Malhadado desde mi nacimiento

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Malhadado desde mi nacimiento Dunia Quesada


Malhadado he sido desde el día mismo de mi nacimiento. Mi desafortunada madre, que acababa de perder a su marido en la mina a la par que daba a luz, decidió abandonar la aldea en la que sobrevivía hasta ese momento. Así que, aprovechando una de las ambulancias que se había acercado para trasladar a los pocos supervivientes del derrumbe y llevándose los escasos bienes que tenía en una pequeña bolsa, nos mudamos aun antes de dar cristiana sepultura a los huesos de mi padre. De mi progenitor únicamente conozco el nombre, Cándido, y el primer apellido, Rivero, que de él he heredado así como el cabello pelirrojo, ya que mi difunta madre, aparte de para contarme las desgraciadas circunstancias de su muerte, en pocas ocasiones volvió a nombrarlo antes de que la parca se la llevara. Pronto me vi solo en el mundo aunque no desamparado ya que Plácida, una caritativa vecina que nos había tomado cariño desde el mismo momento en que se topó con mi madre dándome el pecho en un recoveco del portal, me acogió en su familia y no dejó que me llevaran al Orfanato de Mineros Asturianos, donde estaba abocado a terminar debido a mi desamparo en el mundo. Crecí, pues, como un miembro más de la familia y cuando llegó el momento de elegir futuro, no dudé en dedicarme a la pesca con la que se ganaban la vida aquellos a los que consideraba hermanos. Junto a Pero y Antón, ambos mayores que yo, aprendí las artes del palangre. Durante los primeros años salí con ellos y el patrón de La Llucrecia de pesca y, aunque la parte del quiñón que me correspondía era minúscula, cubría 2


con ella mis caprichos y me permitía aportar dinero a la economía de la familia que tan generosamente me había acogido. Con lo poco que conseguí ahorrar, por aquel entonces ningún vicio sangraba mis bolsillos, me compré la primera camisa azul celeste, color que combinaba con el de mis ojos, que vestía todos los domingos, día que permanecía en tierra. Fueron los años de mi juventud duros, pero felices. Y si mi afán de aventuras, alimentado desde mi más tierna infancia por los cuentos marinos y la falta de alicientes, no me hubieran llevado a abandonar la seguridad de mi querida Lluarca en busca de otros puertos, ahora estaría contando una historia diferente. Dejé atrás la paz y tranquilidad de la aldea para sumergirme en el bullicio de lo que en aquellos tiempos me pareció una gran ciudad, Vigo, donde pronto conseguí trabajo en un bacaladero con rumbo al mar de Barents. Tras realizar varios viajes y cansado de sufrir el frío ártico, aproveché un descanso obligado en la ciudad para buscarme un nuevo patrón que viajara a mares más cálidos. El destino quiso que embarcara en un buque congelador que iba a faenar en el Índico. Los primeros días los pasé en animada charla con los que eran mis nuevos compañeros y familiarizándome con las faenas que se me habían encomendado. Pero a medida que el barco avanzaba hacia el sur, un terrible malestar, que relacioné con el cambio de temperatura, fue adueñándose de mí y sumiéndome en un extraño mutismo.

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No podía dormir bien y, cuando el cansancio me vencía, mis sueños estaban plagados de seres que hablaban en un extraño idioma que no conseguía entender. Mis nuevos compañeros se burlaban de mi bisoñez, pues era la primera vez que iba a atravesar el ecuador, y achacaban mi estado al ancestral miedo de traspasar aquella línea invisible que trasportaba a un mundo desconocido plagado de los más terribles monstruos marinos. Cuando nuestro buque se encontraba frente a las costas de Namibia, sufrimos un pequeño incendio que nos obligó a atracar durante tres días en Luderitz, donde la empresa para la que trabajábamos tenía una sede. El capitán, conocedor del ansia de la tripulación de pisar tierra, nos dio permiso para visitar en grupo una ciudad que desde el barco no se diferenciaba mucho de cualquiera de las ciudades portuarias alemanas que había visitado, si bien el tono ocre de su tierra, la luminosidad y la limpieza del aire marcaban la diferencia. Acompañado de los más jóvenes me aventuré a visitar la ciudad. A medida que abandonamos las calles principales, el asfaltado desaparecía y la arena del desierto ganaba terreno. Solo los niños se acercaban a nosotros y nos seguían, las escasas mujeres que vimos volvían al interior de las casas y los hombres nos rehuían. Una joven vestida de blanco y con la piel de tono rojizo se acercó a donde estábamos y tocó mi cabello al tiempo que decía unas palabras en un idioma que no identifiqué. Mi sorpresa fue mayúscula y cuando quise reaccionar la chica ya había desaparecido.

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Continuamos nuestro ascenso por Diamond Hill con la intención de visitar la iglesia luterana que coronaba la colina y desde la que sospechábamos tendríamos una vista espectacular de la ciudad. Durante el trayecto mis compañeros no paraban de gastarme bromas por la escena vivida y achacaban la curiosidad de la joven al atildamiento con el que iba vestido: había aprovechado la ocasión para ponerme una de mis famosas camisas azul celeste que ese día competía con el color del cielo. La iglesia dedicada a San Jeremías estaba cerrada a esas horas, pero la vista que disfrutamos desde ella, tanto de la ciudad como del puerto, hacía válido nuestro esfuerzo. Permanecimos en los alrededores del templo admirando sus vidrieras hasta que el calor nos obligó a abandonar la parte alta de la ciudad y a buscar el frescor del puerto, donde se hallaba el resto de la tripulación con la que habíamos quedado para almorzar. Cuando bajábamos la colina, la misma joven que nos salió al paso durante el ascenso se dirigió a nosotros portando en sus manos un pequeño cuenco. Esta vez tuve tiempo de fijarme en ella y su atuendo: vestía una camisa y una falda larga blancas, que destacaban el tono arrebolado de su piel y su cabello recogido en una extraña suerte de trenzas. Su cuerpo era esbelto y sus rasgos afinados no me eran del todo desconocidos. Se dirigió nuevamente a donde me encontraba, metió sus dedos en el cuenco y mientras me embadurnaba la cara y los brazos con un extraño ungüento, iba recitando una especie de letanía. La sorpresa no me dejaba reaccionar, permanecí quieto mientras ella realizaba su trabajo y solo cuando terminó y me colocó un cordón de semillas en el cuello, sentí el impulso de

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cogerle la mano y mirarla a los ojos almendrados de un extraño color pardo. No rehuyó mi contacto, pero antes de que me diera cuenta se había soltado y desandado su camino. Mis compañeros, en contra de lo que se podía pensar, no hicieron ningún comentario ante lo sucedido y cuando les pedí que entráramos en un bar no se opusieron. Tenía la intención de librarme cuanto antes de aquella sustancia pringosa, pero el dueño del establecimiento nos explicó que la joven había untado mi piel con manteca mezclada con hierbas y ocre, sustancia con la que su tribu ungía su cuerpo para evitar las quemaduras del sol y las picaduras de los mosquitos. Era muy extraño lo que había sucedido y ciertamente un privilegio del que pocos blancos disfrutaban. Pedimos una bebida mientras decidía qué hacer al respecto. Temía las burlas de los demás cuando nos reuniéramos con ellos, pero Martín, el médico que viajaba con nosotros, me dijo que no me iba a hacer ningún mal y que si estuviera en mi lugar no desairaría a la joven. Así que, tras acabarnos nuestras bebidas, terminamos de bajar la colina y nos reunimos con el resto de la marinería. Cuando regresamos al barco me duché y tentado estuve de arrancarme aquel extraño collar pero, cuando iba a hacerlo, la imagen de la mujer y sus acariciadoras palabras acudieron a mi pensamiento y abandoné la idea. Esa noche no tuve problemas para dormirme y aunque volvieron a visitarme las criaturas de mis sueños, estas no me provocaban desasosiego porque me contaban en su lengua historias que ya conocía por boca de mi madre.

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Desperté cargado de energía y deseoso de compartir con mis compañeros la camaradería de los primeros días, así que cuando por la tarde abandonamos el puerto, subí

como los demás a cubierta. Desde allí me

pareció ver en el muelle una figura vestida de blanco que con semblante triste nos despedía. En los sucesivos días bordeamos la costa de Sudáfrica de camino a nuestro destino final, el Índico entre las costas de Mozambique y las islas Seychelles, donde llenaríamos nuestros congeladores de merluza. Llevábamos una semana en estas aguas cuando un hecho extraño me despertó en mitad de la noche. Me encontraba solo en el rancho que compartía con Tomás, Andrés y Pedro tras un duro turno de diez horas, cuando sentí que me susurraban al oído que debía levantarme. Tardé en desperezarme hasta que noté cómo me quemaba la piel en contacto con el collar. Al incorporarme para desasirme de él, vi cómo el humo se colaba por debajo de la puerta. Cogí la camisa que me había quitado, la mojé con el agua que quedaba en la botella y la usé para cubrirme la nariz y la boca. Con cuidado acerqué mi mano a la puerta por ver si estaba caliente y al comprobar que no era así la abrí. El humo procedía de uno de los baños que compartíamos y por alguna extraña razón la alarma contra incendios no se había activado. Gritando ¡fuego! fui abriendo las puertas que me encontraba de camino a popa, pues no conseguía recordar quiénes se hallaban descansando tras acabar su turno. Pronto algunas puertas se abrieron y sus somnolientos ocupantes salieron pertrechados como yo de trapos húmedos al pasillo. Tras

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activar las alarmas de incendios nos hicimos a un lado mientras llegaban los compañeros con los extintores necesarios para apagar el fuego. Una vez controlado el pequeño incendio, el capitán dio orden de poner rumbo a Beira tras comunicar lo ocurrido a la empresa. Recalamos al puerto a media tarde y una vez atracado el barco, el capitán nos dio permiso para pernoctar en la ciudad. La mayoría de los hombres decidieron bajar a tierra, pero yo prefería quedarme a bordo, no obstante, algo me impulsó a subir a cubierta para ver cómo estos desembarcaban. Y allí estaba ella, en el muelle, con su vestido blanco ondeando al viento y mirando con una mano haciendo visera sobre los ojos fijos en mí, a la vez que con la otra acariciaba el collar que llevaba al cuello. Sin pensármelo dos veces descendí a tierra y la busqué entre la chiquillería que en unos segundos se había arremolinado en torno a mis compañeros para ofrecerles sus servicios. Empezaba a dudar de la veracidad de su existencia cuando la visión de un trozo de tela blanco que se abría paso en dirección a la parte alta de la ciudad llamó mi atención. Abriéndome hueco a duras penas, encaminé mis pasos hacia donde creí verla. La calle larga y estrecha desembocaba a su vez en otras más pequeñas que fui descartando. De repente, y cuando estaba a punto de abandonar la búsqueda, se materializó a mi lado para susurrarme al oído: “El agua presente como la tierra pasada nada pueden contra el fuego”. Las palabras y el tono de voz con que aquella mujer me hablaba, me trajeron a la memoria recuerdos de mi madre. En un momento de lucidez o de locura pensé que esta me enviaba desde 8


donde estuviera aquel mensaje. Cuando quise preguntarle quién la enviaba o por qué me decía aquello desapareció. Por un momento desconfié de mi cordura y con pasos dudosos me acerqué al barco donde se hallaban mi documentación y mis pertenencias. Pedí hablar con el capitán y avergonzado, pues yo mismo recelaba de lo que acababa de vivir, le conté lo que me había sucedido. El capitán, hombre de mundo acostumbrado a navegar por aquellos mares y supersticioso como la mayoría de los marinos, me recomendó que tomara en serio las palabras de aquella mujer y que buscara otra manera de volver a casa. Me aconsejó que pasara la noche en un hotel del puerto y que a la mañana siguiente volviera al barco bien para recoger mis cosas, bien para embarcar de nuevo. Por su parte hablaría con la compañía para buscar la forma de devolverme a casa, si así lo decidía, por otros medios que no fueran a bordo de nuestro barco. Pasé la noche en vela intentando dilucidar si lo que había vivido había sido real o fruto de mi imaginación. Si lo pensaba era imposible que la mujer del puerto fuera la misma que me había embadurnado de grasa en Namibia. El collar que llevaba era la única prueba material de la existencia de la mujer, pero mis compañeros no se habían referido en ningún momento a ella, ¿y si me la había inventado? ¿Y si nunca existió? La luz de un nuevo amanecer invadió la habitación para liberarme de la tortura de la noche. Tras levantarme y darme una ducha bajé al restaurante del hotel para desayunar. Una vieja camarera se acercó para ofrecerme café y tras tocar mi cabello y observar las cuentas de mi collar me dijo en un extraño 9


portugués que mis antepasados velaban por mí. Mi hora de reunirme con ellos, según aquella mujer, aún no había llegado, pero si me empeñaba en cambiar mi destino, mi existencia terrenal acabaría. Ya no sabía qué pensar, más confuso si cabe que el día anterior regresé al barco donde el capitán me informó de que podía permanecer en puerto hasta que un nuevo barco de nuestra flota arribara para volver a Vigo o tomar un avión que me devolviera en unas horas a casa. La idea de cruzar el océano para volver a Lluarca en avión no me convencía, así que decidí esperar en la ciudad un buque de la empresa. Mis compañeros, que habían vuelto tras pasar la noche en tierra y que se enteraron de mi deseo de abandonar el barco cuando volvieran a salir a faenar, no entendían qué estaba sucediendo. Los días que permaneció la nave en el puerto los pasé ayudando a mis camaradas y cuando tuve que despedirme de ellos, sus rostros atribulados me dejaron un amargo sabor de boca. Me alojé en el mismo hotel que me recomendara el capitán y pregunté por la camarera que me había servido el desayuno durante mi estancia anterior, pero nadie supo darme noticias de ella. Me miraban como si de un loco se tratara y ante mi insistencia el director me pidió cortésmente que dejara de acosar a sus trabajadores o tendría que buscarme un nuevo alojamiento. El tiempo que pasé en tierra hasta que finalmente arribó un barco de nuestra compañía lo ocupé trabajando en la factoría y paseando por las calles del puerto con la esperanza de encontrar de nuevo a la mujer de blanco. A través del capitán supe que a mis compañeros les había ido muy bien con las capturas y que viajaban de regreso a la Península. 10


Me sentí como un tonto por haber hecho caso a las palabras de una mujer que no había vuelto a ver y de cuya existencia volvía a dudar. Le pedí al capitán seguir faenando con él hasta que terminara la temporada y este, necesitado como estaba de marineros expertos, me acogió de buen grado a bordo. El día de la partida subí a cubierta para ver cómo nos alejábamos del muelle. En ningún momento distinguí entre los viandantes a la mujer que me recibiera a la llegada, por lo que respiré aliviado. Esa misma noche, unas extrañas palabras susurradas a mi oído me despertaron. En la duermevela me pareció ver un resplandor y al intentar incorporarme el cuerpo no me respondió. El pecho me ardía y me costaba respirar. Al echarme las manos al cuello en busca de aire, sentí cómo las cuentas del collar que llevaba se disolvían. A través de las lágrimas que empezaban a inundarme los ojos vi a la mujer vestida de blanco que se acercaba a mí. Las llamas que la rodeaban iban cambiando la tonalidad rojiza de su piel por el tono lechoso de la piel de mi madre. Sus ojos color verde pardo mostraban la misma tristeza que tenían en vida y cuando las llamas estaban a punto de consumirme, la hermosa sonrisa que de ella recordaba acompañó mi tránsito a la nueva vida.

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