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Conversación con Gabriel Redolfi por Sebastián Riestra

El hombre que se construyó a sí mismo

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Conversación con Gabriel Redolfi por Sebastián Riestra

El arquitecto Gabriel Redolfi lidera una de las empresas desarrolladoras más importantes de la ciudad y la provincia, MSR. Marcado por la pasión desde la cuna, su historia es un ejemplo de creatividad y resiliencia. Sin embargo, el éxito que lo acompaña como empresario no logra apartarlo de su amor por la literatura, la pintura y la música, así como de su profunda vocación por la Argentina.

Es una mañana primaveral esplendorosa en Fisherton —eternamente acunado por la belleza de sus árboles— y el hombre que viene a abrirme la puerta de su casa despliega una sonrisa donde manda la franqueza. La charla comienza en ese mismo instante: movido por un entusiasmo tan inocultable como contagioso, mi anfitrión me muestra sus dominios. Verde, verde y más verde —majestuosos ejemplares arbóreos, a los que acompaña la luz súbita de las flores— y una recoleta piscina guarecida por la foresta dan forma a lo que se vislumbra como un discreto oasis, un auténtico refugio del guerrero. Pero el momento en que los ojos de Gabriel Redolfi se encienden es cuando señala aquello que ha construido con sus propias manos. Y es que el arquitecto a quien se considera uno de los referentes del panorama empresarial rosarino mantiene —pese a la dimensión de la empresa que fundó y lidera, la reconocida desarrolladora MSR— un espíritu amateur, presidido por la pasión y el entusiasmo. Ya instalados en un cómodo y espacioso ambiente, donde se destaca la presencia luminosa de los libros, se inicia el diálogo, café de por medio.

SR: Me gustaría que me contaras algo de tu infancia… ¿Cómo y de dónde surgió el exitoso arquitecto y empresario llamado Gabriel Redolfi?

GR: Yo soy entrerriano, nací en Federal. Imaginate, era una ciudad pequeña, unos cinco mil habitantes, signada completamente por la vida rural. Mi papá era empleado del Banco Nación. Llegó en 1960, trasladado por el banco, y allí conoció a mamá, que no es oriunda de Federal sino de Paraje El Gato, donde mi abuelo Cornelio Taborda tenía campos y regenteaba un almacén de ramos generales. Mamá estudió magisterio en Paraná y después volvió a Federal a dar clases… Se casaron en 1962 y yo nací en 1965, soy el mayor de tres hermanos.

SR: ¿Cómo era el universo hogareño de tus padres? Da la impresión de que tenían intereses culturales importantes…

GR: Sí, ambos eran muy lectores, muy inquietos, muy activos. Y también los atraía la música. Papá era un apasionado de la música nacional, del folklore, del tango. El combinado RCA Victor no paraba de funcionar. Afectivamente, sin embargo, eran distantes, algo muy común en esa época y esa zona. A mí, casi me trataban de usted (sonrisas).

SR: Pero eso era formalidad, no frialdad…

GR: Claro. Y además pensemos que en ese momento estaba llegando a la Argentina la revolución hippie, y ellos contemplaban como una especie de desenfreno a todas esas cosas. Papá, por ejemplo, no podía ni ver a los Beatles o los Rolling Stones, decía «¡eso no es música!». Y ahora me río porque yo digo lo mismo del reggaetón, aunque evidentemente no sea comparable con los Beatles.

SR:¿Y cómo era Federal?

GR: Bueno, pensemos en un pueblo polvoriento, veranos quietos, gente aún con revólver al cinto... Campo campo. Mi gran felicidad era ir a la estancia de mis tíos, que se llamaba La Clarita. Pero cuando llovía mucho era imposible atravesar esos lodosos caminos. Todo terminó en el año 72, cuando sufrió el primer desarraigo.

SR: Ah, sentís esa partida de Federal como un desarraigo…

GR: Sí, así la siento. En el 72 mi papá es trasladado a Morteros, provincia de Córdoba. Pasamos de un lugar donde nos decían gurises a un lugar donde nos decían changos. Y en esa época, casi todavía sin televisión, y nosotros tampoco teníamos teléfono, aquellos lugares eran muy distintos. Hoy todo se parece mucho más entre sí, con la explosión de las comunicaciones e Internet.

SR: Y en ese marco, ¿cómo fue que te educaste?

GR: Bueno, yo empecé mi educación formal en Federal, y en ese momento es cuando se produce el cambio entre lo que era primer grado inferior y primer grado superior (había dos primeros grados) a preescolar y primer grado. Y mi mamá, como yo había aprendido a leer de muy chiquito con mi papá en el diario (él leía y yo me ponía detrás suyo, y me iba enseñando las letras y las palabras), me hizo entrar directamente a primer grado: ella era maestra en la escuela a la que yo iba. El resultado final de eso fue que me terminé recibiendo de arquitecto a los 23 años. Más tarde, el desarraigo continuó: a papá lo trasladaron a Totoras, provincia de Santa Fe. Y yo, que en Córdoba era «el entrerriano», pasé a ser de pronto «el cordobés».

SR: Qué vida nómade…

GR: Sí. Y sigue… De Totoras volvimos a Córdoba: fuimos a San Francisco, donde empecé la secundaria. Y allí comienza mi primera inquietud por la arquitectura. Me divertía viendo cómo se construía el edificio del Banco de Córdoba. Y entonces se empieza a desplegar en mí toda una serie de intereses muy diversos, que acaso se puedan relacionar con mi gran admiración por la figura de Leonardo da Vinci: la ingeniería, la química, la música… También me entusiasmé con la mecánica y la electrónica, algo que trajo consecuencias «explosivas»: destruí el hermoso combinado RCA montando con parte de sus piezas un telégrafo eléctrico (risas).

SR: Ah, bueno…

GR: ¡Es que me aburría! Y entonces apareció otra pasión: el aeromodelismo. Y me la arreglaba con lo que tenía. En San Francisco no se conseguía madera balsa. Todo terminó cuando hice un avión cohete con cañitas voladoras. Voló bárbaro, pero terminó estrellándose contra una parra, que se incendió. De esas historias, te puedo contar cientos. Por ejemplo, me he cansado de construir globos aerostáticos. Pero entonces apareció Rosario, donde vivimos una temporada.

SR: Qué destino…

GR: Claro, a papá lo habían ascendido, ya estaba en gerencias del Banco Nación. Y las mudanzas terminan en Esquina, Corrientes. Allí es donde decido que quería ser ingeniero industrial. Pero el problema es que esa carrera estaba solamente en La Plata. Y papá fue claro: «Andá pensando en otra cosa. A La Plata no te puedo mandar». Y fue Rosario. Era 1981: yo tenía dieciséis años. Al día siguiente de la graduación en el secundario, me tomé el colectivo Tata y llegué acá para empezar los cursillos del examen de ingreso a la facultad: matemáticas y física. Y arquitectura, ojo, tiene mucho de ingeniería industrial.

SR: Así veo, pero lo que me sorprende es la multiplicidad, porque en vos se combinan la formación específica de tu carrera, más la pasión concreta que exhibís por el trabajo manual y, además, tu costado empresario…

GR: Vení, vení que te muestro algo. SR: Siempre activo, Redolfi se levanta del cómodo sillón donde se ha instalado y señala sus libros. Allí, en ordenados estantes, yace una buena cantidad de ejemplares de la maravillosa colección Clásica y Contemporánea de Losada, testimonio de un país perdido hace mucho que era el centro de las ediciones en lengua española. Frente a ella, aparece la bienamada Robin Hood de Acme. «Yo me la devoraba», cuenta Redolfi, quien recuerda su predilección por Julio Verne y su inolvidable novela De la Tierra a la Luna. Y desde allí el empresario se desplaza hacia un espacio donde se exhiben sus creaciones pictóricas: «Action painting», me dice sonriendo delante de una de ellas, de tamaño importante, y que recuerda la impronta del pintor estadounidense Jackson Pollock. De inmediato, sin respiro, me lleva al exterior de la casa, donde abre una puerta tras la que se esconde su taller, en el que despunta el vicio de la carpintería. Y a posteriori, ya de nuevo en los jardines, muestra con orgullo sus autos: es fierrero de alma.

Nunca (es categórica la negativa de Redolfi. Y la repite). Nunca. Nunca jamás pensé en irme de la Argentina.

SR: Bueno, nos dispersamos. Volvamos a tu vida. Habías entrado a la facultad…

GR: Principios de la década del ochenta del siglo pasado. Eran épocas de esperanza, la democracia volvía. Los jóvenes estábamos llenos de entusiasmo. Y me fue muy bien en la carrera, donde tuve una gran ventaja: empecé a trabajar muy temprano, cuando estaba en tercer año. Un profesor me llamó como maquetista en su estudio, otro me convocó como dibujante part time, luego entré en un corralón como encargado… aunque yo no tenía problemas en levantar las bolsas que hiciera falta. Y después, una vez aprobadas todas las materias (solo me quedaba el proyecto final), empecé a hacer obras por mi cuenta con la firma de un colega, con quien éramos socios. Viviendas, reformas, la cochera del tío del verdulero de la esquina… Y así fui avanzando. En el año 89, me casé.

SR: Joven…

GR: Sí, 24 años. Nosotros estábamos formados así, era seguir una secuencia que teníamos impuesta.

SR: Lo que veo es que nunca te desordenaste: siempre activo, perseverante… La cultura del trabajo a full.

GR: En esa época habíamos armado una pequeña empresa de mantenimiento destinada específicamente a los bancos, y claro, había que empezar a trabajar en la reforma del sector de cajas cuando se iba el último de los empleados, a las seis de la tarde, darle duro toda la noche y a las ocho de la mañana armar los bártulos y partir, el banco abría a las diez. Y lo hacíamos sin problema, trabajar mucho era lo natural. Y después instalé un negocio de sanitarios. Ese fue el momento en que descubrí que toda mi formación previa —técnica, artística— no me servía de nada para conducir una empresa. No tenía ninguna noción financiera. Resultado, en 1995, pleno efecto Tequila, me fundí.

SR: Epa.

GR: Sí. Me fundí mal. Perdimos todo. Casa, auto, terreno, negocio, mercadería. Solo me quedó una camioneta Peugeot 403 modelo 72, a la que se le trababa la caja de cambios cada dos por tres y yo la destrababa a mano. Momento bravo, tenía tres hijos chicos…

SR:¿Y no evaluaste dejar la Argentina en ese momento?

GR: Nunca (es categórica la negativa de Redolfi. Y la repite). Nunca. Nunca jamás pensé en irme de la Argentina.

SR: A pesar del tremendo golpe que te diste…

GR: No quería más desarraigos. Ya los había sufrido mucho de chico.

SR: ¿Y de Rosario?

GR: Por ahí, alguna oferta laboral me hizo pensarlo. Pero yo soy un enamorado de esta ciudad.

SR: Vos, en realidad, sos un self made man. Un tipo que se hizo a sí mismo.

GR: Yo tuve una gran ventaja: la educación, esa que mis padres me dieron con mucho sacrificio. Mirá, cada vez que hablo con los chicos en Junior Achievement, donde participo mucho, les cuento lo que me pasó, que me fundí. Pero hay algo que ningún banco ni la Afip ni nadie, me hubieran podido sacar: la educación. Ese fue el capital que a mí me quedó.

SR: De acuerdo, pero yo le sumaría algo: vos tenés eso a lo que habitualmente se lo llama fuego.

GR: Sí, está bien, pero esa es una cuestión actitudinal: mirá, te dibujo una formulita que también suelo compartir con los chicos, en las conferencias que suelo dar. (Acaso Redolfi no lo percibe, pero hay en él poderosos rasgos docentes, casi evangelizadores. La fe en aquello que está diciendo se percibe en el tono de su voz. Se levanta de nuevo y vuelve con una hoja de papel y una birome). Uno viene al mundo con habilidades innatas. A eso le puede sumar lo que yo tuve la suerte de tener, educación. Es decir, por ejemplo, no solo tener oído musical, sino estudiar música. Estas dos cosas suman en la vida, pero lo que multiplica es la actitud (mientras habla, Redolfi dibuja): esto es igual a tu valor. Si la actitud es cero, el valor es también cero. ¡Cuánta gente hay con grandes habilidades y conocimientos y una actitud de m…! Muchísima. Por el contrario, los idiotas motivados son peligrosísimos (risas). Y cuando yo perdí, en 1995, todo lo material, esto quedó intacto. Y por eso le suelo decir a la gente: «Mirá, podés elegir ser un fracasado. Es una opción. Si sos un fracasado, nadie te va a pedir nada. Vas a ser totalmente libre». En cambio, si elegís hacer cosas, vas a ser esclavo de aquello que hagas. Yo no puedo no ir a trabajar: ¡me muero!

SR: Un hacer sin fin…

GR: Y además, como también suelo recordar, los emprendedores no somos «felices». Puede haber un momento feliz, pero ese estado de plenitud, ese estado «om» se lleva de traste con los emprendedurismos. Siempre hay que resolver algo. Y volviendo a mi desarrollo como empresario, lo que no te conté es que cuando terminé arquitectura estudié publicidad y me recibí en el Iset 18. En ese ámbito ya aprendí nociones de recursos humanos, economía… Pero cuando tuve que arrancar de nuevo, en el año 95, lo hice como albañil.

SR: Como albañil…

GR: Sí, sí, sí. Tenía la camionetita, la mezcladora, una pala, los baldes, dos o tres muchachos que me daban una mano, y empecé. Después tomé la obra de un banco, y luego, en el año 97, gané una demolición importante, y ya fue otra cosa. Enganché e hice los cines Village.

Uno viene al mundo con habilidades innatas. A eso le puede sumar lo que yo tuve la suerte de tener, educación. Es decir, por ejemplo, no solo tener oído musical, sino estudiar música. Estas dos cosas suman en la vida, pero lo que multiplica es la actitud: esto es igual a tu valor. Si la actitud es cero, el valor es también cero.

SR: Estabas resurgiendo…

GR: Claro, los honorarios fueron interesantes y pude reunir un pequeño capital, que me permitió hacer inversiones propias: compraba una casa grande, sacaba de allí tres casitas y vendía. Y así estuve unos años. Me fue muy bien… Y en 2002, después del desastre, el país sale hacia adelante con gran impulso y viene el boom de la construcción. Me acuerdo de una frase de Pasteur: «El azar favorece a los espíritus preparados». Y con la experiencia que yo había adquirido, pasar a construir edificios era solo una cuestión de escala. Ya tenía relaciones, un buen equipo de gente, y con mi socio de esa época —de una gran formación empresaria— creamos MSR. Comenzamos como contratistas y al poco tiempo empezamos a hacer nuestros propios edificios. Y ahí me di cuenta de que no podía repetir los errores del pasado: entonces, hice un curso de formación empresaria. Aprendí todo lo que no sabía en el terreno económico-financiero, que había sido mi antiguo punto débil. Y después seguí estudiando, administración de pymes, coaching… No paro nunca. (El reportaje, de pronto, se ha distendido. Nuestro anfitrión invita una copa, nos reímos al confesarnos la mutua debilidad por esa hermosa bebida llamada whisky. Él lo bebe puro, como un conocedor, con un vaso de agua fría siempre a mano).

SR: Describime el presente de la empresa.

GR: Bueno, actualmente la empresa ya es de la familia Redolfi. En 2017 compré la mitad que no era mía, y ahora los accionistas somos mis hijos y yo, que soy el accionista mayoritario. Tengo a tres hijos trabajando conmigo…

SR: Qué paterfamilias, eh…

GR: Fueron ellos los que pidieron entrar. Y yo dejé muy claras con ellos en su momento tres categorías, que creo son una gran fortaleza de MSR. Mis hijos, al cumplir dieciocho años, automáticamente reciben un cinco por ciento de las acciones de la empresa. En cualquier momento, si quieren, pueden entrar a trabajar a ella, pero lo van a hacer en el escalafón más bajo de su área de competencia. Y entonces, mi hija abogada —Ana Lucía— entró pasando en limpio boletos de compraventa; mi hijo periodista, Franco, ingresó vigilando redes y comentarios de redes, y el que está por recibirse de arquitecto, Marcos, empezó con una planillita en la mano revisando cercos de obra, bandejas de protección y baños químicos. ¡Baños químicos, eh! Y hoy Marcos es un importantísimo jefe de obras, Franco está a cargo de las relaciones públicas y Ana Lucía está a cargo del departamento legal.

SR: ¿Cuántos empleados tienen?

GR: En planta permanente, somos alrededor de 80, y bajo régimen de Uocra, unos 600. Y sumá los subcontratistas. Lo importante es que estamos muy bien organizados. Nosotros ingresamos a un mercado donde había muchas compañías consolidadas: tuvimos que abrirnos paso con capacidad, eficiencia, innovación, creatividad, cumplimiento.

SR: Creció velozmente, según se puede ver.

GR: Se dio, sí, un crecimiento muy acelerado, hecho que conlleva un gran riesgo: en los crecimientos rápidos, empieza a crujir la organización. Y existe una gran diferencia entre crecer y engordar. Ojo, nosotros nos pasamos de peso muchas veces. Pero vimos la balanza y bajamos. Y cuando hay que estabilizarse, no se puede dudar. Esta es una gimnasia difícil, se la aprende día a día.

SR:¿Y esa lógica es aplicable al Estado?

GR: Por supuesto. El Estado argentino, por ejemplo, parece ser un obeso irreparable.

SR: Pero sin embargo, el Estado no se debería comparar con una empresa privada, porque su función no es generar ganancias…

GR: Sin dudas que el Estado no debe generar ganancias monetarias, pero sí rédito en todas las demás áreas: educación, cultura, salud, seguridad, trabajo. Y nosotros tenemos un Estado obeso, tenemos las islas quemándose, la gente sin comida a pesar del asistencialismo… Y es que el asistencialismo no soluciona los problemas porque no estimula la creatividad. Otro detalle: yo quiero ser empresario, no especulador. Porque lo único que busca el especulador es la mera ganancia monetaria. Y lo que yo quiero generar, además de la imprescindible ganancia monetaria, son utilidades humanas, sociales, comunitarias. La empresa no es una máquina de hacer dinero, sino un cuerpo vivo, una persona jurídica, y como persona no tiene solamente una faceta. Aquellos empresarios que creen que su empresa tiene apenas una faceta económica no son empresarios, sino especuladores: son mercenarios, van donde les conviene. Eso pasó mucho durante el boom de la construcción; se juntaban unos capitales, buscaban un arquitecto y hacían un edificio. Después, huían hacia otro rubro. Los empresarios de la construcción somos como los empresarios del campo, somos como los empresarios metalúrgicos: en épocas buenas producimos, y en épocas malas, también producimos.

SR:¿Qué opinás de la frase que lanzó poco atrás el ex presidente Macri, sobre que la sociedad argentina lleva siete décadas de fracaso?

GR: Bué, lo dijo como si él estuviera afuera, ¿no? Yo no hablaría de fracaso, sino de frustración. La idea de fracaso es conclusiva, no te da posibilidades. Me acuerdo de esa frase de Eduardo Galeano, «la utopía está en el horizonte». Al hablar de fracaso, la utopía queda bloqueada.

¿Y cómo ves a la dirigencia política del país?

GR: Volviendo a lo que dije antes, y sin hacer diferencias partidarias ni ideológicas, nuestros gobernantes deberían ser empresarios y no especuladores. Ser sinceros, estar dispuestos al sacrificio, la inversión, el trabajo duro. El gobernante debe buscar el rédito de su nación. g

Nombrame una calle de la ciudad donde te guste caminar. Las calles de la República de la Sexta: Cochabamba, Pasco, Colón, Ayacucho. Un libro. El perfume, de Patrick Süskind. Y me gustan mucho Michel Houellebecq y Ian McEwan. Una bebida. Ahí no tengo dudas: el whisky. Y vamos a la historia argentina: ¿qué día quisieras que no se hubiera producido nunca, y cuál —por el contrario— te gustaría volver a vivir? Día de alegría, me sale así, al toque, el acto de cierre de la campaña de Alfonsín en el Monumento, en el año 83. Me emociono cuando lo recuerdo. Y días tristes, hubo tantos en la Argentina… Pero lo que más recuerdo fue la crisis del 2001. Vos veías derrumbarse todo, y la impotencia y la tristeza eran arrasadoras.

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