Revista Nabuart, "Perfiles" Marzo-Mayo 2011

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EL LEGADO

A mi tatarabuela Kika por su maravilloso legado fotográfico.

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A5 la historia de su tripa de cordero fueron todos los retazos que recibimos de su existencia. A priori, un legado extravagante y cercano a la ciencia ficción. Pero tan cierto, como que la realidad supera a la ficción. Quizás por eso, por lo irreal de su realidad, su trozo de intestino de cordero y sus fotos pasaron de generación en generación, enmarcadas en la colección de grandes anécdotas de la saga familiar. Según contaban mi abuela, y antes de ella mi bisabuela, la leyenda de mi tatarabuela Kika comenzó con una lapidaria frase pronunciada por Don Manuel Escalante, el médico del pueblo. El galeno, quien ejercía también como veterinario, era un hombre guapo, con planta de torero y famoso por ser tan delicado como un cactus florecido de espinas. Don Manuel apreciaba la sinceridad y la exigía. Para él, era la cualidad que distinguía a los hombres de verdad de los meros botarates, parlanchines y buenos para nada en ese exacto orden. Consideraba los adornos y subterfugios lingüísticos una completa pérdida de tiempo y por eso, no se detuvo en consideraciones melindrosas cuando le soltó, a bocajarro, un parco: “Señora, se le pudren las tripas“. A Kika, con la impresión, se le aflojó una risa histérica y desesperada, que el médico soportó con resignación, mientras limpiaba sus anteojos con montura de plata. Cuando quedó vacía y al borde del llanto, Don Manuel comenzó a hablarle del tratamiento. Su única posibilidad de salvación, pasaba por someterse a una intervención quirúrgica, aún en fase experimental, que se practicaba en os fotografías tamaño

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la capital desde hacía ya unos cuantos meses. El sencillo procedimiento consistía en suplantar la parte dañada de los intestinos de Kika por los de un cordero cualquiera, sin más requisito que el de ser una res sana. Si no se presentaban complicaciones, dos semanas y a casa. La otra opción: la muerte garantizada. Como era de esperarse, Kika optó por la menos mala. No porque pensase que era mejor, o que con ella fuese a burlar a la muerte. La batalla ya la tenía perdida, de eso era muy consciente, pues por mucho que se lo jurase cualquier doctor, no concebía la idea de que Dios permitiese a ningún hombre transformarse en animal. Y mucho menos, vivir como un híbrido. Si aceptó que la abriesen y la convirtiesen en mitad bovino, fue por la vana esperanza de ganar un poco de tiempo y así, poder cumplir su último deseo: tener una fotografía suya. Una imagen que perdurase en el tiempo y con la que asociar la casa, la media hectárea de tierra de labranza, los pendientes y la medalla de la Virgen del Carmen que constituían todo su patrimonio terrenal. Por aquel entonces, la fotografía era un lujo caro y extravagante, practicado sólo por ricos y por gente de dudoso linaje pero con la cartera repleta de duros. Kika no pertenecía a ninguno de los dos. Provenía de una familia de gente del campo, obsesionados con acumular animales; ahorrar hasta la última peseta para comprar unos metros más de tierra en la que plantar más hortalizas y con la que alimentar más bestias; y para la que una fotografía era sinónimo de capricho y de dinero malgastado. Por eso se calló el antojo y sólo les contó, a su marido y a sus siete hijos, el dictamen médico. La noticia de su enfermedad sacudió la tranquila existencia de la familia, transformándola en un ir y venir de planes y cálculos frenéticos. Tanto fue el apuro, que apenas cuatro días después del aterrador diagnóstico, ya estaban los ahorros sacados de la viga del pajar; la cirugía programada para finales de la


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