Revista MúsicaClasicaBA #5

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SORDOS RUIDOS OÍR SE DEJAN “Usted, ¿qué hace, además de ser argentino?”, se lee en El amigo de Baudelaire de Andrés Rivera. La pregunta flota como una nube suspendida sobre toda la novela, cuya figura central es un anciano Domingo Faustino Sarmiento. Otro francés, Louis Ferdinand Céline, lanza otro dardo, que Rivera ubica desafiante entre los epígrafes de su obra: “Los argentinos no existen”. La literatura, el cine, las artes plásticas llevan varias décadas preguntándose por la idiosincrasia argentina (esa realidad elusiva para la que se reserva el nombre de “argentinidad”). A la música, en cambio, parece resultarle más difícil interrogar sobre la propia identidad. La relación de la música popular con “lo argentino” parece estar más cerca de la afirmación contundente (de “Argentinísima” hasta los reclamos a Lionel Messi para que cante el himno a viva voz y con lágrimas en los ojos) que de la puesta en discusión, la duda o la suspensión del juicio.

Curiosamente, la ópera parece ser el lugar en el que se producen las grietas por las que, como cantaba el recientemente fallecido Leonard Cohen, se filtra algo de luz. Desde ya, existen también las óperas “oficiales”, en las que se exalta la identidad argentina: basta con recordar Aurora (1908) de Héctor Panizza y su aria para tenor que todos cantamos alguna vez (sin el sobreagudo final, afortunadamente), a veces ejerciendo una variante juvenil de la desobediencia que consistía en derribar imaginariamente el “águila guerrera” con una apro49


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