unos y otros para su asombro. Hombres y dioses comían juntos, pero ocurrió que un día el encargado de preparar el buey para el banquete, «Prometeo, presentó un enorme buey que había repartido con ánimo resuelto, pensando engañar la inteligencia de Zeus. Puso, de un lado, en la piel, la carne y ricas visceras con la grasa, ocultándolas en el vientre del buey. De otro, recogiendo los blancos huesos del buey con falaz astucia, los disimuló encubriéndolos de brillante gra­ sa» ,7. Por haber intentado favorecer a los hombres, el Titán puso fin a la fraternidad alimentaria que antes unía a olím­ picos y mortales. Zeus, ciego de ira, privó a los hombres


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del fuego —que luego le robó con gran astucia Prometeo— antes de enviarles una desgracia —sin duda sobrestimada—, la mujer. £1 injusto reparto del buey inaugura en realidad un nuevo tiempo: en adelante los mortales repetirán ritualmente en los altares la insolencia de Prometeo. Quemarán para los dioses sólo los huesos de las víctimas, cubiertos de grasa, y ellos se quedarán con la carne roja y las visceras. De esta forma, el sacrificio establece un momento de comunicación y de contacto entre los habitantes de la Tie­ rra y los del Olimpo. En una inmolación, el destinatario es invocado e interpelado por quienes se la ofrecen. Apolo comprende y escucha la plegaria de Crises; se complace con los peanes que le cantan al tiempo que se derrama el vino de las libaciones. Acepta gustoso la ceremonia y, en silen­ cio, recibe los ruegos que le son dirigidos formalmente. Al día siguiente, cuando los emisarios de Agamenón se van de Crisa, les envía vientos favorables. Los dioses no siempre manifiestan sus reacciones ante las demandas que acompa­ ñan al ritual con signos visibles de consentimiento o recha­ zo. En estas cuestiones se muestran discretos. Agamenón no sabe nada de las intenciones de Zeus cuando éste «acepta a las víctimas, pero no se dispone a cumplir los votos* ,8. Las mujeres troyanas no reciben una respuesta explícita cuando prometen sacrificar a Atenea doce vacas de un año a condición de que rompa la lanza de Diomedes 19, aunque ella se niega sin ser escuchada. Los olímpicos pueden acce­ der o no a las demandas, manteniendo en la incógnita a los postulantes. Los hombres formulan sus deseos, envían el mensaje y ya sólo les queda esperar las consecuencias. Los dioses a quienes se interroga mediante el sacrificio contestan a los ruegos con unas respuestas más o menos enigmáticas, pero ellos ya no se hallan allí presentes junto a los hombres que les inmolan muslos de animales. El rito revela el distanciamiento en el preciso momento en que per­ mite restaurar la comunicación mediante la ceremonia. Es lo que queda de una relación de comensales antaño perdida. Sin embargo, puede ocurrir que un inmortal llegue a asistir física y personalmente al ritual que se le dedica. Por ejem-


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pío, cuando Atenea acompaña a Telémaco a casa de Néstor para averiguar la suerte que había corrido su padre. Atenea, con el aspecto del prudente consejero Mentor, tomó parte activa en un sacrificio a Poseidón. Al atardecer interrumpió el discurso —sin duda elocuente— del amo de la casa20. Ella la sobrina del dios, una olímpica de noble estirpe, di­ rigió las operaciones del sacrificio dedicado al hermano de su padre, antes de desaparecer dejando a todos atónitos; pues después de saludar a los huéspedes con la voz de Men­ tor, había emprendido raudo vuelo convertida en un pigar­ go. Néstor la había reconocido: «N o hay duda de que se trata de un habitante de la mansión olímpica, seguramente la propia hija de Zeus, la gloriosa diosa Tritogenia...» 2I, dijo, y sin más demora le prometió una vaca «a la que nadie había puesto el yugo en su ancha testuz». Atenea se rego­ cijó y aceptó la plegaria así como el voto. Al día siguiente, apenas amaneció, el rey se apresuró a cumplir el sacrificio y la diosa estuvo presente. Apareció «con un paso seme­ jante al de los hombres e incluso al de su hermosa vícti-

L a ración de los dioses En el mundo homérico, el sacrificio de una víctima ani­ mal representa para los dioses una ocasión para comunicar­ se con los hombres y compartir con ellos un alimento cár­ nico, aunque sea en forma de vapores. Aun repitiendo, grosso modo, la broma de mal gusto que tuvo Prometeo con Zeus, el ritual se diferencia sin embargo en un aspecto fun­ damental. Admitamos que los «muslos» (méria) quemados en el altar sean efectivamente fémures —es decir, los huesos del muslo— y no los muslos enteros, lo cual no se sabe a ciencia cierta; de cualquier manera, hay que reconocer que los dioses de Homero no reciben nunca «huesos blancos», ostéa leuká, como le ocurrió a Zeus engañado por el Titán. Encima de la grasa que envuelve a los mSria se coloca una capa de carne cruda para que se queme y se convierta en


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vapores para los dioses. Al menos en una ocasión, estos trozos fueron tomados de los miembros del animal, y un comentarista tardío escribió que, con estas lonchas de carne los Antiguos querían ofrecer al dios un compendio de la totalidad de la bestia 23. Así se explicaría la entusiasta aco­ gida que dan los olímpicos a los sacrificios de los hombres homéricos: si es normal que Zeus segregue bilis al descubrir los pulidos huesos bajo la grasa que los ocultaba, también lo es que se regocije ante los altares llenos de huesos, grasa y roja carne que humean en los campamentos de griegos y troyanos. Los dioses griegos son carnívoros. La ambrosía y el néc­ tar son indudablemente alimentos exclusivos y olímpicos, pero ellos no rechazan la carne animal, siempre que les sea servida en forma de olor. Esta es la hipótesis del relato de Hesíodo: ¿por qué iba a enfadarse Zeus si no se sentía ofen­ dido al verse privado de carne? Este campesino amargado, para quien todo resulta fastidioso, empezando por las mu­ jeres, es el único que no ve en estos sacrificios tan apetito­ sos para el resto de los inmortales, sino una repetición del enojoso ardid que utilizó Prometeo. Porfirio, teólogo pagano, nos aclara este aspecto del há­ bito alimenticio de los dioses en su discurso sobre la nece­ sidad de abstenerse de carne y rechazar el sacrificio. Ase­ sinar a seres vivos para ofrecer una parte a los dioses sig­ nifica atribuir a estas criaturas superiores unos gustos tan innobles como los que tienen los hombres impíos. Según él, habría que decir de quienes practican el sangriento sa­ crificio «que más que dioses perversos, lo que hay son men­ tes perversas, ya que consideran a los dioses como seres malvados, desprovistos de cualquier superioridad natural so­ bre nosotros» 24. Así pretende denunciar el hecho de que el sacrificio se fundamenta en una teología ilegítima y en una idea francamente vulgar de la divinidad. Según este neoplatónico, que reprocha a los cristianos la creencia en la encarnación ateniéndose a la incompatibilidad entre natura­ leza divina y materia corpórea, se debe pensar que los dio­ ses son vegetarianos. Sólo habría que quemar en su honor


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frutos, grasas y briznas de hierba. Así es como los hombres de antaño manifestaban la piedad y gratitud, antes de ofre­ cer sacrificios sangrientos, pues éstos tienen su origen como consecuencia de diversos sucesos relacionados con «el ham­ bre y la injusticia que de ella deriva» 25. Fue una mujer quien mató, por descuido, al primer cer­ do. «Tras lo cual su marido, haciendo prueba de prudencia y creyendo que había cometido un acto ilegítimo, marchó a Delfos para consultar a la Pitonisa.» Apolo «aceptó lo que había ocurrido», ratificó el error y permitió así que se re­ pitiera. El primer cordero fue ofrecido a un dios como pri­ micia después de que el mismo oráculo impusiera una con­ dición previa: que el candidato «asintiera inclinando la ca­ beza hacia el agua lustral». En cuanto a la cabra y al buey, ambos fueron degollados por un pecado de gula: la primera cabra porque había comido hojas de vid, y el primer buey por haber probado un pastel sagrado que, junto a otras ofrendas vegetales, estaba destinado a Zeus Poliéus. El pri­ mer sacrificio, ya fuera un gesto involuntario o bien pro­ vocado por un cambio de humor, es para cada uno de los animales un aciago accidente provocado por el imperfecto control que tienen los humanos sobre sus actos. El dios se limita a sancionar una conducta. En el caso del cordero, el deseo de un hombre precede al consentimiento del animal para su sacrificio. Se diría que la divinidad a quien se con­ sulta no desea pronunciarse. Deja que la cuestión, matar o no matar, se plantee y se resuelva caso por caso entre el verdugo y la víctima. Es evidente que el papel que juegan los dioses plantea un problema delicado para los teólogos, pues si fueran tan ascéticos y zoófilos como pretende Porfirio, ¿no debería haber castigado Apolo a los asesinos de animales o al menos haber prohibido que se repitiera la fechoría? Nada impide a los inmortales sancionar las faltas de los hombres, incluso las que no son intencionadas. Ya hemos visto que por el contrario eso suele ser lo habitual. Porfirio, para demostrar que el sacrificio sangriento no tiene otra justificación que el hecho accidental o la injusticia humana, evoca aquellos


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relatos en que se afirma que la inmolación de seres vivos está determinada por la ignorancia, la cólera o el temor. Pero estos mismos relatos acusan a uno de los dioses olím­ picos, nada menos que a Apolo. Se presenta como cómpli­ ce, aunque sea a disgusto, de la institución de un ritual que el filósofo tacha siempre de ilegítimo. De hecho, la reflexión del teólogo sobre la alimentación digna de los dioses oscila entre dos argumentos. Por una parte, el atribuir a los inmortales un gusto por la carne indica un error humano: este punto de vista presupone que a un dios no le deberían agradar las víctimas de carne san­ guinolenta. Por otra parte, hay que admitir que algunas divinidades se deleitan con los vapores cárnicos; estos seres no son dioses, sino demonios maléficos: «Son aquellos que se complacen con las libaciones y el olor de la carne», es­ cribe Porfirio citando la ¡liada, canto IX, verso 500. Ya que la parte aérea y corpórea de su ser «vive de los vapores y exhalaciones, de una vida alimentada con diversos efluvios; obtiene su fuerza de los vapores que ascienden de la sangre y carnes quemadas» 26. En resumen, si los dioses homéricos se complacen con el olor de la sangre y la carne roja, es que no son verdaderos dioses. A los Padres de la Iglesia les agrada utilizar este tipo de inducción. Si Apolo ha elegido como profeta a una mujer que, con las piernas abiertas, recibe las exhalaciones a través del sexo, es porque el señor de Delfos no es un dios, sino un malvado demonio. Por ejemplo, Orígenes (siglo III de nuestra era) y Juan Crisóstomo (siglo IV de nuestra era) intentarán así hacer desapa­ recer el prestigio del oráculo pitio. Lo somático y lo carnal son unos criterios muy operatorios para estos precursores, cristianos o no, de la historia de las religiones. Y, en cuanto a los placeres de la «mesa de los demonios», Celso y Orí­ genes estarán de acuerdo en lo esencial: el polemista pagano reconoce: Quizá no haya que negarse a creer en los sabios: dicen que la mayoría de los demonios terrestres, absorbidos en la genera­ ción, destinados a la sangre y a los vapores de la grasa [...] no


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pueden hacer otra cosa que curar los cuerpos o predecir el destino inmediato del individuo y la ciudad, y que su ciencia y su poder sólo se aplican a las actividades de los mortales [VIII, 60, 6].

El apologista recomienda con empeño: contra estos de­ monios gulosos, lo mejor que se puede hacer es confiarse, en cuerpo y alma, al Dios supremo a través de Jesucristo.

N éctar y am brosía «Todo el día, hasta la caída del sol, estuvimos saborean­ do carnes sin parar y bebiendo dulce vino...» 27 (recuerdos de Ulises a su paso por la mansión de la diosa Circe). «Ter­ minada la faena y dispuesto el banquete, comieron y nadie careció de su respectiva ración» 28 (escena del banquete de los dáñaos durante un sacrificio en una playa de Crisa). Disponer del tiempo necesario —a veces todo un día com­ pleto—, esmerarse en el reparto para que sea del agrado de todos y que nada falte en los corazones de cada uno: he ahí la fórmula para el éxito de un festín. Y nuevamente: «Todo el día, hasta la puesta del sol, celebraron el festín; y nadie careció de su respectiva ra­ ción...» 29 Se repite la misma ¡dea de perfección con las premisas de larga duración y abundancia de manjares; sin embargo, esta cita corresponde a otro banquete, el de los habitantes del Olimpo. Los dioses comen y beben: la ambrosía y el néctar, ali­ mentos de inmortalidad, son desde la infancia el pan y vino cotidianos. Cuando Leto fue acogida en la isla de Délos y dio a luz a Apolo, no amamantó a su hijo, aun siendo una diosa. Temis, con sus manos inmortales, le hartó de néctar y deliciosa ambrosía. Pronto se vieron los efectos: la cria­ tura se revolvía con tanta fuerza que los pañales no podían sujetarle. Se libró de este estorbo y se puso a hablar; recla­ maba con fuerza la lira y el arco, anunciaba el proyecto de fundar un oráculo y, saltando de la cuna, comenzó a andar por los largos caminos de la Tierra 30. Hermes nació en una


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gruta en la que había tres armarios cerrados con una pesada llave de oro: «Tres depósitos llenos de néctar y de deliciosa ambrosía», en donde el alimento divino se guardaba junto con los vestidos «como en las santas moradas de los dioses bienaventurados» 31. La ambrosía y el néctar, alimentos de los dioses y para los dioses, pueden ser también un medio para divinizar y dar la inmortalidad a un niño que, por nacimiento, está destinado a morir. Deméter intentó infundir la inmortali­ dad a una criatura frotándole y dándole masajes en la piel con estas sustancias activas. La noble diosa, que llevaba luto tras la desaparición de su hija Perséfone, entró como no­ driza en la mansión de una familia de Eleusis. Y así crió Deméter en el palacio al hermoso hijo del prudente Céleo, llamado Demofonte, y cuya madre era Metanira, la de la esbelta cintura. Crecía el niño como una criatura divina, sin to­ mar el pecho ni ningún otro alimento. Le frotaba Deméter con ambrosía, como si hubiese nacido de un dios, y soplaba suave­ mente sobre é l3Z. Pero la inmortalidad también puede llegar por vía oral. Las Horas destilaban néctar y ambrosía en los labios de Aristeo, hijo de Apolo y de una mujer, Cirene, para alejarle de la muerte 33. La naturaleza del cuerpo se puede transformar untando la piel, frotándola, o bien echando en la boca con sumo cuidado unas sustancias que evitan la muerte. ¿Cuál es su función específica? Estas sustancias alimentan y sacian el hambre y la sed; también pueden evitar el proceso de putre­ facción. Un día Aquiles, ese inmortal malogrado que se encami­ na más trágicamente que ningún otro héroe hacia el destino de una muerte prematura, se niega a ingerir cualquier tipo de alimento. Desconsolado por el luto, quiere ser solidario hasta el final con el amigo que ha muerto en combate lle­ vando sus propias armas y que conoció el día fatal en su lugar. De nada sirven los apremiantes consejos de sus com­ pañeros de armas insistiendo en que la guerra no se gana


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con el estómago vacío y que los días de los hombres no pueden transcurrir sin alimentos. Aquiles se enfurece y se niega a probar bocado. Pero alguien le observa desde las alturas del Olimpo. También Zeus sabe que las rodillas de los hombres se doblan y se echan a temblar si les aprieta el hambre. Decide por tanto que sea Atenea quien vaya a su encuentro y le reconforte sin que él se percate. La diosa emprende rápidamente el vuelo para ir en su ayuda. Pero no le obliga a comer, sino que derrama en el pecho de Aquiles deliciosa ambrosía y un poco de néctar «para que el hambre cruel no hiciera flaquear las rodillas del héroe» 34. De esta manera, un cuerpo debilitado por el ayuno en­ cuentra de nuevo toda su fuerza y vitalidad. Pero también un cuerpo muerto, un cadáver ya rígido, puede percibir los efectos benéficos de estas divinas panaceas. El cadáver de Patroclo, unos restos mortales de excepción, será echado al fuego y los restos —los huesos blanqueados y las cenizas— enterrados. Pero antes de los solemnes funerales, transcurre un lapso de tiempo y la carne de los humanos se descom­ pone rápidamente. Los gusanos de la maldita raza de las moscas corrompen a los muertos. Tetis, para preservar el cuerpo de Patroclo, le derrama ambrosía y rojo néctar en la nariz. Yo misma procuraré, dijo la diosa a su hijo preocupado por el cadáver de su querido amigo, apartar los importunos enjambres de moscas que se ceban en la carne de los varones muertos en la guerra. Y aunque estuviera tendido un año entero, su cuerpo se conservaría igual o mejor que ahora 35.

Ambrosía y néctar son los alimentos apropiados para criar a un dios recién nacido, convertir a un mortal en in­ mortal e incluso para la asepsia de un cadáver. Pueden revitalizar el cuerpo de un héroe debilitado por el hambre y la sed, pero no sirven para devolver la vida a un cuerpo ya muerto. Resucitar a un cadáver significaría más bien el re­ torno del Hades de aquello que sobrevive de la identidad de un mortal, su doble desprovisto de corporeidad, el éidólon. Ambrosía y néctar son pues una cura de inmortalidad,


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unas sustancias que en los cuerpos tienen la virtud de re­ sistir al tiempo y desafiar a la muerte. En los cuerpos de los inmortales conservan la belleza, el brillo y la energía cuando se aplican con regularidad. Como hemos visto, Hera se unta con ambrosía para un encuentro erótico. Pero am­ brosía y néctar son, ante todo, el alimento cotidiano de los olímpicos. Y por esta razón constituyen un elemento de particular importancia en la vida de los dioses. E l placer de la felicidad Decir que los dioses comen y beben no es suficiente para el tema que tratamos. Es cierto que, entre otras mu­ chas actividades, también ésta ocupa un lugar y parece por tanto compatible con la naturaleza divina. Pero aunque esto sea exacto, habría que decir algo más. Si soñáramos con los dioses como hacíamos antes de que Heine los desterrara, podríamos decir que los dioses están bebiendo y comiendo. Presente continuo. En ese instante, seguramente uno de ellos —quizá Temis— ofrece una copa de néctar rojo oscuro a Apolo que regresa y a Hera que se acerca, ya que no hay una hora establecida ni unas ocasiones especiales o extrañas para ello. «Todo el día, hasta la puesta del sol, celebraron el festín.» Cuando por ventura aparece Apolo, entonces «el padre ofrece a su hijo el néctar y le da la bienvenida con una copa de oro». O bien, cuando la augusta Hera llega al escarpado Olimpo y encuentra allí reunidos a los otros dio­ ses inmortales en el palacio de Zeus: «Todos se levantaron al verla y le ofrecieron copas de néctar. Y ella aceptó la que le presentaba Temis, la de hermosas mejillas...» 36 El festín dura todo el día (própan émar) y resulta fácil imaginárselo en todo momento, cuando se ofrece una copa al recién llegado en cualquier esquina del Olimpo. El festín llena todos los rincones del tiempo: el de la vida cotidiana de los dioses en los lugares que sólo a ellos les pertenecen. El festín de los dioses: Rafael, Giulio Romano, Tintoretto..., ¿qué sería la grandiosa pintura de la época clásica


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si los dioses que se eternizan en la mesa rodeados de opu­ lentas naturalezas muertas —manteles, vajilla y extraordi­ narios manjares— no compitieran con la sobria última cena del dios cristiano de doble naturaleza, que reparte el pan y el vino antes de la inminente muerte? Las moradas del Olim­ po seguirán siendo un lugar de banquetes o garden partid indefinidamente reproducidos en los más variados paisajes, en los teatros y en las cortes europeas, que rivalizan por inventar nuevamente la vida de los dioses. ¿Sería acaso un festín infinito el emblema, la parte por el todo de una vida feliz en donde la felicidad consistiría en la alegría convival, olvidadiza de cualquier preocupación? ¿Habríamos por fin encontrado la clave de la beatitud olím­ pica y traslucido el secreto de estas palabras: «sin preocu­ paciones»; «de vida fácil»; «bienaventurados»? ¿La dura­ ción hasta el infinito del buen humor de los dioses consis­ tiría en la perpetuidad de un banquete o de un simposio? ¿Habría para los dioses tiempos de fuerte tensión, de tra­ bajo y trastornos que se destacaran en una continuidad de placeres vividos con una copa en la mano, saboreando la ambrosía? El banquete infinito ofrece un modelo de per­ fecta felicidad. Platón se burlará de los órficos, que no su­ pieron concebir la condición de los bienaventurados en el más allá, si no era reunidos, para siempre, alrededor de una mesa 37. Por una parte, los suplicios infernales consisten en torturar con un deseo eternamente insatisfecho. Trenzar una cuerda que se deshace, tender las manos hacia unos frutos que se acercan y se alejan, llenar un tonel sin fondo o em­ pujar una piedra que volverá a rodar cuesta abajo: son otras tantas variantes de una experiencia idéntica, la imposible consecución de un deseo. Ocno, Tántalo, las Danaides y Sísifo, todos ellos sufren con la intolerable persistencia del deseo 38. Su vida cotidiana es una perpetua tensión. Por otra parte, los bienaventurados viven en un tiempo de pla­ cer infinito, sujetos a una mesa que les procura una total satisfacción.


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L a crítica de los filósofos Cuando Lucrecio quiere comparar a los hombres que malgastaron su tiempo persiguiendo bienes inútiles, y por ello quedaron insatisfechos, con aquellos que tuvieron una vida plena, toma como ejemplo a las Danaides condenadas a llenar el tonel y al invitado que se levanta de la mesa contento y satisfecho. Pero los bienaventurados de los que se burla Platón no abandonan nunca su lugar, y al filósofo le resulta fácil despreciar estas bacanales. Sin embargo, los dioses no están encadenados a sus tronos de oro, a los pla­ tos de ambrosía y a la crátera en la que Hebe o Hefesto beben a grandes tragos el néctar teñido de rubí. Los traba­ jos y las preocupaciones —como ya hemos visto— le alejan muy a menudo de los placeres del Olimpo. Los dioses grie­ gos no son perezosos. Platón, una vez más, da fe de ello. En contra de aquellos que, con anterioridad a Epicuro, pre­ tendieron que los dioses existían pero que no se ocupaban de los hombres, el autor de las Leyes nos recuerda que «los dioses tienen toda clase de virtudes y en particular la de velar por el Universo» 39. Esta bondad se manifiesta a tra­ vés de la templanza, inteligencia, valor y virtud, nociones que se oponen a la despreocupación, pereza y desidia. Y puesto que esto es válido para los hombres e incluso para ¡os animales, también debe ser cierto para los dioses. Re­ sulta imposible concebir a los olímpicos como unos zánga­ nos o unos parásitos. Si son buenos —lo cual es un postu­ lado—, no son perezosos ni se entregan a la tryphg, al lujo desmedido. Para Platón, los dioses pueden hacer todo lo que hacen los mortales y lo realizan inmejorablemente, llegando a es­ merarse en los mínimos detalles de sus obras. Hasta tal punto les desagrada la pereza que sobresalen en la conse­ cución de los trabajos. Sin embargo, otro filósofo, Aristó­ teles, vendrá a mitigar esta confianza y seguridad de su maestro. Aristóteles afirma que toda la mitología, centrada en la representación de los dioses en forma humana, es una tradición tardía que se incorpora a una creencia anterior,


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según la cual «los astros son dioses y lo divino abarca la naturaleza entera» 40. Los dioses antropomorfos, con sus historias y peculiar forma de vida, son invenciones pedagó­ gicas útiles «para persuadir a la multitud y servir a las leyes e intereses comunes». En efecto, cuando el propio Aristó­ teles plantea la ética humana y el estilo de vida ideal y digno del hombre, compara la vida de los mortales y la de los olímpicos. Y aún va más lejos: se puede comprender en qué consiste la felicidad de los hombres a partir de lo que se puede conjeturar de la vida cotidiana de los dioses. La vida que en mayor medida favorece al hombre es la vida del espíritu. Esta clase de vida es también la que pro­ porciona mayor felicidad. Para Aristóteles esto es de una claridad meridiana. Pero tiene que argumentarlo. He aquí lo que también prueba que la perfecta felicidad es una actividad contemplativa. ¿Acaso no hemos dado por supuesto que los dioses estaban colmados de todo y eran especialmente felices? Por lo tanto, ¿qué clase de acciones nos veremos obliga­ dos a atribuirles? ¿Las que son conformes a la justicia? Pero, ¿no llegarán a parecemos ridículos si nos los representamos ligados por contratos, obligados a devolver dinero y otras obligaciones por el estilo? O bien, ¿serán acciones que inspiren valor? Y en ese caso, ¿tendremos que verlos pasando por terribles pruebas y expuestos a mil y un peligros con el pretexto de que dicha con­ ducta es honorable? ¿Serán acciones acordes con un hombre ge­ neroso? ¿A quiénes harán donaciones? Resultaría muy extraño verles utilizar la moneda o cualquier otro medio de cambio. ¿Y qué decir de su temperancia? ¿Cómo la manifestarían? ¿No sería un elogio desconsiderado el privarles de indignos deseos? Haga­ mos una enumeración completa: todo lo que concierne a la acción parecerá mezquino e impropio de los dioses. A pesar de ello, todo el mundo está de acuerdo en pensar que viven y por con­ siguiente se dedican a alguna actividad —no como Endimión que se halla sumido en el sueño. Por tanto, si a un ser vivo le priva­ mos del poder de actuar y, más aún, del de crear, ¿qué queda ya sino la contemplación? De este modo, la actividad de Dios que prevalece por su felicidad sólo puede ser contemplativa 4I. Aristóteles priva, pues, a los dioses de una vida activa, salvo que ésta sea vivida con el pensamiento. Y esta forma de vida, la única que no resulta ridicula para un dios, es la


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más digna para el hombre. Algunos siglos más tarde Séneca repetirá en Roma que el filósofo vive feliz como un dios —con (a salvedad de que su felicidad es efímera—, ya que del tempus del que dispone hace una vita, es decir, trans­ forma el tiempo en una vida que le pertenece y abarca con la vista el pasado, presente y futuro. Es feliz como un in­ mortal porque, en lugar de perder los días y dejarlos trans­ currir con infinidad de ocupaciones, es dueño de todos ellos y los tiene ante su vista, siendo cada uno como su vida entera. Al elegir el otium, «el sabio es tan feliz en su exis­ tencia como un dios a lo largo de los siglos» 42. Este problema de la inmovilidad y de la extensión del tiempo bajo la mirada de un dios que abarca toda la dura­ ción en un eterno hoy, sempitemum hodie, será muy del agrado de la teología cristiana. Responde a la exigencia de concebir el tiempo vivido por un ser divino como si estu­ viera consagrado al continuo ejercicio de la contemplación y la sabiduría. Los dioses no son perezosos, protesta Pla­ tón, están ocupados en servir al mundo. Los dioses no son perezosos, corrige Aristóteles, pero sólo pueden dedicarse a una vida contemplativa, esa forma de vida que Séneca llamará otium. Sin embargo, ningún filósofo habla del pla­ cer de vivir de los dioses en términos de festín. E l placer de la vida Y no obstante, la felicidad de los dioses se relata de la siguiente manera: «El día en que estalla una disputa entre Zeus y su esposa, Hefesto no oculta que su única preocu­ pación es que la discordia interrumpa “el placer del ban­ quete”.» Su poderosa madre, a pesar de la cólera, debe «intentar ser amable con Zeus para que éste no vuelva a turbarnos el festín» ° . Hefesto reclama literalmente la feli­ cidad (¿dos) y la ataraxia cuando desea que Zeus no turbe (tarássein) la fiesta. Lo que en apariencia teme no es la in­ terrupción de una simple comida, sino el trastorno de un día entero de placer.


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Podríamos decir: el trastorno de una vida entera de pla­ cer si, en lugar de hallarse entregada al tumulto de la epo­ peya homérica, contempláramos la vida de los olímpicos como la describe Hesíodo, siempre idéntica e inmóvil. Mu­ cho antes, durante la edad de oro, los hombres vivieron como los dioses. ¿Qué quiere decir esto? Sin preocupacio­ nes ni fatigas ni vejez. «Siempre jóvenes de brazos y pier­ nas, se divertían en los banquetes, lejos de cualquier pe­ sar.» 44 Los dioses son por tanto asiduos de la tháleia, del banquete alegre, convival, del simposio, que entre los mor­ tales se halla bajo la égida de una musa, Talía, la que ayuda al control del inhumano y bestial deseo de comida y bebi­ da 4S, la misma musa que al parecer reveló a los mortales el komikós bíos, la vida cómica, la comedia 46. Otro día el jovencísimo Apolo que por primera vez lle­ gaba al Olimpo, se encuentra con una escena habitual en la existencia de sus congéneres. Su padre, muy feliz, le ofrece una copa de néctar, como si los dioses no se ocuparan de otras cosas. Los inmortales, al verle, solamente piensan en la música y en las canciones. Las musas le responden al unísono con hermosa voz, cantando los imperecederos dones de los dioses y la suerte miserable de los hombres; cantando las cosas que los dioses im­ ponen a esos seres que viven perdidos sin ser capaces, en su im­ potencia, de descubrir ningún remedio contra la muerte ni un recurso contra la vejez 47. Beber y disfrutar de los privilegios: ¡ésa es la felicidad para los olímpicos! Muy pronto lo adivina el astuto Hermes cuando patalea y se rebela ante los oscuros proyectos de su madre. ¡Llevar una vida modesta en el fondo de una gruta y lejos del Olimpo! «Vale más, exclama Hermes, vivir siem­ pre (émata partía) con los inmortales, ricos, opulentos y prósperos, que pudrirse aquí, en esta gruta sombría.» 48 La riqueza de la que aquí se habla, aunque parezca mentira, es de alimentos. No se trata de néctar o ambrosía, sino de ofrendas de sacrificio.


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L a vid a cómica Los dioses no sólo son unos invitados asiduos en las moradas de quienes les invitan a cenar. Como ya hemos visto, reciben también los vapores de las carnes asadas en los altares de los hombres. Sienten un feroz apego por estas cosas, y es tal su gula que, en una célebre comedia, Las aves de Aristófanes, o en algunos diálogos de Luciano, será ob­ jeto de escarnio. El día en que las aves del cielo deciden interceptar y guardar para sí los apetitosos olores que llegan de los sa­ crificios, los dioses se ven obligados a suplicar a estos ani­ males y negociar un intercambio de favores: cederán sobe­ ranía si recuperan la pitanza. Al parecer, la ambrosía y el néctar no alimentan a los dioses, ya que las aves creen que los olímpicos morirán de hambre proverbial si desvían los vapores de las carnes 49. Por lo tanto a los olímpicos no les queda más remedio que elegir democráticamente a tres de­ legados, Poseidón, Heracles y Tribalo, este último repre­ sentante de los dioses bárbaros, y encargarles que lleven las negociaciones y pacten con las aves. Pues como ha descu­ bierto Prometeo, enviado para espiar, desde que el aire está colonizado por la ciudad de las aves, los vapores no llegan ya a los dioses: el hambre y el ayuno se avecinan 50. Zeus se ve obligado por los dioses bárbaros a reiniciar las im­ portaciones de entrañas. En cuanto a las aves, que se pro­ claman diosas e inmortales e incluso antepasados de los olímpicos, prometen prestar a los efímeros humanos una eficaz vigilancia llena de prosperidad y alegrías: si nos es­ timáis como a dioses, dice el corifeo, velaremos el tiempo meteorológico y os anunciaremos los cambios. En lugar de residir en el cielo para vivir retirados majestuosamente como Zeus, estaremos presentes para ofreceros riqueza, salud, vida, paz, juventud, risas, bailes, fiestas y leche de pájaro. Será tal la opulencia de vuestras riquezas que os sentiréis desbordados 51. En efecto, los hombres podrán instalarse y vivir en la ciudad de los dioses-aves, la felicidad Ies espera. «Si alguno


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de vosotros, oh espectadores, desea en adelante llevar una vida placentera junto a las aves, que venga con nosotros», así de generosa es la invitación dirigida a los atenienses reu­ nidos en las gradas del teatro. Y los nuevos dioses prepa­ rarán un gran sacrificio y servirán una gran parrillada de aves disidentes para... ellos mismos. Los tres olímpicos en­ viados como embajadores llegarán justo a tiempo de ver a los pájaros a punto de asarse condimentados con queso ra­ llado, silpnium y aceite, y para expresar el nostálgico re­ cuerdo que les trae tan delicioso desayuno. En el género cómico, la felicidad es ante todo saciedad y exceso de plenitud material, tanto para los hombres como para los dioses. Con la salvedad de que estos últimos al­ canzan rápidamente y sin obstáculos lo que desean. Frente a las aves, nuevos dioses por ser los actuales dueños de los vapores, los olímpicos condenados a consumirse no son más que seres sometidos e indigentes. Destinados a un deseo que no consiguen satisfacer, llegan a conocer lo que es el desamparo humano. Imploran, confían y esperan. El festín infinito, ese festín que no tenían que preparar, que estaba siempre listo, inagotable, en ofrenda, se convierte en una meta a conquistar, o bien a recobrar mediante el intercam­ bio. Sobre este mismo tema, pero en una situación diferente —una asamblea convocada de urgencia por un asunto de vital importancia: cómo responder a las críticas de los filó­ sofos—, los olímpicos demostrarán que ni siquiera las cir­ cunstancias más trascendentes pueden obligarles a despren­ derse de lo que Luciano (siglo II de nuestra era) llamaba su hábito cotidiano: pensar en alimentarse. «¡Nuestra ración, nuestra ración! ¿Dónde está el néctar? ¿Dónde está el néc­ tar? Ya no queda ambrosía, ya no queda ambrosía. ¿Dónde están las hecatombes? ¡Que haya víctimas para todo el mun­ do!» 52 Ante la carencia, los dioses se lamentan a gritos por su apetito, el hambre y la sed, como si el hecho de reunirse, aunque sólo fuera para una breve asamblea, les resultara intolerable sin el acompañamiento de bebida y comida. En esta ocasión, el debate es de capital importancia y concierne


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precisamente a su manera de vivir: ¿se interesan en realidad o no por los hombres? ¿A qué dedican su tiempo? Los filósofos siembran la confusión. ¿Cómo responden los dio­ ses, los propios interesados? Muchos de ellos claman ven­ ganza, o bien se callan. Por el contrario, hay uno que se toma las cosas en serio. Autocrítica: Epicuro lleva razón. Según él, «a decir verdad, los dioses estamos aquí sin hacer otra cosa que espiar a ver si alguien nos ofrece un sacrificio o inmola una ofrenda en los altares, y el resto, llevado por el azar, se va a la deriva» 53. No está muy clara la cuestión, ya que todo esto se dice a puerta cerrada, cuando ningún «hombre asiste a esta asamblea» 54, pero es una sorprenden­ te confesión. Sin embargo, Zeus no está en absoluto de acuerdo. Cenas de negocios Mal rayo les parta a los filósofos que afirman que la felicidad habita únicamente entre los dioses. Si supieran, al menos, todo lo que padecemos por causa de los hombres, no anhelarían con cier­ ta envidia nuestro néctar y nuestra ambrosía ni darían crédito a Homero, un hombre ciego y charlatán que nos llama «bienaven­ turados» y va explicando lo que pasa en el cielo, él, que ni si­ quiera podía ver lo que sucedía en la tierra. Así, Helios, el sol, ue está ahí unciendo el carro, surca el firmamento a lo largo del ía, vestido de fuego y resplandeciendo con sus rayos, y ni siuiera tiene tiempo libre —afirma— para rascarse el oído. Y si esviara su atención, aunque sólo fuera un instante, los caballos desbocados, desviándose de su camino, harían arder todo con grandes llamaradas. Selene, la luna, también despierta, da vueltas mostrando su luz a quienes caminan de noche y a quienes regre­ san sin hora de los festines. Apolo, así mismo, que se ha espe­ cializado en una actividad complicada, casi se ha quedado sordo de oír a los que se enfadan porque no les favorecen los designios del oráculo; tanto es así que no tiene más remedio que estar en Delfos, poco después ir corriendo hasta Colofón, desde allí cru­ zar hasta Jamos y otra vez corriendo a Délos o a Brancidas. En resumen, donde ía profetisa, tras haber bebido del manantial sa­ grado y haber masticado laurel y haber agitado el trípode, le exhorta a estar presente, allí debe presentarse sin demora para corroborar los oráculos; si no, a saber dónde iría a parar la fama

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de su arte. No diré, para poner a prueba su experiencia en la mántica, cuántos inventos maquinan, cociendo para el en el mis­ mo perolo carne de carnero y tortugas, de modo que si no hu­ biera tenido un olfato muy fino, el propio Lidio se habría mar­ chado burlándose de él. Asclepio, a su vez, no deja de ser cons­ tantemente molestado por auienes están enfermos: «ve cosas te­ rribles, toca cosas desagradables y en las desgracias ajenas encuen­ tra provecho para las propias penas». ¿Qué podría decir de los Vientos, que impulsan el crecimiento de las plantas y hacen na­ vegar a los barcos a su lado y soplan sobre los que aventan trigo? ¿O del Sueño, Hypnos, que vuela sobre todos, o del Ensueño, Oneiron, que anda vigilante por la noche con el sueño y le sirve de intérprete? Los dioses asumen todos esos penosos trabajos por amor a los hombres, desempeñando cada uno su misión de cara a garantizar la vida en la tierra. Y los trabajos de los demás son, con todo, bastante llevaderos. Hay aue ver, yo, rey y padre de todo y de todos, cuántas inco­ modidades soporto, cuántos problemas tengo, con la mente pues­ ta en tan gran número de preocupaciones. A mí me toca inexo­ rablemente, lo primero, inspeccionar las tareas de los demás dio­ ses que me ayudan de algún modo en mi gobierno, para que no racaneen en ellas. Después tengo que hacer miles de cosas que casi se me escapan por su pequeñez. Porque, organizando y ad­ ministrando yo mismo las más importantes de mis actividades —lluvias, tempestades, huracanes y relámpagos—, no sólo no me he liberado de preocupaciones de menos monta, sino que tengo que hacer todo eso y al tiempo supervisarlo todo, como el pastor en Nemea, ver a los que están robando, los que juran en vano, los que hacen sacrificios por si alguien ha derramado la libación, de dónde sube la grasa y el humo, quién, enfermo o en apuros por el mar me llamó en auxilio, y lo más fatigoso de todo, en un instante tengo que asistir a la hecatombe de Olimpia, observar a los que guerrean en Babilonia, enviar una tromba de agua al país de los getas y darme un buen banquete entre los etíopes. Y ni aun así resulta fácil evitar las censuras, sino que, en muchas oca­ siones, «los demás dioses y algunos hombres con penachos de crin de caballo» se duermen toda la noche, y a mí, a Zeus, no me sorprende el dulce sueño. Porque, si me amodorrara un po­ quito, al punto se demostraría que tiene razón Epicuro cuando afirma que no nos preocupamos de los asuntos de la Tierra. Y el peligro no es en absoluto desdeñable si los hombres le hacen caso en esc punto: los templos se nos quedarían sin coronas, las calles sin olor a grasa y humo de las víctimas, las cántaras de vino sin gente que nos haga libaciones, los altares fríos; en una palabra, nos quedaríamos sin sacrificios y sin ofrendas, con lo que el ham-


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bre sería abundante. En consecuencia, igual que los pilotos, me he quedado solo en las alturas llevando el timón entre mis manos, y los marineros, unos borrachos, si acaso, duermen, mientras yo, en vela, sin comer, me preocupo por todos en lo más profundo de mi ser y en mi corazón, pues he recibido yo solo la distinción, al parecer, de ser el jefe. Así que con gusto preguntaría yo a los filósofos que consideran felices únicamente a los dioses, cuándo piensan que nos queda tiempo libre a nosotros, que tenemos mi­ les de asuntos que atender, para el néctar y la ambrosía 5S. Le corresponde a Zeus en justicia ser quien, con cono­ cimiento de causa, zanje la cuestión de la felicidad de los olímpicos. Una cosa es cierta: si hay que imaginarse una actividad que llene el tiempo de los dioses, y puesto que se les supone felices, ésta tendría que ser la de consumir am­ brosía y néctar, en el regocijo de un banquete. Sin embargo, los olímpicos ni siquiera tienen tiempo para este placer que les atribuimos. Están ocupados en otras cuestiones sin nin­ gún respiro. Y aún más: en lugar de dedicarse exclusiva­ mente al placer convival, tienen que encargarse de infinidad de compromisos simultáneos. Ocupan su tiempo no sólo en tareas sucesivas, sino que a cada instante están divididos. Tienen que desdoblarse. Hacen todo a la vez. Incluso el propio alimento, cuando se trata de vapores que provienen de sacrificios, constituye una fuente de problemas. Y esto por dos razones: primero, porque sujetos al intercambio con los hombres, los dioses se ven obligados a preocuparse de los asuntos de la Tierra a fin de recibir la parte corres­ pondiente de las víctimas y, segundo, porque el seguimien­ to de la actividad ritual en los altares y los templos supone por sí mismo un trabajo considerable. Kédos y hédos —preocupación y placer— son insepara­ bles. Y tanto más cuanto que en el Olimpo de la ¡liada los festines son, si no siempre casi siempre, un momento para los debates, deliberaciones y toma de decisiones. Si la asam­ blea convocada por Zeus en el diálogo de Luciano no puede iniciarse antes de acallar las voces que reclaman ambrosía, néctar y vapores, es decir, en la más absoluta abstinencia y sobriedad, las reuniones de sesión plenaria en la morada del


Dioses asistiendo a un banquete en parejas, el marido recostado y la es­ posa sentada o en pie. Igual que los festines de los mortales: lechos, me­ sas y cojines decoran la casa, simbolizada visualmente con una columna. De izquierda a derecha y de arriba abajo, vemos a Zeus y Hera, Poseidón y Anfitrite, Dioniso y Ariadna y Ares y Afrodita. Copa, pintor de Kodros, 430-420 antes de J. C . Museo Británico, Londres. F. Museo Británico.


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señor de los dioses son habitualmente sympósia regados de néctar. A diferencia de los hombres, que suelen posponer a los momentos de trabajo político las cenas y los placeres, los dioses hablan con la boca llena. £1 sabor del néctar se mezcla con el de las palabras a veces ásperas, biliosas o llenas de dulzura, que permiten dirigir los asuntos de la Tierra.


CAPITULO VI

INJEREN CIAS DIVINAS

V

OLVAMOS al momento decisivo, al instante inau­ gural en el que una diosa, mensajera de la inquie­ tud de otra, viene a poner de manifiesto la perspectiva de tiempo —del proyecto y la espera— ante un mortal impa­ ciente. ¿Qué hace un dios cuando irrumpe en el mundo para que prevalezca un deseo y se modifique una conducta? ¿Qué métodos escoge para ejercer su poder sobre los hom­ bres? Entre Aquíles y Atenea lo que hay es un diálogo a cara descubierta. Listo para saltar sobre el rey, el paladín ha desenvainado la espada. Detrás de él, invisible para los de­ más, una mano le tira de la cabellera. Aquiles se estremece y se vuelve. Su mirada asombrada se encuentra con los cen­ telleantes ojos de la virgen Atenea. El héroe, sorprendido aunque poco intimidado al estar acostumbrado a tener re­ lación con los dioses, hace la primera pregunta: ¿Por qué, hija de Zeus, el que lleva la égida, has venido nue­ vamente? ¿Acaso para presenciar el ultraje que me infiere Aga­ menón, hijo de Atreo? Pues te diré lo que va a ocurrir: por su insolencia perderá pronto la vida '. Arrogancia de soldado y certeza de poder controlar el futuro, como si un dios fuera alguien a quien hubiera que


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enseñar e imponer las propias intenciones. La emisaria del Olimpo le responde atenta, con delicadeza y voz angelical: Vengo del ciélo para apaciguar tu cólera, si obedecieres; y me envía Hera, la diosa de los niveos brazos, que os ama cordial­ mente a entrambos y por vosotros se preocupa. Vamos, cesa de disputar, no desenvaines la espada e injuríale de palabra como te parezca. Lo que voy a decir se cumplirá: por este ultraje se te ofrecerán un aía triples y espléndidos presentes. Domínate y obe­ décenos 2. Al hombre que se deja llevar por la pasión la diosa le enseña el control de sí mismo, es decir, una actitud subje­ tiva conforme con la razón. Pero al mismo tiempo le invita a obedecer y, por tanto, a someterse a una autoridad, la suya propia. «Domínate» significa «obedéceme». La diosa le enseña al hombre a ser él mismo, a emanciparse de la tiranía de los humores y los cambios del cuerpo. La bi­ lis que asciende, el corazón que palpita en el pecho, los ojos que se oscurecen, todos los síntomas de un ataque de ira al que están particularmente expuestos los temperamentos he­ roicos deben ser dominados en un gesto de poder y de sumisión a la vez, como si el hombre fuera incapaz por sus propias fuerzas de gobernar la extrema sensibilidad de su cuerpo. La divinidad acude, pues, en ayuda de Aquiles para que huya de los impulsos, y el piadoso paladín se rinde: «Preciso es, oh diosa, hacer lo que mandáis, aunque el co­ razón esté muy irritado. Obrar así es lo mejor. Quien a los dioses obedece, es por ellos escuchado.» 3 N o renuncia a la cólera ya que, como dice Calcas, el profeta de Apolo, es verdad que la bilis puede digerirse un día, pero el rencor perdura «en el fondo del corazón hasta que logra ejecutar­ lo» 4. Dócil ante la divina voluntad, el guerrero «se conten­ ta con las palabras»: se desahoga con un raudal de insultos en lugar de con la sangre del rey. En vez de saciar al ins­ tante la sed de venganza, se calma, pero conserva la amar­ gura de la ofensa sufrida. Al impedir que Aquiles lleve a cabo la venganza en un impulso instantáneo, Atenea abre ante él la perspectiva de


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un futuro desquite, de un resarcimiento más meditado, de la espera calculada. El impetuoso paladín, por haber con­ sentido en contemporizar y esperar triples y espléndidos presentes que un día le pedirán que acepte, toma partido por el entendimiento con los dioses y llega incluso a aceptar la estrategia de Hera, que interviene porque le ama tanto como a su adversario. Aquiles agradece la amistad de la diosa, aunque tenga que compartir este favor con el hombre a quien un instante antes iba a degollar. Viniendo de él, es un hecho significativo. Agamenón le había acusado de ser un militar poco inteligente y a quien siempre le habían gus­ tado las riñas, luchas y peleas 5; sin embargo, es Aquiles quien le da una lección de prudencia al rey. Cuando los mensajeros reales se acercan a la tienda para reclamar a la joven Briseida —pues Agamenón la desea ahora con la mis­ ma obstinación con que antes menospreciaba a Apolo por amor a Criseida—, Aquiles pronuncia unas palabras medi­ tadas y piadosas: ¡Salud, heraldos, mensajeros de Zeus y de los hombres! Acer­ caos; pues para mí no sois vosotros los culpables, sino Agamenón que os envía por la joven Briseida. ¡Vamos, divino Patroclo, de jovial linaje! Saca a la doncella y entrégala para que se la lleven. Sed ambos testigos ante los bienaventurados dioses, ante los mor­ tales hombres y ante ese rey cruel, si alguna vez tienen los demás necesidad de mí para librarse de funestas calamidades; porque él tiene el corazón poseído de furor y no sabe pensar a la vez en lo futuro y lo pasado, a fin de que los aqueos se salven combatiendo junto a las naves 6. El rey, presa de la furia, no ve el peligro en que pone a su ejército. Iluminado por Atenea, encomendando su pro­ mesa a los bienaventurados, el guerrero saborea la clarivi­ dencia. Influencia sobre los hombres El poder de Atenea para tranquilizar a Aquiles hace que nos planteemos una cuestión esencial. ¿Cómo actúan los


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dioses sobre los hombres, de qué manera consiguen orien­ tar su conducta, hasta dónde puede llegar su influencia en el alma de los mortales? No cabe duda de que los dioses todo lo invaden. No tienen un mínimo respeto por la dignidad de esos seres a quienes no dudan en manipular mediante la posesión, la alteración de las facultades, la modificación de los senti­ mientos, la neutralización de los gestos y, finalmente, con la persuasión y la intimidación. Para conseguir sus fines, no retroceden ante ninguna forma de injerencia, ni siquiera las más traicioneras. Se diría que ningún principio les detiene y que el funcionamiento intelectual, afectivo y somático de los mortales soporta todos los trastornos imaginables. Para un hombre dormido, ¿puede haber algo más con­ vincente que un sueño en el que un amigo le da un consejo? Y sin embargo, esta imagen onírica es un dios travestido que se introduce así en lo más íntimo de un ser para con­ fundirlo 7. Un hombre despierto puede, de repente, no ser sino el disfraz, la máscara de un dios que lo utiliza como si fuera un efímero guiñapo 8. ¿Habrá tenido Aquiles la sensación de no ser él mismo el sujeto de la idea que Hera ha depositado, como si fuera un objeto, en su corazón? 9 Y todos esos héroes a quienes Zeus inspira renovado cora­ je l0, a quienes Atenea inyecta valor " , en quienes Zeus provoca pánico 12, ¿entienden todos ellos los cambios que un dios —uno u otro— improvisa en sus personas? A veces podemos pensar que sí. Poseidón infunde un fuerte vigor en los dos Ayax; los dos paladines detectan una presencia divina, pero cuando ésta se desembaraza bruscamente de la voz y el rostro que había tomado, se convierte en pájaro y desaparece 13. Después de lo cual, Ayax afirma que «a los dioses se les reconoce fácilmente» M y siente el thymós que el dios le ha provocado. Sin embargo, en el mismo instante en que se ha producido ese ímpetu fogoso, antes de ver con sus propios ojos el prodigio, los dos Ayax no sospechaban que estuvieran guiados por un dios. Como tampoco pien­ san los reyes aqueos en la influencia de Poseidón cuando éste les colma de fuerza l5. Los dioses colonizan los sueños


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y se revisten con cualquier identidad o cuerpo, dan pensa­ mientos y multiplican las alteraciones de los miembros y de la mente: los dioses se encubren introduciéndose hábilmen­ te en las mismas raíces de la acción y del ser de los morta­ les. La diferenciación se hace entonces perfecta y la ofus­ cación absoluta, como si esos mismos hombres que, en ge­ neral, saben que están siempre a merced de lo divino no tuvieran ninguna percepción ni control en las más profun­ das apariciones de los dioses. A veces actúan sobre los hombres de una manera más visible y franca, quedándose fuera, en las fronteras del ser. Pero tampoco en estos casos resulta fácil descubrirlos. Sin embargo, incluso cuando se disfrazan, guardan cierta dis­ tancia con la persona a quien se dirigen. La influencia se ejerce a través del consejo, la invitación o la orden 16. En resumen, por el intercambio de palabras que, a pesar de la injerencia, la presión o el despotismo, preserva, no obstan­ te, la integridad de la persona. Los hombres son maleables. Pero al mismo tiempo, si­ guen siendo responsables de sí mismos. Están a merced de los dioses cuando éstos se entremeten y deben por el con­ trario arreglárselas solos cuando los inmortales les ignoran. Cuando Zeus prohíbe a sus congéneres que intervengan en la guerra, griegos y troyanos continuarán, sin embargo, con el combate y seguirán tomando iniciativas tácticas. Los hom­ bres, bien con autonomía en las decisiones, o bien sin ella, viven en la incertidumbre en cuanto a su propia subjetivi­ dad. Cuando Agamenón se dirige a Aquiles con ofensas, actúa espontáneamente: su cólera, su bilis dictan tales pala­ bras. El propio Aquiles no ve sino un comportamiento irre­ verente. Sin embargo, luego, al reflexionar sobre sus actos, el rey parece arrepentirse; en realidad lo lamenta y por la misma razón lo atribuye a la voluntad de Zeus ,7. Aquí se ve hasta qué punto la percepción de sí mismo se confunde con el reconocimiento del poder absoluto e intangible de la divinidad. Aunque el relato no diga que Agamenón había sido inspirado por Zeus en su cólera, el propio personaje no sabe retractarse de sus gestos si no es viendo en ellos la


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señal de un dios. De igual manera se explica Paris la apari­ ción del deseo amoroso hacia Helena. Esta pasión irresisti­ ble no es para el joven príncipe el despuntar de un senti­ miento endógeno: es, por el contrario, un don de los dio­ ses. Un obsequio que no ha podido rechazar, un regalo que no ha elegido I8. El héroe homérico, aunque esté realmente guiado por una divinidad, como en el caso de Paris, o bien, como Aga­ menón, sea responsable de sus reacciones, ve a los dioses como una fuente de estados afectivos que irrumpen en él y le dominan. El caso de Agamenón es particularmente sig­ nificativo puesto que la etiología divina de la cólera se con­ vierte poco a poco en la única explicación convincente. Aquiles también acabará por pensar que «el prudente Zeus le ha quitado el juicio» 19. La naturaleza pasional de la ira y el amor puede justificar ante nosotros la idea de una fuer­ za externa con la cual parece extraño identificarse justo des­ pués. Pero en el universo de la epopeya, ninguna facultad de la persona está a salvo de la manipulación. En particular, la razón y la voluntad. Hay un personaje, Peleo, que parece creerlo y quisiera convencer a su hijo Aquiles. El día de la partida a Troya, le recuerda al joven guerrero que Hera y Atenea son quienes dan la victoria si así lo desean. Por el contrario, el dominio de las pasiones —en particular del thymós, centro de los grandes impulsos de la afectividad— depende de uno mismo 20. Reparto equitativo que deja un sitio a la preocupación personal y al autocontrol; sin em­ bargo, reparto ilusorio, ya que es precisamente Aquiles quien parece incapaz de dominar la cólera que Atenea debe calmar. El es por excelencia el héroe impulsivo, susceptible e impotente para controlar el corazón. Presa del rencor por la pérdida de Briseida, la cautiva a la que dice amar 2I, sólo se decidirá a salir de su obstinación el día en que pierda al amigo más querido. Durante todo el tiempo, el hijo de Pe­ leo actúa apasionadamente, dividido entre los sentimientos afectivos y los dioses.


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¿D ioses razonables? No menos ilusorio es este otro reparto que da a enten­ der Atenea: los deseos imperiosos y ofuscadores quedan para los hombres, mientras que la pedagogía y el sentido común les corresponde a los dioses. En el dúo inicial del poema, la imagen emblemática de la distancia y el acerca­ miento entre humanos y olímpicos puede llegar a hacernos ver en ella el retrato griego arcaico del ser humano, ese ser inexistente por hallarse dividido entre las pasiones y los dioses y, por otro lado, doblemente determinado por fuer­ zas ajenas a él. El hombre homérico, según Snell, se ve parcelado en el cuerpo y en el antagonismo de las fuerzas que rivalizan en él, como si de un lugar vacío se tratara, para la consecución de actos y discursos que no podríamos considerar como «propios». En efecto, toda la conducta de Aquiles habla de la inconsistencia del control sobre lo que le afecta y de su impotencia para defenderse de la ira o para desobedecer a un dios. De pronto, la melancolía y la pena le invaden por la pérdida de Briseida e irrumpe en lágrimas. El héroe llora. Da la espalda a sus amigos y mira el mar sollozando como lo hará Ulises cuando la nostalgia se haga insoportable a pesar del amor de la bella Calipso. Esos ojos terribles que pueden petrificar al enemigo por la fuerza de su brillo están ahora llorosos. El insigne hombre llama a su madre. Le oyó la venerable madre desde el fondo del mar e inmedia­ tamente emergió, como niebla, de las espumosas ondas, se sentó al lado de aquél, que lloraba, le acarició con la mano y le habló de esta manera: «¡Hijo! ¿Por qué lloras?» 22 Sabemos que Platón, aun estimando a Homero, consi­ deraba indecentes esta clase de escenas en las que los gue­ rreros más viriles perdían la compostura hasta el punto de prorrumpir en lágrimas. Por esta razón preconizaba que se censurasen todos los pasajes en los que los antiguos caba­ lleros daban mal ejemplo a los jóvenes soldados de la época,


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lectores de la litada 23. Pero en el mundo épico la mani­ festación de los sentimientos y el estallido de las emociones son un aspecto esencial de la naturaleza heroica: de una sensibilidad a la medida de la grandeza de antaño —aunque sin duda excesiva para un filósofo educador. Todos estos personajes, extraordinarios por su belleza y coraje, su fuer­ za y resistencia, son también desmesuradamente pasionales. El bisturí del filósofo no ha seccionado aún el alma en tres partes: concupiscencia, irascibilidad y conciencia intelectual y moral. El intelecto no es todavía el auriga que doma a los otros dos componentes del alma, como si de caballos que se encabritan se tratara. Cada héroe es menos el coche­ ro, metafóricamente hablando, del tiro de su alma que el conjunto anárquico de deseos e inteligencia, de arrebatos y virtud. Por tanto, los dioses están ahí para ayudar a estas gran­ des máquinas anhelantes a no sucumbir ante los estados afectivos, a inmunizarse contra los violentos impulsos que les arrebatan. En Aquiles, el furor da paso a la desespera­ ción. Apenas ha sido refrenado por Atenea, necesita a Tetis como madre consoladora y también por ser una diosa en buenas relaciones con Zeus. Más tarde, también el rencor contra Agamenón se verá relegado por el odio contra los asesinos de su más querido amigo. De pasión en pasión, de dios en dios, el héroe es en verdad tan mutable como las hojas. Todo ello es cierto, aunque no todos los dioses tienen siempre el papel que representa Atenea en un momento muy concreto de la guerra. Habría que decir, por el con­ trario, que esta escena no es emblemática, sino singular y engañosa. Singular por la variedad de situaciones posibles entre un hombre y un dios; y engañosa si la consideramos como un ejemplo. Y para ello hay una razón primordial, el hecho de que los dioses no actúan ni de la misma manera, ni uno en relación a otro —cada uno tiene un estilo, una forma de actuar—, ni cada uno según las circunstancias, ya que, a pesar del estilo, un dios no es necesariamente siem­ pre igual. Y esta versatilidad es uno de los aspectos del


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tiempo cotidiano, es decir, efímero de los dioses: para ellos como para los mortales, un día no es idéntico a otro. Cada día trae su afán —ese afán que a menudo es la preocupación por los hombres—, pero también se puede decir: cada día trae sus humores. Y es que, al igual que los hombres —y ésta es la segunda razón por la cual la entrevista entre Atenea y Aquiles no es ejemplar—, los dioses también tienen humores: deseos, dolor, alegría, cólera, o lo que es igual, erecciones, lágrimas, risas y oscura bilis. Estos supuestos «bienaventurados» no son ni indiferentes ni impasibles: cambian y reaccionan ante lo que les afecta con un repertorio de sentimientos que no les pertenecen de manera exclusiva. La vida de los olímpi­ cos está animada y orientada por toda la gama de estados afectivos: la diosa Ate, la que ciega impidiendo ver lo que sin embargo es evidente, la que conduce al error, que es una triste herencia sólo de los mortales, ha sido desterrada del Olimpo. Y por esto no debemos considerar a los dioses infalibles. Por el contrario, si Ate no puede ya poner los pies en el reino de los dioses, es porque Zeus la ha expul­ sado, furioso por haber sido su víctima el día en que le puso en su corazón (thymós) las palabras de jactancia que fueron la perdición de su hijo Heracles 24. En tercer lugar, si bien Atenea se acerca a Aquiles para que éste entre en razón, no pocos dioses, y entre ellos nada menos que Dioniso, Hera y Zeus, mandan a los hombres la locura y la violencia más criminal. Tetis, pues, deja su mansión marina y emerge de las aguas. En la playa, madre e hijo, diosa y héroe, sostienen una tierna conversación. Mientras ella le acaricia, quiere que él le hable y le cuente lo que ha ocurrido. Sin duda la diosa madre ya sabe la causa de las desgracias de su hijo, pero le da ánimos para que se lo relate todo desde el principio. Aquiles, dócil, le abre el corazón: empieza con la historia de la afrenta hecha a Apolo, insiste en su cometido para defender los derechos del dios frente al brutal Agamenón: «Yo fui el primero en aconsejar que se aplacara al dios.» 25 Aquiles, olvidando mencionar su impulso de cólera y la


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misión diplomática de Atenea, se presenta como el muy sensato paladín del arquero Apolo; frente a él se levantaba un rey descreído por estar dominado, encendido por una ira que no controlaba 26. Leal, responsable y cortés, así es como se describe el más sanguinario de los aqueos en ese autorretrato de hijo ofendido que ofrece a su madre. Con tacto, le recuerda que ella goza de un trato de favor ante el señor del Olimpo. ¿Acaso no le prestó a Zeus un servicio muy valioso el día en que le salvó de la conspiración urdida por Hera, Poseidón y Atenea? Querían encadenar al dios soberano, pero Tetis pidió ayuda a un monstruo de cien brazos que, al sentarse al lado del Padre, disuadió a los agitadores sólo con su presencia. Aquiles le pide a su madre que interceda ante Zeus para que Agamenón conozca la derrota y aprenda lo que significa hacer una ofensa al más valeroso de los aqueos.


C A P I T U L O V II

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L día en que Tetis, diosa marina que vive en el fondo del agua, echa a volar hacia el Olimpo para pedir venganza a Zeus, el lector de la litada deja por pr mera vez el teatro terrestre de la guerra para penetrar en los bastidores de la diplomacia divina y, en otra escena, el espacio que habitan los dioses. La casa de los olímpicos es un lugar de placer, pero ante todo un lugar en el que se ejerce un poder cuyas gestiones son ambiguas: el de Zeus, semidespótico, semicolegial, y el de sus congéneres. Habrá de someterse a una larga espera: la corte olímpica está ausente. Todos los dioses han acompañado a Zeus a orillas del océano para visitar a los etíopes, unos mortales de primera clase. La finalidad del viaje es un banquete. Te­ tis, pues, espera durante doce días. Cuando después de aquel día, apareció la duodécima aurora, los sempiternos dioses volvieron al Olimpo con Zeus a la cabeza. Tetis no olvidó entonces el encargo de su hijo: saliendo de entre las olas del mar, subió muy de mañana al gran cielo y al Olimpo, y halló al longevo Crono sentado aparte de los demás dioses en la más alta de las cumbres del monte. Se acomodó junto a él, acarició sus rodillas con la mano izquierda, le tocó la barba con la diestra y dirigió esta súplica al soberano Zeus, hijo de Crono '. Esta secuencia de desplazamientos y gestos es uno de


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Tetis, la solícita madre de Aquiles, visita al dios de la forja, el industrioso Hefesto, en su taller. Va a buscar las extraordinarias armas que el divino artesano ha fabricado para el héroe. Copa, pintor de Kodros, 430-420 an­ tes de J. C. Staalichc Museen Preussischen Kulturbesitz. F. J. TietzGlagow.

los bosquejos de la vida de los dioses en el que el efecto de realidad en su existencia autónoma está mejor consegui­ do. Primero, la estancia en Etiopía. ¿Por qué en ese mo­ mento y por qué doce días? Podríamos pensar que se trata de una estratagema del narrador que necesita intercalar en­ tre los llantos de Aquiles y la embajada de Tetis el episodio de la entrega de Criseida a su padre y a continuación el gran sacrificio a Apolo: en efecto, la reconciliación de los aqueos con esta divinidad se sitúa entre estos dos sucesos.


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Pero, en realidad, este razonamiento no sería suficiente: la expedición a Crises dura en total dos días y una noche, teniendo en cuenta la ida y vuelta en barco y la monumen­ tal hecatombe ofrecida al Arquero en la playa, a la caída de la tarde. El viaje de los dioses tiene por tanto otro sentido, precisamente el de tratarse de un acontecimiento, corriente o excepcional, en una vida que, no lo olvidemos, sigue su curso. Subraya para el lector el hecho de que los dioses no existen en función de los hombres, que tienen otras cosas que hacer y pueden estar muy ocupados cuando un mortal les necesita. Es, en suma, un detalle inútil y al tiempo va­ lioso, puesto que establece una respetuosa distancia entre el tiempo de las aventuras que las divinidades comparten con los hombres y el ámbito privado de sus propias costumbres. Por esta razón, no basta con franquear al azar el umbral del Olimpo para encontrar allí al dios soberano, aunque sea un ser divino quien lo haga. Tetis no puede adelantar el retorno de los olímpicos y debe esperar. Pero en cuanto Zeus vuelve a su casa y llega a la cumbre más elevada de las montañas, Tetis le hace una visita. Con los olímpicos, el protocolo de las audiencias reales está lleno de sencillez: Zeus, a falta de un maestro de ceremonias o de simples sirvientes, recibe directamente a sus visitantes. Si Tetis se pone en una actitud suplicante, se debe al motivo fortuito que justifica el encuentro, ya que desea obtener un favor. En otras circunstancias podría dirigir la palabra a su rey estando de pie. Lo que ponía trabas a la entrevista entre Zeus y Tetis era sólo una coincidencia, ya que, en sí, las relaciones entre los dioses son más bien rústicas. El prestigio del soberano se manifiesta con signos externos: Zeus encabeza el cortejo de sus congéneres cuando viajan juntos 2; en su mansión, él es quien recibe los homenajes: cuando vuelve al palacio, los dioses se levantan para ir a su encuentro 3; a menudo se aleja de los demás, en una arrogante soledad, y se sienta en una cumbre que sobresale entre las montañas del Olim­ po 4; a él también, como a cualquier otra divinidad celeste y paternal, le gusta la elevación y las alturas, lugares dignos


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de su majestuosidad y, por otra parte, muy adecuados para una panorámica visión del mundo. Un día, por ejemplo, Zeus está furioso contra los grie­ gos y aún más contra los dioses que los secundan y prote­ gen, es decir, contra su esposa Hera y su hija Atenea. A una hora muy temprana convoca una asamblea, no en el palacio como suele ser habitual, sino al aire libre y preci­ samente en el pico más alto del Olimpo, el de las innume­ rables cumbres. Les obliga por tanto a trepar hasta su retiro montañés, un nido de águilas que constituye su espacio par­ ticular. Ahí arriba, ante sus congéneres, toma el primero la palabra: ¡Oídme todos, dioses y diosas, para que os manifieste lo que en el pecho mi corazón me dicta! Ninguno de vosotros, sea varón o hembra, se atreverá a transgredir mi mandato; antes bien, asen­ tid todos, a fin de que cuanto antes lleve a cabo lo que me propon­ go 5. * Primus ínter pares», Zeus afirma aquí sin rodeos su supremacía sobre toda la sociedad divina. Una supremacía que, dicho sea de paso —como la superioridad de Agame­ nón ante los otros reyes y príncipes—, precisa algunas acla­ raciones. En efecto, para afianzar las palabras que expresan su deseo, el soberano tiene que añadir una amenaza: Como yo vea que un dios intenta separarse de los demás para socorrer a los teucros o a los dáñaos, volverá afrentosamente gol­ peado al Olimpo; o cogiéndole, lo arrojaré al tenebroso Tártaro, muy lejos, en lo más profundo del báratro debajo de la tierra —sus puertas son de hierro, y el umbral de bronce, y su profun­ didad desde el Hades como del ciclo a la Tierra— y conocerá en seguida cuánto aventaja mi poder al de las demás deidades 6. Zeus despotrica contra los eventuales transgresores de las órdenes como si su estatuto de realeza no fuera sólido, cierto e indiscutible, como si su jefatura pudiera ser igno­ rada o desaprobada. La violencia de sus palabras —a las que sigue un desafío alucinante— responde a la necesidad de reafirmar un poder que no se impone ante los demás dioses


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con una legitimidad absoluta e inquebrantable, sino que, por el contrario, hay que mostrar, demostrar e incluso a veces defender de verdaderas tentativas de sublevación 7. Dicho de otra manera, el soberano debe hacer alarde de su poder en esos juegos de fuerza donde se miden los dioses, a fin de darse a valer. De ahí la extrema severidad de Zeus y la escena de ostentación de su predominio, en ese mo­ mento de la guerra en que, como veremos, las múltiples estrategias de los dioses interfieren en sus planes. Tras ha­ ber otorgado una concesión asombrosamente paternalista a su hija Atenea, la única olímpica que se ha atrevido a abrir la boca, el rey se retira, majestuoso, a otra montaña: Unció los corceles de pies de bronce y áureas crines, que volaban ligeros; vistió la dorada túnica, tomó el látigo de oro y fina labor, y subió al carro. Picó a los caballos para que arran­ caran; y éstos, gozosos, emprendieron el vuelo entre la Tierra y el estrellado cielo. Pronto llegó al Ida, abundante en fuentes y fieras, al Gárgaro, donde tenía un bosque sagrado y un perfuma­ do altar; allí el padre de los hombres y de los dioses detuvo a los bridones, los desenganchó del carro y los cubrió de espesa niebla. Se sentó luego en la cima, ufano de su gloria, y se puso a con­ templar la ciudad troyana y las naves aqueas 8. Así, de cima en cima, el divino padre va exhibiendo su frágil omnipotencia y asiste al sangriento espectáculo de un mundo humano desgarrado.

Zeus se compromete £1 día en que Tetis le visita en la cumbre más elevada del Olimpo, el soberano no convoca la asamblea con los suyos ahí arriba. Por el contrario, retorna a su palacio. De mala gana, acaba de escuchar la petición que le ha hecho la diosa suplicante: ha prometido que castigará a los griegos haciéndoles ver hasta qué punto depende su salvación de Aquiles. Les conducirá al borde de la derrota y, así, el rey


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rogará al héroe ultrajado que vuelva al combate. Zeus está preocupado por haber cedido ante los ruegos de Tetis. Este compromiso que no podía negar a una aliada antaño valio­ sa, va a trastocar el equilibrio. El mismo, el rey, va a tener que tomar partido por uno de los dos ejércitos de los hom­ bres, mientras que su postura estratégica consiste en una neutralidad distante y una altiva indiferencia hacia los res­ pectivos intereses de esos mortales que se matan unos a otros. En efecto, algunos dioses se han aliado con los hombres por una solidaridad apremiante. Primero las tres diosas di­ vididas por el dictamen de París: Afrodita milita junto a los troyanos, poniendo incluso en peligro su hermosa piel, mientras que Hera y Atenea están constantemente apoyan­ do a los griegos. Ellas han hecho una promesa a Menelao y no la olvidan: el marido engañado, el rey ultrajado, no volverá a su patria sin que Troya haya sido destruida 9. Entre los dioses varones, Apolo combatirá con los troyanos, incluso después de haber aceptado gustoso la hecatom­ be ofrecida por los griegos en desagravio por la ofensa al sacerdote Crises. Se va a ver a menudo enredado en la con­ tienda. Poseidón, el hermano menor de Zeus, hermano y cuñado de Hera, y bajo las presiones de ésta, se alistará en las filas de los dáñaos, feliz de poder llevar así la contra­ ria al hermano mayor cuya supremacía tolera muy a su pe­ sar. Cada uno de estos dioses persigue sus propios fines, no siendo el afecto o la piedad por los mortales más que uno de los móviles de una acción que depende sobre todo del ajuste de cuentas entre rivales consanguíneos. Pero también hay dioses que no toman partido por uno u otro ejército de mortales: son las divinidades que, en sí mismas, encar­ nan la guerra y la discordia como fuerzas autónomas de destrucción. En primer lugar Ares. Ares, hijo de Zeus y de Hera, es el dios guerrero por excelencia. Su padre, el sobe­ rano, no siente gran afecto hacia él a causa de su naturaleza belicosa que, al parecer, ha heredado de la combativa y polémica Hera:


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Me eres más odioso que ningún otro de los dioses del Olim­ po. Siempre te han gustado las riñas, luchas y peleas, y tienes el espíritu soberbio, que nunca cede, de tu madre Hera, a quien apenas puedo dominar con mis palabras 10. Zeus dirige a Ares idénticas injurias que aquellas que Agamenón lanzaba a Aquiles 11: «Me eres más odioso que ningún otro de los reyes, discípulos de Zeus, porque siempre te han gustado las riñas, luchas y peleas.» Sabemos hasta qué punto las desavenencias entre un soberano y un poderoso paladín pueden resultar peligrosas. Pero al con­ trario de Aquiles, Ares no entrará en un conflicto personal con su rey. Frente a Zeus este dios encarna, en general, una violencia absoluta e indiscriminada. Su pasión por la guerra es tan ciega que parece incapaz de seguir una estrategia de alianzas duraderas. Ares, indiferente a las causas de uno y otro bando, es neutral, pero sirve a ambos de modo desor­ denado. Ofrece su ayuda a la ligera I2. Se une a los troyanos en cuanto se lo ordena Apolo u , olvidando la promesa de solidaridad hecha a Atenea y a Hera. Otra divinidad que no se adhiere a un solo partido es la Discordia, Eride. Cuando todos los olímpicos se mantie­ nen momentáneamente alejados de la contienda —para obe­ decer las consignas de Zeus—, ella se encontrará sola con todo el campo libre entre los dos ejércitos H. Apenas sus­ penden los otros dioses las intervenciones tácticas, la Dis­ cordia se hace fuerte, pues es incapaz de alegrarse con una masacre si ésta no es gratuita ni se conviene en una verda­ dera matanza. Lo que vemos entonces en el campo de ba­ talla es un intercambio equilibrado de ataques sangrientos, infinitos. La postura de Zeus antes de decidirse a rendir homenaje a la madre de Aquiles es muy diferente a la de los otros dioses. El soberano respeta sobre todo las opciones diplo­ máticas de los suyos, pero él se mantiene al margen. No adopta una postura personal en esta guerra, salvo —si ha­ cemos caso de los Cantos ciprios— para la recíproca exter­ minación de unos y otros y la autodestrucción por consi-


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guíente del género humano. El siente aprecio tanto por los griegos como por los troyanos ,s; pero ha prometido a los argivos que tomarán Troya. Si se compromete, es por el honor de una persona de su raza. Una vez ligado a la ac­ ción, sigue una línea de conducta tortuosa. Se diría que, aun habiéndose marcado como meta el dar una lección a los griegos, quisiera ocultar su parcialidad. Por lo tanto, sus actuaciones son comparables a las de Ares y Eride. Excepto en que mientras que la Discordia está inmersa en la agitada masa de guerreros que se matan unos a otros y observa la contienda desde muy cerca, Zeus contempla de lejos, desde muy lejos «a los hombres que matan y a los hombres que mueren»: su mirada abarca la ciudad de los troyanos y los navios de los griegos l6. Al tiempo que Ares cambia a la ligera de una alianza a otra, el rey medita una complicada estrategia gracias a la cual los griegos tendrán la ilusión de que está con ellos antes de descubrir que les ha engañado. Es decir, que el dios soberano entra en el juego diplo­ mático sin manifestar abiertamente su toma de postura. Ni unos ni otros estarán nunca totalmente seguros de él. In­ cluso en el momento más feliz para los troyanos, uno de ellos, el prudente Polidamante, no ocultará su perplejidad: «Si Zeus altisonante, meditando males contra los aqueos, quiere destruirlos por completo... deseo que lo realice cuan­ to antes.» 17 Pero como si se tratara sólo de una suposición hipotética, sugiere una extrema prudencia en las maniobras para cercar al enemigo. Del lado griego, la desconfianza nace en Néstor, un anciano desengañado. El es quien sos­ pecha que Zeus ha elegido a los troyanos. Y tiene amargas palabras para el rey de los dioses: «¿N o conoces —le dirá al fogoso Diomedes— que la protección de Zeus no te acom­ paña? Hoy Zeus otorga a aquél la victoria; otro día, si le place, nos la dará a nosotros.» 18 El pensamiento de ese dios es impenetrable para los hombres por muy grandiosos que sean, porque su poder sobrepasa a cualquier grandeza he­ roica. La libertad de modificar sus planes de un día para otro obedece a una inteligencia para la cual nada resulta imposible ni apremiante.


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L a m irada de H era Los actos de Zeus pueden parecer arbitrarios para los hombres, pero esto es debido a que no comprenden sus motivos. El rey de los dioses actúa conforme a un código de honor cortés y respetando en cierto modo las decisiones de sus semejantes. Cuando retorna al palacio después de haber dado su palabra a Tetis, tiene que hacer frente a la mirada de Hera. Nada más sentarse en el trono, los indis­ cretos ojos de su esposa se clavan en él, le escudriñan y le interrogan: estallan los celos y prorrumpe en recriminacio­ nes contra su soberano en presencia de la corte. Pues Hera desconfía de cualquier decisión y de cual­ quier pensamiento que su marido no comparta con ella. Quiere conocerlo todo y, de hecho, sabe adivinar todo lo que Zeus hace o desea hacer. Como ya hemos visto, no se perturba ante la lista completa de infidelidades amorosas. Con una sonrisa escucha recitar el catálogo, a decir verdad bastante breve, de las siete conquistas de su seductor espo­ so. Pero lo que sí le resulta insoportable es que le oculte la complicidad militar con Tetis. Y el soberano parece incapaz de sustraerse a la extraordinaria sagacidad de su esposa: «De ti no me oculto» 19, se queja como si su pensamiento —tan temible y misterioso para los hombres— fuera para ella como un libro abierto. Zeus, agobiado por una perspicacia tan abrumadora, sólo sabe reaccionar con violencia: Hera le resulta odiosa y la golpeará si no se sienta inmediatamente y guarda silencio. La esposa, muda y furiosa, obedece. Sin embargo, esta dis­ puta aburre a la corte de inmortales. ¿Por qué enfadarse así, entre dioses, por un asunto que concierne a los hombres? ¿Por qué estropear el placer de un banquete en el que re­ sulta tan agradable beber el dulce néctar en la intimidad del Olimpo? Hefesto es quien invita a su madre a ser compla­ ciente con Zeus. Llena las copas para todo el mundo y todos sonríen al verle cojeando en pleno ajetreo. Y de nue­ vo, «todo el día, hasta la puesta del sol, celebraron el festín: y nadie careció de su respectiva ración ni faltó la hermosa


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cítara que tañía Apolo, ni las Musas, que con linda voz cantaban alternando» 20. Transcurre un día en la armonía del simposio y de las voces cantoras. Para Zeus, la mañana habrá sido difícil, pero el resto de los dioses no se han dedicado durante todo el día a otra cosa que a un larguísimo banquete. Al atardecer, deseosos de dormir, se retirarán a sus moradas particulares. Sólo Zeus padecerá de insomnio. L a mentira de Zeus El rey de los dioses medita. Con un gesto de la frente se ha comprometido con su encantadora aliada, pero no ha pensado en los detalles de la empresa. ¿Qué hacer? La no­ che le inspira. Por medio de un sueño llevará un mensaje engañoso al rey de los griegos y desencadenará así toda la acción. Sí, será necesario que Agamenón reciba en el sueño el anuncio de su victoria definitiva. De esta manera actuará y se precipitará él mismo en la derrota. Y para que no existan dudas, hay que evitar los presagios con doble sen­ tido, los enigmas; Agamenón recibirá una noticia clara y completamente falsa. Zeus llama al Sueño, el mensajero nocturno, y le confía la mentira para el rey durmiente. El recuerdo de la desa­ gradable escena con Hera le ha dado la idea de planear una perfidia francamente irónica para su mujer. Al haberla tra­ tado con severidad y mandado callar, quiere hacer creer a Agamenón que es ella, la diosa reina, quien ha ganado la partida e impuesto su parecer a los olímpicos. «Todos se han dejado persuadir con los ruegos de Hera.» 21 Néstor, con su extremada prudencia, desconfiará de este sueño in­ verosímil: el viejo soberano de Pilos no se hace ilusiones con Zeus. Pero Agamenón no tiene ninguna duda. Se lanza, sin reservas, hacia el castigo que le espera. «¡Insensato! No sabía lo que tramaba Zeus.» 22 Zeus es, pues, un dios desleal. Lo mismo se siente obli­ gado a seguir una conducta caballeresca cuando se trata de


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una divinidad a quien debe un favor, como se muestra des­ considerado con un rey a quien antes ha dado su palabra de honor. Aunque a decir verdad, el rey de los dioses sólo traiciona a su homólogo griego temporalmente y para darle una lección. Sólo está aplicando una sanción que pertenece al derecho heroico. Sin embargo, lo hace de una manera que más bien parece una insidiosa venganza que el ejercicio de un justo dictamen. En otras palabras, el hijo de Crono ac­ túa como un pérfido con el hijo de Atreo, al tiempo que mantiene con él una relación de privilegio representada por la transmisión del cetro, insignia de soberanía 2\ La finali­ dad de este objeto —que pasa de Hefesto a Zeus, de Zeus a Hermes, de Hermes a Pélope, franqueando así la distancia entre dioses y humanos; de Pélope a su hijo Atreo; de Atreo a Tiestes, y de este último, por fin, a su heredero Agame­ nón— es unir directamente la dinastía de los atridas con el rey de los dioses 24. Podríamos esperar que existiera una solidaridad fundamental entre los pertenecientes a este «li­ naje» cuyo recorrido traza el símbolo. Pero en la práctica, no ocurre nada de eso. Agamenón no forma parte de una descendencia elegida. Llorará a mares cuando se dé cuenta de la traición del Malvado. Zeus es un dios mentiroso. Da una información falsa para engañar, de forma deliberada y con cinismo, al impru­ dente Agamenón. Clemente de Alejandría no se equivocaba del todo cuando exclamaba: Ese Zeus profeta, protector de huéspedes y suplicantes, lleno de benevolencia, de quien vienen todos los oráculos y vengador de crímenes [oculta a otro] injusto, criminal, sin ley, impío, in­ humano, violento, corruptor, adúltero y apasionado 25. En efecto, el descaro con que el rey de los olímpicos utiliza el falso discurso resulta tanto más significativo cuan­ to que Zeus detenta el privilegio de la verdad, al ser la divinidad de los oráculos por excelencia, no sólo en sus propios santuarios como el de Dodona, sino también allí donde Apolo envía mensajes adivinatorios a través de la voz de sus profetas. Pues este joven dios piensa y transmite la


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voluntad de su padre. Pero para el público de Homero, la indiferencia de Zeus y las libertades que se toma con la verdad se perciben como un aspecto de su poder. Un poder que oscila constantemente entre la garantía de un orden en cierto modo «jurídico» y la más absoluta arbitrariedad. ¿Po­ demos imaginarnos algún acto o alguna actitud que sea im­ pensable para el padre de los dioses y de los hombres? ¿Existe algo verdaderamente incompatible con su carácter y su posición? El lector de la litada tiene la impresión de que nada es ajeno a este dios salvo, quizá, el deshonor. Lo cual sólo significa que este personaje es bastante susceptible y se obstina en mantener la supremacía frente a todo lo que le rodea. Por esta razón, el culto a la verdad no forma parte de su ética del honor, ya que la sinceridad constante sería una forma de sumisión a un imperativo categórico. N o siempre mentiroso, ni siempre sincero, Zeus es el amo de la palabra. Y esta arbitrariedad tiene como consecuencia una actitud muy irrespetuosa por parte de los hombres. Se ven aban­ donados a la voluntad del rey del Olimpo y soportan mal su despotismo. Por ello, Agamenón puede blasfemar impu­ nemente cuando denuncia el engaño del que ha sido vícti­ ma: «Así debe de ser grato al prepotente Zeus, que ha des­ truido las fortalezas de muchas ciudades y aún destruirá otras, porque su poder es inmenso.» 26 Un troyano, vién­ dose en peligro ante los griegos que resisten con fiereza, exclamará: «¡Padre Zeus! Muy falaz te has vuelto...» 27 Y el destinatario de estos reproches no parece ofendido: sen­ cillamente, sigue adelante con sus planes. Pero si bien los héroes de la Ilíada responden con des­ caro a las flagrantes mentiras del dios-padre y no ven más que el signo de la omnipotencia en la palabra que les enga­ ña, existe al menos un lector para quien este intercambio de mentiras y blasfemias resulta intolerable. Se trata de Pla­ tón. El filósofo, autor de La república, tiene una idea mu­ cho más moral y coherente de la divinidad. Lo divino es incompatible con el mal, y por tanto con lo falso: «no hay entonces razón para que un dios sea mentiroso». Por el


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contrario, «un dios es absolutamente franco y sincero en las acciones y en las palabras, no cambia en sí mismo y no engaña a los demás, ni con fantasmas ni con discursos ni con signos enviados por él en la vigilia o en los sueños» 28. En una ciudad bien gobernada, los relatos como el sueño enviado a Agamenón deben ser censurados y prohibidos. En esta cuestión, así como en la representación del héroe llorando, Platón critica a Homero con severidad. Pero en el texto homérico, y según este criterio, no debe ser condenado sólo el sueño inventado por Zeus, ya que a lo largo de toda la litada los dioses no paran de disimular y mentir, de esconderse y engañar a los adversarios, con una absoluta falta de lealtad. ... y la de Agamenón En cuanto el Sueño se va, dejando su voz divina flotan­ do en torno a Agamenón, el rey se despierta lleno de espe­ ranza. Zeus le da la victoria. Pero curiosamente, él a su vez decide tender una trampa a sus hombres. Quiere ponerlos a prueba y provocarlos. Y, sin saberlo, creyendo desfigurar el mensaje de Zeus, se acerca a la verdad que éste oculta. Un poco como Edipo cuando va a Tebas convencido de desmentir las previsiones del oráculo, pero cumpliéndolo a pesar de ello, Agamenón dice a los guerreros en asamblea que Zeus le ha enviado un funesto sueño y que hay que volver al mar sin haber tomado la ciudad. Para sopesar el coraje de sus hombres, les anuncia la derrota: «¡Amigos, héroes dáñaos, ministros de Ares! En grave infortunio me envolvió Zeus. ¡Cruel! Me prometió y aseguró que no me iría sin destruir la bien murada Ilion, y todo ha sido funesto engaño...» 29 ¡Ofuscadora clarividencia digna del mejor hé­ roe trágico! Agamenón no sabe todavía que sus palabras son ciertas —salvo que la trampa de Zeus está en el sueño y no en la antigua promesa. Más tarde, estas mismas pala­ bras volverán a sus labios, el día en que constate la realidad de la derrota y el engaño de Zeus 30.


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Por el momento ignora la catástrofe. Incita a sus hom­ bres para partir y, cosa extraña, toda la armada se siente presa del entusiasmo, la embriaguez del final de la guerra, el retorno y la paz. Todos los soldados, alborozados, se lanzan hacia los barcos. Y como si la jugada de Zeus no hubiera provocado las consecuencias esperadas, la guerra, de hecho, corre el peligro de terminar así. «Se hubiera efec­ tuado entonces, antes de lo dispuesto por el destino, el re­ greso de los argivos...» 31, a no ser por la intervención de una divinidad. Pero no se trata de Zeus queriendo restable­ cer el curso de los acontecimientos tal y como los había previsto, sino de Hera. La reina contrariada y vencida por su esposo, levanta la cabeza. No es posible que los griegos se vuelvan dejando a Helena, esa perra, en manos de los troyanos, como signo de triunfo. Es necesario que recuperen a la mujer, si no la ciudad. Así, aun estando en desacuerdo con él, Hera favo­ rece los planes de Zeus —la reanudación de la guerra— a fin de que sus aliados no pierdan la oportunidad de conse­ guir la victoria. Nunca como en este momento el entrelazado de arabes­ cos entre lo humano y lo divino resulta tan complejo y tan trágico. Zeus miente a Agamenón, que a su vez miente a sus hombres. Y estos últimos —esta tropa agotada, ajena a todos los entretejidos de la guerra— parecen de pronto po­ der escapar, por un descuido, de ese teatro heroico ponien­ do punto final a la masacre. Pero de golpe la trampa se cierra. El campo de batalla se encuentra de nuevo bajo vi­ gilancia. Y como si fueran desertores, los soldados son rein­ corporados a sus puestos. Hera envía a Atenea para alentar a Ulises y que éste intente retener a los hombres 32. Se acabó la ilusión. Incluso Néstor —que desconfiaba del sue­ ño recibido por el rey— se muestra favorable a la reanuda­ ción de los combates: la antigua promesa de Zeus de tomar Troya le hace olvidar lo extraño del sueño. Sin duda, Zeus así lo desea y hay que destruir la ciudad. Es cierto que Zeus no olvida el compromiso que antes había contraído con los griegos. Como sabemos, la caída de


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Troya vendrá más tarde. Pero primero hay que limpiar el honor de Aquiles y de su madre. Los verdaderos planes quedan, sin embargo, en la penumbra hasta el canto XV; durante la mayor parte del relato todo sucede como si los hombres —y los dioses— no entendieran nada en absoluto del encadenamiento de circunstancias y acciones que Zeus ha concebido. Los hombres se pelean ciegamente y los dio­ ses juegan sus propias bazas, ignorando el proyecto global planeado por el rey, el único y verdadero estratega. Así Hera, cuando empuja a los argivos para atacar y tomar la ciudad, les envía derechos a la derrota que Zeus en un prin­ cipio había preparado. Ella, que tan bien sabe desbaratar los planes de su esposo cuando quiere, en este caso no hace nada para impedir la matanza de sus aliados. ¿Indiferencia por la carne de cañón o bien incapacidad para calcular con precisión los proyectos del hijo de Crono? Se diría que la diosa tiene sólo una vaga percepción de estos proyectos y sabe que su esposo desea la muerte de los argivos por mi­ litares. El mismo en persona la pondrá al corriente de las fases de la guerra. Zeus le anuncia que los aqueos se darán a la fuga ante Troya gracias a que Apolo les infundirá co­ bardía. En la huida se acercarán a las naves de Aquiles, el héroe ultrajado. Este enviará a su amigo Patroclo que será herido de muerte por Héctor. Aquiles entonces actuará y, con una cólera aún más irreprimible que su resentimiento, matará a Héctor. «Desde ese instante —continúa Zeus— haré que los teucros sean perseguidos por las naves, hasta que los aqueos tomen la excelsa Ilion, siguiendo el deseo de Atenea.» 33 Toda la intriga de la Ilíada se halla en una confidencia entre Zeus y su esposa. El rey de los dioses es el único que conoce los sucesivos movimientos de los ejércitos, el enca­ denamiento de las hazañas heroicas y las muertes que ven­ drán a sumarse a otras muertes. Esta solución le permite cumplir dos promesas sucesivas —la caída de Troya y la honra de Aquiles y Tetis— y no parece obedecer a ninguna otra lógica. El plan de guerra concebido por Zeus sin con­ sultar a nadie más es un secreto para los olímpicos y en


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mayor medida para los humanos. El infortunado Agame­ nón, cegado por la certeza de tomar Troya antes de la caída del s o l34, ignora que no sabe nada. Su ilusión es completa, tanto más cuanto que Zeus finge aceptar el sacrificio pro­ piciatorio que precede al ataque y que, ese día, le concede al soberano un aspecto extraordinario. Agamenón se parece a un mismo tiempo al propio Zeus, a Ares y a Poseidón. Sus ojos y su frente recuerdan los del rey del Olimpo, la cintura es la del dios guerrero y el pecho evoca el potente tórax del soberano de las aguas 35. Pero este espléndido cuer­ po que tiene apariencia divina es sólo un engañoso adorno para quien lo disfruta, pues Zeus le ha brindado una más­ cara de soberano destinado a la victoria para embaucarlo mejor 36.

H era y Poseidón Para observar con más atención los juegos de poder y astucia, de proyectos y fracasos, sigamos en la contienda a dos hermanos, a Poseidón y Zeus. Durante la guerra de Troya, el rey de los dioses se distrae, o mejor dicho, se le distrae de la vigilancia del campo de batalla. Aunque sólo por un instante, su plan va a ser modificado. Hera le ha hecho caer en la trampa de una siesta amorosa. El Sueño le ha cerrado los ojos. Su hermano Poseidón, el amo del mar, tiene ante sí el campo libre para dirigir el combate y con­ ducir a un ejército de mortales, los dáñaos, contra la armada troyana en una contienda sin par. El dios, blandiendo una temible espada y semejante al rayo, se lanza en primera línea contra Héctor y sus hombres. En seguida consigue que la lucha se incline a favor de los griegos. Los troyanos en fuga son presa del pánico. Pero de pronto, Zeus se des­ pierta. Abre los ojos, ve el espectáculo de la batalla dirigida por su hermano y junto a éste a su esposa. Le han apartado de la guerra. Se ha vivido una conspiración para oponerse a sus proyectos y desafiar su poder. Estalla la cólera y el furor recae en la astuta esposa.


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Llueven las amenazas de golpes y el recuerdo de otros cas­ tigos antaño aplicados. Pero Hera se defiende, miente y perjura que no tiene nada que ver con la hazaña de Poseidón: No es por mi consejo por lo que Poseidón, el que sacude la tierra, daña a los teucros y a Héctor y auxilia a los otros; su ánimo debe impelerle y animarle, o quizá se compadece de los aqueos al ver que son derrotados junto a las naves 37. Según Hera, Poseidón estaba empujado por su propio thymós. Pero ella se guarda muy bien de mencionar el suyo, ese corazón al que Zeus atemoriza y Poseidón llena de ale­ gría, y que le había empujado a montar todo el plan de seducción 38. En un brusco cambio que parece una verda­ dera traición, la aliada de Poseidón se muestra dispuesta a apartar a éste de la guerra y se sitúa sin dudar en el bando de Zeus. Y he aquí al soberano queriendo soñar que su esposa podría ser siempre así y estar de acuerdo con él cuando celebran las asambleas de los olímpicos. La volun­ tad de Poseidón se estrellaría contra semejante solidaridad de corazones. Sin embargo, Zeus desconfía. «Si en este momento ha­ blas franca y sinceramente, ve a la mansión de los dioses...», le dice 39 como si no pudiera descubrir la mentira y su capacidad de conocimiento tropezara con la opacidad abso­ luta de las palabras que le dirigen. Al igual que Hera tiene que avasallarle para que confiese los planes que ha tramado con Tetis, también el propio Zeus carece de clarividencia y de medios para conocer lo que no se menciona. Los dioses no se leen recíprocamente el pensamiento, como tampoco detectan la presencia de uno de ellos si éste desea ocultarse. Zeus, con los párpados cerrados, es prisionero del sueño que con toda eficiencia le impide que vea a Poseidón. En el preciso momento en que piensa esconderse con Hera en una nube de oro que le proteja de la mirada de todos los dioses, resulta que otra divinidad, su hermano, es quien se oculta de él 40. En cuanto a Hera, es indudable que la franqueza no es su principal cualidad: después de haber renegado de Posei-


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dón, se somete a Zeus por temor, pero sigue empeñada y obstinada en su rencor. Lo que en realidad piensa de Zeus se lo confiará a Temis cuando todos los dioses se hallen en el Olimpo celebrando una asamblea: «Tú misma sabes cuán soberbio y despiadado es el ánimo de Zeus.» Y ese día, durante todo el banquete, la diosa estará sonriente aun te­ niendo el alma enfurecida41. La diosa, durante un tiempo sometida, va a contribuir a que se cumplan los deseos de Zeus: Poseidón entrará en razón y dejará el campo de ba­ talla. Sin embargo, ella no desistirá de sus planes. Poseidón es un dios casi heroico. Debido a su natura­ leza impetuosa y sincera se le considera un mal diplomáti­ co. Durante una asamblea en la que los dioses deben de­ terminar la conducta a seguir frente a las ya conocidas acu­ saciones de los filósofos, oirá decir que tiene «ocurrencias de atún», hasta tal punto es impetuoso y tajante cuando se trata de defender el honor de la raza olímpica 42. Enfrenta­ do a Apolo, está dispuesto a luchar mientras que su sobri­ no, algo desengañado, le recuerda que no tiene sentido que los dioses peleen a causa de los hombres. Por lo tanto Po­ seidón es el único que se expone a la cólera de su hermano al querer ayudar a los griegos. También es el único dios que por una cuestión de principios discute la legitimidad del despotismo de su hermano mayor. Hera trata a Zeus de arrogante, Atenea denuncia la arbitrariedad de sus reaccio­ nes, Ares le encoleriza; pero todos, desde Apolo a Hermes, y todas se abstienen de desobedecer al padre y esposo. Zeus siempre se impone con el argumento del poder, con la ame­ naza de repetir antiguas demostraciones de fuerza, y los otros dioses, temblando o bien calculando lo caro que les costaría, acaban por someterse sin discusión aunque mur­ murando por lo bajo. Poseidón por el contrario discute. Cuando Zeus le envía a Iris para comunicarle que tiene que poner fin inmediatamente al combate y el señor del Olimpo no encuentra otros medios de persuasión que las amenazas de castigo en nombre de su violencia, Poseidón se enfurece, aunque de una manera muy razonable: «Con soberbia ha­ bla, aunque sea valiente, si dice que me sujetará por fuerza


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y contra mi voluntad; a mí que disfruto de sus mismos honores.» A la brutalidad de los hechos contrapone la ley del reparto y la igualdad jurídica. Tres somos los hermanos nacidos de Rea y Crono: Zeus, yo y, el tercero, Hades, que reina en los infiernos. El universo se dividió en tres partes para que cada cual imperase en la suya. Yo obtuve por suerte habitar siempre en el espumoso y agitado mar, Hades en las tinieblas sombrías y a Zeus le correspondió el an­ churoso cielo, en medio del éter y las nubes; pero la Tierra y el alto Olimpo son de todos 43. Si Poseidón recuerda la historia de la repartición del universo —en el que la Tierra se halla no como un lugar habitado y poseído por los hombres, sino como una pro­ piedad de todos los dioses, indivisa al igual que el Olim­ po—, convirtiéndose en el paladín del orden olímpico en términos casi jurídicos, no es con el fin de reclamar un reconocimiento ocasional de su dignidad divina. Ya hemos visto que Hera actúa así cuando se subleva contra Zeus para conseguir que se valoren los esfuerzos que realiza por los mortales a quienes protege. «¡También yo soy una diosa!», exclama puntualizando que sus padres son los mismos que los de su hermano y esposo. Hera, para hacerse respetar, recuerda la consanguinidad, el origen co­ mún de ella y Zeus, pero en forma diferente a la argumen­ tación de Poseidón. Hera recurre al criterio aristocrático de su nacimiento, como también lo hará en otras ocasiones, siempre que desee justificar sus atenciones hacia Aquiles. En primer lugar, cuando Zeus —que sin embargo ya tenía previsto e inscrito en el programa este suceso— acusa a su esposa de haber provocado el retorno de Aquiles al com­ bate. «¡Por fin conseguiste tus fines, augusta diosa de gran­ des ojos!» 44, reprocha Zeus. Y ella responde que por su­ puesto que pretende llevar a cabo sus propósitos. ¿Puede haber algo más adecuado a su título de first lady, de «pri­ mera entre las diosas», literalmente aristS thedOn, título que le corresponde por doble partida, su nacimiento y el ma­ trimonio con el señor de todos los inmortales? Y más tarde,


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Poseidón, estatua encontrada en Beocia, siglo V antes de J. C. Museo Na­ cional, Atenas, AP.


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la diosa proyectará también sobre Aquiles la sombra de su propia dignidad. En el momento en que casi todos los olím­ picos están dispuestos a poner fin a los malos tratos que el vencedor Aquiles inflige al cadáver de Héctor, surge la voz de Hera contra la propuesta de Apolo: Sería como tú dices, oh tú que llevas arco de plata, si a Aqui­ les y a Héctor los tuvierais en igual estima (timé). Pero Héctor fue mortal y diole el pecho una mujer; mientras que Aquiles es hijo de una diosa a quien yo misma alimenté y crié y casé luego con Peleo, varón muy amado por los inmortales 45. Frente a Apolo, que valora la buena conducta de Héc­ tor, sus virtudes de sacrificador generoso y benemérito, Hera recuerda otro criterio de valoración: el nacimiento, el origen divino que sitúa a Aquiles en un plano superior al de su víctima. Hera desde luego también evoca las atencio­ nes alimentarias que los dioses deben a Aquiles, pero se trata del festín de bodas celebrado con motivo del matri­ monio de Peleo y Tetis, banquete en el que participaron todos los olímpicos. Es un alimento compartido en la mesa de un mortal privilegiado, en el preciso momento en que se une a una diosa y no, como en el caso de Héctor, de vapores ofrecidos con regularidad por un devoto piadoso. Hera maneja coherentemente los argumentos de su con­ ciencia de clase: nacimiento, origen y privilegio; Poseidón por su parte responde a Zeus en nombre de otros valores: igualdad de derechos, repartición y sorteo. Pero Zeus gana siempre, puesto que su poder obedece en cada ocasión a los más diversos principios. Zeus, a veces autoritario, otras con­ ciliador y a menudo astuto, hace malabarismos con los de­ seos y los derechos de los demás. Por lo tanto, a propósito del cadáver de Héctor, impondrá su opinión sobre la de Hera, concediéndole primero que Aquiles no reciba los mis­ mos honores que un mortal cualquiera, pero recordándole después que Héctor era muy querido por él y atento con todos los dioses, ya que, no lo olvidemos, los grandes va­ pores de los pemiles son muy gratos a todos los habitantes del Olimpo... 46 Zeus mezcla con mucha habilidad su pro­


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pió interés con el de los demás, empezando por el de su ¡nterlocutora a quien convence rápidamente. Por el contra­ rio, Zeus se impondrá a Poseidón con un argumento de jurista: puesto que Poseidón habla de igualdad entre her­ manos, que recuerde otra ley por la cual se establece el derecho de primogenitura, la prioridad del mayor sobre el segundón. Y Poseidón, ante tal argumento, condesciende 47. Así pues, tras la treta de la siesta, el Padre de los dioses y de los hombres recupera con rapidez el control de los asuntos. La estratagema erótica de la esposa y los generosos impulsos del hermano fracasan de inmediato. El ingenuo Poseidón se acordará quizá de este lamentable suceso cuan­ do, a su vez, Zeus le haga pasar por un contratiempo se­ mejante. Un día Poseidón estará distraído —ausente en un banquete con los etíopes— y, aprovechando la ausencia, Zeus hará que Ulises se escape de la diosa Calipso. Posei­ dón tiene prisionero a Ulises lejos de su isla, en la morada de una amante por la que él no siente deseo. ¡Terrible su­ plicio! Ese mortal demasiado astuto expía así la horrible herida que ha infligido al Cíclope, hijo de Poseidón. Mien­ tras el dios del mar se distrae, deja a Ulises a merced de los olímpicos y Zeus se aprovecha: Calipso recibe a un men­ sajero, el cautivo se hace a la mar y vuelve a su casa. Po­ seidón sólo podrá vengarse incordiando con continuas tem­ pestades el viaje de retorno que ha planeado su mortificante hermano mayor. Es el principio de la Odisea.

Dificultades del poder Al triunfar Zeus, Poseidón fracasa y Hera se somete. La única decepción que realmente reconoce es el nacimiento frustrado de Heracles. Su esposa es mucho más pérfida que él. Pero desde el instante en que precipitó al Error (Ate) a la Tierra, Zeus ya no se deja engañar. No obstante, sería estúpido creer en la omnipotencia del señor del Olimpo, pues el ejercicio efectivo de su poder se basa, por el con­


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trario, en la continua iniciativa dentro de un campo de fuer­ zas contradictorias y peligrosas. No cabe duda de que Zeus es el estratega de la historia. £1 modela la duración y decide la distribución del tiempo de los hombres y los dioses. La guerra de Troya es un verdadero ejemplo de este poder «providencial». Sin embar­ go, la realización de su proyecto, una vez en marcha, no está dirigida por la fuerza de un determinismo que sería el efecto ineluctable de la voluntad divina y, por consiguiente, de su absoluto poder de eficacia. El encadenamiento de los sucesos proyectados por Zeus se revela frágil: se ve conti­ nuamente vulnerado por el azar y la contingencia. Los pla­ nes de Zeus tropiezan a menudo con otros planes y otros deseos de los demás dioses y también de los hombres. Y en estos impactos no tiene la partida ganada. £1 designio de Zeus no se impone necesariamente. Por el contrario, en cada ocasión el resultado es aleatorio. Y a veces la voluntad de Zeus se cumple como por azar, gracias a una concurren­ cia de circunstancias. Ya hemos visto que el relato de la Iliada se inicia con la decisión de movilizar a la armada griega y enviarla al ataque de Troya para que sufra una derrota. Pero el sueño que Zeus envía con dicho fin conduce a un resultado con­ trario e imprevisto: ¡el destinatario del sueño hace retroce­ der al ejército! Zeus no ha determinado totalmente la eje­ cución del proyecto y por lo tanto ha dejado a Agamenón con libertad para reaccionar ante el sueño. Este introduce su propia iniciativa y de inmediato pone en peligro la eje­ cución de la voluntad divina. Además, ni siquiera es Zeus quien corrige el fallo. Atenea, enviada por Hera, salva el plan... en su contra, puesto que desea que los griegos ata­ quen Troya, ¡pero para triunfar! Hera, al poner en marcha su propio juego, que se opone al de Zeus, vuelve a empren­ der el proyecto que éste había concebido en claro desacuer­ do con ella. Y no es una manipulación, sino que se trata de la propia voluntad de Hera. También hemos visto que Zeus ha decidido que, tras la muerte de Patroclo, Aquiles mate a Héctor. Se lo dice con


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solemnidad a Hera. Pero para culminar ese proceso que Zeus tiene virtualmente coordinado, es... Hera quien entra en acción. Ella envía a Iris a la tienda de Aquiles para con­ vencerle de que retorne al combate; sin esto Héctor nunca habría muerto..., según el plan de Zeus. Y lo hace no sólo por propia iniciativa y estrategia, sino también a espaldas de Zeus, el cual después le reprochará el haber culminado en contra de él un plan del que ya no se reconoce autor. El retorno de Aquiles al combate se convierte, en efecto, en un asunto de su esposa. ¿Amnesia divina, pereza o negligencia en el seguimiento de los asuntos de la Tierra? El lector de la litada se asom­ bra de los antiguos filósofos. Se trata de un racionalismo espontáneo. A no ser que se siga el relato sin más. Porque, reflexionemos un instante: si Zeus era realmente todopode­ roso, si sus proyectos tenían la fuerza del destino y su vo­ luntad no encontraba ningún obstáculo, entonces, ¿qué se­ rían los otros dioses? ¿N o se encontraría un tanto solo? Y además cualquier asunto estaría hecho, consumado y termi­ nado en un instante. Se sabría todo de antemano y ese todo sería nada o casi nada. ¿N o es acaso el relato una epopeya de deseos que se oponen, cobran vigor y se refuerzan? ¿No extrae el relato, y en particular la novela, todas sus fuerzas de la percepción de lo contingente, es decir, de lo posible? La epopeya es un síntoma de la imperfección de Dios: algo se le resiste y todo ello puede relatarse. Incluso el Dios del Génesis demuestra su debilidad al crear el mundo en seis días, en lugar de hacerlo sin duración, de golpe, en un instante. En resumen, desde el momento en que hay relato, hay dioses «débiles», con un poder moderado, múltiple y rela­ tivo. La absoluta tiranía pertenece a un tiempo pasado en el que un padre angustiado ante la idea de perder su cetro devoraba a sus hijos. Este padre, Crono, deseaba el poder para él solo, para siempre: sin repartos ni relevos. Uno de sus hijos, salvado por su madre Rea, sobrevivió y destronó al déspota: fue Zeus, y con él se inauguró un tiempo de poder menos totalitario pero más real y manifiesto. Crono,


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obsesionado exclusivamente con la idea de preservar su rei­ nado, no hacía otra cosa que embarazar a su esposa y de­ vorar a los descendientes. Zeus, por el contrario, necesita incluso que se valore su poder relativo y se ve a menudo obligado a imponerse por la astucia, en contra y a pesar de los demás, a quienes acepta y arrastra en su juego; Zeus es un dios lleno de energía y actividad y sus días desbordan vida y proyectos.


CAPITULO VIII

LOS DIOSES Y LOS DIAS 1

S

I hacemos caso a los testigos de muy eruditos deba­ tes —jueces y parte a un mismo tiempo, puesto que se llaman Cicerón, Luciano y Séneca—, el mayor problema que los dioses de su época suscitan es de carácter práctico: «¿Qué hacen?» O mejor dicho: «¿Hacen realmente algo?» Pues aunque se dicen muchas cosas, confiesa Cicerón, sobre el aspecto que tienen y los lugares que habitan, las viviendas y las hazañas de su vida, lo que constituye ante todo la causa y el objeto de la controversia sobre su naturaleza es saber si no hacen nada, si no intervienen en nada, si se abstienen de cualquier preocupación o desvelo 2. En ade­ lante, cualquier reflexión de natura deorum tiene que salvar este primer escollo, el dilema del hacer, el actuar y las preo­ cupaciones. Es la primera cuestión, ya que la propia exis­ tencia de los seres inmortales se ve afectada por ello. ¿Dio­ ses ociosos, despreocupados e impasibles? N o se sabría qué hacer con ellos. Resultaría imposible imaginárselos. Inútiles y por tanto imposibles; injustificados por carecer de obje­ tivos. Este es un ateísmo tímido, que tiene miedo a decla­ rarse, claman los adversarios del pensamiento de Epicuro. Así es como se plantea la crítica a la existencia de los dioses en Grecia y Roma antes de la era cristiana: preguntarse en primer lugar sobre su actividad como piedra de toque de su presencia en el mundo; postular luego, dándolo por su­


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puesto, la conexión entre estar ahí y hacer, y por consi­ guiente considerar absurdo —tanto más para un dios— el simple hecho de estar en el mundo sin ocuparse del mundo. Esta forma de pensar lo divino como si fuera una pre­ sencia activa, ocupada y preocupada puede entenderse des­ de dos perspectivas: como una constante o una obstinación del pensamiento religioso, y como una ¡dea maestra, un rasgo distintivo del pensamiento griego. Atribuir a los dioses el deseo y el poder de hacer parece ser la idea más difundida para dar forma a la superioridad e incluso a la excelencia de las divinidades sobrehumanas \ Ya sea por una vocación creadora original o por un conti­ nuo compromiso de vigilar el mundo, gobernar a los hom­ bres y regular la naturaleza, desde siempre y en todos los países, son innumerables las divinidades que han puesto de manifiesto su grandeza realizando una obra o llevando a cabo tareas. Bien como seres supremos o como miembros corrientes de grupos politeístas, ¿cuántos dioses practican la indiferencia y la absoluta inercia? Evidentemente los hay. Por ejemplo, los del taoísmo. En este caso el ser supremo no es ni creador ni juez que se interese por los hombres. Tampoco es, sin embargo, un dios ocioso, en paro o indolente como los hay en Grecia y Sumer. La suprema divinidad es más bien una figura muy abstracta en el orden del mundo o, como escribe Granet, «una Realidad caracterizada por su necesidad lógica y con­ siderada bajo el aspecto de un Poder de Realización pri­ mordial, permanente y omnipresente» 4. El sabio, cuando alcanza la contemplación, puede exclamar: ¡Oh Señor mío, oh Señor mío! ¡Tú que destruyes a todos los seres y no eres cruel, Tú que colmas con tus buenas acciones a todo el mundo y no eres bueno, Tú que eres más viejo que la más remota antigüedad y no tienes edad, Tú que cubriendo o llevando todo como el cielo y la Tierra, eres el autor de todas las cosas y no eres nada industrioso! 5 El Tao, imposible de definir o de delimitar con catego­ rías unívocas, es un principio de tiempo cíclico con capa­


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cidad para introducir orden y diferenciación en el caos ori­ ginal. Aun siendo la causa del cosmos, no es el demiurgo. En el siglo IV, cuando se elaboró una teoría de la inmorta­ lidad como recompensa a la conducta humana y se hizo necesario atribuir a Dios la atenta vigilancia de un juez, vimos aparecer a una divinidad auxiliar, el Gobernador de los Destinos, secundado a su vez por un personal adminis­ trativo. Ya que como señala Granet, «ocuparse de las tareas de los seres vivos no podía ser el trabajo de la Suprema Unidad» 6. Si se piensa que un dios sigue la vida de los hombres, también se considerará que regula su propia vida a imagen de la de éstos, que les concede su tiempo y está allí por ellos. El taoísmo se resiste a aceptarlo, hasta el punto de que incluso los inmortales, esos hombres convertidos en «dioses» tras una muerte violenta y gracias a sus virtudes, forman una sociedad aparte, etérea y refinada, tan poderosa como insensible a las peticiones que les dirigen los mortales. En las lejanas montañas de Kou-ye habitan seres divinos. Su piel es fresca como la nieve escarchada y son delicados y discretos como las vírgenes. No se alimentan de cereales, sino que aspiran el viento y Beben el rocío. Suben a las nubes y a los vientos, cabalgando en dragones voladores para ir a juguetear más allá de los confines del mundo. Mediante la concentración de su espíritu pueden proteger a los seres de la peste y hacer que maduren las cosechas... ¡Qué hombres! ¡Qué poder! Abarcan a diez mil seres siendo uno solo. Estos inmortales poseen, pues, unos admirables poderes con los que podrían ayudar a sus congéneres mayores, a quienes la enfermedad y el hambre les hacen débiles y frá­ giles. Pero a ellos no les gusta ser útiles. «Los hombres de este mundo les piden que vengan a poner orden, pero ¿por qué iban a cansarse ellos con los asuntos de aquí abajo f» El Tchouang-Tseu tiene un cierto aire epicúreo. «A estos hom­ bres nada puede herirles; aunque sobrevenga un diluvio y lleguen las aguas hasta el cielo, no morirán; aunque el calor haga fundir las piedras y quemar tierras y montañas, ni siquiera sentirán calor...» 7


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En Grecia, Epicuro es el filósofo que más criticó la ima­ gen de la divinidad preocupada por el hombre. Estableció un recuento de todas las incoherencias. El espectáculo del mundo en su imperfección, comparado con la certeza de que existen seres extraordinarios, amables con nuestras vir­ tudes, severos con nuestras debilidades que regulan el uni­ verso con una justicia infalible, obliga a sacar unas conse­ cuencias decepcionantes. Dios, dice Epicuro, o bien desea suprimir los males y no pue­ de; o bien puede pero no quiere; o bien ni lo desea ni puede; o bien lo desea y puede. Si lo desea y no puede, es débil, lo cual no corresponde a un dios; si puede y no quiere, es que es envi­ dioso, lo que también es ajeno a un dios; si ni quiere ni puede, es a la vez envidioso y débil y, por consiguiente, no es Dios; si quiere y puede, lo único acorde con un dios, ¿cuál es, pues, el origen de los males o por qué no los suprime? 8 Suponer que el mundo es algo que concierne a los dio­ ses y que son susceptibles de actuar en nuestro bien, obliga a preguntarse por qué no lo hacen, por qué nos abandonan en el desorden, la injusticia y el mal. ¿Acaso el hecho de atribuir a un dios la tarea de ocuparse de los hombres no es una ocasión para pillarle en falta, para considerarle imbecillus invidus o negligente? Por lo tanto, Epicuro niega que los dioses tengan algo que hacer por nosotros. Los dioses están ahí, en su espacio y tiempo, gozando de una felicidad uniforme y una beatitud que ningún suceso podría trastornar. Al igual que los inmortales taoístas, «¿por qué iban a cansarse con los asuntos de aquí abajo?» En contra de innumerables pensamientos religiosos que hacen coincidir la existencia de los dioses con su compro­ miso en el mundo, taoísmo y epicureismo intentan mante­ ner una postura rigurosa: insistir en que la diferencia y la distinción de un dios es no tener nada que hacer. ¿Se puede encontrar algo más ajeno al espíritu del antiguo politeísmo, tan turbulento, y al de las tradiciones judías y cristianas?


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¿ E l Génesis como un trabajo diario? £1 cristianismo, al asumir la responsabilidad de demos­ trar inductivamente la existencia de Dios —puesto que el mundo está ahí, hay que admitir que exista un autor— y al definir a Dios en primer lugar como Creador, Padre y Soberano, hace de la equivalencia entre existir y actuar el pedestal de su doctrina. El Antiguo Testamento presenta el trabajo creador de Dios Padre en el Génesis, así como el cuidado que tiene por el seguimiento de su obra. Mirar, observar, espiar; escuchar, descubrir los secretos, detectar las mentiras; y por último, pero sobre todo, para dar una finalidad a esta continua vigilancia: castigar y premiar, ele­ gir y condenar. El dios de Israel es el más grande debido al resultado de su trabajo creador. «Es el más temible de todos los dioses, porque los dioses de los pueblos son ído­ los, pero Yahvé es quien hizo los cielos.» 9 El Libro de los Salmos es un continuo homenaje a la boca, los oídos, y en especial a los ojos de Dios. Pero es sobre todo el Génesis el que, al relatar el Principio, y por­ que lo relata, marca una distribución del tiempo para la divinidad, levantando así, para la exégesis de los siglos ve­ nideros, los problemas que el cuerpo, el tiempo y el mundo constituyen para Dios. Dios trabaja y crea el mundo en una duración temporal que constituye una sucesión de días. El séptimo día descan­ sa. De la nada y después de la confusión, Elohim abre la vía para la diferenciación de los seres. Da forma y separa. Primero hace que surja la luz y, en seguida, divide el día y la noche: apenas dibujado el espacio —la Tierra deslindada del cielo—, introduce el tiempo. Un tiempo en el cual van a entrar, en la alternancia de la claridad y la oscuridad, todas las obras divinas. Al principio hay un Dios que, al querer hacer el mundo, inventa lo cotidiano. Lo inventa como si no existiera otra forma de realizar una obra, como si desde el comienzo hubiera que situarla en un tiempo medido en esa escala. El principio de la Biblia consagra para


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nosotros la idea de que el tiempo con que el mundo se inaugura es en su origen el tiempo de un deseo de hacer, de un trabajo que produce cansancio y que no carece de preocupaciones. Es decir, lo cotidiano tal y como lo cono­ cemos. Y los hombres tendrán que imitar a aquel que un día les creó. Trabajarán en períodos iguales a los de la crea­ ción y se abstendrán de realizar cualquier tarea el día que, cíclicamente, trae de nuevo el sabbath, el descanso del Se­ ñor. Por lo tanto sus vidas serán una copia, con un retorno semanal periódico, de ese segmento de vida cotidiana al que Dios dio forma para que todo comenzara. Fidelidad a un modelo, pero también ejemplaridad del modelo. Si los hom­ bres pueden y deben vivir en el tiempo a semejanza de Dios, es porque Dios, sin renunciar a la eternidad, se ha unido a este tiempo que destinaba a los mortales. Se ha sometido al orden cosmológico que él había establecido. Ha hecho su propio presente de los instantes que convertía en mensurables. Más allá de la historia, el tiempo del mun­ do nació cotidiano. Por supuesto que la finalidad del Gé­ nesis es el no ser tomado al pie de la letra. Sabemos todo lo que se pone en juego en la elección de una u otra lectura para la tradición judía y para los cristianismos. Pero, en la raíz de los más doctos debates, ¿no hay acaso un relato? Por ello, todas las exégesis —por muy sabias que se consi­ deren— se miden y encuentran con el contenido de un cuen­ to. Sólo evocaremos aquí tres episodios, tres debates que dan una idea de los problemas que surgen cuando el tiempo está recreado 10 como en el Génesis. El primer debate, de gran intensidad, es el que enfrenta a Orígenes y Celso en el siglo III de nuestra era: la disputa se centra en la conve­ niencia de un relato que atribuye al Creador un uso con­ tradictorio y vulgar del tiempo. El segundo es la contro­ versia que estalla en el siglo XVI entre católicos y protes­ tantes sobre la legitimidad de las imágenes antropomorfas de Dios. El objeto del debate es el cuerpo de Dios, que parece ser una conjetura en el texto bíblico. El tercer mo­ mento es aquel en que se enfrentan, en pleno siglo X IX , los partidarios de la microbiología de Pasteur y un naturalista


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convencido de la existencia fundada de la generación espon­ tánea. En este asunto vuelve a surgir un debate teológico: ¿cuáles son los límites de la obra de Dios? Celso, un hombre extremadamente erudito en la tradi­ ción de los filósofos griegos y en especial de Platón, refuta y sobre todo desprecia la concepción de lo divino que se desprende tanto del Nuevo como del Antiguo Testamento. Señala la paradoja de un relato que afirma la omnipotencia de un dios al hablar de un personaje que trabaja, y que además lo hace día tras día. Este dios vive, pues, en el tiem­ po como los hombres, lo necesita para terminar la creación del mundo y realiza su hazaña de manera tan humana que se cansa y debe descansar. El relato escriturario sobre el origen de los hombres es una hermosa ingenuidad, escribe Celso, pero la mayor estupidez es la de dividir la creación del mundo en varios días antes de que existan los días. En efecto, no habiendo aún sido creado el cielo, ni consolidada la Tierra, ni girando el Sol en tomo a ella, ¿cómo es posible que hubiera días? Para empezar, pone en evidencia la inconsecuencia de un tiempo ya cotidiano, puesto que está contado en días, que precede a la llegada efectiva del día y la noche. El mo­ vimiento del Sol es lo que constituye esas divisiones de tiempo. Ahora bien, el Sol no fue creado hasta el cuarto día. Lo cual supone un contrasentido. Pero además, continúa, volviendo a examinar las cosas desde el principio, examinemos cuán absurdo sería que el primer y muy grandioso Dios ordenase que tal cosa, o aquélla, o tal otra sea y produzca el primer día sólo una cosa, el segundo alguna cosa más y así el tercero, el cuarto, el quinto y el sexto. ¡Sorprendente debilidad para un dios la que le obliga a distribuir el trabajo durante una semana, como si tuviera que reservar sus fuerzas! No nos extrañará entonces el verle agotado, tras haber terminado con la creación de un ser a su imagen que manifiesta su debilidad.


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Después de ese trabajo, como si de un malísimo obrero se tratara, estaba agotado por la fatiga y tuvo necesidad de descansar para reponerse. No es lícito decir que el Dios Primero se cansa, ni que trabaja con sus propias manos, ni que ordena. Dios no tiene ni boca ni voz [...]. Tampoco Dios ha hecho al hombre a su imagen; porque él no es como el hombre y no se parece a ninguna otra forma " . Celso condena en suma todo lo que tiene de incoherente la creación entendida como una obra progresiva y por tanto de incompatible por el hecho de que el sujeto es un dios. Aún más, señala una aporta muy importante cuando se bur­ la de la existencia de los días antes de la existencia del día. En efecto, en cuanto un sujeto actúa, es necesario que el tiempo mensurable esté ya ahí, pues es la condición previa para cualquier acción. Ya que la acción ocupa necesaria­ mente algo de tiempo, un tiempo que dura y se cuenta. A menos de que fuera instantánea, cualquier creación dura minutos, horas, días. Por consiguiente, en tanto que el ori­ gen está concebido como el trabajo de un sujeto, el tiempo medido se convierte a la vez en el a priori y en el resultado de ese trabajo. De ahí la franca ambigüedad del texto bí­ blico. Pero a decir verdad, Celso razona en griego. Los griegos siempre han concebido el tiempo como «algo perteneciente al movimiento», a saber, un efecto del despla­ zamiento de objetos en el espacio, de cuerpos celestes y, sobre todo, del Sol en el cielo. Para un griego, el tiempo es un fenómeno cosmológico que presupone por definición el universo y sus movimientos. Cuando Celso se pregunta «cómo es posible que hubiera días» antes de la creación del firmamento (segundo día) y del Sol y de la Luna (cuarto día), lo que hace es plantear un problema griego. Filón de Alejandría con anterioridad ya había argumentado que era completamente increíble que el mundo hubiera sido hecho en seis días y, de manera más general, en el tiempo, ya que éste es una continuidad de días y noches determinados por los amaneceres y las puestas del sol en el cielo. Por consi­ guiente, el tiempo es posterior al mundo y a él le debe su existencia 12. Y muchos siglos antes, Platón había relatado


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el nacimiento del mundo, presentando a un demiurgo que primero hace el cielo y sólo después piensa en «esa cosa que llamamos tiempo (chrónos). En efecto, los días y las noches, los meses y las estaciones no existían antes del na­ cimiento del cielo, pero su aparición se produce a la vez» ,3. Platón se sustrae a la crítica de Celso porque él no habla de «días» para situar las obras del demiurgo cuando éstas preceden al cielo. E l Génesis: ¿un trabajo digno de D ios? En el siglo XVI, descubrimos otra cuestión del debate que nos ocupa. El creador de la capilla Sixtina, blasón de la Iglesia católica y romana, vendrá a recordar las disputas que, en torno a las imágenes, han dividido al cristianismo u . Por una parte, en el Exodo, X X , 4, Yahvé prohíbe cualquier representación suya. Por otra parte, numerosos pasajes na­ rrativos hablan de Dios cuando se aparece a los hombres, en especial a David. ¿Qué opción tomar: el mandamiento o el ejemplo? N o es un dilema estético sino una decisión de fondo, ya que los cristianos ven ahí un punto crucial de cualquier pensamiento religioso: ¿Se puede representar a un dios? ¿Cómo se hace presente? Para los cristianos esta cuestión ha sido históricamente difícil de resolver debido al doble testimonio de las Sagra­ das Escrituras. Protestantes y católicos, apelando a la auctoritas bíblica hicieron su elección. Los primeros seguirán, con algunos matices, el enunciado de la regla «N o harás ningún ídolo, ni imagen alguna de lo que está allá en los cielos». Por el contrario, la Iglesia romana confirmará en el Catecismo romano (1566), surgido del concilio de Trento, la opción adoptada desde el segundo concilio de Nicea en el 787 por la que se respeta la representación de las escenas relatadas, por ejemplo la Creación. Puesto que la Biblia narra la historia del Génesis y a continuación la redención, y ella misma presenta a Dios como a un personaje que habla y actúa, condenar las imágenes de Dios sería censurar


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el Antiguo Testamento. Por tanto, la pintura está autoriza­ da a representar al Altísimo, siempre que imite los modelos iconográficos enunciados en el libro. Frente a las intransigencias de la Reforma, el catolicismo de Trento confirma el antropomorfismo sugerido por la Bi­ blia. Aunque sea pura pedagogía, el hecho en sí es éste: Dios recibe un cuerpo. Y aún más, ya que el concilio in­ duce a dar prioridad a las imágenes de Dios en acción, sor­ prendido en un gesto o realizando alguna de las hazañas que le son atribuidas. De esta manera, el cuerpo está situa­ do en el tiempo. La historia enumera los instantes de su vida. Un último ejemplo de las cuestiones que la Biblia sus­ cita por su naturaleza narrativa, se refiere al alcance de la actividad de Dios. En el siglo X IX , trescientos años después de que Francesco Redi descubriera la reproducción sexual de los insectos, la generación espontánea era todavía una teoría vigente que contaba con fervientes defensores. Uno de ellos, el eminente biólogo Félix Aquímedes Pouchet, no dudaba en reforzarla con una atenta lectura del Génesis. Así, la creación de los animales y las plantas está de tal manera relatada que se puede interpretar con toda legitimi­ dad como «una verdadera generación espontánea que se pro­ duce bajo la inspiración divina» I5. Elohim dice: «Que sal­ gan de la tierra los animales vivos según su especie», y or­ dena a la tierra que engendre lo que él crea sin ningún tipo de transmisión. Pero Pouchet aún va más lejos, ya que quie­ re demostrar que la reproducción de algunos seres vivos situados en la base de la pirámide es siempre idéntica: es­ pontánea y divina. A este efecto, intenta probar que el Crea­ dor no ha cesado en su obra, es decir, que el Eterno dedica su tiempo a una «acción incesante», una «incesante activi­ dad», una «obra de todos los instantes» 16. El Génesis pre­ cisa que después del sexto día Dios descansó, dice Pouchet. Pero, ¿en qué versículo del libro sagrado nos anuncia que no volverá a reemprender nunca más su obra? ¿Dónde se dice que después de este descanso rompiera sus moldes y aniquilara su facultad creadora? 17 Contra aquellos que pre­ tenden «que obligarle a realizar innovaciones diarias supone


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degradar la suprema majestad» 18, Pouchet recuerda que, por el contrario, inmovilizar al genio creador en la eterni­ dad «seria negar su omnipotencia». Y con un gran acom­ pañamiento de citas bíblicas, celebra la perpetua e infatiga­ ble actividad del Altísimo. Presentamos escuetamente este ejemplo para calibrar el alcance de una cuestión que de otro modo parecería equí­ voca. ¿Qué hacen los dioses con su tiempo? Desde los más trascendentes hasta los más próximos a los humanos, todos ellos tienen que dar una respuesta: de ello depende su exis­ tencia. L a vida de los dioses y la vida de los hombres La segunda perspectiva desde la que se puede situar la antigua forma de pensar lo divino en términos de vida ac­ tiva es, como ya hemos dicho, propiamente clásica. Se trata de la reflexión sobre la vita y en primer lugar la vida de los hombres. En efecto, los filósofos que se preocupan por la naturaleza de los dioses, destacando sobre todo la verosi­ militud de sus ocupaciones, son aquellos para quienes la filosofía está esencialmente destinada a ofrecer reglas para vivir mejor. Tocjos los enunciados de la filosofía se refieren a la vida. Así es como Cicerón introduce el debate De na­ tura deorum. Pues la vida de los hombres es el punto de partida y la garantía de la vida de los dioses. Quien niega a los dioses la actividad y preocupación por los hombres, priva a la vita hominum de su sentido. Ya que, si los dioses no hacen nada por ios hombres, no tiene ya sentido ninguna práctica ritual. ¿Por qué rendir culto a unos seres indiferentes, insensibles a nuestras oraciones e incapaces de mostrar su gratitud? La pietas, pues, no estaría justificada. Pero, junto a la piedad, muchos otros valores pierden todo su fundamento: la fides, la mutua confianza, la societas y, finalmente, la justicia ,9. En resumen, los lazos sociales y sus reglas se vienen abajo en el momento en que se deja de creer que los dioses son responsables de ello, que


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les concierne o al menos que muestran un mínimo interés. Es decir, que la ética de las relaciones entre los hombres se sostiene sólo gracias a la atenta mirada que les prestan los dioses. Si creemos que los inmortales nos ignoran, nos apar­ taremos de ellos y dependeremos del respeto hacia nuestros semejantes. Los dioses son un modelo ajeno, alguien que observa nuestra vida, que nos sigue con la mirada, y ante quien somos responsables de nuestra conducta. La filosofía helenística es quizá mucho más una filosofía de la vida que del sujeto: la vida como tiempo en el que se tejen los lazos entre el individuo y el mundo. Este discurso, tan preocupado por los peligros que la impasibilidad divina provoca en el edificio social, está diri­ gido, como es de suponer, contra los epicúreos. Son ellos quienes difunden la duda. Pero, de hecho, para los filósofos de la Escuela del Jardín se trata más bien de una exigencia de rigor: si los dioses son bienaventurados, deben abstener­ se necesariamente de todo lo que sea causa del trastorno y por tanto de la preocupación, de la cura, que es el destino de los mortales atareados en el mundo. El privar a los dio­ ses de la preocupación por el mundo —ya sea en la crea­ ción, el juicio o la predestinación—, significa concebirlos de manera lógica: devolverles a la plenitud de la beatitas que desde Homero siempre se les atribuye, pero que se les niega con obstinación puesto que pretendemos que se vean implicados y envueltos en nuestras historias. Los poetas son los principales responsables de una teología absurda, llena de olímpicos ciegos de ira, ardiendo en deseos, comprome­ tidos en guerras, batallas y combates en los que llegan in­ cluso a ser heridos. Odios, discrepancias y desacuerdos; na­ cimientos y muertes; peleas y quejas; deseos, en fin, que les empujan a cualquier forma de intemperancia: adulterios, enredos e incluso asuntos de alcoba con individuos del gé­ nero humano, hasta el punto de que algunos mortales son engendrados por un dios 20. Poder, guerra y amoríos: de­ masiado bien sabemos que la vida activa es una continua agitación que oscila entre proezas y pasiones, tensiones y movimientos, y en la que nos vemos afectados por la hos­


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tilidad y la atracción. Todo ello es tan indigno de un dios que los inmortales llegan a tener descendencia mortal. ¿Cómo compartir unas opiniones tan frívolas cuando los hombres, todos sin distinción, conciben a los seres divinos en la beatitud y la eternidad? La coherencia exige que un ser bienaventurado y eterno no se ocupe de «ningún asunto y a nadie exija ningún esfuerzo; nadie puede provocar su cólera ni obtener sus favores, ya que esta clase de senti­ mientos son signos de debilidad (imbecilla essent omnia) 21. Respecto a la religión homérica, para un epicúreo la exis­ tencia de los dioses se define con rasgos negativos. Es la perfección de un tiempo idéntico que ningún suceso alcanza a afectar, puesto que ningún deseo penetra en él. N o hay vestigios de acción; ninguna inclinación a la aventura; nin­ guna envidia, fuente de preocupación. Por el contrario, y sin que sea paradójico: mucho placer, un desbordamiento de voluptates. Esta vida, apartada de cualquier libídines, de todos los deseos, es una vida colmada de placer. ¿Cómo es posible? ¿Cómo pueden gozar vuestros dioses? 22 Esta pre­ gunta tan clara es la que plantean con insistencia los detrac­ tores de los epicúreos. Y esta pregunta se cruza con otra que los epicúreos dirigen a la religión de aquéllos: ¿por qué desean vuestros dioses? 23 Toda la problemática del tiempo divino se perfila en este intercambio de preguntas. En cuanto a la concepción epicúrea de la felicidad de los dioses, el problema se plantea de la siguiente manera: ¿qué vida llevan los dioses (quae vita deorum sit)? ¿Cuál es la distribución del tiempo (quaecque ab iis degatur aetas)? 24 Una vez admitido que no hacen nada, queda por saber en qué consiste para ellos ese tiempo vacío, ese tiempo muerto, esa desocupación. Quae ergo vita? 25 ¿Cuál puede ser, en fin, su vida? Ahí se ve la preocupación por un tiempo que no estuviera ocupado, lleno, desbordante de cosas hechas y por hacer. Al igual que se les pregunta qué necesidad hay de que sus dioses tengan un cuerpo puesto que no lo uti­ lizan. N o es que no tengan respuesta sino que por el con­ trario su réplica vuelve a replantear la pregunta.


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Tu escuela y tú mismo, Balbo, dice el epicúreo Veleyo a su interlocutor del Pórtico, tenéis la costumbre (soletis) de pregun­ tarnos qué clase de vida llevan nuestros dioses, cómo transcurre el tiempo para ellos. Es evidente que no puede uno imaginarse nada más feliz, nada tan desbordante de alegría. Un dios no está comprometido con ninguna obligación, no se encarga de ningún trabajo; disfruta (gaudet) de su saber y su virtud; tiene abierta ante él toda una perspectiva de goces (voluptatibus) máximos y eternos 26. Un dios goza satisfecho de su propia virtud, que no tiene que alcanzar; lleno de un saber que no debe buscar, deja que el tiempo transcurra por él y le inunde de placer. Saciado desde siempre y para siempre, ve cómo le llegan

Dioses reunidos, conversando en pequeños grupos, más o menos organi­ zados. A la izquierda, el insigne Zeus, sentado junto a Hera, sujeta con una mano el cetro real y con la otra el fuego celeste en forma de haz. Se diría que está confiando un mensaje a Iris, la de vibrantes alas. Entretan­ to, parece que Atenea, con la cabeza vuelta hacia Poseidón, se confía al dios del mar, sentado en una silla plegable, quien sujeta con toda seriedad un atún, vigilado por Hermes, de pie tras Poseidón. Anfora de Nikóxenos, hacia el siglo V antes de J. C. Staaliche Antikensammlungen, Mu­ nich. F. Hirmer.


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unos placeres que no podrían ser ni más intensos ni más numerosos. Y sobre todo, no tiene que proyectarse en el porvenir por ambición o espera. Porque la felicidad de ma­ ñana la posee ya, idéntica a la de ayer: siempre presente sin que tenga que desearla o desear más. Así pues, un dios epicúreo vive. Está en el tiempo, pero sin las preocupaciones y trabajos que abruman a los dioses laboriosissimi, a quienes se les considera creadores o gober­ nantes del mundo. Y un epicúreo devuelve la pregunta a aquellos para quienes un ser divino es en primer lugar un creador vigilante: ¿por qué de pronto desear (concupiscere) hacer un mundo? 27 ¿Por qué despertarse de repente (re­ pente)i de un sueño eterno? A los dioses a quienes se supone que dan un sentido a la vida mediante la acción no hay que preguntarles cuál es su empleo del tiempo, sino por qué han dado forma al tiempo que emplean. ¿Por qué esta ruptura en el continuum de la eternidad que precedía a la reparti­ ción de los días? ¿Qué deseo les ha empujado de golpe a cambiar el panorama del espacio? Mientras que lo cotidiano de los dioses no guarda ningún misterio, es el mismo ins- • tante del primer centelleo de un deseo lo que parece no tener explicación. Por una parte, una voluptuosidad sufi­ ciente e interminable que se considera imposible; por otra, una repentina voluntad que inaugura el tiempo para los se­ res, algo inimaginable. El tratamiento, la matización del deseo es, en efecto, el tema principal de la ética epicúrea. El hombre —y la mujer, ya que el Jardín está abierto también a las mujeres—, ase­ diado por las pasiones, expuesto a todo lo que a su alrede­ dor le atrae y le repele, le encanta y produce temor, puede elegir entre dos vías: o bien decir sí a todo lo que el mundo le ofrece y abrirse ante las cosas, o bien permanecer en guardia. Desear el placer no es en sí malo. Lo que nos refrena es saber que ahí existe el peligro de un señuelo. Para la filosofía griega, deseo y placer no están hechos el uno para el otro, puesto que el deseo procede de la carencia y la engendra. Pero para Epicuro lo importante no es domi­ nar los deseos, los epithymíai. Se trata más bien de saber


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manejarlos, interrogarlos. «A todos los deseos hay que ha­ cerles la siguiente pregunta: ¿qué me ocurrirá si consigo el objeto que persigo y qué si no lo consigo?» 28 Conviene establecer un diálogo con la naturaleza y persuadirla sin violencia: saciar los deseos naturales y necesarios, escuchar la voz de la carne que dice no tener hambre, no tener sed, no tener frío 29. En estas charlas el sabio aprende a conocer lo que debe dar a su cuerpo y lo que, por no ser indispen­ sable, procede únicamente de su imaginación. Al contrario que todo el mundo, Epicuro sostiene que el vientre, en sí mismo, no es insaciable: es más bien la idea que tenemos la que hace que su plenitud sea ilimitada 30. La naturaleza es limitada. Sólo para las personas engañadas por sus vanas opiniones lo suficiente en lugar de llenar, resulta escaso 31. Un alma ingrata es la que hace al ser vivo alguien «eterna­ mente ávido de la variedad de la existencia cotidiana» 32, ya sea por gula, ambición o sensualidad. Desde este punto de vista, se comprende cuán estúpido es atribuir a un dios a quien se llama bienaventurado el extraño deseo de triunfar en una empresa tan poco necesa­ ria para su placer: fabricar un mundo del que, además, ten­ drá que ocuparse. Si el hombre consigue la serenidad en la ataraxia (ausencia de inquietudes), la aponía (ausencia de cansancio) y la apatía (ausencia de pasiones), ¿por qué un dios a quien nada obliga se apartaría de esto? El sabio, aquel cuya vida transcurre día tras día, noche tras noche, lejos de la preocupación «vive como un dios entre los hom­ bres» 33. ¿Por qué querer que un dios no viva así en su morada, entre los dioses? La idea que nos hacemos de la vida cotidiana de los hombres —de lo que es y de lo que debe ser— corresponde a la que nos hacemos de los dioses en el tiempo. Los epi­ cúreos son muy lúcidos en esta cuestión, tanto cuando in­ ducen a partir de la felicidad humana los contenidos de la beatitud divina como cuando analizan las nefastas conse­ cuencias para los mortales de una determinada representa­ ción de los dioses. Tener miedo a los inmortales, temer sus cóleras y men­


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digar el perdón: para estos filósofos es la mayor estupidez religiosa. Los griegos tienen una palabra para designar este terror cuando es excesivo: deisidaimonía, que en latín se llama superstitio y traducimos por superstición. La deisidai­ monía es una actitud de terror continuo ante los poderes divinos. Proviene de la percepción de una amenaza perma­ nente y determina una conducta que se convierte en un verdadero modo de vida. El sentimiento de peligro obliga a estar al acecho de cualquier signo, de los mínimos indicios de lo que los dioses quieren que se haga, que se evite, que se diga. El miedo obliga a un ritual incesante, ya que per­ manentemente y sin descanso, hay que enfrentarse a la có­ lera de Zeus o a la venganza de Hécate. Puesto que vive en la angustia, el supersticioso vive en el culto. Este acapara todo su tiempo. Para Teofrasto y para Plutarco, es un enfer­ mo 3<. Pero para Epicuro la deisidaimonía no es una excepción, sino la evidencia del error de la religión ordinaria. El temor comedido es un resorte de la devoción tal y como se prac­ tica. Pero desde el momento en que hay temor, hay supers­ tición. Por lo tanto, la devoción de la gente es ya de por sí supersticiosa. Pero, ¿cómo podría ser de otra manera? ¿Quién no temería a unos seres que suponemos gobiernan el mundo y nos vigilan sin descanso? La idea de que los dioses se ocupan de nosotros los hace obligatoriamente per­ secutorios. Nos metéis en la cabeza a un amo eterno a quien temeremos noche y día. ¿Quién no temería, pues, a un dios que todo lo vigila, piensa en todo y todo lo observa; que considera que todo le concierne, que es curioso y desborda actividad? 35 Imaginemos a un dios activo todo el tiempo, cuya vida está saturada de preocupaciones por el cuidado de los hom­ bres: los días y las noches de éstos estarían a su vez guar­ dados por su mirada y su presencia. A una de las versiones de este dios estaba dirigido este hermoso salmo: «Todos mis días, tus ojos veían / y en tu libro todos estaban ins­ critos.» 36 El epicureismo dice no a los días inscritos.


SEGUNDA PARTE

LOS DIOSES EN LOS PLACERES DE LA CIUDAD


CAPITULO IX

CU A N D O LOS OLIMPICOS SE VISTEN DE CIUDADANO S

E

N un día de fuerte viento el dios Bóreas se con­ virtió en ciudadano de Turios, la nueva Síbaris de la Magna Grecia. Para ser más exactos, en el año 379 ante de nuestra era Dionisio de Siracusa, en guerra contra los cartagineses, envió una expedición naval contra Turios: tres­ cientos navios cargados de hombres armados, los hoplitas, los hombres de bronce. El Viento del Norte soplaba de proa y Bóreas hundió las embarcaciones. Fue, pues, una catástrofe para Dionisio, en tanto que los ciudadanos de Turios, salvados por el dios Bóreas, votaban un decreto concediendo la ciudadanía al Viento: le asignaron una casa como a un nuevo ciudadano, le otorgaron un terreno e instituyeron una fiesta anual en su honor ’ . Para no ser menos, los atenienses, que habían jugado un papel de pri­ mer orden en la fundación de la nueva Síbaris, decidieron que Bóreas se convirtiera en un «pariente por aliañza» 2. Ya tenían, sin embargo, en las márgenes del Iliso un santuario dedicado al Viento del Norte que años atrás, en el 480, les había ayudado contra la armada de los persas cerca del cabo Artemision 3. Tras un sacrificio y por decreto de la asam­ blea, un dios recibe la ciudadanía, una vivienda semejante a la de los hombres y una parcela de tierra para asegurar su subsistencia o los ingresos proporcionados por el culto. Pero el Viento del Norte no es realmente el arquetipo del


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olímpico, ni aun si su aventura revela con todo detalle hasta qué punto una ciudad griega se siente soberana cuando toma la decisión de naturalizar a una divinidad. Pongamos por caso a un dios ejemplar: Dioniso. En una pequeña ciudad de la Arcadia en la margen del Alfeo lla­ mada Héráia, cuyo nombre proviene de Hera, la obstinada madrastra de Dioniso, existe un templo consagrado a esta diosa y otro al dios Pan \ En hpnor de Dioniso hay otros dos: en el primero como AuxitBs, el que hace nacer y cre­ cer, el dios de la savia, de los fecundos humores de la tierra, el dios que hace crecer la viña en un solo día 5. En el se­ gundo se halla como Dioniso Polítés: un Dioniso Ciudada­ no diferente del Dioniso de Teos, donde cumple la función de divinidad principal de la ciudad, a veces calificado de «público» como en Traes o «de todo el pueblo» como en Cumas, en la Eólida 6. De modo inusual en los olímpicos, Dioniso se presenta en este caso como un simple ciudada­ no, de manera abstracta, sin hacer referencia a una ciudad concreta como le sucede a Heracles con Tasos o a Zeus con Lacedemonia. Por lo tanto, tenemos a un Dioniso de la Arcadia vestido de ciudadano, aun siendo el mismo dios continuamente alabado en su ciudad natal de Tebas, en don­ de los descendientes de Cadmo, el fundador de la ciudad, repiten sin cesar cuán grande es su dios. Un Dioniso tebano a quien le place metamorfosearse en las proximidades de la ciudad en una divinidad que posee por sí sola doce altares 7, los altares de los Doce Dioses, una manera de decir el Olim­ po en pleno, la totalidad del mundo divino declinado en el modo duodecimal; doce altares para el más grande de los olímpicos. Y para provocar aún más a esa familia dueña del vasto cielo cuyas moradas olímpicas habitan tíos y primos, Dioniso anuncia que reserva tres de los altares a su madre, Sémele, una de las hijas de Cadmo, una mortal convertida en inmortal y cuyo nombre divino y dionisiaco es La De­ lirante, Thyóne, Sémele la Ménade que brinca en la bóveda del cielo. Un Dioniso Ciudadano y dios del Olimpo entre sus congéneres: un nuevo malabarismo para el maestro del dis-


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Dioniso, siglo IV antes de J. C. Museo Nacional, Atenas, AP.

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fraz y su afición por la paradoja. Pero este doble epíteto revela un proceso perfectamente inscrito en la historia de los olímpicos; un importante cambio para la sociedad de los dioses entre los cuales, y de ello podemos estar se­ guros, los más despreocupados por estos asuntos no se per­ catan en un principio de sus consecuencias. Consecuencias y repercusiones que sin duda han calculado desde el primer golpe de vista los más sagaces de la familia olímpica. Por ello, un día los olímpicos, reunidos en asamblea, decidieron elegir las ciudades en las que cada cual recibiría sus propios honores 8. Según nos cuentan esto sucedió en una asamblea —utilizando así un término político (compla­ ció a los dioses, como en los decretos de la ciudad)—, y no en un consejo o en una reunión de familia. De hecho, hacía ya algún tiempo que entre los olímpicos no era un secreto el interés que sentían por las ciudades de sus protegidos. En la cumbre se hablaba de ello abiertamente, a veces in­ cluso a gritos. Cuando Hera, furiosa, quiere franquear las puertas de Troya y devorar a Príamo, a los hijos de éste, a todos los troyanos y a cualquier ser vivo, Zeus la amenaza: «Cuando yo tenga deseo de destruir alguna ciudad donde vivan amigos tuyos, no reprimas mi cólera y déjame obrar.» Y Hera le contesta: «Tres son las ciudades que más quiero: Argos, Esparta y Micenas, la de anchas calles; destrúyelas cuando las aborrezca tu corazón, y no las defenderé.» 9 El tono de voz se eleva y el comentario llega a oídos de los curiosos; pero ninguno ha oído hablar todavía de un repar­ to de ciudades entre los dioses, aunque cada cual tiene sus preferidas. Zeus sólo jura por el altar de Príamo y sus ape­ titosos vapores. En cuanto a Apolo, no puede negarle nada a su sacerdote Crises, y la ciudad de Ténedos le es tan querida como la de Crisa. Ya antes había habido repartos entre los dioses: los tres hermanos, hijos de Crono y de Rea se habían dividido el universo y cada uno recibió su reino, su timé, su área de competencia. A Poseidón le correspondió habitar el blanco y espumoso mar; a Hades las tinieblas sombrías del reino de los muertos, y a Zeus el anchuroso cielo de éter y nubes.


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Pero a pesar de esta distribución, «la Tierra y el alto Olim­ po son de todos» 10. Después vinieron los repartos obliga­ torios cuando Zeus, poseedor del trueno y del rayo de fue­ go, venció a su padre Crono. El dios de los cielos decide entonces «repartir todas las cosas de manera igual entre los inmortales y definir sus honores, sus timái» 11. Pero la soberanía de Zeus se va fraguando en otros conflictos, en enfrentamientos de mayor duración, en particular con los Titanes, rivales de los hijos de Crono. A los dioses que toman partido por él, Zeus promete dejarles disfrutar de sus privilegios cuando los tuvieren, u otorgárselos en su defecto como es justo I2. Entre los hijos de Crono y los Titanes se establece la lucha por el poder y la repartición de competen­ cias. Cuando los bienaventurados dioses cesaron en su terrible es­ fuerzo y resolvieron por la fuerza sus conflictos de competencias (timái) con los Titanes, entonces, inspirados por la sabiduría de Gea, incitaron a Zeus, el olímpico de potente voz, a tomar el poder para reinar sobre los inmortales, y éste repartió entre ellos los honores, los tim ái,J. El gran dios procede a una erogación que sin duda su­ frirá reajustes: Hermes, aunque llega tarde, obtendrá una plaza en el Olimpo, recibirá sus competencias y al mismo tiempo aumentará las ya numerosas funciones de su herma­ no mayor, Apolo. Así mismo, a raíz de la crisis de Eleusis, los poderes de Hades, Deméter y Perséfone serán objeto de un nuevo reparto M. Pero siempre bajo la autoridad de Zeus, el soberano del Olimpo. Elegir una ciudad Ahora bien, cuando toca elegir la ciudad en que cada uno de los dioses tendrá unos honores particulares, aquello en seguida se convierte en el puerto de arrebatacapas. No cabe duda de que la decisión se toma en asamblea, quizá con mayoría absoluta, pero, como en tiempos de la guerra


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de Troya, los dioses se enfrentan, se desafían y pelean, a veces a lo largo de varias generaciones, arrastrando a los mortales, ciudadanos de Atenas o de Argos, a unas aven­ turas con frecuencia desastrosas. La única consigna es: dis­ cordia, éris. Disputas, arrebatos de cólera y hechos resolu­ tivos. Hay que reunir urgentemente al jurado; los árbitros atraviesan el país, y en más de una ocasión emiten dictáme­ nes que son bien aceptados. Vuelve a surgir la cizaña con renovado ímpetu, por ejemplo, en la Argólide l5. Hera con­ sidera que la tierra de Argos le pertenece: ¿acaso no es ella desde siempre Hera Argiva, Hera de Argos? Poseidón no opina lo mismo: Argos, rica en agua, es urta provincia na­ tural perteneciente a su imperio sobre las aguas dulces, sub­ terráneas o de manantial. Reivindica sus derechos sobre la poderosa ciudad de los argivos. ¿Y cómo arbitrar este pro­ blema si no es llamando a las divinidades del lugar, a los dioses-río que fluyen durante las apacibles jomadas miran­ do cómo Foroneo, el Primer Hombre, construye castillos de arena y sueña con ciudades imposibles a orillas del Inaco? Desde los tiempos de Océano, padre de todos los dio­ ses, de quien nacen todos los ríos, no se había conocido semejante agitación. Los Tres Ríos se reúnen, deliberan y están de acuerdo con su hermano ¡naco cuando éste afirma que, en efecto, la tierra de Argos es propiedad de la her­ mana-esposa de Zeus. Furia de Poseidón ante la ingratitud de sus primos oceánicos: ni una gota más de agua en ade­ lante. Argos «rica en agua» se convierte en «la sedienta». Así se la encontrarán las hijas de Dánao cuando, tras huir de Egipto y de los primos saqueadores, arriben a los límites del territorio argivo, al borde del mar, en el lugar en que Poseidón, todavía inflexible, acampa. En el Atica, la tierra primero llamada Acté («Cabo», «Costa escarpada») y luego Cecropia derivado de Cécrope, ese híbrido medio serpiente, medio humano, tiene lugar otro violento enfrentamiento 16 entre Poseidón y Atenea. Am­ bos dioses dejan huellas de su dominio sobre este territorio. Poseidón con un golpe de tridente hace brotar en medio de la acrópolis agua salada, prueba irrefutable de que el Señor


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del Mar reina en la pane más elevada de la ciudad. Pero, como veremos, Atenea triunfará gracias al testimonio de un hijo de aquella tierra. Avisa a Cécrope, que no había per­ dido su tiempo: nada más nacer de la Tierra se puso a asentar los fundamentos de la civilización. Al parecer llegó incluso a promover la monogamia, a fin de poner término a las uniones desordenadas y a la promiscuidad que impe­ raba. Impulsó la sexualidad cultivada, la pareja, una mujer y un hombre, de tal modo que cada uno supiera quién era su padre además de su madre 17. ¡Virtuoso Cécrope! Ate­ nea, pues, hizo que brotara un olivo en la tierra que se hallaba en litigio, el primero de los olivos sagrados, hoy todavía verde en el Pándróseion. Este nombre proviene de una de las hijas de Erecteo, segundo en obtener la autocto­ nía, ya que se forjaba con lentitud, a través de las genera­ ciones. Cécrope se acerca; llega para testimoniar que Ate­ nea, en efecto, había hecho brotar el primer olivo, insigne gloria de la tierra ática 18. El testimonio de este hombre impresiona favorablemente al jurado, a veces formado por jueces enviados por Zeus, y en la mayoría de las ocasiones por el Olimpo en traje de ceremonia, los Doce Dioses. Los dioses al completo son siempre doce, independientemente de su número. A veces se convoca a la ciudad entera para que decida con su voto. Mujeres y hombres, reunidos en la misma asamblea, se hallan divididos: todas las voces mas­ culinas apoyan a Poseidón y (as mujeres a Atenea, «virgen sin madre», únicamente «nacida de su padre». Las mujeres, que son mayoritarias —¿tal vez por una sola voz?— dan la victoria a Atenea. Es la propia diosa quien las va a repre­ sentar a todas, puesto que se van a ver privadas del voto por el resentimiento de Poseidón, y sin la oposición de «la que reside en la acrópolis», quien con gusto confiesa ser «absolutamente partidaria del varón» ,9. Y que no le hablen de matrimonio, pues eso la horroriza. Allá las mujeres, si al fin y al cabo es algo que concierne a la Tierra. La cólera de Poseidón rara vez se manifiesta de forma diplomática. Por temperamento, le gusta expresarse con seís­ mos o cataclismos. En esta ocasión Poseidón provoca la


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súbita crecida del mar hasta Eleusis. Luego, con Erecteo, Eumolpo, llamado el Buen Cantor, el adversario de Atenas, vendrá la guerra de los habitantes de Eleusis y de los ate­ nienses, los mercenarios tracios y el combate de Poseidón contra Erecteo. Inolvidable enfrentamiento en el que un asesino da su nombre a la víctima, desde entonces llamada Poseidón-Erecteo, incluso en el Eréchtheion. Una tragedia de Eurípides, escrita entre el 423 y el 422, recrea en la escena teatral el odio de Poseidón hacia Atenea, abarcando la ac­ ción desde Cécrope hasta las hijas de Erecteo y su madre Praxítea, la ateniense, la autóctona protegida por Atenea, quien con su audacia y coraje levantará de nuevo los ci­ mientos de la ciudad 20. Poseidón tiene pleitos en siete u ocho lugares. Con Dioniso en Naxos; con Zeus en Egina; con Atenea también en Trecén, o con el Sol en Corinto. En la mayoría de las oca­ siones se desestima su demanda. En Corinto, y bajo el ar­ bitrio del gigante Briareo, llega a un reparto del territorio con el Sol 21. Sólo en Trecén, Poseidón recibirá el ansiado título de dios «que posee la ciudad» (polioüchos) 22. Cada vez que se enfrenta con su sobrino Apolo, tiene lugar un pacto de amistoso entendimiento: Apolo recibe de Posei­ dón las ciudades-santuario de Délos o de Delfos y a su vez reconoce la soberanía de Poseidón sobre el cabo Ténaro o Calauria 23. Ya en la litada, en plena «teomaquia», cuando los dioses de los ejércitos se enfrentan de dos en dos, Po­ seidón y Apolo de común acuerdo evitan el duelo 24. Cuando escribe el relato de la Atlántida, Platón no duda en imaginar una versión diferente: el sorteo de toda la Tie­ rra con el arbitrio de la Justicia, de modo que cada uno de los dioses recibe exactamente aquello que más le conviene. Así se evita cualquier sorpresa; y los dioses en persona ins­ tituyen cultos y sacrificios antes de engendrar a la especie humana que va a poblar cada nueva ciudad. Es un reparto sin disputas 25, sobre seguro, y, además, conforme con la imagen de los dioses que propone la teología platónica, pero que sólo se consigue con una radical distorsión de la tradi­ ción: pues en el diálogo Critias, las ciudades nacen después


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de la repartición, mientras que Poseidón y Hera, o Atenea y Poseidón, según la versión más extendida, se disputan unas tierras ya habitadas, cultivadas en mayor o menor me­ dida, es decir, ciudades fundadas e inauguradas por los hu­ manos sin que los dioses hayan contribuido en absoluto. Un buen día los hombres, los mortales a quienes los dioses alejaron de sus mesas de banquete para diferenciarlos de su sociedad inmortal, francamente inventivos, se ponen a cons­ truir ciudades, a imaginarse una manera de vivir agrupados que se llama ciudad. En el mundo mesopotámico la ciudad es una invención de los dioses. El rey, constructor del tem­ plo o ciudad, se enorgullece al reproducir el plano o mo­ delo dibujado por un gran dios de quien también aprendie­ ra el arte de trazar signos, ideográficos o no, en tablillas de arcilla sin cocer tal y como están escritos en el cielo. Nin­ gún habitante del Olimpo se imagina una ciudad ideal o trivial para el placer de los dioses 26. Sólo un dios desterra­ do del cielo alcanzará cierto renombre en la profesión de constructor y arquitecto, pero siempre a la sombra de un mortal, de un fundador perteneciente a la especie humana 27. La sorpresa de los dioses olímpicos al descubrir de re­ pente las grandes y hermosas ciudades edificadas por esos seres vivos tan escasos de «fuerza vital» (aiórt) 28 se parece algo a la nuestra ame el paisaje politeísta de Grecia entre el 800 y 700 antes de nuestra era. A vista de pájaro, y por tener una visión panóptica, el mundo de los dioses parece dividido en dos bloques contrastados. Por una parte, en altorrelieve, está la sociedad de los dioses extremadamente individualizados que habitan las moradas del Olimpo, los olímpicos poseedores del anchuroso cielo, los luminosos dioses de la litada que, lejos de la Tierra, saborean el néctar y la ambrosía. Por otra, más cercanos, en bajorrelieve, los primeros lugares de culto, levantados por los descendientes de esos mismos seres endelebles, las ofrendas en un princi­ pio escasas y poco a poco más abundantes, que permiten vislumbrar, aun siendo tan nuevas para los olímpicos de Homero, ampliamente liberados de los servicios de culto, las huellas de la inscripción de los dioses en la Tierra, entre


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los hombres que caminan por este mundo: un altar cons­ truido y permanente; el templo por y para la estatua divina; el recinto, el múrete de piedra, que enmarca el terreno re­ servado a los dioses, el témenos. Nuestra sorpresa sin duda viene en parte provocada por la distancia material entre la perfección formal de los dioses en la literatura de Homero y los defectuosos restos exhumados por los arqueólogos al descubrir unas divinidades informes y oscuras en el mo­ mento en que parecen surgir de los pliegues de la tierra, en lugar de descender del cielo totalmente armados. Unas divinidades diseminadas en emplazamientos disgrega­ dos, mientras que los dioses de la epopeya, residentes del Olimpo, presentan el aspecto unificado de un grupo fami­ liar. Por un accidente de la historia se tiende a relacionar a los dioses de Homero con los inicios del politeísmo en las ciudades del siglo VIH; y una realidad muy autóctona pre­ tende que, desde el siglo VII, la epopeya y sus olímpicos sirvan de referencia obligada a todos los discursos sobre los dioses, ya sean de una ciudad singular o bien de inspiración panhelénica. El sincronismo en estado puro es irrecusable. En efecto, el siglo VIII ve los comienzos de la ciudad más o menos en el momento en que los dioses perciben y dis­ cuten entre sí la cuestión. Los griegos empiezan a fundar ciudades por todas partes, y el fenómeno es tanto más evi­ dente cuanto que las nuevas ciudades aparecen en su ma­ yoría -en Sicilia y en la Magna Grecia. Colonizan tierras: el sur de Italia durante más de tres siglos va a servir de labo­ ratorio a los creadores de las ciudades. Y es que en todo fundador, en el sentido griego del término, que rotura y conduce, que abre la vía a una pequeña tropa, existe un creador. Fundar una colonia es concebir idealmente una ciu­ dad con sus componentes esenciales, es proyectar un mo­ delo abstracto de ciudadanía sobre la superficie de la tierra, una tierra extranjera. Crear sobre la tabla rasa de un lugar que ni siquiera es aún un emplazamiento.


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Construir un territorio, crear dioses para cada ciudad En esta actividad por excelencia griega de reiterada crea­ ción de ciudades, se tiene en cuenta a los dioses. Poseen un lugar, mejor dicho, su lugar. Tenemos información conco­ mitante y de primera mano gracias a la epopeya homérica, a los relatos de la Odisea. Los feacios son grandes nave­ gantes, hasta el punto de que sus navios adivinan el pensa­ miento de los marinos y se guían solos en el mar 29. Tanto en el puerto como en el agora, los habitantes relatan la historia emblemática del fundador de la ciudad de Alcínoo, el rey de los feacios, anfitrión de Ulises en el viaje de vuelta a Itaca. El fundador se llama Nausítoo. Un contemporáneo casi legendario de la implantación en Sicilia de la nueva ciudad de Megara Hiblea en un avanzado siglo VIII. Para fundar la ciudad de los feacios, Nausítoo realiza cuatro ta­ reas: traza un recinto para la ciudad; edifica templos para los dioses; construye casas y reparte la tierra entre los ciu­ dadanos 30. Un diagrama feacio para una colonia griega tal como la descubren tras veinticinco años de inteligentes ex­ cavaciones los arqueólogos dirigidos por Georges Vallet en el emplazamiento de Megara H iblea31: un fundador con­ cibe globalmente el plan de conjunto, trabaja como un geó­ metra, prevé la repartición de espacios que permitan el fun­ cionamiento de la vida cívica con su ágora, el terreno pú­ blico, pero también con los dioses, ese panteón que los colonizadores de Megara llevaran consigo. Esos dioses son más «cosas mentales» que estatuas o imágenes transportadas en los cofres del navio. Dioses que están en la cabeza, re­ presentaciones mentales de divinidades de lo invisible que permiten organizar el mundo, pensarlo de manera diferen­ ciada, a través de clasificaciones, del mismo modo que un modelo de ciudad establece el espacio humano, el centro, el límite, los confines y los recorridos a partir de una de­ terminada idea de ser y de actuar en conjunto. Al crear ciudades, al implantar decenas de comunidades en lo que un día se llamará la Magna Grecia 32, los fundadores en sentido técnico (llamados oikistés «quien hace habitar» y


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más tarde ktístis «quien rotura y conduce» 33) empiezan, pues, a modelar a unos dioses a la medida de un proyecto político. Con los olímpicos, pero en cierto modo a sus espaldas, los inventores de la ciudad van a fabricar dioses ciudadanos, divinidades llamadas políades, que regentan el panteón de una ciudad, dioses estrechamente implicados en lo cotidia­ no de la vida social y política. Los olímpicos se hallan por tanto en el aire que se respira y en la mente. Entran más por los oídos que por la vista. En Grecia todos conocen a los olímpicos por haber escuchado los cantos de la epopeya en las recitaciones de los aedos y de los rapsodas M, y gra­ cias a ellos existe en toda la Hélade un saber compartido de las «formas del Olimpo», de los esquemas (schsmata) del Olimpo en el sentido de formas estructurales del mundo de los dioses 3S. Este saber se organiza en torno a dos o tres cosas esenciales que circulan en la cultura del siglo VIII, e incluso en proposiciones explícitas en la Odisea y la / lia­ da 36. La primera de estas proposiciones es: «Todos ofrecen sacrificios a los sempiternos dioses, quienes a uno, quienes a otro.» 37 En segundo lugar, en algunas ocasiones hay que «ofrecer a todos los dioses inmortales santas hecatombes» 38, a todos, sin olvidar a ninguno como desgraciadamente le ocurrió al amo de Calidón, el padre de Meleagro, provo­ cando así la cólera de Artemisa 39. La tercera proposición también enunciada por Homero es la siguiente: cada uno de los dioses ha recibido unas «tareas», unas erga 40, un área de acción, las obras del himeneo para Afrodita y las de la guerra para Ares, por ejemplo. Por lo tanto, se trata de áreas de competencia que recortan los privilegios y los honores repartidos entre los inmortales. Son dioses diferen­ ciados en una totalidad, en un conjunto posteriormente lla­ mado panteón, un conjunto organizado de divinidades opuestas con poderes complementarios.


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Formas, saberes y poderes La teoría de estas «formas», de esta estructura de la sociedad de los dioses, volverá a ser formulada tres siglos más tarde por los contemporáneos de Herodoto, pero esta vez desde el punto de vista de los hombres, aunque eso sí, de aquellos que se consideraron como los más cercanos a los dioses, los habitantes de Egipto, anteriores a los griegos en varios milenios y sustituidos por unos pregriegos llama­ dos los pelasgos 41. En el confuso bloque de lo divino, en la nebulosa «dios» a la cual los hombres primitivos ofrecen sacrificios y dirigen ciegas invocaciones, poco a poco y des­ de el saber de los egipcios, los primeros griegos irán apren­ diendo cuáles son los verdaderos nombres, los eponymíai de los dioses; cómo se reparten los honores, los timaí, y los saberes o las competencias, las técbnai, entre las divini­ dades; de qué manera, en fin, se dibujan y se significan (sémáinein) las formas visibles de los dioses, sus ¿idea *2. La figuración, el nombre y el saber completan el poder: con o sin el patrocinio de los egipcios, antes de que los comen­ sales de los dioses se retiraran, los primeros hombres de la Tierra, ya fuera en la Argóüde o en el Atica, inventan, ins­ tituyen e inauguran unos dioses en su singularidad. Foroneo, tan activo en mil y una tareas inacabadas, apenas ha descubierto el fuego del fresno comienza a sacrificar a la divinidad soberana del territorio, dándole el nombre de Hera, fabricando armas para esta diosa que tan bien conoce las artes de la guerra 43. O bien Cécrope, el primer humano pero cuya parte inferior termina todavía en cola de serpien­ te, al tiempo que da el último toque a su proyecto de mo­ nogamia, invoca al hacer el sacrificio el nombre del Altísi­ mo Zeus, el Zeus Hypatos, y le ofrece en un altar tortas de cereales de la tierra ática 44. Ni sangre ni seres vivos, un sacrificio puro en honor del dios-Cielo. Entonces aparecen las primeras estatuas de dioses, imá­ genes pintadas o formas esculpidas, talladas en la madera de los primeros árboles frutales: el peral, el olivo y el nogal. Una generación de ídolos de pequeño tamaño, estatuas que


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se llevan, se trasladan y son fáciles de sustraer. Los dioses se hacen individuales, reciben un nombre propio, su verda­ dero nombre, el que engloba la multiplicidad de sus epíte­ tos, de funciones, de servicios, de atribuciones o simple­ mente toponímicos. Estos nombres que han sido individua­ lizados por los relatos de sus extraordinarias hazañas —las que cuenta la tradición mitológica— son a su vez definidos por unas formas específicas, una apariencia física, unos ges­ tos, objetos y actitudes organizados en torno a su aparien­ cia humana. Y los aedos, los poetas, en sus himnos y teo­ gonias, cantos que celebran la generación de los dioses, es­ tablecen un catálogo de las «habilidades» singulares y se entregan a un elogioso inventario de los saberes y poderes de las divinidades del Olimpo. Formas del Olimpo, «esquemas» del mundo de los dio­ ses que todos aprenden y conocen a través de los poemas de Homero y de Hesíodo, pero también de poetas desco­ nocidos, olvidados, que rivalizan en justas, concursos y tor­ neos de recitación dentro de los santuarios panhelénicos, cuando de todas partes de Grecia los helenos confluyen hacia Délos, Delfos y Olimpia para entregarse al placer de los juegos, las razones atléticas y las composiciones poéti­ cas. Al mismo tiempo que los hombres preparan hermosos lugares para reunirse fuera de sus respectivas ciudades, co­ locan a los poderes divinos en las plazas públicas, ante la puerta de las casas y los distribuyen teniendo en cuenta las formas de actividad, los ámbitos de su espacio social, den­ tro de la red tejida por la ciudad entre naturaleza y cultura. Sin darse cuenta, los olímpicos se ven capturados en la red de los mil y un servicios que Ies naturalizan en las ciudades humanas que hacen de ellos unos ciudadanos activos, inclu­ so antes de seducirles con el cargo de políade, uno de esos títulos del panteón local, o cantonal, en donde cada uno de ellos parece por fin gozar de una influencia visible sobre esos mortales de pensamientos ilusorios que arrastran los pies por la superficie de la tierra. En general, los olímpicos no sufren de hipotrofia del ego. Tienen una opinión bastante buena de sí mismos. ¿Acá-


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so no les basta echar una ojeada sobre los que se alimentan de pan, «semejantes a las hojas», que «ya se hallan flore­ cientes y vigorosos, ya se quedan exánimes y mueren»? 45 Así denosta a los hombres Apolo, el dios llamado Febo, protector de los troyanos, el día en que explica a su tío Poseidón cuán insensato sería que unos olímpicos llegaran a las manos por semejantes individuos. Y sin embargo, el poderoso dios del mar acaba de rememorar el tiempo de común servidumbre, un año entero, incluso quizá «un gran año» (es decir, ocho años completos), al servicio de Laomedonte, el padre de Príamo, en esa misma ciudad de Tro­ ya, para construir a su alrededor una larga y soberbia mu­ ralla, y para que al final se les amenazara con expulsarlos como si de miserables jornaleros se tratara, obligados a tra­ bajar a discreción. Por supuesto, los dos optaron por el exilio. Zeus entonces les retiró una parte de los poderes divinos, una privación aparentemente menos importante que la de la ambrosía y el néctar con que se castigaba a los dioses que cometían perjurio ante el agua del Estige. A lo largo de un gran año, «yaciendo sin voz y sin fuerzas» 46, quedaban privados de vitalidad. Era la sombra de un dios entre el sueño y la muerte. Un dios sin aión, sin fuerza vital. El tío lo sabe tan bien como el sobrino: los hombres y los dioses tienen una madre común, la Tierra, Gea, aun­ que formen dos razas, dos especies distintas, antaño sepa­ radas 47. A pesar de llamarse olímpicos, los dioses forman parte integrante del mundo. Están sometidos al cosmos y por tanto mezclados en el orden político, en la organización humana que construyen los mortales cuando edifican co­ munidades de ciudadanos, sin duda francamente respetuo­ sos con la divinidad políade, admitida de buen grado por un lejano antepasado. Y ahí están, si no como ciudadanos al menos como dioses de la ciudad, dioses de un país, una tierra, y protectores oficiales de un pedazo de espacio so­ cial, de un puñado de ciudadanos con esposas, hijos, bienes y esclavos. Viven asociados de la manera más íntima al gé­ nero de vida de los hombres, apartados de su vocación «uraniana», de la atracción que ejerce sobre el más olímpico de


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todos el cielo luminoso y lejano, ése que un día va a llenar el «Primer Motor Inmóvil», como dice Aristóteles. Los fun­ dadores así lo han decidido: en cada ciudad habrá dos apar­ tados en los asuntos comunes y en la administración del Estado. Por un lado, los asuntos de los dioses y, por otro, los asuntos de los hombres 48: unos y otros competen a las mismas asambleas y constituyen conjuntamente el dominio llamado público, siendo también la esfera de la publicidad. En otras palabras, los legisladores van a encargarse de los asuntos de los dioses cada vez que tengan que escribir leyes, y cada vez que una asamblea de ciudadanos ponga en el orden del día «los asuntos de los dioses» tomará decisiones por mayoría sobre los sacrificios, fiestas, el calendario y los reglamentos de los santuarios. Organizará de la mejor ma­ nera posible la vida de los olímpicos convertidos en ciuda­ danos, realmente muy activos en toda la extensión del es­ pacio social.


CAPITULO X

U N JA R D IN POLITEISTA

L

A característica más destacada de la vida de los dio­ ses en las ciudades de Grecia es la pluralidad: la ¡dea de que los dioses son numerosos, que hay muchos. E griego «muchos dioses» se dice polytheos, término de don­ de proviene politeísmo tras una larga y ajetreada historia (idolatría, Filón de Alejandría, el coro de los Padres de la Iglesia, los paganos, una guerra plurisecular, etc.) entre mo­ noteísmo y politeísmo Pero cuando Esquilo escribe Las suplicantes, obra con la que triunfa en las Grandes Dionisiacas del 463 2, en el paisaje de la ciudad abundan los dio­ ses. En el sentido de que los dioses están por doquier, hasta en la cocina, rondando el horno de Heráclito 3; y también en el sentido de que los poderes divinos forman pequeñas sociedades visibles, se reúnen en tomo a la plaza pública o bien parecen tener fervientes asambleas en cualquier lugar del territorio, ya sea en un recinto detrás del ágora de los hombres o en una colina aislada y cercana a la ciudad 4. Veamos la llegada de las Danaides, una banda de muje­ res, unas extranjeras de piel quemada por el sol. Ante ellas una ciudad, Argos, hacia la que les empuja Dánao, un padre que se acuerda de su parentesco con la tierra argiva y de lo, sacerdotisa, amante y ternera enloquecida por el deseo y el odio de Hera la Soberana, su soberana. Las Danaides llegan perseguidas, hostigadas por la violencia e incluso por


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el deseo de los varones, los cincuenta hijos de Egipto, sus primos hermanos. Ante ellas, en un puesto avanzado de la ciudad, se alzan un cerro boscoso y numerosos dioses. Al­ gunos inmediatamente identificados, como Zeus, Helio, el dios Sol y Apolo; otros reconocibles por algunas señales: Poseidón por el tridente y Hermes por el caduceo; otros apenas vislumbrados. Ahí están erigidos, tienen «altares co­ munes» 5, son los dioses del país, un oquedal de poderes divinos; y, cuando haya que presionar al amo de Argos, las hijas de Dánao tomarán la decisión de colgarse por las cin­ turas 6 de las altas efigies de los dioses protectores del te­ rritorio 7. Un «santuario polytheos, lleno de dioses»8. ¿Cuántos hay? ¿Cómo están distribuidos, en qué orden, por parejas, tríadas?... No es momento propicio para un inventario teológico. Pausanias atraviesa una pequeña ciudad de Acaya en el siglo II de nuestra era y descubre la plaza pública, una sim­ ple agora con un Hermes cuadrangular y barbudo junto al altar de Hestia, el Hogar público. Un centro, un punto fijo, un lugar cerrado, y con el Hermes del ágora el espacio abierto, atravesado y recorrido: Hermes y Hestia forman una pareja fuerte, una dualidad operatoria 9. Muy cerca se halla una fuente consagrada a Hermes. En ella está prohi­ bido pescar: los peces pertenecen al dios. Un Hermes con abundantes peces o pescadero, lo cual no es nada trivial. Pausanias no se detiene ahí, aún hay más: al lado del Her­ mes de la plaza pública y de la fuente de los peces aparece un campo de piedras. Se levantan treinta pilares tan cua­ dranglares como el Hermes barbudo, pero ninguno tiene grabados o esculpidos ni un rostro ni una figura humana. Sin embargo, los ciudadanos de Faras «veneran a los treinta pilares dándole a cada uno el nombre de una divinidad» 10. Singular asamblea. Para prevenir la extrañeza que pudiera provocar a los lectores de su obra Descripción de Grecia en el tiempo de Adriano, Pausanias vuelve a los orígenes: an­ taño, el conjunto de los griegos erigía bloques de piedras blancas en lugar de estatuas familiares. Sigue siendo sor­ prendente un panteón constituido por piedras en bruto a


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las que da forma un nombre pronunciado por los ciudada­ nos de Faras, dando así vida a estelas mudas, a esos cipos informes que han sido alineados en las vías. Existe otro «santuario polytheos, lleno de dioses», pero dioses voluntariamente «anicónicos», sin imágenes y próxi­ mos a otros que tienen la apariencia de un brote humano. En plena ¿poca clásica, junto a estatuas que le representan como a un efebo perfecto de miembros siempre jóvenes, Apolo se encarna en una pequeña piedra cónica, que se sitúa ante la casa en la vía pública. Es el Apolo del camino trazado, el Apolo de las calles, llamado Agyiéus (de agyiá, la vía, el camino abierto) " . Dioses múltiples, los rurales, los urbanos, los de las al­ turas, los terrenales, los que están bajo tierra, los uranianocelestes, los del ágora, del dormitorio nupcial, de la fres­ quera y de las terrazas. Dioses con formas resplandecientes, de luminosos miembros, o dioses pétreos de oscuros nom­ bres, semejantes a los kolossói, a los sustitutos de los muer­ tos sin sepultura, a las pesadas estelas clavadas en el suelo, en Cirene, bajo el sol de Libia l2. Dioses individuales o bien divinidades en el límite del anonimato como los demonios, los demonios vengadores, los demonios «en la superficie de la tierra» y los otros bajo la corteza terrestre. Grecia sin duda forma parte de las sociedades con numerosos dioses, poderes divinos, fuerzas demoniacas, a semejanza de las so­ ciedades arcaicas como la India, el mundo de los hititas o las civilizaciones del Africa negra: Malí, Senegal o Dahomey, ricas en «cosas-dios», en fetiches, en poderes-objetos o en fuerzas invisibles cuyo poder, a menudo inmenso, no se deja jamás individualizar si no es por la fuerza o por sorpresa. Hay diferentes maneras de imaginarse las múltiples di­ vinidades, de organizarías, de divulgarlas y de dominarlas sintiéndose al mismo tiempo dominados por ellas. En Malí prosperan entre otros las «cosas-dios», que no son ni genios ni altares, pero que están compuestos de materiales e ingre­ dientes muy variados: zarpas de león, un poco de vello, una mata de pelo de hiena, o elementos vegetales. Es una «di­


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versidad condensada», un individuo material, bañado con frecuencia con la sangre de las víctimas. Una cosa individual a la vez por las manipulaciones de las que es parcialmente objeto, y por algunos restos de saber, de relatos fragmen­ tados de una historia local y concreta 13. En otros lugares, las prácticas de posesión son las que organizan la escena en la que los poderes ancestrales y divinos van a tomar forma, en el sentido propio, en un determinado momento y local­ mente, en el cuerpo y en la cabeza de un poseso. El orisha o el vudtí constituyen un mundo de formas puras, de po­ deres posesivos que no se hacen perceptibles sino en su aprehensión por un ser humano. El tiempo del trance se inaugura con la «violencia ancestral». Los antepasados di­ vinizados reclaman monturas humanas, es decir, hombres y mujeres sobre los que cabalgar. Aún más, quieren que estos posesos sean el soporte del sacrificio. El poseso, sometido a un orisha, se convierte en altar, un altar vivo. Se cubre con la «vestimenta de sangre» del animal degollado sobre él, coagulada en su cuerpo. Poderes de posesión lentamente halagados, atraídos por los cantos, por las consignas, a pe­ sar de su violencia, y cuyo nombre finalmente es arrancado de la boca del poseso. Un nombre de lo invisible, una for­ ma encarnada en la agitación de un cuerpo ensangrentado, se organiza a través de un modo de comunicación ,4. Muy diferente es la manera de administrar los poderes divinos en los Estados centralizados en torno a una realeza que dispone de la escritura para clasificar a los dioses. Por ejemplo, cuando Hattusa, hoy Bogazkoi, se convierte en el segundo milenio antes de nuestra era en «el lugar de asam­ blea de los dioses», estableciendo su residencia en la capital del reino hitita, un reformador, el rey Tudhaliya IV, lleva a cabo una completa reforma del panteón. Interviene des­ pués de un período de agitaciones y de la destrucción de los santuarios más importantes. El poder central decide re­ plantear el panorama de los santuarios y reestructurar la sociedad de los dioses. Los dioses ordinarios se reparten en tres grupos: divinidades de la tempestad, diosas de la fe­ cundidad y divinidades de la guerra. Los administradores


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del nuevo panteón son nombrados por el rey: a ellos les corresponde la ubicación de los nuevos ídolos en templos de materiales resistentes. Unas estatuas antropomorfas de hierro, revestidas de metales preciosos, reemplazan a las pie­ dras levantadas y a las estelas desbastadas. La noción de dios en hitita se basa en adelante en la figuración: la inte­ gridad de esta forma coincide con la esencia de la divini­ dad 1S. Además, los dioses son de nuevo censados, registra­ dos e inscritos en las tablillas de los administradores y del clero real. Desde Sumer, los antiguos habitantes de Mesopotamia inscriben a sus dioses en tablillas de arcilla sin co­ cer. Sus escribas, letrados y adivinos, clasifican cuidadosa­ mente a la población divina. En una lista que data del se­ gundo milenio conservada en el Museo del Louvre, cuatro­ cientas setenta y tres divinidades están catalogadas y distri­ buidas en grandes familias en torno a quince parejas 16. Gra­ cias a la escritura, los letrados se entregan a la exégesis teo­ lógica de los dioses a través de la pluralidad de sus nom­ bres. El ejemplo más significativo es la lista de los nombres de Marduk que pone fin al poema épico del Enuma Elisb, relato babilónico sobre la creación (hacia el 1300 antes de nuestra era) ,7. Los nombres y las virtudes de dichos nom­ bres están expresados de manera detallada a partir de una lectura bilingüe de los sumerogramas y su equivalente acadio. La lista parte de un solo nombre y se obtienen tantas palabras sumerias como las que serían necesarias para abrir un espacio teológico que podría considerarse como un pan­ teón instalado en el interior de un dios, en este caso el gran dios Marduk. Una totalidad divina inscrita mediante la es­ critura en la materialidad de un solo nombre. Los dioses griegos de la ciudad, como sabe el mundo occidental, no son en absoluto elementos que resulten de una sustancia más o menos individual y manipulada, ni de la sangre caliente que alimenta a la materialidad-dios. Como tampoco han nacido de un cerebro centralizador que im­ pone a todas las provincias de un Estado unificado una única manera de nombrar, de representar y de jerarquizar a los poderes de lo invisible, sino que de un extremo a otro


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del mundo griego existe un estilo de politeísmo con carac­ terísticas propias. En primer lugar existe un principio de diferenciación: mientras que otros postulan la circulación y el intercambio permanente entre las plantas, los animales y los dioses, o bien entre los antepasados, los hombres y las divinidades, los griegos plantean el mundo de los dioses como autónomo. El héroe que se convierte en dios es una excepción y los hombres de la ciudad no se llaman hijos de dios; no ambicionan convertirse en semejantes a los dioses, salvo en esas digresiones muy selectivas de cierto modo de vida filosófico. La segunda característica es que los dioses están firmemente individualizados, son grandes actores puestos en escena por una mitología de alto vuelo a través de sus creadores, los aedos, cantores y poetas, de sus teó­ logos como Hesíodo de Ascra (finales del siglo VIH antes de nuestra era), inclinados a reflexionar sobre los nombres, las configuraciones y las historias de los dioses, sobre el conjunto de preguntas que permiten formular disputas en­ tre poderes divinos o la organización del mundo de una generación de dioses a otra. Es por lo tanto una mitología muy elaborada y a una escala panhelénica, en tomo a san­ tuarios como Olimpia, Delfos o Délos cuyos juegos, con­ cursos y fiestas favorecen el reconocimiento de un discurso ampliamente compartido sobre el mundo divino, con sus extraordinarios dioses, sus ámbitos de competencia y sus respectivos saberes. El tercer punto es el tipo de politeísmo: su riqueza de organización a través de las relaciones de dos o varias divinidades, de las correspondencias de oposición y complementariedad explícitas entre los dioses, de confi­ guraciones jerárquicas patentes en los altares, en el espacio de los santuarios o en los preceptos de un ritual. A medida que se van descifrando nuevos calendarios grabados en pie­ dra, leyes sagradas, reglamentos religiosos exhumados por los arqueólogos, publicados y analizados por los epigrafis­ tas, el panteón griego se configura cada vez más rico en agrupaciones de divinidades, en enunciados de jerarquías y en figuras de simetría, antagonismo o afinidades.


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Acopio de estructuras Desde hace algunos años vamos prestando mayor aten­ ción a las fuentes directas de un politeísmo como el de Grecia, Roma, el mundo caucásico o el de la India entre los Vedas y el hinduismo. En esta cuestión ha jugado un papel decisivo Georges Dumézil (1898-1986). Al mismo tiempo que Claude Lévi-Strauss iniciaba la antropología con el análisis de las operaciones intelectuales de un pensamien­ to salvaje sobre «lo mitológico», Georges Dumézil sugería, en los años cuarenta, que la definición de un dios en las sociedades en las que existen hasta centenares de ellos, debe ser diferencial y clasificatoria. No se debería definir a un dios en términos estáticos, sino delimitarlo a través del con­ junto de posiciones que ocupa o puede ocupar en toda su gama de manifestaciones. En los comienzos de su carrera, en pleno entusiasmo por The golden Bough de sir James George Frazer, nos encontramos con un Dumézil comparativo, inclinado a pen­ sar que, en la historia de las civilizaciones, los temas se mantienen mientras que los dioses pasan y se van. Son dio­ ses efímeros cuando la cabalgata de muertos y centauros resuena en las fiestas de fin de año desde los lejanos tiempos de los indoeuropeos hasta el folclore de las sociedades eu­ ropeas. Pero poco a poco, al ir pasando de las palabras a los conceptos, para el joven Dumézil ¡ndoeuropeísta empie­ zan a cobrar importancia los dioses, las jerarquías de divini­ dades, las estructuras conceptuales puestas de manifiesto en las clasificaciones de dioses y la dilatada duración de estos «campos ideológicos» habitados por los dioses. En una serie de civilizaciones, en particular aquellas que ponen sus esperanzas en dioses sumamente individualizados, los poderes divinos no son formas evanescentes sino que continúan a lo largo de los siglos clasificando y organizando el mundo. Y éste es el caso de Grecia con sus panteones y formas geométricas recreadas desde la educación del joven Aquiles hasta el Re­ nacimiento de las ciudades italianas pasando por los sabios, los filósofos y los nativos habituados al pensamiento reflexivo.


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Es conveniente aprehender el politeísmo griego a la ma­ nera de Pausanias, describiendo un campo abierto de dio­ ses-pilares junto a un Hermes barbudo y cuadrangular en compañía de una pequeña Hestia, en la plaza pública de Faras. Tanto en las islas como en el continente, en el sur de Italia o allí donde florecieran las ciudades, se pueden observar las estructuras elementales de unos panteones en actividad. La mirada del antropólogo historiador a veces va más allá de Pausanias o de cualquier otro observador nati­ vo, puesto que a menudo nos ofrecen datos fácticos y mo­ delos «caseros» respetables e incluso indispensables para quien desea comprender y construir los modelos de un sis­ tema completo de divinidades y de sus relaciones internas. En principio está el «hecho de la estructura», como le gus­ taba decir a Dumézil en los tiempos en que quería domeñar a «los guardianes de la Historia», y con este apelativo aludía en especial al venerable y vetusto departamento de Antiguas Sociedades. Tenemos por lo tanto unos elementos organi­ zados, pequeñas arquitecturas de dioses en un altar o en un rito de sacrificio: y bastaría con no hollarlos al pasar sino prestarles atención y aprehenderlos con delicadeza. Nos encontramos, por ejemplo, con altares de múltiples dioses. En Claro, Asia Menor, en un gran santuario célebre por sus oráculos, dos divinidades comparten el altar, Dioniso y Apolo 18. Ambos dioses conviven en el centro o cima del mundo griego, en Delfos. Nos encontramos con un elevado número en el altar de Anfiarao, a doce estadios de Oropo, entre Tanagra y el Atica. Un altar para todo un panteón en medio del cual está el divino Anfiarao, venerado como un dios desde tiempos remotos ,9. La mesa del altar está dividida en cinco partes: una para Heracles, Zeus y Apolo Curandero, llamado Paión. La segunda está ocupada por los Héroes y sus esposas. Una tercera reúne a dos pa­ rejas: por una parte Hestia y Hermes y por otra Anfiarao y su hijo Anfíloco, un adivino igualmente reputado. La cuar­ ta está reservada a Afrodita, a Panacea, Jasón, Higía y Ate­ nea Paiónia. La quinta, finalmente, la ocupan las Ninfas, Pan y los ríos Aqueloo y Cefiso. N o se trata de un grupo


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confuso, sino de una compleja construcción: quedan dibu­ jados grupos, tríadas y parejas recurrentes que en torno al agua de Anfiarao, adivino y curandero, unas aguas subte­ rráneas de las que al parecer surgió Anfiarao transformado en dios después de haber sido engullido con su carro por la boca abierta de la tierra 20.

Dioniso entre las Ménades. 1:1 dios revestido con una túnica abigarrada contempla a una mujer que baila en tomo a su ídolo. Otras tres bacantes se contorsionan a su alrededor en tanto que una mujer músico acompaña las evoluciones. Copa firmada Makron, 490 antes de J. C. Staatliche Museen Preussischer Kulturbesitz. F. I. Geskc.

Pero ya sean veinte o veinticuatro, según el número con­ cedido a los Héroes y a sus esposas, las divinidades no forman una totalidad tal y como la piensan los griegos. Cuando Dioniso, en una partida de campaña, desea ser el conjunto de los dioses, manda que se le erijan doce altares. Cuando Hermes en la noche arcadia prepara sabiamente el sacrificio de las vacas de Apolo con la esperanza de ser


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reconocido olímpico de pleno derecho, divide las víctimas en doce partes 2I, dado que en total hay doce dioses cuando se les considera como una totalidad. Y es que al parecer se les llama los Doce desde el siglo VII en Délos, Olimpia, Atenas y Cos 22. Doce dioses en un solo altar como el que se erige en el ágora de Atenas, fundado por Pisístrato el Joven, nieto del tirano 23, distribuidos generalmente en seis parejas o en cuatro tríadas. En Délos, el Dódekátbeon, el primitivo santuario traza­ do en la prolongación del dominio de Leto, del Lstdon, se presenta como un espacio cerrado, un témenos, con cuatro altares de tres dioses 24. La primera tríada la componen Zeus, Hera y Atenea: el Soberano de los dioses, su esposa legíti­ ma y la hija nacida de su padre. El segundo grupo es Deméter, Core y Zeus Eubuleo: la divinidad de la tierra cul­ tivada, su hija, esposa del dios de los muertos, y un Zeus del Buen Consejo que reina en el mundo infernal. La ter­ cera tríada está formada por Leto, Apolo y Artemisa: célula inicial en Délos, lugar de nacimiento de los hijos de Leto. El cuarto y último grupo no tiene rostros. En Olimpia, Heracles se halla como fundador de altares y de los juegos de dicha ciudad. Junto a la tumba de Pélope, el hijo de Zeus funda y consagra seis altares para los Doce 25. Quizá los reuniera en un mismo recinto como el que «mi­ dió* 26 para el santuario de Zeus llamado de Olimpia y homónimo del olímpico. La inauguración de los juegos y de los santuarios se hace en presencia del Destino, de las Moirai, las Moiras, y del Tiempo, el dios Crono, el «que, solo, da testimonio de la auténtica verdad» 27. Seis parejas instaladas por Heracles, que inspirado por las circunstancias se convierte en teólogo. El río Alfeo, al que le gusta re­ montarse hacia su punto de nacimiento, forma parte de los Doce, y comparte un altar con Artemisa, diosa a la que arde en deseos de estrechar en sus brazos de río oceánico 28. Hay otras parejas que también confirman una complementariedad que se repite en toda Grecia: Hermes y Apolo; las Cárites (las Gracias) y Dioniso; Zeus Olympios y Poseidón, Crono y Rea venerados por sus nietos. Y, finalmente, la


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pareja femenina: Hera y Atenea, una alianza de poderes. Por lo tanto un mismo dios puede ocupar entre Olimpia, Cos y una lista de lugares sin ubicación definida 29 tres posiciones fundamentales en cuanto a su definición clasificatoria. Hermes y Afrodita en compañía de Ares forman un triángulo evocado por Apolo en la comedia de Demódoco sobre los amores de Ares y Afrodita, con Hefesto en el papel de gran cornudo 30. En Cos, Hermes responde a Dioniso, su cómplice en más de una ocasión. Mientras que, sin embargo, en Olimpia el hermano menor vuelve a en­ contrar al gran hermano Apolo en contra del cual, pero también junto a quien, Hermes consigue que se le reconoz­ can sus privilegios de olímpico 31. Del mismo modo Apolo se desplaza entre Artemisa, Leto-Artemisa, Hermes o Poseidón, el tío respetado, el compañero de exilio y el cola­ borador en los grandes proyectos de fundación 32. A veces, los Doce son simplemente estatuas sin un altar fijo, sin recinto ni santuario: estatuas que van en procesión el día de la fiesta de Zeus, el Salvador de la ciudad, SOsípolis, en Magnesia del Meandro 33. Mientras que en Megara sus efigies están al abrigo en el santuario de Artemisa Salvado­ ra, Sdteira 34. Los Doce en su totalidad alternan en el altar, el santuario-recinto y el templo-habitación. Algunos san­ tuarios pueden englobar no sólo varios altares sino varios templos. Y el mismo templo puede albergar, aún mejor que un altar, tres dioses, la tríada de los focenses, en el camino que lleva de Aulide a Delfos, en donde Zeus se sitúa entre Hera y Atenea, en el lugar reservado a las asambleas comu­ nes de la gente de Fócide 3S. O bien en Lesbos, en el país de Alceo 36, hallamos una trinidad francamente perversa for­ mada por Zeus dominante junto a una Hera Generadora de todo, la Genétbla, que a su vez se halla junto a Dioniso, quien se proclama hijo de Thyéne, de su madre mortal, pero aquí bajo su nombre divino 37. Es, pues, una trinidad en la que surgen múltiples conflictos: por una parte entre los esposos soberanos y por otra entre la madrastra y el hijo de Zeus, quien no obstante se hace llamar «hijo de su madre» 38. Es decir, antagonismos a plena luz, una


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sagrada familia empuñando armas venenosas en pleno fron­ tón. Configuración de dioses y jerarqu ía de poderes Sin embargo, hay otras coexistencias menos apasionadas y más intelectuales: la de Hermes y Afrodita en el templo de Apolo en Argos 39. En él, Apolo desempeña la función de políade, dios soberano de la ciudad, pero es también el dios que acompaña a un lobo, Lykeios, como recuerdo de la victoria de Dánao, el padre de las Danaides, que llegó al exilio como un lobo que se apodera de la ciudad. En la memoria de Argos, el Apolo de los lobos interviene aún como un dios terrible y sediento de venganza. ¿Qué hacen ahí Afrodita y Hermes? ¿N o será Afrodita la Persuasión que va en ayuda de Hipermestra, la Danaide que salva la vida de su primo en aquella sangrienta noche en contra de la orden de su padre? ¿No se trata también del Hermes de amorosas pláticas, el dios que susurra al oído de Afrodita, como preludio al placer sexual, al erotismo en el que ambos son reputados expertos? Extrañas genealogías se inscriben en lugares secretos. En el «demo» —que nosotros llamaríamos cantón— de Colo­ no, el de Edipo, en los márgenes del dominio de Atenea, existe un santuario-recinto, un témenos, consagrado a la di­ vinidad que da nombre a la ciudad de Atenas, que encierra una antigua estatua de Prometeo en un altar. Pero en la parte inferior del altar se ve un bajorrelieve en el que está esculpido, como réplica al altar de Prometeo, del Titán, el inventor del fuego y de sus artes, otro altar, esta vez co­ mún, compartido por Hefesto y Atenea. Hefesto sujeta el cetro como primogénito. Se trata de Hefesto el Antiguo, responsable del saber y el pensamiento de Prometeo; ambos están en un nivel inferior dominados por la Atenea Sobe­ rana del santuario, mostrando así la diosa un aspecto jerár­ quicamente superior, aun siendo la hermana menor de aquel que lleva el cetro 40.


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Hermcs, en actitud de «pregonero» y dando paso a una escena que pre­ side Apolo. Está tocando la cítara pero se vuelve hacia una ménade que sostiene unos crótalos (instrumento de música báquico), con un seno al descubierto. La ménade mira al otro ángulo de la escena, a un personaje simétrico a Hermes, Dioniso, el dios de la crátera con la copa en alto. An­ fora de Nikóxenos, hacia el siglo V antes de J. C. Staatliche Antikensammlungen, Munich, F. Hirmer.

Se pueden leer otras estructuras elementales en las for­ mas de sacrificio, bien enunciadas en la descripción de un observador de rituales como los que existían ya desde el siglo V, o bien anotadas más escuetamente en el reglamento de un santuario o en el calendario de sacrificios. Los gestos, el contenido de una libación, la manera de hacer el fuego con determinada madera, de quemar, comer o separar cierta parte de la víctima son otros tantos procedimientos para recordar en el sacrificio, con ocasión de una fiesta anual o de un servicio regular, unas jerarquías entre divinidades, unas formas de subordinación circunstanciales de una res­ pecto a otra. Del mismo modo que puede remarcar el doble


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carácter de una divinidad singular y su ambivalencia en una de sus funciones, o la capacidad de una misma divinidad para combinar dos rangos, de pasar de un nivel a otro, ya sea en rituales próximos pero distintos, ya sea dentro del mismo espacio de sacrificio. A mitad del siglo V, en un extenso documento, la asam­ blea de los argivos redacta un protocolo de acuerdo entre la ciudad-madre Argos y dos de sus plazas cretenses, Tiliso y Cnoso 4I. Un protocolo que concede un lugar importante a las relaciones entre Hera, soberana de Argos, y los san­ tuarios cretenses de Zeus Machanéus y de Ares junto a Afrodita. Si se sacrifican a Zeus Machanéus sesenta carne­ ros, Hera recibirá sesenta piernas de cordero, una por víc­ tima, parte escogida y de honor del animal que se reserva para el sacerdote o bien para la divinidad 42. En ese mismo texto se acuerda que cada vez que se sacrifique una oveja a Artemisa Ortia de Argos, Apolo debe recibir un carnero 43, sin duda alguna en el santuario de su hermana. Hacer un sacrificio a un dios en el altar de otro pone de manifiesto un sentido de jerarquía, jerarquía que puede ser de un lugar y de un día: en Magnesia del Meandro, Apolo Pitio recibe un sacrificio en el altar de Artemisa el día del ritual dedi­ cado conjuntamente a Zeus Sósípolis, el Zeus Salvador de la ciudad, a Artemisa Leukóphrys y al Pitio 44; mientras que Apolo, fundador de la ciudad de Magnesia, preside junto a Dioniso un poblado panteón 4S. Zeus recibirá tantos sacri­ ficios en altares ajenos que se llegará a llamar en esos casos el Zeus de Hera, Zeus Heraios o Zeus de Deméter, Zeus Damátrios 46. De nuevo Zeus, pero ahora dividido en su propio ritual cuando se presenta como Meilíchios, a un tiempo el Bené­ volo y el dios-de-la-miel 47. Zeus tiene dos caras: es el po­ der de las alturas y la divinidad de los infiernos. El calen­ dario de Erquia, en el Atica, prevé un ritual en dos tiempos, separados por el momento de consumir las visceras asadas (las splánchna): antes de comer los trozos de carne ensar­ tada no tiene que haber ninguna libación de vino, como corresponde a un dios ctónico y cuyo epíteto de Meilíchios


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indica una preferencia por la miel o el aguamiel 48. El vino está permitido en cuanto se entra en la segunda fase, la de repartición de la carne, bajo el signo del Benévolo y del olímpico. Son, pues, dos aspectos de una misma divinidad: lo infernal en el dios del Olimpo, en un ritual donde pre­ domina lo olímpico y donde se consume la carne de la víctima. El vino es lo único que marca la diferencia entre las dos caras de Zeus: ausente o presente. Veamos un nuevo procedimiento para la Afrodita de Sición 49. Un santuario cuyo acceso está reservado a dos mujeres: una casada, pero que una vez que ocupa su puesto no puede tener relación alguna con hombres. En tanto que «Neócora» es la responsable del santuario. La otra es una virgen, una parthénos; ejerce un sacerdocio anual, es la que lleva el agua del baño y se la denomina loutrophóre. A la Afrodita de Sición se la mira de lejos, desde el infranquea­ ble umbral. Las dos mujeres ejecutan el ceremonial en dos tiempos y en tres niveles. Los muslos de las víctimas se asan a la manera olímpica, es decir, enviando vapores a la diosa que está en lo alto. El resto del animal, o sea prácticamente todo, se echa a las llamas alimentadas con madera de ene­ bro; holocausto, pues, al modo ctónico. Pero esta separa­ ción del rito entre aspecto olímpico e infernal se ve corre­ gido por un detalle. Existe una planta llamada paidérds, «apasionado deseo de un cuerpo», que crece únicamente ahí, alrededor de la estatua y del altar. Las oficiantes reco­ gen una hoja y la colocan sobre el muslo cuyo humo as­ ciende hasta Afrodita. La hoja de paidérós no es aromática; es bicolor, clara por un lado y oscura por el otro, como la hoja del álamo blanco, el árbol que crece en el mundo in­ fernal 50. Los dos aspectos de Afrodita están reunidos en el nivel olímpico, en las manos de Afrodita la Antigua, la Ne­ gra de cabeza coronada que sujeta la adormidera y la man­ zana. También en Sición, Heracles propone una configuración de sacrificio próximo, aunque algo diferente 51. Se organiza teniendo en cuenta su doble origen y sus dos rangos: los habitantes de Sición tienen por costumbre rendirle culto


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según el rito reservado a los héroes. Un hijo de Heracles llamado Festo, convertido en rey de Sición, se niega a se­ guir la costumbre: Heracles es un dios y por tanto hay que hacer los sacrificios según el rito divino. De ahí que, desde los tiempos de Pausanias, los ciudadanos de Sición empie­ cen por quemar las piernas en el altar a la manera olímpica, cuando degüellan corderos para Heracles. En cuanto al res­ to de la carne, sigue un doble proceso: una mitad se con­ sume una vez que se ha ofrecido su parte a los dioses, mientras que la otra se consagra según el rito heroico, es decir, que no se reserva nada para los mortales y es des­ truida por completo. Por lo tanto, se trata también de un ritual en dos tiempos, en el que la segunda fase, la de las prácticas alimenticias, enuncia las dos naturalezas de Hera­ cles, dando preeminencia al olímpico respecto al heroico. La dualidad heracliana se percibe incluso en los dos nom­ bres que se dan a la fiesta cuya duración es de dos días: el primero es Herácleia, y el otro, que no ha llegado a nues­ tros días, debía de referirse o bien a la historia de Festo, o bien al nombre divino de Heracles 52. El olímpico, que se desposa con la Juventud, Hebe, y se convierte en inmortal, mantiene en su ritual los signos de su doble rango, pero englobándolos en el nivel divino, según la orientación de sus trabajos y de una vida dedicada a hacer reconocer su calidad de hijo de Zeus. Es un modelo jerárquico que riva­ liza con el modelo dualista aprobado por Herodoto de Halicarnaso. El historiador comenta sus investigaciones: Considero muy sabia la conducta de aquellos griegos que han dedicado santuarios a dos Heracles y ofrecen a uno ac ellos, lla­ mado Olímpico, sacrificios como los que corresponden a un in­ mortal, mientras que al otro le rinden honores fúnebres como a un héroe 53. Se produce una división en el espacio y en la topografía social y religiosa de la ciudad de Tasos, perfectamente co­ nocida por Herodoto y estudiada por J. Pouilloux. En el ágora, el Heracles Olímpico recibe las ofrendas a la manera divina, mientras que, próximo a las puertas, como defensor


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de la ciudad y experto guerrero, el héroe Heracles preside los sacrificios de las víctimas degolladas y consumidas por completo 54. En los comienzos de Grecia, las ciudades surgen de la tierra y los dioses brotan por doquier. Se produce una do­ ble germinación. Aparecen ciudades a centenares: la mayo­ ría son minúsculas, con menos de mil habitantes, y como territorio tienen un pequeño valle de cultivo, o bien una llanura costera. Algunas están encajadas en otras, en forma de fratrías, de grupos de hermanos, y de demos, pequeñas unidades territoriales. Pero en todas ellas abundan los dio­ ses. Cada una despliega sus estructuras de lo invisible, edi­ fica para sí unas arquitecturas de divinidades, organiza com­ plejos panteones locales que parecen tan autónomos como cada ciudad en su deseo de autarquía y totalidad. Y al igual que las ciudades, sea cual fuere su tamaño, parecen ofrecer todas ellas los mismos rasgos morfológicos, los poderes di­ vinos, independientemente de su concreción y su singulari­ dad anclada en el detalle del paisaje, presentan estructuras comunes, se responden de una ciudad a otra y parecen des­ plegarse según el mismo principio. Se trata de un moderado principio de abstracción con variaciones muy matizadas de microsociedades de dioses, héroes, heroínas y demonios y, por otra parte, rigen unos enunciados panhelénicos que ven cómo rivalizan los Doce dioses, el Hogar público y su dios o diosa Poliade, o bien el Hellénion, es decir, el santuario común de todos los griegos, el helenismo como poder di­ vino, a menos que, como en el santuario de Delfos, las formas del mundo divino cristalicen en torno a la pareja esencial de Apolo y Dioniso. Se trata de un politeísmo cuya estructura es lo suficien­ temente flexible como para amoldarse a las obligaciones de las pequeñas comunidades rivales e independientes y, a un tiempo, lo suficientemente poderoso para constituir un mundo de formas sometido a sus propias reglas, así como unos valores compartidos por el conjunto del mundo griego.


CAPITULO XI

EL COM ERCIO DE LOS DIOSES

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N TA Ñ O , en un tiempo que parece anterior al advenimiento de los dioses ciudadanos, las divini­ dades tenían la costumbre de salir juntas del Olimpo co una periodicidad regular. Descansaban de los asuntos co­ rrientes y de las preocupaciones cotidianas de sus asambleas. Se iban a un extremo del mundo, junto al Océano, en di­ rección al país de los etíopes, bien hacia Poniente bien hacia Levante. Un largo fin de semana en el que celebraban ban­ quetes con los hombres irreprochables llamados «caras que­ madas» (Aithíopes, etíopes) debido a la proximidad del sol al amanecer y al atardecer ’ . Gozaban del placer de los ban­ quetes como en los tiempos de la edad de oro: sentados a la misma mesa asistían a perfectas hecatombes; dioses y etíopes juntos; un festín común para los hombres «caras quemadas» y los olímpicos 2. Los dioses del Olimpo, des­ cansados y quizá algo más morenos, volvían a sus activida­ des con los otros humanos, a buen seguro menos irreprocha­ bles. Más tarde las costumbres cambiarán bastante. Hay dis­ putas en la plaza pública, impera la injusticia: ha comenza­ do la edad del hierro. Hesíodo, el teólogo de Ascra, anuncia la desaparición de los dioses y su definitiva jubilación. Ma­ ñana, las dos únicas divinidades que aún residen en la Tierra la abandonarán para siempre: «entonces, la Consciencia y


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la Vergüenza, AidSs y Némesis, ocultando la belleza de su cuerpo bajo blancos velos, subirán hacia la tribu de los in­ mortales 3. ¿Quedan los hombres definitivamente separados de los dioses? En el momento en que decenas de nuevas ciudades, de altares y santuarios elevan hacia los poderes divinos los vapores de las ofrendas, ¿resulta conveniente para los dioses compartir con unas comunidades políticas en plena expansión el vapor de los corderos y de los bueyes sacrificados casi a diario? Pero a la inversa, ¿qué griego en estos comienzos de la ciudad hubiera dado la razón a Hesíodo cuando se imagina que en honor de «reyes de injustas sentencias» y por encima de la gleba que los alimenta, in­ numerables inmortales se dedican a «vigilar las sentencias de los mortales, sus malintencionadas obras, envueltos en la bruma y yendo y viniendo (pboitán) por toda la Tie­ rra»? 4 Las ciudades griegas no viven con la obsesión de los dioses; ni los ciudadanos de Megara ni tampoco los de Siracusa se sienten dominados por unos poderes sobrenatu­ rales que espían sus actos, escuchan todas y cada una de sus palabras y ejercen como policías en todo instante. Los dio­ ses ciudadanos no son ni poderes lejanos ni divinidades ¡nvasoras, a juzgar por la manera en que los hombres se preo­ cupan por los dioses, por ofrecerles cultos y relacionarse con ellos. En griego «creer en los dioses» es una manera trivial de reconocer su presencia en la ciudad, su importancia en la vida de los hombres en sociedad y en particular cuando el grupo social se organiza en una comunidad política 5. En nuestra lengua corriente, la palabra «creer», cuando se apli­ ca a los dioses, está lo suficientemente delimitada comó para no aceptar el significado que le han atribuido otras culturas, las cuales han concebido el «creer» y la creencia según de­ cisión soberana. Por ejemplo, en la India védica donde la Creencia es una divinidad con el nombre de Sraddha b. Y en los Vedas, la Creencia rige en la celebración de los ritos; incluso siente un gran afecto por todos aquellos que ahon­ dan en los misterios del sacrificio. La Creencia ama a los obsesos del ritual, a los locos del sacrificio y les concede


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—ya sean brahmanes o dioses apasionados por el sacrifi­ cio— el reconocimiento de su capacidad para realizar el sacrificio, la acreditación en estas tareas, la «credibilidad» y la condición de expertos en los ritos de sacrificio. Por tanto, la Creencia es «inmanente al Veda en tanto que el Veda prescribe lo que hay que hacer»; es ella quien posibilita las relaciones de sacrificio; es la fuerza motriz, que reside en las palabras del Veda, en la materia vocal del rito del sacri­ ficio. Pero no hay nada en la Creencia tal y como de ella hablan los Vedas que haga alusión a un saber de lo invisible, a un modo de «creer» religioso como ha modelado la cul­ tura cristiana a través de sus teólogos del siglo XII, quienes distinguen tres grados del creer: creer que Dios existe (credere Deum) 7, el punto cero del vivir cristiano. Creer en lo que dice Dios (credere Deo), llevando al mismo tiempo una vida propia. Y el tercer grado: creer en Dios con amor (icredere in Deo) como corresponde a los verdaderos cris­ tianos. A partir del siglo XIII se produce la división entre fe implícita y fe explícita, la que el clero va a exigir que expliciten los laicos en forma de credo; una fórmula cuida­ dosamente redactada, pero para leer y pronunciar en voz alta, que profesa con un cortejo de dogmas: la Trinidad de las divinas Personas, la Encarnación, la Pasión y la Resu­ rrección, etc. Una fe que se basa en un credo obligatorio de vocación universal, en el corazón de una religión en forma de iglesia 8. Así, pues, dos modelos, el uno védico y el otro católico, pero igualmente insólitos para una sociedad que pretende dirigir en el mismo espacio social y político los asuntos de los dioses y los asuntos de los mortales, y que piensa con­ juntamente las conductas reguladas por la tradición, ya se apliquen éstas a los poderes divinos o a las relaciones so­ ciales. En este caso el «creer» griego abarca el conjunto de lo que se debe ofrecer a los dioses: sacrificios, oraciones, cantos, danzas, purificaciones, así como «ritos» de prácticas reconocidas, conforme a lo que es conveniente decir o ha­ cer 9. Es un código de buena conducta que hace referencia al orden, al mundo ordenado, a un nomos, a un orden que


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hace que, por ejemplo, los hombres no se devoren entre sí, al contrario de las fieras salvajes, y ofrezcan a los dioses un ritual perfectamente organizado 10. Pero «creer en los dio­ ses» es también una forma de decir que se está en relación con ellos y se busca su compañía, que se les frecuenta. Bus­ car y cultivar (therapéuein) la sociedad de los dioses, en el doble sentido de rendirles culto y de mantener relaciones amistosas con ellos, acudir a sus altares y frecuentar a las divinidades (phoitdn) 11 son tres formas de manifestar con sentido común que se cree en ellos, que existe una práctica social o más bien «política» como es costumbre en una ciudad. Si por casualidad dos ciudades se reconocen mutua­ mente unos derechos recíprocos, si no simétricos, prevén que los mismos ciudadanos sacrifiquen en los mismos alta­ res que los nativos y que frecuenten (phoitdn) los mismos cultos públicos y en las mismas condiciones que los ciuda­ danos de la Tierra n . «Llevar una vida de ciudadano» es estar presente en los templos y en las fiestas y tomar así mismo parte en las asambleas de deliberación y en los tribu­ nales ,J. U na práctica social: «creer en los dioses» Honrar a los dioses según la costumbre y rendirles culto es una forma de «creer» eminentemente práctica en la que los dioses están identificados con unos gestos, unas conduc­ tas, un ceremonial tanto cívico como «piadoso», un sistema de valores que impone el respeto por los antepasados, los muertos, los suplicantes, así como por los poderes divinos que garantizan el orden social y religioso. En este sentido, no «creer en los dioses» supone quedar excluido de la co­ munidad de los hombres, hundirse en la locura y entregarse a una violenta desmesura. El mito de las razas confía a los mortales de la raza de plata la urea de ilustrar el drama de la impiedad, la tragedia del insensato que no «cree en los dioses». Su vida comienza con una desgracia biológica: son niños con retraso, centenarios bajo las faldas de su madre


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y pueriles. Cuando por fin son adolescentes les invade el descomedimiento, «se niegan a ofrecer culto (therapéuein) a los inmortales o hacer sacrificios en los santos altares de los bienaventurados, según la ley de los pobladores de la Tierra» La única solución es sepultarles y recubrirlos de tierra, hacerlos desaparecer. En la ciudad y en su jurisdicción, la impiedad es un delito público. Existen por supuesto infracciones leves pe­ nalizadas y previstas por los reglamentos grabados en pie­ dra, que se encuentran en las entradas de los santuarios. Pero, si se tiene la certeza de que un ciudadano encargado del sacerdocio público o un sacerdote responsable de los misterios ha cometido una grave negligencia, será persegui­ do por un delito de impiedad. En particular cuando se trata de sacrificios ancestrales o de las ceremonias de los miste­ rios, como el de Eleusis en Atenas. En estos casos el pro­ cedimiento es idéntico al que se aplica en las revueltas re­ volucionarias: el llamado «mensaje» de urgencia ante el Con­ sejo l5. N o «rendir a los dioses» el culto adecuado supone cometer una afrenta contra la ciudad, sus principios, su mis­ ma esencia. Con Anaxágoras, los meteorólogos y ios físicos que discuten el movimiento de los astros y la naturaleza de los dioses en el cielo y con Sócrates acusado de no honrar a los dioses de la ciudad, el «creer en los dioses» se con­ vierte para una minoría de intelectuales en «creer en la exis­ tencia de los dioses» ,6. El ateo ya no es ese desgraciado ser «dejado por los dioses», como Edipo, en su máxima soledad 17. Los sofistas le han enseñado que los dioses son un fenómeno al igual que la política es una téchné, un arte, y al contribuir en la construcción de un discurso sobre los dioses, sobre la cultura y sobre el lenguaje posibilitan que Platón perfile un primer esbozo de las pruebas acerca de la existencia de los dioses. Pero la ciudad, incluso en la baja época helenística, nunca exigirá a un candidato a la magis­ tratura ni a un aspirante a la ciudadanía la confesión de su creencia en la existencia de los dioses. Permanecerá fiel a la evidencia de los dioses y a los ritmos de una liturgia de sacrificios y de fiestas en donde las creencias no están nunca


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separadas de la práctica, donde los miembros del grupo so­ cial creen en los dioses de la ciudad porque les ofrecen sacrificios, porque frecuentan sus altares y porque recono­ cen su presencia a través del conjunto de la vida social y religiosa. Por lo tanto, no existe un saber de lo invisible organizado en forma de credo y nadie se convierte o intenta que otro crea en los dioses de la ciudad. Unicamente la cualidad de ciudadano abre el camino hacia los altares al tiempo que la práctica regular de los sacrificios es la que nutre el ejercicio cotidiano de la ciudadanía. Las ciudades del mundo griego son carnívoras: la carne y los cereales ocupan el primer lugar en uii régimen alimen­ ticio que se manifiesta también en los altares y los sacrifi­ cios ,8. Es cierto que toda la población, y a diario cuando sus ingresos son modestos, come pan con pescado, calama­ res, sepias, mariscos, así como aceitunas y cebollas. Pero para este pueblo tan habituado a la mar ningún ser vivo de agua salada tiene en los altares la importancia que se le otorga a los productos de la tierra y en especial a los ani­ males de sangre caliente que gozan del privilegio de esta­ blecer la relación entre los hombres y los dioses. Incluso Poseidón, que ha recibido en herencia la extensión marina, se deleita con el olor de las hecatombes de corderos y bue­ yes, y el único pescado que llega a sus altares, pero en circunstancias excepcionales, es el atún 19 que también san­ gra y cuya sangre recuerda la de ios animales domésticos degollados antes de ser cocinados en el recinto del santua­ rio. A los ojos de otros pueblos —como por ejemplo los egipcios evocados por Herodoto 20, quienes detestan todo esto—, son tres los instrumentos que definen la manera griega de comer y de sacrificar en general: el cuchillo, el espetón y el caldero. Un cuchillo para hacer que brote la sangre de la víctima en el altar, para cortar luego los miem­ bros y dividirlos en trozos; un espetón para asar al fuego las visceras que en una primera fase comerán juntos el ofi­ ciante y aquellos que ocupan un lugar en el primer círculo; y un caldero, en fin, para guisar la carne, hacerla hervir o cocer a fuego lento antes de distribuirla entre el resto de


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los Invitados. Un sacrificio jamás debe parecerse a un cri­ men: la víctima, antes domesticada, asiente y el cuchillo escondido bajo el grano en el canasto se hunde en un ins­ tante fugaz; un único instante de dulce violencia que auto­ riza a los hombres a comer en compañía de los dioses unos animales tan semejantes a los mortales. En toda la tradición griega el hecho de comer es, en primer lugar, dividir y repartir. La comida solemne, de sa­ crificio, se llama en griego dais, festín, banquete, pero en tanto que hay repartición (dáiein, dividir, repartir)21. Un reparto y una distribución igualitaria: los festines de los dioses son banquetes en los que hay un reparto equivalente; en los altares donde se les ofrecen libaciones y vapores de grasa siempre hay dispuestas mesas «en las que todos reci­ ben su ración». Raciones idénticas en el sentido en que el reparto se hace más entre pares, que entre todos... Una precisión más: en los «banquetes a partes iguales» (dais e'isé), el concepto de igualdad está más en función de la reparti­ ción que de la parte distribuida. En efecto, en la sociedad aristocrática de la epopeya, la igualdad geométrica prevalece sobre la aritmética: las partes de honor, los muslos, los solomillos, han sido separados antes para los dioses o las personas de rango que asisten al banquete o celebran el sacrificio 22. El sacrificio, base de las relaciones entre los hombres y los dioses, cumple varias funciones. Permite pensar en los demás y en uno mismo, como lo demuestran los estudios de Herodoto que señalan la singularidad de los escitas y de los egipcios, los primeros por la manera de cocer el buey con su tripa y los segundos por la repugnancia que sienten por el cuchillo que utilizan los griegos para degollar. El sacrificio permite así mismo clasificar a los dioses, diferen­ ciarlos unos de otros, o al menos enunciar ciertas caracte­ rísticas propias de cada ser inmortal, como dos aspectos de una misma divinidad, una jerarquía circunstancial entre dos dioses o la virtud singular de uno de ellos. Sin embargo, hay que hacer una salvedad: la práctica de sacrificios no es en Grecia el ámbito adecuado para la especulación sobre los


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Detalles del vaso R ica, hidria jรณnica, 540 antes de J. C. Villa Giulia, Roma. F. A. Held-Artephot.


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dioses, como tampoco es el terreno idóneo para poner de manifiesto el sistema distintivo de las divinidades del pan­ teón. El ejercicio del sacrificio, más que marcar los rasgos diferenciales de los dioses entre sí, evidencia la proximidad y la distancia entre los hombres y los poderes divinos en general. Pero el sacrificio en el espacio de la ciudad asume también otra función más directa: señalar los derechos po­ líticos de cada uno, poner de relieve las estructuras del cuer­ po social, e incluso enunciar la naturaleza de las relaciones entre dos o más ciudades. Derechos políticos, carne y sacrificios En su sometimiento a lo político, podemos observar que la utilización que dan los griegos a la carne responde por una parte a la dialéctica y por otra, la más importante, a los pesos y medidas. Hay dos maneras de cortar un animal sacrificado y una de ellas es siguiendo las articulaciones 23. Sócrates hace un elogio a este arte en el diálogo Fedro: hay que «saber cortar en trozos según la pieza, teniendo en cuenta las articulaciones naturales» 24, sin desgarrar. Así procede el buen dialéctico que conoce el arte de dividir. Sin duda alguna lo adecuado para ofrecer al dios, al sacerdote o al invitado elegido es una pierna o el solomillo de la víctima. El segundo método requiere una menor habilidad: consiste en dividir el resto de la carne indistintamente en partes iguales 25. Partes iguales según el peso y mediante una balanza 26 que verifica la precisión de la repartición de la carne sin tener en cuenta la calidad de las partes del animal. Mediante la intervención del carnicero, el sacrificio pone en marcha un sistema de igualdad que funcionará du­ rante siglos en los sacrificios públicos, basándose en la nor­ ma de las partes iguales. A la precisión de la balanza, la democracia añade la práctica del sorteo 27, tan convincente a la hora de reafirmar la igualdad absoluta de los invitadosciudadanos. Durante estos grandes actos que incumben a toda la comunidad se recuerdan los derechos igualitarios de


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todos los ciudadanos. En los concursos en honor a Hera, los argivos ofrecían un sacrificio de «cien bueyes» cuya car­ ne se repartía entre todos los ciudadanos 28. Todos aquellos que gozaban de la ciudadanía, recibían una ración de carne de idéntico peso si no de mismo tamaño. En Délos, durante el período de la Independencia, se invitaba a todos los ciu­ dadanos al banquete de las Poséideia, la fiesta en honor a Poseidón: en esta ocasión unas mil doscientas personas re­ cibían individualmente una ración de carne; a quienes no pudieran asistir y recoger la parte que les correspondía, se ¡es asignaba su equivalente en dinero metálico 29. Así, pues, son sacrificios que hubieran permitido hacer un censo pre­ ciso anual de los ciudadanos activos en el caso de que la ciudad lo hubiera juzgado necesario, y que en ocasiones posibilitan a los historiadores modernos estimar la pobla­ ción de una comunidad política. En las Pequeñas Panateneas en honor de la diosa Ate­ nea, si bien una considerable cantidad de carne se reparte entre los ciudadanos de Atenas sin distinción, en primer lugar reciben su ración los magistrados, según su orden de importancia: cinco partes para los pritaneos, tres para los nueve arcontes, una para los tesoreros de la diosa, otra más para los hiéropes encargados de la administración de los santuarios y tres para los estrategas y los taxiarcas o jefes militares 30. Se establecen dos círculos de participantes, el primero de ellos revela la jerarquía de las magistraturas en el ámbito de la repartición del sacrificio. En otros lugares, la procesión que lleva a las víctimas hacia el altar ofrece el espectáculo de una ciudad entera conducida por sus prime­ ros magistrados, como los de Haliarto en Beocia, que llevan hacia el santuario de Apolo Ptóios un buey cuyo muslo y •parrilladas» estarán destinados al arconte, principal magis­ trado, a los tres polemarcos, jefes del ejército, y a los guar­ dianes de la Ley y el derecho de Beocia, es decir, a las autoridades políticas que deben «hallarse presentes» en el sacrificio ofrecido por la ciudad de Haliarto 31. La parte del banquete que sigue al sacrificio, el segundo círculo, es a veces objeto de una reglamentación impuesta por la econo­


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mía: los ciudadanos comerán por tribus y, en la tribu, por «grupos familiares», «asociaciones de vecindad» y «fami­ lias» 32. Además de estos sacrificios plenarios, pero espaciados en el tiempo, existen unos sacrificios diarios celebrados por los representantes de la ciudad en torno al altar en el que arde el fuego público, el altar de Hestia, el Hogar común 3}. Reunidos corporativamente, los ciudadanos ejercen las fun­ ciones de arcontes o de pritaneos, miembros del Consejo, y comparten a diario las libaciones, la sal y las víctimas sacrificadas a Hestia costeadas por las arcas públicas. Los magistrados en ejercicio, compañeros de mesa, instalados en la sala de banquetes en el interior o junto al pritaneo, ponen en práctica el reparto igualitario de alimentos. En Teños, en las Cicladas, en torno al arconte, el pritaneo acoge a un número que oscila entre doce y veinte páredros, compañe­ ros de mesa o invitados, en otras partes llamados «parási­ tos» en el sentido de «quienes comen con» 34, como los invitados-parásitos oficiales que se sientan en la mesa de los santuarios de Atenea, Heracles, Hera o Apolo, en casi to­ dos los rincones del mundo griego. La práctica de la comensalía forma parte del proyecto político de la ciudad: en Atenas, Solón obliga a todos los ciudadanos, por tumos, a tomar parte en los banquetes públicos. Ser parásito significa exactamente mostrar apego a la comunidad, a los «asuntos de todos» (koiná) 35. En Náucratis, al menos tres veces al año, todos los ciudadanos varones comían en el pritaneo, con las blanquísimas vestimentas pritánicas. El menú era abundante y sagrado, y se consumía por completo en el recinto de Hestia 36. La corporación política al completo consume y comparte idénticos alimentos, reafirmando así su cohesión y su unidad en torno a la idea de la ciudad en forma de Hogar público. Al igual que los lazos políticos entre ciudadanos se for­ talecen alrededor del altar y la mesa, las relaciones de los derechos entre ciudades pueden expresarse en el espacio de los sacrificios en términos de víctimas ofrecidas a los dioses y destinadas al consumo. En Lócride occidental, dos pe­


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queñas ciudades, Miania e Hipnia, establecen un convenio y graban las cláusulas de su acuerdo de sympolitía hacia el año 190 antes de nuestra era. Las respectivas aportaciones de soldados para asegurar la defensa del territorio, de jueces para regular los problemas jurídicos entre las dos comuni­ dades, de embajadores en el extranjero y de magistrados de la nueva colectividad se establecen «proporcionalmente, de acuerdo con la participación en los sacrificios», es decir, en función del número de víctimas que aporta cada una de las ciudades en las ceremonias comunes 37. También en Lócride, dos ciudades disputan en cuanto a su participación en la Anfictionía, asociación religiosa de los que viven en tor­ no a un santuario, y en particular por la divergencia de opinión de los locrios epicnemidios en la asamblea de los anfictiones. Una de ellas reivindica que le corresponde un tercio en la representación anfictiónica: «es la proporción», según consta en la sentencia arbitral publicada en Delfos, «con la que siempre hemos contribuido al suministro del ganado destinado a los sacrificios y a todas las ofrendas que anteriormente correspondían a los anfictiones» 38. El ejercicio de los sacrificios en la ciudad, cualquiera que sea su configuración en el orden público, pone en ac­ ción una manera de relacionarse con los dioses. Es un in­ tercambio que señala la diferencia en mayor medida que la distancia, tan vilipendiada por la teología de Hesíodo. Al rememorar la traición de Prometeo y sus consecuencias en el primer reparto de la víctima del sacrificio entre los dioses y los hombres, el autor de la Teogonia pone en escena el infortunio de la humanidad devorada por el hambre, con­ denada a alimentarse con la carne muerta de los animales y por esa misma razón destinada a conocer la vejez, el dete­ rioro y la muerte. Por su parte, los dioses, en apariencia engañados por la astucia de Prometeo, recibían los huesos imputrescibles recubiertos de blanca grasa y consumidos por el fuego que los transformaba en apetitosos aromas, en aromas inmateriales como corresponde a unas divinidades que habitan en las cimas del Olimpo 39. Sombría visión de Hesíodo: la edad de oro ha pasado, en adelante la distancia


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entre los hombres y los dioses se hace insalvable. Pero la ciudad no está de acuerdo con el pesimismo del teólogo de Ascra, y prefiere creer que los hombres y los dioses, con sus diferencias, han nacido de la misma madre, y que unos y otros forman parte del mundo incluso aunque las dos razas, en un momento de la historia, se separaran en el curso de su respectiva diferenciación.

Presencia de los dioses Varios datos del ritual del sacrificio parecen indicar que los dioses toman parte en la ceremonia, que asisten a la matanza de las víctimas y que en cierto modo participan en la fiesta y el banquete de los humanos en la ciudad 40. En primer lugar está el rito de la llamada, la invocación dirigida a la divinidad del altar, al dios del santuario, al poder divino que habita en el templo. Se le pide que venga, se aproxime y se muestre, que aparezca en el templo, junto al altar, en el lugar del sacrificio 41. Algunos himnos de Calimaco están compuestos como cantos de «advenimiento» y celebran la llegada del dios, su epidemia, es decir, su presencia en el lugar, o bien su epifanía el día de la fiesta o del sacrificio en su honor. En Cirene, el laurel de Apolo se estremece, todo el templo se pone a temblar, las llaves del santuario giran por sí solas y los pies de Febo tropiezan con las puer­ tas. «Apolo se muestra..., se aparece a los mejores y quien le ve se engrandece.» 42 En Olimpia, en la ciudad de los eleos, el Colegio de las Dieciséis Sacerdotisas invoca a Dioniso el día de la fiesta llamada del Surtidor, cuando el vino se pone misteriosamente a hervir en las cubas detrás de las puertas cerradas de la morada del dios. Le invitan a venir al templo puro de los eleos, «brincando con pezuña de toro» y todos los años cantan las mismas fórmulas, anotadas por un oficiante y conservadas por Plutarco 43. Y al igual que Apolo se muestra y está presente en su templo de Cirene, Dioniso al parecer se manifiesta entre los eleos durante la


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fiesta del Surtidor y de los Brincos (epiphoitan) 44 con los fieles de esta ciudad. Parusía e intercambio. El segundo indicio que aponan los teóricos griegos de la fiesta, en particular Platón, el autor de las Leyes, es el siguiente: Un día los dioses se apiadaron de la raza de los hombres condenada por naturaleza al trabajo, e instituyeron para ella, como tregua a sus penalidades, los intercambios festivos con los dioses, y les dieron como compañeros de alegría a las Musas, a Apolo Musageta y a Dioniso, a fin de que estas divinidades controlaran la rectitud y el modo de guiarse durante estas fiestas celebradas en compañía de los dioses 45. Plutarco insistirá en la firme creencia general de que los dioses están presentes en las fiestas y en los banquetes 46, y que se establece contacto con ellos 47 mediante las ofren­ das, las oraciones y todo el ritual del sacrificio. Los hom­ bres y los dioses mantienen «una mutua relación» 48 de ale­ gría y placer compartido en el ámbito del sacrificio. Los dioses están presentes en los banquetes de las fiestas que los griegos llaman «taifas», que proviene de Taifa, una de las Es­ taciones o una de las Gracias, llamadas Chantes 49. Son «festi­ nes para los dioses» y «festines de dioses», hasta el punto de que cierto día Dais Tháleia (Banquete de fiesta) fue con­ sagrada como «la imagen más antigua de las divinidades» 50. Las leyes de sacrificio y los reglamentos de los santua­ rios confirman la presencia de los dioses en torno a los olorosos altares. Con más exactitud: en la mesa dispuesta junto al fuego en el que se consume una parte de lo que les corresponde a ios dioses. Otras se depositan en la mesa y en las inscripciones se denominan «la ración sagrada», «la porción del dios» o simplemente «las panes de la mesa». En más de una ocasión vemos a los sacerdotes o a los ayu­ dantes «preparar la mesa», «adornar la mesa» y «servir la mesa» para los dioses. La ración de ios dioses está junto a la del sacerdote, a su vez bien servido con trozos selectos a los que en algunos casos se añade «la porción del dios», que pasa de una mesa a otra 51. Así ocurre en las fiestas


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Los dioses en un sacrificio. Apolo coronado con laurel se halla en su san­ tuario. El omphalós revela el carácter oracular de este dios que ve llegar la procesión de sacrificio hacia él y hacia sus altares. Crátera firmada Kleophón, 440 antes de J. C. Museo Nacional, Ferrara. F. A. HeldArtcphot.


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llamadas Theoxénia o Theodáisia cuando los dioses son re­ cibidos como huéspedes y son acogidos en las ciudades en las que, según dicen, viven en persona, o bien cuando ellos mismos son anfitriones como el Apolo de Delfos. La mesa acoge tanto a los dioses del Olimpo como a los héroes y al conjunto de los ciudadanos invitados al festín 52. Son sacrificios de excepción, pero ejemplares por la pre­ sencia conjunta de hombres y dioses en torno a los altares. Presencia que parece ser natural para los feacios, tan fami­ liarizados con los dioses que si casualmente uno de ellos al caminar en solitario se encuentra a un individuo, éste no se oculta sino que le saluda con la mayor amabilidad. «Es costumbre que los dioses se nos aparezcan en persona en las magníficas hecatombes, coman junto a nosotros y se sienten a nuestro lado.» 53 La mesa es la misma y los asien­ tos comunes. Cuando el rey de los feacios hace esta cons­ tatación en la que insiste en la comensalía de la especie humana y la raza de los dioses, no está evocando en abso­ luto una edad de oro ni tampoco tiempos pasados. El dios a quien se destinan las hecatombes y los espléndidos sacri­ ficios está normalmente presente en la tradición épica: res­ ponde a la llamada de la oración y de los vapores que suben del altar, «está delante» 54 de las víctimas animales: Atenea, por ejemplo, junto al palacio de Néstor en el sacrificio de la ternera de un año cuyos cuernos habían sido cubiertos de oro antes de entregarla al hacha y al cuchillo en honor a la hija de Zeus. O bien Apolo cuando al principio de la Ilíada todos esperan que, como de costumbre, «asista» a la ofrenda de corderos y cabras cuyos vapores tanto le rego­ cijan. El dios se presenta de frente como nos lo muestran las imágenes de los vasos en los que camina la procesión del sacrificio en dirección al altar; donde la espera un poder divino vuelto hacia los sacrificantes 55. O bien también Poseidón en los banquetes de los lejanos etíopes: «hallándose delante» de los toros y los corderos de la hecatombe, este dios está presente en un festín volcado en el placer del per­ fecto sacrificio. Y por lo menos hasta el siglo III de nuestra era, las ciudades de Grecia y de Asia Menor 56 van a asociar


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las manifestaciones de los dioses, sus resplandecientes epi­ fanías en las mesas, los altares y las liturgias festivas que no cesan de ofrecerse, a sus dioses y al conjunto de todos aquellos que llevan una vida de ciudadano.


CAPITULO XII

D EL ALTAR AL TERRITORIO: EL HABITAT DE LOS PODERES DIVINOS

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fínales del siglo IV antes de nuestra era, la ciudad de Colofón, en Asia Menor, entre Esmima y Efeso, recobra la libertad —lo que agradece a Alejandro y m aún a Antígono— y decide englobar en sus murallas a «la antigua ciudad» en ruinas y, al parecer, abandonada desde hace mucho tiempo '. En la antigua ciudad de Colofón, la del filósofo Jenófanes y el poeta Mimnermo, los antepasa­ dos habían «fundado» los templos y «consagrado» los alta­ res «con el permiso de los dioses». Una comisión de diez miembros va a dirigir los trabajos de urbanismo para esta­ blecer, de acuerdo con el arquitecto elegido, el trazado de las calles y la parcelación, reservando un lugar para el agora, los talleres y todos los terrenos públicos necesarios. Pero, antes de esto, la asamblea decide hacer un recorrido por los altares erigidos por sus antepasados y realizar los tradicio­ nales sacrificios. Bajo el mando del sacerdote de Apolo, los sacerdotes, las sacerdotisas y el prítano —supremo magis­ trado, rodeado del Consejo y acompañado por los diez res­ ponsables del proyecto— se dirigen a la antigua agora para ofrecer sacrificios «en los altares que los antepasados deja­ ran a sus descendientes para orar al Zeus Salvador, a Poseidón de sólida base, a Apolo de Claro, a la Madre llamada Antáia, “la que aparece de frente”, a Atenea Poliade y a los otros dioses, a todos y todas, así como a los héroes y a


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quienes poseen la ciudad y el territorio». Se vuelve a fundar la ciudad de los antepasados cuyas tierras, al ser nuevamen­ te comunales, se ponen en venta en lugar de ser distribuidas como hubiera ocurrido en una ciudad de nueva implanta­ ción. Pero antes se despierta a los antiguos dioses, se les reanima con oraciones y sacrificios y se les restituye en sus templos y altares, en los emplazamientos que les eran pro­ pios. Se devuelve la ciudad y el territorio de la antigua Co­ lofón a los héroes, a los poderes del lugar, a las fuerzas del territorio, otra vez en activo tras un período de latencia. Así, en el momento en que Antígono, dueño de Asia, pro­ clama la libertad de las ciudades griegas, los dioses, las dio­ sas y los héroes de Colofón vuelven a encontrar altares, santuarios y templos. Esto sucede de manera muy sencilla: se hacen nuevos sacrificios para los antiguos dioses y para los héroes de antaño que, por cierto, son los mismos que los de la nueva ciudad. Sin embargo, el procedimiento es diferente cuando tiene lugar la refundación de Mesene bajo la dirección de Epaminondas, después de la batalla de Leuctra, en el año 371 antes de nuestra era 2. Se produce la derrota de Esparta, que había esclavizado a los habitantes de la región de Mesenia con gran dureza en guerras sucesivas, hasta la desaparición de la última fortaleza. Tras la victoria de Tebas, se llama de inmediato a los supervivientes, a los emigrados de Mesenia dispersos por los confines del mundo. Un sacerdote de Deméter anuncia en sueños a Epaminondas que los dioses ya no están furiosos y que el resentimiento de los Dióscuros ofendidos por dos jóvenes mesemos ha sido aplacado. Otro sueño revela el emplazamiento de la nueva Mesene en el monte ¡tome, ahí donde una noche anterior al inevitable final el último rey de los mesemos había escondido el ta­ lismán que aseguraba el renacer de su pueblo 3. En una urna de bronce se guardaban delgadas hojas de estaño enrolladas como hojas de papiro en las que estaban escritos los mis­ terios de las grandes diosas. Los mesenios aceptan ese lugar y Epaminondas convoca a los adivinos para saber si los dioses a su vez «desean residir ahí». Los adivinos hacen el


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sacrificio, ios signos son favorables y por lo tanto puede empezar la fundación. Se llama a hombres especialistas, «gente hábil en el trazado de calles, vías de comunicación, en edificar santuarios y viviendas y rodear la ciudad de murallas». A los arquitectos y urbanistas les ayudan traba­ jadores del oficio. Antes de ponerse a la obra, Epaminondas y los cofundadores de Mesene se vuelven hacia los dioses, esas divini­ dades a quienes han interrogado y han aceptado el nuevo territorio elegido por los mesemos. Los tebanos, los argivos y los mesenios van conjuntamente a ofrecer víctimas a los dioses: Epaminondas y sus hombres hacen sacrificios a Dioniso y a Apolo Ismenio, a la manera tebana, como corres­ ponde a las dos mayores divinidades de Tebas. Los argivos hacen lo propio para los dioses soberanos de Argos: Hera Argiva y Zeus de Nemea. Los mesenios, por su parte, se dirigen al Zeus del Itome y a los Dióscuros. Sus sacerdotes cumplen igualmente con los sacrificios que se les deben a las grandes diosas, cuyos misterios están tan íntimamente ligados a la supervivencia y al renacimiento del pueblo mesenio, sin olvidar a Caucón, el introductor de estos miste­ rios en Mesenia. Sus grandes dioses se hallan de vuelta en compañía de las divinidades mayores de los argivos y de los tebanos, los cuales se han comprometido activamente en la fundación de la nueva ciudad. Mesenios, tebanos y argivos, juntos y uniendo sus voces, van a llamar a los héroes para pedirles que vuelvan «a vivir con ellos». En primer lugar a Mesene, hija de Tríopas, la heroína-topónima, la divinidad de la tierra de Mesenia; después a Eurito, Afareo y sus hijos, los grandes antepasados del pueblo mesenio, así como a los hijos de Heracles, Cresfontes y Epito, asociados a la más antigua ocupación de Mesenia. El héroe más intensa­ mente aclamado por todos fue el de la última resistencia de Mesenia: Aristómenes. El día entero se dedicó a las oraciones y los sacrificios. Desde hacía tres siglos —dice Pausanias—, los últimos me­ senios vivían en el exilio, lejos del Peloponeso. Al parecer, los dioses también regresan del destierro. Mientras en la


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antigua ciudad de Colofón habían sido privados de sus he­ rederos en los primeros altares y otros les habían relevado en la nueva ciudad, en Mesenia, por el contrario, los ciu­ dadanos habían desaparecido y quienes alimentaban a los dioses de la ciudad y quemaban las víctimas degolladas en . honor de los héroes del país se hallaban ausentes del terri­ torio 4. Colofón, como Mesenia, es tierra griega, donde des­ de la segunda mitad del siglo VIII los héroes locales, los pequeños «dioses de la tierra», reciben culto por lo general cerca de una tumba, para nosotros micénica y que para los contemporáneos indica la señal visible de un hombre de antaño, un testigo de la edad heroica, cantado por los aedos en las epopeyas s. De ahí la importancia en Mesenia, en Colofón y en todo el antiguo territorio griego de estos hé­ roes «que poseen la ciudad y el territorio». Héroes de la patria chica, poderes de la tierra que llevan sin complejo el nombre de determinado lugar, héroes-topónimos próximos, a otros cuya genealogía, de importancia similar, se remonta a Heracles en el mejor de los casos. Y la razón por la que a su regreso los mesemos les invocan tan intensamente a la hora en que declina el sol es porque los héroes de antaño «vivían con ellos» (el mismo verbo significa al mismo tiem­ po «casarse, vivir juntos») 6 y constituían el arraigo, las raí­ ces de una comunidad en su territorio. Cuando Epaminondas pregunta a los dioses de los me­ semos si desean habitar 7 en el emplazamiento de la nueva Mesene, la pregunta no es nada teórica: los dioses son au­ tónomos y podrían rechazar el lugar, pero ellos son ya los dioses «del país» (enchórioi), los poderes que poseen el te­ rritorio desde siempre o, al menos, hasta donde se remonta la memoria del hombre. No ocurre lo mismo si, en lugar de volver a fundar una antigua ciudad que ha decaído o se ha degradado, el fun­ dador emprende los planos de una ciudad completamente nueva 8. Y tanto más si ésta se sitúa en tierras extranjeras, en las costas del sur de Italia o en Sicilia, allí donde, desde el siglo VIII, los griegos ponen en práctica la fundación a la manera de los feacios y de Nausítoo. El procedimiento pa­


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rece ser completamente diferente: el fundador de una colo­ nia no se preocupa por saber si los dioses, los que trae consigo, desean o no habitar la llanura o la montaña en donde piensa erigir los altares y santuarios; y cuando de­ sembarca tampoco se dirige a los eventuales «dioses del país» 9. El oráculo de Delfos ha dado plenos poderes al fundador: Apolo. Al otorgarle su conformidad, habla en nombre de todos los dioses y, en primer lugar, en nombre de los de la metrópoli de donde es originario el fundador. En cuanto al lejano país hacia el cual se dirigen los navios griegos, se trata en principio de una tierra sin ocupantes, vacía y desierta desde siempre 10. ¿De qué «dioses del país» habrían, pues, de preocuparse? Los santuarios que el fun­ dador va a levantar, los altares que va a construir y los templos que va a edificar están reservados a los dioses de la ciudad, a los poderes que a partir de entonces se conver­ tirán en los dioses «que poseen el país y la ciudad». D el altar a la ciudad El altar, el santuario y el templo son otras tantas formas que se destacan con nitidez en el horizonte de una funda­ ción, en un espacio recientemente organizado. En primer lugar el altar, pues es un lugar escogido para la divinidad: ahí encuentra los vapores de los sacrificios cada vez que acude " . Para cualquier poder divino, constituye la base idónea para las ofrendas del vino, la grasa y los banquetes a partes iguales ,2. Se erige en el dominio reservado a los dioses, en el espacio «recortado» para ellos, lo que los grie­ gos llaman témenos (del verbo témnein, recortar) 13. Los más antiguos altares edificados son los de Samos en el san­ tuario de Hera, contemporáneos de los descritos en la lita­ da y la Odisea H. Desde el siglo VIII antes de nuestra era, un altar griego se define por una serie de rasgos y en primer lugar por su naturaleza arquitectónica. Se trata de una cons­ trucción, por muy modesta que sea, con elementos entre­ lazados de cuernos de las víctimas, escalonamientos de pie-


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Cabeza de Apolo. Siglo v antes de J. C. AP.


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dras brutas o un delicado trabajo realizado por expertos en «aquello que está bien construido con líneas regulares y superpuestas» ,5. Por otra parte, el altar incita al movimien­ to: se dirigen hacia él, se depositan ofrendas o partes de las víctimas en la mesa y se va en procesión a su alrededor siempre que hay un sacrificio ,6. La tercera característica del altar aparece en el discurso de la epopeya: algunos dio­ ses le prestan más atención que otros. Por ejemplo, Apolo: los grandes rituales del sacrificio en la ¡liada se desarrollan en torno al dios del arco, el que se acerca al principio del primer canto, «semejante a la noche» 17. En el concepto global de santuario —un lugar consagra­ do a los dioses—, el altar es la parte más importante para el culto, pues permite comunicarse con los poderes divinos. El fuego se enciende en el altar y la sangre de las víctimas debe salpicarlo; ahí es donde la ración de los dioses debe ser devorada por las llamas y la de los mortales, consistente en porciones de visceras, debe ser asada antes de que el sacrificador y sus allegados la consuman en el ritual. El altar tiene vocación inaugural, en tanto que abre la instalación de un santuario y constituye la primera piedra de una nueva ciudad. Con él se inicia el proceso de formación territorial: fabricar y construir un espacio. Apolo, tras haber aceptado el emplazamiento de Delfos, se preocupa por el servicio de su santuario, se metamorfosea en delfín y salta al navio cargado de cretenses que serán sus sacerdotes, los técnicos de sus «tareas» (de un término arcaico: orgia, que procede de la familia érgon) en los altares. Lo primero que hace cuando consigue que el barco encalle en la playa es instruir a sus ocupantes sobre los trabajos rituales. Apolo manda que erijan un altar en el límite entre la tierra y el agua. Los cretenses, reunidos en torno al altar, con fuego y un sacri­ ficio de harina blanca se ponen a rezar invocando a Apolo Delfinio, a un tiempo dios de Delfos y dios del delfín (delphis). El altar así levantado en el límite del dominio de Apolo será un monumento conmemorativo bautizado como «delfinado» por el propio dios ,8. Así mismo en Naxos, los primeros colonos de Sicilia


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conducidos por Teocles, su fundador, construyeron en la orilla un altar en honor del dios de Delfos, de Apolo Arquegeta. Un altar de Apolo en el que durante siglos harán sacrificios antes de embarcarse los theórói, los embajadoresespectadores enviados por todas las ciudades griegas im­ plantadas en Sicilia para representarlos en Delfos, en el san­ tuario de Apolo ,9. Y después de Delfos, Rodas: aparece un altar, un sacri­ ficio y una ciudad. Son dos fundaciones que se escalonan: Tlepólemo evocado en la Iliada y el dios Sol en una Olím­ pica de Píndaro. Tlepólemo es violento y colérico. Un día, en Tirinto, mata al hermano bastardo de Alcmena. Tlepó­ lemo debe marcharse y el oráculo le indica la dirección de la isla del Sol. Tlepólemo se hace fundador y se convierte en Arquegeta, con un culto anual y sacrificios semejantes a los de «un dios». Pero su fundación trae el recuerdo de otra más antigua que data de la edad del Sol: el día del reparto de la tierra y de sus ciudades entre Zeus y los inmortales, el Sol estaba ausente y «nadie le adjudicó su parte». Se hablaba de volver a efectuar el sorteo cuando el Sol vislum­ bró una isla que surgía de los abismos del mar y la convirtió en su patrimonio. Los hijos del dios Sol subían hacia la Acrópolis bajo el consejo de su padre: querían ser los pri­ meros en fundar un altar y ofrecer un sacrificio en honor de Atenea, la que surge de la cabeza de Zeus; un sacrificio «sin fuego» a fin de poner los cimientos del santuario y de Rodas con sus tres ciudades, Lindo, Yáliso y Camiro 20. El altar, pues, como primer trabajo: la tierra salvaje se «pone en cultivo», se lleva a cabo un trazado y un recorrido en una porción de espacio, se marca un recinto, un límite que rodea al altar, y el sacrificador se pone rápidamente en acción, camina en círculo alrededor del altar, lo rodea y lo purifica con agua lustral y un cesto lleno de grano. Por lo tanto, del altar a la ciudad sólo hay un paso, y Apolo lo da cuando así lo desea, franqueando los santuarios que se complace en edificar. Es arquitecto y dueño de las funda­ ciones: «Siguiendo los pasos de Febo, de Apolo, los hom­ bres han aprendido a medir con cordel» 21, a dibujar el


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plano, a recortar las formas en el suelo, así como a edificar los altares, los templos y las viviendas de los hombres. Hay que rodear la ciudad con una muralla, repartir la tierra entre los ciudadanos-colonos, construir casas para los hombres, pero también edificar templos para los dioses 22: cuando Nausítoo funda la ciudad de los feacios no se olvida de reservar parcelas de tierra para los poderes divinos 23. Los dioses reciben una parte del suelo para sus altares, hacia los que se ven atraídos por los olorosos sacrificios y en donde se hacen presentes; pero este terreno sirve también para el santuario que delimita su dominio y para el templo que les «hace habitar» 24 en forma de ídolo o de estatua. Un santuario entre el lote y el patrimonio 25: témenos, una parcela de tierra separada, recortada y entregada como pri­ vilegio; en la Ilíada se adjudica a un jefe militar, Meleagro o Belerofonte, o a un dios, Zeus, en la cima del Ida, que regresa a su oloroso altar y a su «santuario» (témenos) 26 o bien al río Esperqueo que disfruta en su lugar de nacimien­ to de idéntico complejo de «santuario con altar» 27. Un al­ tar calificado por las ofrendas a los dioses, por los olorosos vapores que desprenden las sustancias quemadas. Para decir «santuario», la lengua griega utilizará después de Homero la palabra hierón, «el lugar consagrado», mar­ cado por las ceremonias del culto, en particular por los gestos del sacrificio y las víctimas ofrecidas a los dioses, también llamadas hiera. Junto al altar, en general, en frente y en la misma parcela atribuida al dios, se levanta su mo­ rada, su habitación (naos), la casa que los hombres «hacen habitar» a la divinidad consagrando para ella su figura, su imagen y su estatua. En la epopeya homérica los dioses ya conocen el templo, a veces de piedra 28, con puertas y llaves y, en su interior, una estatua, como cuando las Antiguas subían a la Acrópolis para depositar «en las rodillas» 29 de Atenea un velo ricamente bordado. A principios del siglo VIII antes de nuestra era, en la época geométrica, aparece una nueva organización del es­ pacio 30. Surge como ruptura con el modelo micénico. La mayoría de los dioses griegos ya están inscritos en tablillas


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y en los documentos administrativos de los palacios de la época micénica, pero las ofrendas registradas se depositan en las capillas domésticas, en las casas y en los palacios que albergan a los ídolos divinos al mismo tiempo que al rey, es decir, a los detentadores del poder soberano. Por el con­ trario, entre los años 800 y 750 aparecen importantes luga­ res de culto separados del hábitat de los hombres, pero al mismo tiempo accesibles a un buen número de ellos que no tienen que ser necesariamente habitantes del lugar Jl. Olim­ pia, Délos y Delfos son tres emplazamientos en los que se atesoran las ofrendas a los dioses: grandes trípodes de bron­ ce y estatuas primero en Olimpia y, hacia el año 800, en Delfos; en tomo al año 730 aparecen las primeras construc­ ciones en piedra o madera como en Eretria para el Apolo Portador de Laurel (Daphnéphóros). A menudo las ofren­ das llegan de muy lejos: de Etruria, de Italia o de la costa oeste del Adriático. Delfos, Délos y Olimpia: así empiezan los grandes san­ tuarios panhelénicos 32, acumulando objetos preciosos, los productos de una metalurgia suntuaria, las primeras crea­ ciones de un arte estatuario en el que la forma humana y la figura de los dioses se cruzan y se intercambian sin difi­ cultad. El dominio de los dioses se distingue del reino de los hombres, el santuario-témenos se halla delimitado bien por hitos, bien por un muro que lo rodea (peribolé) o bien por recipientes de agua lustral situados en las vías de acceso al terreno consagrado. Estos nuevos santuarios tienen una función de agrupación no sólo de individuos, sino de ciu­ dades o pueblos. Los grandes santuarios, en virtud de su extraterritorialidad, se convierten durante las fiestas y los juegos en lugares de asamblea. Varias localidades o «pue­ blos» de la misma región se asocian, se federan en torno a un santuario común. Forman así una amphictionía, es decir, una asociación de «quienes habitan alrededor» (amphí, al­ rededor, y -ktíones, del verbo ktízein, fundar-habitar), de vecinos que reconocen todos ellos a una divinidad y su dominio, establecida o situada fuera del territorio de cada uno de los pueblos representados 33. Cerca de Micale, en


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Asia Menor, el santuario de Poseidón Helikonios sirve de emplazamiento a la confederación jónica y celebra «la fiesta de todos los jonios», las Paniónia, cuyo acceso está abierto a todos aquellos que practican los mismos cultos. En Calauria, Poseidón reúne también a las ciudades marítimas pró­ ximas al golfo Sarónico. Cerca de Termopilas, el santuario de Démeter Pyláia congrega periódicamente a una parte de los pueblos del norte de Grecia. En todas estas ocasiones los federados son compañeros de mesa, comen y beben jun­ tos el vino de la libación, que se mezcla en una crátera común 34. A los santuarios panhelénicos de Olimpia, de Delfos y de Délos acuden numerosas ciudades, todas las que tienen la misma lengua, los mismos dioses y se reconocen como «helenas» 37. En los panegíricos se observa una voluntad de congregación y un deseo de concurrir, de competir en los juegos 36. Agón, en su acepción homérica, significa a la vez asamblea y concurso, reunión y justa, y las dos actividades se aúnan bajo la mirada de Apolo, el dios de Délos, en el Himno homérico 37; un Apolo en actitud de theorós, de espectador que se dedica a contemplar. El dios se regocija cuando se reúnen (agéirein, como hay ago­ ra y agón) los jonios de largas túnicas en las hermosas plazas (agyiá, amplia calle, que evoca al Apolo llamado agyiéus) con sus hijos y esposas, y se entregan para su placer a la lucha, la danza y los cánticos cuando organizan los juegos (agón).

Al verles así «reunidos», «se diría que son inmortales y desconocen para siempre la vejez». En el placer de las asam­ bleas y de los concursos, los humanos son semejantes a los poderes divinos y reflejan en el olímpico que les contempla su propia imagen, en medio de la asamblea de dioses, es­ pectadores soberanos, inmortales de eterna juventud.


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Singularidad, del templo griego En las moradas de los dioses nos encontramos con nu­ merosas construcciones, pero predominan tres modelos, dos de los cuales se presentan como templos «verdaderos» 38. Hay que dejar de lado el tipo de construcción llamado «te­ soro», que encierra bajo llave objetos preciosos, entre los cuales se hallan estatuas allí depositadas; también está ce­ rrado al mundo exterior, al culto o a los sacrificadores. Por su contenido, el «tesoro»-edificio hace la función de ofren­ da. El dios no habita en absoluto en un «tesoro*: no hay altar para los sacrificios ni estatua mirando a los fieles. Los verdaderos templos habitados por los dioses son de dos tipos: uno de ellos aúna en los altares y estatuas de culto los diferentes elementos de un paisaje religioso; el otro con altares exteriores, se abre hacia fuera a fin de mostrar la figura del dios y ofrecerla a la mirada de todos. El santuario llamado Erecteo en Atenas o el de Apolo en Delfos son templos-paisaje. El Eréchtheion está lleno de hornacinas, altares aglutinados, con varios dioses, antiguos reyes y venerables héroes, y en el suelo las huellas de las principales epifanías, las cicatrices de una historia, la de la autoctonía. Alberga, mejor dicho esconde —por miedo al robo—, la vieja estatua de Atenea tallada en olivo. Se dice que cayó del cielo, sin duda con razón. En Delfos, el tem­ plo está edificado en un lugar «oracular», en la profética boca de la Tierra. La gran sala, llamada Mégaron, compren­ de el hogar de Apolo Pitio, el fuego siempre encendido de Hestia y el altar de Poseidón. AI fondo, en un lugar secreto, se halla el ádyton, ’zona prohibida como el ombligo de la Tierra, el laurel sagrado, la tumba de Dioniso y la boca profética 39. Constituyen otras tantas señales del panteón de Apolo y sobre ellas velan unos sacerdotes llamados «los puros», los Hósioi. Es un templo cerrado sobre el oráculo que lo habita. Sin embargo, esto no impide que el santuario del Pitio tenga también unos altares exteriores y una amplia superficie abierta al espectáculo de los juegos para los par­ ticipantes de sus fiestas panhciénicas, en las que también se


Erecteo, pรณrtico de Lis cariรกtides, Acrรณpolis de Atenas. AP.


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hacen públicas algunas decisiones políticas y reglamentos sagrados. Precisamente, el concepto arquitectónico del segundo modelo de templo prevalece gracias a la publicidad. La es­ tatua cultual, colocada en la estancia principal, se deja ver, y el templo está construido de manera que se ponga de relieve la figura del dios, hasta el punto de que los arqui­ tectos harán desaparecer progresivamente la columnata axial, interna, a fin de trazar mediante dos series de columnas paralelas un acceso directo, al menos para la mirada, hacia la estatua casi siempre monumental 40. Se trata, pues, de dos conceptos de la figuración de los dioses 4I. El ídolo del Eréchtheion es una estatua de madera, burda, primitiva, con algo de extraño si no de inquietante; «xilografías» de dioses caídas del cielo, surgidas del mar o esculpidas por un mis­ terioso artesano. Conviene, además, que se hallen ocultas o que sólo se exhiban en ocasiones señaladas, pues provocan la locura o matan a quienes las miran a destiempo. En opo­ sición al ídolo aparece la elevada estatua de piedra, mármol o bronce entre los siglos VII y VI. Un dios erigido en medio del templo, adolescente desnudo, o una diosa, joven de in­ maculados pechos: una estatua que realza la perfección del cuerpo humano. Es, por tanto, una figuración cultual en la que los dioses habitan la forma humana en su desarrollo y en la que la estatua expuesta en medio del templo abierto «exterioriza la presencia del dios» 42. A veces ocurre que un santuario se erige en el lugar exacto en que una divinidad se ha revelado por medio de una estatua milagrosamente aparecida: es el caso de la Ar­ temisa de Efeso; su ídolo surge en la marisma de la desem­ bocadura del Caístro, y el templo ha seguido reconstruyén­ dose en el mismo emplazamiento 43, al igual que el de Delfos, siempre reedificado en la boca de la Tierra. Un histo­ riador que siga atentamente los pasos de Pausanias en ese peregrinaje casi exhaustivo por los lugares de culto de toda Grecia encontrará en algunos lugares santuarios que sólo se abren un día al año. Pero el modelo de templo implantado en un espacio imaginado vacío y orientado a la publicidad


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de los dioses y de los asuntos de la ciudad es el que impri­ me originalidad al mundo griego respecto a las civilizacio­ nes del antiguo Próximo Oriente o del hinduismo. En la tradición mesbpotámica, el rey es quien dibuja y construye el templo, pero bajo el diseño establecido por el gran dios Enki o Marduk. Al igual que los dioses de Mesopotamia inventan la Ciudad antes de crear al Hombre, así también empiezan por fundar el Templo 44, precisamente mediante el dibujo y la escritura. En el segundo milenio, en los depósitos de las bases de los templos la piedra ins­ crita va a sustituir al antiguo clavo de fijación que anclaba la morada de los dioses a la tierra. El templo, caído del cielo, va a llenarse de signos escritos, de tablillas que en las dinastías asirias se convertirán en el palimpsesto de unos santuarios siempre nuevos, aun siendo copia de otros más antiguos que se remontan a los confines del mundo divino. En el antiguo Egipto nos encontramos con una relación idéntica entre los dioses, el rey y el templo 45, pero con un impacto cosmogónico más intenso: el primer templo surge de las aguas del Caos. Se produce un primer levantamiento de tierra que emerge en el origen, una colina primordial que va a ser cubierta por el vuelo inmóvil de un ser divino, el Halcón. Cada templo consagrado por el faraón va a repro­ ducir la creación del mundo, invocando el saber de Seshat, la diosa de la escritura y del cordel. La construcción del templo se realiza según los escritos del dios-arquitecto, del arquitecto convertido en dios, Imhotep. Los dioses egipcios son siempre los maestros de obra de los santuarios habita­ dos por sus estatuas divinas. Por último, en la India hinduista 46, en donde se valora el terreno de sacrificios pero atribuyéndole un estado se­ dentario, al revés que en la India védica, el emplazamiento del templo está fijado por la epifanía de un poder divino, por la súbita aparición en determinado lugar de la forma material directa de la diosa o la divinidad. Allí, el espacio está rigurosamente orientado de acuerdo con los puntos car­ dinales, concediendo un valor simbólico a las diferentes po­ siciones y repitiendo en los mismos lugares unas represen­


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taciones divinas semejantes. Es un espacio afianzado en un sanctasanctórum reservado a los brahmanes, en la cúspide de las castas, y que se extiende o se retrae según integre o rechace a los grupos de hombres más o menos numerosos del territorio dominado. En cierto modo, el gran templo sivaíta del sur de la India engendra en torno a sus ar­ quitectos múltiples recintos de localidades, ciudades en­ tre palacio y pueblo o aldeas que se consideran reinos según la importancia de la función real y su autoridad so­ cial 4 7 Por el contrario, en el modelo de ciudad programado por los griegos del siglo VIII el templo forma parte del do­ minio asignado a los dioses por el fundador-arquitecto, el témenos no desciende del cielo y si bien los olímpicos pue­ den habitar unas moradas «todas de bronce» como la de Hefesto 48, ninguno de ellos se atribuye el haber dibujado el primer templo ni haber fijado su canon. El templo griego no se rige por un modelo cosmogónico ni es portador de un simbolismo cósmico. En cuanto a la orientación hacia el este o el oeste, son el terreno, la configuración, las exigen­ cias del paisaje y el urbanismo los que lo determinan. Nin­ gún adivino, ningún sacerdote está cualificado para recortar el espacio ni para garantizar la edificación. El témenos grie­ go no se parece en absoluto al «templo» romano, al templum como lugar de consulta a los dioses. Roma sustenta a augures, a sacerdotes expertos en inte­ rrogar a los dioses y en el arte de «recortar» direcciones en el cielo, de observar y clasificar la serie de signos enviados por Júpiter. En la tierra, un «templo» en sentido augural define un terreno cuadrangular, previamente «liberado» de poderes hostiles o impuros. Los templos de Roma, asigna­ dos a los dioses de esta manera, son emplazamientos fijos e inmutables 49. Pero cuando Nausítoo, después de haber repartido la tierra en parcelas, procede a otorgar a los dioses una morada, sólo recibe su propio consejo en tanto que fundador que ha recibido de Delfos la legitimidad. Por lo tanto hay una autoridad oracular que preside las operacio­ nes de fundación, pero que deja a cada «dirigente», a cada


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responsable de una colonia, la libertad de asignar tanto a la ciudad como a sus dioses el lugar más adecuado 50. El templo griego no es un microcosmos, sino que forma parte de la ciudad, de su orden social, pertenece al universo espiritual, es decir, al cosmos cuyo valor político ha sido ratificado por los filósofos jónicos. Por esta razón, los gran­ des santuarios de las principales ciudades van a jugar un papel de espacio publicitario como el ágora, la plaza pública o el pritaneo, centro de decisiones en el que se reúnen los prítanos, los magistrados encargados por turno de adminis­ trar los asuntos comunes 51. Las leyes más antiguas, las de Creta, se grabaron en los muros del templo de Apolo Pitio en Gortina; en Drero, los primeros textos políticos se ex­ pusieron en el santuario de Apolo Delfinio, el Apolo delfín. Los grandes templos son verdaderos museos lapidarios; las estelas cubiertas de escritura son tan numerosas que en la época helenística los altares monumentales van a ser recu­ biertos a su vez con inscripciones, incluso hasta en las es­ caleras que conducen a la mesa de sacrificios. Desde la épo­ ca geométrica hasta el final de la Antigüedad, el santuario griego sigue siendo un espacio accesible a todos los miem­ bros de la comunidad. Asuntos locales Todo ello no impide que los dioses de estos templos, además de gozar de determinadas funciones, mantengan a veces unos lazos más estrechos con el territorio de una ciu­ dad. En particular en el interior de Grecia, en el continente, las viejas metrópolis u otras menos antiguas suelen plantear el principio de que hay que pertenecer al terruño para ofre­ cer sacrificios a algunos poderes de la tierra, como por ejem­ plo al Zeus llamado de la Tierra o a Deméter, también ella «ctoniana» y ambos de Míconos 52. Llegan incluso a mani­ festar que los dioses de un país son muy sensibles a la manera «típica» local o regional de sacrificar o de realizar ofrendas: unas hierbas de tal santuario, unos cereales pro­


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cedentes de unas tierras próximas al templo o unas tortas «del país» cuya forma y sabor son únicos. Existe una cocina regional de sacrificio y Tucídides (área 455-400) dejará que los atenienses enuncien este principio: Quienquiera que como dueño disponga de un país determi­ nado, ya sea grande o pequeño, dispone igualmente de sus san­ tuarios siempre y cuando se atenga en la medida de lo posible a los usos (a los trópoi) vigentes hasta entonces 53. Si es cierto que los griegos se identifican entre sí por la forma de sacrificar que les diferencia de los no-griegos, de los bárbaros, también es verdad que prestan mucha aten­ ción a las particularidades cultuales que realzan las formas originales de sus hábitos alimenticios. Algunos territorios parecen encomendarse más en secre­ to a poderes divinos o heroicos cuyos emplazamientos se mantienen celosamente ocultos y que a menudo reciben de noche la visita de altos mandatarios M. Si un enemigo des­ cubre el camino y es el primero en sacrificar en ese lugar, los poderes protectores pueden rápidamente cambiar de sig­ no. Se cuenta que así fue como Solón se apoderó de Salamina: una barca en la nocturnidad y en el momento preciso inmoló unas víctimas a los «héroes fundadores del país» 5S. Los atenienses, expertos en autoctonía, llevaron las cosas tan lejos que cuando un día el oráculo les aconsejó ceder a sus vecinos de Epidauro dos troncos de olivo para dar cuer­ po a unas divinidades muy deseadas de la fertilidad y de la fecundidad, llegaron a exigir a los beneficiarios de estos ídolos una entrega anual en sacrificios que debía ratificar la pertenencia de estas diosas de Epidauro a su verdadero te­ rritorio, el único en el que crece el árbol de hojas siempre verdes, el olivo que la diosa Atenea había hecho brotar. Y no se quedaron ahí las cosas, pues cuando los habitantes de Egina se apoderaron de tan fecundas estatuas, los atenienses fueron a reclamarles el mismo reconocimiento cultual con tanta insistencia que éstos —exasperados con las incursio­ nes de los impenitentes propietarios que afirmaban que los ídolos construidos con madera de su país siempre serían


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atenienses— decidieron en asamblea de urgencia que en ade­ lante no se importaría nada que viniera del Atica, aunque tan sólo se tratara de una copa de arcilla 56. Los habitantes de Egina boicotean así las importaciones atenienses y deci­ den beber el vino en vasos de la tierra 57 y nunca más en la vajilla ática, que entonces disfrutaba del monopolio del mercado de exportación. Las dos divinidades en madera de olivo entre Egina y Atenas revelan, llegando casi al límite del ridículo, la incli­ nación «chovinista» de los atenienses cuando se dejan llevar por la fatuidad del discurso autóctono, tan extraño a la forma de pensar de quienes desde el siglo VIII inventan el arte de crear ciudades en países siempre nuevos. Al parecer, estas divinidades del terruño denominadas Damia y Auxesia carecen de cualquier ambición panhelénica, como corres­ ponde a unos poderes tan espontáneamente calificados como «paisanos». Los dioses más recientes, los más modernos en los co­ mienzos de Grecia, son aquellos que se corresponden entre una ciudad y otra, que con tanta presteza se reúnen en las amplias plazas de célebres lugares panhelénicos y que no son tributarios ni de actitudes aborígenes ni de materiales de un lugar exclusivo, sino dioses lo suficientemente pode­ rosos como para empezar a vivir en la vida de las formas sin renunciar a unas competencias territoriales ni a unos modos de presencia en ocasiones concretos.


CAPITULO XIII

ASUNTOS DIVINOS, ASUNTOS HUM ANOS

L

OS dioses no dependen ni de lo accesorio ni de lo superfluo; pertenecen a lo esencial de lo cotidiano. Quien pretenda llevar una vida de ciudadano debe frecuen tar casi todos los días los altares y santuarios. Al igual que en la tradición mítica les corresponde a los primeros mor­ tales del territorio decidir cuál de los olímpicos será nom­ brado divinidad poliade, en la vida real cada miembro de la ciudad participa en unas asambleas que deliberan sobe­ ranamente sobre las cuestiones relativas a los dioses de la ciudad, esos poderes divinos que forman parte integrante de la propia definición de ciudad. La vida en común, que tiene como finalidad el «buen vivir» —según la definición aristotélica de ciudad—, exige que el ciudadano se preocupe de los dioses, que vele atentamente por sus asuntos, los cuales dependen en sentido estricto de los que son comunes. Uno nace griego pero se hace ciudadano progresivamen­ te, subiendo peldaños y pasando por tres niveles acumula­ tivos de participación el reconocimiento por una fratría, la inscripción en un demos y la actividad en la ciudad. Es decir, unos «hermanos», un enraizamiento territorial y un espacio político. En primer lugar está la fratría, una asociación basada en relaciones de familia, en alianzas y vecindad 2. Los miem­ bros se llaman «hermanos» siguiendo criterios de relación


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social y no de sangre, o adelphói. Una fratría aúna a ricos y pobres, a aristócratas y a gente de condición humilde, sin tener en cuenta las jerarquías; funciona como una estruc­ tura de recibimiento: se entra en ella cuando el grupo fa­ miliar presenta al nuevo miembro. Esta primera presenta­ ción se hace tras el nacimiento. El niño griego, reconocido por el padre, integrado en la casa, al amparo de su hogar y habiendo adoptado un nombre, obtiene una primera iden­ tidad por parte de los dioses de la casa y de la familia: Apolo PatrOos 3 y Zeus Hérkeios, las dos divinidades cuyos altares deberá un día «mostrar» públicamente si se convierte en arconte, uno de los primeros magistrados de la ciudad. El Zeus del Recinto y el Apolo de los Antepasados: la casa en tanto que recinto singular y con unos lazos de sangre que se remontan a tres generaciones. Pero estos dioses del círculo familiar, que tal vez tengan que testimoniar un día a favor de la ciudadanía del devoto, son así mismo unas divinidades de la fratría 4, ante la cual se hace dicha presen­ tación oficial. A los dieciséis años, en el momento de la pubertad legal y, por tanto —según el criterio de edad ateniense—, dos años antes de la mayoría cívica, se introduce al futuro «her­ mano» ante la asamblea de los «hermanos» 5. Las fratrías celebran sacrificios convivales, tienen sus altares, se reúnen en asambleas, votan, graban decretos, disponen de un re­ gistro de inscripción y sirven de estado civil. Tienen lugares para la publicidad: los nombres de los candidatos pintados en tablillas de madera se exhiben en el lugar de reunión de la gente de la fratría. La presentación oficial de un nuevo «hermano» se ve ratificada con un sacrificio llamado kouréion, cuyo nombre proviene de la víctima inmolada con ocasión de la esquila de las ovejas y las cabras, así como de la «esquila» de los jóvenes que alcanzan la pubertad. El sacrificio se celebra el tercer día de la fiesta de las Apatouria 6, de «los que tienen el mismo padre». Es una fiesta común al conjunto de las fratrías, bajo el patronato de un pequeño número de olímpicos: Apolo, Poseidón, Zeus y Atenea 7.


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El segundo peldaño es el demos 8: unidad territorial, medio pueblo, medio ciudad en miniatura. Los demos tie­ nen rango de «ciudad» antes de la reforma de Clístenes en el 508 antes de nuestra era. Disponen de una asamblea y de magistrados encabezados por un demarco, un jefe del de­ mos. Al contrario que las fratrías, que no tienen ni un ca­ lendario propio ni santuarios autónomos, los demos dispo­ nen de poblados panteones, redactan sus propios calenda­ rios y organizan sacrificios inéditos, fiestas desconocidas en otros lugares. Por ejemplo, en Torico, en un demo del Ati­ ca, el calendario en piedra —hoy instalado en el museo J. Paul Getty— nos descubre tres días de fiesta específicos de ese lugar: el día llamado del verde (chloíe) con ocasión del nacimiento de los primeros brotes, el día del inicio de las labores venideras (Prerosia) y, finalmente, el que corres­ ponde a la primera flor de la espiga de trigo (Antheia), del fruto de Deméter 9. Los demos conocen tres clases de fiesta: las que son particulares, las que se celebran en «la ciudad» con su par­ ticipación y, por último, aquellas que los demos celebran conjuntamente con «la ciudad» y tienen lugar en su propio territorio ,0. Los demotas son ya ciudadanos. Estar inscri­ tos en el demos, en el registro y en la lista que lleva al día el escriba significa pertenecer a los miembros activos de la ciudad. Pero en primer lugar supone participar en todo lo que comparten los demotas, ciudadanos a pequeña escala: «hacer sacrificios en común y encontrarse en las reunio­ nes» " , «tener fiestas que son un bien común» 12 o «sacri­ ficios y a la vez asuntos comunes (koiná)» ,3. Al igual que la gran ciudad, la verdadera polis, el demos concibe al mis­ mo tiempo el culto ofrecido a los dioses y el bien común, los asuntos de todos. Imita o prefigura el discurso de la ciudad en sí misma, en sus valores y en su jerarquía de valores. A mediados del siglo VI antes de nuestra era aparecen en las ciudades de Grecia los «maestros de escrituras públi­ cas» H. Son personajes importantes en la medida en que poner las leyes de la ciudad por escrito en forma monu­


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mental significa instaurar la publicidad, organizar el campo de lo político y fundar el Estado de derecho con vocación «isonómica», es decir, valorando la igualdad ante la ley. Los escribas públicos, expertos en letras «rojas» o «fenicias» como se las llama, juegan un papel esencial en la definición y formulación del «bien común» (synón) y de la ciudad-es­ tado (koinón). Las leyes escritas ponen en marcha unas prác­ ticas políticas, intervienen activamente en las relaciones so­ ciales y van modelando la vida pública de la ciudad. En otros tiempos, los primeros escribas eran elegidos a mano alzada «entre los ciudadanos más ilustres y dignos de con­ fianza de la ciudad» IS, y tres estatuas arcaicas en la acró­ polis de Atenas nos los presentan en el ejercicio de su fun­ ción: la tablilla de escribir colocada sobre las rodillas, sen­ tado muy derecho y con un manto de rígidos pliegues. For­ tuitamente, los privilegios del contrato redactado para uno de ellos nos dejan entrever una nueva forma de definir el dominio público de la ciudad. Espensitio, el demiurgo —es decir, ciudadano de prime­ ra clase—, experto en letras rojas o fenicias, encontrado en una montaña de Creta, es contratado a precio de oro por una pequeña ciudad aún hoy sin localizar ,6. Con cargo vitalicio y tratado como un cosmos —es decir, un primer magistrado—, el maestro en escritura recibe el cargo de es­ criba «de los asuntos públicos de la ciudad, tanto los de los dioses como los de los hombres». Se ocupa, por tanto, de escribir todo lo relativo a los asuntos públicos comunes (damósia). Pero en su contrato se repite en tres ocasiones la división del ámbito público en dos áreas: la de los dioses y la de los hombres. Estos dos apartados constituyen el ámbito del ejercicio de lo político, de los asuntos de la ciudad. Y el contrato de Espensitio, que no es ni un archi­ vero ni el cronista de los sucesos de la ciudad, prevé que «siempre que se trate de asuntos de dioses y asuntos de hombres, también el escriba estará presente y participará en todos los casos en que el cosmos (el primer magistrado) esté presente». Por este escrito, sin duda monumental, Espensitio se


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convierte en actor político e incluso en protagonista al dar una publicidad nueva y más eficaz a todo lo que la ciudad considera esencial. En tanto que actor —y su contrato así lo especifica— le corresponde «hacer los sacrificios públicos para todos los dioses que no tienen designado un sacerdote y se encargará de los dominios sagrados». Se le nombra así responsable del ritual y de los sacrificios, y por tanto se inviste de la misma dignidad, del mismo honor (timé) que los magistrados, cuya autoridad —según nos recuerda Aris­ tóteles en la Constitución de Atenas— les viene otorgada por el Hogar Común, por Hestia 17. Magistrados que tie­ nen rango de arcontes, de reyes o de prítanos, que están encargados de realizar los «sacrificios comunes», también llamados en Atenas «ancestrales» y por esta razón inscritos «en las mesas y en las estelas» por el legislador ateniense Solón, que mucho antes que su colega cretense ejercía como escriba y «maestro de escritura pública». El contrato de Espensitio confirma la importancia de los asuntos de los dioses tratados junto con los de los hombres en la autodefinición de la ciudad y de lo político. Se trata de hacer y escribir sacrificios comunes: los dioses de la ciudad, con el poliade a la cabeza, tienen como punto de referencia al más político de ellos, el Hogar común, Hestia, esa idea de la ciudad, antaño divinidad del Olimpo, que se ha convertido en el más ciudadano de los poderes divinos ,s. En el tercer peldaño, la ciudad, es donde se imponen «los asuntos de los dioses y los asuntos de los hombres». Una fórmula que van a conservar las ciudades cretenses hasta la época helenística: los ciudadanos de Itano van a jurar, en el siglo III antes de nuestra era, que «serán ciuda­ danos con la misma situación de igualdad y semejanza en todo lo que concierne a los dioses y a los hombres» ,9. Así mismo, un decreto aprobado por la asamblea de los itanios prevé como castigo para aquel que se niegue a prestar ju­ ramento «la exclusión de los asuntos divinos y los asuntos humanos» 20. Al recibir la ciudadanía, al convertirse en ciu­ dadano de pleno derecho, se participa en el dominio de los dioses y el ámbito de los hombres21. En otras partes se


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hablará de «sacrificios y de asuntos comunes» 22 o, de una forma más trivial, de «cosas sagradas y cosas civiles» 23, hiera kái hósia, como cuando los efebos juran defender la ciudad, su territorio, «los Límites de la patria, el Trigo, la Cebada, las Viñas, los Olivos, las Higueras». Dioses en la médula de lo político Cualquiera que sea la fórmula, siempre incluye dos tér­ minos: los dioses y los hombres, enunciados en este mismo orden, según una jerarquía fácil de verificar. En primer lu­ gar, al estudiar las modalidades de integración de un nuevo ciudadano, vemos como, para formar parte de una comu­ nidad política en la que no ha nacido, el candidato a la ciudadanía debe necesariamente participar en los sacrificios públicos, tener acceso a los altares, a los santuarios, a los dioses de la ciudad y después a las asambleas y magistratu­ ras. Tomemos el ejemplo de un extranjero que recibe el derecho de ciudadanía, un derecho real y no virtual como ocurre a menudo para recompensar a los benefactores de la ciudad 24. Deja de ser considerado como un extranjero de paso, que siempre necesitaría los servicios de un ciudadano cualificado para acercarse a un altar. Sin duda tampoco es uno de esos residentes extranjeros 2S, llamados metecos o paréeos, que están excluidos de la comunidad cívica, si bien en ocasiones la ciudad les invita a algún banquete de toda la colectividad o tolera su presencia en cultos marginales, como los ofrecidos a héroes locales o la fiesta de Hefesto, el dios hospitalario de los artesanos y de todos los que ejercen un oficio contrariamente al ciudadano libre que siempre está ocioso 26. El futuro ciudadano entrará en una fratría, quedará inscrito en una tribu y, de este modo, re­ cibirá una parte legal de los sacrificios, un lugar legítimo en el banquete junto a sus iguales 27. Puede que incluso se le pida que se presente ante la asamblea de «hermanos» o de la «tribu» a fin de exponer los motivos de su inscripción y convencer a los miembros de esa ciudad en miniatura 28.


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Una vez aceptado, participará en todo lo que participan los ciudadanos activos, y antes que nada en los sacrificios comunes. Así pues, un primer derecho seguido de otro que no siempre se le otorgará, pero que manifiesta muy claramente el valor que la ciudad concede a los asuntos de los dioses. Este otro derecho, compartido con cierta cautela, es el de tomar parte en las deliberaciones de la asamblea autorizada a discutir sobre los asuntos de los dioses. Más exactamente, de ocupar también un asiento en la primera parte de la asamblea, la que se encarga de «las cosas sagradas» (hiera) y cuya discusión está reservada a los ciudadanos de pleno derecho, a los que gozan de «todos los derechos». Este privilegio rara vez es concedido, como lo demuestra la his­ toria de Tisámeno en Esparta. Tisámeno es un famoso adi­ vino. El oráculo predice que vencerá en cinco combates que él encabezará, por lo que Esparta quiere contratarle de in­ mediato. Tisámeno solicita en su contrato una cláusula que indique que obtendrá la ciudadanía completa «con todos los derechos»; los espartanos se indignan y Tisámeno va a ver qué le ofrecen en otra parte 29. Todos los derechos: eso es exactamente lo que los ate­ nienses otorgan, pero de manera excepcional, a los platenses, a sus incondicionales aliados, a los supervivientes del terrible asedio de la ciudad por los lacedemonios. «Los platenses, a partir de ese día, serán ciudadanos de Atenas con los mismos derechos que los otros atenienses, y poseerán las mismas prerrogativas en las cosas civiles.» 30 Pero inclu­ so en este caso se establecen dos restricciones: por una par­ te el acceso al sacerdocio y a los cultos mistéricos transmi­ tidos hereditariamente y, por otra, el formar parte de los nueve arcontes. En virtud de este decreto, los platenses se distribuyen entre los demos y las tribus, y son admitidos en la asamblea que trata los asuntos de los dioses. Otra forma de expresar la plenitud de derechos es «participar en los cultos y en las magistraturas» como ocurre en el regla­ mento de la pequeña ciudad-fortaleza de Pidasa absorbida por la ciudad de Mileto. Solamente aquellos que han pres­


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tado juramento y figuran en la lista confeccionada por los comisarios llegados de Mileto participan sin restricción ex­ plícita «en todo aquello en que participan los otros milesios» 31. Suele ser mucho más corriente compartir los altares y los sacrificios que participar en la gestión de los asuntos de los dioses. En el año 198 antes de nuestra era, durante una campaña contra los macedonios, el cónsul romano T. Qu. Flaminius sitia la ciudad de Elatea, en Fócide. Esta cae y los elateos se refugian en Arcadia, junto a los ciudadanos de Estinfalo, sus «parientes» lejanos 32, quienes les dan alo­ jamiento en las casas, les acogen en el hogar y en los sacri­ ficios familiares y les otorgan unas tierras que pertenecen al dominio público. Transcurridos varios años, los elateos retornan a su patria y votan en seguida un decreto en honor de la ciudad y los ciudadanos de Estinfalo: además del de­ recho de asilo, éstos «participarán en los sacrificios públi­ cos» de los elateos, y los asuntos de Elatea serán estudiados en primer lugar, inmediatamente después de la asamblea que trata las «cosas sagradas» 33. ¿Acaso fue la gratitud la que empujó a los elateos a ofrecer a los ciudadanos de Es­ tinfalo un derecho de fiscalización en sus asuntos más sim­ bólicos? ¿Franquearon en realidad el umbral de una asam­ blea tan cerrada? Numerosas ciudades griegas distinguen entre el tiempo de los asuntos de los dioses y el de los asuntos de los hom­ bres. Utilizan la fórmula «en primer lugar, después de las cosas sagradas» para indicar los asuntos «políticos» que se debatirán con urgencia 3'4. Pero también aparece en los de­ cretos honoríficos que otorgan el derecho de ciudadanía a algunos extranjeros elegidos: «Serán admitidos en el conse­ jo y en la asamblea inmediatamente después de los asuntos de los dioses.» 35 Los dioses en primer lugar y entre ciuda­ danos de mayor rango, los que precisamente se reservan el sacerdocio y las magistraturas más importantes. En Delfos, a los ciudadanos de alto rango se les llama «demiurgos», «oficiales públicos» 36; son los actores de la ciudad; y en Marsella gozan del título de timucos. Gente de noble cuna


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«que disfruta del derecho de ciudadanía desde hace tres ge­ neraciones» 37. En Perga, en Panfilia, el cargo sacerdotal más relevante, el de Artemisa llamada de Perga, sólo puede ser concedido a una «ciudadana» que resida en la ciudad y cuyos padres hayan vivido en ella desde hace tres genera­ ciones por vía paterna y materna 38. En el espacio político de la ciudad, que incluye los asun­ tos de los dioses y los asuntos de los hombres, las «cosas sagradas» delimitan un primer círculo, similar al formado en los primeros tiempos del sacrificio sangriento alimenticio por el grupo reducido de los que consumen las visceras en el espetón. Estos comensales escogidos, reunidos en torno al sacrificador, tienen derecho a los órganos vitales de la víctima, a esas partes formadas por sangre coagulada; son los primeros en probarlas y comerlas. La sangre, por su parte, debe salpicar el altar para los poderes divinos 39. En el ámbito ciudadano, tan preocupado por realizar adecuadamente los sacrificios ancestrales, el estrecho círculo de los habitantes de primer rango se cierra alrededor de lo que resulta ser lo primero y lo más elevado en la ciudad: los dioses y sus asuntos. Tenemos, pues, un primer círculo en el interior del dominio público, en la médula de lo que los griegos del siglo V llaman «lo político» o también «los [asuntos] políticos», los de la ciudad. Valga como prueba un relato de Lisias, orador y rico fabricante de escudos, que escribió más de doscientos discursos, interviniendo así en la democracia ateniense sin haber recibido jamás el derecho de ciudadanía 40. Por otro lado, Andócides se vio mezclado en el escándalo de los Hermes mutilados; al ser denunciado, denuncia a su vez; al mostrar su «arrepentimiento», se libra de la condena pero, en virtud de un decreto para los «arre­ pentidos» de su clase, recae sobre él la atimía, es decir, la privación de derechos. Se le impide la entrada al agora y a los santuarios. Andócides parte al extranjero y sufre, erran­ te, el exilio. Después de la restauración retorna, y la am­ nistía le devuelve sus derechos. Pero sus adversarios le de­ nuncian y quieren que sea arrestado: Andócides tiene el estigma de la impiedad, aunque se disponga a participar en


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los asuntos de la ciudad (politiká). «Acude al consejo, par­ ticipa en las deliberaciones sobre sacrificios, procesiones, oraciones y oráculos» 4\ lo que exactamente constituye el orden del día de la asamblea de las «cosas sagradas», de los hiera, es decir, el alma de lo «político» 42. Un largo decreto grabado en piedra a mediados del si­ glo V antes de nuestra era, que fue descubierto a principios de este siglo en Argos, revela las decisiones de una «asam­ blea que vela por los asuntos de los dioses» 43; aquellas que se establecen mediante un pacto entre los argivos y dos ciudadanos cretenses, Cnoso y Tiliso. La mayoría de los artículos fijan unos sacrificios comunes, ofrendas concomi­ tantes en santuarios paralelos, jerarquías de víctimas y de partes distribuidas, así como la organización de los respec­ tivos calendarios. Las otras decisiones reglamentan lo con­ cerniente a la guerra, las relaciones de derecho con las otras ciudades o las fronteras entre Tiliso y Cnoso, pero todas ellas se toman en una asamblea que, como se señala en la pane inferior de la estela, vela por las «cosas sagradas», que abarcan el ámbito de los asuntos públicos. ¿Dioses dominados por los hombres? Sería un error concluir de buenas a primeras que la ciu­ dad griega se halla, en última instancia, bajo el dominio de los dioses. Por el contrario, la práctica de las asambleas que ponen en el orden del día los asuntos de estos dioses podría hacemos creer que, en cierto modo, los poderes divinos están sometidos a las decisiones de la comunidad de los hombres. La obligación del escriba Espensitio de redactar para la ciudad todo aquello que concierne a los dioses y a los humanos es acorde con el comportamiento de los legis­ ladores, en particular de aquel que mejor conocemos por su actividad política y por los pormenores de sus leyes: Solón de Atenas 44, quien se sentía orgulloso de haber es­ crito las leyes de la ciudad tanto para los ricos como para los pobres en los albores del siglo VI.


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Cuando Solón decide publicar y poner al alcance de todos las reglas fundamentales de la ciudad, escribe o man­ da escribir en un artefacto de madera y bronce unas pres­ cripciones referentes al sacrificio, datos del calendario, pre­ cisiones sobre el precio de las víctimas, los destinatarios, los actores y los beneficiarios de las ceremonias del sacrificio. Una parte importante de las «leyes de Solón» desborda el ámbito que nosotros llamaríamos «político» en un sentido restringido 45. Su legislación abarca los hiera, las cosas sa­ gradas, y las hósia, los asuntos civiles 46: un doble registro perfectamente legible cuando, en el año 410, los atenienses confían a Nicómaco, redactor que preside una comisión de leyes, la tarea de revisar el código de Solón y de grabarlo en un ancho lienzo del muro de la Basileios Stoá. Código en trazos monumentales que los atenienses consideraban como la obra de Solón 47. Dracón, el legislador del siglo Vil, publica además de sus famosas leyes sobre el homicidio (recogidas luego por So­ lón), unas listas de sacrificios, «leyes sagradas» y calenda­ rios de fiestas 48. Platón, el autor de las Leyes, dispone que se instituyan todas las prácticas cultuales: los intérpretes y guardianes de las leyes las redactarán, pero la ciudad habrá consultado previamente al oráculo de Apolo en Delfos para saber «cuáles serían los sacrificios más ventajosos e intere­ santes para la ciudad y a qué dioses conviene ofrecerlos» 49. Así pues, un trabajo de comisiones y discusiones de asamblea, ya que los asuntos de los dioses son competencia de los ciudadanos, de todos sin excepción. Entre los años 485-484, el pueblo, el demos ateniense, decide proteger los santuarios de la Acrópolis y en particular el Hecatómpedos: queda prohibido llevar la olla y el fuego para el sacrificio 50. ¿Qué ocurre si se produce un reagrupamiento de habitan­ tes? Cuando varias ciudades se fusionan en una sola —como es el caso de Mícono en el siglo III antes de nuestra era—, la asamblea se reúne y tiene que elegir, elaborar un calen­ dario común, reorganizar los panteones locales e instituir nuevos sacrificios, respetando sin duda la tradición, pero también corrigiendo, «rectificando» 51. Es un trabajo del


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que nos gustaría conocer las peripecias, los procedimientos en los que intervienen expertos, las decisiones políticas, el peso de los intereses locales, las inevitables confrontaciones y los compromisos, es decir, todo lo que buenamente abar­ ca la fórmula «rectificar». La ciudad asevera que el nuevo calendario de sacrificios debe ser mejor que los precedentes. Los dioses también están informados. Incluso a veces, al redactar los artículos sobre las fiestas y los sacrificios, la asamblea de ciudadanos manifiesta que el reglamento no podrá ser modificado si no se hallan presentes al menos cien demotas (ciudadanos del demo) 52. Es indudable que los dioses no están a merced de un cambio de la mayoría y las guerras civiles no conducen necesariamente a la destrucción de las estatuas de los ven­ cidos. Cualquier cambio importante tiene que estar respal­ dado por Delfos, y el oráculo mantiene un sentido de la tradición tan fuerte como el de los consultantes que se di­ rigen a la Pitia. Pero la actividad de los hombres afirma su autonomía sobre todo en el ámbito de los «asuntos de la ciudad» (politiká). Ahí es donde gobierna, en tanto que en lo relativo a los «frutos de la tierra», las simientes y las plantaciones son los poderes divinos los que marcan el rit­ mo de los trabajos, hacen brotar y conceden con magnani­ midad el alimento o bien lo niegan a todos aquellos que rinden culto a las Estaciones, a Deméter, las Cárites, las Gracias o Dioniso. Según la fórmula de Jenofonte en el diálogo El económico 53: cultivar la tierra es rendir culto a la tierra, a los dioses protectores de los granos y frutos. El verbo therapéuein significa al mismo tiempo cultivar y ren­ dir un culto. En la asamblea, en el ágora, en el consejo y en el ejer­ cicio de las magistraturas, los dioses son numerosos y entre ellos están los más insignes olímpicos: Zeus, Atenea, Arte­ misa, Hermes, Afrodita y también Apolo M. Los dioses es­ tán presentes incluso en la decisión política, pero lo están de un modo diferente al del ámbito de la guerra o del cul­ tivo de la tierra, en donde el hombre parece sentir una ver­ dadera dependencia respecto a los poderes divinos 55. Los


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inventores de la ciudad son los hombres, los mortales; ellos son quienes trazan el dominio de lo político, quienes ima­ ginan y adaptan el espacio de la publicidad y asientan pau­ latinamente la autonomía a través de instituciones, con prác­ ticas razonadas, mediante un trabajo de conceptualización y de abstracción a un tiempo. Por ejemplo, la primera hija de Zeus, el Fuego doméstico, Hestia, se convierte en el Hogar común, símbolo de la ciudad, una idealidad de lo político 56, «la propia legalidad» 57 que atrae en torno a sí a otras figuras igualmente abstractas, las cuales imponen un simbolismo político inédito entre los dioses familiares del politeísmo. Al igual que los otros poderes divinos, las figuras-sím­ bolo de lo político son parte integrante del mundo y, ade­ más, llevan la impronta del pensamiento imperante en la ciudad. Están modeladas desde el interior, ajustadas de ma­ nera exacta a las ideas abstractas creadas por los diferentes teóricos de los «asuntos humanos», por todas las experien­ cias sobre el gobierno de los hombres y para los hombres. En resumen, llevar una vida de ciudadano no consiste úni­ camente en rendir un culto casi cotidiano a los dioses re­ conocidos por la ciudad, sino en formar parte de la pequeña sociedad, intrépida e incluso temeraria, que determina el lugar de lo simbólico desde el espacio abierto por un es­ tricto reparto, sin concesiones, entre los asuntos humanos por un lado y los asuntos de los dioses por otro. Los dioses de la ciudad griega no son activistas como los de Homero, en donde vemos a tantos de ellos sufrir por los hombres y someterse entre sí a los peores tormentos a fin de complacer a unos pobres mortales; pero tampoco son unos dioses indiferentes como los que imagina Epicuro, dio­ ses lejanos, aislados en su beatitud, que se contemplan a sí mismos ignorando la agitación de los asuntos humanos. En tanto que ciudadanos y a veces poliades, los dioses se ven fuertemente implicados en todos los sectores de la vida hu­ mana; están asociados al conjunto de prácticas, gestos e instituciones que forman el tejido social de la vida del ciu­ dadano. Reinan en todos los actos de la humanidad ejercí-


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tándose en vivir «políticamente» en las nuevas ciudades y en otras más antiguas; reinan pero, como muy bien se ha dicho 58, no gobiernan. Dos ejemplos nos permiten apreciar de qué manera in­ tervienen los poderes divinos sin que pueda hablarse de dominio: por una parte en la identidad y la educación de los ciudadanos y, por otra, en el campo que llamaríamos de la sexualidad. En el primer caso seguiremos a unas di­ vinidades femeninas entregadas a la fundación, así como al deseo de nacer de sí mismas, y continuaremos en el segun­ do con un Dioniso a quien se interroga desde su efigie en forma de falo. Así, pues, investigaremos esta sociedad de dioses sobre los que cada individuo de la Antigüedad tiene una clara visión y a quienes puede imaginar bajo la apariencia de estatuas familiares 59, pero cuya complejidad, que ellos co­ nocen intuitivamente, no nos llega a través de ningún H o­ mero antropólogo.


CAPITULO XIV

HERA, ATENEA Y COM PAÑIA: LA FUERZA DE LAS MUJERES

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N la búsqueda de una ciudad y de un territorio que reconozcan su soberanía, Poseidón sale siempre malparado y rechazado aunque por ciertos aspectos de s personaje divino parezca más cualificado que muchos de sus rivales para ejercer un dominio efectivo sobre la exten­ sión de las tierras. En esa repetición cotidiana de invoca­ ciones que llegan a los altares, ¿no es acaso el dios que tiene, que posee la tierra, el dios de extensa y firme base 2 e, incluso, el señor-esposo de la Tierra bajo el aspecto pre­ lunar de una Deméter negra, tan negra como la Arcadia de salvajes yeguas? ¿Será quizá su inmediata naturaleza de di­ vinidad, en cierto modo genérica del basamento y del pe­ destal, un obstáculo en su carrera de dios soberano para regentar una ciudad desde las alturas? Si bien siempre, o casi siempre, resulta perdedor, en más de una ocasión Po­ seidón no lo pierde todo. Sus adversarios parecen incluso estar interesados en reconocerle unos derechos sin los cua­ les ellos mismos no podrían disfrutar de las codiciadas ciu­ dades. En dos ocasiones, en Argólide y en el Atica, Poseidón tropieza con poderosas diosas y es vencido por las mujeres: en primer lugar por las atenienses, mayoritarias en el efí­ mero reino de Cécrope; luego, también en Atenas, por Praxítea, que no duda en sacrificar a su hija para asegurar el


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triunfo de Atenea y su victoria sobre Poseidón, sometido al culto de Erecteo, el que habita los cimientos de la Acró­ polis 3. Una vez más sale derrotado en la tierra de Argos, y siempre por mujeres, aunque en esta ocasión vengan de fuera para instaurar el reino de Hera *. En este caso Posei­ dón conoce otro tipo de sometimiento: el que proviene del deseo, la persuasión y el matrimonio de mutuo acuerdo. Seducido por la belleza de Amimone —una de las cincuenta Danaides—, el dios de las fecundas y desbordantes aguas pone fin a la contención que su cólera había impuesto a los ríos de Argólide contra los primeros habitantes de la tierra argiva cuando tomaron partido por Hera y rechazaron sus propias pretensiones. Había provocado una extrema sequía: todas las aguas se habían retirado a los confines de la ciudad y su territorio; así pues, una pertinaz sequía en esas orillas en donde Poseidón, dios de las fuentes, habitualmente hacía brotar manantiales de aguas dulces, incluso desde el fondo del mar, en vastos torbellinos en medio de los cuales, para su placer, precipitaba de forma brutal caballos enjaezados. Cuando las Danaides llegan, o mejor dicho cuando vuel­ ven al país de sus antepasados, desembarcan cerca de Lerna y buscan inmediatamente agua, sin la cual les es imposible hacer sacrificios a los dioses del país. Y al aventurarse en los bosques cercanos a Argos, antaño «rica en agua» y aho­ ra sedienta, una de las hijas de Dánao, armada con una jabalina, encuentra una cierva, apunta, falla y despierta a un sátiro dormido en el bosque quien, a su vez, provoca la intervención de Poseidón, que habita en las cercanías de Lerna. Se producen reacciones en cadena. El dios de las aguas subterráneas pone fin a la violencia: por Amimone inventa la fórmula del contrato que une a las parejas en un mutuo respeto. De esta manera Poseidón entra en el ámbito de Hera, su rival en la soberanía de la tierra de Argos y al mismo tiempo divinidad que afirma su «igualdad de dere­ chos» con Zeus, el rey de los dioses, en esta ocasión legí­ timamente tratado de compañero de lecho y no como señor ni como déspota en el hogar. Por la gracia de Poseidón, Amimone va a presidir las ceremonias del matrimonio, las


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aguas lústrales, las fecundas aguas del territorio, asemeján­ dose a Hera, llamada en Samos «nacimiento, raíz de todas las cosas» 5. Esa Hera tan parecida, cuando así lo desea, a la Tierra, su cómplice a la hora de tener hijos sin la inter­ vención del macho, siendo éstos unas veces monstruosos y otras tan perfectos como la Juventud, su hija Hebe, nacida cierto atardecer de una lechuga tierna y jugosa 6. Paralelamente a Amimone, otra de las hijas de Dánao afirma, en contra de su padre, el derecho que tiene una mujer a elegir ella misma al esposo y el derecho de amar frente al deber de matar, de derramar sangre por mandato del padre. Hipermestra es la única de las Danaides que la noche de bodas con los hijos de Egipto, sus primos, se niega a verter sangre. Se va a convertir en la primera sacer­ dotisa de la Hera de Argos, al tiempo que primera reina de la tierra argiva: en el hemiciclo de los reyes de Argos, con­ sagrado en el año 369 por los argivos, la estatua de Hiper­ mestra precede a la de Linceo y está en segundo lugar, justo después de la de Dánao. Los reyes del país descienden de Hipermestra y de Linceo. Es un poder real en femenino como corresponde a un territorio bajo la protección del Héraion, del santuario en el que reina majestuosamente Hera, cetro en mano, y a sus pies el lecho conyugal ador­ nado con las Cárites, divinidades del intercambio que se enfrentan al escudo de la poliade armada, la Hera guerrera como réplica a la Hera soberana. Y desde entonces Poseidón alimenta sin rencor las aguas nocturnas de Lerna ofre­ cidas a Amimone, la hermosa portadora de agua o zahori, mientras que su fuente dedicada a las jóvenes esposas goza tanto en verano como en invierno de un caudal siempre idéntico. La potencia subterránea de Poseidón, liberada gra­ cias a una Danaide, va a asentar el poder de las mujeres a través de la realeza de Hera en tierras de Argos. Atenea misógina En la tradición argiva las mujeres intervienen después del juicio dictado por los dioses-ríos, mientras que en el


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Atica una versión parafraseada por el autor de La dudad de Dios cuenta la acción decisiva de las mujeres cuando toda la ciudad, en representación del primer autóctono, es requerida para zanjar el conflicto entre los dos pretendien­ tes 7. Las mujeres se sientan junto a los hombres: así lo quiso el primer rey del Atica, Cécrope, el de la parte infe­ rior de serpiente, representante de la más antigua autocto­ nía. Extraño mediador: mitad serpiente y mitad hombre, el primer nacido Cécrope inventa la relación monogámica; en vez de las confusas uniones de los animales instituye la pareja, una mujer y un hombre; y, más aún, cada hijo se define conociendo tanto al padre como a la madre 8. Las mujeres poseen derechos políticos, van a la asam­ blea y votan. Cuando la progresista ciudad de Cécrope se reúne para decidir si Atenea o Poseidón será la divinidad poliade, los machos y las hembras se enfrentan, las parejas se deshacen, el partido de las mujeres en bloque aprueba la candidatura de Atenea y el de los hombres cierra filas en torno a Poseidón. Cécrope tenía todo tan bien dispuesto que ya había descubierto la decisión de la mayoría. Y, como señal de asimetría, la parte femenina dispone de una unidad más que la masculina. Atenea gana y Poseidón es vencido. Las primeras atenienses eligen a una divinidad femenina, es decir, a una de ellas, para ejercer la primera magistratura simbólica de la ciudad. ¿Acaso ignoraban la profesión de fe de Atenea que se decía «virgen sin madre», nacida «sólo» de su padre? ¿Pensaban que esta divinidad virgen, parthénos, estaba totalmente consagrada a lo femenino, encerrada en una pura feminidad? Pero, ¿podían imaginar que la Ate­ nea surgida de la cabeza de Zeus, toda ella vestida de bron­ ce, resplandeciente de belleza guerrera, iba a proclamar ante toda la ciudad, en otra asamblea, que ella era «absolutamen­ te partidaria del varón», salvo en el matrimonio 9, que que­ ría seguir siendo siempre virgen en ese aspecto femenino que desea, que hace el amor, que engendra y tiene hijos? ¿O quizá se equivocaron con Atenea las atenienses de la época de Cécrope? Pero no sólo existe la ateniense de fuego y hielo. El


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territorio de Olimpia conoce a otra en Elis, a quien deno­ mina Madre debido a circunstancias muy significativas 10. La ciudad es destruida en una guerra y la flor de la juventud se ve diezmada. Las ciudadanas de Elis quieren salvar la ciudad para que renazca. Se vuelven hacia Atenea y le piden la gracia de tener hijos tras la unión amorosa con los ma­ ridos. Y Atenea consiente sin protestar ni hacerse la virgen mojigata. En agradecimiento recibe un santuario en el que se le da el nombre de Madre: Atenea Métér. Hasta aquí todo parece correcto: hacer el amor e inmediatamente con­ cebir para salvar a la patria; es la Atenea patriota. Pero según el mismo relato, lo más extraño es que el lugar en que las ciudadanas se unieron a los esposos recibió el nom­ bre de Placer (en dialecto, Bady), tan grande fue el goce que unos y otras sintieron. Una Atenea sensibilizada al pla­ cer amoroso y más sensual que Hera a quien recordamos hasta qué punto se sintió ofendida cuando Tiresias, tras su metamorfosis en mujer, y por tanto capacitado para hablar objetivamente, revelara la inmensa superioridad del placer sexual de las mujeres (según sus cálculos, nueve veces ma­ yor que la de los hombres) " . En cualquier caso, la virgen más virgen del Atica, una vez consagrada divinidad poliade, nada va a hacer para ayu­ dar a defender los derechos de la mujer. Unos derechos adquiridos que Poseidón enfurecido por el voto del partido femenino va a pedir que Atenea anule en su territorio. En La ciudad de Dios (413-426 de nuestra era) San Agustín, parafraseando a Varrón (el escritor romano del siglo I antes de nuestra era que da testimonio de esta versión), no deja las cosas claras: para apaciguar la cólera de Neptuno (nom­ bre latino de Poseidón), las mujeres reciben un triple cas­ tigo. Pierden el derecho al voto; ningún hijo llevará el nom­ bre de la madre y ni siquiera serán llamadas «atenienses». El tiempo de Cécrope ha pasado, en adelante las mujeres están bajo el gobierno de la Virgen, «absolutamente parti­ daria del varón». Pero había otras maneras de calmar la ira de Poseidón, por ejemplo, la que utiliza Hera en Argólida. Y es que Atenea es misógina: lo dice y lo demuestra con


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sus actos. Sólo hace excepciones con sus sacerdotisas, esas mujeres de gran fortaleza entregadas a su persona. Como, por ejemplo, Praxítea en una versión de la autoctonía fe­ menina escrita por Eurípides en Atenas, en el último cuarto del siglo V. ¿Eurípides misógino o «filógino»? 12 Estos años de des­ pertar son una buena ocasión para hacer una reflexión sobre el sexo en la mitología ,3. La cuestión se debate ampliamen­ te en un espíritu de polémica que pretende denunciar, aquí como en cualquier parte, la injusticia cometida durante mi­ lenios contra la condición femenina. Así ocurre en el pro­ ceso del rodaballo M, con Hesíodo, la ciudad y Aristóteles, por mencionar sólo a los principales testigos ,5. También con el asunto de Pandora, el sueño (¿de Hesíodo o de los griegos?) de un mundo sin mujeres. Y de forma aún más sutil, los pérfidos machos que cuentan la historia de Atenea, del pequeño Erictonio y de la madre Gea quieren, sin lugar a dudas, negar a las mujeres lo poco que les queda en este mundo masculino y pretenden despojarlas de su materni­ dad, atribuyéndosela a la Tierra «para mayor seguridad» l6. Algunos se preguntan si el plan es bueno, y por qué poner en escena el fracaso del deseo masculino, Hefesto confuso, un hijo sin padre y la complicidad triunfante de las mujeres entre sí, la Tierra, Atenea y sus tres cómplices, Aglauro, Herse y Pándroso. Y cuando de la cabeza de Zeus hendida por el hacha de dos filos de Hefesto-partero (la cesárea como una hazaña de demiurgo) surge lanzando un terrible grito la Virgen de cuerpo broncíneo, ¿hay que echar la cul­ pa, sin más, a ese dios masculino que usurpa el parto, que hace inútil el vientre femenino, que hace de nuevo «un tre­ mendo desaire... a la maternidad de las mujeres»? 17 Estos son textualmente los reproches que le dirige Hera a Zeus, cuando ve que en su cabeza anida la Atenea de ojos fasci­ nantes: «¿No hubiera podido parirla yo, a quien todos los inmortales llaman tu esposa?» La continuación del Himno homérico a Apolo 18 cuenta cómo Hera, tan proclive a pe­ lear contra su esposo, pone en marcha unos refinados mé­ todos para procurarse una progenitura sin la más mínima


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intervención de Zeus, quien queda absolutamente al mar­ gen. ¿Supone esto una evidente afrenta a la paternidad de los ciudadanos, cuestionada en la persona del esposo de Hera? Las lecturas de la mitología en clave de «reflejo» de lucha de clases nunca han sido muy convincentes y aquellas en clave de guerra de sexos no parecen ser más concluyentes. En resumen, el análisis de los mitos es más provechoso si se comparan previamente las distintas versiones o se con­ frontan los relatos míticos que se corresponden entre Argos y Atenas, o incluso entre un estrato y otro de la misma ciudad. Por ejemplo, la autoctonía ateniense en femenino frente a la autoctonía política en masculino: la historia de Praxítea y Aglauro frente a la de Erecteo en la misma Acró­ polis. Volveremos sobre este tema. Desde lejos, la autoctonía parece ser una idea fija de los atenienses que se dejan llevar por el deleite del narcisismo y producen en el modo de oración fúnebre un inmenso discurso repetitivo sobre el autóctono, sobre el perfecto ate­ niense «nacido de la propia tierra» de la patria, siempre semejante a sí en la excelencia de sus virtudes y de sus hazañas en cuanto a palabras y actos ,9. En el siglo V, en el apogeo de su poderío marítimo y de su imperio sobre nu­ merosas ciudades aliadas que le rinden tributos, la ciudad ateniense alcanza el punto culminante de la hipertrofia de su egocentrismo. Llega al punto crítico. Observándola de cerca, la autoctonía se diversifica, como se ha demostrado 20 en múltiples versiones, en diversos pun­ tos de enraizamiento, de autóctonos sucesivos como Cécrope o Erecteo el Muy-Ctoniano, el de la Ilíada a quien Ate­ nea instalara antaño en su triple santuario, llamado así por­ que la tierra de labor (chtón en griego) le concibió, lo «creó» en su hegro vientre, esa Tierra tan llena de vida 21. Cécrope, el rey de cola de serpiente, el anguípedo del proyecto monogámico, propone una autoctonía anterior a la de Atenea y sitúa a la especie femenina en un lugar privilegiado frente a la especie masculina. Existe también una distancia entre Erecteo y Erictonio, siendo el primero la forma lingüística abreviada del segundo, aunque de hecho Erictonio aparece


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como un recién nacido en el escenario en que el hermano persigue amorosamente a su hermana y pierde el semen en un pasillo de la Acrópolis. Y en tanto que Hefesto desapa­ rece entre bastidores, Atenea, que se había escabullido con presteza, vuelve a recoger en un ovillo de lana el esperma fraterno que coloca luego en una cesta y entrega a la Tierra; otra vez la Tierra hace lo demás, igual que cuando se lo pide Hera. Erictonio, el pequeño autóctono entre mujeres, entre la umbría Tierra, la sombría nodriza y las tres primas, hermanas mayores que deben velar por él, pero sin ver ni conocer los funestos secretos. Mientras que Erecteo, en su regia madurez, prepara los triunfos de Atenea y las princi­ pescas fiestas organizadas en las Grandes y Pequeñas Panateneas. Y observando también de cerca, aparecen las dife­ rencias entre el Agora con sus héroes fundadores abstrac­ tos, los diez Epónimos y en el mismo rango Cécrope y Erecteo con uniforme; el Agora que no es la Acrópolis de infancias y nacimientos reales, ni tampoco el Cerámico con sus alineamientos de tumbas, sus sepulturas monumentales que exaltan la dicha de morir por ella, y la patria entusias­ mada con su cosecha de muertos, de atenienses idénticos a quienes se les ha prometido el eterno renacimiento 22. Subiendo del Cerámico hacia la Acrópolis a través del Agora, la autoctonía se decanta por lo masculino en polí­ tica. ¿Quiénes mueren por la Madre-Patria sino los machos prestos a defenderla? Felizmente, Eurípides introduce la sor­ presa al imponer en la escena trágica una versión femenina de la autoctonía ateniense. Una autoctonía para las mujeres y por la fuerza de las mujeres, que enlaza con una parte de la mitología sobre los orígenes de Atenas ignorada por los bossuet de los funerales nacionales o por los portavoces del servicio de pompas fúnebres. Praxítea, una anti-Clitemestra En torno al año 430 según unos y al 420 según otros antes de nuestra era, los atenienses proyectaban construir


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un nuevo Eréchtbeion en el emplazamiento del antiguo, el de los Pisistrátidas, que a su vez era ya el tercer santuario consagrado a Erecteo. Un verso de la tragedia escrita por Eurípides, titulada Erecteo 23, hace alusión a un edificio de piedra levantado en honor de Erecteo-Poseidón por deci­ sión de Atenea, una vez la ciudad había sido salvada del peligro 24. La intriga comienza con el enfrentamiento de Atenea y Poseidón. Las dos divinidades se disputan la Acró­ polis y los derechos sobre el Atica. La querella, al parecer constitutiva de la afirmación de autoctonía, se inicia en el reinado de Cécrope y se retoma bajo Erecteo 25. Según esta versión, Poseidón dispone de una base territorial: Eleusis. La ciudad de Eleusis está en guerra con Atenas y amenaza la existencia de una Atenas autóctona. Los habitantes de Eleusis se muestran tal y como son cuando recurren a unos extranjeros, los tracios, verdaderos bárbaros conducidos por Eumolpo, el Buen Cantor, hijo de Poseidón. Frente al otro, a la alteridad salvaje de Poseidón y de Eleusis, Erecteo y Atenea reafirman la identidad ateniense, su intacta autocto­ nía. Esta vez la batalla es decisiva. Erecteo quiere consultar a Delfos: ¿cómo conseguir la victoria? La respuesta del orá­ culo es que debe sacrificar a una de sus hijas. Erecteo re­ toma a Atenas, informa a su esposa Praxítea de la exigencia formulada por el oráculo délfico y, en total acuerdo con ella, conduce a su hija al altar y la degüella a fin de salvar la ciudad. La sangre se derrama. Pero las tres hijas de Pra­ xítea y Erecteo habían hecho la promesa de no sobrevivirse; las dos hermanas de la sacrificada se degüellan 26. A partir de ese momento el desenlace de la batalla está asegurado. Erecteo mata a Eumolpo, se produce la confusión en Eleu­ sis y entre los mercenarios tracios, y Poseidón interviene. El dios está encolerizado por la muerte de su hijo. Con un golpe de tridente hiende la roca de la Acrópolis, sepulta a Erecteo en la tierra y amenaza a la ciudad con un seísmo devastador. Atenea se enfrenta, conmina a Poseidón a vol­ ver al mar y a contenerse con la muerte de Erecteo. Anun­ cia después a Praxítea, la única superviviente, que sus hijas, convertidas en diosas, recibirán culto eterno en la ciudad,


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que su esposo Erecteo, así mismo divinizado, se convertirá en el Augusto Poseidón con un santuario en medio de la ciudad. En cuanto a Praxítea, Atenea la nombra sacerdotisa de su culto poliade. «Deseo que tú seas la primera, en nom­ bre de la ciudad, en llevar ofrendas a mis altares.» 27 Eleusis quedará sometida a los atenienses, pero la ciudad rival ten­ drá derecho a celebrar los Misterios fundados por Eumolpo. En esta tragedia de la autoctonía el verdadero héroe se llama Praxítea28 más que Erecteo. Ella, reina de Atenas, lleva un nombre casi funcional cuyo sentido proviene de las palabras de Atenea al consagrar su estatuto de sacerdotisa oficial: es la ejecutora de la diosa. Tanto Praxítea como las Praxidíkai 29, Ejecutoras de la justicia, representan un as­ pecto de las Erinias-Euménides. «Deseo que se te reconoz­ ca como a mi sacerdotisa (hieréa), y seas la primera, en nombre de la ciudad, en llevar ofrendas a mis altares.» A ella le corresponde realizar los sacrificios públicos en nom­ bre de la ciudad, para la diosa que reside en la Acrópolis, la Poliade. Una ciudad cuya autoctonía está proclamada por la ejecutora de Atenea. Praxítea mantiene el discurso de la identidad ateniense en el momento en que hay que actuar. Erecteo ya no es el protagonista, el destino se lo lleva y la Acrópolis se convierte en su tumba. Praxítea nombra la autoctonía antes de encamarla en solitario. «Nosotros so­ mos autóctonos» 30, por nacimiento y por naturaleza. Un nosotros en tanto que ciudad, una ciudad que no es como las otras, cuyo pueblo viene de fuera y es extranjero. Los atenienses habitan desde siempre el mismo país, ig­ noran su fundación, mientras que «las otras ciudades, for­ madas de elementos diversos como las piezas de un juego de azar han sido fundadas por una mezcolanza de origen dispar» 31. Sólo Atenas es una ciudad «natural», las otras son producto del azar, de sucesivas ocupaciones, mezclas, reencuentros, metecos de toda índole y ciudadanos «de pa­ pel») (habría que decir «de papiro») ante el público de Aris­ tófanes, que preferiría hablar en términos de «paja» y «gra­ no» 32. Por lo tanto, a su alrededor sólo habría ciudades de paja, pobladas de inmigrados, de ciudadanos de «nombre»,


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sin consistencia, que no son y que no pueden ser los ver­ daderos brotes de la tierra de la ciudad. Entre el año 430 y el 420, Atenas está llena de no-ciudadanos que residen y trabajan en ella; son numerosos los extranjeros que contri­ buyen con su inteligencia, creatividad, saberes y riqueza financiera. A ellos va dirigido el discurso megalómano de la reina de Atenas: «Quienquiera que abandona una ciudad para ir a habitar a otra es como una pieza llevada a otra estructura, es un ciudadano de nombre pero no lo es de hecho [en sus actos].» 33 Praxítea habla con voz propia cuando hace semejante elogio de la autoctonía. No es en absoluto la portavoz de Erecteo. En calidad de reina, habla en nombre de Atenas, con el «nosotros hemos nacido autóctonos» de los atenien­ ses. Y lo que es más, de los atenienses y de «todas las atenienses» que por un decreto emitido hacia el 450 antes de nuestra era tienen idénticos derechos de ejercer el sacer­ docio de Atenea Victoria, Atenea Nike 34. Praxítea sabe lo que dice, ella proviene directamente del territorio ateniense, es la hija de Cefiso 3S, un río del país, la hija de un padre que con sus aguas riega la tierra ateniense. Praxítea sólo puede ser autóctona. Tiene que serlo para cumplir con lo que Atenea y la ciudad esperan de su intervención: sacrificar a su propia hija y derramar de acuerdo con Erecteo la sangre exigida por el oráculo para salvar Atenas. Praxítea se muestra digna de su nacimiento. Cuando Erecteo vuelve de Delfos con el terrible oráculo, cree que Praxítea se va a rebelar, que va a arrebatar la hija y que pondrá obstáculos para la salvación de la ciudad. Mientras se dirige a Atenas piensa en una solución de compromiso: la adopción de una joven que sea la víctima requerida por el oráculo, de modo que Praxítea no pierda una hija. Erecteo subestima la fuerza de la des­ cendiente de Cefiso, la fortaleza de la ateniense autóctona. Praxítea denuncia la falsa ciudadanía, a todos aquellos falsos ciudadanos que no constituyen los auténticos granos de ce­ bada, la delicada flor de la tierra. ¿Cómo es posible que un hijo adoptado pueda sustituir a un hijo verdadero? «¿Dón­


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de está la fuerza de aquellos a quienes se adopta? Los frutos de la naturaleza son más poderosos que los resultados de las disposiciones legales.» 36 Ante la idea de que otra vida pudiera tener el mismo valor que la sangre de su hija, Praxítea se enfurece, se desata y va a demostrar a Erecteo y a todos los ciudadanos reunidos cómo actúa una autóctona, cómo una madre autóctona es capaz de derramar la sangre de su propia hija y ofrecerla a la Tierra que se halla sedienta. Praxítea es la otra cara de Clitemestra: «Yo misma daré a mi hija para que la degüellen.» 37 Hace un elogio de la muerte por la patria: «Sólo mi hija obtendrá la corona al morir por la ciudad.» 38 Ella salvará «los altares de los dio­ ses y la patria» 39. Y detrás de esta patria, la reina autóctona hace surgir a la Tierra, a Gea. La sangre vertida va a derra­ marse en la boca y en el vientre de la Tierra: «Por la tierra sacrificaré a esta hija (kóré) que es mía sólo por naturaleza, por nacimiento.» 40 Praxítea ocupa aquí el lugar asignado a Erecteo en una obra cercana a Eurípides: «El ha tenido el coraje de matar a sus hijas degollándolas para la tierra.» 41 Se trata de un homenaje ofrecido por Créusa en el lón. Y el yo de Praxítea hace que se olvide el «nosotros los autóc­ tonos»; un yo que hace desaparecer a Erecteo como si ya la guerra y la muerte-le envolvieran y se lo llevaran hacia el santuario, hacia los subterráneos de la Acrópolis. Praxítea como protagonista 42 y ya única autóctona: «Sin mi con­ sentimiento, nadie puede abolir las antiguas leyes de nues­ tros antepasados.» 43 Como reina que sabe devolver a Gea lo que le pertenece, toma solemnemente partido por Atenea y por la salvación de los ciudadanos, la victoria, ofrece «el fruto de sus entrañas» 44. Unas entrañas que son también las de Gea. El vientre de la Tierra ya no se halla sujeto como con Atenea que juega a las nodrizas e ignora la exis­ tencia de la matriz. Praxítea y Gea están de acuerdo. Fundadora y madre patria Una versión, la de Demarato, llega incluso a dar a la hija degollada el nombre de Chtonia, Hija de la Tierra, su


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sangre va a salpicar el altar de Perséfone, se derrama en las entrañas de la Tierra y llena la boca de aquella a quien se suele llamar Kóre, la Joven 4S. Todo sucede entre mujeres. La tierra Atica está marcada por la sangre de las muje­ res. Atenea establece las características institucionales: las tres hermanas, enterradas juntas, serán las protectoras ofi­ ciales del territorio; como diosas, recibirán un culto seme­ jante al de las Euménides; antes de cualquier compromiso militar, unos sacrificios sangrientos darán a la ciudad la cer­ teza de la victoria 46. Como réplica femenina de Erictonio, ya se llamen Primera-Nacida (Prótogéneia) o Pandora 47, en este caso joven autóctona dorada, las hijas de Praxítea tie­ nen en común una dulce muerte. La corona es para la pri­ mera degollada, a quien su madre cubre con las más her­ mosas vestiduras como si fuera a conducir una procesión, una «teoría» de fiesta 48: va en solitario y destaca de las demás por su excepcional gloria mientras que, según Pra­ xítea, «los hijos de la ciudad caídos en batalla comparten con muchos otros la tumba y la gloria» 49. Es una alusión a los funerales nacionales, al cementerio del Cerámico abier­ to democráticamente a los muertos por la ciudad, aquellos a los que Atenas y sus oradores dedican su Epitafio, el elogio de los autóctonos. Son, pues, tres hermanas, dos de las cuales van a reunirse con la primera, tras haberse dado muerte degollándose como corresponde a tan valientes au­ tóctonas. Juntas van a recibir «un nombre que será célebre en la Hélade: los mortales las llamarán las diosas Hiacíntides» 50. Tendrán una hermosa muerte y recibirán la gloria de los guerreros caídos para salvar a la patria y un culto anual: «Es necesario que todos los años, sin que el paso del tiempo traiga el olvido, los ciudadanos les rindan un ho­ menaje con sacrificios y víctimas sangrientas.» 51 La ciudad entera vela por su culto: habrá coros de jóvenes mujeres y, quizá, danzas de muchachos armados 52. Es más, las hijas de Praxítea, en tanto que poderes gue­ rreros encargados de la defensa del territorio, deben «tener un recinto inviolable». «Hay que impedir a cualquier ene­ migo que venga a hacerles un sacrificio a escondidas: para


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ellos, esto supondría la victoria y para esta tierra la rui­ na.» 53 En esta ocasión, el ritual da lugar a una descripción técnica: el sacrificio debe realizarse antes del compromiso como hacen los espartanos en honor de Artemisa, aunque en su caso se haga en el campo de batalla y a la vista del enemigo. Atenea es muy precisa: En primer lugar habrá que sacrificar las víctimas a las Hiacíntides antes de afrontar el combate con el enemigo sin tocar la viña que da el vino y sin hacer libaciones en el fuego, sólo ofreciendo el fruto recogido por la industriosa abeja mezclado con agua fres­ ca sacada del río 54.

Ctonia y sus hermanas se convierten en poderes de la Tierra, en divinidades tan ctonianas como las Euménides que sienten aversión por el vino y no quieren ninguna otra libación que no sea de aguamiel 55. Las Hiacíntides no sus­ tituyen a las poderosas Euménides, sino que se suman a ellas en la guerra como guardianes de la ciudad y, aunque habitan bajo tierra, están siempre vigilantes para defender las fronteras y prevenir las conquistas extranjeras. Las hijas de Praxítea, ya se hallen en la Acrópolis o bien en las fron­ teras 56, están encargadas del territorio de la ciudad, el mis­ mo al que juran proteger los efebos cuando se presentan en el santuario de Aglauro, otra autóctona situada al mismo nivel que Cécrope y que juega a la vez el papel de Praxítea y el de sus hijas al suicidarse por la salvación de Atenas. La Tierra ha bebido la sangre de las jóvenes autóctonas, pero aún exige otra víctima, Erecteo, el Muy-Ctoniano, cuyo cuerpo apresado en la roca de la Acrópolis va a re­ forzar los cimientos de la ciudad, incluso los de su autoc­ tonía. En el preciso momento en que la fuerza de Poseidón se desata contra el rey de Atenas, el dios marino cae en una trampa y queda inmovilizado al servicio de Atenea, su rival, que vence de nuevo. Poseidón, dios de los seísmos, hace «temblar el suelo de la ciudad» 57, su tridente clavado en la Acrópolis abre una tumba para Erecteo que es engullido por la tierra. El Muy-Ctoniano vuelve así a las profundi­ dades de donde había nacido al convertirse en Erecteo. Ate­


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nea, sin duda con la ayuda de Zeus, refrena la violencia del dios de los mares y lo une con su víctima. «En cuanto a tu esposo —dice Atenea a Praxítea—, ordeno que se le cons­ truya un santuario en medio de la ciudad, con un recinto de piedra.» Y en ese santuario estarán a la vez Erecteo y Poseidón: «Erecteo llevará el nombre de su asesino: así le invocarán los ciudadanos cuando le inmolen hecatombes de bueyes.» 58 ¿Poseidón-Erecteo o Erecteo-Poseidón? 59 La primera fórmula parece se utiliza en el culto y, en general, con la forma Poseidón y Erecteo. La segunda, inédita, im­ plica la intención de someter el asesino a su víctima 60: Erec­ teo divinizado en Poseidón y en esta ocasión dios de los cimientos, de las inquebrantables bases, el Poseidón de los basamentos eternamente firmes. Poseidón queda inte­ grado en la autoctonía 61. Una autoctonía que tras la muerte de Erecteo y la des­ aparición de las tres hermanas es enteramente asumida por Praxítea, la sacerdotisa de Atenea, que de modo tan enér­ gico ha tomado partido contra Poseidón: «Y no se verá en las rocas de la Acrópolis, en lugar del olivo y de la Gorgona de oro, erigirse el tridente coronado por Eumolpo y sus guerreros tracios, ni a Palas despojada de todos sus hono­ res.» 62 La fórmula que se emplea con Praxítea, la ejecutora de las obras de Atenea, pero a quien la diosa victoriosa califica de «fundadora» es: «Tú eres quien ha sabido resta­ blecer los cimientos de la ciudad.» 63 La autoctonía atenien­ se, en la versión ofrecida por Eurípides, necesita ser funda­ da, afianzada y profundamente enraizada, mediante la san­ gre de los propios originarios de Atenas entregada a la Tie­ rra y el poder estabilizador del dios extranjero que parecía amenazar la virtud autóctona de Atenea. Morir por ella, eso es lo que la Tierra autóctona pide a los ciudadanos. Praxítea se muestra ejemplar al sacrificar a su hija, nacida de la Tie­ rra, como ella misma surgió de Cefiso. Un homenaje ofre­ cido a las atenienses, a la fuerza de las mujeres de Atenas, autóctonas sin complejos e incluso fundadoras de la autoc­ tonía.


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Una mujer a la cabeza de los efebos Al igual que Praxítea puede encamar64 la autoctonía ateniense cuando se dirige a los ciudadanos con la doble autoridad de reina que sacrifica a su hija en los altares de la Tierra y como sacerdotisa de Atenea Poliade, represen­ tante de toda la ciudad en los sacrificios públicos, otra he­ roína ateniense, madre e hija a la vez, afirma las virtudes autóctonas de Atenas con la sangre y la guerra, pero esta vez ejerciendo oficialmente la función de iniciadora de los jóvenes en edad de llevar armas y convertirse en ciudadanos adultos. Se llama Aglauro o Agraulo 65 y es una de las hijas de Cécrope, así como la madre de los Cecrópides (hijos de Cécrope). Si traducimos estos dos nombres siguiendo las teorías de unos componentes etimologistas, el significado de Aglauro será algo parecido a «Agua clara» y el de Agrau­ lo «Hija de los Campos», si bien no cultivados, e incluso según un antiguo filólogo (llamado Tranquilo, Hesiquio), «La que de noche duerme en los campos, en la linde de los bosques» 66. La traducción de Agua clara, aunque adecuada para una joven autóctona, nos aleja sin embargo de lo esen­ cial: su aspecto sombrío y violento. Dejémosle, pues, el nombre de Aglauro para el solemne juramento de morir por ella pronunciado por los efebos 67, pero reconozcámos­ le la pasión de Agraulo cuando se lanza desde lo alto de la Acrópolis para salvar la ciudad. Veamos la versión de Filocoro, autor de una atthis, his­ toriador de los orígenes de Atenas, del siglo III antes de nuestra era. La ciudad está en guerra: Eumolpo ataca a Erecteo 68 —como en la historia de Praxítea 69. Una vez más el oráculo predice que el final será desastroso si no se sacrifica alguien por la ciudad. Según la tradición tebana, durante el reinado de Creonte la ciudad se ve amenazada y Meneceo, el hijo del rey, se lanza desde lo alto de las murallas de Tebas: Tiresias predecía la victoria de los tebanos si se de­ gollaba a Meneceo en honor de Ares 70. Aglauro-Agraulo, voluntariamente, se entrega a la muerte. Sube a la muralla y se lanza al vacío, estrellándose en la base del muro. El


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enemigo se aleja. En el lugar en que Aglauro-Agraulo ha muerto, allí donde su sangre se ha derramado, los atenien­ ses levantan un altar en su honor, al pie de las murallas que rodean la Acrópolis 71. Los efebos prestarán juramento en ese lugar antes de partir a la guerra 72. Aglauro-Agraulo será así la primera sacerdotisa de Atenea 73. Una heroína que aúna en ella los dos papeles asumidos en la tragedia de Eurípides por Ctonia y su madre Praxítea. Es otra Praxítea que lleva las insignias de la sacerdotisa de Atenea, que pre­ feriría matarse antes de degollar a su hija junto a Erecteo. Ya no se trata, pues, de la Tierra, ni de Perséfone y su altar, ni siquiera de ese Ares tan presente en el mundo de Aglau­ ro-Agraulo. Sólo están los muros, la muralla, el santuario trazado ante la puerta y la sangre exigida para proteger la muralla. La sangre de una autóctona 74 para «restablecer los cimientos de la ciudad», como dice la Atenea de Eurípides. O más exactamente, para fundar Atenas y afianzarla en su autoctonía, para establecer unas raíces de sangre en la piel de la Tierra. Aglauro-Agraulo, autóctona fundadora, encarna unos valores guerreros, los de Ares y los efebos, y unos valores femeninos, de las mujeres en sociedad, de los poderes de fecundidad de la tierra, de las Estaciones, de los frutos y las ramas. Aglauro y Ares forman pareja 75. Son las prime­ ras divinidades a quienes la sacerdotisa de Aglauro dirige los «sacrificios de entrada», en el mes que precede a Boedromión (septiembre-octubre), cuando empieza el servicio de los efebos 76. Aglauro es la esposa de Ares 77, y guerrera desde tiempos inmemoriales, incluso «antes de la guerra de Troya». De ello da testimonio un santuario en Salamina, ciudad chipriota fundada en el siglo XI antes de nuestra era, cuya importante muralla hoy en día ha sido exhumada. En Salamina, «la más griega de las ciudades de Chipre» según ¡Sócrates (436-338 antes de nuestra era) 78, Agraulo preside junto con Atenea un ceremonial sangriento de efebos 79: un hombre empujado por los efebos entra en el santuario; per­ seguido, da tres vueltas al altar corriendo. El sacerdote de Agraulo le clava entonces la lanza en la garganta 80: muerte


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guerrera en honor de Agraulo. El cuerpo, colocado en la hoguera ya dispuesta, se consume por el fuego. Más tarde Diomedes ocupará el lugar de Agraulo, pero un Diomedes de Ares, homólogo de la heroína que reúne en su santuario, hoy localizada al este de la Acrópolis y próximo al Pritaneo, a los poderes de la guerra, tanto los antiguos, Enio con Enialio 81, como Ares formando pareja con Atenea Aréia 82. Una Atenea de Ares como existe un Ares de Agrau­ lo. Agraulo de los efebos, de los jóvenes camino de la edad adulta, la ciudadanía en armas, pero también una Agraulo de las mujeres. Aquella por quien las mujeres casadas suelen jurar 83, singularmente cuando se encuentran entre sí, con ocasión de la fiesta de las Tesmoforias. En esta festividad de la que los varones están excluidos, las mujeres forman una efímera ciudad, ofrecen sacrificios sangrientos y fingen tener el dominio de las armas, las armas del sacrificio —o las de la guerra que bien podrían manejar a su antojo 84. Por lo tanto, Agraulo está en el ritual de sacrificios jun­ to a las mujeres activas, en tanto que madre o hermana de Pándroso, a su vez estrechamente vinculada a Atenea 85. Pándroso es otra Cécropide, la primera tejedora de lana y de vestimentas para los hombres 86 y quien les encamina hacia la vida cultivada, de la misma manera que las muje­ res-abeja, las Damas Mélissai del Deméter Tesmófora, ofre­ cen la miel y los vestidos tejidos para cubrir la desnudez y para establecer nuevas relaciones entre los sexos 87. Al igual que Agraulo al ofrecer su vida por la tierra ática propone a cada efebo un modelo de comportamiento, Pándroso y con ella la Kourotróphios, la que hace crecer a los jóvenes, son poderes femeninos que inventan el primer núcleo de cultura, a semejanza de los precursores masculinos más co­ nocidos, como Erecteo y Cécrope, el que tiene la parte inferior de su cuerpo de serpiente. En su santuario eminentemente político, Aglauro orga­ niza en torno a sí a una doble serie de divinidades. Una de ellas está volcada hacia la guerra, la otra hacia la fecundidad y el esplendor del territorio. El brillo de Aglauro se nutre de la violencia dirigida hacia el agresor. Cuando la sacer­


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dotisa de Agiauro efectúa los sacrificios llamados de entrada en función 88, empieza por invocar a Agiauro y a Ares, la pareja guerrera. Después se vuelve hacia el Sol, Helios, las Estaciones, HÓrai, Apolo y los otros dioses «según la cos­ tumbre ancestral». El Sol y las Estaciones disponen todo el tiempo de la Tierra, otorgándole sus más hermosos frutos: los atenienses les hacen conjuntamente sacrificios en mayo y en octubre y les ofrecen carnes hervidas en vez de asadas, ya que, según nos cuenta un liturgista griego, al estar pro­ tegidos los frutos de la tierra (también llamados hórai como las Estaciones) de la sequía, alcanzan la madurez bajo el efecto de un calor moderado y de lluvias regulares 89. Apo­ lo, el siguiente en la lista, ocupa también un lugar preemi­ nente: reina en las asambleas, protege las puertas de la ciu­ dad y defiende el territorio. El propio reparto entre dioses de la guerra y divinidades de la tierra fructífera ordena la sucesión de los poderes invocados por los efebos cuando pronuncian en el recinto de Agiauro el juramento de de­ fender con las armas el territorio de la ciudad, a sus habi­ tantes y a sus dioses 90. Un juramento que coloca a Agiauro en primer lugar, incluso antes que el Hogar común, antes de Hestia, la Dama del Pritaneo, del centro político en don­ de comienza el servicio militar de los efebos. Después de Agiauro y de Hestia viene un grupo compacto de divini­ dades de la guerra. En cabeza se halla el sector femenino con una pareja arcaica: Enio flanqueada por Enialio. Les siguen Ares y la Atenea de Ares, Atenea Aréia. Ares no es un desconocido en Atenas, y la guerrera Enio, la Belona romana, tenía una estatua en el santuario de Ares, curiosa­ mente al lado de Atenea y de Afrodita, en el ágora de Ate­ nas 9I. Detrás de la Atenea de Ares aparece Zeus abriendo el paso al cortejo de las Estaciones, llamadas Thalló, «la de las ramas», AuxÓ, «la del crecimiento» y Hégémóné, «la que conduce». Zeus no tiene atributos, pero bien puede ser el Olímpico, el Zeus del cielo y del agua del cielo; el Ctoniano, el dios del suelo y de la tierra que asegura la subsis­ tencia; y, finalmente, el Poliéus, el dios de la ciudad política como réplica de Hestia y de Atenea Poliade.


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Hégémóné, «la que conduce» cierra el cortejo de las Estaciones y precede directamente a Heracles, seguido de los «Límites de la patria», pues está en calidad de protector de los efebos, así como del Apolo que aleja el peligro, de­ fendiendo el territorio y su integridad precisada por los Límites y que reparte igualmente las riquezas que aportan las Estaciones, los campos y los vergeles cargados de frutos. E l recorrido de los santuarios Aglauro desde su tumba, desde su santuario situado muy cerca del Pritaneo, vela por el servicio militar impuesto a los jóvenes que van a llevar una vida de ciudadanos. El servicio de los efebos se inicia en el Pritaneo y termina en la Acrópolis 92. Los sacrificios comienzan bajo el signo de Hestia, del Hogar común y de los dioses que le son fami­ liares y terminan con los consagrados a tres divinidades femeninas: Atenea que reside en la Acrópolis, la Poliás; la Kourotróphos, es decir, la Nodriza de los jóvenes, similar a la Tierra que aporta el sustento; y Pándroso, la tejedora, la Cecrópide que inaugura para los efebos el ámbito de la vida cultivada 93, como la Poliade Atenea les asegura el ejercicio de la ciudadanía, en potencia y en actos. Probablemente los efebos prestarán juramento a Aglauro a la salida del Prita­ neo, en el santuario que se encuentra a dos pasos del de Hestia 94. Allí es donde reciben sus armas. En la tercera etapa, los efebos dirigidos por el KosmStCs, el «director» elegido para ir a la cabeza de la promoción, hacen «el re­ corrido de los santuarios» 95. ¿En qué orden? ¿Cuál será el recorrido? ¿Se trata de santuarios urbanos o suburbanos, de campo o de las fronteras? Los espartanos tienen una cere­ monia semejante, pero la reservan para el hombre mayor de sesenta años y de mayor mérito, al último senador elegido en el Consejo de los Ancianos, la Gerousía. El nuevo se­ nador, coronado y en cortejo, iba de santuario en santuario acompañado de multitud de jóvenes que le colmaban de cumplidos y alabanzas y de un séquito de numerosas mu­


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jeres que proclamaban sus méritos y celebraban su compor­ tamiento con cánticos 96. Por su parte, los jóvenes de la ciudad ateniense hacen un primer recorrido para reconocer a los dioses, los de la ciudad y los del conjunto del terri­ torio 97, pero ellos van solos, sin corona y seguramente a paso gimnástico. Aquí vemos a los efebos ofrecer sacrificios «a los dioses del Atica* 98, y en esta ocasión se hallan en «las fronteras», en esos «Límites de la patria» invocados en su juramento. Durante todo el servicio militar —tiempo en el que se­ rán llamados perípoloi" , «los que van en torno*— los jó­ venes de Agraulo van de fiesta en concurso, de sacrificio en procesión, participando cada semana a lo largo de todo un año en las fiestas en honor de los dioses, en el orden que marca el calendario ,0°. A partir de mediados de septiembre y sin tregua, recorren los caminos del panteón: en honor de la Artemisa de Maratón, la Virgen de los confines, los jóvenes armados, con los músculos tensos y al borde del vértigo compiten en carreras; para la Joven y la Madre en­ colerizada, Core y Deméter, se trasladan los «objetos sa­ grados» de Eleusis a Atenas, en el Eleusinion, y luego en sentido inverso, siempre armados, pero coronados en esta ocasión con mirto fresco y provistos de trozos de carne para reponer fuerzas; en honor de la Madre de los dioses se celebra la fiesta de las Galaxias, como alusión a la leche (puesto que es bebedora de leche); le ofrecen una phiálé, la copa para las libaciones. Después viene Teseo, con más ca­ rreras, las Oscbophória: en ellas hay que llevar corriendo unos sarmientos cargados de racimos de uvas y el más rá­ pido recibe a la llegada la codiciada mezcla de aceite, vino, miel, queso y harina de cebada. Un recorrido que va de Dioniso a la Atenea de los bosques bajos, la Skirás. Sin olvidarnos de los Epitáphia, los muertos en la guerra, con servicios fúnebres y un desfile en impecable orden. No hay que engañarse: para inculcar la disciplina y los buenos mo­ dales hay un director a la cabeza (el kosmStés) y un censor detrás, el sOphronistes, uno por tribu, diez en total, quienes con largas y flexibles varas en la mano se encargan de im­


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buirles el concepto de sOphrosynS, el superarse, el dominio de sí mismo, la espina dorsal del ciudadano. Un ejercicio favorito de los discípulos de Aglauro es el que consiste en coger entre varios un buey, un toro o una vaca y levantar al animal, cargarlo a hombros vivo o casi vivo y entregarlo así al cuchillo degollador, todos en orden y uniformados, hasta que la sangre les salpica y cesan los estertores de la bestia 101. Tras el sacrificio vienen las felicitaciones del cen­ sor, del director y en una inscripción sobre piedra queda grabada la satisfacción de los pedagogos por tan hermoso sacrificio. Y una vez más Dioniso con las procesiones nocturnas, la estatua, el viejo ídolo que se traslada desde el altar lla­ mado eschára hasta el teatro; las Dionisiacas en El Píreo, las fiestas llamadas Leneas y las grandes Dionisiacas urba­ nas, con procesiones en las que se exhibe el falo para Dio­ niso, enorme, solemne, antes de los concursos, tragedias y comedias. El calendario los arrastra: Artemisa a orillas del mar, Salamina después de Maratón, regatas y sacrificios; después Ayax y el Zeus que hace retroceder al adversario, el Zeus Trofeo, Tropáios (del verbo trépein, dar la vuelta). Y Ayax con su estatua de hoplita armado sobre un lecho, y nueva­ mente más carreras, «largas carreras» y más concursos nava­ les. Las fiestas de Atenea, las de Zeus, ya sea el Salvador o no. Y a veces los jóvenes, con ocasión de un ritual más «político», más esencial para la ciudad, aparecen como si ya estuvieran integrados, con el estatuto que obtendrán a su regreso, al final del servicio. Es la fiesta de las Venerables, las Semmái theái, las Euménides, antiguas divinidades de la colina de Ares, en donde se asienta el Areópago, el consejo nocturno de la ciudad. Las Euménides, en este culto, beben la leche que se deposita en los vasos; se alimentan de sucu­ lentos pasteles de harina preparados por los más destacados de los efebos. Tortas de la Tierra hechas por los hijos de la Tierra: las Viejas Damas de la colina, en esta merienda fa­ miliar no quieren en torno suyo más que a hombres libres


Ayax persigue a Casandra que busca la protección de Atenea abrazando su efigie. Copa, pintor de Kodros, 480 antes de J. C. Museo del Louvrc, París. F. Lauros-Giraudon.

y mujeres libres, y de irreprochable reputación. Ningún es­ clavo debe estar presente 102, y no hablemos de los extran­ jeros. La vieja Atenas abre las puertas a sus hijos. Los hijos de Aglauro pueden subir a la Acrópolis y ofrecer por fin los sacrificios de clausura a la tríada femenina que les espe­ ra: Atenea Poliás, la Kourotróphos y Pándroso, la buena tejedora. Son recibidos con los brazos abiertos. Los valien­ tes autóctonos están de vuelta, debidamente instruidos so­ bre la configuración de la sociedad de ios dioses, sobre las


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principales modalidades de inscripción de los poderes divi­ nos en el espacio social de la ciudad y, cómo no, sobre el papel eminentemente activo que tienen en el reino de Ate­ nea las diosas, las heroínas o simplemente las mujeres.


CAPITULO XV

U N FALO PARA DIONISO

E

N la Grecia politeísta, los dioses forman una so­ ciedad, están organizados, tienen áreas de compe­ tencia, privilegios que los otros respetan y saberes o pode res que se ven limitados por los de sus allegados o asocia­ dos. En cierto modo, en el panteón existe una división del trabajo: cada uno de los dioses ha recibido unos «trabajos», un área de acción. A veces globalmente, sin más precisión que las obras de la guerra para Ares o el himeneo, el ma­ trimonio, para Afrodita Pero un poder divino en un pan­ teón tan estructurado no puede confundir su radio de in­ tervención: más allá del matrimonio, Afrodita reina sobre el placer sexual (en griego apkrodísia), sobre el acto de «ha­ cer el amor» (aphrodisiázein) 2, sobre los cuerpos que se funden y sobre los seres vivos que se ven abocados a en­ trelazar 3 sus miembros, sus formas, ya pertenezcan al mun­ do de los animales o a la especie humana. También está la Afrodita armada, la potencia uraniana, la divinidad negra asociada a las Erinias, a las fuerzas de la venganza y a los poderes del destino, las Moiras; por no hablar de la Afro­ dita barbuda que aúna los dos sexos. Aparición ésta muy inoportuna en la escena del matrimonio, en el ámbito ins­ titucional en el que, por otra parte, Afrodita está celosa­ mente custodiada, ya que comparte el área conyugal con otras ocho o nueve divinidades presentes en la ocasión, bajo


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la altiva vigilancia de Hera y del Zeus de Hera, quienes juntos actúan de oficiantes con las vestimentas de ceremo­ nia 4. Una primera forma de definir la presencia de los dioses en la extensión de la vida social consistiría en elegir una institución como la del matrimonio y medir diferencialmen­ te la parte que corresponde a cada uno de los dioses en los esponsales desde los primeros hasta los últimos gestos. Cada divinidad se vería así analizada en su modo de acción espe­ cífico, el cual, a su vez, sería contrastado en todos los cam­ pos de la actividad humana desplegados por la sociedad griega. La ausencia de dioses que cabría esperar en el marco de una institución también debería ser significativa: así, en las ceremonias del matrimonio, un discreto Dioniso parece sin embargo merodear por los alrededores. Otro procedimiento puesto en práctica con éxito por Georges Dumézil consiste en confrontar 5 un objeto con­ creto con una serie de poderes, incitados a reaccionar, a ofrecer un medio de aproximación con el objeto, una forma de verlo y de conceptualizarlo. Por ejemplo, el caballo, el carro y el bocado: Atenea y Poseidón son divinidades re­ lacionadas con el caballo y el carro, pero no los utilizan del mismo modo. Atenea actúa mediante el bocado, interviene en el dominio del caballo y del carro por una parte a través del instrumento técnico con el que se maneja al animal y, por otra, por el ajuste de piezas de madera que dan forma al vehículo; mientras que Poseidón se manifiesta en la fo­ gosidad, en el poderío inquietante o incluso incontrolable del caballo, criatura que surge de las aguas que brotan o que nace como una fuerza de la Tierra. Así pues, son dos poderes del caballo, pero uno más ecuestre y la otra más caballuna 6. Se trata también de confrontar un objeto concreto o una parte del cuerpo: el pie, la cabeza o el corazón. O bien el falo, el órgano sexual viril, a la vez objeto fabricado y cuer­ po-objeto eminentemente cotidiano y singularmente presen­ te en el centro de una.configuración compacta de poderes divinos. En primer lugar, Dioniso lleva el falo en procesión;


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Afrodita, sin embargo, estará directamente implicada por su nacimiento: ella toma forma, la admirable forma de su cuer­ po femenino, en el semen, en el esperma que brota del miembro de Urano, cortado por Crono bajo la instigación de la todopoderosa Gea 7. Junto a Afrodita, y muy vincu­ lado a ella en el ritual del matrimonio, está el Hermes vo­ luntariamente itifálico, en forma de pilar dotado de un sexo en erección; y muy próximos a ellos Príapo y el dios Pan: Príapo, el más pequeño de los dioses, provisto sin lugar a dudas del mayor pene 8 y Pan, el macho cabrío con silueta humana que ataca a sus víctimas con un falo dispuesto a penetrarlas, un dios con una sexualidad tan violenta que podía volver itifálica a toda la población masculina de una ciudad 9. Como podemos ver, Dioniso no tiene el monopolio del falo en el panteón griego. Incluso algunos expertos llegan a decir que «en el origen» el falo nada tiene que ver con é l 10. En efecto, en sus representaciones el dios no se mues­ tra nunca itifálico ni se confunde con los Sátiros de su cor­ tejo. Lo que ocurre es que Dioniso es el único dios que se manifiesta por y a través del pene, cuya representación fi­ gurativa ocupa un lugar central en su culto y en sus fiestas más importantes. Aparecer en forma de falo e instituir para toda la ciudad la procesión del falo: es evidente que Dio­ niso tiene algo que decir sobre el pene, sobre cómo, en tanto que dios, actúa mediante y sobre el falo y cómo uti­ liza unas estrategias sexuales con unas Ménades obstinada­ mente castas, unos Sátiros de exuberante energía sexual y con el placer de ambos sexos en la vida cotidiana. Hagamos un breve comentario sobre las Faloforias «po­ líticas», es decir, las procesiones del falo organizadas por la ciudad y por todos los ciudadanos, incluidas las ciudadanas. El falo se lleva a plena luz y de manera oficial durante las Grandes Dionisiacas de marzo-abril n , después de las Dionisiacas del Campo en diciembre, seguidas de las Leneas en enero-febrero y de las Antesterias en febrero-marzo. Un Dioniso invernal en los albores de la primavera y evanes­ cente en verano. Las Grandes Dionisiacas son fiestas urba-


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ñas 12 que atraen a multitud de gente, tanto más cuanto que los concursos de ditirambos y las representaciones de tra­ gedias se suceden durante cuatro días. En Atenas y en Dé­ los, las Faloforias dan lugar a grandes preparativos. Los aliados de los atenienses, colonias como la de Brea en Tracia, tienen que contribuir con un falo para Dioniso en las Grandes Dionisiacas 13. Al igual que en las Panateneas, de­ ben ofrecer a Atenea, la que reside en la Acrópolis, un buey y una panoplia. Panateneas y Dionisiacas son dos festejos de igual importancia, en los que el falo es para Dioniso lo que para Atenea es el armamento guerrero y el más grande animal de sacrificio. El falo se fabrica, es un trabajo de carpinteros que uti­ lizan madera, cola y clavos. La contabilidad de Délos nos ofrece pieza por pieza los elementos y su precio desde el año 321 hasta el 169 antes de nuestra era. Es el falo de la Independencia. Se presenta en forma de pájaro cuya cabeza y cuello están reemplazados por un pene. Un pájaro-falo pintado al encausto e instalado sobre un carro que debe ser equilibrado con plomo M. En las Dionisiacas rústicas, el falo se vuelve pedestre y es de tamaño inferior. El pájaro-fa­ lo de Dioniso recién pintado y cuidadosamente instalado está dispuesto para su aparición. El día señalado, va a des­ filar ante toda la ciudad escoltado en particular por las jó­ venes de buena familia que hacen el oficio de canéforas, es decir, las que llevan los cestos del sacrificio ,5. El pájaro-falo en honor de Dioniso es un objeto autó­ nomo; es sin duda un pene, pero está provisto de alas y no es nunca un sexo que prolonga la forma corpórea de un dios. Esta diferencia la señala Herodoto en sus observacio­ nes. Probablemente los egipcios fueron los primeros en co­ nocer a Dioniso. También ellos tenían ceremonias para Dioniso-Osiris, al igual que los griegos, pero con la diferencia de que en lugar de pasear unos falos como los helenos, las mujeres egipcias llevaban en procesión unas estatuillas arti­ culadas que movían con cuerdas y cuyo miembro viril se agitaba vigorosamente; un pene que, por otra parte, era tan largo como el resto de la estatuilla 16. A este desproporcio-


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*

í

El falo de la Independencia (hacia el 300 antes de nuestra era). Monu­ mento dedicado por un corega en Délos. Aquí en forma de pájaro-falo, tal y como iría en procesión anual entre la gente de Délos. F. Roger-Viollet.


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nado sexo montado sobre un Dioniso-Osiris, Herodoto hu­ biera podido llamarlo Príapo, tal y como el que aparece en Lámpsaco un siglo más tarde. L a epifanía del falo La invención de la «procesión del falo» se realiza a con­ secuencia de una aparición de Dioniso, en griego llamada epidemia, «llegada al país». Dioniso se presenta como un dios que llega, surge e irrumpe, descubriendo el vino en el país de Icario o en la ciudad ateniense del rey Anfictión. Precisamente, en los dos relatos que nos han llegado, «trans­ portar el falo» tiene lugar entre la epifanía en el país de Icario (desventurado viticultor víctima de un vino puro) y la llegada de Anfictión a la mesa, quien va a conocer de labios de Dioniso las reglas del buen uso del vino, es decir, cómo se hace la mezcla exacta del agua y el vino puro 17. Veamos el primer relato ,8. Una pequeña ciudad en los límites del Atica que se llama Eleuteras; un mediador lla­ mado Pegaso emprende el camino hacia Atenas llevando bajo sus brazos la «estatua» de su dios, embajador y misio­ nero de Dioniso, aquel que cada año durante las Grandes Dionisiacas se traslada en una capilla-altar por los caminos de Eleuteras para ser de nuevo transportado al teatro de la ciudad por los efebos de servicio. La primera vez Pegaso es mal recibido; los atenienses apartan la vista, por lo que Dioniso se enfurece terriblemente. Su cólera es negra como la camisa de piel de cabra que lleva cuando se muestra como Melánaigis a las hijas de Pegaso, dios imberbe, ceñido de cuero negro *9; cólera que trae consigo una enfermedad ful­ minante para estos desvergonzados y que afecta al órgano sexual masculino. Es una enfermedad ineluctable, ya que ningún remedio puede calmarla. Inmediatamente consulta­ do, el oráculo de Delfos les comunica que la curación sólo será posible si las gentes del Atica «llevan» al dios con to­ dos los honores correspondientes a su rango. En seguida los atenienses se ponen a «construir», a «fabricar» falos,


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bien de uso público o privado, para rendir homenaje al dios con estos objetos que conmemoran lo que habían padecido. Por tanto, un Dioniso encolerizado porque no se le rin­ de culto y que elige el miembro, la verga, para que lleguen a comprender cuál es el símbolo con el que quiere que se le honre. Una vez reconocido, las gentes del Atica le erigen falos como «homenaje» al dios, imitando del modo más verosímil la «efigie» (ágalma) que Pegaso llevara desde Eleuteras. Un Dioniso doblemente insólito. Un dios descono­ cido que, además, se aparece en forma de verga solitaria que se revelará soberana. La estatua consagrada por el culto re­ produce a veces fielmente la epifanía que lo inicia. Así, cuan­ do Dioniso se aparece a los pescadores de Metimna como una máscara de madera que surge del mar, pretende que le rindan culto bajo esta apariencia. El propio dios elige su efigie 20. ¿Una estatua de Dioniso en forma de falo? Las inscrip­ ciones de Délos dan testimonio de ello, ya que el pájarofalo, clavado, pegado y debidamente pintado para el día de la procesión, aparece en los libros del santuario de dos ma­ neras: a veces como «efigie» (ágalma) para Dioniso y otras como «efigie» (ágalma) de Dioniso 21. Es un hecho cono­ cido desde hace mucho tiempo que en las mismas piedras grabadas «efigie» (ágalma) alterna con phallós 22. El falo para Dioniso, fabricado por las colonias y los valiosos alia­ dos, es por tanto el falo de Dioniso o, incluso, el propio Dioniso como miembro viril. La segunda versión habla de Icario 23, campesino de Ate­ nas, que fue el primero en recibir una cepa de viña y en dar generosamente a conocer a su entorno la nueva bebida. El vino puro resulta prodigioso, pero los bebedores caen en un sueño tan profundo que sus compañeros, nada más lle­ gar al banquete, los dan por muertos. Acusan a Icario y le matan a golpes. De nuevo Dioniso se encoleriza. Esta vez es el propio dios quien llega en persona bajo la turbadora apariencia de un joven en la flor de la vida. Los campesinos de Icario se vuelven locos de deseo por Dioniso, «deseo de hacer el amor con él. Les incita incluso a seducirle, a vio­


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larle». Después y de repente, Dioniso desaparece, se vuelve invisible, y la gente de Icario, una vez que el joven les ha prometido satisfacer sus deseos, llegan al cénit de la excita­ ción arrastrados por sus impulsos. Cuando el hermoso Dio­ niso desaparece, «se quedan así, para siempre, inundados por una pulsión erótica inextinguible debida a la cólera de Dioniso». Se ven obligados a acudir a Delfos, donde el orá­ culo les ordena «fabricar figurillas de barro cocido que con­ sagran para salvarse a sí mismos y poner así término a la locura, la manía que les poseía». Como en la primera ver­ sión, Dioniso se apacigua cuando se le ofrecen unos falos, unos sexos viriles autónomos y no unos cuerpos tensos por la erección. Pero, una vez más, Dioniso enfurecido vuelve a atacar el sexo de los hombres haciéndoles padecer la violencia de una pulsión erótica que nada puede calmar. Dioniso desen­ cadena en el país de Icario una verdadera locura sexual: los machos, único objeto de su resentimiento, están poseídos por un deseo detenido en el más alto grado de excitación. Una verdadera locura sexual. Semejante estado —dicen los médicos griegos— ya nos es conocido: pathologia sexualis. Se presenta bajo dos formas clasificadas como «priapismo» y «satiriasis» 24: satiriasis cuando uno se entrega al acto se­ xual con un desgaste infinito, seguido de un goce desme­ surado, excesivo, llegando hasta el agotamiento mortal; pria­ pismo cuando hay un aumento permanente de la verga sin placer sexual. El miembro está paralizado, sin posible vo­ luptuosidad. Es una verga de madera seca. Al sufrimiento se añade la impotencia. Así pues, tanto Príapo como los Sátiros son evocados cuando se saca a colación la locura sexual enviada por Dio­ niso, un dios ciertamente rodeado de falos en erección, los de los Sátiros o los asnos de su séquito, si bien él mismo, en las imágenes, no se muestra nunca provisto de un sexo erecto ni a fortiori de un falo descomunal. Dioniso no se confunde con los Sátiros de orejas puntiagudas, colas de caballo y sexos tan largos como los de los asnos. En las vasijas, éstos se lo pasan en grande, se masturban, copulan


Un falo p ara Dioniso

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con animales, agreden a las mujeres sorprendidas en el sue­ ño, las Ménades que, por otra parte, se defienden con fuer­ za. En los laterales de las copas y de los vasos se representa un verdadero teatro de falos-objetos: bastón-falo, jabalinafalo, tirso-falo, toda clase de instrumentos fálicos manipu­ lados pero igualmente autónomos, ya que están dotados de un ojo situado en el glande: el ojo del deseo y de la vida, de la fuerza animada del falo 25. En cuanto a Príapo, menos cercano a Dioniso que los Sátiros, también conocemos su ficha descriptiva 26: dios pe­ queño, feo, deforme, antropomorfo puro sin rasgos de bes­ tialidad, es un niño con cabeza de viejo afligido por un sexo monstruoso, tan largo como el resto del cuerpo, por lo demás tan inútil como doloroso. En su breve biografía, Pría­ po se cruza en más de una ocasión con Dioniso, pero para diferenciarse más de él. Nace del vientre de Afrodita, en algunas versiones seducida por su padre, aunque bien podía ser la amante de Adonis o incluso de Dioniso. Hera, siem­ pre vengativa, toca el vientre preñado de Afrodita, augu­ rando al niño una perfecta monstruosidad. Afrodita se re­ tira a Lámpsaco, a orillas del Helesponto, y da a luz un pequeño monstruo que de inmediato repudia. Pero las mu­ jeres de Lámpsaco no piensan igual que ella y sólo tienen ojos para el niño y su miembro. El joven Príapo «con su enorme instrumento» parece dispuesto a responder a las solicitudes y a «engendrar ciudadanos». Es un sexo fecun­ dante al servicio de la patria. Los maridos ponen algunas pegas, Príapo tiene que exiliarse y las mujeres, como es lógico, deshechas en lágrimas, se vuelven hacia los dioses y les suplican que acudan en su ayuda. Entonces es cuando una grave enfermedad se abate sobre el sexo de los ciuda­ danos de Lámpsaco. Según el oráculo, la enfermedad sólo cesará si Príapo retorna a su patria, pero deberá limitarse a ser el «dios de los jardines», si bien con templos y sacrificios. He aquí a Príapo encargado de alejar a los ladrones y en general el mal de ojo, y de asegurar en el huerto la fecundidad antes prometida a la población. El «gran instru­ mento» que le ha dado la Naturaleza gracias a Hera no


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La vida cotidiana de los dioses griegos

conocerá ni placer ni satisfacción mesurada. Es un sexo pa­ ralizado en el mismo priapismo con el que quisiera castigar a los despreciables maridos de sus admiradoras. Condenado al continuo fracaso amoroso, impotente y estéril, Príapo se ve abocado a la función de jardinero hipocondriaco, con­ minado a la vigilancia de un bancal de hortalizas y destina­ do a padecer esa vergonzosa enfermedad que revela su feal­ dad eterna 27. Príapo no será jamás el rival del alegre Falo, que camina «bien erguido» detrás de la joven que dirige el cortejo en las Dionisiacas campestres 28. ¡Nada de Faloforias para Priapón! Y la distancia entre él y Dioniso se ahon­ da de manera definitiva. Probablemente, la enfermedad se­ xual provocada por Príapo en Lámpsaco era un pseudopriapismo, mientras que la locura fálica desencadenada por Dio­ niso, lejos de ser la satiriasis del entorno, permitía entrever el poderío de un dios que se manifiesta a través del falo.

Dioniso en conejo. Le precede un sátiro tocando el gargavero. El dios con una crátera en la mano camina con paso apresurado, y tras él dos be­ bedores tienen que sujetarse mutuamente. Crátera, pintor de Gotinga, 490 antes de J. C. Museo Nacional, Tarento. F. A. Held-Anephot.


Un falo p a r a Dioniso

30 9

E l corazón y el miembro viril a l margen de la erótica £1 epidémico Dioniso no escatima las más variadas epi­ fanías. Sin embargo, cuando aparece repentinamente jamás elige la locura afrodisiaca, el delirio erótico, aunque dicha locura exista precisamente en las regiones de Grecia donde Dioniso va a perturbar a la población femenina. Así en la Argólide, las hijas del rey Preto caen en el «desenfreno»: desnudas y locas de amor corren por los campos. Pero la responsable de su delirio es una Hera irritada por las burlas de que es objeto por parte de las Prétides 29. Dioniso, en la Argólide, transforma a las mujeres en Ménades, las ex­ pulsa de la ciudad, hace que griten el evohé, el grito dionisiaco, y que practiquen la oribasía, la carrera por los mon­ tes, aunque no llega a afectar su comportamiento sexual. Las hijas de Eleuter se parten de risa al ver a Dioniso con camiseta negra: están atacadas de «locura», pero nada tiene que ver con la erótica. Las Bacantes y las Ménades no conocen el delirio sexual ni en los relatos ni en las imágenes. Las vasijas áticas las representan castas y púdicas, cultivando la «moderación», la sabiduría de la que hacen alarde en una escena de Las bacantes de Eurípides. La Ménade es, así mismo, una mujer sobria, ebria de Dioniso pero no de su bebida; es semejante a esas mujeres que escancian el vino en los vasos dionisiacos y que dejan apreciar las manipulaciones del divino licor en torno o delante de un Dioniso-pilar con máscara y vesti­ menta 30. Las Ménades podrían entrar en trance ante el falo erguido de Dioniso o por Dioniso, pero nunca (en la do­ cumentación que tenemos hasta la fecha...) se convierten en «bacantes» poseídas por Dioniso mediante el sexo, ya sea el del dios o el suyo propio. La erótica en Grecia no es un medio de salir de sí mismo ni tampoco el camino utilizado por la posesión dionisiaca. El Dioniso-pilar de cuerpo truncado afirma su presencia con la mirada y con la cara vuelta hacia el espectador o hacia las Ménades que giran 3I. No tiene sexo y ningún falo se dibuja bajo su ropaje, mientras que el Hermes-pilar de


310

L a vida cotidiana de los dioses griegos

forma cuadrangular (trívializado como bermés) que los P¡sistrátidas regalaran a la ciudad de Atenas exhibe un hon­ roso falo en erección, de tamaño proporcionado al cuerpo humano, sin ningún parecido con ese falo largo como un día sin pan que ostenta Príapo el calvo. Un Príapo a quien, evidentemente, no se suele invitar a las ceremonias del ma­ trimonio, en tanto que Hermes acude presuroso y llevando a Afrodita en su carro. Es el dios que conduce a la despo­ sada a casa del marido, quien le hace atravesar el umbral y la introduce en la alcoba nupcial: como mensajero es quien inspira las palabras amorosas y seductoras a los recién ca­ sados, como inventor del fuego por frotamiento de dos tro­ zos de madera es un dios muy presente en el intercambio sexual que favorece la cohabitación de lo femenino y lo masculino en torno al mismo hogar, en el espacio que com­ parten Hestia, Hermes y Afrodita. Dos vasos con dos figuras representadas exhiben la pre­ sencia cultural del falo. En uno de ellos, una pequeña cotila de Munich 32, un sexo de gran tamaño, con el ojo abierto en el glande, se levanta junto a una mesa de ofrendas cuya altura llega a triplicar. Por otra parte, un ánfora con figuras negras que está en el Museo Nacional de Atenas 33 muestra a dos Sátiros ejecutando una danza alrededor de un sexo en progresiva erección que parece despertarse en un decorado arborescente de viñas y racimos. Una epifanía del falo, del dios-falo, acompañada por la danza de dos compañeros de Dioniso; en la escena también aparecen dos Sátiros: uno con una gran cítara de siete cuerdas y el otro itifálico salu­ dando la erección del dios-objeto. Como en los pasos a nivel, un falo puede no dejarnos ver otro. El sentido del falo de o para Dioniso hay que buscarlo, en primer lugar, en el discurso autóctono, en la semántica griega del falo, en las configuraciones específicas de Dioniso y, en particular, en la fisiología que despliega el poder propio del «hijo de Sémele», como le gusta llamar­ se a este dios cuando se muestra. Sus apariciones y sus epifanías lo demuestran: es tan aficionado al vino que mana como a brincos 34. Dioniso preside la ceremonia en la que


Un falo para Dioniso

311

brota el vino puro en la fiesta que se le dedica en el país de Elis, cuando las Dieciséis Sacerdotisas le invocan bajo la forma del toro «que brinca». Es la fiesta de la Efervescencia (Thyia), porque los calderos sellados se llenan de repente, sin ninguna intervención, de un vino espumoso y burbu­ jeante. Como un fuego líquido, el vino nuevo brota de las cubas; pero el mismo dios del vino puro reina en la sangre, en el burbujeo de la sangre que, de manera privilegiada, habita en el cuerpo de la Ménade. Desde Homero, la Mé­ nade es una mujer de «corazón palpitante», es la que se ve arrojada fuera de sí misma, lejos de la ciudad, a la montaña. La Ménade sometida a Dioniso brinca, se ve transportada por una efervescencia interna que tiene su foco en el cora­ zón, en el órgano desbordante de sangre, la parte del cuer­ po femenino enteramente poseída por la sangre más violen­ ta. Las Ménades llevan el nombre de Thyades y son exac­ tamente las Efervescentes. En la tradición biológica a la que pertenece el modelo fisiológico del dionisismo, el corazón 35 inaugura la vida, es el primero que nace en cada ser viviente y, sin embargo, el último que muere cuando la vida se retira del cuerpo. La teología de los órficos, los discípulos de Orfeo, cuenta cómo Dioniso, el niño dios degollado por los Titanes, escapa a la completa destrucción gracias al corazón, la única parte del cuerpo que no le ha sido devorada y de la que va a renacer el dios, lo que demuestra que Dioniso se reconoce particu­ larmente en el órgano de la sangre, una sangre palpitante y efervescente. El corazón está dotado de autonomía, como insiste Aristóteles en su Tratado sobre el movimiento de los animales-, es algo vivo y autónomo, con sus movimientos espontáneos y una vitalidad autóctona 36. Pero no es la úni­ ca parte del cuerpo que goza del privilegio de una vida autónoma; también está el falo, otro órgano vivo que se pone en movimiento sin que lo dirija el intelecto, que au­ menta y disminuye de volumen, se contrae y alarga y posee en sí, al igual que el corazón, un «humor vital». Su auto­ nomía estalla en «el poder del esperma que brota de él como si fuera un animal» (la fórmula es de Aristóteles) 37. El falo


312

L a vida cotidiana de los dioses griegos

significa el «poder generador», como escribe Jámblico en el siglo IV de nuestra era en su trabajo De los misterios 38, al interpretar la costumbre de erigir falos en las fiestas de Dioniso y, en particular, en las Dionisiacas de marzo-abril, cuando la tierra empieza a llenarse de savia, de jugos y humores, cuando llega la consagración de la primavera y ante los Sátiros saltarines se despierta el falo-Dioniso. El falo y el corazón encarnan el mismo poder de Dioniso, de idéntica naturaleza que el brotar del vino puro. Que no sufra el corazón de las feministas: Dioniso, que ama y deja en tan buen lugar a la Ménade (cuando, en cambio, siempre bestializa el cuerpo masculino), no ha op­ tado por el sexo masculino en contra del de las mujeres. Dioniso no puede confundirse con un vulgar falócrata, pues­ to que el falo manifiesta la «potencia vital» de la Naturaleza y no pertenece a ningún cuerpo macho. El falo trasciende el cuerpo, va más allá de la sexualidad humana, como la fuerza del vino puro desborda los límites del banquete y la crátera compartida por bebedores e invitados. El día del falo Dioniso muestra su omnipotencia; para la ciudad en­ tera representa el espectáculo de la fuerza vital que riega la Naturaleza, las plantas, los árboles y los seres vivos, cua­ lesquiera que sea su sexo y los pormenores de sus relacio­ nes. Otros habrán de ser quienes las determinen 39.


NOTAS

IN TRO D U CCIO N ' H. LEFEBVRE, La Vie quotidienne dans le monde modeme, París, 1968 (después de varias obras iniciadas en 1946 sobre este mismo argumento). 2 Id. op. cit., págs. 60-61. 1 Lo cotidiano vuelve rápida­ mente tras cualquier fracaso re­ volucionario, como señala H. L e ­ febvre , op. cit., pág. 149. 4 J. Starobinski , «El orden del día», en Le Tempt de la réflexion, IV, 1983, págs. 101-125; «Tiempo del día, tiempo de la fe­ licidad», Studi filosofía, I, Ñapó­ les, 1978, págs. 7-18; «Los días plurales de Ronsard», Mélanges J.-P. Vernant, París, EHESS, págs. 407-433; y también otros muchos artículos. * M. FOUCAULT, «La Escri­ tura de sí mismo», en Corps écrit, 5. L’Autoportrait, París, 1983, págs. 3-23. 6 Examen de conciencia que

se refiere al día concluido, pero también al hecho de realizar un programa cada mañana; JÁMBLICO, Vie de Pytbagore, 256 (ed. L. DEUBNER, pág. 138, 4). 7 SÉ N E C A ,

Cartas a Lucilio,

82 * Cf. en general, S. A C C A M E, «La concezione del tempo nell’etá omerica ed arcaica» (1962), continuando en Gli albori delta critica 2, N á p o l e s , s . d . , págs. 299-355. 9 Id. ibid., pág. 312. 10 O disea, c a n to X V I l i , v. 136-137. 11 Odisea, canto X X I, v. 85: la gente vulgar es la que tiene ante sus narices los ephéméria. 12 Efímero, sometido al día, marcado por el cambio cotidia­ no. Cf. H. F raenkel , «Man’s “ Ephemeros” Nature according to Pindar and others», en Tran-

sactions and Proceedings of the


L a vida cotidiana de los dioses griegos

314

17 Esto cantan las Musas en American Philological Associatorno a Apolo (Himno homérico tion, 77, 1946, págs. 131-145. 13 C f. E . DEGAN1, Aión da a Apolo, v. 186 y ss.) a quienes también debemos la despectiva Omero ad Aristotele, Padua, manifestación de la ¡liada, can­ 1961. to XXI, v. 462-466. M H e s ÍO D O , Fragmentos, 1, v. 6-8 (ed. West-Merkelbach). 15 ¡liad a, c a n t o X X I , v. 464-466. 16 P ÍN D A R O ,

Nemeas,

v i,

v. 1-10.

18 H

ero d o to

, I, 131.

19 Este bosquejo de la socie­ dad olímpica fue presentado en el Grand Atlas des religions por GlULIA SlSSA, París, 1988.

CAPITULO 1 1 A l p a r e c e r , la le c tu r a p ú b li­ c a d e p o e m a s h o m é r ic o s fu e in s ­ titu id a en A t e n a s en el s ig lo v i p o r el tir a n o H i p a r c o , h ijo d e P i-

Hipparque l’homme áspide, 2 2 8 b ). 2 ¡liada, canto II, v. 13-15. 3 ¡liada, canto I, v. 2. 4 ¡liada, canto I, v. 44-45. Co­

s ís t r a t o ( P s. P L A T Ó N , oh

mo punto de partida tenemos que precisar que en esta obra no va­ mos a tratar el inmenso proble­ ma de la libertad de los hombres en relación con los dioses y por lo tanto una ética griega en ma­ yor o menor medida garantizada por unos principios de justicia di­ vina. N o entraremos, pues, en el debate que enfrenta a A. W. W. A D K IN S, («Homeric gods and the Valúes of Homeric Society», Journal of Hellenic Studies, 92, 1972, pág. 10 y ss.) con H. L L O Y D - JO N E S (The Justice of Zeus, University of California

Press, Berkeley, Los AngelesLondres, 1971), en el que el pri­

mero refuta lo que afirma el se­ gundo, es decir, que la sociedad homérica estaba regida por valo­ res morales. Otra vía que tampo­ co seguiremos es el plantearnos la intervención personal de una divinidad con un héroe, como hace J . STRAUSS C LA Y , ( The

Wrath of Athena. Gods and Men in the Odyssey, Princeton Uni­ versity Press, Princeton, 1983). Si quisiéramos indicar una perspec­ tiva de aproximación con la que nos sintiéramos afines, sería con la de J . G r if f in , «The divine audience and the religión in the ¡liad», Classical Quarterly, 28, 1978, págs. 1-22. En efecto, se trata de volver a leer la ¡liada des­

de el punto de vista de los dioses. Como dice GRIFFIN muy opor­ tunamente, estamos convencidos de que: «sólo a la luz de la na­ turaleza y la perspectiva de los dioses es inteligible la vida huma­ na, y la concepción de la vida y la muerte que caracteriza a la ¡lia­


N otas

da es el corazón poético del poe­ ma y de su grandeza» (pág. 6). 5 El Olimpo no es un lugar vacío. Muestra unos atributos fí­ sicos: se dice que es escarpado (¡liada, canto V, v. 367,868), sur­ cado por precipicios (litada, can­ to I, v. 499; V, v. 754), que se alza con muchas cumbres de diferen­ tes alturas (¡lia d a , canto V, v. 753). A veces se ve cubierto de nieve (litada, canto I, v. 420), a pesar del clima inmutablemente sereno que se le atribuye en la Odisea (canto VI, v. 41-46). Ro­ deado de muros (¡liad a, can­ to VIH, v. 435) y abierto con puertas al exterior (¡liada, can­ to Vlll, v. 11), hay que imaginar­ se el espacio habitado por los dio­ ses como un conjunto de mora­ das. La de Zeus sirve para las asambleas y los festines, mientras que las casas individuales no tie­ nen en apariencia más función que la de acoger a su propietario para dorm ir (¡lia d a , canto 1, v. 607). Hay un personal que tra­ baja: el médico, Peón (¡liada, canto V, v. 899); una criada para todo, Hebe, que a veces hace las funciones de doncella (¡liad a, canto V, v. 905) y otras de pala­ frenero (¡liada, canto V, v. 722); un heraldo, Iris, que es enviado con regularidad a cumplir misio­ nes con los interlocutores huma­ nos; unos conserjes, las Horas (Hórai) «a ellas está confiado el espacioso ciclo y el Olimpo para remover o colocar delante la den­ sa nube» (¡lia d a , canto Vlll, v. 393-395).

315

6 Este aspecto de la vida de los dioses será tratado en el capí­ tulo V, Deleitarse con la felicidad de vivir. 7 S e g ú n F . B R A U D E L , La dynamique du capitalisme, P a r ís, 1 9 8 5 , p á g . 1 7 , é s te d e b e s e r el p la n te a m ie n to d e u n h is t o r ia d o r a t e n to a la h is t o r ia m a te r ia lista .

* A p o l o d o r o , Biblioteca, II, 4 -5 .

9 ¡lia d a ,

canto

XIX,

v . 9 5 -1 3 3 . 10 H

e s ÍO D O ,

la

Teogonia,

v . 3 9 -41. 11 S o b r e lo s e f e c t o s a v e c e s b e n é fic o s d e l o l v i d o , v é a s e N . L o r a u x , « E l o lv i d o e n la c iu ­ dad»,

Le Temps de la réflexion,

I , 1 9 8 0 , p á g s . 2 1 3 -2 4 1 .

12 A r ist ó t e l e s , la Metafísi­ ca, 7, 1072b; 1704b. Podríamos continuar con la comparación en­ tre Hesíodo y Aristóteles. Así como para el autor de la Teogo­ nia, la felicidad que las Musas aportan a los hombres es de idén­ tica naturaleza que la que cono­ cen los dioses, con la salvedad de que está sometida a una duración intermitente y efímera, así tam­ bién el autor de la Moral a Nicómaco escribe que «si bien los dio­ ses pasan toda la vida en una per­ fecta felicidad, la existencia de los hombres no conoce ese estado más que en la medida en que pre­ senta algún parecido con una ac­ tividad de ese tipo» (X , 8). Y en su obra la Metafísica precisa este pensamiento diciendo que: «Su vida (el principio que determina el movimiento del mundo) alean-


316

za la más elevada perfección, pero nosotros no la vivimos sino por poco tiempo, lista vida, en efec­ to, siempre la tiene él (lo que para nosotros es imposible) ya que su goce es su propio acto.» (7, 1072b.) 13 A r i s t ó t e l e s , la Metafísi­ ca, 1000a. Hesíodo y los otros mitológicos «consideran que los principios han nacido de los dio­ ses y dicen que los seres que no han probado el néctar y la am­ brosía han nacido mortales [...] Si los dioses prueban estos bre­ bajes en función del placer, el néctar y la ambrosía no son en absoluto la causa de su ser; si por el contrario los toman en función de su ser, ¿cómo podrían ser eter­ nos unos dioses que necesitan ali­ mento?». 14 H e s ÍO D O , la Teogonia, v. 793-804: «Cualquiera de los inmortales, dueños del nevado Olimpo, que vierta este agua (la del Estige) para cometer perjurio, permanece yaciendo sin respira­ ción un año entero. La ambrosía y el néctar no llegan ya a sus la­ bios para alimentarle. Se queda yaciendo sin aliento y sin voz so­ bre una alfombra como lecho; una cruel torpeza le envuelve. Cuando después de un largo año se terminan estos males, aún se le imponen otras pruebas más du­ ras. Durante nueve años queda al margen de los dioses que gozan de vida perenne, sin participar en sus consejos ni en sus festines.» 15 F . BRAUDF.L, La Dynamique du capitalisme, pág. 13.

L a vida cotidiana de los dioses griegos

16 Ibíd., pág. 14. 17 Ibíd., pág. 13. ,s R. B a r t h e s , Mythologies, París, 1957. 19 R. B a r t h e s , Le Plaisir du texte, París, 1973, pág. 85. 20 Ibíd., pág. 85. 21 F . BRAUDEL, La Dynamique du capitalisme, pág. 13. 22 M . de CERTEAU, L'Inven-

tion du quotidien, Arts de faire, París, 1980. 23 P. RlCOEUR,

Temps et récit. III Le Temps raconté, París, 1985. «Lo cotidiano no se limita a producir imágenes caídas, sino que también funciona como un recuerdo del horizonte [...] del mundo, que el subjetivismo de los filósofos de las vivencias —y también (añadiríamos nosotros) la tendencia intimista, incluso del propio Heidegger, de todos los análisis centrados en el scr-parala-muerte— pone en peligro de perder de v ista.» (Pág. 119, nota 1.) 24 Iliada, c a n t o V, v . 3 3 0 - 4 3 0 . 25 U. ECO, Apostille au Nom de la rose, París, Livrc de poche, 1988, págs. 45-46. El salgarísmo, es decir, el hecho de escribir como Salgari, autor de novelas de aventuras para la juventud, con­ siste en aprovechar un momento del relato y una circunstancia de la intriga para introducir explica­ ciones didácticas: «Los persona­ jes de Salgari huyen por el bos­ que, acorralados por los enemi­ gos y tropiezan con una raíz de baobab: en ese momento el na­ rrador interrumpe la acción para


N o ta s

317

damos una lección de botánica sobre los baobabs.» (Pág. 46.) El autor de El nombre de la rosa precisa cómo ha conseguido evi­ tar este procedimiento que, por el contrario, nosotros seguiremos

puesto que se presta al arte del comentario. 26 C f. J. PEPIN, Idees g rec~ ques sur l'homme et sur Dieu, Pa­ rís, 1971, pág. 3.

CAPITULO II 1 lita d a , v. 143-144.

2 litada,

canto

VIH,

c a n to V I I I , v. 201-211. Un día Hera propone a Poseidón formar una coalición entre todos los olímpicos contra Zeus quien les prohíbe tomar pane en los combates de la gue­ rra de Troya. Zeus se quedaría en ese caso solo y aislado, alimen­ tando sus penas. Poseidón se nie­ ga, alegando que Zeus es mucho más fuerte. litada, canto X X I, v. 192 y ss. Zeus demuestra que es mucho más fuene que todos los dioses-ríos. 3 ¡lia d a , c a n t o XX, v. 367-368. 4 ¡lia d a , c a n t o XVII, v. 446-447. 5 ¡lia d a , c a n t o XXIV, v. 525-526. 6 ¡liada, canto I, v. 588; can­ to XIX, v. 8. 7 ¡liada, canto v, v. 331-351. 8 Detalle muy significativo; no es el consumo de carne lo que produce sangre en los mortales. 9 ¡liada, canto V, v. 339-342. Véase sobre esta cuestión j . JOUANNA y P. DEMONT, «El sentido de ichdr en Homero y Es­

q u ilo en re la c ió n c o n lo s u s o s d el té r m in o en la c o le c c ió n h ip o c r á t ic a » ,

Revue des études anciennes,

83, 1981, p á g s. 3 3 5 -3 5 4 ; B . Z a n i-

«Ichdr, il s a n g u e d e Orpheus, IV, 2 , 1 98 3 ,

N IQ U IR IN I, g li d e i » ,

p á g s . 3 5 5 - 3 6 3 ; N . LO R A U X , « E l c u e r p o v u ln e r a b le d e A r e s » ,

Temps de la réflexion.

Le

V il, 1 9 8 6 ,

p á g s. 3 35-354. 10 11 12

¡liada, c a n t o X IX , v . 1 0 5 . ¡liada, c a n t o X IX , v . 102. ¡liada, c a n t o XVI, v . 7 8 9 -

805.

¡liada, c a n t o X III, v . 6 8 - 7 1 . ¡liada, c a n t o XVIII, v . 3 2 1 ; Odisea, c a n t o X IX , v . 4 3 6 . 15 ¡liada, c a n t o XVII, v . 4 4 7 . 16 ¡liada, c a n t o V, v . 4 4 0 - 4 4 2 . 17 ¡liada, c a n t o III, v . 3 8 6 13 14

398. 18

¡liada,

c a n t o XIV, v . 15 9-

¡liada,

c a n to XIV, v . 170-

160. 19 177 .

20 Odisea,

c a n t o VI, v . 2 2 0 -

224. 21

¡liada,

22

Odisea,

c a n t o I, v. 3 1 4 . c a n t o VI, v . 9 6 ;

220. 23 186.

¡liada,

c a n t o XIV, v . 178-


L a vida cotidiana de los dioses griegos

318

24 ¡liada, canto XIV, v. 187188.

25 ¡liada, canto XIV, v. 214217.

26 Himno homérico a Afrodi­ ta, v. 34-39. Sobre el conjunto de este texto, véase el excelente es­ tudio de A. T. L . B E R G R E N , «The Homeric Hymn to Aphrodite. Tradition and Rhetoric, Praise and Blame», Métis, 1989. 27 El poder ejercido por un dios se vuelve a veces contra él, como hemos podido observar a propósito de Ares. El más vio­ lento de los olímpicos parece que se expone especialmente a los efectos de la guerra, a las heridas e incluso al peligro de muerte. Cf. N. LORAUX, «El cuerpo vulnera­ ble de Ares», Le Temps de la réflexion, Vil, 1986, págs. 335-354. 28 ¡ l i a d a , c a n to x iv ,. v. 293-294.

meditas cuanto te place. Mas aho­ ra mucho recelo en el fondo de mi alma (katá phréna) que te haya seducido Tetis, la de los ar­ gentados pies, hija del anciano del mar.» Pecho (stéthos): ¡liada, can­ to X X , v. 20-25. Poseidón le pide a Zeus detalles sobre sus planes y éste le responde: «Comprendiste, Poseidón, que bates la tierra, el

designio que encierra mi pecho (en stethesi houlé) y por el cual

os he reunido: me preocupo por ellos aunque van a perecer. Yo me quedaré sentado en la cumbre del Olimpo y recrearé mi corarán (phrén). Y los demás id hacia los teucros y los aqueos, y cada cual auxilie a los que quiera, según le dictamine su juicio (noüs).» Corazón (kér): ¡liada, can­ to I, v. 569. Hera, contrariada por Zeus, guarda silencio, refrenando el coraje de su corazón (phílon 29 ¡ l i a d a , c a n t o X I V , v. 314-328. El dulce placer kér). Canto XXIV, v. 423: Hermes (glykys hímeros) se apodera de habla de Héctor como de un Zeus (hairéó) literalmente c o m o hombre querido por el corazón se apodera (hairéó) de Anquises. (kér) de los dioses. 10 ¡liada, c a n to 111, 24 Otro florilegio verdadera­ v. 441-446. mente ejemplar: ménis, el rencor, 21 Odisea, canto V , v. 213. es justo la primera palabra de la 32 Odisea, canto V , v. 215¡liada, como si la cólera de Aqui220. les coincidiera con el objeto del 23 N o daremos aquí más que poema. Sin embargo es otro mé­ unos cuantos ejemplos elegidos nis, el de Apolo, el dios enfure­ en función de su importancia na­ cido (canto 1, v. 9) que desciende rrativa. Diafragma (phrén): ¡lia­ del Olimpo con «el corazón irri­ da, canto I, v. 551-556. Hera pide tado» (choómenos kér: canto I, a Zeus que le explique sus pla­ v. 44) el que determina el primer nes: «N o será mucho lo que te suceso relatado: la lluvia de fle­ haya preguntado o querido ave­ chas criminales que hacen estra­ riguar, puesto que muy tranquilo gos en el campamento de los grie­


N otas

319

gos (canto I, v. 75). El rencor, que no califica específicamente a uno u otro olímpico, se presenta en cualquier dios a quien se ofen­ de con un olvido de los hombres (canto V, v. 178). Ménos, el furor, es el atributo de Ares (can­ to X V III, v. 264). Cbóómenos, irritado, está Zeus cuando Hera le engaña al retrasar el nacimien­ to de Heracles: «Un dolor agudo aquejó a Zeus en el diafragma. Oe repente, cogió a Error por la ca­ beza de brillantes trenzas, con el corazón irritado (chóómenos phresí).» Ochthetn, enfurecerse, se aplica a todos los dioses reu­ n idos en asam blea (canto I, v. 570). 3S litada, canto I, v. 35. La irritación caracteriza en particu­ lar a los dioses soberanos y pa­ ternales. Esto planteará un difícil problema a los teólogos cristia­

nos: ¿cómo conciliar la cólera de Dios con su perfección? Lactancio no dudará en reanudar la po­ lémica contra las ideas de los epi­ cúreos (un dios debe quedarse impasible) para justificar las iras del Padre (La Cólera de Dios). 36 La voluntad de Zeus dirige todo el desarrollo de los sucesos que conciernen a los dioses y a los hombres. En cuanto a su in­ teligencia, noüs, cf. litada, can­ to X X , v. 25. 37 Iliada , c a n t o VII, v . 2 5 . 38 ¡liada, c a n t o VIII, v . 6 . 39 ¡liada, c a n t o X X , v . 3 2 . 40 ¡liada, c a n t o II, v . 3 - 5 . 41 ¡Hada, c a n to II, v . 8 1 4 ; c a n ­ t o XIV, v . 2 9 1 ; c a n t o X X , v . 7 4 ;

O disea,

c a n to X , v. 3 0 5 ; c an ­

t o XII, v . 6 1 .

42 Himno homérico a Afrodi­ ta,

1 1 3 -1 1 6 .

CAPITULO III 1 Odisea, c a n t o VI, v . 4 2 -4 6 . 2 ¡liada, c a n t o XI, v . 1-2. 3 ¡liada, c a n t o XIV, v . 2 5 9 . 4 ¡liada, canto I, v. 605-611. 5 Así termina una tarde de festín en la morada de Ulises, en Itaca: «Los otros se entretenían, para esperar la noche, con los pla­ ceres de la danza y las alegres can­ ciones; todavía se divertían entre las sombras del atardecer; por fin todos volvieron a sus casas para acostarse.» Este último verso es literalmente idéntico al de la ¡lia ­

da, canto i, v. 606 cuando los dioses se recogen. 6 Odisea, canto III, v. 1-3. 7 ¡liada, c a n t o XVIII, v . 2 3 9 242.

8 ¡liada,

c a n to XVI, v. 2 3 3 y

ss. 9 ¡liada, canto X IX , v. 98 y ss. 10 Odisea, canto X X , v . 2 4 1 2 4 5 . Pcnélope se ha echado a los brazos de Ulises cuando por fin le ha reconocido. «La Aurora de rosados dedos les hubiese encon­ trado llorando si Atenea, la diosa


320

de ojos glaucos, no hubiese alar­ gado la noche que cubría al mun­ do. Retuvo a la Aurora a orillas del Océano, cerca de su trono de oro, impidiéndole uncir a su ca­ rro los veloces corceles que lo arrastran para llevar la luz a los hombres.» Plasticidad, pues, del tiempo mensurable que aquí tam­ bién se halla en función de la preocupación y el deseo. Atenea esperará a que la pareja de aman­ tes haya gozado de los placeres del amor, se haya relatado sus respectivas pruebas y disfrutado finalmente del sueño, para des­ pertar a la Aurora y dejarla rea­ lizar su viaje cotidiano (344-348). 11 litada, canto XIV, v. 243248. 12 ¡liada, canto XIV, v. 260261. 13 O v i d i o , Las metamorfo­ sis, canto XIII, v. 581-582. 14 Ibíd., 591-592. En la cos­ mología dramática de la litada, el Sol que se sumerge con su carro en el Océano atrae a la negra N o­ che. Cf. A. BA LLA BR IG A , Le Soleil et le Tarare, París, 1987. 15 H E S ÍO D O , la Teogonia, 123-124: «Del Abismo (Caos) na­ cieron Erebo y la negra Noche. Y de la Noche, a su vez, surgie­ ron el Eter y el Día a quienes concibió en su amorosa unión con Erebo.» El Día no pertenece a la misma descendencia que las divinidades encargadas de produ­ cir la duración cotidiana median­ te sus desplazamientos en el cie­ lo. El Sol, la Luna y la Aurora nacieron del matrimonio de Tía

L a vida cotidiana de los dioses griegos

e Hiperión. La Aurora, unida a Astreo, engendró los Vientos, los Astros y la Estrella de la Mañana (371-374). Por lo tanto, el Día se halla entre los hijos de la Noche con todo aquello que, para Hesíodo, constituye el desgraciado destino de los mortales. La idea de que el Día haya sido engen­ drado por la Noche y sea nieto del Caos original se ajusta muy bien a la sombría imagen con que Hcsíodo presenta el tiempo coti­ diano en su obra. 16 Veamos algunos ejemplos: «alejar el día de (a esclavitud» (litada, canto Vi, v. 463); «Qui­ tar el día de la libertad» (canto VI, v. 455). Un guerrero pelea por «apartar el día implacable» (can­ to VIII, v. 484). Pero el «día fatal» llega por sí solo (Odisea, canto X , v. 175). 17 litada, canto V ill, v. 71-72. 18 EPICURO, Carta a Herodoto, 76. Epicuro, para evitar cualquier confusión entre el fun­ cionamiento del mundo y la vida cotidiana de los dioses, recordará que: «En las cosas del cielo, no hay que pensar que movimiento, trópicos, eclipse, amanecer, atar­ decer y fenómenos de esta índole se han iniciado durante el ejerci­ cio de una persona que aseguraba o debía asegurar el orden al tiem­ po que gozaba de la incorrupti­ bilidad unida a la completa feli­ cidad —ya que los asuntos, las preocupaciones, las pasiones y los amores no se llevan bien con la felicidad, sino que todo ello s.e desarrolla en la debilidad, el mié-


Notas

do y la necesidad del prójimo—, como tampoco hay que pensar a la inversa que, aun siendo una concentración de fuego, unos se­ res que gozan de la mayor felici­ dad puedan decidir un día por un acto de voluntad crear los movi­ mientos que vemos.» Existe in­ compatibilidad entre la felicidad y el movimiento físico o psíqui­ co. En este sentido, ARISTÓ TELES afirmaba que: «Dios siempre ex­ perimenta un placer simple y úni­ co, puesto que el acto no consis­ te únicamente en el movimiento, sino también en la ausencia de movimiento y el placer se baila más bien en el descanso que en el movimiento* (Moral a Nicómaco, V il, 14). 19 Todos los dias: émata pánta. Algunos textos, como el que citamos al principio de este capí­ tulo (Odisea, canto VI, v. 42-46), incitan a pensar que los dioses vi­ ven sumergidos en una beatitud ininterrumpida tal y como los imaginan Píndaro y Hesíodo an­ tes de la filosofía. Por lo tanto, lo cotidiano de los olímpicos se reduciría a una única experiencia de duración: la homeostasis en la identidad. Sin embargo, un pasa­ je de la litada ¡lustra perfecta­ mente la imposible permanencia, en el relato, de ese «siempre» col­ mado de felicidad, y muestra que la expresión R em ata pánta» se aproxima a •ém ati toi», «ese día» y que los dioses conocen el tiem­ po en su aspecto continuo tanto como en el discontinuo. Cuando Hera desea dormir a Zeus, le pro­

321

mete al Sueño su agradecimiento ♦ para siempre». Pero el Sueño, desconfiando de ese siempre de­ masiado igual, le recuerda a la diosa una fecha concreta, «el día en que» por haber adormecido a Zeus sufrió las más terribles re­ presalias (canto XIV, v. 235-276). 20 O V ID IO , Las metamorfo­ sis, I, 168-171. 21 Sin duda fastuoso, pero apenas más lujoso que la morada de un rey humano, como la de Menelao en Esparta, por ejemplo. «Bajo los altos techos del ilustre Menelao parecían resplandecer el sol y la luna.» Unos huéspedes de paso, Telémaco y Pisístrato, están maravillados. El primero susurra al oído del compañero: «¿Te has fijado, hijo de Néstor, amigo queridísimo del alma, en el fulgor del oro, la plata, el elec­ tro, el bronce y el marfil bajo las altas techumbres? ¿Tiene Zeus más esplendor en su morada olím pica?» ( O disea, canto IV, v. 71-74). Menelao, al sorprender la conversación, responde que Zeus no tiene rival aquí en la Tie­ rra. Pero, dejando aparte el gra­ do de esplendor, esto no impide que el aspecto del Olimpo debía de estar inferido por analogía con el de los palacios reales. 22 Los dioses calificados de bienaventurados: Iliada, canto I, v . 339; 406; 599; canto IV, v . 127; canto V, v . 340; 819; canto VI, v . 141; canto V il, v . 550; can­ to X IV , v . 72; 143; canto X V , v . 38; 54; canto XXIV, v . 23; 99; 377; 422. A menudo el atributo


L a vida cotidiana de los dioses griegos

322

es empleado como un sustantivo: los mákares son los Bienaventu­ rados por excelencia. 23 Odisea, c a n t o VI, v . 4 6 . 24 ¡liada, c a n t o IV, v . 5 6 . 25 ¡liada, canto xvm , v. 372. 26 ¡liada, c a n to XXIV, v . 5 2 5 526.

27 ¡liada, c a n t o XVIII, v . 53. 28 ¡liada, c a n t o XXIV, v. 104. 29 ¡liada, c a n t o XVIII, v. 7. 30 ¡liada, c a n t o X X I, v . 123. 31 Al menos así es como EPICURO crítica la representación tradicional de los dioses. Cf. Car­ ta a Meneceo, 123. 32 P . V i d a l - N a q u e t ,

«Tiempo de los dioses, tiempo de los hombres», Le Chasseur noir, París, 1983, págs. 69-94, cita pág. 72. 33 ¡liada, canto 1, v. 208-209. 34 P. PUCCI, Odysseus Polytropos. ¡ntertextual Readings in the «Odyssey» and the •¡lia d »,

Comell University Press, Ithaca, 1987.

¡liada, c a n t o 1, v . 56 . ¡liada, c a n t o II, v . 27 . 37 ¡liada, c a n t o XXIV, v . 1 7 4 . 38 Esta es la firme opinión de F . C O D IN O en ¡ntroduzione a Omero, Turín, 1965, pág. 168. 39 ¡liada, c a n to V, v . 8 9 9 . 40 ¡liada, c a n t o V, v . 8 8 5 - 8 8 6 . Véase sobre este punto N. LoRAU X, «El c u e r p o vulnerable de Ares», Le Temps de la réflexion, 35

34

V il, 1 9 8 5 , p á g s . 3 3 5 -3 5 4 .

41 ¡liada, c a n t o V, v . 8 7 2 - 8 7 4 . 42 ¡liada, c a n t o V, v . 8 8 5 - 8 8 7 . 43 ¡liada, c a n t o V, v . 3 8 2 - 4 0 0 . 44 ¡liad a, c a n t o XV , v . 1 40 141. 45

¡liada,

c a n t o X X I, v . 3 7 9 -

¡liada,

c a n t o X X I, v. 4 6 2 -

380. 46 467. 47 48

¡liada, c a n t o V, v . 3 1 - 3 4 . ¡liada, c a n t o V , v . 8 5 6 -8 5 7 .

CAPITULO IV 1 E u r íp id e s ,

Helena,

16 3 9 -

1642.

2 ¡liada, 3 ¡liada,

c a n t o III, v . 1 5 6 -1 5 8 . c a n t o II!, v . 1 6 4 -1 6 5 .

4 E s l o q u e a fir m a e x p líc ita ­ m e n te P l u t a r c o

en

Sobre los

oráculos de la Pitia, 2 2 . 5 ¡liada, c a n t o I, v. 54. 4 ¡liada, c a n t o 1, v . 5 5 . 7 ¡liada, c a n to 1, v . 9 3 -1 2 9 . 8 ¡liada, c a n t o I, v . 1 8 2 -1 8 4 . 9 E s t e r e la to ta m b ié n fo r m a p a r t e d e lo s a n te c e d e n te s a la g u e ­ r r a d e T r o y a y n o s e in c lu y e en la

¡liada.

10 Odisea, canto XII, v.

348-

351.

11 Odisea,

c a n to XII, v . 3 8 5 -

388.

12 Odisea,

c a n t o X X I, v. 2 5 7 -

268.

13 E u r íp id e s , ¡figenia en Au-

lide,

v. 2 4-25.

14 EURÍPIDES, ¡figenia entre

los lauros, v . 17 -24. 15 ¡liad a , canto IX, v.

530-

«Los otros dioses recibieron sus hecatombes, y sólo a la hija del gran Zeus dejó aquél de ofrecer­ las, por olvido o por inadverten­ 550.


Notas

323

20 ¡ l i a d a ,

c ia , c o m e t ie n d o u n a g r a v e f a lt a .» 16 S o b r e la in g r a titu d q u e re ­ c ib e siste m á tic a m e n te e ste d io s , v é a se la o b r a d e M . D E T IE N N E ,

Dionysos a ciel ouvert,

P a rís,

1 986.

17 Himno homérico a Deméter.

c a n t o XXIV,

v . 6 0 8 -6 0 9 .

21 ¡liada, c a n t o XXIV, 22 Odisea, c a n to X I,

v. 607. v. 5 7 6 -

581.

21 PlNDARO, Píticas, II. 24 Odisea, c a n t o X I, v .

582-

59 2 . 18 O V ID IO ,

sis,

IX, 3 2 2 .

sis,

VI, 5 y s s .

19 O V ID IO ,

Las metamorfo­

25 PÍN D A R O ,

26 Odisea, Las metamorfo­

Olímpicas,

I.

c a n to XI, v . 5 9 3 -

600.

CAPITULO V 1 J e n o f o n t e , El banquete; El banquete; PLUTAR­

P LA T Ó N ,

CO, El banquete de los siete sa­ bios, Cuestiones convivales; ATE­ NEO, Festín de palabras.

2 ¡liada, c a n to XX III, v . 4 6 . 2 ¡liad a, canto X IX , v .

161-

166.

4 En cuanto a los ritmos ali­ menticios de los hombres homé­ ricos, cf. A t e n e o , Deipnosophistae. 5 Odisea, c a n t o XV, v . 3 7 1 373.

6 ¡liada, canto I, v. 451-452. 7 ¡liada, canto I, v. 458-461. 8 ¡liada, canto I, v. 462. 9 ¡liada, canto I, v. 464-466. 10 ¡liada, canto 1, v. 472-474. 11 Los grandes sacrificios de la ¡liada se dirigen a una o a va­ rias divinidades. Cf. canto I, v. 450 (el gran sacrificio para apa­ ciguar a Apolo); canto III, v. 103 y ss. (corderos para la Tierra, el Sol y Zeus antes de un pacto); canto 11, v. 400 y ss. (antes de

combatir los griegos hacen sacri­ ficios a diferentes dioses); can­ to VI, v. 311 (las mujeres troyanas prometen una becerra a Ate­ nea para que rompa la pica de un enemigo); canto Vil, v. 314 y ss. (Agamenón inmola un buey a Zeus); canto X , v. 571 (se ofrece un sacrificio a Atenea tras una pe­ ligrosa expedición de dos batido­ res en campo enemigo...). La idea de sacrificio, si se la considera sólo desde el punto de vista de los dioses, corresponde a la satis­ facción de una petición. El rito es perfecto cuando el destinatario considera que no falta nada en su altar (canto XXIV, v. 66-70). En cambio, esto no impide que des­ de el punto de vista de los sacrificadores el banquete asociado a las ofrendas se considere como una ocasión en la que «al cora­ zón no le falta comida y todos reciben su ración» {¡liada, can­ to I, v. 468). En este mismo enun­ ciado dos palabras, altar (bómós)


324

L a vida cotidiana de los dioses griegos

y c o r a z ó n (thymós) s o n

in te r c a m ­

34 ¡liada,

c a n t o X IX , v . 3 4 7 -

b ia b le s .

354.

12 Odisea, canto XIV, v. 418438. En este caso, incluso grama­ ticalmente, el destinatario de la ofrenda es el huésped, declinado en dativo. 13 PORFIRIO, Tratado de abs­ tinencia o de la carne de animales. 14 ¡liada, c a n t o X IX , v . 2 6 4 -

35 ¡liada, c a n t o X IX , v. 3 0 - 3 3 . 36 ¡liada, c an to 1, v. 6 0 1 ; Him­ no homérico a Apolo, 10; ¡liada,

265.

15 ¡liada, y

c a n t o XXIV, v . 621

ss.

16 ¡liad a,

17 H e s ÍO D O , la Teogonia, 535-541. 18 ¡liada, canto II, v. 400. Cf. canto III, v. 270. 19 ¡liada, c a n t o V I, v . 3 1 1 . 20 Odisea, c a n to III, v . 3 3 1 336. c a n t o III, v . 3 7 7 -

378.

22 Odisea,

37 P l a t ó n , República, n , 363c-d .

38 C f. G i u l i a S i s s a , Le Corps virginal, P a r ís , 1987. 39 P L A T Ó N , Leyes, 9 0 0 b . 40 A r is t ó t e l e s , Metafísica, 1074b.

c a n t o V il, v . 4 6 5 -

475.

21 Odisea,

c a n t o XV , v . 8 4 -8 8 .

41 A r is t ó t e l e s , Moral a Nicómaco, X, 7 . 42 SÉNECA, Cartas a Lucillo, 5 3 , 11.

43 ¡liada, c a n t o I, v . 5 7 5 - 5 7 9 . 44 HESÍODO, Trabajos y días, 1 0 9 -1 1 9 .

45 PLUTARCO, Charlas de so­ bremesa, IX, 14. L a p a la b r a « s im p ó s i c o » r e m ite a l s i m p o s i o , m o ­ m e n to en el q u e t o d o s b e b e n ju n ­

c an to

lll,

v. 430-

to s.

46 A ntología P alatin a,

436.

23 Comentario a la iliada, I,

47 Himno homérico a Apolo,

460.

24 PORFIRIO, Tratado de abs­ tinencia o de ¡a carne de animales. 25 ¡bíd., II, 1 0 , 2 . 26 ¡bíd., II, 42, 3. 27 Odisea, c a n t o XII, v . 2 9 3 . 28 ¡liada, c a n t o I, v . 4 6 8 . 29 ¡liada, c a n t o I, v . 6 0 1 - 6 0 2 . 30 Himno homérico a Apolo,

IX ,

504. 186.

48 Himno homérico a Hermes, 166 . 49 A r is t ó f a n e s , Las aves, 18 6 .

80 ¡bíd., 1 5 1 5 -1 5 2 4 . 51 ¡bíd., 7 2 3 -7 3 6 . 52 L u c i a n o , Zeus trágico,

I, 1 2 0 -1 3 4 .

13.

31 Himno homérico a Hermes, I, 2 4 7 - 2 5 1 . 32 Himno homérico a Deméter, 1, 2 3 3 - 2 3 9 . 33 PfN D A RO , P íticas, IX,

53 ¡bíd., 22. 54 ¡bíd., 21. 55 LUCIANO, D os veces acu­ sado o ¡os tribunales, 1-3.

1 0 8 -1 1 1 .


N otas

325

CAPITULO VI ¡liada, c a n to I, v. 2 0 2 -2 0 5 . ¡liada, c a n to I, v . 2 0 7 -2 1 4 . ¡liada, c a n to I, v . 2 1 6 -2 1 8 . ¡liada, c a n t o 1, v . 8 1 -8 3 . ¡liada, c a n t o I, v . 177. ¡liada, c a n t o I, v . 3 3 4 - 3 4 4 . ¡liada, c a n to 11, v . 16. s ¡liada, c a n to II, v . 27 9 . 9 ¡liada, c a n t o I, v. 5 5. 10 ¡liada, c a n t o VIII, v . 3 3 5 . 11 ¡liada, c a n t o X , v . 4 8 2 . 12 ¡liada, c a n t o X I, v . 5 4 4 . 13 ¡liada, c a n t o XIII, v . 4 3 . 14 ¡liada, c a n t o XIII, v . 72 . 13 ¡liada, c a n t o XIV, v . 135. 1

2 3 4 s 6 7

16 Cf. ¡liada, c a n to I, v. 206 y ss. 17 ¡liada, canto II, v . 3 7 5 - 3 7 8 . 18 ¡liada, c a n t o III, v . 6 5 - 6 6 . 19 ¡Hada, c a n t o IX , v . 3 7 7 . 20 ¡liad a, c a n t o IX , v . 2 5 4 258. 21

¡liad a,

c a n t o IX , v . 3 4 1 -

343. 22 ¡liada, c a n t o i, v . 3 5 7 - 3 6 2 . 23 P l a t ó n , República, III. 24 ¡liad a, c a n t o X IX , v . 9 0 131.

¡liada, c a n t o I, v . 3 8 6 . 26 ¡liada, canto I, v. 387. 25

CAPITULO VII 1 ¡liada, c a n t o I, v . 4 9 3 - 5 0 3 . 2 ¡liada, canto I, v. 495. 3 ¡liada, c a n t o II, v . 3 3 3 - 3 3 5 . 4 ¡liada, c a n t o I, v. 499. Cf. c a n t o V, v . 753-754. 5 ¡liada, canto VIII, v. 5-9. 6 ¡liada, c a n t o VIII, v . 10-17. 7 Cf. ¡liada, canto xrv, v. 35 y ss. 8 ¡liada, c a n t o VIII, v . 4 1 - 5 3 . 9 ¡liada, c a n t o V, v . 7 1 5 -7 1 6 . 10 ¡liada, canto V, v. 890-893. 11 ¡liada, c a n t o ! , v . 1 7 6 -1 7 7 . 12 ¡liada, c a n t o XIII, v . 2 9 8 303.

troyanos por la generosidad de sus sacrificios. 16 ¡liada, c a n t o X I, v . 8 0 . 17 ¡liada, c a n t o XII, v . 6 7 -6 8 . 18 ¡liada, c a n to VIII, v . 140143. 19 20 21 22 23 24

23 C d r ía ,

24 13

¡lia d a ,

c a n t o V, v . 8 3 0 -

¡liada, c a n t o I, v . 5 6 1 . ¡Hada, c a n t o ! , v . 6 0 1 - 6 0 4 . ¡liada, c a n t o II, v . 1 4 -1 5 . ¡liada, c a n t o II, v . 3 8 . ¡liada, c a n t o IX , v . 3 7 - 3 8 . ¡liada, c a n t o I!, v . 1 0 1 -1 0 9 . lem en te

A

l e ja n

­

3 7 , 1. II, v . 1 1 0 -

1 1 8 ; c a n t o IX , v . 1 7 -2 5 .

8 3 4 ; c a n t o V, v . 4 5 5 .

27

¡liada,

¡liada, c a n t o XI, v . 7 2 -7 7 . ,s Zeus ha prometido a los griegos que vengarán a Menelao tomando Troya, pero ama a los

28

PLA TÓ N ,

14

de

Protréptico, II, ¡lia d a , c a n t o

c a n t o XII, v . 164.

República, Ul, 2¡.

29 ¡liada, c a n to II, v . 1 1 0 -1 1 4 . 30 Iliada, c a n t o IX , v . 1 6 -2 1 . 31

¡liada,

c a n to II, v . 1 5 5 .


326

L a vida cotidiana de los dioses griegos

32 33 34 33

¡liada, c a n t o II, v . 1 5 7 -1 6 5 . ¡liada, c a n t o XV, v . 6 0 -7 1 . ¡liada, c a n to H, v . 4 1 3 - 4 1 4 . ¡liada, c a n t o II, v . 4 7 8 - 4 7 9 . 36 ¡liada, c a n to I, v. 4 8 0 - 4 8 3 . 37 ¡liada, c a n t o XV, v . 4 1 -4 4 . 3® ¡liada, c a n t o XIII, v. 153-

42 L uciano , Zeus trágico, 24. 43 ¡liad a, canto X V , v. 185193. 44 ¡liada, c a n t o v m , v . 2 1 0 211. 45 ¡liada, canto XXIV, v. 5661. 46 ¡liada, canto XXIV, v. 6570. 47 ¡liad a, c a n t o XV , v . 204217.

16 1 .

39 ¡liada, 40 ¡liada,

c a n t o XV , v . 5 3 -5 4 . c a n t o XIV, v . 3 4 2 -

345.

41 ¡liad a ,

c a n to XV, v . 93-

10 3 .

CAPITULO VIII 1 E s t e t e x to a p a r e c ió e n

crit du temps, 2 C

rum, I,

ic e r ó n

L ’E-

1988. ,

De natura deo-

7.

3 V é a s e s o b r e e s te te m a el e s ­ t u d io c o m p a r a tiv o d e R . PETTAZ-

L'Essere supremo nelle religioni primitive, T u r ín , 1957. 4 M . G R A N E T , La Religión del Chinois, P a r ís, 1951 (s e g u n d a

Z O N I,

e d ic ió n ) , p á g . 124.

5 lbíd., p á g s . 1 2 8 -1 2 9 . lbíd., p á g . 135. 7 K. S C H IP P E R , Le Corps taoiste, P a r ís, 1 9 8 2 , p á g . 19. 8 LACTANCIO, La Cólera de Dios, 13, 2 0 . 6

* S a lm o XCVI, 4 - 5 . 10 E m p le o e s ta p a la b r a se g ú n

Temps et récit III. Le temps raconté, P a r ís , 1985. 11 ORÍGENES, Contra Celso, P . R lC O E U R ,

VI, 5 0 ; 6 0 ; 6 1 ; 6 2 . 12 F

il ó n

de

A

l e ja n d r ía

Legum allegoriae, I, 2 . 13 P L A T Ó N , Timeo,

3 7 d -e .

,

14 Este problema está expues­ to y desarrollado de manera ex­ celente por F. BOESPFLUG, Dieu dans l'art, París, 1984. ,s F. A. POUCHET, Hétérogémie oh Traité de la génération spontanée, París, 1859, pág. 95. 14 lbíd., págs. 99-101. 17 lbíd., pág. 97. 18 lbíd., pág. 97. 19 CICERÓN, De natura deorum, l, 2. 20 lbíd., I, 16. 21 lbíd., i, 17. 22 lbíd., I, 19. 23 lbíd., i, 9. 24 lbíd., 1, 20. 25 lbíd., i, 40. 24 lbíd., I, 20. 27 ¡bíd., 1, 9. 28 F.PICU RO , Sentencias vati­ canas, 71. Edición y traducción de J. B O L L A C K , La pensée du plaisir. Epicure: textes moraux, commentaires, París, 1975. 29 ¡bíd., 33.


327

N otas

30 Ibid., 59. 31 Ibid., 68. 32 Ibid., 69.

33

EPICURO,

Carta a Mene-

ceo, 135.

XVI (El supersticioso). PLUTARCO, De la superstición. 35 CICERÓN, De natura deorum, I, 20. 36 Salmo CXXXIX, 16.

34 TEOFRASTO, Caracteres,

CAPITULO IX 1

Histoires variées, análisis d e A. JA C Q U EM IN , « B ó r e a s ho Thourios», Bulletin de correspondance hellénique, 10 3, 1 9 7 9 , págs. 1 8 9 -1 9 3 . 2 E l i e n , Histoires variées, E L IE N ,

XII, 6 1 .

Con

el

XII, 6 1 . 3 H E R O D O T O , V il, 1 8 8 -1 8 9 . 4 PAUSAN1AS, VIII, 2 6 , 1.

5 Cf. M. D E T 1EN N E , Dionysos a del ouvert, París, Hachette, 1986, págs. 54-65. 6 Según una inscripción con­ temporánea de Augusto y tenien­ do en cuenta los «misterios pentetéricos» fundados por la ciu­ dad: R. HODOT, «Decreto de Cumas en honor del prítano Kleanax», The J . Getty Museum Journal, 10, 1982, págs. 165-180. 7 T E Ó C R IT O , Lénai (Bacan­ tes), LXXVI, v. 5-6. En F.rcia, demo del Atica, Dioniso compar­ te con Sémele el mismo altar y las mujeres les hacen los sacrifi­ cios el mismo día. Referencias en M. D e t ie n n e , op. cit., núm. 45, pág. 105. * A p o l o d o r o , Biblioteca, III, 1 4, 1.

9 ¡liada, canto IV, v. 52-53. 10 Iliada, c a n t o X V , v . 1 87193.

11 H e s ÍODO, la Teogonia, v. 71-74. 12 La Teogonia, v. 390-396. 13 La Teogonia, v. 881-885. 14 C f . el ensayo sobre el re­ parto de los timái escrito por J. R U D H A R D T , «A propósito del himno homérico a Deméter», Museum helveticum, 35, 1978, 1-17. 15 Tradiciones estudiadas por M . D e t i e n n e , L ’écriture d'Orphée, París, Gallimard, 1989 (Las Danaides entre sí o la violencia fundadora del matrimonio). 16 Cf. U. K r o n , Die Zehn attischen Phylenheroen. Geschichte, Mythos, Kult und Darst e l l u n g e n , B e r lín , 1 9 7 6 , págs. 84-103. 17 C

learco de

S o l e s , F . 73

W e h rli ( = A T E N E O , XIII, 5 5 5 c ). P adre y m a d re :

tos,

Schol. Arist. plou-

v. 773.

18 A p o l o d o r o , Biblioteca, III, 14, 1. Cf. en c u a n t o al o liv o , el e f e b o y la c iu d a d , M . DET1EN -

NE, L ’écriture d'Orphée, París, G a llim a r d , 1 9 8 9 .

19 Versión seguida por Varrón y que cita SAN AGUSTIN, De chítate Dei, 18,9. ¿Cólera de Poseidón o regateo de Atenea? El


L a vida cotidiana de los dioses griegos

328

amor del macho, menos el himen en el sentido institucional del ma­ trimonio: véase E s q u i l o , Euménides, v. 737-738. 20 Volvemos a tratar el tema de las mujeres y la autoctonía en el capítulo XIV, en donde se cuenta con detalle las aventuras de Erecteo y compañía. 21 PAUSANIAS, II, 1, 6.

22 P l u t a r c o , Teseo, 6 ,1 : le corresponden las primicias de las cosechas. 23 PA U SAN IA S, 11, 3 3 , 2 (Calauria-Delfos); X, 5, 6 (CalauriaD elfos); E S T R A B Ó N , V III, 3 7 4 (Calauria-Délos). 24 ¡liada, canto XXI, v. 435469. 25 P L A T Ó N , C rin as, 109b; 113b-c. 26 Cf. J. R U D H A R D T, La ciu­ dad en el pensamiento religioso helénico, en Du mythe, de la re­ ligión grecque et de la compréhension d'autrui, Ginebra, Droz, 1981, págs. 92-101. 27 Se trata de Apolo arquitec­ to y fundador, empezando por las murallas de Troya y tantas otras obras. 28 HESfODO, Fragmenta, I, v. 6-8, ed. WEST-MERCKELBACH.

29 Odisea, c a n t o VIII, v. 5 5 9 563. Cf. M. DET1ENNE y J. P. VERNANT, Les rases de l’intelligence. La métis des Grecs, París, 1974, p á g s. 2 30-233.

30 Odisea, canto VI, v. 10. Cf. CL. MOSSE, «Itaca o el nacimien­ to de la ciudad», Annali dell'Istituto universitario oriéntale. Archeologie e storia antica, II,

Ñ a p ó le s, 1980, p ágs. 7-19. 31 Cf. G . V A L L E T , «Resulta­ do de las investigaciones en Megara Hiblea», Annuario della scuola arcbeologica di Atene, 50, 1982, págs. 174-181; «Villa y ciu­ dad. Reflexiones sobre las prime­ ras fundaciones griegas en Occi­ dente», en L ’idée de la ville, ed. F . G U E R Y , París, Champ Vallon, 1 9 8 4 , págs. 5 6 - 6 4 ; M. G r a s , «As­ pecto de la investigación sobre la colonización griega. A propósito del Congreso de Atenas: notas de lectura», Revue belge de Philologie et d ’Histoire, 64, 1986, págs. 5-21. 32 Expresión empleada por Timeo de Tauromenium, pero que seguramente es más antigua. Cf. S. M A ZZA R IN O , II pensiero storico classico2, I, Bari, 1966, págs. 235-237. 33 M. CASEW ITZ, Le vocabulaire de la colonisation en grec an­ den, París, 1985, págs. 69-72; págs. 103-107. 34 Sobre el fenómeno panhelénico (fiestas, cultos, representa­ ciones de los dioses, sistemas de valores) cfr., para una reflexión precisa y general, GR. NAGY, Hesiod, en Andent Writers, ed. T. J. LUCE, Nueva York, 1982, págs. 43-73. 35 Titanomachie, c f . 6 e d . A L L E N (Homeri Opera, V, O x ­ f o r d , pág. 111). Texto que expo­ ne GR. N agy , Hesiod, pág. 61. 36 Bien estudiado, en especial por W . B U R K E R T , Griechische R e l i g i ó n , S t u t t g a r t , 1977, págs. 331-343.


N otas

329

37 litada, canto 11, v. 400. 38 Odisea, canto XXIII, v. 279281: Oráculo de Tiresias. A su regreso Ulises tendrá que partir de nuevo al interior de las tierras, muy lejos del mar, para sacrificar tres víctimas a Poseidón (toro, camero y verraco) y volver a ha­ ca a fin de ofrecer a todos los dio­ ses las santas hecatombes. Eumeo, testigo de los piadosos sa­ crificios en medio de unos pre­ tendientes impíos y glotones, re­ cuerda dos reglas esenciales: no olvidar a los dioses (Odisea, can­ to XIV, v. 421) y dirigir oraciones a todos (v. 423). 39 ¡liad a, canto IX , v. 533598. 40 litada, canto V, v. 428-430.

41 H E R O D O T O , II, 4 : lo s e g ip ­ c io s s o n lo s p r im e r o s q u e u sa n n o m b re s v erd ad ero s p ara

lo s

D o c e D io s e s . T a m b ié n in v e n ta n lo s a lta r e s, las e s ta tu a s y lo s te m ­ p lo s . 42 H E R O D O T O , II, 5 2 - 5 3 . 43 H

y g in

,

Fable

1 4 3 ; 2 7 4 , 8,

ed. Rose. 44 P a u s a n i a s ,

i,

2 6 , 5 ; V lll,

J. L . D U R A N D , Sacrifice et labour en Gréce ancienne, P a 2, 3. C f.

rís-R o m a , 1986, p á g . 29. 45

¡liada,

c a n t o XXI, v . 4 6 2 -

467. 46 H

e s ÍO D O ,

la

Teogonia,

v . 7 9 6 -7 9 7 .

47 Cf. supra, 22. 48 Cf. infra, 259-272.

CAPITULO X 1 Historia que ha sido recien­ temente estudiada de manera ex­ haustiva en una excelente obra: L ‘impensable polythéisme. Eludes d ’historiographie religieuse, ed. F. SC H M ID T, París, 1 9 88 . Señalamos que Esquilo es anterior a Filón, el cual habla de polytheía junto al adjetivo polytheos. La «multi­ plicidad de los dioses» es una ca­ tegoría griega, y al menos tan an­ tigua como Esquilo; indiferente por tanto a la presión «monoteís­ ta». 2 Esta discusión ha sido pun­ tualizada por A. F. GARVIE, Aeschylus Supplices. Play and Trilogy , C a m b r i d g e , 1969, págs. 1-28.

3 C f . L . R O B E R T , «Heráclito junto a su horno. Una palabra de Heráclito en Aristóteles (Partes de los animales, 645a)», Annuaire de l’Ecole Pratique des Hautes E lu d e s , I V ' section, Pa rí s, 1965-1966, págs. 61-73. 4 R . M a r t i n , Recherches sur Vagora grecque, París, 1951, págs. 169-174; C H . P lC A R D , «Las “ ágoras de los dioses” en Grecia», Annual o f the British School at Athens, 46, 1951, págs. 132-142. 5 E SQ U IL O , Las suplicantes, v. 189 (pagos... agonion thedn); v. 208-221; 222 (koinobomian). 6 E SQ U IL O , Las suplicantes, v. 465.


330 7 E SQ U IL O , Las suplicantes, v. 482 (enchórioi); v. 493 (polisso&choi). 8" E s q u il o , Las suplicantes, v. 424. 9 Cf. J. P. VERNANT, «Hestía-Hermcs. Sobre la expresión religiosa del espacio y el movi­ miento en los griegos», en Mythe et pensée chez les Grecs (ed. re­ visada y aumentada), París, 1985, págs. 155-201. 10 P a u sa n ia s , VH, 22, 4. 11 Cf. en general la investiga­ ción de E. di F il ip p o B a l e st r a z Zl, « L ’Agyeius e la citta», en Centro di ricerche e documentazione sulV antichita classica, Atti ( 1 9 8 0 - 1 9 8 1 ) , R o m a , 1984, págs. 93-108. 12 Ritual de los kolossoí en Cirene: J. SERVAIS, «Los supli­ cantes en la “ ley sagrada” de Ci­ rene», Bulletin de Correspondance h ellé n iq u e , 1 9 6 0, págs. 112-147. Cf. J. P. V ER ­ N A N T, Mythe et pensée chez les Grecs (ed. revisada y ampliada), París, 1985, págs. 326-338. 15 J. BA7.IN, «Retomo a las cosas-dios», Le Temps de la réflexion, vil, 1986, págs. 253-273; M. AUGE, Le Dieu ohjet, París, 1988. Y no hay que olvidar el vo­ lumen colectivo: Ohjets du fétichisme, N ouvelle Revue de Psychanalyse, 2, 1970. 14 A . ZEMPLENI, «Seres de sacrificio», en Sous le masque de 1'animal, ed. M. Cartry, París, 1987, págs. 267-317. 15 E . LAR O CHE, «La reforma religiosa del rey Tudhaliya IV y

L a vida cotidiana de los dioses griegos

su significado político», en F. D u n a n d y P. LE V E Q U E , ed. Les syncrétismes dans les religions de VAntiquité, Brill, Lciden, 1975, págs. 87-95. Hacia 1250 el mismo rey, Tudhaliya IV, manda escul­ pir en piedra el panteón situado en Yazilikaya. Dos cámaras na­ turales de paredes verticales y a cielo descubierto; una cincuente­ na de dioses y diosas en cortejo y que están frente a frente. Cf. E. L A R O C H E , «Piedra inscrita: Ya­ zilikaya, un santuario rupestre hitita», en el D ictionnaire des Mythologies, ed. Y. Bonnefoy, II, París, 1981, págs. 265-266. 16 T a b l i l l a del L o u v r e A05376 reproducida en el catálo­ go de la exposición Naissance de l'écriture, París, 1982, pág. 219. 17 J. BO TTER O , « L os nom­ bres de Marduk, la escritura y la “ lógica” en la antigua Mesopotamia», en Ancient Near Eastem Studies in Memory o f ] . ] . Finkelstein, Connecticut Academy o f Arts and Sciences, 19, 1977, págs. 5-28. 18 «El oráculo de Claro», en La civilisation grecque de l’Antiquité a nos jours, ed. CH . DELVOYE y G . ROUX, I, Bruselas, 1966, págs. 305-312. 19 P a u s a n i a s ,

i,

3 4 , 3. P a r a

p u r ific a r s e a n te s d e la c o n s u lta , se h a c e el s a c r if ic io al d io s , a s í c o m o « a t o d o s lo s n o m b r e s q u e e stá n in s c r ito s e n el a lta r » (PAUSANIAS, I, 3 4 , 5 ).

20 Cf. P. ROESCH, «El Anfiareon de Oropo», Temples etsanctuaires, ed. G. ROUX, Lyon, Mai-


N otas

so n de l ’ O r i e n t , 1 9 8 4 , págs. 173-184. 21 Himno homérico a Hermes. 22 Excelentes puntualizaciones de E. WlLL, Le Dódekátheon. Texte (Exploration archéologique de Délos, fase. X X II), París, 1955, págs. 178-183. Informe siempre vigente de Ch. R. L O N G , The Twelve Gods o f Greece and Rome, Leiden, Brill, 1987. 23 H. A. T h o m p s o n y R. F.. W YCHERLEY, «El Agora de Ate­ nas», en The Athenian Agora, t. 14, P r i n c e t o n , 1 9 7 2 , págs. 129-136. 24 C f. E. WlLL, op. cit., págs. 178-179. 25 P ÍN D A R O , Olímpicas, X, v. 22-58 (v. 25: bómón hexárithmon ektíssato, y 49: dódeka). 26 PÍND AR O, Olímpicas, X, v. 45. 27 Ibíd., v. 51-55. 28 C f . PAUSAN1AS, VI, 2 2 , 9 :

Santuario de Artemisa Alpheiáia en Elide. 29 Scholies á Apollonios de Rhodes, Argonautiques, II, v . 5 3 3 . 30 Odisea, c a n t o VIII, v . 3 2 1 34 2 .

31 Himno homérico a Hermes. 32 En Delfos, en Troya. 33 Cf. O . K.ERN, Die Inschriften von Magnesia am Maeander, Berlín, 1900, núm. 98, 1, págs. 41-44. Unas estatuas que se pueden transportar y un altar en el agora. Hay que señalar que el calendario de los habitantes de Magnesia está consagrado a los

331

doce dioses. Cf. J. y L. ROBERT, Bulletin épigraphique, en la Revue des études grecques, 1973, núm. 77. 34 P a u s a n i a s , i , 4 0 , 3. 35 P a u sa n ia s , x , 5 , 1-2.

36 ALCEO, Fr. 129 Lobel-Page (Poetarum Lesbiorum frag­ m e n t a 2, O x f o r d , 1 9 6 3 , págs. 176-177). Santuario «co­ mún» (xynón). 37 En ALCEO, Fr. 129, v. 9, al menos «se alimenta de carne cruda». Hijo de Sámele en Fr. 346, v. 3. Pero según SAFO de Tione, Fr. 17, v. 10, Lobel Page. En Rodas, el Dioniso con falo en madera de higuera lleva el título de Thyonídas, «el hijo de Tione». 38 C f. Himno homérico a Dioniso, I, v. 1-2; 55-56. 39 P a u s a n i a s ,

h,

19, 6 .

40 H a r p o c r a t io n , S.V. Kolónaitas; Scholie a Sophocle, Oedipe a Cohne, v. 56. Cf. M. D el COURT, Héphaistos ou la légende du m a g ic ie n , P a r í s , 1957, págs. 192-193. 41 W. VOLGRAFF, «El decre­ to de Argos relativo a un pacto entre Cnoso y Tiliso», Vcrhandeling der koninklijke Nederlandsche Akademie von Wetenschappen, Afd. Letterkunde, L l, núm. 2, A m s t e r d a m , 1948, págs. 1-105. 42 Fr. vi, 29-31. 43 Fr. V, 30-34. 44 F. SOKOLOWSKI, Lois sacrées d ’Asie Mineure, París, 1955, núm. 32, págs. 52-53. 45 C f. M. D e t ie n n e , «Apollon und Dionysos in der grie-


332

L a vida cotidiana de los dioses griegos

49 PAUSANIAS,

Die Res­ tauración der Gótter, Antike Re­ ligión und Neo-Paganismus, ed .

50 La comparación con el ála­ mo blanco proviene de PAUSA-

R . F a b e r y R . SC H LE SIE R , K ó -

NIAS, II, 10 , 6.

1986, p á g s . 124-132. 44 H eraios: F . SO KO LO W SKi, Lois sacrées des cités grecques, Pa­ rís, 1969, 1, A, 1, 19-20. Damatrios en: Inscriptions de Lindos, núm. 183, ed. Chr. B L IN K E N BERG. Sokolowski también infor­ ma sobre un Zeus Aphrodisios en Paros (IG, X II, 5, 220, 2). 47 L . D e u b n e r , Attiscbe Fest e 2, Berlín, 1956, págs. 155-157. 48 G. D aü X, «La gran demarquía: un nuevo calendario de sacrificios en el Atica (Erquia)», Bulletin de Correspondance hellénique, 1963, págs. 606 (A 40-43) y 620 (comentario).

51 PAUSANIAS, II, 10, 1. Festo es quien introduce el rito lla­ mado «extran¡cro»: PAUSANIAS,

c h isc h e n R e lig ió n » , en

n ig sh a se n ,

II, 1 0 , 4 - 6 .

II, 6 , 6 -7 . 52 PAUSANIAS, II, 1 0 , 1. 53 H E R O D O T O , II, 4 4 .

M J. P O U U .LO U X , «El Hera­ cles de Tasos», Revue des études anciennes, 1 9 7 4 , págs. 3 0 5 - 3 1 6 . Por último, los análisis críticos de C . B O N N E T , Melqart. Cuites et mythes de l ’Héraclés Tyrien en M éditerranée, Louvain-Namur, 1 9 8 8 , págs. 3 4 6 - 3 7 1 , que invitan a reconsiderar el doble estatuto cultural de Heracles en Tasos.

CAPITULO XI 1 Se recuerdan aquí tres pasa­ jes: ¡liada, canto I, v. 423-425; Odisea, canto I, v. 22-26; can­ to vil, v. 201-205. Su importancia para definir las relaciones entre los dioses y los hombres ha sido excelentemente analizada por C h a r l e s K e r e n y i , La religión antique. Ses lignes fondamentales (tr. fr. Y . L e L a y ) , Ginebra, 1957, págs. 128-159 (en particu­ lar, págs. 138-139). Un texto al que, aunque tarde, tenemos que rendir homenaje. Al igual que a sus análisis de theoria (la «visión» en la experiencia de los dioses: págs. 98-117). Fueron las obser­ vaciones de G i u l i a SlSSA las que

inicialmente me persuadieron para volver sobre un modelo de sacrificios muy familiar. Cf. infra, n. 40. 2 H e s í O D O , Fr.71, v . 6-8, ed. West-Mcrkelbach. La única dis­ tancia: la diferencia de «fuerza vi­ tal». Desigualdad de aidn. Etío­ pes: c f . A . B A LLA BR IG A , Le So­ led et le Tartare. L'im age mythique du monde en Gréce archa'ique, París, 1986, págs. 107-110; J . P. V e r n a n t , en M. D e t i e n n e , J . P . V e r n a n t , et alii, La cuisine du sacrifice en pays grec 2, París, 1983, págs. 239-249. 3 HESfODO, Trabajos y dias, v. 197-200.


333

N otas

4 H ESÍO D O , Trabajos y días, v. 252-253. 5 Theoús nomízein, cf. W. F a h r , Theoús nomízein. Zur Problem der Anfange des Atheismus bei der Griecher (Spudasmata, t. 26), Hildesheim-Nueva York, 1969. Dos aproximaciones a la creencia: en forma de «ver­ dades», de enunciado de verda­ des, P. V EY N E, Les Grecs ont-ils cru a leurs mythesf, París, 1983; sobre la forma generalizada del «hacer creer», los análisis de M. de C E R T E A U , L'invention da quotidien. I. Les arts de faire, Pa­ rís 1980, y el volumen colectivo Faire croire (Collection de TEcole franqaise de Rome, t. 51), Roma, 1981. Léase, por la calidad de la reflexión, Fr. H e r a n , «El rito y la creencia», Revise franqaise de so cio lo g ie , 27, 1986, págs. 231-263. 6 Cf. Ch. M A l.A M O U D , « L a diosa Creencia», en Michel de Certeau, ed. L U C E G i a r d , (Co­ llection Cahiers pour un temps. Centre Georges Pompidou), Pa­ rís, 1987, págs. 225-236. 7 Cf. J. Cl. SCHMITT, «Sobre el buen uso del “ credo” », en Fai­ re croire, 1981, págs. 337-361. * Una distancia entre el cris­ tianismo y los dioses griegos que con tanta pasión ha denunciado W. F. OTTO en una serie de obras (cf. como introducción, M. DET IE N N E , «Al principio era el cuerpo de los dioses», prefacio a W. F. OTTO, Les dieux de la Gréce. La figure du divin au miroir de l'esp rit grec, trad.

fr., P arís, 1981, págs. 7-19. 9 J. R u d h a r d t , Notions fondamentales de la pensée religieuse et actes constitutifs du cuite dans la Gréce classique, Ginebra, 1958, págs. 141-142. 10 H e s í O D O , la Teogonia, v. 417: katá nómon. "

P l a t ó n , Leyes,

iv ,

716d-717a. 12 Sylloge \ 286, 1-5: decreto de isopolitía entre Olbia y Miieto, (circa 334). 13 H. E n g e l m a n n y R. M e r k e l b a c h , Die lnschiften von Erythrai und Klazomena'i, Bonn, 1972, núm. 2, B, 1. 1, 16-17, pero con la corrección de Haussoulier y de Wilhelm. Cf. los comentarios de B. HAUSSOU­ LIER, «Inscripciones de Quios y Entras», Revue de philologie, 33, 1909, págs. 11-12. 14 HESfO DO , Trabajos y días, v. 127-139. 15 C f . j .

R u d h a rd t, «L as

d e fin ic io n e s d e l d e lito d e im p ie ­ d a d s e g ú n la le g is la c ió n á t i c a » ,

Museum helveticum, 17, 1960, 87-105. 16 El verbo «ser» está explicitado en la Apología, 261, 3-4 y en especial en el libro X de las Leyes. Cf. el informe establecido por w . F a h r , op. cit. 17 S ó f o c l e s , Edipo rey, v. 661. ,s En general, cf. M. D ET IEN N E , J . P. V e r n a n t , et alii, La cuisine du sacrifice en pays grec 2, París, 1983, y, en este caso, las págs. 7-35 en particular. 19 C f . J. L . D u r a n d , « D e l p ágs.


334

ritual como instrumental», en M. D etienne , J. P. VERNANT et alii, La cuisine du sacrifice en pays grec2, París, 1983, págs. 178-179. 20 HERODOTO, II, 41. 21 Para el banquete de sacri­ ficio en la epopeya, cf. S. SAÍD, «Los crímenes de los pretendien­ tes, la casa de Ulises y los festi­ nes en la Odisea», en Etudes de littérature ancienne, París, ENS, 1979, págs. 9-49. 22 Cf. los análisis de J. SVENBRO, «En Mégara Hiblea: los agrimensores», Annales E.S.C ., 1982, págs. 953-964 (en particu­ lar pág. 954), y de G. BERTHIAUME, Les roles du Mageiros. Etude sur la boucherie, la cuisine et le sacrifice dans la Gréce ancienne, Lcidcn, 1982, págs. 50-51. 23 Cf. J. L. DURAND, «Bes­ tias griegas. Propuestas para una topología de los cuerpos que sir­ ven de alimento», en M. DETIENNE, J. P. V ernant et alii, La cui­ sine du sacrifice en pays grec2, París, 1983, pág. 151. 24 P latón , Fedro, 265e. 25 G. B e r t h i a u m e , op. oí., pág. 50. 26 Cf. L. ROBERT, Le sanctuaire de Sinuri prés de Mylasa, I, París, 1945, págs. 49-50. 27 Cf. P l u t a r c o , Moralia, 642e-f. 28 Scholies a Pindare. Olím­ picas, vil, 152b. 29 Cl. V ial , Délos indépendante (314-167 av. J . C,). Etude d ’une communauté civique et de ses institutions, París, 1984, págs. 18-20.

L a vida cotidiana de los dioses griegos 30 L . D E U B N E R , Attische Feste (reimpresión), Berlín, 1956, pág. 26. 51 P. ROESCH, Etudes béotien n es, París, 1982, págs. 243-254. 32 C f . L . R O B E R T . U n d e c r e ­ t o d e ll i o y u n p a p i r o r e la tiv o a lo s c u lto s re a le s,

Welles,

Mélanges

C.

B.

1 96 6, p á g s . 1 8 4 - 1 8 6 ; J . y

L . R O B ER T , Buüetin épigraphique e n Revue des études grecques, 1977, n úm . 405, p ág . 390.

33 Cf. St. G . M i l l e r , The Prytaneion, Berkeley-Los Angeles-Londres, 1978, Informe de Délos: Cl. V IA L, Délos indépendante, págs. 203-210. 34 Inscripciones publicadas en 1953 por M. N . K O N TO L E O N y comentarios de J. y L. ROBERT, Bulletin épigrapbique en REG, 1955, núm. 181, pág. 253. 35 P l u t a r c o , Solón, 2 4 , 5.

36

HERMEAS en A TE N E O , IV,

149d (= Fr. 112 Tresp, Die Frag­ mente der griechischen Kultschrifsteller). 37 J. B O U SQ U E T , « C o n v e n ­ c ió n e n tr e M ia n ia e H i p n i a » , en

Buüetin de correspondance hellénique, 8 9 , 1 9 6 5 , p á g s . 6 6 5 - 6 8 1 . 38 G . D A U X , Delphes au I" et au IP siécle, París, 1936, págs. 335-341. 39 Cf. J. P. V e r n a n t , «En la mesa de los hombres. Mito de la fundación del sacrificio en Hesíodo», en M. D e t i e n n e , J. P. V e r ­ n a n t et alii, La cuisine du sacri­ fice en pays grec2, París, 1983, p ágs . 37-132 (e n particular págs. 43-44).


N otas

335

40 Estos datos, argumentados aquí en mayor o menor medida, habían llevado ya a H. KERENYI hacia unas conclusiones sobre el sacrificio y las relaciones entre los hombres y los dioses que cuando escribimos La cuisine du sacrifice nos parecieron poco convincen­ tes. Sin razón, y hay que hacer un homenaje a sus análisis: La re­ ligión antique. Ses ligues fondamentales, tr. Y. L e L a y , Gine­ bra, 1957, págs. 128-149 (en par­ ticular 137-140). 41 Excelente informe: L. WENIGF.R, «Theophanien; altgriechische Gótteradvente», en Archiv fiir Religionssvissenschaft, 22, 1923-1924, págs. 18-22. 42 CAI.ÍMACO, Himno a Apo­ lo, ed. F. Williams, v. 1-10. 43 P l u t a r c o , Las cuestiones griegas, 36, 299a-b. Cf. M. D e TIENNE, Dionysos á riel ouvert, París, 1986, págs. 86-87. 44 P a u s a n i a s ,

v i,

2 6 , 1.

45 P l a t ó n , Leyes, II, 653d. Texto que forma el núcleo del li­ bro de P. BO YAN C E, Le cuite des Muses cbez les philosophiques g r e c s 2, París, 1972, págs. 170-175. N os basamos en sus comentarios para traducir el pasaje de Leyes así como en la versión de L. RO BIN , en el Pla­ tón de «La Pléyade». 44 P l u t a r c o , M o r a lia , 1102a. 47 P L A T Ó N , L e y e s , i v , 7 1 6 d - 7 1 7 a ; VI, 7 7 1 d .

48 P L A T Ó N , E l banquete, 188c. 49 Cf. supra, pág. 123 y las

p á g in a s de H . J E A N M A IR E , Dionysos. Histoire du cuite de Bacchus (reimpresión), París, 1970, págs. 28-31. 50 Só f o c l e s , Fr. 548 Radt. 51 Cf. D . G lLL, «Trapezómata: A Neglected Aspect of Greek Sacrifice», H arvard Theological Reviese, 67, 1974, págs. 117-137, y la mesa móvil sobre los vasos in J . L . D U R A N D , Sacrifice et labour en Crece ancienne, ParísRoma, 1986, págs. 116-123. 52 Cf. L . B r u i t , «Sacrificios en Delfos. Sobre dos figuras de Apolo», Revue de l'histoire des re lig io n s, 201, 1984, págs. 339-367 (en particular 362-367). 33 O d i s e a , c a n t o V i l , v. 201-204, trad. Ph. JA C C O TTE T. 34 Verbo antiáo: responder a la llamada, presentarse, enfrentar­ se, mantenerse delante, estar ahí. Verbo que señala la «presencia» de Poseidón en el sacrificio {O di­ sea, canto I, v. 25), de Atenea (Odisea, canto III, v. 435-436) y de Apolo (¡liada, canto I, v. 67). is Por ejemplo, Apolo senta­ do mirando hacia el altar y los sacrificantes: crátera en campana ática con figuras rojas, Agrigento 4688 (reproducido en J. L. DuRAND, Sacrifice et labour en Gréce ancienne, París-Roma, 1986, 129, fig. 51). O bien Atenea pre­ sente en su sacrificio: museo de la Acrópolis, Atenas 581 (docu­ mento analizado por D. WlLLERS, Zu den Anfangen der archaischen Plastik in Griechenland, Berlín, 1975, pl. 31).


L a vida cotidiana de los dioses griegos

336 56 M a n ife s ta c io n e s d e l o s d i o ­ s e s q u e in te rv ie n e n v isib le m e n te d u r a n t e la s f ie s t a s , lo s s a c r if ic io s y l o s b a n q u e te s c o n la « m e s a d e l d i o s » a b ie r ta a t o d o s : A . LAU M O -

NIER,

rie, París, 1958, págs. 272 y 365. C f. P. ROUSSEL, « L os misterios de Panamara», Bulletin de corres- t pondance hellénique, 51, 1927, págs. 123-137.

Les cuites indigénes de C a­

CAPITULO XII 1 B. D. M E R IT T , «Inscriptions of Colophon», American Journ al o f Archaeology, LVI, 1 9 3 5 , págs. 3 6 1 - 3 7 1 : L. R O B ER T , O p era m in ora, II, 1 9 6 9 , págs.

158-159;

R.

M

ar t

In ,

L'Urbanisme dans la Gréce anti­ cue 2, París, s .d ., p á g s . 5 5 - 5 6 . 1 PA U SAN IAS, IV, 2 6 , 1 -2 7 , 8. C f. I. M a l k i n , Religión and Co-

lonization in ancient Greece, Leiden-Nueva York, Brill, 1987, p á g s . 1 0 4 -1 0 6 .

3 La «desesperación» de los mesenios, la epopeya de Aristómenes y la cólera de Artemisa es­ tán analizadas en P. ELUNGER, Recherches sur les situations ex­ tremes dans la mythologie d'Artémis et la pensée religieuse grecque (Tesis de Estado, 1988), t. 3, págs. 906-920 (próxima publica­ ción). 4 S in e m b a r g o , p a r e c e s e r q u e lo s c u lto s

m e s e n io s

no

fu e r o n

a b a n d o n a d o s y c o n tin u a r o n h a s ­ ta e l s i g l o V, c o m o

s e ñ a la

A.

SN O D G R A SS, « L o s o r íg e n e s d e l c u lto d e lo s h é r o e s e n la a n tig u a G r e c i a » en La Mort, les morts dans les sociétés anciennes, e d . G . G

n o u

y J . P . V ER N A N T , C a m ­

bridge-París, 1982, pág. 117 (sin dar precisiones). 5 Cf. el reciente ensayo de A. S n o d g r a s s , « L os orígenes del culto a los héroes en la antigua Grecia», op. á t., págs. 107-119. «Establecer vínculos con un an­ tiguo habitante del territorio» (pág. 117). 6 M . CA SEV ITZ, Le Vocahulaire de la colonisation en grec an­ den, París, 1985, págs. 195-208. 7 PAUSANIAS, IV, 27, 5: houlésetai... epichórisai. 8 PLA TÓ N p la n te a e s ta a lte r­

Leyes, V, 7 3 8 a , 5 -6 . 9 Como sucede a menudo en­ tre griegos o gente que tiene dio­ ses del mismo rango. 10 Eremos, desierto «desde un tiempo infinito» como se dice en las Leyes, IV, 704c, 6-7, en donde hay que fundar una ciudad de manera radical, «como una colo­ nia». Historiadores y arqueólo­ gos corrigen celosamente este va­ cío del espacio. Una visión del espíritu, sin duda, pero del pro­ pio espíritu de los fundadores, de quienes inventan la ciudad entre los siglos VIII y Vil antes de nues­ tra era. Estamos totalmente de

n a tiv a en la s


N otas

337

a c u e r d o c o n I . M A L K IN , « E l lu ­ g a r d e l o s d i o s e s en la c iu d a d d e l o s h o m b r e s . E l p e r fil d e la s á r e a s s a g r a d a s e n la s c o lo n ia s g r ie g a s » , en Revtte de l ’histoire des religions, 1 9 8 7 , p á g s . 3 3 1 - 3 5 2 . 11 S e c a lific a a l a lta r , bomós, c o m o o l o r o s o , thuéeis. 12 ¡liada, c a n t o IV, v . 4 8 ; c a n ­ to XXIV, v . 6 9 . 13 A l t a r o l o r o s o y

¡liad a ,

témenos:

c a n t o VIH, v . 4 8 ; c a n ­

O disea,

can ­

M Cf. D avid W. R upp,

«R e-

t o X X IH , v . 1 4 8 ; t o VIH, v . 3 6 3 .

fle c tio n s o n th e D e v e lo p m e n t A lta r

in

th e E i g h t h

of

C e n tu ry

B . C . » , en The Greek Renaissnace o f the Eighth Century B .C .: Tradition and Innovation , e d . R . HÁGG,

E stocolm o,

1983,

p á g s . 1 0 1 -1 0 7 . 15 S e n tid o d e v erb o

démein.

éudmetos, d el téuchein,

Ju n to a

t r a b a jo d e a r q u it e c t o y c o n s tr u c ­ to r. 16 C f .

¡liada,

c a n to I, v . 4 4 0

y 448.

17 ¡liada, c a n t o I, v. 47. 18 Himno homérico a Apolo, v. 3 8 8 -510. 19 TUCÍD ID ES, VI, 3 , 1. C f . I. M A L K IN , Religión and Coloniza-

tion in ancient Greece,

L e id e n ,

B r ill, 1 9 8 7 , p á g . 1 4 0 .

20 PÍNDARO, Olímpicas, Vil, v. 2 0 -95.

21 C al Ímaco , Himno a Apo­ lo,

v . 5 5 - 6 4 . C o n u n o s c o m e n ta ­

r io s p o r m e n o r i z a d o s d e F r . W I­ LLIAMS ( Callimachus, Hymn to Apollo, O x f o r d , 1 9 7 8 ). 22 Odisea, c a n t o VI, v . 9 - 1 0 .

23 El fundador de la colonia cretense en forma de ciudad filo­ sófica (en las Leyes, v. 738d) pre­ vé que al repartir las tierras se em­ piece por dar a los dioses, a los demonios y a los héroes unos «te­ rrenos escogidos» (exáireta teméne). 24 Himno homérico a Apolo, v. 298 (naón náiein). 25 Los recientes análisis de M. CASEVITZ, «Templos y santua­ rios: lo que aporta el estudio le­ xicológico», en Temples et sanctuaires, ed. G. ROUX, Maison de l’ O r ie n t ( L y o n ) , 1984, págs. 81-95. 26 ¡liada, canto VIH, v. 48. 27 ¡liada, c a n t o X X III, v . 147 . 28 Odisea, canto VI, v. 263266 (ágora construida en piedra en torno al santuario de Poseidón, el Posideiori). 29 ¡liada, canto VI, v. 88-93. 30 Seguimos aquí los riguro­ sos análisis de Cl. ROLLEY, «Los grandes santuarios panhelénicos», en The Greek Renaissance o f the Eighth Century B .C .: Tradition and ¡nnovation, ed. R. HÁGG, E s t o c o l m o , 1 9 8 3 , págs. 109-114. 31 Cf. Cl. ROLLEY, art. cit., págs. 113-114. 32 L . GERNET, Le Génie grec dans la religión, París, 1932 (nue­ va edición 1970), págs. 164-179. 33 G. ROUX, L ’Amphictionie, Delphes et le temple d‘Apollan au lV ' siécle, Lyon-París, 1979, vhXI, y págs. 1-19. 34 E ST R A B Ó N , 9 , 4 1 9 e H lP É RIDES,

Discurso sobre Délos,

en


L a vida cotidiana de los dioses griegos

338 ATENEO,

fistas,

El banquete de los so­

10 , 4 2 4 e ( c ita d o s p o r L .

GERN ET, 35

op. cit.,

p á g . 1 6 7 ).

P r im e r u s o

del

« p a n h e le n o s » en H E SÍO D O ,

t é r m in o

1981, p á g s. 92-1 0 1 .

Tra­

45 E. A . E. R e y m o n d , The mythical origin o f the Egyptian Temple, Manchester, 1969. 46 Cf. L'Espace du Temple, l-II, ed. J . Cl. G a i .EY, París, Editions de L ’EHESS, 1985-1986 (es­ pecialmente J . C. GALEY, Introduction, I, 9-22, y M. L. REIN1CHE, Le Temple dans la localité. Quatre exemples au Tamilnad, i, págs. 75-119. 47 Cf. M . L . REINICHE, op. cit. 48 ¡liada, canto XVIII, v. 370 (y las observaciones de M. D el COURT, Héphaistos ou la légende du m a g i c i e n , P a r í s , 1957, págs. 62-63). 49 C f . G . D U M É Z IL, La reli­ gión romaine archaique 2, P a r ís ,

bajos y dios, v . 5 2 8 . C f . G . N a g y , Hesiod (op. cit.), p á g . 4 4 . 34 El agonal como analizó V. EH RENBERG, O st an d West, 1935, págs. 63-96. 37 Himno homérico a Apolo, v. 146-155 (según un texto del que da testimonio TüC ÍD ID ES , III,

104). 38 L a mejor y más extensa re­ flexión sobre estos problemas es la de G . R O U X : «Tesoros, tem­ plos y sepulturas», en Temples et sanctuaires, ed. G . R O U X , Maiso n de l ’ O r i e n t , 1 9 8 4, págs. 153-171. 39 C f . G . R O U X , Delphes, son oracle et ses dieux, París, 1976, págs. 19-51 (en cuanto al panteón délfico). 40 G . R O U X , « T e s o r o s , te m ­ plos

y

op. cit.,

sepulturas»,

p á g . 171. 41 C o n c e p t o s e x t e n s a m e n t e a n a liz a d o s p o r J .

P.

V ER N A N T,

« d e s d e la p r e se n ta c ió n d e lo in ­ v is ib le a la im ita c ió n d e la a p a ­ r ie n c ia » (1983), c o n tin u a d o en Mythe et pensée chez les Crees (e d ic .

re v is a d a y a u m e n ta d a ),

1985, p á g s . 339-351. 42 J. P. VERNANT, op. cit., pág. 347.

43 C al ÍMACO, Himno a Ar­ temisa, v . 2 3 7 - 2 3 9 , e d . F . BO R N MANN, F lo r e n c ia , 1 9 6 8 . 44 C f . J .

Du mythe, de la religión grecque et de la compréhension d ’autrui, G in e b r a ,

s o h e lé n ic o » , 1 9 7 9 , e n

RUDH ARDT, « L a

c iu d a d en el p e n s a m ie n to r e lig io ­

1 9 7 4 , p á g s . 5 8 6 - 5 8 7 , y ta m b ié n H . B A R D O N , « E l n a c im ie n to d e u n t e m p l o » , Revue des études la­ tines, 3 3 , 1 9 5 5 , p á g s . 1 6 6 -1 8 2 . 50 Discreta presencia de los adivinos en los estudios sobre la colonización: 1. MALKIN, Reli­ gión and Colonization in Ancient G reece, Lcidcn, Brill, 1987, págs. 92-113. Nosotros seríamos aún más críticos que Malkin. Delfos convierte a los adivinos en re­ dundantes. 51 Cf. M. D e t ie n n e , «El es­ pacio de la publicidad: sus ope­ radores intelectuales en la ciu­ dad», en Les savoirs de Técriture. En Gréce ancienne, ed. M. D e TIENNE, Lille, Presses universi-


N otas

339

taires de Lille, 1988, págs. 41-44. 52 Prohibido para el «extran­ jero»: F. SO KO LO W SKI, Lois sacrées des cités grecques, París, 1969, núm. 96 (calendario cultu­ ral de Mícono hacia el año 200 antes de J. C.), 1, 25-26. Los úni­ cos cultos prohibidos de todo el calendario. 53 TU C ÍD ID E S, IV, 9 8 , 2 . 54 En Tebas el poder está vin­ culado con una tumba secreta, la de Dirce, con unos sacrificios nocturnos, sin fuego, en los que el primer magistrado transmite a su sucesor las insignias del poder, la lanza y el sello (PLUTARCO, De genio Socratis, 5, 578 B). La tum­ ba de Edipo se halla en Colono, en las fronteras de Atenas (cf. e.g. los análisis de A . J . FESTUGIERE, «Tragedia y tumbas sagradas» (1973), en Eludes d'histoire et de p h i l o l o g i e , P a r í s , 1 9 7 5, págs. 47-68, y la investigación tanto institucional como espacial de P. V id a l - N a q u e t , «Edipo entre dos ciudades. Ensayo sobre

el Oedipe d Colone» en Mythe et tragédie Deux, d e J. P . V ER N A N T y P. V i d a l - N a q u e t , París, 1986, págs. 175-211. Y más aún, según el Erecteo de E u r í p i d e s , las hijas de Praxítea, la Autócto­ na ateniense, enterradas juntas en un lugar inviolable, protegerán el territorio ateniense contra los enemigos a condición de que nin­ gún adversario de Atenas llegue a ofrecerlas un sacrificio «a es­ condidas», pues en ese caso con­ seguiría la victoria y sería un de­ sastre para Atenas. 55 P l u t a r c o , Solón, 9 , 1 . 56 H e r o d o t o , V, 82-88. 57 Retorno irónico a la arcilla del país, con una orguilosa acti­ tud de reserva que es una de las caras de la ciudad autárquica y auto-suficiente. La «cerámica», los vasos, la vajilla como inven­ ción de Atenas, elogiada por Critias, cf. Fr. LlSSA RA G U E, Un flot d’images. Une esthétique du banquet grec, París, Adam Biro, 1987, pág. 134.

CAPITULO XIII 1

L a p a la b r a c la v e in d íg e n a

metéchein e s tá

e x te n s a m e n te a n a ­

Tribu et 1976. U n a

liz a d a p o r D . R O U SSE L ,

cité,

P a rís-B e sa n fo n ,

c o m p a r a c ió n d ife r e n c ia l e n tr e la c iu d a d a n ía e n G r e c i a

y

en R o m a :

P h . G A U T H 1ER, « L a C iu d a d a n ía en G r e c ia y en R o m a : p a r t ic ip a ­ c ió n e in te g r a c ió n » ,

1981,

p ág s.

167-179

Ktema,

6,

(e sp e c ia l­

mente pág. 171 en cuanto a «par­ ticipar» en la ciudad griega). 2 D . R O U SSE L , Tribu et cité, París-Besangon, 1976, págs. 139-156. El reglamento de una fratría de Delfos, la de los labiadas, está expuesto con todo detalle por G . R O U G E M O N T , «Leyes sagradas y reglamentos religiosos» en Corpus des Inscrip-


L a vida cotidiana de los dioses griegos

340

tions de Delphes, I, París, 1977, núm. 9 y 9 bis, págs. 26-88. 3 Cf. es estudio con la nueva interpretación de los aspectos ar­ queológicos sobre Atenas: Char­ les W . H ED R1C K Jr. «The Tem­ ple and Culi of Apolo Patroos in Athens», American Journ al o f A r c h a e o lo g y , 92, 1988, págs. 185-210. 4 Nada de dioses del indivi­ duo en Grecia. 3 J. L a b a r b e , «La edad que corresponde al sacrificio del «kouréion• y los datos históricos del sexto discurso de Iseo», Bulletin de l'Academie Royale de Belgique, Classe des Lettres et des Sciences morales et politiques, 5.* serie , t. 39, B ru selas, 1953, págs. 358-394. 6 Cf. P. V i d a l - N a q u e t , Le chasseur noir 2, París, 1983, págs. 155-159. 7 Cuya selección está por de­ finir en relación a la configura­ ción de cada uno, cf. datos de D. R O U S S E L , T r i b u et c i t é , págs. 133-137. * Cf. D. WHITEHEAD, The Demos o f Attica, Princcton, 1986, y R. Parker, «Festivals of the Attic Demes», en Acta Universitatis U psaliensis, Bóreas 15, 1987, págs. 137-147. 9 Cf. G. DAUX, «El calenda­ rio de Tonco en el museo J. Paul Getty», en L 'Antiquité classique, 1983, págs. 150-174. Texto (pro­ visional): 1. 5, 38, 44. 10 S e g u im o s nes

de

R.

Pa

págs. 140-143.

las rker

o b se rv a c io ­ ,

art. cit.,

" ISEO, Fr. 5, ed. P. ROUSSEL. 12 IG II2, 1172. 13 IG II 2, 1 2 0 4 . 14 Cf. M. DETIENNE, «El es­ pacio de la publicidad: sus ope­ radores intelectuales en la ciu­ dad», en Les Savoirs de l’écriture. En Gréce ancienne, ed. M. D e TIENNE, Presses universitaircs de Lille, Lille, 1988, págs. 64-72. 15 A r is t ó t e l e s , La Consti­ tución de Atenas, 54, 3. 16 M. DETIENNE, art. cit., págs. 67-70. 17 A r is t ó t e l e s , La Consti­ tución de Atenas, 57, 1. 18 C f . M . D

e t ie n n e ,

«H es-

tia m is ó g in a . L a c iu d a d en s u a u ­ t o n o m ía » , e n L'écriture d'Orphée, P a r ís , G a llim a r d , 1989. 19 S y ll1, 526,29-31. 20 Inscriptiones creticae, III, 4 , 7, p á g s . 8 7 -8 8 , e d . M . G U A R D U C CI.

21 Cf. El decreto de los ciu­ dadanos de Cnoso para dos bien­ hechores de Magnesia: Inschriften von Magnesia, ed. O . KERN, núm. 67 (= S y ll3, 721, I. 32-33). 22 J. y L. R o b e r t alegan es­ tos ejemplos en Bulletin épigraphique, Revue des études grecques, 1973, núm. 345, págs. 129-130. 23 Estela de Acamas, repro­ ducida por C h r . PE LEK ID IS, en Histoire de l’éphébie attique. Des origines a 31 avant Jésus-Christ, París, 1962, págs. 112-113. 24 Cf. las observaciones de Ph. GAUTHIER, «El Derecho de ciudadanía en Atenas», Revue des études grecques, 1986, págs. 128-131.


N otas

25 La residencia no favorece en absoluto la adquisición de la ciudadanía: Ph. GAUTHIER, art. cit., pág. 129. 26 Cf. D. WHITEHEAD, The Ideology o f the Atkenian Metic, Cambridge, 1977, págs. 86-89. 27 Cf. A. WlLHELM, «Bürgerrechtsverleihungen der Athenen», Athenische Mitteilungen, 39, 1914, págs. 257-295. 28 Decreto de Tasos en el si­ glo III antes de nuestra era: Choix d ’inscriptions grecques, ed. J. P O U IL L O U X , P a r í s , 196 0, núm. 33,1. 4, págs. 124-126. 29 H erodoto , IX, 33. 30 [DEMÓSTENES], Contra Neera, 104. 31 Delphinion, núm. 149, ci­ tado por J. y L. ROBERT, «Una inscripción griega de Teos en Jonia. La unión de Teos y de Cibiso», Journal des Savants, 1976, p á gs . 1 53-235 ( s o br e t o do págs. 230-231). 32 M. M itsos, «Inscripción de Estinfalo», en Revue des études grecques, 59-60, 1946-1947, págs. 150-174. 33 L. 29-30; comentario: 155. 34 Estudio sobre la asamblea de las «cosas sagradas»: G. BUSOLT y H. Swoboda , Grieschische Staatskunde 2, Munich, 1920, I, págs. 514-516. 35 Decreto de Histieo en ho­ nor al banquero Atenodoro de Rodas: IG, XI, 4, 1055, traducido y comentado en Choix d ’inscriptions grecques, ed. J. POUILLOUX, París, 1960, núm. 7, 1. 25-35, págs. 42-44.

341

36 Cf. Cl. VATIN, «Damiurges et épidamiurges á Dclphes», en Bulletin de correspondance hellénique, 85,1961, págs. 236-255, así como G. ROUX, L'amphictionie, Delphes et le temple d’Apollon au IV’ siécle, Lyon-París, 1979, págs. 62-65. 37 ESTRABÓN, IV, 1, 5. 38 C f . L . R O B E R T ,

Hellenica,

V, París, 1956, págs. 64-69. Texto

griego en Lois sacrées d'Asie Mineure, ed. F . SOKOLOWSKI, Pa­ rís, 1955, núm. 73, págs. 6-8. Idéntica exigencia, al parecer, para los arcontes de Atenas: PoLLUS, VIII, 85 (citado por SOKOLOWSKl, pág. 172, n. 1). 39 C f . M . D e t i e n n e , Dionysos mis a m ort2, París, 1980, págs. 174-179. 40 LISIA S, Discursos, Vi, e d . L . G

ernet

señ a

e t M . B lZ O S. E n s u re ­

( p á g s . 8 9 - 9 3 ),

L.

G

ernet

e x p lic a la s r a z o n e s p a r a d u d a r d e q u e s e m e ja n t e

« d ia tr ib a »

h aya

s i d o e s c r ita p o r L i s i a s . P o c o im ­ p o r ta e n e s te c a s o .

41 Discursos, v i , 3 3 . 42 ESQUINES, Contra Timarco, 23, describe cl ceremonial de la ciudad cuando delibera «sobre los asuntos más serios». En este orden: las «cosas sagradas», los heraldos, los embajadores y las «cosas civiles». Hiera, relaciones exteriores, hósia. Idéntico esque­ ma según A r i s t ó t e l e s , L a Constitución de Atenas, 43, 6. 43 W. VOLGRAFF, Le décret d'Argos relatif á un pacte entre Knossos et Tylissos, Amsterdam, 1948, en particular pág. 89.


342

L a vida cotidiana de los dioses griegos

44 Cf. N. LORAUX, «Solón y la voz de lo escrito», en Les savoirs de l’écriture. En Gréce ancienne, ed. M . DETIENNE, Lille, 1988, págs. 95-129. 43 S. DOW, «The Law Codes of Athens», Proceedings o f the Massachussets Historical Society, 71, 1953-1959, págs. 3-35. 46 L isia s , Contra Nicómaco, 25. 47 K . C l in t o n , «The Nature of the fifth-century revisión of the Athenian law code», Hespe­ ria, Suppl. X I X , 1982, págs. 27-37. 48 Cf. el testimonio de P O R ­ FIRIO, De abstinentia, IV, 2 2 , y también R. S. ST R O U D , «Drakon’s Law on Homicide» (University o f California. Classifical Studies, 3), Berkelcy y Los An­ geles, 1968, págs. 65-83. 49 Platón , Leyes, 818a. 50 F. SOKOLOWSKI, Lois Sacrées des cités grecques, París, 1969, núm. 3, págs. 5-8. 51 Id. ibíd., núm; 96, 3 (y el conjunto): epanorthón. 52 F . SOKOLOWSKl, Lois sacrées des cités grecques. Supplément, París, 1962, núm. 18, B, págs. 11-14.

55 J e n o f o n t e ,

Oeconomi-

cus, v, 12. 54 R . M a r t i n , Recherches sur l'agora grecque, París, 1951, págs. 174-194. 55 Cf. J . P. V E R N A N T , Mythe et pensée chez les Grecs 12, París, 1985, pág. 281. 54 C f . M . D E T IE N N E , L ’écri­ ture d ’O rphée, París, 1989, págs. 85-98. 37 Según palabra de Teramencs amenazado de muerte por Critias y que salta hacia el altar de Hestia en el ágora: JE N O F O N ­ T E , Helénicas, II, 3 , 5 2 . 58 Observación de L. GERN E T y A . B o u l a n g e r , Le Génie grecdans la religión, París, 1932, pág. 171. Libro excepcional, el mejor en este campo, que hemos seguido en todo nuestro estudio. 59 « C l a r a v is ió n » en el se n ti­ d o g r ie g o d e por E

p ic u r o

,

enargés e m p le a d o Epicúrea, e d . H .

U SE N E R , III, p á g . 1 2 3 ); p la n te a q u e « l o s d io s e s e x is te n , y el c o ­ n o c im ie n to q u e te n e m o s d e e llo s e s u n a c la r a v is ió n » . C f . las o b ­ s e r v a c io n e s d e P . V EY N E, « S e ­ m ió t ic a d e lo s d io s e s d e l p a g a n is m o»,

Poétique,

54,

1983,

p á g s . 1 3 1 -1 3 3 .

CAPITULO XIV 1 U n a b u e n a p r e g u n t a p a ra lo s in v ita d o s q u e h a r e u n id o P L U ­ TA R C O ,

Cuestiones de mesa,

IX ,

6 , 7 4 1 a -b .

2 Asphaleios, gaiéochos, the-

meliouchos: E. W U ST , s.v. «Pos c id ó n » , Paulys Realencyclopddie der classischen Altertumswissenschaft, X X , 1 (1 9 5 3 ), c . 4 9 3 - 5 0 4 . 3 Cf. supra, págs. 193-194.


N otas

4 M. D E TIE N N E , «Las Danaides entre sí. Una violencia fun­ dadora del matrimonio», en L ’écriture d ’Orphée, París, Gallimard, 1989. 5 A LC E O , Fr. 129 Lobel-Page. Cf. W. PÓTSCHER, Mera. Ein Struklturanalyse im Vergleich mit A t h e na , D a r m s t a d t , 1987, págs. 14-19. 6 M . D E TIE N N E , «Guisos de mujeres o cómo engrendar sola», en L ’écriture d ’Orphée, París, Gallimard, 1989.

343

autoctonía, el dilema de saber si, verdaderamente «no hay autocto­ nía para las mujeres», sobre lo oportuno de la siguiente cuestión mitológica: ¿«a quién beneficia» tal o cual relato? 14 Le Turbot, de G ü NTER GRASS, gran libro de mitología (tr. fr. de J. AMSLER, Seuil, 1979) ameno y con muchos datos.

15 Al azar: V. SOLEIM, «A Greek dream. To render women supcrfluous», Social Science In­ f o r m a t i o n , 2 5 , 1, 1 8 7 6 , págs. 67-82. 7 V ARRÓ N en S a n A g u s tín , 16 N . L o r a u x , op. cit., La dudad de Dios, 18, 9. 11 Scholie a Aristophane, Plou- págs. 12-15; 20-22. 17 N . L o r a u x , op. cit., tus, 773. p á g . 145. 9 E s q u i l o , Eu mé ni de s, 18 Himno a Apolo, v. 311; V . 737-738. 314-320. 10 P a u s a n i a s , V, 3 , 2. 19 Véase N. LO R A UX , L 'in­ 11 C f . L . B r i s s o n , Le Mythe vención d ’Athénes. Histoire de de Tirésias. Essai d'analyse strucl’oraison fúnebre dans la •a té turale, Leiden, 1976. classique», París-La H aya, Mou12 C f . C l a i r e N a n c y , « E u ­ ton, 1981. r íp id e s y el p a r t id o de las m u je ­ 20 Cf. « L a a u to c t o n ía , u n t ó ­ r e s » , Quademi Urhinati di cul­ p ic o ateniense», en N . L O R A U X , tura classica, 1 7 , 1 9 8 4 , Les enfants d'Athéna, París, 1981, p á g s . 1 1 1 -1 3 6 . p á g s . 3 5 -7 3 . 13 Pregunta que se plantea 21 ¡liada, c a n to U, v . 5 4 7 implícitamente en el excelente li­ 5 5 1 : tíktein... zéidoros. bro de N . L o r a u x , Les enfants 22 Volviendo otra vez a N. d ’Athéna. Idées athéniennes sur LORAUX, Les enfants d ’Athéna y la citoyenneté et la división des L ’invention d ’Athénes. sexes, París, F. Maspéro, 1981. 23 Además de los trabajos de Un libro nuevo, valiente a la hora COLIN A u s t in , «Nuevos frag­ de tomar postura y que incita a mentos del “ Erecteo” de Eurípi­ discutir francamente como lo he­ des», en Recherches de papyrolomos hecho con el autor, a viva gie, IV, París, 1967, págs. 11-67, voz y en más de una ocasión. Dis­ con un comentario esencial, re­ cusión que se centra sobre el sen­ comendamos una edición muy tido de la historia de Praxítea, las completa de la obra realizada por relaciones entre la fundación y la


344

L a vida cotidiana de los dioses griegos

P . C A RR A R A , Euripide. Eretteo, 32 Cf. J. T a j l l a r d a t , Les Florencia, 1977. Images d ’A ristophane, París, 24 Fr. 18, v. 90-91, ed.P. CA­ 1965, págs. 391-393. RRARA. 33 Fr. 18, v. 11-14. 23 N o está en absoluto olvi­ 34 IG / 2, 24. dada, sino que incluso aviva la ri­ 33 L IC U R G O , Contra Leócravalidad de las sacerdotisas de Ate­ tes, 98. nea y de los sacerdotes de Posei36 Fr. 8, v. 1-2, ed. P. CARRA­ dón-Erecteo elegidos en el mis­ RA de quien tomamos la interpre­ mo genos, la misma familia de los tación (62): fuerza, krátos. Eteobútadas, pero en unos lina­ 37 Fr. 10, v. 38-39. jes que, al parecer, no se cruzan 38 Fr. 10, v. 34-35. entre sí. Cf. R. S. J. G A R L A N D , 39 Fr. 10, v. 15. «Religions Authority in Archai'c 40 Fr. 10, v. 38-39: pro gáias. and Classical Athcns», Annual o f 41 Ion, 278: pro gáias sphágia the British School at Athens, 79, parthénous ktanéin. 1984, págs. 77-78. Véase respecto 42 Y cuando Atenea le habla al altar de Olvido, situado en el a Praxítea del esposo, de Erecteo Erecteion según N. L O R A U X , y «tu esposo...» (Fr. 18, v. 16; 66; del discurso político que hace la 90). cxégesis, «El Olvido en la ciu­ 43 Fr. 10, v. 43-45. dad», Le Temps de la réflexion, 44 Fr. 10, v. 50-51: lochéumal, 1980, págs. 213-242. ta. 26 Según FA N O D EM O , en F. 45 D e m a r a t o en F. Gr. Hist. Gr. Fíist. 325 F r. 4 Jacoby: Pri­ 42 F 4 Jacoby. mera-Nacida y Pandora heautás 46 Fr. 18, v. 67-89. sphagén ai, con las gargantas 47 Una Pandora que no es el abiertas. maniquí, el artefacto-mujer del 27 Fr. 18, v. 96-97, ed. P. CA­ buen Hcsíodo. Pandora y ProtoRRA RA. genia: unos nombres transmiti­ 22 De acuerdo con H. Van dos por FANODEMO (F. Gr. Hist. LOOY, «El Erectco de Eurípi­ 325 F 4 Jacoby) que ve en gran­ des», Mélanges Marie Delcourt, de, seis hijas, una familia numero­ sa. Bruselas, 1970, pág. 121. 48 Confidencia de Arístides, 29 C f. B. G . D lE T R lC H , ed. Dindorf, 1, pág. 191. Death, Fate and Gods, Londres, 49 Fr. 10, v. 32-35. 1965, págs. 102-104; P. ROESCH, 30 Fr. 18, v. 73-74. Etudes béotiennes, París, 1982, 31 Fr. 18, v. 75-82. págs. 215-216. 32 El papiro de la Sorbona 30 Fr. 10, v. 8, ed. P. C A R R A ­ está demasiado deteriorado en el RA. v. 82. 31 F r. 10, v. 5-10, ed. CARRA­ 33 Fr. 18, v. 87. RA: ktízein.


345

N otas

54 Fr. 18, v. 83-86. Cf. las ob­ servaciones sobre los «sacrificios sin vino»: J. BlNGEN, «Eurípides, Erecteo, 84», Chronique d ’Egypte, 43, 1968, págs. 56-58. 55 E s q u i l o , Euménides, V. 107. 54 Cf. P. CARRARA, Euripide. Eretteo, Florencia, 1977, pág. 86. 57 Fr. 18, v . 4 8 , e d . P . C A ­ RRARA.

58 Fr.

18, v. 9 0 - 9 4 , e d . P . C A ­

RRARA.

M Poseidón y Erecteo están asociados encl culto ateniense mucho antes de la «fusión» for­ mulada (¿o inventada?) por Eu­ rípides. Véanse datos y recons­ trucciones en M. L ACORE, «Eu­ rípides y el culto de PoseidónErecteo», en Revue des études artciennes, 1983, págs. 215-234. 40 U n a víctima que adopta el nombre de su asesino o un ase­ sino que toma el nom bre de su víctima (com o A p o lo que se con­ vierte en Hyákinthos): M . L A C O RE, op. o í., pág. 217, n. 4.

41 Más que convertido en dios autóctono, como dice M. LAC O R E, op. o í., pág. 233. 42 Fr. 10, v. 46-49. 43 Fr. 10, v. 95 (eksanorthósa bátbra). Fórmula semejante, pero en un tipo de fundación radical bajo la que lentamente se descu­ bre otra, anterior, en tanto que aparece el dios Apolo «levantan­ do» (anorthón) y «fundando de nuevo» (pálin katoikizei) la ciu­ dad de Magnesia, la ciudad de las Leyes puesta en escena en la úl­ tima obra de PLATÓN (Leyes, XI,

919d). Cf. M. D E TIE N N E , «¿Qué es un emplazamiento?» en Tracés de fondation, ed. M. D E TIE N N E (próxima edición). 44 Desmintiendo así la afir­ mación pesimista de que no exis­ te autóctona femenina y matizan­ do también las tímidas conclusio­ nes de quienes insisten en el pa­ pel de la mujer en la transmisión: «[la mujer ateniense] transmite la autoctonía» (P. B r u l e , La filie d'Athénes, París, 1987, pág. 395). 45 Cf. los recientes análisis de P. B r u l e , La filie d ’Athénes, Pa­ rís, 1987. Y también de P. B r u LE, «Aritmología y politeísmo. En la lectura de L. Gerschel», en Les grandes figures religieuses. Lire les Polythéismes 1, París, 1986, págs. 35-47. 44 P. b r u l e , La filie d ’Athé­ nes, París, 1987, pág. 29. 47 C h r . PE LEK ID IS, Histoire de l ’éphébie attique, París, 1962, págs. 111-113. 48 FlLO C O R O , F. Gr. Hist. 328F 105 Jacoby. 49 ¿Aition o «relato explicati­ vo» de un rito de transición, el de la adolescencia de los jóvenes? Es algo breve, sobre todo para un historiador que escribe su te­ sis sobre historias de este tipo (P. BRULE, op. cit., pág. 31). Más tar­ de, el mismo historiador (op. dt., págs. 112-113) invita a reflexionar sobre la Agraulo hija de Cécrope culpable de curiosidad al mirar lo que contiene la caja negra entre­ gada por Atenea, y que se suicida o muere a causa de la cólera de Atenea. Es la Aglauro asociada a


346

L a vida cotidiana de los dioses griegos

la fiesta de luto de los Plyntéria, cuando se le quitan las vestimen­ tas al viejo ídolo de Atenea, se la lava y se la viste luego con ropa nueva. Quizá Aglauro está aquí como patrona de los «servicios domésticos» y su muerte, por la falta cometida, invita a la comu­ nidad a iniciar «la gran limpieza de principios de verano». 70 Cf. F. VIAN, Les origines de Thébes. Cadmos et ¡es Spartes, París, 1963, págs. 206-215. 71 Situado al este de la Acró­ polis; estudio topográfico en G. S. D o n t a s , «The True Aglaur i o n » , He s p e r i a , 52, 1983, págs. 48-63. 72 Fórmula de FlLO C O R O (F. Gr. Hist. 328 F 105 Jacoby). Los propylaia de la polis, en el senti­ do de Acrópolis con su muralla, la ciudad reducida, condensada, esencial. 73 Testimonio del propio Fl­ LOCORO (F. Gr. Hist. 328 F 105 Jacoby). 74 De pasada, P. BRULE cali­ fica a Aglauro como autóctona pero sin convicción (op. cit., pág. 113). La autoctonía femeni­ na ateniense habría orientado de manera diferente su investigación en La filie d ’Athénes. 7i C f. P. BR ULE, op. cit., págs. 32-33. 76 Inscripción que fue publi­ cada en 1983: Hesperia, 52,1983, 52, 1, págs. 1-12. No son los «sa­ crificios de entrada» de los efebos, ofrecidos en el Pritaneo (nueva dirección, señalada por D O N TA S : «20, Tripodon Street»,

art. cit.,

p á g . 6 0 , n . 3 7 ) a lo s d io ­

s e s tr a d ic io n a le s ( C h r . PELEKI-

DIS, op. cit., p á g s . 2 1 7 - 2 1 8 ).

77 Agraulo, esposa de Ares: tradición en tomo al Areópago, [A P O L O D O R O ], Biblioteca, II!, 1 4 , 2; HELLAN1KOS, F. Gr. Hist. 329a FI Jacoby. 78 Evagoras, 47. Cf. J. POUIL L O U X , «¿Sincretismo religioso en Salamina de Chipre?», en Les Syncrétismes dans ¡es religions de l ’A n t i q u i t é , L e id e n , 1975, págs. 76-86. 79 PO R FIR IO , De Abstinentia, II, 5 4.

80 Un golpe de jabalina mató al «caballo de octubre» en Roma, durante una fiesta claramente guerrera de Marte, el homólogo latino de Ares. Cf. G. D um ÉZIL, Fétes romaines d'été et d ’automne, París, 1975, págs. 145-149; y por el puro placer de leer un mag­ nífico análisis sobre la cola y la cabeza, véase «los últimos estre­ mecimientos del caballo de octu­ bre» (págs. 181-219). 81 M . GUARDUCCI, «Una nuova dea a Naxos in Sicilia e gli antichi Icgami fra la Naxos siceliota e l’omonima isola del le Cicl adi », Mélanges de l'E co le franfaise de Rome, 97, 7, 1985, págs. 7-34. 82 El juramento de los efebos, del siglo IV antes de nuestra era, grabado en la estela de Acamas, un demo del Atica, se presenta como una consagración hecha por el «sacerdote de Ares y de Atenea Areia». 83 A r is t ó f a n e s , Mujeres en


N otas

347

las Tesmoforias, v . 5 3 3 ; B lO N DE F. Gr. Hist, lll b, pág. 166Jacoby. 84 M. D E TlE N N E , «Violentas eugénies. En plenas Tesmoforias: mujeres cubiertas de sangre», en M. D E TlE N N E , J. P. V e r n a n t et alii, La cuisine du sacrifice en pays g r e c \ París, 1981, págs. 183-214. 85 C f. P. BR ULE, op. cit., P R O C O N E SO ,

p á g s . 3 4 -3 8 .

86 En tanto que es Aglauro, la sacerdotisa de Atenea, la que inventa el hábito, los adornos (kósmos) (Anécdota graeca, I, 2 7 6 , ed. I. B e k k e r ) ; luego viene la «colada», con las Plinterias, en recuerdo de la muerte, según se dice (P. B r u l e , op. cit., págs. 105-113). 87 Scbol Pittd. Pytbiques, IV 1 0 6 a, e d .

A. G .

DRACHM ANN,

t. II, p á g . 11 2 ,1 7 , c it a n d o a M

na

-

DE PATARA (Fragmenta historicorom graecorum III, p á g . 150 SEAS

e d . M ú lle r ).

88 T e x t o p u b lic a d o en Hespe­ ria, 52, 1983, 52, 1, p á g s . 12-14, e d . D O N T A S.

89 Cf. los textos analizados por M . D E TlE N N E , Les Jardins d ' A d o n i s 2, P a r í s , 1 9 7 9 , págs. 206-207. 90 Cf. Chr. PELEK1DIS, Histoire de l’éphébie attique, P a r ís , 1962, p á g s . 112-113. 91 P a u s a n i a s , i , 8 , 4.

92 Cf. Chr. PE LEK ID IS, op. cit., págs. 211-256, en donde se analiza con minuciosidad epigrá­ fica la participación de los efebos en «la vida religiosa y agonística de la ciudad».

93 IG I I 2 1039, 1. 5-6, 57; op. cit.,

2221, 1.21 (PELEKIDIS, pág. 256).

94 El escenario cronológico es dudoso. No se conoce fecha para el juramento. En Pianepsion, mes de las «fiestas del retorno», como sugiere P ie r r e V i d a l - N a q u e t en Le chasseur noir 2, París, 1983, pág. 164. 95 A r i s t ó t e l e s , Constitu­ ción de Atenas, 42, 3. 96 P l u t a r c o , Licurgo, 26, l. 97 Al redactar el artículo «agrónom os», guardianes del agros, del territorio abierto, el Platón de las Leyes pone a punto un método para cuadricular el es­ pacio, lo que en dos años pro­ porcionará a los jóvenes un per­ fecto conocimiento del país en sus mínimos detalles. 98 Cf. Chr. PELEKIDIS, op. cit., pág. 271. 99 Véase en general sobre este aspecto del efebo, vagabundo, «cazador negro», las investigacio­ nes de P. V i d a l - N a q u e t , op. cit., págs. 123-207, y las aposti­ llas tituladas «The Black Hunter revisited», Proceedings o f the Cambridge Philological Society, núm. 212, 1986, págs. 126-144. 100 También nosotros segui­ m os a P E L E K ID IS , op. cit., págs. 211-256. 101 Cf. G. B a r b if .RI, J. L. D u r a n d , «Con ¡1 bue a spalla», Bolletino d ’Arte, 2 9 , 1985, págs. 1-16 (sobre todo 9-14). 102 C f. F i l ó n , Quod omnis probus líber sit, 140 y lo que co­ menta L . D e u b n e r , Attische Feste (reed.), Berlín, 1956, pág. 214.


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L a vida cotidiana de los dioses griegos

CAPITULO XV 1 Cf. supra, pág. 197. 2 Papyrus de Dervéni, c. 17, 8- 10.

3 La mixis, la Mezcla, Afro­ dita-Armonía: tanto a lo largo de todo el Himno homérico en su honor como en el poema de Empédocles (cf. J. BOLLACK, Empédocle. I. Introduction d ¡ ’ancienne physique, París, 1965, (passim). * P l u t a r c o , Las cuestiones romanas, 264B y otros elementos en M . DETIENNE, s.v. «Matrimo­ nio (Poderes del...)» en el Dictionnaire des mythologies, ed. Y. B o n n e f o y , i i , P arís, 1981, págs. 65-69. Una excelente intro­ ducción en el estudio L ’amore in Grecia, ed. C l. CALAME, RomaBari, 1983. En su Dionysos (Pa­ rís, 1985), M. D a r a k í pone las Antesterias como núcleo de un análisis global sobre el que no queremos insistir aquí, si no es para constatar que la invasión «de la sexualidad en estado puro» en el rito de las Antesterias, denun­ ciada por M. DARAKI, no apare­ ce en ninguna pane (salvo en un contrasentido a propósito de symméixis y en un pequeño vaso de Lucania muy retocado). El sexo salvaje de Dioniso no está en la reunión. N o es el único, en este Dionysos. 3 Por ejemplo, en La religión romaine archaique 2, París, 1974. O también Petes romaines d'été et d ’automne, París, 1975. 6 Cf. M. DETIENNE y J. P. VERNANT, Les Ruses de l'intelli-

gence. La métis des G recs2, Pa­ rís, 1978, págs. 176-200. 7 H ESÍO D O , la Teogonia, 187-206. Cf. J. RUDHARDT, Le Role d ’Erós et d'Aphrodite dans les cosmogonies grecques, París, 1986. * C f.

en

ú l t im o

lu g a r ,

M.

O L E N D E R , « E l n iñ o P r ía p o y s u f a lo » e n

sée,

Souffrance, plaisir et pen-

e d . J . C A ÍN y A . d e M ljO -

LLA , P a r ís , 1 9 8 3 , p á g s . 1 4 1 - 1 6 4 ; « P r í a p o e l c o n tr a h e c h o » e n

temps de la réflexion,

Le

V il, 1 9 8 6 ,

p á g s . 3 7 3 -3 8 8 .

* Ph. BORGEAUD, Recherches sur le dieu Pan, Ginebra, 19789, págs. 116, 132. 10 H. J e a n m a ir e , Dionysos. Histoire du cuite de Bacchus2, París, 1970, pág. 42, de acuerdo con L. Deubner. A su manera, W. F. OTTO (Dionysos. Le mythe et le cuite 2 [1948], tr. fr. P. L ev y , París, 1969, págs. 181-189) ha puesto de manifiesto el lugar de la sexualidad en el dionisismo, pero en realidad cl falo no tiene tanto interés pues hay demasia­ das madres y nodrizas, y es «au­ ténticamente femenino». 11 L . D e u b n e r , Attische Feste, B e r lín , 1 9 5 6 , p á g s . 1 3 8 -1 4 2 . 12 Sobre las ceremonias cívi­ cas y el sentido que se despren­ de, véase S. GOLDHILL, «Antro­ pología, ideología y las Grandes Dionisiacas», en Anthropologie et théátre antique, ed. P. GHIRONB lS T A G N E , Montpellier, 1 9 8 7 , págs. 5 5 - 7 4 , «Great Dionysia and


N otas

349

c iv ic ¡d e o lo g y » , Journal o f Helle-

nic Studies, 13 L .

1 9 8 7 , p á g s . 5 8 -7 6 .

op. cit.,

D EU BN ER,

p á g . 1 4 1 , y R . M E IG G S y D . LE -

WIS, A Selection o f Greek Historical ¡nscriptions, O x f o r d , 1980, n ú m . 4 9 , 1, p á g s . 1 1 -1 3 . M P h . B r u n e a u , Recherches sur les cuites de Délos, P a r ís , 1 9 7 0 , p á g s . 3 1 2 -3 1 9 .

15 Schol. Aristophane, Acharniens, 2 4 2 . C f . la f a lo f o r ía tr a s lo s tre s l ic n o fo r o s — p o r t a d o r e s del h a r n e r o s a g r a d o — en la in sc r ip c ió d e l t ía s o d e T o r r e N o v a en el M e t r o p o lita n M u se u m . 16 H

ero d o to

, 11, 4 8 .

17 C f . M . D E T IE N N E ,

sos d ciel ouvert,

Diony-

P a r ís ,

1986,

p á g s . 1 2 - 2 5 ; 5 0 -5 4 .

18 Schol. Aristophane, Acharniens, 2 4 3 . 19 M . D E T IE N N E , op. cit., p á g . 51. 20 PAUSAN1AS, X, 19, 3 . 21 P h .

Bru

n eau

,

op. cit.,

p á g s. 3 1 2 -314. 22 M . P . N lL S S O N , Griechische Feste, 1 9 0 6 , p á g s . 2 8 0 -2 8 2 . 23 Schol. Lucien, Dialogue d es d i e u x , 1-5, e d . R A B E , p á g s . 2 1 1 , 1 4 -2 1 2 , 8. 24 P r i a p i s m o : G a LIEN, Vil, 7 2 8 ; X, 9 6 7 - 9 6 8 ; XIII, 3 1 8 , y S a t ir ía s is : XIX, 4 2 6 e d . K Ü H N . T e x ­ t o s e x p u e s t o s en s u s a n á lisis d e P r ía p o p o r M . OLENDER, « E l n iñ o P r ía p o y s u f a l o » , en

Souf-

france, plaisir et pensée,

ed. J.

C

a ín

y A. D

e

M ijo l l a , P a r ís,

1 9 8 3 , p á g . 148 . 23 F . la

L

issa r a g u e ,

sexualidad

de

lo s

«So b re S á tiro s» ,

Métis, II, 1, 1987, págs. 63-90. 24 Cf. los artículos de M. Ol.ENDER citados en la n. 8. 27 Datos e interpretaciones de M. OLENDER en esos mismos ar­ tículos. La próxima aparición de su libro nos ofrecerá la síntesis de sus recientes investigaciones. 28 A r is t ó f a n e s , L os Acarnianos, v. 259-260, así como PLU­ TARCO, Sobre el amor a las ri­ quezas, 8, 527 D. 29 F. Vían , «Mclampo y las Prétides», Revue des études anciennes, 1965, págs. 25-30. 30 Cf. en particular los análi­ sis de Fr. FRONTISI-DUCROUX, «Imágenes del menadismo feme­ nino: los vasos de las "lencas” », en L ’A ssociation dionysiaque dans les sociétés anciennes, ed. O. D e CAZANOVE, R om a-París, 1986, págs. 165-176. 31 Fr. FRONTISI-DUCROUX, «Los límites del antropomorfis­ mo; Hermes y Dioniso», en Le temps de la reflexión, Vil, 1986, págs. 193-211. 32 Munich 8934: M. ROBERTSON, «A mufled Dancer and others», Mélanges A. D. Trendall, Sydney, 1979, págs. 129-134 (pl- 34, 3-4). 33 Atenas 9690: H. METZGER, Recherches sur l’imagerie a th én ien n e , P a r ís, 1965, págs. 50-51. 34 Hemos insistido en ello: Dionysos á ciel ouvert, París, 1986, págs. 79-99. 35 Dionysos a ciel ouvert, págs. 89-95. 34 703b 3-26.


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37 Parties des animaux, IV, 11, 689 a 20-31. 3® JÁMBLICO, De mysteriis Líber, I, 11. Con las observacio­ nes de P. B o y a n c e , «Dionisiaca», Revue des études anciennes, 1966, págs. 43-44. 39 Por ejemplo cuando Filaenis escribe un tratado sobre las

L a vida cotidiana de los dioses griegos

posturas, muy apreciado en por­ nografía por los Antiguos y las Antiguas. Hoy en día dispone­ mos de un estudio sobre esta mu­ jer de talento gracias a D. W. J. VESSEY, «Filaenis», en Revue belge de Philologie et d ’Histoire, 54, 1976, págs. 78-83.


A qué dedican los Inmortales el tiem po de la eternidad. Qué placeres sienten. Cómo se organiza una sociedad llena de am­ biciones desmedidas, guerras cruentas y desordenadas pasio­ nes amorosas. Desde el paraíso m ítico del Olimpo, los dioses más viejos de Occidente rigen el destino de los mortales. En las puertas del siglo XXI probablemente les debemos todavía una parte im por­ tante de nuestra manera de ver y entender el mundo. Esta obra es una investigación rigurosa y perspicaz llevada a cabo por dos especialistas de prim er orden, Ciulia Sissa y M ar­ eeI Detienne, sobre las formas de vida y convivencia de los an­ tiguos dioses griegos.

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