Réquiem por Tijuana – Néstor Robles

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néstor robles

Carlos se rió estrechando al minino en sus brazos. El gato le lamía el rostro con su lengua. Hacía cosquillas, raspaba. Percatándose de que el animal no le dejaría escribir, optó por sacarlo. Afuera el gato le observó con sus penetrantes ojos azules por unos segundos. Luego desapareció en la oscuridad. Carlos cerró la ventana. Regresó al sillón. El cursor seguía parpadeando sin respuesta. Tocó otra canción. Las ganas de escribir desaparecieron. Era mejor descansar. La bañera estaba tan espaciosa que, por primera vez, Carlos sintió vergüenza de su propio cuerpo. Se sentía indefenso bajo el agua fría. Ya en cama, listo para arroparse, cerró los ojos. El silencio fue arrullador al principio: sin sirenas escandalosas de patrullas o ambulancias, ningún disparo ocasional, sin bajos musicales estruendosos de fiestas nocturnas, sin gritos, sin ladridos, sin ni siquiera grillos. ¡Bendito silencio! Carlos comenzaba a irse, su inconsciente le expulsaba imágenes amorfas en blanco y negro pero un toquido le hizo abrir los ojos. ¿Quién chingados a esta hora? Los toquidos se volvieron insistentes. No tuvo más remedio que levantarse a abrir. Una vieja huesuda, chaparra, jorobada: Buenas noches, joven, espero no molestarlo tan tarde. Vestía un chal negro que le cubría la cabeza y los hombros; su sonrisa era amable, su voz de canario. Estaba descalza. Carlos le preguntó qué sucedía. Sólo pasaba para ver si no tendría un puño de sal que me regalara. El rostro 34


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