Revista Metodista nº 224

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Aproximación pastoral a la realidad trans

Raúl Sosa

Pero también me encontré con mucha esperanza. La esperanza de la dignidad personal asumida con valentía y responsabilidad. La esperanza de una agenda de derechos que gana terreno refuerza la justicia y la equidad y nos posibilita ser más humanos personal y socialmente. La esperanza de quien ya tiene un camino recorrido y sabe que no hay marcha atrás, aunque el avance por momentos sea más lento de lo deseado y exija redoblar la actitud de persistencia. La esperanza que convoca y desafía a la conciencia y al espíritu para que no nos resignemos pasivamente ante el dolor del otro, por más diferente y extraño que ese otro u otra nos resulte. Estoy convencido de que en esta época en la que la diversidad y la inclusión se han instalado como un signo de los tiempos, los cristianos y cristianas estamos llamados a acortar distancias humanas con la situación de las personas trans, a hacer el mayor esfuerzo por escuchar, entender y acompañar sus sufrimientos, sus esperanzas y demandas. Este convencimiento no se funda en que los creyentes debamos asumir actitudes y posiciones “políticamente correctas”, porque en lo políticamente correcto las convicciones se diluyen y pierden autenticidad; tampoco en que nuestra tesitura tenga que ser movida por una comprensión liberal de la fe –con toda la carga positiva y negativa que se le atribuye a este término en la esfera de lo político, ideológico y teológico–; menos aún creo que en este tema debamos recorrer los caminos de la heterodoxia. Todo lo contrario, en esta cuestión, como en toda cuestión impregnada y atravesada por el sufrimiento, nuestro compromiso debe corresponderse con la más fiel ortodoxia bíblica.

Confieso que hasta hace poco tiempo la situación y la condición de las personas trans me resultaba ajena y bastante desconocida; y mi reacción ante ellas y sus colectivos solía estar enmarcada por algunas de las actitudes defensivas que más frecuentemente exhibimos los seres humanos ante lo que no entendemos y altera nuestro marco de comprensión: una cierta dosis de rechazo, desinterés y prejuicio, tal vez leve en mi caso, pero no por ello menos insensible. Mi postura comenzó a cambiar decididamente hace pocos meses en ocasión de ser invitado a participar en una reunión de representantes de los colectivos trans con integrantes de algunos sectores religiosos abiertos al tema y capaces de tener una mirada diferente a la de los grupos fundamentalistas y conservadores, y que, consecuentemente, pudieran comprender y solidarizarse con su lucha, que en ese momento tenía como punto alto la aprobación de la Ley Integral para Personas Trans.

Seguramente, muchos lectores se sorprenderán: “¡¿Ortodoxia bíblica?!” La sorpresa es legítima dado que los sectores del cristianismo que rechazan la diversidad -los que más visceralmente condenan el fenómeno trans y han militado oponiéndose al proyecto de ley que ampara el derecho de las personas trans-, fundamentan su posición en su proclamada pureza bíblica y doctrinal, llegando a veces hasta los límites de la provocación, la agresividad y la mentira. Entonces, ¿de qué ortodoxia bíblica estamos hablando?

En esa reunión me encontré con mucho sufrimiento, pero también con mucha esperanza, fortaleza y dignidad. Sufrimiento encarnado en historias personales sumamente dolorosas, fruto de estar obligados por la genitalidad y por la sociedad a asumir una identidad de género extraña a la que interiormente clamaba por ser, nacer y obtener reconocimiento. Sufrimiento generado por la incomprensión, el estigma y la imposibilidad de encontrar caminos alternativos a la degradación, a la exclusión y al maltrato físico, psicológico, social y, a veces, incluso familiar.

REVISTA METODISTA N° 224 - Noviembre/Diciembre 2018

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