ME - Mar - 2020

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Algunas veces tenía suerte, como la vez que adquirió una edición de tapa de cuero del año 1920 de la novela Historia de dos ciudades, de Charles Dickens, y que exhibía en su sala con mucho orgullo, o cuando compró la primera edición de Homenaje a Cataluña, de George Orwell, muy desconocida entre sus lectores, más acostumbrados a la Rebelión en la granja y a 1984, o cuando se tropezó con la novela de Emilio Salgari, El corsario negro, que lo había inspirado a escribir un cuento sobre la fascinación del mar. El azul profundo del piélago siempre lo había cautivado, por eso su hogar y refugio se encontraban en Castelldefels Platja, en un piso frente a la costa en el cual, y donde durante todo el año, dormía acompañado por el murmullo de las olas. El mar, desde muy niño había ejercido sobre él una especial fascinación, viviendo en Barcelona y teniendo de anfitrión al Mediterráneo, temprano había descubierto que el infinito manto de agua salada era fuente inagotable de cuentos y leyendas, en los que serpientes de mar, pulpos gigantes, corsarios, islas y barcos fantasma eran los protagonistas de novelas, guiones de película, programas de televisión, o simplemente la inspiración de juegos infantiles, a la orilla de la playa, de miles de niños en primavera y verano. Así que, para Guillermo, el libro de El viejo y el mar que acababa de comprar, muy a pesar de los párrafos escritos a lápiz de carbón, era un motivo de orgullo, y en esta ocasión, al igual que con los otros tres libros, sentía que había sido afortunado en extremo. No era solo por la novela en sí misma, sino por la historia escrita a lápiz, sobre el papel, en cuyos inicios se hablaba del mar y de un barco fantasma. Con todas esas cosas en la cabeza, Guillermo recogió el cambio del billete de diez euros, y se apresuró a salir, dejando atrás aquel rincón de libros que se negaban a morir. Continuó caminando por el Raval con destino a la calle dels Àngels, subió por el Museu d'Art Contemporani en dirección la Ronda de la Universitat, y desde ahí se dirigió a la Gran Vía de les Corts Catalanes, para luego subir por la calle Balmes y, a la altura de la calle Provença, desplazarse a la Rambla de Catalunya. Al llegar a ese punto, miró el reloj, pensó que aún tenía bastante tiempo por delante para ir a su casa, y decidió ir a un bar de tapas que conocía, muy acogedor, con una terraza

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