Cuento de Navidad para Lais

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Había cumplido los 55 años en agosto y me sobraba tiempo por las tardes así que, a mediados de septiembre, fui al ayuntamiento para ver que cursos había para la gente de mi edad. Me interesé por un taller de teatro cuyo título era “Camerinos y bambalinas” y me apunté a él principalmente porque se impartía en el aula para adultos que estaba justo enfrente de mi casa (un pequeño edificio circular, mejor sería decir cilíndrico, construido con hormigón y apenas ventanales y una cubierta vegetal con forma de boina irrigada por tubos azules) al que los vecinos bautizamos como “la polla chata” aunque el nombre oficial era mucho más rimbombante, según rezaba la placa de cuando fue inaugurado con el nombre de un famoso dramaturgo que veraneaba en el pueblo y que murió casi a mi edad de una enfermedad venérea a principios del siglo pasado. El profesor del taller era Luis Isla Fernández y a decir verdad su curso tuvo escasa convocatoria, nos apuntamos una decena de personas y a la primera clase asistimos solo siete, cinco mujeres y dos hombres, y como suele ser la norma de estos cursos la gente se fue cayendo poco a poco, no porque Luis fuera un aburrido, todo lo contrario, sino por la natural pereza y por la presión de las ocupaciones de la vida diaria. Luis tenía unos treinta años, siempre iba impecablemente vestido con camisas amplias cerradas hasta el penúltimo botón y vaqueros ceñidos, el pelo largo recogido en una coleta sujeta con una goma


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