Nagari#4 LAS BARCELONAS

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Elidio La Torre Lagares

Elidio La Torre Lagares es poeta, ensayista y narrador. Ha publicado un libro de cuentos, Septiem-

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bre (Editorial Cultural, 2000), premiada por el Pen Club de Puerto Rico como uno de los mejores libros de ese año, y dos novelas también premiadas por la misma organización: Historia de un dios pequeño (Plaza Mayor, 2001) y Gracia (Oveja Negra, 2004). Además, ha publicado los siguientes poemarios: Embudo: poemas de fin de siglo (1994), Cuerpos sin sombras (Isla Negra Editores, 1998), Cáliz (2004). El éxito de su poesía se consolida con la publicación de Vicios de construcción (2008), libro que ha gozado del favor crítico y comercial. En el 2007 recibió el galardón Gran Premio Nuevas Letras, otorgado por la Feria Internacional del Libro de Puerto Rico, y en marzo de 2008 recibió el Primer Premio de Poesía Julia de Burgos, auspiciado por la Fundación Nilita Vientós Gastón, por el libro Ensayo del vuelo. En la actualidad es profesor de Literatura y Creación Literaria en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Ha colaborado con el periódico El Nuevo Día, La Jornada de México y es columnista de la revista de cultura hispanoamericana Otro Lunes.

Desencajado All your life you had never fit in anywhere; you saw no reason to begin fitting now -You didn’t fit, Susan Musgrave

El día que te enterraron, desplazaste el colmo con el volumen de tu cuerpo. No cabe, dijo el due­ño de la funeraria. Desbordaste las palabras que flo­tan en la memoria, pensé. ¿Qué le vamos a hacer?, añadió. Nosotros seguimos tu designio al pie de la letra, te digo. ¿Qué podía salir mal? El féretro era blanco y nítido, con argollas de acero inoxidable, y te encargaste de escogerlo tu mismo, a tu gusto. Si uno va a viajar tan lejos, debe hacerlo con comodidad, decías. Cuando lle­garas a tu destino, quien quiera que estuviese allí esperándote, si fuera el caso, diría: «Ah, Dio­nisio, el que llegó en el féretro blanco con argollas de acero inoxidable», según tú. La tumba será mi mansión, proclamabas, mientras tu mi­rada se elevaba por encima de los cedros que rodeaban nuestra casa y que agitaban sus brazos para sacudirse de los pájaros que los pobla­ban en las tardes. Solo me llevaré mi libro y mis recuerdos, nada más, filosofabas. Yo nunca vi ese libro ni supe a qué te referías hasta el momento de enterrarte, cuando encontré el manuscrito, y de plano te digo que me no me hizo sentido. La muerte nunca te asustó y, es más, creo que hasta la seducías, cuando Mamá y yo te necesitábamos en vida. Tú solo te dabas a vivir y a escribir lo que llamabas el cuaderno de los arre­penti­­ mientos, que guardabas celosamente conti­go en el bolsillo de tu camisa —a veces en el bolsillo trasero del pantalón— y cuando te preguntábamos qué escribías, siempre contestabas lo mismo: nada.

Eras un extraño siempre, aún entrados tus cincuenta años, cuando llevabas el pelo largo y canoso y revuelto. Recuerdo cuando peleaste en una de las barras que frecuentabas y perdiste cuatro dientes. Llegaste a casa con tu rostro ensangrentado y he­ ­diondo a óxido y a cerveza, mientras mamá de­cía no sé qué cosas, no recuerdo, y yo, a mis do­ce años, me aferraba a tu cintura llorando y preguntando qué cosa te había sucedido, mi papá, y tú, sin poder articular palabras con claridad, me pasabas la mano por la larga cabellera que nunca quisiste que me recortara. Esto es el colmo, repetía mamá una y otra vez, mientras extraía hielos del refrigerador de, irónicamente, acero inoxidable que le habías regalado para el día de las madres, y el cual ella terminó pagan­do ante tus constantes olvidos con la mueblería. No puedo creerte, Dionisio Sánchez. ¿Qué ejem­plo le das a tu hija? Yo te miraba entre lá­grimas con mucha tristeza por lo que te había ocurrido, mas contenta de tenerte allí y no dentro de la caja blanca que tenías separada y que había provocado, días antes, una de las más te­rribles discusiones entre tú y mamá. Que qué locura era esa, reclamaba ella. Que qué te crees, ¿que no tenemos otras prioridades que atender en esta casa? Tú te mantenías mirando al techo, con aquellos ojos vidriosos como los de un dios trasnochado, sin decir ni papa, ni un comino, ni qué lindos ojos tienes. Tal vez querías volver a la estrella de dónde te habían expulsado, como me relatabas cada vez que te pedía que me con­taras un cuento, y siempre era el mismo cuento. ¿Qué importaba? De todos modos, la noche que perdiste los dientes culminó cuando, agotada, mamá te ayudaba con la bolsa de hielo sobre tus labios, me quedé dormida en tu falda, sin im­por­ ­tar los rastros de sangre que quedaban en mis mejillas.


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