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La familia es la primera
La familia es la primera escuela
P. Juan José Corona López, mg
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El Papa Francisco, en su exhortación apostólica Amoris laetitia (literalmente ‘la alegría del amor’), dice: “La familia es la primera escuela de los valores humanos, en la que se aprende el buen uso de la libertad [...] Muchas personas actúan toda la vida de una determinada manera porque consideran valioso ese modo de actuar que se incorporó en ellos desde la infancia, como por ósmosis: «A mí me enseñaron así»; «eso es lo que me inculcaron»” (núm. 274). Efectivamente, mi familia fue la primera escuela, donde aprendí los valores que me han acompañado a lo largo de la vida desde que inicié mi proceso de formación en el Seminario Menor, a la corta edad de 12 años.
El aprendizaje en la familia
Fui el primogénito entre 12 hermanos y hermanas, quienes me facilitaron el acostumbrarme a escuchar, compartir, soportar, respetar, ayudar, convivir; elementos que son indispensables para la vida de comunidad en
el seminario y después como sacerdote.
En mi niñez no se tenían los problemas de ahora, como la adicción a los dispositivos electrónicos, porque no existían. El problema era más bien cuánto tiempo nos permitía mamá salir a la calle para jugar con los vecinos y los amigos, porque había que cumplir con las tareas de la escuela y con los quehaceres de la casa. La familia nos enseñaba así lo que es ser dueño de sí mismo, autónomo ante los propios impulsos, fomentando la autoestima y el respeto por la libertad de los demás.
En una familia sana este aprendizaje se produce de manera ordinaria por las exigencias de la convivencia. La familia es el ámbito de la socialización primaria, porque es el primer lugar donde se aprende a colocarse frente al otro.
Igualmente, los momentos difíciles y duros pueden ser muy educativos. En mi familia nos tocó vivir la muerte de Rafael, el menor de los hermanos, que fue atropellado por un camión cuando apenas tenía cinco años de edad. Veintidós años después, la muerte de mi mamá, el mismo año en el que había celebrado sus 45 años de vida matrimonial. Y años más tarde, la muerte de otros hermanos, José Luis y Rómulo, en 2004 y 2005, cuando mi papá tenía más de 90 años de edad.
Estos acontecimientos, aunque tristes, nos sirvieron para fortalecer la unidad en la fa-

milia, y en todos ellos mi papá nos dio muestra de una total aceptación de la voluntad de Dios. Por otra parte, aunque él era el hermano mayor en su familia, le tocó vivir la muerte de todos sus hermanos menores, quienes se le anticiparon en su salida de este mundo. Como el santo Job, mi padre diría: “El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó: ¡bendito sea el Nombre del Señor!” (Job 1, 21). El sínodo sobre la familia ha querido resaltar la importancia de la escuela católica, que desarrolla una función vital de ayuda a los padres en su deber de educar a los hijos. Recomendó que las escuelas católicas fueran alentadas en su tarea de ayudar a los alumnos a crecer como adultos maduros que pueden ver el mundo a través de la mirada de amor de Jesús y comprender la vida como una llamada a servir a Dios. Mi papá siempre procuró inscribirnos en escuelas con principios católicos y fue allí donde conocí al P. José Álvarez Herrera, mg, quien me invitó a ingresar al seminario. Como mencioné antes, la educación recibida en mi familia, que es numerosa, me ayudó a integrarme en el ambiente del seminario y a vivir la vida comunitaria con mayor facilidad, pero también a asumir la responsabilidad de trabajar en las diversas dimensiones de la formación al sacerdocio.
Personas ejemplares
Mi padre fue un obrero que trabajó la mayor parte de su vida laboral el horario normal más cuatro horas extra, y su ejemplo dejó honda huella en mí. Siempre me admiró que con su salario modesto hubiera podido comprar un terreno, construir nuestra casa y todavía dos casas más. Además, nos dio educación, a todos sus hijos, en colegios particulares. Todo eso pudo lograrlo apoyado por la generosa colaboración de mi madre, quien supo infundirnos buenos principios a pesar de que mi papá se ausentaba del hogar por sus obligaciones de trabajo, y supo llevar una adecuada administración de los recursos que él le proporcionaba. A mi padre y a mi madre les quedaré siempre agradecido por su entrega generosa al trabajo y por educarnos en la recta administración de los
recursos económicos para el bienestar de la familia.
Alguien a quien también guardo especial gratitud es Mons. Alonso Manuel Escalante, quien fue como un padre para quienes fuimos alumnos del Seminario de Misiones durante los años 50 y 60 del siglo pasado. Él nos dio ejemplo de consagración a este proyecto del episcopado mexicano que inició en 1949 y para el que trabajó arduamente, con visión de futuro muy notable y ánimo intrépido, pues a los siete años de haberse iniciado ya había lanzado la revista Almas (1950), se había constituido y aprobado por Roma el Instituto de Santa María de Guadalupe para las Misiones Extranjeras (1953), se había construido el nuevo seminario en Tlalpan (1956), iniciaba el Seminario Menor en Guadalajara (1956) y se envió al primer grupo de padres mg a Japón (1956). Cuando estuve en la Misión de Corea, hace 45 años, aunque la comunicación con mi familia era mínima, por medio de cartas, y demorada porque se necesitaban al menos dos o tres semanas para que el correo llegara, siempre sentí el apoyo y el acompañamiento de mi familia, sobre todo por medio de la oración y la motivación para lograr la realización de mi ideal misionero.

Confío en que entre las familias de nuestros lectores se encuentren los jóvenes que, con los cimientos colocados por su educación católica, decidan formarse en el Seminario de Misiones para continuar llevando el Evangelio a otros pueblos. ¡Sus familias y la Iglesia siempre los apoyarán!