Era el mediodía del 30 de septiembre de 1993, muy lejano ya en los almanaques —¡15 años ha!— pero, desmontada la ficción del tiempo, siempre presente en el alma. En ese instante en que la Asamblea de Representantes me tomaba protesta como presidente fundador, nacía la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal. La institución veía su primera luz sin contar con presupuesto, ni plazas laborales, ni sede, ni una sola oficina o siquiera un escritorio provisional. Así que, no por vanidad ni por egocentrismo sino en estricto apego a la realidad, podía haber afirmado entonces, parafraseando a aquel rey francés: “La Comisión soy yo”. Se requerían, para mi designación, las dos terceras partes de los votos, y 80 por ciento de los asambleístas votó por mí. Sólo votaron en contra, en protesta por mi postura ante la interrupción voluntaria del embarazo —formulada en el libro El delito de aborto: una careta de buena conciencia, publicado dos años antes— los seis representantes varones del PAN, pues las cinco legisladoras mujeres de este partido se abstuvieron después de que a unos y otras les 219