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Una ventana al alma

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Vida MG

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“...ahí estaban los ojos de una madre que no podía alimentar a sus hijos, y los de un niño que tenía hambre...”

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Marisol Nevarez García, mla

Kibera es un lugar como ningún otro que haya conocido antes. En mi natal Ciudad Juárez, Chih., existe un lugar llamado Rancho Anapra, que es la colonia de mayor pobreza, y aunque he estado ahí en algunas ocasiones, en nada se compara con lo que he visto en Kibera: hombres, mujeres y niños que sufren, y cuyos ojos son una ventana al alma. Sólo por poner un ejemplo, la población de Rancho Anapra es de alrededor de 13 mil habitantes, mientras que Kibera cuenta aproximadamente con 1 millón de manera oficial. Quizás por esto Kibera no sea considerada una colonia dentro de la ciudad de Nairobi, capital de Kenia, sino como un asentamiento urbano, un espacio que tiene su propia cultura y su propio lenguaje.

El inicio de la pandemia

Los Misioneros de Guadalupe atienden una parroquia dentro de Kibera: la Parroquia de Cristo Rey, que también cuenta con la presencia de Misioneros Laicos Asociados, quienes ofrecen ahí su servicio de Misión; yo soy una de ellos. Cuando la pandemia de COVID-19 comenzó, a mediados del mes de marzo de 2020, mi compañera y yo nos encontrábamos de servicio en dicha parroquia. Siendo una situación nueva e inesperada para todos, surgieron de inmediato actividades y necesidades que atender. Esa misma semana, mientras el gobierno notificaba al país un estado de contingencia sanitaria, nosotras salimos a las calles de Kibera para atender algunas de esas necesidades; específicamente, recoger la comida de nuestras escuelas para llevarla a la parroquia y almacenarla ahí. Dada la notificación oficial, mi compañera y yo salimos para esa encomienda con las medidas de seguridad pertinentes; ambas usábamos cubrebocas y guantes. Sin embargo, lo imprevisto fue la reacción de los habitantes de Kibera. Al vernos caminar entre las calles, recuerdo que algunos de ellos gritaban: “¡Coronavirus,

coronavirus!”, o estornudaban y tosían mientras nos veían. Algunos incluso se burlaban de nosotras, y otros más nos gritaban molestos: “¡Qué hacen aquí! ¡Váyanse, ustedes trajeron la enfermedad!”, pues nos confundían con personas asiáticas. Tengo presente que, sorprendida por esas reacciones, me dirigí a mi compañera y le dije: “No importa, mejor que sean estas risas y no sean después gemidos de dolor por la pandemia”. Esa misma semana la Arquidiócesis de Nairobi suspendió las actividades en todas las parroquias y nosotras fuimos enviadas a casa para comenzar el confinamiento.

Servicio durante la pandemia

Después del primer mes y medio de estar en casa, fuimos llamadas por el párroco de Cristo Rey, quien solicitaba nuestra ayuda en la elaboración y entrega de despensas para las familias más necesitadas en Kibera. Los gemidos de dolor habían comenzado: el desempleo masivo y, con ello, la imposibilidad de adquirir alimentos ya se habían hecho presentes en la mayoría de los habitantes de Kibera.

En medio de ese ambiente iniciamos la elaboración y entrega de las despensas, para lo cual establecimos un protocolo de seguridad. Atendíamos a una persona cada media hora para tomar sus datos personales y conversar sobre su experiencia durante la pandemia. Generalmente quienes acudían por las despensas eran mujeres: abuelas matriarcas y madres solteras; en algunas ocasiones eran los hijos de fa-

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