Capítulo XII. Los Mariot

Page 1

XII Los Mariot

¿Los Mariot? ¿Una historia de la familia? Tenía que estar en una carpeta. No se había traído las carpetas. ¿Y cómo se las iba a traer? Ni siquiera sabía dónde meter todos esos cuadernos. ¿Qué iba a hacer con todas las carpetas? Giró la butaca hacia la biblioteca; físicamente a sus espaldas y mentalmente siempre ante sus ojos.

Recorrió las estanterías. No

quedaba lugar ni para un libro más. Volvió a girar la butaca. El mueble con las fotos, tantas fotos. ¿Dónde iba a meter todas esas fotos? Y en ese mueble estaban todos sus documentos, los de la casa, todo clasificado, los cajones llenos. Tantos años guardando; sus años y los de la abuela. Años necesitaría para mirarlo todo y decidir qué tirar. ¿Con qué criterio? Engorro insoportable, de todas maneras. ─¿Qué hago? Joder. “¿Dónde están las carpetas? ─En tu casa, coño, ¿dónde van a estar? “Pues eso”. ─¿Pues eso? ¿Qué trabaje en tu casa? María no le contestó. Claro, ¿dónde iba a trabajar mejor? Pero romper la rutina, alterarlo todo. ¿Todo qué? ¿Qué era todo? Leer los periódicos en el ordenador. Enterarse de otras noticias y de las reacciones de la gente en Twitter, en Facebook. Comentar algo de vez en cuando, muy de vez en cuando, entreteniéndose con el


jueguito de la economía de palabras. Leer los mensajes que le llegaban y a los que nunca contestaba ni contestaría. Su tiempo de establecer relaciones personales había pasado, se había llevado las ganas. Buscar información en Wikipedia para refrescar la memoria, para llenarla con nueva información. ¿Para qué? Releer una y otra vez los mismos libros porque ya no le apetecía atreverse con algo nuevo. Imprimir fotos de bibliotecas de todo el mundo y pegarlas en un álbum por no perder costumbres del siglo pasado. De fondo, Marta Algerich y Khatia Buniatishvili, a veces Kiri Te Kanawa poniendo banda sonora a los patéticos esfuerzos de un viejo por llenar su tiempo y fingirse útil ante sí mismo para hacerse creer que su vida todavía valía la pena. Viejo gris de cielo plomizo, sin sol, sin lluvia. De vez en cuando, entretenerse un rato mirando a Khatia mientras tocaba, una concesión a su sentido de la vista y a otras sensaciones de otros tiempos. Pero la conciencia se burlaba pronto de él llamándole

viejo

verde

y

pasaba

a

Facebook

o

a

Twitter,

avergonzado, para entretener los ojos, para escuchar la música sin que los ojos restaran placer a los oídos, sin que los apetitos viles pervirtieran

el

placer puro de escuchar. Total, ¿qué había en su

rutina que mereciera salvarse? “¿Qué hay en tu rutina que merezca salvarse?” ─Nada ─le contestó─. “¿Entonces?” ─¿Entonces qué? “Tú sabrás”. ─Cambiarla. Hacer otra cosa, vale. Pues no sé. No había otra cosa. “¿Y ahora?”


─ ¿Ahora tus diarios, Los Mariot, lo que me encuentre? Seguro que encuentro algo de lo que no me hablaste. No me dijiste nada de “Los Mariot”. Aunque poco habrá que leer. No te dio tiempo a escribir mucho. Si estuviste dos años investigando y escribiendo notas para la biografía de tu padre, supongo que en pocos meses no habrás ni empezado un manuscrito. De todos modos, ¿qué voy a hacer yo con todo eso? Solo soy un maestro. “Lo que quisiste ser”. Pues, no. Tomás quería ser otra cosa, pero había que ganarse la vida, como ella con sus clases de inglés. Lo que de verdad quería ser no se lo decía abiertamente ni a sí mismo porque le daba vergüenza. ─ No, yo quería ser otra cosa, pero estaba tan alta, tan alta que no la podía alcanzar. Tú me lo dijiste muchas veces, sin saber que me daba vergüenza. Eres un poeta, decías, y yo sonreía y procuraba cambiar el tema. Siempre creí que te burlabas. “¿Me burlaba?” Una búsqueda rápida en su memoria de las contadas veces en que le había enseñado un poema suyo, no le permitió encontrar ni una sola expresión de María que sugiriera burla. Encontró expresiones serias, a veces de enfado, hasta de desesperación. ─Ahora que te has jubilado, ya no tienes la excusa de la falta de tiempo ─le dijo María una tarde después de leer uno de sus poemas. ─Ahora tengo otra mejor. No soy bueno ─le replicó. A María se le demudó la cara. ─¿Cómo, coño, puedes valorar a un poeta como se valora a un futbolista? ─saltó.

¿Bueno, malo? Eso solo lo deciden los críticos

petulantes. En la poesía no caben los valores del montón. Lo sabes perfectamente.


Sabía lo que pensaba Hölderling sobre la poesía y cómo conducía, por una vía sin retorno, a la locura. Y lo que pensaba María. Luchar como una fiera por la supervivencia a plena luz del día. y a lo oscuro, en secreto, ganarse la vida. Y lo que sentenció en aquel poema humorístico. En fin, lo dijo el griego, poesía es la vida, y la vida, un puro pataleo en el que todo vale. Poesía será lo que tú quieras. ─¿Y si lo que me pasa es que nunca he sabido lo que quiero? “¿Y si lo que te pasa es que nunca has dejado de buscar excusas para no preguntarte siquiera qué, coño, es lo que quieres?” Tomás sonrió con tristeza. ─Eso decías, que lo más fácil de encontrar en este mundo eran las excusas y las justificaciones. ¿Es eso lo que estoy buscando? María no le contestó. ─ Lo que he estado buscando siempre ─se contestó a sí mismo. Tomás se miró la mano que tenía sobre la primera página del último cuaderno. La mano quería seguir pasando paginas hasta el final. Tal vez en el final encontraría respuestas. ─¿Con qué derecho? ─se dijo─. Cállate ─le ordenó a su conciencia y la voz le salió como un gruñido. Abrió el cuaderno por el final concentrando en la mano toda su voluntad. Página en blanco. Empezó a pasar páginas en sentido contrario, sin prisa. El tiempo ya no importaba. ¿O sí? A María se le había acabado el tiempo antes de empezar lo que seguramente habría terminado, como terminaba todo lo que empezaba. ─Don Tomás. ─Coño ─saltó.


─Perdone ─le dijo Lidia─. Es que la comida ya está servida. ─Perdóneme usted. Estaba concentrado. No oí la puerta. ¿Y el niño? ─¿El niño? ─Max, ya me entiende. ─Ya. Es que ahora tiene tres peludos, con perdón. Max, en el baño, como siempre. Cada vez que pongo la comida se va al baño haciendo esperar a quien sea. Ya lo sabe. Pero empiece usted. Los espaguetis fríos no valen nada. Tomás sonrió. Era cierto. Uno de los pocos defectos de Max que sacaban a su madre de quicio. ─Voy enseguida. Yo no me lavo las manos antes de comer. No me educaron tan bien o, para ser justos, no me dejé educar tan bien. ─ Pues ya podían haber educado al niño, como dice usted, para que se fuera a lavar las manos antes de que se ponga la comida. Tomás se levantó, aliviado por poder salir de allí, de su confusión, de tanto esfuerzo por engañarse y por dejar de engañarse. Lidia le siguió hasta el comedor. ─¿Y los chicos? ─Tomasito durmiendo la siesta a saber Dios dónde. Agapito, con el niño. Como decía... ─¿Qué? ─ No, nada, que me acordé de un dicho. ─¿Qué dicho? Lidia sintió que había metido la pata, pero ahora tendría que soltar el resto, ni modo.


─ Que Agapito no le perdía al niño ni pie ni pisá. Tomás sonrió. ─ Sí, uno de los dichos que María traía de Puerto Rico cuando iba a ver a su madre. Lidia, cuando quiera hablar de María, no se corte. Yo no la pienso desterrar. ─ Bueno, por no ponerle triste. Los espaguetis ya deben estar asquerosos. ─ A Max le gusta la comida fría. ─ Ya lo sé, pero a usted no. Se sienta, que le meto los espaguetis en el microondas. Tomás entró en el comedor. La luces encendidas, la mesa puesta con un mantel de diario, esa bandeja de ensalada que Lidia ponía en el centro, tan bonita que hasta daba pena desordenarla, le alegraron los ojos. La hora de comer de todos los días, el orden de los cubiertos en la mesa, las servilletas bien dobladas le aliviaron el alma.

La

rutina era un alivio, como el que se sentía al volver a casa después de un viaje muy largo, fatigoso, lleno de peligros. Tomás se sentó en su silla a disfrutarlo. ─Perdona ─llegó el grito de Max a través de la puerta abierta. ─Me ca ─gritó Lidia─. No se me han caído al suelo de milagro. Alocao. Y ahora solo falta que el perro se me tire encima. ─Perdona, perdona ─repitió Max y entró en el comedor riendo. ─¿Qué ha pasado? ─Choqué con Lidia. ─Y Agapito le ha puesto las patas encima, seguro. Lleva espaguetis, con la cantidad de carne que le pone a la boloñesa.


Tomasito empezó a maullar. ─Otro que se ha enterado ─sonrió Tomás─. El que faltaba. Pobre mujer. Los gritos de Lidia empezaron a llegar desde la cocina, ─¿Has estado leyendo los diarios de la mama? ─le preguntó Max. ─Empieza. Ya deben estar fríos. Lidia se llevó los míos para calentarlos. ¿Quieres que te los caliente? ─ ¿No sabes que la comida me gusta fría? ─ Es verdad. ─ ¿Leíste diarios? ─ Empecé, pero no me dio tiempo a leer mucho. ¿Y tú? ¿Adónde habéis ido? ─ Íbamos a Las Vernedas, pero me encontré a Vigara por el camino. Nos tomamos una cerveza. Me dio una idea, pero no sé. Montar una hípica. ─¿Dónde? ─ En casa. ¿A ti qué te parece? La llegada de Lidia con el plato de espaguetis le dio a Tomás tiempo para consultar. “¿A ti qué te parece?”, le preguntó a María. Recordó su buena disposición para recibir y contestar a las preguntas de los ex alumnos y admiradores de su padre que aparecían a visitar la casa. Pero eran visitas esporádicas que duraban unos minutos. Una hípica, con la llegada constante de clientes, era otra cosa. María apreciaba la soledad tanto como él. Además, caballos y turistas en esa casa. No lo veía. ─¿Te parece mal? ─preguntó Max.


─ No. No sé. Así de sopetón. Debe ser engorroso cuidar caballos, alimentarlos, limpiarlos. ─ Empezaríamos con cinco. Pero de todos modos, no concretamos, es solo una idea. Tomás volvió los ojos a los espaguetis que giraban con el tenedor. ─ Ya. Bueno. Tomás dudó un momento. ¿Era el momento de contarle a Max la idea que se le había ocurrido a él o sería mejor dejarlo para más adelante? Vio en su imaginación, con toda claridad, la cara descompuesta de María cuando se la agotaba la paciencia. ─

Parece

que

hoy

estamos

de

ideas

─dijo,

aparentemente

concentrado en el enrollado de espaguetis─. A mi también se me ocurrió una idea cuando te fuiste. ¿Has visto cómo está mi escritorio, lleno de cuadernos? No encuentro dónde ponerlos. Además, si quiero estudiar a fondo los manuscritos de tu madre, tendré que consultar las carpetas. ¿Y dónde meto las carpetas? Max empezó a comer. El tío casi nunca iba al grano y nunca se sabía cuándo iba a decir lo que quería decir. ─ En fin ─siguió Tomás─, que se me ocurrió que para evitar tanto trasiego, trasiego que podría deteriorar cuadernos y carpetas, sería mejor dejar las cosas donde las tenía tu madre y desplazarme a trabajar en su despacho. Pero claro, si pones la hípica, necesitarás el despacho. ─¿Para meter a los caballos? ─Max rio. ─ Qué cosas se te ocurren, tío. ─ Para tener tus papeles y hacer cuentas y eso.


─ Necesito despacho para seguir con el networking. No pienso dejar mi trabajo en Barcelona. Pero despacho tengo frente a mi habitación. ¿Se te ha olvidado? ─ No. Pero a lo mejor te hace ilusión trabajar en el despacho de tu madre. A Max se le desplomaron las facciones. ─ No. No quiero estar allí. No sé si me explico. Y siguió comiendo con furia. ─ Te entiendo. ─Yo, por mi, si pudiera. A ver. La idea de la hípica me gusta, pero no para vivir allí, ¿me entiendes? ─Creo que sí. ¿Vivirías aquí y trabajarías allí? ─Como tú, si te parece bien. A ver, no voy a dejar mis reuniones en Barcelona. Aquí vendría a dormir tres o cuatro días a la semana. ─ A dormir, a ducharte, a comer, a vivir ─ respondió Tomás con una cierta ilusión─. Me parece genial. “¿Tienes algo que ver con esto?”, le pregunto a María, pero no pudo esperar a su respuesta. Max empezó a explicarle como empezarían a montar la hípica: vallas, establo, taller para Vigara. Fijó los ojos en los ojos de Max para concentrar su atención, pero lo costaba seguirle. Se vio entrando en Casa Fassman, saludando a los abuelos que presidían el vestíbulo mirando desde la misma foto con marco dorado que adornaba la chimenea de la sala del abuelo. Se vio entrando en el despacho de María, sentándose en su butaca. Y el amago de ilusión cuajó y fue creciendo. Empezaría por el último diario y luego buscaría la carpeta que pusiera “Los Mariot” en la etiqueta blanca que distinguía a todas las carpetas. Y se compraría un cuaderno negro y


empezaría a tomar notas. Y ella estaría allí,

mirándole en silencio

como él la miraba mientras ella escribía y él fingía estar leyendo un libro. “Porque es la fe un derecho al que no voy a renunciar”, se dijo, repitiéndose el verso que se repetía siempre que le amenazaba la noche negra. Max hablaba de la hípica con entusiasmo. También iba a ser un lugar de terapia para caballos enfermos o maltratados. Tomás sintió, con sorpresa, que por primera vez en muchos tiempo, sentía como si se empezara a entusiasmar. Terminaron de comer y fueron a tomar el café a la sala del abuelo. Max volvió a interesarse por lo que había leído el tío de los diarios de su madre. Tomás aprovechó la oportunidad para contarle por encima lo que pensaba hacer. Lo primero era llevar los cuadernos de vuelta a la casa. No era necesario que Max le llevara, sacaría su coche del garaje, que falta le hacía después de días sin encenderlo. ─ Pues si no te importa, voy contigo. Tengo que traerme algunas cosas, sobre todo el portátil. ─ Seguro que Agapito también se apunta. ¿Vamos ahora o quieres dormir siesta? ─ No. Quedé con Vigara. Subirá a echar un vistazo al terreno a ver qué hacemos. Tomás se levantó de la butaca sin ninguna dificultad y fue hacia la puerta con decisión. Tenía trabajo. ─ Tío. Max se había quedado atrás. Tomás se volvió, extrañado por el tono de su voz. ─ ¿Sí?


─ Gracias. ─ ¿Por qué? ─ Por dejar que me quede aquí. ─ Que vivas aquí. A ver si nos aclaramos. ¿Cómo te apellidas? ─ Mariot. Ya lo sabes, me puse el nombre de mi madre primero hace años. ¿Por qué me lo preguntas? ─ ¿Y cómo se llama esta casa? Max sonrió. ─ Mariot. ─ Pues eso. Voy a sacar el coche. ¿Me ayudas a llevar cuadernos? Al pasar por la roca, Tomás volvió a saludar a su padre y a su abuela. “Max seguro que me pone con vosotros”, les dijo y decidió ir al notario a la mañana siguiente sin falta para hacer el testamento que no había hecho por no saber a quién dejarle sus cosas. “Mira que soy lento”, le dijo a María en silencio. “Ahora ya solo te faltará montar una fiesta”, sintió que le contestaba. “Eso sí que no. ¿Te imaginas a la gente haciendo la digestión con la Sonata en si menor de Listz?” ─ ¿De qué te ríes? ─le preguntó Max. ─ De las cosas que se me ocurren. Max sonrió. ─ La mama me enseñó a reírme de mis ocurrencias. ─ Tu madre no se levantaba nunca de la cama sin hacerse reír, y siempre encontraba un motivo.



Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.