Cuentos

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Una mujer inteligente A mi primo Mauricio Muchas mujeres habían pasado por su cama desde que dejó de ser niño para empezar a ser hombre y a razonar con lógica y proceder según los sanchos profesores del sentido común. Su primer amor fue apasionado y loco, de besos intensos y de andar aferrados a la esperanza que así es como se ama para siempre, porque a los 14 años, para siempre es algo que se dice con la honestidad de la inocencia. Pero ese amor también le enseñó a mi primo lo que duele amar, porque esa amada joven que a veces llenaba de sensaciones biológicas inexplicables y que no se atrevía ni a preguntarse qué era, también le enseñó que el engaño es tan cruel y tan difícil de entender como el amor mismo. Le enseñó que el orgullo y la dignidad pueden ser las armas para hacer frente a la traición y al primer dolor, porque aunque se moría por ceder a la tentación que le ofrecía esta niña no tan niña que en un arranque le confesó que se entregó a otro, él no estaba dispuesto a ser un macho distinto, de esas especies raras que perdonan cualquier error, es decir, cualquier error. Cuando dejó el vandalismo juvenil por las calles polvorientas de nuestro pueblo, se dedicó a la revolución porque se encontró con algunos locos soñadores, zurdos casi por religión, entonces a mi primo también le dio por cambiar el mundo y en ese aprendizaje de ideologías, de protestas con o sin razón, de aulas, de libros y militancia, de correr lejos de la policía y de responderles con piedra, se dio cuenta o más bien descubrió que su propio aprendizaje lo llevó a exigirse que él debía juntarse para vivir “el para siempre” que todos perseguimos, pero con una mujer inteligente y entonces se convirtió en el único hombre que no las prefiere brutas y eso sí fue un grave problema. Que se fijaba en lo mismo que todos los machos alfas: tetas, nalga, cara y cabello de propaganda de champú, era cierto. Pero eso después se le convertía en una carga insufrible porque esas hembras solo contaban con el perfil externo, de ahí en más no eran capaces de mantener media hora de conversación que según el perfil de esa mujer perfecta debe saber de Marx, Lenin, Bolívar, Manuela, Ernesto Guevara, Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Ricardo Arjona, “yanquis go home”, lucha armada para cambiar países, libros y poemas. Entonces mi primo se dedicó a descargar sus espermatozoides en preservativos que morían en basureros de moteles, a disfrutar de la carne y quejarse porque el tiempo se le iba y no encontraba esa dama capaz de mantener charla de PHD en aula universitaria. Cada cierto tiempo me contaba que ya había encontrado a la indicada. Que era inteligente, que estaba “buena”, que compartía alguna de sus ideas, que le contaba cosas de su vida y que todo estaba bien, que esa sí era la que era. Pero después, a la siguiente semana, aparecía decepcionado por cualquier cosa y nuevamente se quejaba de que parecía que su costilla se la había


llevado un perro porque pasaba el tiempo y no encontraba su complemento. Nos gastábamos horas afuera de mi casa, aguantado frío y mosquitos para descifrar por qué es que no aparecía la mujer indicada para él. Yo lo entendía porque era su alter ego femenino, pues siempre me enamoraba de los equivocados y aunque yo no quería hombres perfectamente inteligentes, la cosa es que sabía bien lo que es estar con alguien a quien debes enseñarle todo y casi no aprender nada. Que una profesora, que una compañera del partido, que una compañera de trabajo, que una ingeniera, que una amiga de una hermana, que la vecina, que la fulana, que la mengana… todas con un defecto insalvable. Entonces su rutina se volvió cama y sexo, carne y deseo, placer y gozo. Pero amor, ese por el que hasta escribió un libro de poemas para una que se suponía era la indicada, pero que prefirió a otro, ese sentimiento se negaba a aparecer. Mi primo así se convirtió en el primer hombre que buscaba mujeres inteligentes, bonitas y revolucionarias, lo que me llevó a la conclusión que el del problema era él y no de las decenas de candidatas, de las cuales algunas se envolvieron en sus sábanas. Él del lío era él, después de todo él amaba tomar a una mujer, disfrutarla y dejarla por otra de mejor cuerpo o mejor cara, concluí que eso de la mujer inteligente era un escudo para ocultar sus genes de macho alfa que no quiere comprometerse con nadie porque ama demasiado su libertad. Que ese sufrimiento era un poco mentiroso, pues después de todo nadie es perfecto y el secreto de amar consiste en aceptarse, que las búsquedas exquisitas siempre están condenadas al fracaso y que en todo caso conocía a una que se podía acercar a ese modelo, pero estaba demasiado lejos, que compartía algunas ideas, pero quería a otro, había amado a otro y nunca lo pudo ni podría verlo distinto: esa era yo. Mi primo conocía una mujer que disfrutaba y compartía algunas de sus locas ideas, que hubiera caído rendida si le escribían un libro de poemas, algo zurda sin exageraciones, pero con muchas imperfecciones. Yo, la que algunos domingos de noches largas lo escuché quejarse de algunos mediocres que le hacían la vida imposible, que me llevaron a recitar de memoria algunos nombres femeninos que fueron sus posibles candidatas, la misma que le escuchaba decir que no quería niñas sin neuronas funcionando, sino inteligentes, que no quería una para proteger, sino que lo proteja, que sería que pedía mucho o se conformaba con poco y al que le causaba gracia y mucha risa esa afirmación mía de que había encontrado la mujer “perfecta”, pero esta no lo quería como él quería… (Maricela Osorio Rizzo)


La santa Tenía nueve años, recuerdo bien. Pero un hecho marcó esa edad por siempre. No me acuerdo exactamente de los sucesos, son como imágenes que vienen y van de mi memoria, lo único que siento claro después de 23 años es el miedo que tenía cada noche que iba a acostarme, tratando de entender por qué un muerto –en este caso una muerta- estaba viva según los jujeños, mi capacidad de entendimiento no estaba en la etapa de procesar esa información confusa que ni la ciencia podía explicarse. Una chica de 14 años de repente enfermó y murió. Eso no era nada raro, doloroso para la familia y los amigos como es lo normal, pero lo extraño empezó a suceder el día que debía quedarse en el cementerio. Según las versiones de la época, lo que me ha contado mi mamá y lo que recuerdo, llegando al cementerio el féretro empezaba a ponerse demasiado pesado, empezaba a sentirse un fuerte olor a rosas y cuando abrieron la tapa, la niña sudaba y parecía viva. Entonces alguien dijo que no estaba muerta y que la regresen a su casa. Ahí empezó el peregrinar de la santa de Jujan. No entiendo cómo la familia accedió –bueno sí, supongo el dolor de no aceptar la pérdida- para que su desgracia se convierta en un show que cruzó las fronteras jujeñas y llegó hasta los noticieros. Quiénes sintieron pesado el cajón, quiénes pueden dar fe del olor a rosas, no lo sé, lo que sé es que esa muchacha se convirtió en el suceso de un agosto hasta antes de su muerte monótono y normal como siempre. El cadáver volvió a casa y la voz se corrió por todo el pueblo, en la noche no había espacio para tanto curioso que quería ver a la niña, que la tocaba para comprobar si era cierto que estaba “aguadita” y que parecía todo, menos muerta. Jujan parecía de fiesta en lugar de luto. Todo estaba lleno y se veía caminar tantas personas en un río interminable que desfilaba hasta la casa de aquella niña que se negaba a dejar este mundo. En vista de que la casa quedó pequeña, la llevaron a la sala de velación que hoy es el Museo de “Santiaguito”. Llegaron estudiantes de medicina, peregrinos de todos lados, curiosos e incrédulos. Todos a ver a la santa de Jujan. No fueron pocos los intentos de llevarla al cementerio, pero siempre la misma historia, el féretro pesado, el olor a rosas y la santa que suda. Mi papá que no cree en muertos y aparecidos siempre me ha dicho que la niña tenía cara de muerta, que era mentira que estaba rosada y que tenía aspecto extraño. Por ese motivo supongo que le prohibió a mi mamá que vaya a ser parte de los curiosos que iban al velorio que se había prolongado demasiado.


Pero mi mami que no se aguanta nada como buena jujeña, aprovechó una tarde en que mi papi no estaba y con una par de vecinas y cargando con sus crías, es decir mi hermana y yo, se fue a ver a la santa. Ese día mis nervios se destrozaron. No entendía nada, excepto que el que se muere no vuelve a la vida. Recuerdo que puse en mi pecho una estampilla con un rostro de Jesús porque estaba aterrada y será por eso que no recuerdo nada de la niña, menos su cara, excepto lo que salió en la revista Vistazo, donde aparece con un vestido blanco y en una foto que se hizo cuando era una niña feliz y que yo confundo con una imagen que hay en la casa de mi tía Calixta y Gerarda. Aún escribir sobre ella me produce miedo, por eso no me gustan los funerales, ni las tristezas, ese hecho marcó mi vida. Y qué se puede esperar si una tarde cualquiera detrás de una sirena de un carro de la policía –que se prestaba para esta histeria colectiva- venía gente gritando que ahí venía la niña y caminando. Eso fue demasiado para mis nueve años. Pero todo ese alboroto que incluso trajo al famoso segmento de los años ochenta, La calle lo contó con Antonio Hanna, terminó cuando el cura del pueblo harto de escándalo y pretensiones de sumarle una santa más al santoral Vaticano, puso un ultimátum: o le daban cristiana sepultura a la niña o no había fiestas patronales de San Agustín el 27 y 28 de agosto. Eso fue determinante. La gente a la que le encanta el baile y no está dispuesta a sacrificar una fiesta, se olvidó de la santidad y decidió que era hora de terminar todo. Antes de llevarla al cementerio la pasearon por las calles dando vítores y aplausos y con el grito de “viva la santa” se la llevaron al cementerio. El cajón no se hizo pesado, no hubo aroma de rosas ni la niña sudó. Fue el fin de la santa jujeña. La euforia del principio se terminó cuando el cura –quien no iba a permitir competencia alguna- le dio a la gente donde más le dolía: la fiesta de Jujan. Esta es una historia que me costó escribirla. Sentía voces a mi alrededor, porque siempre tuve miedo. Por eso no voy a sepelios aun a costas de las amenazas de mi familia que dice que a mi entierro no va a ir nadie, pero eso a mí no me conmueve. Para mí el suceso de la niña santa me marcó para siempre, tanto que cuando veo su casa me parece que no ha cambiado con el tiempo, que es la misma que alguna vez se llenó por el desmedido fanatismo. Me pregunto cómo se sentirá su familia 23 años después, cómo sobrevivieron a la avalancha de peregrinos y curiosos, de médicos forenses intrigados. No puedo olvidar la foto de la revista, mi visita secreta con mi mamá, el paseo final ni esa casa que seguro cambió como todo en Jujan, pero que para mí siempre será aquel lugar donde conocí el miedo y los jujeños trataron de comprarse su propio santo olvidando a San Agustín…


El muchacho aquel Cuando lo vio por primera vez no le llamó la atención, era un adolescente más de los tantos que le tocó ver ese día, esa semana. No había notado nada particular, estaba distraída en esta nueva vida que vivía gracias a su literatura revolucionaria e incendiaria que la había sacado de golpe y sin aviso de su oficio de reportera de un diario nacional. El sindicalismo le había costado caro y ahora buscaba un refugio lejos de esa ciudad, de sus antiguos compañeros y de la militancia política de izquierda a la que ya consideraba definitivamente inútil. Como todos los jueves, llegaba hasta el aula en que trataba de que esos chiquillos se interesaran por esos libros, esos autores y esas historias que ella tanto amaba y a las que algunas veces había culpado de su visión guerrillera sin Sierra Maestra que la tenían ahí y, por supuesto, de la soledad en la que vivía después de que la luz del conocimiento le hizo ver que quería un hombre que mantuviera una conversación de nivel muy intelectual, que la hiciera reír y compartiera su militancia por la lectura y sus odios contra las injusticias del mundo. Trataba de lidiar con algunas mediocridades y otros intereses propios de una juventud que se divierte con el internet y prefiere la conversación a través de un frío computador y no lee más que esos códigos indescifrables transmitidos en el Facebook y que odiaba por considerarlos destructores del idioma y su más terrible dolor de cabeza a la hora de corregir las pruebas, las que cada clase religiosamente debía tomar para tener una nota que asentar y que no reflejaba nada más que un número y no la calidad que se suponía debía, según sus teorizaciones mientras intentaba leer unos jeroglíficos más terribles que los de su propia letra. Ahí, en una banca cualquiera, también estaba él. Ese muchacho astuto al que le gustaba el rock, el metal y que tocaba la guitarra con un encanto que le recordaba a aquel hombre al que amó demasiado y le agregó ese detalle a ese ser ideal que solo existía en su cabeza. Desde hacía mucho tiempo todo en su vida era locura, todo era incierto. Su despido del trabajo por su militancia política le había dejado decepciones profundas iguales a las que el desamor de ese hombre que le había regalado algunas palabras y otras canciones que nunca dijeron la verdad y fueron solo limosnas. Para cuando encontró a ese muchacho ella estaba enamorada de otro, pero ese otro jamás supo amarla y en un tiempo que le pareció casi eterno, la hizo derramar más lágrimas que en todos los 30 años juntos de su vida. Pero ese niño que podía ser su hijo en algún mundo desconocido, sin quererlo él y proponérselo ella, le regaló unas cuantas sonrisas que le hicieron creer que no todo estaba patas arriba en su vida. Pero era difícil admitir aquella barbaridad, ni siquiera el dulce encanto del halago que le producía saber que ese adolescente se interesaba por sus palabras y que empezó a leer los mismos libros que ella, le quitaban ese sentimiento de culpa por creerse una vieja verde que debido a sus


frustraciones ideológicas y sentimentales ahora veía con ojos distintos a aquel alumno que seguramente nació cuando ella ya estaba en la universidad. Todo pasó sin querer. Como un juego, como algún cuento de esos que había leído por ahí. Empezó con una canción, con una conversación prolongada en un recreo, en una hoja de examen perfecto, en una exposición, en un “buenos días”, en el gusto por la música de John Lennon, en la conversación en ese mismo Facebook al que culpaba por las incorrecciones del español de los jóvenes y que le hacían odiar su nuevo trabajo. Todo empezó ahí, pero tampoco pudo ser eso, sino tal vez la decepción por ese amor a su mejor amigo, por el que había entregado su tiempo y sus mejores discursos para que él se luzca, mientras ella esperaba como recompensa que él se enamorara con ese mismo amor desesperado y loco que le había surgido algún día aciago por aquel que nunca ni remotamente imaginó sentir nada. Así cuando entendió que ese amor le hacía daño, entonces decidió romper todas las ataduras que la unían a él y eso la llevó a una tristeza que la convirtió en un fantasma que vivía porque no le quedaba otra opción, creyendo cada una de las palabras de una frase que leyó en un cuento de que las mujeres inteligentes siempre se enamoran como unas idiotas. Pero en medio de esa tormenta apareció un rayito que la trajo a la vida. Sí, ese muchacho al que le prestaba libros, le recomendaba canciones de Silvio y Facundo, lo encontraba en el Internet y con el que hablaba en un recreo cualquiera, le había enseñado que era capaz de sentir y que el amor no se le había ido para siempre como creyó el día que rompió con su mejor amigo, mismo día en el que se murió su gato favorito como símbolo de que quizás todo lo bueno se había terminado, según pensaba. Ese muchacho alocado que quería comerse el mundo, quería ser músico y que le contaba una que otra de sus angustias y locuras, la hacía sonreír y aunque intentaba centrarse bien en que la idea de su joven amigo de que la buscaría cuando cumpla 18 años era imposible y sería el fin para él y ella misma porque la sociedad y las familias jamás aceptarían tamaña locura, no podía negar que sin querer empezó a extrañarlo y darse la oportunidad de pensar solo unos cuantos segundos que sí, que sería maravilloso esperar que su amante tenga la edad “correcta” y la rescate de ese vacío en que vivía, así el mundo se le venga abajo y consciente que unos años después le caerían todos los signos evidentes de la vejez y que su muchacho ya hombre se buscaría otra más joven y se olvidaría de su maestra de Literatura y Filosofía, de su Yoko Ono y aquella que quiso mostrarle el mundo a través de esas páginas que antes la habían marcado para bien o para mal. Entonces empezó a temer el fin del año lectivo, la graduación eminente y la partida sin más remedio del muchacho aquel que cada vez que podía le recordaba que la buscaría. Ese muchacho que se atrevió una noche a confesarle -con una timidez estremecedora y cautivante- que le gustaba, justo frente a la vista hermosa de aquella ciudad que había dejado y tanto extrañaba,


mientras ella trataba por todos los medios de no hacer caso a aquellas palabras que le erizaron la piel. Cuando lo pensaba demasiado y se juraba que era una locura, olvidaba todas las promesas cada vez que él se le acercaba, o cuando lo escuchaba cantar, o cuando él se destacaba como alumno excelente, o en cualquier actividad intrascendente que para ella era tan importante como todas las cosas que hacía antes de imaginar siquiera que terminaría dando clases y con ese nuevo conflicto interno por las propuestas de un adolescente. El muchacho aquel que hasta le daba miedo decir su nombre le devolvió el color al mundo, ese que ya no era rojo, ni negro después, ese que le regaló una razón, el gusto por los Beatles y la pequeña esperanza que después de todo no era mala idea sentarse a esperar a que cumpla su palabra y la vaya a buscar.

No era la que era Sentada en el filo de la cama con las manos que cubrían su rostro no pudo más con aquella verdad que era tan terrible y que era la causa para que cada vez que las caricias y los besos los encendían, al final ella termine como ahora sentada allí, diciéndole que lo amaba, pero que no quería que todo se acabe en una penetración que luego los separaría. Pero todo era un pretexto que cada día se hacía insostenible y justo esa noche de ese domingo demencial, todo se había terminado y lo único que quedaba era una rabia intensa de su hombre hacia ella por esa mentira cruel y de ella por la vida. Sandra lo tenía todo. A sus 38 años era una mujer independiente con un departamento bien amoblado y un trabajo estable que le permitía vivir desahogadamente. El problema era su soledad, su huida constante del amor y del placer. Nunca le había importado tener una que otra relación pasajera, uno que otro enamorado a los que dejaba con cualquier excusa, pues después de todo –pensaba ella- al final lo único que buscan los hombres es sexo, así se defendió aunque no pocas veces se consumió en el deseo, el mismo que apagó más de una vez con un chorro de agua helada para castigarse por la debilidad. Todo iba bien hasta que apareció Matías. Él era un hombre distinto a los demás. Desde que lo conoció en aquella fiesta, él le dijo directamente que con ese cuerpo y ese cabello que se movía con el viento igual que el trote de una yegua fina en hipódromo, le habían provocado literalmente comérsela a besos. Eso la impactó porque ningún hombre había sido directo y a la vez encantador. Es que Matías ciertamente era distinto. Amaba la poesía y la buena música, pero a esas alturas de su vida no estaba para enamorar a nadie con tomada de manos ni besos inocentes, esa época se le había pasado y cuando le gustaba una mujer y sentía que ella no le era indiferente, entonces


no se andaba con preámbulos. Su militancia política y su experiencia en la vida le habían enseñado que hay que disfrutar de los momentos cuando se presentan. La última vez que había escrito un libro de poemas para una mujer esta solo le había dicho que le parecía “lindo”, pero que estaba con otro y que no podía amarlo como él esperaba. Eso lo decepcionó de todo, pues realmente se había enamorado, así que cuando vio a Sandra, sabía que eso de dedicar poemas a veces es tan ridículo como decir te amo a quien no lo merece. Matías la vio esa noche, la invitó a bailar y en la primera oportunidad la apartó de los demás y le dijo lo que pensaba: una mujer así no puede estar sola y que podían estar mejor en otra parte. Entonces Sandra cayó en la tentación y lo invitó a su casa pese a que era un recién conocido, un nombre y un apellido. Pero ese hombre tenía algo que le llevaba a romper las rígidas reglas impuestas en su vida. Como era de esperarse, Matías intentó hacerle el amor ahí mismo, sin embargo, Sandra resistió a los encantos y las habilidades de ese hombre que parecía conocía de todos los artilugios para conseguir que una mujer se rindiera sin más, es decir, que se quitara la ropa con una facilidad absoluta. Sandra habló. No era prudente acostarse con un desconocido por más protección de látex que tuviera o por algún verso que le recitó al oído cuando su mano ya estaba en su vientre. Le dijo que a ella le encantaba, pero que debían conocerse mejor, que era conveniente que él sepa más sobre ella y viceversa. Matías estaba prendado de esa mujer y de esa habilidad para frenar sus intenciones con un gesto y unas cuantas palabras, a él le interesaba mucho, así que aceptó la invitación a comer que Sandra le hizo para un martes de feriado. Como estaba realmente interesado e intrigado por esa mujer, el martes aquel llegó puntual a la cita. Sandra cocinó su mejor receta. Después de la comida Matías empezó tratar de que la resistencia de esa mujer caiga rendida a sus palabras y sus besos, él pensaba que no había impedimento porque ella le había asegurado que no había otro hombre y con 38 años a cuestas era imposible que ella estuviera con algún recelo propio de una jovencita inexperta. Terminaron en la cama entre besos y abrazos, palabras encendidas y con la habilidad de un escultor Matías lograba que Sandra gimiera de placer y deseos al tiempo que sin prisa él iba despojándola de sus ropas hasta que desabotonó el pantalón y ella dio un salto de la cama diciendo que no y no y no. Matías jadeaba por la locura de aquella mujer y de la pasión con que respondía a sus besos y caricias y justo cuando debía pasar lo que tenía que pasar, ella lo evitó. Matías se metió a la ducha sin importar que estaba con ropa, debía enfriarse la calentura del cuerpo por la jornada fallida y por el fastidio que le producía la situación. Cuando salió, Sandra estaba sentada en el filo de la cama y solo atinaba a pedirle disculpas, le pidió que no se vaya y que se quede junto a ella ahí en esa cama enorme y tan tentadora, pero Matías no quiso y se fue el mueble. Al siguiente día tomó sus cosas y se marchó. Sandra no podía ni trabajar, lo llamaba y le enviaba mensajes de


disculpas, pues no quería perderlo porque en realidad se estaba enamorando. Una tarde a la salida del trabajo Matías la encaró y preguntó directamente qué era lo que le pasaba. Sandra solo atinó a decir que estaba enamorada de él y que no quería perderlo porque al final de cuentas cuando los hombres logran acostarse con la mujer que le interesa terminan alejándose, pues pierden el interés al conquistar el territorio que les era esquivo y que ella no quería que le sucediera eso. Matías fue claro. No estaba para cursilerías y eso del amor a él le parecía bien, pero desde el principio él había sido claro: no había llegado a ella por amor, sino por deseo y que ya no estaba para los versos de Neruda, que le parecía justo lo que ella decía, pero que no eran adolescentes, así que ella era quien decidía si continuaban o no, pues tampoco estaba para pasear de la mano con nadie. Matías no era insensible, solo que la decepción anterior lo tenía con una coraza casi impenetrable, además a él le gustaba Sandra, pero definitivamente no la buscaba para madre de sus hijos. Sandra lo quería y le asustaba la idea de que se vaya de su lado. Una vez más lo invitó a que se quede en su casa. Ella cocinaría para él, pondría música, bailarían y lo escucharía sobre sus ideas de querer cambiar el mundo. Matías llegó esta vez no tan puntual. Sandra llevaba unos pantalones pegados al cuerpo que revelaban una fina figura que enloqueció a Matías, quien no esperó ni la comida ni la música y menos el baile. Arrastró a Sandra a su cama y la llenó de besos suaves e intensos, dulces y apasionados, la acarició con locura. Vulneró la poca resistencia de la blusa y tomaba sus senos entre las manos, los besaba con desesperación, esta vez parecía que tendría éxito, el botón del pantalón no se resistió porque Sandra divagaba en el deseo y el amor que le producía ese hombre, pero de pronto tomó conciencia de dónde estaban las manos de Matías, del botón y cierre que no resistieron y lo separó con una brusquedad inexplicable. Ella solo repetía lo siento, lo siento, lo siento y Matías le gritó que era una loca. Él estaba indignado y al borde de la locura, pero esta vez no entró al bañó, solo acomodó sus ropas y salió dando un portazo que estuvo a punto de arrancar la puerta. Sandra se quedó sollozando porque en realidad lo estaba amando y deseando a la vez. Matías no contestaba el teléfono ni los mensajes. Se hizo negar varias veces en la oficina y le dijo a los amigos que si veían a Sandra no le mencionen ni su nombre y que si ella preguntaba les dijera que no sabían nada de él. Pero la curiosidad lo estaba acabando, además su amor propio por no poder vencer la resistencia de esta mujer indescifrable. La visitó dos ocasiones siguientes y todo fue en vano. Ni desnudarse ante ella para que viera como temblaba de deseo y que su miembro erecto le pedía que dejara vencerse lograron convencerla y tampoco pudo la noche en que la acompañó con una botella de tequila para ver si esa podía ser la fórmula. Pero nada parecía vulnerar a esta mujer. Matías se dio por vencido y no quiso saber más de ella y cerró el capítulo que le parecía de locos. Mientras Sandra cada noche lloraba por su situación y por ese hombre que le había parecido distinto y por el que de


verdad sintió ganas de hacer lo que no podía. Lo buscó insistentemente y por más que le rogaba incluso con lamentos empapados en llanto, Matías había decidido que no quería saber más de ella. Pero esa resistencia lo intrigaba y no lo dejaba muchas veces dormir, así que solo con la promesa de que descubriría qué era lo que pasaba con Sandra, le aceptó una vez más una invitación a su casa el siguiente domingo. Esperó pacientemente a que cocinara, escuchó la música que a ella le gustaba e incluso le aceptó que bailaran. Con esa estrategia empezó a besarla en el cuello. Con precisión de artesano fue acariciándola al punto de que una vez más llegaron a la cama. Él esta vez fue cauteloso, ahogaba con besos la posible negativa de Sandra, dejó que pase el tiempo y cuando menos lo esperaba ya tenía vencida la blusa, así que esperó algunos minutos en los que besó el cuello, los pechos y la llevó contra él fuertemente, pero había algo extraño en esta mujer, tenía suficiente fuerza para no dejarse resistir fácilmente, pero en una maniobra Matías logró vencer los botones y meter su mano en el pantalón de Sandra y fue cuando entendió toda la negativa de esta mujer, él la separó violentamente y sintió unas arcadas fuertes que las contuvo con un carajo que se escuchó seguramente en todo el barrio. “Eres hombre, maricón hijueputa”, gritó Matías, mientras ella que no era ella lloraba con el rostro cubierto por sus manos para que no vean ni su pena ni su vergüenza, porque toda la vida había sentido vergüenza por sentirse mujer, de odiar a la vida, a su familia, a los que la habían condenado al infierno, a su padre que le dio una golpiza que casi la mata el día que se enteró que él quería ser ella, al cuento insufrible de que era una mujer encerrada en un cuerpo de hombre, a la naturaleza y a sus mentiras de vivir como una mujer cuando había nacido hombre, odiaba a Matías porque lo amaba de verdad y porque él jamás la iba a querer. Se odiaba ella misma. Odiaba todo. Así se terminó la historia de amor de la señorita Sandra Vera, maestra de matemática que había llegado de Manabí y a la que nadie le conocía familia, la mujer por la que más de uno suspiró y que luchó para que nadie sepa su dolorosa verdad. Matías se quedó en silencio unos segundos y se marchó, pero esta vez no hubo un portazo, solo se sintió una brisa tenue cuando se cerró la puerta. Sandra Vera -que hasta los 14 años fue Sandro porque su papá siempre amó la música del cantante argentino- sintió que nada valía la pena, que no podía huir de su realidad de que el amor se le iba al igual que la vida que se había hecho cuando su amante sintió su miembro en las manos.

La habitación 303


Sin ventanas, con sábanas amarillas, un televisor en el que se veía solo un ojo de las personas que estaban dentro del diminuto aparato, un perro que no dejó de ladrar a ningún huésped, la música estridente de algún mal vecino y la luz tenue de una lámpara que ahorra energía, el agua demasiado fría y una puerta a la que costaba abrir para desesperación mía que todo lo espera perfecto. Llegué a las 14:00 de aquel soñado viernes y tardé media hora en abrir la puerta, la maldita puerta que parecía no había sido abierta en años, porque el lugar lejos de ser el más lindo de la ciudad como me aseguraron, al final no lo era tanto, entonces yo me quejaba de mi visión burguesa y de las comparaciones odiosas de este y otro sitio. Una vez ahí, me encontré con la fotografía inicial y decidí mejor ponerle más bien un toque más mío porque finalmente no era el cuarto, sino quién estaría en él lo que más importaba. Pero realmente estaba deprimida por todo y, sobre todo, la falta de una ventana que muestre algo de luz que hasta pensé renunciar a la cita porque definitivamente nada era como quería. Agradecí la mesa y las dos sillas que encontré. Puse los chocolates, mi perfume burgués de forma preciosista, una rosa que conseguí luego de desistir a la orquídea que yo deseaba y entonces sentí que había algo que se asemejaba un poco a lo que yo quería. Salí a buscar algo de comer, caminé varias cuadras hasta llegar al lugar, hice una fila larga y cuando llegué a la caja anunciaron que no estaban en capacidad de servir nada porque el pollo se había agotado y me pareció un mal chiste del destino que yo justo el día que me iba a entregar a los placeres, a todos los placeres incluido la grasa, el colesterol y el comerme otro ser vivo, no lo pueda hacer. Salí indignada y maldiciendo todo, sentía que era un presagio por estar a punto de jugar con un fuego que quería que me queme, pero que no podía porque sería el fin no mío, sino de él, de él a quien debía proteger incluso de mis arrebatos. Condenada a las frutas y los vegetales por decisión propia, me sometí a mis reglas y no me quedó más alternativa que un jugo que no podía tragarme por el miedo, la emoción y la conciencia que me acusaba de que piense si lo que estaba a punto de hacer era lo correcto. Subí a la habitación 303 y tuve una dura lucha con la puerta una vez más, luego de que el recorrido infinito, escalón tras escalón que parecía interminable, me agotó las fuerzas. Me despojé de mis ropas y entré al baño. Un chorro de agua fría me sacó de mis pensamientos y volví a maldecir la situación. Cuando mi cuerpo se acostumbró al agua casi helada, procedí a ese rito de poner sobre mi cuerpo ese jabón de chocolate y café cuyo olor intentaba más tarde lo retuviera él. Al salir, luego, puse en cada pliegue de mi piel esa crema con destellos y suave aroma que tanto le gustaba. Por vanidad y queriendo y no, me puse aquel sugestivo panti rosado casi transparente, de encajes finos y que lo había comprado por un encanto al color y las formas que más por el placer de saber que alguien alguna vez pudiera verlo, no lo había usado y esa era la ocasión al igual que llevar ese vestido que sabía bien yo no resistía mucho y que con un


leve y disimulado movimiento me dejaría al descubierto no solo las piernas, sino que se notaría el rosado encanto de mi panti de encajes. Pero solo quería eso o más bien quería muchas otras cosas, pero mi lado racional me frenaban al extremo de querer salir corriendo de ahí con cualquier excusa, pero estaba cansada de dejar de hacer las cosas solo porque vivía pensando más de lo que debía. Me puse además ese perfume que tanto me gusta y que es parte de mi lado más capitalista, pero ese día sabía bien que iba a renunciar a todas mis creencias desde las políticas y hasta las religiosas si me quedaba un poquito de esta última. Lo esperé con ansias, con deseos de que llegue y no. Ahí estaba una vez más la racional intentando que cualquier cosa la libre de sus decisiones tantas veces tomadas y desechadas por cobarde. Le había pedido un café y él llegó puntual con ese expreso caliente en su mano que casi temblorosa me lo entregó. Nos sentamos y yo bebí aquel café con un gusto desconocido mientras lo miraba a él, que me cautivaba con esa inocencia al verme y al tomar mis manos con las suyas sudorosas y casi temblando. Tenía unas ganas de besarlo de forma tierna, pero no me atrevía a dejar de mirarlo y sentirlo, hasta que él me dijo si le podía dar un poco de café y entonces nos dimos un beso casi eterno, que nos regaló un mundo desconocido para ambos, ese beso que nos hizo olvidar todas las diferencias que nos separaban y que allí en esa habitación 303 que yo tanto había criticado, quedaron olvidadas todas las dudas, angustias, falta de ventana, cama demasiado pequeña, ducha fría, demasiadas escaleras y una puerta que casi no podía abrir. Fue la tarde más maravillosa y entonces éramos un hombre y una mujer que simplemente se entregaron a la pasión, pero ante todo, a un amor que les había nacido en un instante de locura y que yo agradecía cada vez que me besaba o cuando me acariciaba, cuando me decía que me amaba y cuando sentía su cuerpo tan cerca del mío y yo simplemente me escapaba de todo aquello que me frenó alguna vez a amar, todo por no perder una libertad que en ese momento muy poco me importaba. Entonces los brillos de la loción se impregnaron en su piel como yo esperaba al igual que el aroma de mi perfume, el vestido no se resistió como yo sabía no lo haría y los encajes rosados del panti se mostraron tal como eran, tampoco se resistieron a aquellas manos, mi cuerpo fue uno con el de él y yo fui feliz en ese sitio que antes me resultaba insufrible. Me olvidé de todo los defectos que le encontré y lo hice un espacio lúdico donde realmente conocí el amor, donde besé y me besaron, donde acaricié y me acariciaron, donde amé y me amaron, donde olvidé que yo trasgredía reglas y códigos éticos y morales, que no me importaba quién era él y, sobre todo, quién era yo. Fue la mejor tarde, pero como todo lo bueno, pasó demasiado rápido y él debió irse y yo me quedé con su aroma y con su cuerpo tatuado en mi piel, como me dijo a mí alguna vez, con ese recuerdo una y otra vez repetido que a veces no


permitía distinguir lo que pasó realmente y lo que yo inventaba porque hubiera querido que pase y no pasó. El siguiente encuentro fue en el sitio de siempre y que no permitía que yo le diga a todo el mundo que lo amaba. Fue ahí en aquella aula mientras yo dictaba mi clase de filosofía, hablando de ética mientras él me observaba como en ese encuentro de la habitación 303, pero que ahora era en el salón César Sandino de aquella universidad a la que prometí no regresar cuando aquella puerta se cerró y él se marchó, porque finalmente la racional había regresado y no podía con el peso de una culpa que no existía, pero que no permitía continuar después de amarlo y poseerlo en todas las formas, después de aquella clase de vida y de amor que me atreví a darle venciendo barreras que antes no imaginé.

110 y 109 El pedacito de la felicidad

A 16 años de la felicidad Cuando yo estaba cumpliendo mi ritual de visitas a los muertos por el Día de los Difuntos, en una cama de la maternidad estaba naciendo mi Joao. Yo tenía 16 años y una firme decisión de convertirme en médico cirujano. Pero la vida tiene unas vueltas raras y terminé escritora. Mi Joao era un niño consentido que llegó a llenar un hogar donde Jehová ocupaba el centro de la vida de la familia y la palabra pecado y prohibido era la más pronunciada. A los 17 años ingresé a la facultad de comunicación social solo por desafiar a mis padres que no me dejaron estudiar medicina en Quito con mis mejores amigas. Mi madre casi cae infartada con la sola idea de que tres adolescentes vayan a vivir solas en una ciudad demasiado grande y desconocida, así que me bajó de la nube médica y yo de indignada me metí a estudiar periodismo solo porque sí, pues toda la vida me vi doctora y antes de eso astronauta. Sin quirófano o nave espacial empecé mi encuentro con las letras y eso determinó mucho el rumbo de toda mi historia. Ese mismo año mi Joao aprendía a caminar. Tropezando y levantando al mismo tiempo que entre las frases mamá y papá se convertía en la atracción de su entorno. Era un niño de cabello negro, cejas pobladas, piel rosada y unos bellos que evidenciaban que cuando creciera iba a ser una especie de oso humano que para muchas mujeres es un atractivo casi irresistible y para los


machos, machos es el símbolo de que tienen harta testosterona y eso los acredita como hombres de verdad. Todos lo mimaban, pero cuando le atacaba una de sus típicas pataletas de niño malcriado su mamá lo ubicaba con un manotón o un buen latigazo que se suponía lo iría formando como un hombre de bien y entonces se ganó su respeto o más bien un miedo innecesario a ella y a su padre, que como el abuelo de Isabel Allende, creía que solo la mano dura forma hombres, hombres y que lo que no te mata te hace fuerte. Con la sicología de que nunca hacía nada bien, que todo lo arruinaba, así fue creciendo ese niño que luego sería Mi Joao. Cuando él llegó a la escuela con las manos que le chorreaban de sudor por los nervios que le había surgido por el miedo y por aquello de que todo lo hacía mal y lo arruinaba todo o casi todo, no se atrevía a decir ninguna palabra a nadie, mientras tanto yo estaba por ingresar a trabajar en la redacción del periódico “Decano” de la prensa nacional. Yo tenía aspiraciones de economista ya para ese entonces y solo con un trabajo podía pagarme la carrera, así que en un arrebato como siempre, cogí unos cuantos trapos y me mandé a cambiar a la casa de mi mejor amiga de la universidad y terminé en la redacción gracias a una de esas “palancas” necesarias en este país si alguien quiere conseguir un trabajo, que le paguen rápido un cheque sin hacer fila en un banco o aligerar cualquier trámite que por la vía “normal” mataría al más paciente de los mortales. Llegué para graduarme de economista, pero ni siquiera llegué a la universidad porque el trabajo me absorbió así como mi sueldo miserable, fotografía de la dolarización que en 2000 a los pobres los hizo menos que eso y a los que vivían según las estadísticas “dignamente” los hizo desaparecer. Mi sueldo era tan bajo que mi papá debía darme dinero para el almuerzo, caso contrario el salario se me gastaba en la primera semana de la quincena. Yo viajaba de un pueblo que quedaba a una hora de Guayaquil, la metrópoli gran ciudad y lo poco que ganaba se quedaba en manos de los transportes públicos. Así pasé un año hasta que recibí un incremento de 40 dólares al total de mi salario y con eso al menos ya no tuve que pedir para el almuerzo, pero eso sí andaba alcanzada como la mayoría de los ecuatorianos, viviendo del fío y del “pago en quincena”. Yo era reportera de un otrora prestigioso diario nacional, pero la mayoría de mis colegas se morían de hambre, menos yo que todavía era una mantenida. Teníamos una cierta aura de “periodistas”, pero la verdad es que nosotros sí podíamos escribir un libro y hacer llorar como pretendió Juan Montalvo hacer si escribía uno sobre indios. Con el incremento de sueldo sobreviví hasta 2003, pero harta de las intrigas de una mediocre compañera y un mediocre editor, tiré la toalla y dejé botado el empleo que me traía más disgustos que otra cosa, aunque yo amaba escribir, pero no estaba dispuesta a derramar más lágrimas de las que había derramado


por impotencia y por todas las injusticias que había vivido. Yo lloraba por todo, lloro por todo y entonces aunque la decisión me dolió, la tomé sin pensarlo. Cuando en agosto de 2003 mandé al diablo a todos en el “Decano”, Mi Joao ya tenía muchos amigos en la escuela y por su cabeza le rondaba la idea de ser músico o al menos aprender a tocar guitarra. Se la pasaba de arriba para abajo en los recreos con sus amiguitos, en especial una, Astrid, una niña que vivió enamorada de mi Joao desde que le mudaron los dientes de leche y le salieron los permanentes, desde que entraron al colegio hasta que se graduaron y debió despedirse con la tristeza de no ser la mujer de la vida de mi Joao como había soñado muchos años, demasiados y eso hasta coraje le daba como me confesó alguna vez en que se sinceró conmigo y soltó su secreto de ese amor que no fue correspondido, mientras yo me sentía culpable de algo que no sabía qué era, entonces para calmar mi conciencia le aconsejé algunas cosas que yo nunca haría ni hice porque fui demasiado cobarde en cuestiones del amor y por eso me pasé toda la vida sola y con la certeza que eso no me hacía falta porque después de todo con el trabajo y con mis libros tenía suficiente. Los meses después de mi renuncia yo me di de vacaciones cuestionándome por qué había dejado mi trabajo y esperando encontrar otro pronto, así me estrellé con el “diario de mayor circulación nacional” en donde mi carpeta seguramente engrosó las filas de otras o quizás fue a parar a la basura luego de que di una prueba infernal que juró me dejó como una estúpida. Decepcionada me dediqué a trabajos insignificantes como el posicionamiento de una marca de un consultorio dental hasta terminar de recepcionista del mismo y recibiendo sueldo por separados de los odontólogos que ahí atendían. Me parecía absurda la situación, pero los profesionales en este país no siempre tienen éxito, si no tienen suerte o palanca como la que había tenido la primera vez en el “Decano”. Como dejé mi huella en ese periódico, me llamaron una vez más y yo salí corriendo de esa ciudad-pueblo que yo odiaba por pequeña y corriente según mi visión burguesa, sin imaginar que seis años después volvería y entonces cambiaría mi vida para siempre. Cuando en junio de 2004 regresé al “Decano”, mi Joao todavía estaba en la escuela, pero ya tenía decidido que sería músico: sería un gran guitarrista de metal. Yo volví al periódico a dedicarme a trabajar porque era finalmente lo que me gustaba, aunque de vez en cuando me entraban crisis existenciales de que debía estar en una mejor posición o en otra parte porque me creía superdotada o algo así, seguía sola y eso no me importaba mucho, aunque de vez en cuando rogaba que llegara a mi vida algún “príncipe” que aguantara mis neurosis porque después de todo a todo el mundo le hace falta alguien para reír o para llorar. Mi vida amorosa siempre fue azarosa. Me enamoré de mi mejor amigo a los 20 años y me pasé así como cinco y eso me daba mucho


coraje, pero yo idealizaba a ese hombre y juraba que si alguna vez encontraba a alguien tenía que ser exactamente como ese señor que tenía todos los defectos del mundo, pero que compensaba con una capacidad para escuchar todo y decir las palabras justas cuando era necesario, de estar ahí cuando lo necesitabas dejando todo de lado solo para escuchar que me pasaba. Pero eso era solo un acto de un mejor amigo, no del hombre que viviría conmigo para siempre. Entonces en una vuelta del destino terminé enamorada de otro amigo, sufrí mucho por ese sentimiento hasta que entendí que a él no le gustaban las mujeres sino otros hombres y que siempre había sido así y yo no me había querido dar cuenta o lo sabía y me negaba a creerlo. Mientras esto me sucedía, a mi Joao la vida le iba a cambiando, el niño tímido había cambiado mucho, pero tenía muchas angustias acumuladas, tantas que cuando lo encontré en mi camino tuve que reconstruirle la vida que su propia familia le había desbaratado pensando que estaban haciendo lo correcto. Siempre es así, los padres se toman en serio la tarea de formar a sus hijos con los métodos menos correctos y en lugar de inspirar amor terminan inspirando odios y rencores que te marcan para toda la vida. Eso nos pasa casi a todos, en mi casa yo siempre le decía a mi madre que no la quería porque la amaba sino porque me había parido, teníamos unas peleas monumentales por esa manía de los adultos de creerse perfectos y los únicos que tienen la verdad en sus manos. Antes de que mi Joao naciera yo también sentía que mi mamá no me quería y que de verdad no servía para nada como me lo repetía cada vez que la desobedecía, yo también tenía ganas de irme a cualquier lugar del mundo donde nadie me conociera y entonces lloraba todas las lágrimas que podía jurando que nunca tendría hijos a los que les amargaría la existencia con mis complejos. Menos mal uno crece y se da cuenta que se puede sobrevivir a las críticas de los padres y de la familia y que después de esos años que parecen eternos uno escoge su vida para bien o para mal. Yo entendía bien a mi Joao porque también tuve una mamá posesiva que no pocas veces me comparo con otras niñas que según ella eran mejores que yo, que me dio un latigazo que no me dolió tanto como las palabras con las que acompañó el golpe, yo también supe lo que era sentirse inservible por no complacer a los que estaban a mi alrededor, pero crecí y entonces no necesité un siquiatra como seguramente sí lo hacen muchos otros después de esa “vida” familiar en la que los padres tratan de hacer hijos buenos, pero olvidando decir un te quiero o que bien eso que haces, así sea por estimularte. Por eso cuando encontré a mi Joao me acordé de las tantas veces en las que me sentí inútil, tal vez por eso existió una empatía desde la primera vez que nos vimos, aunque en ese primer encuentro yo ni lo miré.

Mía


Cuando leí el resultado: “positivo”, la reacción fue la que esperaba. Miedo, confusión y la pregunta “y ahora qué”. No me sentía preparada para enfrentar esto, nunca me preparé, excepto para vivir, eso sí sola sin nadie que me dirija ni controle, siendo yo, es decir, formalmente feminista, socialista y barcelonista, carta de presentación de uno de los tantos poemas sin publicar que tengo, pues soy una escritora frustrada, sin lectores y con un montón de palabras que en días como hoy no sirven de nada. Porque las líneas de aquel papel me cambiaron la vida para siempre. Este resultado lo busqué desde que conocí a Joao. Aquel que derribó mis concepciones feministas más fuertes al punto de convertirme en un personaje digno de Corín Tellado y vaya que siempre me disgustaron, pero yo bien puede ser inspiración después de que me enamoré de él. Fue así como cambié todas mis posturas hasta dedicarme en cuerpo y alma a hacerlo feliz, pues me llegó con una carga de sufrimientos productos de una niñez conflictiva, de padres dominantes y conservadores que vieron la vida de dos formas: eres o no eres. Era como un animalito indefenso que buscaba refugio, era alguien quien necesitaba creer que era extraordinario y que podía conseguir todo lo que quisiera si dejaba morir ese “árbol” de inseguridades que había crecido con él. Pero Joao también era un hombre capaz de amarme hasta la locura, de hacerme sentir mujer, de hacer que dijera sí a todo lo que me pedía solo con una caricia o un beso mezclado de ternura y pasión. Él sacaba lo mejor de mí, mi lado más tierno, más femenino, más honesto, más siglo XVIII, mi sensibilidad y mis pasiones contenidas. Pero Joao también podía sacar lo peor de mí. Los rencores y las incomprensiones. A veces me faltaba la paciencia para entender su enfermedad, su locura, su delirio, entonces yo solo lloraba y me preguntaba si era un castigo divino –en los que no creía- habérmelo topado en mi camino. Luego cuando pasaba el dolor entonces lloraba imaginando que otro “castigo” divino me lo arrebataría y yo me sentía incapaz de estar sin él, de amar a otro. Así me pasaba la vida: amándolo y otras odiándolo. El tiempo pasó y entonces descubrimos que por algún propósito divino con lágrimas y rencores incluidos nosotros estaríamos juntos para siempre. Había muchas cosas que nos separaban, entre ellas, mi edad. Llegué a su vida algo tarde y como la naturaleza también actúo machista nos dio a las mujeres solo un tiempo para concebir y como yo hasta antes de Joao jamás se me había ocurrido ni siquiera la más mínima idea de ser madre, sentí que una vez más algún sino divino me cobraba el feminismo, pues justo cuando descubrí que sería la cosa más hermosa de mi vida, mi tiempo era corto. Odié todas las veces que dije que nunca tendría un hijo, que no me interesaba, que yo sola estaba muy bien y que la vida de una mujer puede ser perfectamente feliz sin cambiar un pañal o tener un hombre junto a ella y que todo era producto de una


sociedad patriarcal y machista que hacía a la mujer objeto de reproducción y ya no recuerdo cuántas cosas más. Todo eso me hirió como puñales cuando salí una mañana del consultorio de aquella doctora que pronosticó que el tiempo se agotaba y cuando miré a los ojos de Joao y supe que tal vez yo no podía darle el hijo que soñó conmigo. Mi mente se convirtió en el cuadro de Frida Kalho en donde aparece en una cama conectada a un feto a través de una nube, como un sueño, así me sentí: triste y desgarrada. Fue como empezó todo. Religiosamente me hice todos los exámenes, tomé todos los medicamentos, hice el amor todas las veces que pude, además probé todo cuanto amigas –jóvenes y adultas- me recomendaban. Todo incluso los huevos de araña que mi mamá me daba cada mañana en un vaso con agua y que me los tomaba por ella y su dedicación, por mí y por Joao. Todos los días nos acostábamos buscando nombres, intentando que ese hijo o hija no nos odie por nombrarlo de algún modo. Joao y yo nos reíamos a carcajadas imaginando que al pobre niño lo llamábamos Nabucodonosor o Euclides. A veces sin que él lo notara se me llenaban los ojos de lágrimas pues creía que nunca llegaría el hijo o la hija, que había calumniado al destino con mis mañas feministas y socialistas que todo lo que hacía no serviría de nada. Hice de todo incluso madrugaba para convertirme en una deportista disciplinada y eso que yo odié madrugar toda mi vida. Todo absolutamente todo para que algún día la menstruación deje de llegar puntual y entonces los espermatozoides de Joao por fin conquisten el óvulo feminista y reacio que bajó orgulloso durante años como símbolo de mi decisión de no acunar a nadie. A veces me desesperaba porque estaba convencida que ya nada iba a resultar, que estaba condenada y entonces practicaba mi deporte favorito, llorar. Tenía la certeza que Joao se marcharía a buscar el hijo a otro lado y yo me quedaría con mis libros de Simone de Beauvoir, del Che y todos los demás para buscarse una mujer que sea mujer. Completa, joven y con óvulos dispuestos a fecundarse. Después de dos años, seis meses y tres días recibí el resultado “positivo”, llamé a Joao y le dije: “hola mi Joao, le cuento que seremos padres”. Él lloró y yo junto a él. Por fin la medicina, los huevos de araña y las oraciones habían hecho su efecto. El proceso no fue fácil. Durante mucho tiempo no supe si yo sobreviviría, si aquel ser diminuto se aferraría a la vida o si el castigo sería más duro al tener aquel bebé en el vientre y luego verlo desaparecer. Todo me torturaba y así como en el antes en el ahora también me dediqué a hacer todo lo que me pedían médicos y amigos, hasta que por fin la vida que crecía dentro de mí decida quedarse y nacer.


La lucha fue dura y no me dejé vencer, recordaba a Bolívar con eso de que si la naturaleza se opone a nuestros designios lucharemos contra ella y así fue. Le di batalla a la naturaleza, a mis años y a todas las locas ideas de antes. Joao me acompañó siempre. Llamaba, preguntaba, me hacía reír. Todas las noches tomaba su guitarra y le cantaba. De todo. Incluso metal. A veces le decía este niño te sacará canas verdes, porque eres demasiado celoso y mira lo que le enseñas a ser rebelde. Tú también, decía él, y ya no le leas tanto que se hará loco o loca, bromeaba. Porque yo le leía a él o ella y también a Joao. Nos dormíamos cansados de imaginar y contarle al bebé todo lo que todavía no podía ver. A veces Joao dibujaba una cara feliz en mi panza o le hablaba de fútbol o le contaba que no siempre estaba bien, porque aún no se curaba de su enfermedad pero que él lo ayudaría. Unas noches Joao decía será guitarrista, ¡no! Le gritaba yo, será escritor o bailarina. ¡no! susurraba Joao, será lo que decida. Y era cierto, nunca imaginé presionarlo a hacer a nada que no quisiera, sería libre. Y mientras esperábamos el sueño yo le decía al oído: será barcelonista. Eso sí, caso contrario se va de la casa, afirmaba Joao y nos reíamos hasta dormirnos. Un día nos enteramos que yo llevaba en el vientre una niña. Me alegré, porque pensé: así será mejor, las mujeres somos más fuertes. Joao sonrió, quería un niño, pero yo sabía que esta niña lo iba a salvar de todo lo malo que alguna vez lo atormentó y sería ella quien lo cuide porque yo inexorablemente me iría primero, pues nací primero. La bebé nació una noche de luna llena, gritó con fuerza porque sabía que era producto de una lucha tenaz de muchos meses. Es Mía, dije. Es Mía, respondió Joao. Desde ese día fue Mía, porque la tuve en mi vientre, porque luche día con día para que nazca y fue de Joao porque la cuidó aún antes de nacer, porque la cuida ahora y porque lo salvó de su enfermedad y tal como se lo dije una vez ella lo cuidará por mí cuando ya no esté. Mía fue el premio a un amor que se escribió sería para siempre.

Cumpleaños feliz…


Para mi Joao Apenas cerré la llamada sentí que se me había pasado la mano, que no era buena para dar una sorpresa si ni siquiera llevaba el regalo que él deseaba y seguramente me estaba odiando por esas frases hirientes que eran mi tonta manera de hacer la tarde interesante, pero ya había metido la pata hasta el fondo así que continúe aunque se me arrugaba el alma por mi genial idea de dramatizar, es que yo soy así, poco racional hasta para hacer una broma. No había sido una semana fácil. De principio a fin había sido tortuosa y hasta en uno de esos arranques de orgullo y dignidad estúpida estuve a punto de perder a la única persona que jamás ha cuestionado mis formas y pensamientos idealistas que me han dado más penas que alegrías y hasta se ha sumado a esa afición por querer cambiar el mundo y por vivir en convicciones que casi nadie practica, porque vivimos en un tiempo en que el éxito, la posición y la distinción son más importantes que aquellas utopías que me han perseguido desde hace muchos años. Le dije adiós aunque sentía que con él se me iba la vida, menos mal este hombre esconde su dolor y su orgullo y me aguanta hasta que a mí se me pasa la locura y reflexiono con vergüenza y dolor, entonces le digo que se quede conmigo para siempre tal como nos hemos prometido desde hace 24 meses, promesa que renovamos en cada beso, en cada caricia, en cada momento de pasión y locura que nos asalta. Él me apoya en todo, es mi hombro y mi hombre. Me hace reír y me hace llorar. Me hace el amor no porque me lleva a la cama, me hace el amor porque está comprometido conmigo en todo, camina mis caminos sin chistar y hasta aguanta mis feminismos irracionales. Por todo eso yo quería que su cumpleaños fuera feliz, pero feliz en la sencillez que a mí me cautiva, aunque parezca muy poco a los ojos de los demás. Lo había soñado desde hace mucho. Vino, velas, rosas, chocolates. Todo un andamio cursi. Lo imaginé y lo planeé así. Yo sabía que él estaba esperando otro regalo, uno que yo le hubiese dado hace mucho tiempo si con las vueltas del destino no me convertía en una proletaria de sueldo mínimo viviendo de lo poco, cuidando el centavo y preguntándome cómo mucha gente mantiene una familia con el mismo cheque escuálido de cada mes. Eso había provocado un sisma entre nosotros, pues yo olvidando que la vida del obrero tiene momentos inesperados hice una promesa que por supuesto no pude cumplir. Este hombre maravilloso que todo lo entiende a veces se convierte en un mortal cualquiera así que se decepcionó y yo reaccioné visceral y entonces el homenaje de cumpleaños casi se convierte en el clímax de una rotura dolorosa. Yo no quería que luego de aquella reacción a tiempo y de pedirle que no se vaya de mi vida, su cumpleaños sea una fecha más, así que quise darle una


sorpresa y como nunca he sido buena con el romance casi lo arruino, pero con la paciencia de él y mis disculpas aceptadas, la tarde fue tal como la imaginaba. El viaje me pareció más largo y lo que fueron minutos normales, para mí fueron de eternidades. Luego lo vi ahí tan bello, tan hombre y tan triste por mis palabras que no eran ciertas, aunque las hice parecer verdaderas en mi poca práctica para las sorpresas y las bromas. Eso me conmovió y me hizo sentir miserable, sobre todo, porque estaba esperándome con la misma impaciencia y timidez de la primera vez. El tiempo a nosotros se nos pasa demasiado rápido y cuando llegamos al lugar que de un tiempo acá se ha convertido en nuestro sitio discreto en donde desahogamos el amor, lo inesperado y lo esperado sucedió. Hubo vino, velas, cigarrillo, chocolate y amor. Los besos y el deseo le dieron paso a la pasión, esa que nosotros practicamos casi a diario sin hartarnos y que nos renueva en cada encuentro. Por un momento el vino se resistió a salir igual que el corcho, pero superado el incidente y con el primer sorbo, el resto fue la locura y la estridencia de siempre. Mi vestido no resistió a sus manos y yo alentada por las burbujas de alcohol lo desvestí sin más esperas y entonces el sabor y la acidez de aquella bebida originaria de la Argentina rodaba de su pecho a su vientre y de ahí un poco más abajo y luego a mi boca para perderme en él. No necesitamos las copas que olvidé porque su ombligo y el mío, el sur de su cuerpo y el mío contuvieron la bebida que aceleró nuestras ganas, entonces expresé mi placer con más palabras, lo hice sentir con fuerza porque a veces las tengo contenidas y en la libertad que nos brindaban las paredes de ese hotel hice escuchar mi amor, pasión y deseo, el canto de una sirena que se pierde en la piel de mi hombre que se encanta y se pierde también al escucharla. Fue tan intenso aquel sábado de muertos que para nosotros fue enteramente de seres vivos, demasiado vivos por las burbujas, el estímulo del chocolate, el envolvente humo del cigarrillo y el sabor prohibido de su hombría en mi boca y del salado líquido que se desprende de mí tan solo con un beso y que a él lo enloquece y emborracha así como lo hizo en algún momento ese rojo vino. Me convertí en su regalo, en su guitarra española, en su requinto sonoro, en su Fender a la que le arrancó notas de blues y de jazz con sus manos y su cuerpo sobre el mío. Montada en una burbuja y montada en su vientre me perdí e intenté reemplazar el cuerpo de madera con esta piel amarilla –como dice él- que se eriza con el


roce de sus manos, con sus besos y que suena con la misma pasi贸n de un flamenco y que puede llorar como lo hace un pasillo.


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