¡Guau!

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ยกGuau!

Dunia Quesada


La primera palabra que Paula dijo no fue ni papá, ni mamá. Pronunció un inconfundible ¡guau!, que nadie escuchó porque todos estaban en el salón. La niña se encontraba a solas, por primera vez, en la cuna de la luminosa habitación que compartiría desde ese día con su hermano.

¿Guau?

Te

preguntarás

con

curiosidad- ¡Cómo va a decir un bebé esa o cualquier otra palabra!

Pues de la misma manera que unos meses después, mientras su hermano Javier daba sus primeros pasos en el salón, ella empezaba a gatear a solas en su cuarto y decía un ¡guau!, detrás de otro.

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Con el paso de los meses la familia empezó a preocuparse, porque la pequeña no hablaba ni una palabra a la edad en que se supone que los niños comienzan a hacerlo. Además, no mostraba interés por la variedad de peluches, coches, pelotas… sembrados por todas las habitaciones por donde pasaba Javier.

Paula

permanecía quieta en su cochecito o sobre la alfombrilla que le

colocaban en el suelo del salón cuando estaba en presencia de los adultos, pero en cuanto se daban la vuelta, la niña tomaba entre sus regordetas manitas todo lo que estuviera a su alcance. Y para desesperación de Javier, solía encapricharse del juguete que él usaba en ese momento.

Los papás de Paula, preocupados, acudieron a un especialista. El médico observó a la niña y le realizó todas las pruebas que se les hace a los bebés de su edad. La niña giraba la cabeza cuando escuchaba algún sonido, seguía con la vista sus movimientos y mostraba reflejos. Al finalizar la exploración el diagnóstico fue claro: a la criatura no le sucedía nada extraño, simplemente no sentía la necesidad de comunicarse.

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 No es tan raro que esto suceda –dijo mirando a Javier que se entretenía jugando con un coche-. Y este jovencito, ¿acaso no será el responsable de lo que ocurre con su hermana sin saberlo?–continuó el pediatra acariciando la cabecita cubierta de rizos negros del pequeño.

 ¿Piensa que Paula le tiene celos a Javier? - preguntó mamá Mónica extrañada- ¿no tendría que ser al revés?

Como

si

hubiera

entendido

a

la

perfección la conversación que los adultos mantenían, y olvidando por primera vez que se encontraba en compañía, Paula empezó a articular su palabra preferida, aquella que utilizaba en todas las circunstancias que lo merecían. Sin embargo, su ¡guau! de enfado, quedó silenciado por el llanto imparable de su hermano, quien había perdido el juguete que lo había tenido tan entretenido hasta el momento.

¡Qué inoportuno! debió pensar Paula cuando todos miraban al pequeño. Y, una vez más, decidió permanecer en silencio.

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Estaba próxima a cumplir su primer año de vida cuando mamá Mónica y papá Víctor, desesperados porque seguía sin articular palabra y no hacía esfuerzo alguno por caminar, la llevaron a otro especialista.

La consulta del nuevo pediatra estaba situada al lado de una tienda de animales. Mientras papá Víctor aparcaba, Paula observaba a una niña que trataba de llamar la atención de los cachorros del otro lado del escaparate.

Cuando Papá la sacaba del coche, una pareja salió de la tienda y le entregó a la niña un cachorrito que no paraba de gemir. Paula, que alcanzó a oír al pobre animal, lanzó un tímido ¡guau! consolador que logró, por un instante, que el perrito se tranquilizara. Sin

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embargo, para sus papás, pendientes de que el inquieto Javier no se echara a correr, este nuevo ¡guau! pasó inadvertido también.

El joven pediatra confirmó que la niña estaba en perfectas condiciones. Entendía todo lo que se le decía y su musculatura estaba preparada para iniciarse en sus primeros pasos. Ya estaba a punto de despedir a la familia cuando el doctor, guiado por un presentimiento, les pidió a los padres que lo dejaran a solas con los niños un momento.

La reacción de Javier, en cuanto vio que sus papis abandonaban la consulta, fue llorar, mientras Paula se quedaba tan tranquila como siempre. Sin embargo, el llanto de su hermano despertó su compasión y, sin tener en cuenta que se encontraba en presencia de un extraño, se acercó a Javier gateando mientras le dirigía un ¡guau! de consuelo

que

calmó

la

pena

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del

pequeño.


El médico no podía creer lo que estaba viendo y se disponía a abrir la puerta, cuando un ¡guau!, emitido por Paula en tono severo, cortó sus movimientos. Miró a los ojos de la niña, llenos de entendimiento, y escuchó un nuevo ¡guau! de súplica que Paula emitió en ese momento y que él tradujo como una petición de que guardara su secreto.

Entonces, el médico, en un gesto familiar, se tocó la barbilla un par de veces y tras pensárselo sonrió a la pequeña y llamó a sus padres:

 No tienen de qué preocuparse. Su hija hablará y caminará el día menos esperado. Les recomiendo que le compren un cachorro si quieren acelerar el proceso.

 ¡Un cachorro! –exclamaron sus padres.

Imagina lo que debieron de pensar los papás de Paula y Javier en esos momentos: ¡Este médico está loco!, ¿Adónde hemos traído a la niña?...

Sí, un cachorro. En muchas terapias se usan animales y estoy convencido de que a todos los niños les viene bien tener una mascota –continuó el pediatra.

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 Pero eso es imposible, doctor. Javier es alérgico al pelo de los perros y gatos –explicó mamá Mónica-. Teníamos un perro en casa, pero el niño se nos ponía malo y lo tuvimos que quitar.

 ¡Vaya! Curioso… –dijo el médico tocándose una vez más la barbilla- ¿y cuándo sucedió este hecho?

 Cuando quedaban unas semanas para que naciera Paula, ¿por qué?preguntó con interés mamá Mónica.

 Por nada, por nada… es una verdadera pena que no puedan tener un cachorrito - dijo mirando a la enigmática pequeña que seguía esta charla con mucha atención -. Quizá algún día…- y dejó la frase a medias mientras los acompañaba a la salida.

A la mañana siguiente,

papá

Víctor

volvió del trabajo con una preciosa jaula dorada en sus manos. En ella había una

periquita

de

un

llamativo color azul, con

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el pecho y la cola listados en blanco. La avecilla permanecía quieta y silenciosa en el fondo de la jaula, como queriendo pasar desapercibida.

 ¿Te has vuelto loco? – le lanzó mamá Mónica nada más verlo entrar con la jaula en casa- ¿y si el niño fuera también alérgico a las aves?

 Eso mismo le dije a mi jefe. Al entrar en la oficina escuchó cómo contaba lo que nos dijo el pediatra y cuando volvió, tras la hora del café, apareció con la jaula.

 ¿Tu jefe? ¿de verdad ha sido cosa de tu jefe? –preguntó su mujer sorprendida.

 Sí, su hijo también era alérgico al pelo de los animales, pero deseaba tanto tener uno que le compraron una pareja de periquitos cuando cumplió los seis años. El niño no pareció muy contento al principio, pero ahora está encantado con ellos. Si a Javier le da alergia, solo tengo que decírselo.

 La dejaremos en la solana un par de días y, si no le hace daño, podemos dejar que se acerquen a ella –decidió mamá Mónica-. A lo mejor el pediatra tiene razón y a Paula le viene bien.

Aquel día, cuando los niños fueron a la cocina, Javier estalló de alegría y, echándose a correr con sus piernecitas largas y delgadas, salió a la solana y se situó debajo de la jaula. Mamá Mónica, que llevaba a Paula en brazos, no lo pudo detener a tiempo y se acercó con la niña para apartarlo.

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En

ese

instante, Paula quedó a la altura de la jaula y sus serenos ojos verdes se posaron en los negros ojos del animal que se encontraba dentro. Estiró sus

bracitos,

queriendo

como

cogerlo,

y

emitió un ¡guau! protector, que pareció tranquilizar al parajillo.

Mamá Mónica, sorprendida por la reacción de la niña, solo acertó a decir:

-¡Guau, no!, ¡pío!, ¡pío! – mientras volvían a la cocina.

Por suerte, con el paso de los días, Javier no desarrolló ninguna prueba de alergia, así que la periquita, llamada Bella a partir de entonces, se quedó en casa. Y durante los siguientes meses, Mamá Mónica acercaba a Paula a la jaula de Bella. La pequeña emitía todos los días el mismo ¡guau! alegre, que no recibía respuesta de la periquita.

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Mamá Mónica tenía ahora dos preocupaciones: ¿Cómo reaccionarían sus hijos si le pasara algo a aquel pajarillo que no parecía estar muy feliz con ellos? y ¿Escucharía mal los sonidos su hija y por eso no sabía hablar? Así que la familia visitó de nuevo la consulta del joven pediatra.

Mamá Mónica le contó al médico sus sospechas, lo que ocasionó una sonrisa de comprensión en este. Tras reconocer a la niña, concluyó que no tenía problemas de audición y trató de animarlos recordándoles que, hasta la aparición del animal, la pequeña no articulaba sonido alguno.

 Solo es cuestión de paciencia. La naturaleza es sabia y cuando menos lo esperen todo volverá a la normalidad – les aseguró el médico de camino a la salida.

Al salir de la consulta papá Víctor, que llevaba en brazos a Paula, entró en la tienda de animales a comprar comida para la periquita Bella. Como el único empleado estaba ocupado atendiendo a otros clientes, llevó a su hija a ver los cachorros de perro.

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Al lado de las jaulas había una preciosa pajarera con periquitos de todos los colores posibles, que emitían gran variedad de sonidos. Paula escuchó asombrada a las aves, porque nunca había oído estos sonidos en Bella, y lanzó un ¿guau? en forma de pregunta. Para sorpresa de papá Víctor, las aves se quedaron en total silencio por unos segundos y los cachorros comenzaron a ladrar.

Al periquitos

momento

lanzaron

al

los aire

¡guaus! de distinta tonalidad que llevaron a Paula a estallar de felicidad. Papá Víctor no salía de su asombro: su hija no paraba de reír y aplaudir. Quería compartir ese dichoso momento con mamá Mónica, pero temía que en cuanto abandonara la tienda desapareciera la magia.

Al volver a casa y para sorpresa de todos, Paula empezó a gatear. Y lo hizo tan rápido que, cuando quisieron darse cuenta, ya estaba en la cocina. La pequeña, que se había sentado delante de la jaula, pronunció los distintos ¡guaus! que había escuchado en la tienda y, para admiración de todos, la periquita, que no emitía sonidos, repitió en el

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mismo tono sus ¡guaus! Mamá Mónica y Javier no podían parar de reír y, papá Víctor, que no había contado lo sucedido, se sintió dichoso.

Una mañana, mientras limpiaba la jaula de Bella, sonó el teléfono y en un descuido mamá Mónica dejó la puerta abierta. Cuando volvió a la cocina, ya la periquita no estaba dentro. Desesperada, lo primero que hizo fue correr a la solana.

Para su alivio, la ventana estaba cerrada, por lo que Bella no había podido salir por allí. Entonces mamá Mónica recorrió muy despacio la cocina hasta que oyó las risas de los niños y hacia ellos se dirigió.

En el suelo, dando pequeños saltitos, estaba la avecilla. Seguía a Paula entonando, como ella, un ¡guau! detrás de otro. Una sonrisa de alivio se dibujó en el rostro de mamá Mónica al ver la escena.

Desde ese día, Bella paseaba suelta por la casa. Seguía a Paula a todos lados dando saltitos y emitiendo una suerte de ¡guaus! que cambiaban de tono. A todos sorprendía la relación existente entre la niña y la periquita.

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Bella iba en busca de su amiga desde el amanecer y la seguía a todas partes como si de un perrito faldero se tratara. Además, como a la periquita le encantaba jugar con la melena dorada de Paula, era normal encontrarla posada sobre su cabeza. Solo cuando la niña dormía, Bella levantaba el vuelo y se metía en su jaula que ahora permanecía siempre con la puerta abierta.

Una mañana, sin querer, papá Víctor pisó a Bella y una de sus alas quedó dañada. Cogió a la periquita entre sus manos y, tras meterla en su jaula, salió corriendo al veterinario con la esperanza de volver a casa antes de que los pequeños se levantaran.

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Cuando Paula despertó, se sintió extraña porque Bella no estaba allí. Gateó por toda la casa emitiendo, primero bajito y luego, cada vez más alto, su ¡guau! acostumbrado. A medida que el tiempo pasaba sin encontrar a su amiga, sus ¡guaus! se iban cargando de preocupación. En ese momento se abrió la puerta y papá Víctor entró llevando en el hueco de las manos a Bella, que permanecía echada.

 ¡Bella! –gritó Paula al verla y echó a correr hacia donde estaba su padre.

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Papá Víctor, maravillado al ver a su hija en pie y hablando, colocó a la periquita entre las manos de la pequeña.

Una lágrima solitaria surcaba el rostro de Paula cuando, con una ternura inusitada en una niña que aún no ha cumplido los dos años, tomó con mucho cuidado a Bella entre sus manos y la acercó a su cara sonrosada para consolar a su amiga.

 No te preocupes,

mi

niña. Bella está bien - dijo papá Víctor acariciando la cabeza de Paula-. Se ha roto un ala, pero se recuperará.

 ¡Bella, Bella! – repitió Paula acunándola.

Y Bella, levantando la cabeza y mirando a la niña, empezó a mover su ala a la vez que entonaba un alegre piar.

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