El archipelago

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ocasión de ocupar con ellos un mismo compartimiento, es posible que tampoco en la prisión de tránsito os hayan puesto en la misma celda, pero en el cuervo te encuentras indefectiblemente en sus manos. A veces hay tanta estrechura que ni siquiera los del gremio son capaces de apandar. Tus piernas y tus brazos están aprisionados entre los cuerpos y los sacos como en un cepo. Sólo puedes cambiar su posición cuando llega un bache y todo se sacude, incluidas tus tripas. Otras veces hay más espacio y los del gremio aprovechan esa media hora para examinar el contenido de todos los sacos y quedarse con los bacilos y los mejores cachivaches. Lo más probable es que no les plantes cara, porque aún te riges por ideas pusilánimes y sensatas (poco a poco, grano a grano, irás perdiendo tu alma inmortal, pues crees siempre que los combates y enemigos decisivos están aún por venir y que conviene por tanto reservarse para poder hacerles frente). Pero puede ser también que uno alce la mano a la primera de cambio y le metan un cuchillo entre las costillas. (No habrá investigación alguna, y si la hubiera no sería ninguna amenaza para los cofrades: sólo quedarían retenidos en la prisión de tránsito en vez de seguir viaje hasta un campo lejano. Convendrán ustedes conmigo en que si un elemento socialmente afín y otro socialmente ajeno se hallan enfrentados, el Estado no puede tomar partido por éste último.) En 1946, en una celda de Butyrki, el coronel retirado Lunin, que ocupaba un cargo importante en la Osoaviajim, relataba lo siguiente: el 8 de marzo, (T117) durante el traslado desde la Audiencia municipal a la prisión de Taganka, presenció en el cuervo cómo unos cofrades violaban por turno a una muchacha casadera (ante la pasividad silenciosa de los demás ocupantes). Aquella misma mañana la muchacha había comparecido ante el tribunal con sus mejores galas, aún como mujer libre (la juzgaban por abandono del puesto de trabajo sin autorización, pero estos cargos eran una repulsiva maquinación de su jefe, sediento de venganza porque ella se había negado a vivir con él bajo un mismo techo). Media hora antes de que la subieran al cuervo la habían condenado a cinco años, a tenor de vete a saber qué decreto, y la habían embutido en aquel vehículo. Y ahora, en pleno día, en las calles de Moscú («¡Brindad con champán soviético!») la habían convertido en una prostituta de campo. ¿Cómo podríamos decir que el mal se lo causaron los cofrades? ¿Y qué hay de los carceleros o del jefe de la muchacha? ¡Ay, la delicadeza de los cofrades! Acto seguido, saquearon a la muchacha, le quitaron los zapatos de domingo con los que creía que habría impresionado a los jueces y la blusa, y lo arrojaron todo a los guardianes. Estos detuvieron el cuervo, bajaron a comprar vodka y la compartieron con los de dentro. De modo que, encima, los cofrades bebieron a costa de la muchacha. Cuando llegaron a la cárcel de Taganka la muchacha se deshacía en lágrimas y expresaba su quebranto. Tras escucharla, un oficial dijo bostezando: — El Estado no puede proporcionar un medio de transporte individual a cada uno de vosotros. Nuestros recursos son escasos. Efectivamente, los cuervos son el «cuello de botella» del Archipiélago. Si en un vagón-zak no hay posibilidad de segregar a los presos políticos de los comunes, en los cuervos tampoco hay posibilidad de separar a hombres y mujeres. ¿Cómo no van a aprovechar los cofrades el traslado entre prisiones para «echar una cana al aire»? Aunque bueno, si no fuera por la presencia de los cofrades, habría que agradecer el traslado en cuervos y los fugaces encuentros con mujeres que nos brinda. ¿Dónde, si no, sería posible verlas, escucharlas, rozarlas, durante nuestra vida de presidio? En cierta ocasión, en 1950, nos llevaron de Butyrki a la estación con mucha generosidad de espacio: éramos unos catorce hombres en un cuervo con bancos. Todos estábamos sentados, y de pronto añadieron un último preso: una mujer, sola. Al principio se sentó temerosa contra la puerta, pues en una oscura caja como aquella no había defensa posible contra catorce hombres. Pero después de cambiar algunas palabras quedó claro que estábamos en familia, que a todos nos habían condenado por el Artículo 58.


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El archipelago by Nelson Torres - Issuu