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Editorial
Este mes, llenos de alegría, celebramos la Pascua, el tiempo más importante del año litúrgico, en el que conmemoramos los aspectos fundamentales de nuestra fe: por su muerte Jesucristo nos libera del pecado, mientras que con su Resurrección nos permite tener una nueva vida y participar en la gracia de Dios.
La Resurrección de Jesucristo es un hecho del cual se habla en varios pasajes del Nuevo Testamento, y con el cual se cumplen las promesas del Antiguo y las que Él mismo hizo durante su vida terrenal. Cristo murió de verdad, pero al resucitar venció a la muerte.
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El suyo no fue un retorno a su anterior vida entre los hombres, como ocurrió con las personas a las que Él mismo, de manera milagrosa, trajo de vuelta de la muerte, pero quienes al final volverían a morir. El cuerpo de nuestro Salvador conservó las huellas de su Pasión y dejó de situarse en un tiempo y un espacio específicos; el Resucitado puede hacerse presente a su voluntad donde y cuando quiera. Además del sepulcro vacío, esta nueva vida y las apariciones que hizo tras haber resucitado son la constatación de su poder divino y son los hechos que prepararon a sus apóstoles para reconocer y aceptar algo que les resultaba incomprensible, pero que es la verdad culminante de la fe. La Pascua indica una nueva era en la historia de la humanidad, en la que Jesús vive en nosotros y tenemos la seguridad de que el sentido del mundo no se halla en la muerte ni en el mal ni en los sufrimientos que nos rodean, sino en la vida y en la resurrección.
Que este tiempo pascual nos ilumine, renueve nuestra fe y podamos afianzar en nuestro espíritu la victoria de Jesús para llevar su mensaje de esperanza a quienes lo necesiten, porque ¡qué mayor felicidad que la que nos brinda recordar que el Señor ingresó en la muerte para hacer brotar la vida!