Carta nº1. Primavera-verano 2010

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DOCUMENTA

puede provocar una actitud defensiva en el espectador sensato (la de protegerse contra el artista que pretende arrojar la privacidad glandular de su ego hipertrofiado sobre el público), desde el punto de vista de la comparación que nos ocupa tiene la desventaja de no poder nunca dar una explicación solvente de la diferencia existente entre la conducta del loco y la del artista (es decir, de por qué la misma perturbación conduce en un caso a la genialidad y en el otro a la psicopatología), lo que realimenta en definitiva la permanente acusación de arbitrariedad dirigida contra el arte contemporáneo (“¿por qué tolerar a unos lo que hace que a otros se les encierre?”) y la ya aludida idealización de la enfermedad mental, que puede haber contribuido positivamente en algún momento al abandono de terapias brutalmente agresivas, pero que raramente ha ayudado a mitigar el sufrimiento de quienes la padecen.

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ara salir de este atolladero sin devaluar ni abandonar del todo el carácter fructífero de la comparación entre arte y locura, caben dos caminos complementarios. El primero consiste en des-psicologizar el trastorno mental para permitirle alcanzar su nivel de pertinencia artística. Pongamos un ejemplo que ya tenemos algo fatigado: es posible y plausible sostener que, cuando Kierkegaard escribió El concepto de la angustia, estaba genuina y personalmente angustiado, y es más que probable que el hecho de estarlo constituyera una condición necesaria para que Kierkegaard abordara la redacción de esta obra. Ahora bien, si a continuación intentamos explicar la obra de Kierkegaard en función de su estado mental, sencillamente la habremos convertido en expresión de su trastorno emocional, eliminando de ella todo valor literario o intelectual, y transformándola en un documento con un interés exclusivamente clínico. Sin embargo, lo que podríamos llamar el talento de Kierkegaard consiste en que, lejos de haber hecho de su obra la expresión de un síntoma personal, ha conseguido hacer del síntoma —o sea, de la angustia— una obra, es decir, ha conseguido construir con su escritura una angustia que ya no es la del individuo privado Sören Kierkegaard, sino una angustia perfectamente impersonal y virtualmente universal (pero sin embargo única, especialísima y cualificada), capaz de permitir a cualquier lector entender qué es la angustia sin necesidad de conocer el penoso caso particular del autor, y de hacerlo de un modo que conservaría plenamente su vigencia si mañana se descubriese que este libro no lo escribió Kierkegaard sino un primo suyo que disfrutó durante toda su vida de una felicidad imperturbada. Gilles Deleuze —acaso el pensador contemporáneo a quien se debe el mayor esfuerzo para liberar de sus definiciones clínicas a perturbaciones como la esquizofrenia, la paranoia o la perversión— decía que del mismo modo que hay quienes pretenden explicar la pintura de El Greco por un defecto visual, podría explicarse también la literatura de Proust o de Kafka a partir de un cierto trastorno del lenguaje, como un tartamudeo o una torpeza verbal, pero siempre a condición de entender que dicho trastorno no afectaría exclusivamente al Habla (o sea, a lo que Saussure llamaba parole) sino a la Lengua, a condición de que no se trate de un problema en la realización fáctica más o menos defectuosa de un determinado código lingüístico, sino del código mismo en sus articulaciones sintácticas, semánticas o pragmáticas. O, dicho de otra manera, que la locura se vuelve

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